LOS CUATRO LIBROS DE CONFUCIO, Confucio y Mencio, Colección La Crítica Literaria por el célebre crítico literario Juan Bautista Bergua, Ediciones Ibéricas: Confucio y Mencio
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Traducido, prologado y anotado por Juan Bautista Bergua. El Gran Estudio, La Doctrina del Medio, Comentarios Filosóficos, y El Libro de Mencio. La doctrina de Confucio: Filosofía, Moral y Política de la China.
El canon de la filosofía confuciana lo componen Los Cuatro Libros de Confucio (Kung-Fu-Tsé
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LOS CUATRO LIBROS DE CONFUCIO, Confucio y Mencio, Colección La Crítica Literaria por el célebre crítico literario Juan Bautista Bergua, Ediciones Ibéricas - Confucio Confucio
CONFUCIO
(Kung-Fu-Tsé o Kung-Tse)
LOS CUATRO LIBROS
DOCTRINA DE CONFUCIO
FILOSOFIA, MORAL Y POLITICA DE LA CHINA
TA–HIO
El Gran Estudio o El Gran Saber o
De La Filosófia Práctica
TCHUNG–YUNG
La Invariabilidad en el Medio o
La Doctrina de la Medianía
LUN–YU
Las Conversaciones Filosóficas o
Analectas o
Comentarios Filosóficos
MENG–TSEU
Mengzi o
El Libro de Mencio
Traducción, Prólogo y Notas
de
JUAN BAUTISTA BERGUA
Colección La Crítica Literaria
www.LaCriticaLiteraria.com
Copyright del texto: ©2010 J. Bergua
Ediciones Ibéricas - Clásicos Bergua - Librería Bergua
Madrid (España)
Copyright de esta edición: ©2010 LaCriticaLiteraria.com
Colección La Crítica Literaria
www.LaCriticaLiteraria.com
ISBN: 978-84-7083-136-2
Ediciones Ibéricas - LaCriticaLiteraria.com
Calle Ferraz, 26
28008 Madrid
www.EdicionesIbericas.es
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CONTENIDOS
EL CRITICO - Juan Bautista Bergua
PROLOGO
EL PAIS DE LOS «HIJOS DEL CIELO»
LAS PRIMERAS MISIONES EN CHINA
LA GRAN SORPRESA
LAS RELIGIONES DE CHINA
LA VIDA
EL HOMBRE
LA OBRA
CONFUCIO, FILOSOFO
LOS CUATRO LIBROS
TA-HIO: El Gran Estudio o El Gran Saber
TCHUNG-YUNG: La Invariabilidad en el Medio
LUN-YU: Las Conversaciones Filosóficas o Analectas
Chang-Lun – Primer Libro
Hia-Lun – Segundo Libro
MENG-TSEU: El Libro de Mencio
Libro Primero
Libro Segundo
NOTAS
LA CRITICA LITERARIA
EL CRITICO - JUAN BAUTISTA BERGUA
Juan Bautista Bergua nació en España en 1892. Ya desde joven sobresalió por su capacidad para el estudio y su determinación para el trabajo. A los 16 años empezó la universidad y obtuvo el título de abogado en tan sólo dos años. Fascinado por los idiomas, en especial los clásicos, latín y griego, llegó a convertirse en un célebre crítico literario, traductor de una gran colección de obras de la literatura clásica y en un especialista en filosofía y religiones del mundo. A lo largo de su extraordinaria vida tradujo por primera vez al español las más importantes obras de la antigüedad, además de ser autor de numerosos títulos propios.
SU LIBRERÍA, LA EDITORIAL Y LA GENERACIÓN DEL 27
Juan B. Bergua fundó la Librería-Editorial Bergua en 1927, luego Ediciones Ibéricas y Clásicos Bergua. Quiso que la lectura de España dejara de ser una afición elitista. Publicó títulos importantes a precios asequibles a todos, entre otros, los diálogos de Platón, las obras de Darwin, Sócrates, Pitágoras, Séneca, Descartes, Voltaire, Erasmo de Rotterdam, Nietzsche, Kant y las poemas épicos de La Ilíada, La Odisea y La Eneida. Se atrevió con colecciones de las grandes obras eróticas, filosóficas, políticas, y la literatura y poesía castellana. Su librería fue un epicentro cultural para los aficionados a literatura, y sus compañeros fueron conocidos autores y poetas como Valle-Inclán, Machado y los de la Generación del 27.
EL PARTIDO COMUNISTA LIBRE ESPAÑOL
Y LAS AMENAZAS DE LA IZQUIERDA
Poco antes de la Guerra Civil Española, en los años 30, Juan B. Bergua publicó varios títulos sobre el comunismo. El éxito, mucho mayor de lo esperado, le llevó a fundar el Partido Comunista Libre Español que llegaría a tener mas de 12.000 afiliados, superando en número al Partido Comunista prosoviético oficial existente. Su carrera política no duró mucho después que estos últimos le amenazaran de muerte viéndose obligado a esconderse en Getafe.
LA CENSURA, QUEMA DE LIBROS
Y SENTENCIA DE MUERTE DE LA DERECHA
Juan B. Bergua ofreció a la sociedad española la oportunidad de conocer otras culturas, la literatura universal y las religiones del mundo, algo peligrosamente progresivo durante la dictadura de Franco, época reacia a cualquier ideología en desacuerdo con la iglesia católica.
En el 1936 el ejército nacionalista de General Franco llegó hasta Getafe, donde Bergua tenía los almacenes de la editorial. Fue capturado, encarcelado y sentenciado a muerte por los Falangistas, la extrema derecha.
Mientras estuvo en la cárcel temiendo su fusilamiento, los falangistas quemaron miles de libros de sus almacenes por encontrarlos contradictorios a la Censura, todas las existencias de las colecciones de la Historia de Las Religiones y la Mitología Universal, los libros sagrados de los muertos de los Egipcios y Tibetanos, las traducciones de El Corán, El Avesta de Zoroastrismo, Los Vedas (hinduismo), las enseñanzas de Confucio y El Mito de Jesús de Georg Brandes, entre otros.
Aparte de los libros religiosos y políticos, los falangistas quemaron otras colecciones como Los Grandes Hitos Del Pensamiento. Ardieron 40.000 ejemplares de La Crítica de la Razón Pura de Kant, y miles de libros más de la filosofía y la literatura clásica universal. La pérdida de su negocio fue un golpe tremendo, el fin de tantos esfuerzos y el sustento para él y su familia…fue una gran pérdida también para el pueblo español.
PROTEGIDO POR GENERAL MOLA Y EXILIADO A FRANCIA
Cuando General Emilio Mola, jefe del Ejército del Norte nacionalista y amigo de Bergua, recibe el telegrama de su detención en Getafe intercede inmediatamente para evitar su fusilamiento. Le fue alternando en cárceles según el peligro en cada momento porque los falangistas iban a buscar a los rojos peligrosos
y los llevaban en camiones a las afueras de las ciudades para fusilarlos.
¿El General y El Rojo
? Su amistad venia de cuando Mola había sido Director General de Seguridad antes de la guerra civil. En 1931, tras la proclamación de la Segunda República, Mola se refugió durante casi tres meses en casa de Bergua y para solventar sus dificultades económicas Bergua publicó sus memorias. Mola fue encarcelado, pero en 1934 regresó al ejército nacionalista y en 1936 encabezó el golpe de estado contra la República que dio origen a la Guerra Civil Española. Mola fue nombrado jefe del Ejército del Norte de España, mientras Franco controlaba el Sur.
Tras la muerte de Mola en 1937, su coronel ayudante dio a Bergua un salvoconducto con el que pudo escapar a Francia. Allí siguió traduciendo y escribiendo sus libros y comentarios. En 1959, después de 22 años de exilio, el escritor regresó a España y a sus 65 años comenzó a publicar de nuevo hasta su fallecimiento en 1991. Juan Bautista Bergua llegó a su fin casi centenario.
Escritor, traductor y maestro de la literatura clásica, todas sus traducciones están acompañadas de extensas y exhaustivas anotaciones referentes a la obra original. Gracias a su dedicado esfuerzo y su cuidado en los detalles, nos sumerge con su prosa clara y su perspicaz sentido del humor en las grandes obras de la literatura universal con prólogos y notas fundamentales para su entendimiento y disfrute.
Cultura unde abiit, libertas nunquam redit.
Donde no hay cultura, la libertad no existe.
El Editor
PROLOGO
EL PAIS DE LOS «HIJOS DEL CIELO»
No se sabe nada sobre los orígenes de la China. La cronología no ofrece seguridad alguna sino a partir del siglo VIII antes de nuestra era. Los chinos, divididos en pequeños principados feudales, ocupaban entonces la cuenca media del río Amarillo, rodeados por todas partes de bárbaros. Los señores reconocían la autoridad de los «Hijos del cielo», reyes de la dinastía Tcheu, que habían sucedido, según parece, a las dinastías Hia y Yin. Del siglo VIII a. de C. al VI a. de C., varios Estados feudales trataron de obtener la supremacía. Del siglo V a. de C. al siglo II a. de C., la lucha se circunscribió entre dos de ellos: Ts-in y Tch-u. En el siglo III a. de C., Ts-in realizó la unidad de China, creó el Imperio y empezó la lucha contra los Hiong-nu. A partir de este momento se sucedieron diversas dinastías imperiales. Los Han (siglo II a. de C., II d.C.) acabaron la unificación del Imperio y colonizaron toda la cuenca del río Azul; tras destruir el poder de los Hiong-nu, se pusieron en contacto con los tibetanos y establecieron relaciones con diferentes pueblos de Asia Central. En esta época fue cuando el budismo se introdujo en China.
Los Tang (siglos VII al IX), tras rehacer la unidad del Imperio, que había vuelto a dividirse en numerosos principados, lucharon contra los turcos y conquistaron la mayor parte de Asia, hasta la Dzungaria; pero luego fueron vencidos por una coalición de árabes y tibetanos. Por entonces, el comercio chino penetró profundamente en Europa por el camino de la seda y por las vías marítimas. Tras un período aún de feudalismo disgregante, los Sing (960–1280) gobernaron en toda la China; pero, vencidos por los tártaros, tuvieron que refugiarse en la China del Sur; los tártaros fueron vencidos, a su vez, por la invasión mongola. Con la dinastía de los Yuan, efímera dinastía mongola, coincidió una larga expansión política y comercial, y fue entonces, cuando la China se abrió a los extranjeros y a la propaganda cristiana. Una reacción nacional trajo al poder a la dinastía de los Ming, que fueron reemplazados por otra dinastía extranjera: la de los Tsing (1644–1912).
Los primeros emperadores de esta dinastía volvieron a emprender la conquista del Asia Central; pero sus sucesores fueron molestados por los progresos rusos en Siberia y la llegada y establecimiento al sur, con pretextos culturales y de protección (comerciales y coloniales en realidad), de diferentes Estados europeos. Vencidos por Inglaterra, Francia y el Japón, que resucitaba rápidamente, tuvieron que ceder la soberanía de Anam, Corea y Formosa y abrir a los extranjeros las puertas del resto del Imperio (1839–1895), y con todo ello encender el avispero.
Un movimiento nacionalista (el asunto llamado de los «Boxers», 1898–1900) contra los intrusos extranjeros que se habían hecho conceder por la fuerza diversos territorios chinos en una especie de arriendo, originó la intervención de ocho naciones, entre ellas el Japón, para quien aquel vecino enorme, blando y sin organización ni fuerza, era bocado fácil y apetitoso; terreno ideal para su expansión (1).
La guerra ruso-japonesa, que tuvo lugar, por cierto, en territorio chino, dio ocasión al establecimiento de los japoneses en Manchuria y Corea. Tanta humillación y desastre hizo impopular a la dinastía reinante, ocasionando la revolución al sur, en Cantón, dirigida por Sun Yat-sen, médico chino, educado en Europa, protestante y socialista, y la proclamación de la República. El norte, tras el suicidio de Yuan Che-kai, que de virrey se había erigido en emperador, comenzó un período de dictaduras militares y de anarquía, que no acabó sino cuando Tchang Kai-chek, sucesor de Sun Yat-sen, muerto en 1925, entró en Pekín (1928) y se hizo proclamar presidente de la República.
Luego fue la ocupación de Manchuria por los japoneses en 1931, la de la provincia de Jehol en 1932 y la formación del Estado independiente del Manchukuo, al frente del cual los invasores pusieron a un rey fantasma: a Pu-Yi, heredero destronado de la caída dinastía Mandchu. Resultado de todo ello: la guerra chino-japonesa, en la que este país no pudo obtener un triunfo definitivo a causa de la ayuda eficaz y descarada prestada a los chinos por Inglaterra, los Estados Unidos y la U.R.S.S.
En 1941, China declaró la guerra al Eje (Alemania, Italia, Japón) y luchó junto a los aliados en Birmania. La derrota de los japoneses devolvió a los chinos cuantos territorios les habían arrebatado aquéllos; pero al mismo tiempo estalló la rivalidad entre el partido comunista (que había aprovechado las luchas y desórdenes anteriores de su país para organizarse poderosamente, apoyado por la Rusia soviética) y el nacionalista de Tchang Kai-chek. Dueños los comunistas de la China del Norte desde 1947, continuaron progresando, y en 1949, tras apoderarse de Shanghai y amenazar Nankín, obligaron a Tchang Kai-chek a refugiarse en Formosa.
Al punto se inició la supremacía de Mao.
LAS PRIMERAS MISIONES EN CHINA
Como dicho queda, fue la dinastía mongola la que abrió el misterioso país de Oriente a los extranjeros, y con ello, a la propaganda cristiana. Recuérdese que Marco Polo (1254–1323) llegó a China, luego de haber atravesado Badakhchan y el desierto de Gobi, siendo recibido favorablemente por el Gran Khan (Kublai-khan), de cuya personalidad, corte, grandeza y dominios hizo tan brillante y fabulosa relación en su libro. Pero esta primera propaganda cristiana, empezada con los mongoles por misiones tanto católicas como protestantes, se vio pronto interrumpida, no volviendo a iniciarse seriamente sino a principios del siglo XVII, desde cuya época ha continuado de una manera regular, bien que con suerte varia, hasta el advenimiento de la República china, en que pudo intensificarse gracias a la proclamación por el nuevo Estado de la libertad de cultos. Actualmente, con el comunismo, parece haber entrado en una fase menos favorable. Pero dejemos esto, mal conocido aún, para ocuparnos de algo de mucho interés; es decir, del estado social y religioso del enorme Imperio de los «Hijos del Cielo» cuando los misioneros jesuitas, a principios del siglo XVII, volvieron a pisar el suelo del Celeste Imperio.
LA GRAN SORPRESA
China fue siempre un pueblo, o reunión de pueblos, misterioso para los europeos. Si hoy mismo no se sabe gran cosa de la evolución que en él se está realizando, antes de su «comunización» no estábamos tampoco mucho mejor informados. Durante siglos, el Lejano Oriente estuvo totalmente aislado de los focos de civilización occidental. Ni la guerra y el comercio, medios de comunicación por excelencia entre los pueblos, a los que, como a los hombres, nada les mueve tanto como el interés, pudieron quebrantar su aislamiento. Grecia y Roma no parece que tuvieron, o apenas, contacto con el remoto Imperio de los «Hijos del Cielo». Alejandro detuvo sus conquistas muy lejos de sus fronteras de entonces. Fue preciso llegar al siglo XIII, en época de la primera dinastía mongola, para que el remoto y misterioso país empezase al fin a hacerse permeable a la curiosidad europea. Entonces, algunas informaciones inciertas de comerciantes audaces y, sobre todo, los interesantísimos y seguramente exagerados relatos de Marco Polo, empezaron a descorrer un poco el velo que durante tantos siglos había envuelto a quellos nebulosos países lejanos. En fin, en el siglo XVII y siguientes, la audacia, valor y tesón de las misiones, la incontenible expansión comercial, el avance ruso en Siberia, la rapacidad del Japón naciente y las codicias e insolencias europeas en busca de mercados, permitieron descorrer con alguna amplitud el velo que envolvía a la misteriosa esfinge. Velo que ha vuelto a caer no menos espeso desde que el comunismo ha clavado su garra en aquel país.
Pero aquellos ardientes misioneros jesuitas del siglo XVII, ¿qué encontraron, cómo vieron al pueblo chino, en el que tan audaz y valerosamente pusieron sus plantas al comenzar el mencionado siglo? Si juzgamos por ayer mismo (y puede hacerse sin temor a errores graves, dado el mortecino evolucionar hasta hace poco de este pueblo), verían y encontrarían, como fácil es imaginar, un extraño hormiguero humano, víctima físicamente del hambre, de la desigualdad social y de la miseria; espiritualmente, un rebaño oscuro, sumido en cultos extraños, mágicos y supersticiosos, al que unos cuantos mandarines, déspotas e insolentes, imponían su férula arbitraria. Verdadera manada de esclavos, regidos caprichosamente por gobernadores dependientes de un soberano tan misterioso como ridículo e inaccesible. Un pueblo inmenso, cuya religión o religiones eran una mezcla absurda y disparatada de ceremonias extrañas, sacrificios torpes, cultos brujos y pagodas llenas de bonzos pedigüeños e ignorantes y de ídolos grotescos. Un país ideal, en fin, para ser instruido, redimido y liberado.
Y luego, poco a poco, a medida que los portadores de la nueva fe fueron aprendiendo el idioma y conociendo verdaderamente almas y país, sus costumbres y, sobre todo, su pasado, ¡la gran sorpresa!
Es decir, la serie de sorpresas sucesivas que les fueron enseñando: primero, que aquel pueblo, tan necesitado de ayuda, aquel pueblo hambriento y atrasado, había sido la cuna de la civilización humana; segundo, que sus religiones habían tenido como base otras de una sabiduría y de una moral asombrosamente perfectas. En fin, que jamás una doctrina religiosa conserva mucho tiempo su pureza original, sino que pronto, al contrario, se desfigura y torna imposible de reconocer a causa de su mezcla con los restos de los elementos atávicos de las religiones precedentes; de tal modo, que en el transcurso de los tiempos sus adeptos acaban por poner «religiosamente» en práctica, o sea con todo celo y buena fe, preceptos diametralmente opuestos y hasta contrarios a los de su fundador.
Por muy dichosos, en efecto, se debieron de dar aquellos buenos misioneros, de que la casualidad hubiese hecho nacer en China sabios de una inteligencia tan clara y de un espíritu tan noble y tolerante cual los fundadores de los sistemas religiosos y morales seguidos por los hombres que pretendían evangelizar, pues de otro modo diversa hubiese sido su suerte y muy distinta la afable acogida que obtuvieron.
¿Quiere esto decir que las ideas admirables de aquellos sabios ilustres siguiesen enteramente en vigor? Evidentemente, no, puesto que, siendo los ideales de los pueblos lo que más contribuye a su grandeza, y dominando siempre a las otras naciones aquellas que poseen los ideales más elevados, no hubiese podido el pueblo chino llegar al estado de decadencia y abatimiento espiritual y material en que le encontraban, de haberse conservado intacta la grandeza del tesoro moral de aquellos antiguos filósofos.
Pero veamos un poco estos sistemas religiosos a que hago referencia, cuya tolerante moral permitió a los misioneros jesuitas empezar a batir en brecha, sin grave perjuicio personal para ellos, lo que los hombres suelen defender de ordinario con más fanático tesón: sus creencias religiosas.
LAS RELIGIONES DE CHINA
Cuando las doctrinas de los Evangelios empezaron a intentar abrirse paso en el Imperio chino, había en este vasto país tres religiones oficiales o, si se quiere, tres manifestaciones diferentes, puesto que las tres se completaban, de la religión admitida, a saber: el confucismo, el taoísmo y el budismo. Las dos primeras, originarias del país; la última, importada, bien que ya perfectamente aclimatada y admitida desde el siglo I de nuestra era.
Digo que se completaban porque cada una de ellas por sí sola no era capaz de satisfacer esa inquietud espiritual, mezcla de temor, duda, interés y esperanza que hace a las criaturas religiosas. Temor y duda de que la muerte no acabe con las sensaciones; interés y esperanza de obtener algo bueno en el más allá; y, por ello, el tratar de atraerse, mediante preces y ofrendas, el favor de los seres a los que temen y de los que esperan.
El confucismo, filosofía más que religión propiamente dicha, sólo hubiese bastado para aquellos que, seguros de la fuerza de sus creencias, cruzaban la vida protegidos por una serena calma estoica. Los perseguidos, en cambio, por dudas ultraterrenas hallaban un bálsamo consolador en las doctrinas metafísicas del budismo. Los aún más perseguidos por los temores de lo desconocido, por las tinieblas del más allá y por la duda de lo que pudiera existir tras la muerte, éstos encontraban en los dogmas taoístas con qué dar paz a su espíritu atormentado.
¿Cómo y en qué proporción estaban (y están aún) repartidas las tres creencias?
Preciso es reconocer, ante todo, que siempre, en el transcurso de los siglos, el confucismo fue la doctrina predominante en la corte y entre los hombres letrados. Como es preciso declarar que si budismo y taoísmo fueron constantemente tolerantes con su rival, éste no se mostró asimismo tan transigente, bien que sus persecuciones no adquiriesen jamás el grado de fanatismo y de crueldad de las persecuciones religiosas en Occidente. Y ello, sin duda, porque, siendo el confucismo, como dicho queda, más bien filosofía que religión, jamás una filosofía empuja a sus adeptos a persecuciones implacables. Además, si en Occidente las guerras políticas fueron siempre sostenidas por violentos celos religiosos, en China, por el contrario, se ha sabido dar carácter religioso, para justificarlas, a la mayor parte de las luchas políticas (2).
Todo ello daba como resultado que si los letrados confucistas despreciaban el budismo, el taoísmo y a su clero, muy inferior a ellos en cultura, el pueblo, sin hacer una distinción especial entre las tres creencias, usaba las tres religiones, aplicando los preceptos de cada una como mejor convenía a cada circunstancia y a cada momento. Así, el dicho chino «las tres religiones no hacen sino una» era la regla general, regla que permitía a cada uno ir al templo que más le placía (3).
Por supuesto, ni Confucio ni Laotsé, padre del taoísmo, fueron verdaderos fundadores de religiones. Cuanto hicieron, como Sakiamuni, fue modificar y adaptar a nuevas condiciones de vida y a otras necesidades espirituales sistemas religiosos ya anticuados. Las religiones, como todo lo humano, son hijas del tiempo y del espacio: en éste nacen y en aquél mueren. Confucio, al infundir nueva vida a la envejecida sabiduría antigua del pueblo chino, tomó la vía político-religiosa; Laotsé, la ascético-mística (4). Pero si el confucismo había degenerado en el transcurso de los siglos, en el taoísmo no prendió menos pronto el antiguo animismo espiritualista y mágico que en China, como en todos los pueblos, fue la primera religión organizada (5).
De donde resulta que la religión que encontraron aquellos animosos misioneros del siglo XVII al llegar a China, la religión dominante en el país entonces, como ahora (6), fue una mezcla de las tres grandes doctrinas implantadas sobre la primitiva magia religiosa, de cuyas supersticiones tan sólo los letrados confucistas superiores han estado siempre alejados.
Ahora bien, las tres religiones implantadas sobre la primitiva magia ¿eran las de aquellos tres hombres eminentes?
En modo alguno. Lo que hallaron fue una torpe amalgama del antiguo animismo espiritualista y mágico con las doctrinas ya muy degeneradas y modificadas de los tres fundadores. Amalgama en la que predominaban las prácticas mágicas, que no eran, en realidad, ni confucistas ni taoístas, sino que constituían una mezcla de ambos cultos a lo que se añadían prácticas budistas. Tal era la religión del pueblo y del letrado medio confucista, lleno también de supersticiones, a las que los taoístas se entregaban asimismo.
Es decir, que el confucismo aquel, lejos de ser el culto moral de otros tiempos, se entregaba a un animismo que permitía la adoración de dioses y demonios. Entre aquéllos estaba el Cielo, divinidad suprema y que no era en modo alguno el lugar reservado a los justos tras la muerte, sino que se tomaba esta palabra en un sentido más lato al que daban los misioneros católicos a la palabra Providencia; pero sin unir a ella ninguna idea personal.
Por supuesto, la religión de Confucio siempre tuvo sus raíces en el animismo. En aquel animismo primitivo, que fue la primera religión propiamente dicha de China; animismo que inculcaba el culto de las fuerzas de la Naturaleza y el de los espíritus que mandaban en los fenómenos naturales (7); espíritus, claro está, que dependían, a su vez, de un Soberano Supremo personal, que gobernaba la creación entera. Más tarde, la idolatría búdica y el culto taoísta a los héroes movieron a canonizar a los guerreros y a los hombres de Estado (8), lo que, unido al culto en honor de los muertos y a los sacrificios, daban aquel caos religioso, tan distinto de las primitivas doctrinas de Laotsé y de Confucio.
En resumen, el confucismo comprendía entonces, cuando los misioneros del siglo XVII, cual comprende aún hoy, además de la forma muy degenerada del primitivo culto aconsejado y seguido por Confucio mismo, el culto a él mismo y a algunos de sus discípulos (9). El taoísmo veneraba a sus divinidades y observaba las prácticas de su escuela, muy degeneradas a su vez, pues tras haber abandonado la búsqueda de lo absoluto y de la inmortalidad, se daba, y sigue dándose, a la brujería, a la taumaturgia y a la práctica y culto de la magia anterior a Laotsé y a Confucio. Añádase a esto las prácticas budistas, muy particularmente sus oficios por los muertos, y las seguidas por una decena de millones de musulmanes, y tendremos completo el cuadro religioso que hallaron al llegar a China aquellos misioneros jesuitas. Que, por cierto, una vez versados en la lengua y ya conocedores de la obra y méritos de los dos grandes sabios, muy particularmente de Confucio; admirados de su sorprendente y profunda sabiduría, de sus enseñanzas tan morales y perfectas y al darse cuenta de que, gracias a él, que había recogido en sus libros los documentos más antiguos de la historia del Mundo, la civilización china podía considerarse como la primera no solamente en origen, sino en perfección; en fin, ante la alta razón y sentido eminentemente moral que presidía la obra del gran Maestro, propusieron al Papa de Roma que le incluyese entre los Santos de la Iglesia.
No fueron escuchados, claro; pero el gesto fue generoso y noble. Ir a enseñar y encontrarse que tenían que aprender; a llevar cultura y enfrentarse con otra que moralmente no podían sobrepujar; portadores de civilización y tener que detenerse ante otra más avanzada, y reconocer todo esto e inclinarse ante ello, fue justo y fue hermoso. Porque, en efecto, ¿dónde encontrar, fuera del «Chu-King», ideas más puras sobre la divinidad y su acción continua y benéfica sobre el Mundo? ¿Dónde una más elevada filosofía? ¿Dónde que la razón humana haya estado jamás mejor representada? ¿En qué libro sagrado de cualquier tiempo, máximas más hermosas? ¿E ideas más nobles y elevadas que en el «Lun-Yu», ni una filosofía como la de las «Conversaciones», que, lejos de perderse en especulaciones vanas, alcanza con sus preceptos a todas las ocasiones de la vida y a todas las relaciones sociales, y cuya base primordial es la constante mejora de sí mismo y de los demás?
He aquí por qué Confucio, tras él, Mencio (10), y más tarde Tchu-hi (11) deben ocupar puestos preeminentes entre los genios que an iluminado con su brillo el camino de la humanidad, guiándola por la senda de la civilización y del verdadero progreso.
Mientras que otras naciones de la tierra levantaban por todas partes templos a dioses imaginarios (a animales muchas veces) o a divinidades imposibles, brutales, crueles y sanguinarias, es decir, a su imagen, los chinos los erigían en honor del apóstol de la sabiduría y de la tolerancia, del gran maestro de la moral y de la virtud: Confucio.
Veamos quién era y cómo era este gran hombre, a quien la admiración de sus compatriotas llevó a los altares.
LA VIDA
Kung-Fu-Tsé (12) vio la luz, según se dice, el décimo mes del año 552 a. de C. (13). Su padre, Schu-Liang-Ho, antiguo guerrero, viejo ya y temiendo morir sin sucesor varón que continuase celebrando el culto a los antepasados, pues de su mujer legítima no tenía sino nueve hijas (14), repudió a ésta y solicitó en matrimonio a una de las tres herederas de otra familia honorable: de cierto caballero de la casa de Yen. Este reunió a sus hijas y las hizo saber el propósito y cualidades del setentón, y ante el silencio elocuente de sus hermanas, la más pequeña aceptó la carga. Meses después nacía el futuro maestro, que fue denominado primeramente Kin (15).
A propósito de su infancia se dice que gustaba entretenerse imitando las ceremonias rituales y limpiando y ordenando cuidadosamente las vasijas destinadas a los sacrificios (16). Fuera de este detalle, todo lo relativo a sus primeros años ha pasado sumido en un razonable silencio (17).
A los diecinueve años contrajo matrimonio y, como era pobre, tuvo que aceptar para poder vivir varias colocaciones subalternas, en las que pronto se hizo notar a causa de su escrupuloso celo en el cumplimiento de sus obligaciones (18). Este celo, unido a la inteligencia y buen juicio que demostró en la administración de sus cargos, debieron atraer ya sobre él la atención pública. Las diferencias y querellas entre los proveedores de granos y los pastores, con los cuales tuvo que tratar, debieron darle ocasión más de una vez para que demostrase, interviniendo, cualidades de sensatez, prudencia, buen juicio y rectitud, que empezaron a labrar en torno suyo la aureola de sabio, que ya no hizo sino crecer de día en día. Por su parte, pronto debió comprender claramente cuán necesario era en una época tan revuelta y turbada cual en la que vivía, simplificar el enmarañadísimo tinglado de la moral y enseñanzas tradicionales, y sintiéndose con ánimos para llevar a cabo tan ardua labor, se aplicó al estudio, con la esperanza de hacer llegar al pueblo la esencia y virtud de aquella ciencia antigua que tal cual estaba no comprendían. Y fue por entonces, en plena juventud y en pleno ardor, cuando tuvo el atisbo genial de enunciar su «regía de oro», la sublime máxima sobre la que tantas veces se ha vuelto después: «No hagáis a otros lo que no quisierais que os hiciesen a vosotros mismos» (19).
De su vida privada se sabe muy poco. De su mujer, nada o casi nada. Tuvo con ella un hijo y dos hijas. El hijo murió el año 482, año particularmente funesto para Confucio, puesto que la muerte le arrebató también a Yan-Hui, su discípulo predilecto, el que mejor le comprendía (20). En cambio, el hijo de Confucio no tenía la grandeza de su padre; parece ser que era tranquilo y poco sobresaliente. Murió a los cincuenta años, tras haber vivido inadvertido. Dejó un hijo de treinta, llamado Tsi Si, que llegó a ser, tras la muerte de su abuelo, un jefe de escuela estimable.
El matrimonio de Confucio no duró sino cuatro años. La ruptura debió de tener lugar de un modo efectivo, y por causa, la larga ausencia de Kungtsé con motivo de la muerte de su madre.
En efecto, Confucio, siguiendo la costumbre de su época, que obligaba a los hijos a un prolongado retiro cuando morían sus padres, permaneció recogido durante veintisiete meses, y seguramente entregado a la meditación de sus planes futuros, al morir su madre, a la que, por lo visto (debía de ser una mujer delicada e inteligente), le unía un afecto singular. La enterró junto a su padre, en Fang. Por el «Libro de los Ritos» y por uno de los libros de las «Conversaciones» se tienen noticias bastantes precisas de todos estos sucesos (21).
Acabado el duelo empezó su verdadera vida de maestro. Con su mujer no volvió a tener relación alguna; con otra mujer cualquiera, tampoco. Toda su vida no fue ya sino ejemplo y enseñanza. Y peregrinación de un Estado a otro, ofreciendo sus servicios, sus consejos y su ejemplo.
En realidad, poco después de su matrimonio había empezado ya a enseñar y a tener discípulos, pese a su temprana edad (veintidós o veintitrés años), porque su sabiduría, según se cuenta, era muy grande. Pero, tras el retiro, su existencia entera no fue ya otra cosa. Tanto más cuanto que entonces pudo hacer beneficiar a los que le seguían, cuyo número aumentaba incesantemente (se cuenta que llegó a tener 3.000 discípulos), del fruto de sus meditaciones junto a la tumba de sus padres.
Las enseñanzas de Confucio, sin contar las ocasiones que su vida errante le ofrecía de decir y aconsejar, comprendían conocimientos fijos a propósito de historia, literatura, moral y, sobre todo, música y política. Hasta él podían llegar y ser sus discípulos no solamente los hijos de las familias ricas, sino los pobres. Amor hacia la virtud y espíritu de trabajo era cuanto exigía para ser seguido. El secreto de su éxito estaba, por lo demás, tanto en su palabra como en su ejemplo (22). Como Sócrates, Confucio debía de ser uno de esos hombres de tan certero juicio y perfecta honradez cívica, de tan austera moral y tal pureza de vida, de costumbres tan equilibradas y sanas, que se buscaba con avidez su compañía y su consejo. Por otra parte, su talento natural y su innato conocimiento de los hombres le habían dado sin duda desde muy pronto, esa experiencia de la vida que de ordinario tan sólo se consigue a fuerza de tiempo, de dolores y de desengaños. Todo ello, unido a su certero instinto pedagógico, hacía de él un maestro perfecto. Además, un fondo de segura razón y un perfecto equilibrio espiritual que le hacían huir siempre tanto de lo sobrenatural como de lo revolucionario y violento, su delicadeza de sentimientos y su profunda humanidad, hacían de él un refugio tan placentero como razonable y seguro (23).
Por entonces, tendría Confucio treinta años, puede situarse su gran viaje a Lo, capital del antiguo reino Tschu (24), viaje que le permitió, entre otras grandes emociones, conocer a Laotsé o Lao Tan, que era a la sazón bibliotecario de la corte y que gozaba de grandísimo prestigio (25).
Laotsé, que no creía en los dioses ni en los seres sobrenaturales, dio sabios consejos a su visitante (26). Tras esta entrevista viene un período de cerca de veinte años, durante los cuales el maestro viaja, enseña y se pone en contacto con diferentes príncipes, en cuyas rivalidades y querellas interviene, solicitado por ellos. Cierto que, en general, de modo no muy fructuoso, pues nada más arisco a los ambiciosos y violentos que los consejos prudentes. Y doblaba ya los cincuenta cuando el príncipe de Lu le hizo, primero, ministro de Trabajos Públicos (27), y un año más tarde, ministro de Justicia (28). En este cargo sus ideas se revelaron no menos prácticas que en el anterior, y sus procedimientos de administración de justicia dieron resultado excelente (29).
No obstante, Confucio no ejerció el cargo sino cuatro años. Cuando en el vecino Estado de Tsi supieron que había sido elevado a tan importante puesto, temiendo que, gracias a sus consejos, el país que los recibía se engrandeciese demasiado, llenos de recelo y de temor, pues nada más peligroso para el débil que la proximidad del fuerte, decidieron anularle. Es decir, contrarrestar su obra de rectitud y depuración de costumbres. Y escogiendo para ello una compañía de ochenta danzarinas diestras no solamente en tocar toda clase de instrumentos sino en las artes de seducción, se las enviaron al duque de Lu, sabiendo muy bien cuál era el flaco de este príncipe. Y, en efecto, no tardó el libertino en abandonar con alegría la severa vida a que Confucio le había constreñido con sus consejos y ejemplos, para entregarse de nuevo a los placeres carnales y a toda suerte de desarreglos y extravíos. Entonces, Confucio, al ver, tras varios días en que inútilmente trató de obtener audiencia de su soberano, que cuanto había hecho durante muchos meses se había venido al suelo, abandonó su cargo y hasta el país, y se marchó desilusionado y decidido a no ofrecer sus servicios sino a un hombre íntegro, si le encontraba. Luego, tras trece años de buscar en vano, volvió a Lu. Pero, en vez de entrar otra vez al servicio del duque, dedicó el tiempo que le quedó de vida, de sesenta y ocho a setenta y dos años, a continuar su magna labor de extractar los textos clásicos. Al comenzar el verano del año 479 se extinguió la vida terrenal del maestro. Parece ser que ciertos ensueños que tuvo le anunciaron su próximo fin y le prepararon a él. Según se afirma, se vio en ellos sentado en el templo entre pilastras rojas. También se dice que una mañana se levantó al alba y paseó por el patio, cantando, dificultosamente: «El taischan se derrumba, la viga se rompe, el sabio termina su vida.» Luego volvió a su habitación y guardó silencio. Tsi Kung le preguntó qué significaba su canción. Entonces Confucio, tras referirle su sueño, añadió: «No veo ningún rey sabio. ¿Quién podría escucharme? ¡Tengo que morir!» Luego se acostó en su lecho y tras lenta agonía, que duró siete días, acabó (30).
EL HOMBRE
Cuando hoy, al cabo de veinticinco siglos, pensamos en Confucio y en su obra, lo primero que nos viene a la imaginación es el viejo dicho: «Nadie es profeta en su patria.» Inmediatamente, que así como la vida aparece fatalmente allí donde las condiciones de existencia son favorables o desaparece si las circunstancias y el medio le son adversos, del mismo modo los grandes hombres, los conductores de la humanidad, surgen como algo imprescindible y necesario en medio de las grandes crisis sociales. Es decir, cuando las condiciones de la vida social son tan críticas, que la aparición de un cerebro salvador se hace absolutamente necesaria. Diríase que una ley fatal y superior, una ley de necesidad inevitable, les obliga a nacer, como a la vida misma.
Confucio surgió en medio de uno de los períodos más turbulentos de la historia de su patria (31). El país, en pleno feudalismo, era una serie de ducados o principados, cuyos señores, más fuertes que el soberano nominal, vivían en plena disputa, tratando de medrar a costa de los vecinos inmediatos. Ministros, aún más ambiciosos y venales que ellos mismos, les empujaban a una existencia de engaño, de lucha y de rapiña. En tales condiciones de mando, el pueblo no era sino un rebaño de esclavos, destinado a agotarse bajo el látigo de los recaudadores de impuestos, cuando no eran arrancados de los campos y obligados a combatir, sin provecho alguno para ellos, en pro de verdaderos tiranos (32).
Ante tal estado social, ¿qué se propuso Confucio con sus enseñanzas y qué resultado obtuvo? No es difícil responder a ambas cuestiones. El fin que se proponía Confucio era, ante todo, la renovación del Estado. Fin doble, en realidad: político y moral. Políticamente, volver a la antigua edad de oro, al antiguo esplendor y autoridad de las pasadas dinastías. Moralmente, empujar a los hombres que dirigían, a aquella serie de tiranos sin fe ni ley, a las antiguas virtudes de otros tiempos. Y a los que obedecían, a las víctimas, pues la renovación social para ser completa había de ser total, a una mayor perfección asimismo, y con ello, a una vida mejor.
¿Cuál fue el resultado de sus esfuerzos? Nulo. Al menos por el momento. Como el de todos los reformadores pacíficos. Que es norma universal del hombre vulgar, no entender, no plegarse, no querer incluso sino una sola ley: la fuerza. Por ello, Confucio, si cierto es que siempre estuvo rodeado de un nutridísimo grupo de discípulos que le admiraban y le seguían, no es menos cierto que ni los altos ni los bajos le comprendieron. Los príncipes, porque si su talento y experiencia les fue útil en algunas ocasiones, como maestro y como filósofo seguramente no pasó para ellos de ser un visionario pedante, imbuido de ideas arcaicas imposibles de aplicar. En cuanto al pueblo, el pueblo impulsivo e irrazonable, como los niños, no sonríe sino al que le da, ni cede sino ante el que le castiga. Y Confucio era un ejemplo, un libro; no un látigo.
Como hombre, además, un ser que hoy no podemos, menos de encontrar algo extraño.
En efecto, leyendo el capítulo décimo de las «Analectas», donde están expuestas sus costumbres, nos le imaginamos como un personaje aferrado a un formalismo que forzosamente tiene que parecernos exagerado. Autómata de las viejas costumbres de su país, ni en público ni en privado se permitía contravenir a aquella especie de cortesía ritual, que era para él como el atrio de su moral y la antesala de su filosofía. Meticuloso en grado sumo ante los demás, no lo era menos consigo mismo hasta en los actos más corrientes de la vida. Por ejemplo, respecto al modo de tenderse en el lecho para descansar. En el libro X, capítulo 9, de las «Analectas» leemos: «No se sentaba sobre estera de no estar colocada convenientemente.» Este rigorismo formulista le empujó, pese a ser amable y bueno, a envolverse siempre en una reservada dignidad que le alejaba de toda familiaridad incluso con las personas de su familia (33). Tal manera de ser y de proceder induce a pensar que tal vez no es exagerado afirmar que su familia descendía de la antigua casa real de Yin, monarcas que reinaron en el Estado de Sung; pues sólo a causa de una larga tradición de orgullosa y raras veces justificada superioridad, se pueden alcanzar gustos tan exageradamente remilgados. Cierto que una necia emulación en los tontos de capirote produce con frecuencia los mismos efectos. Pero éste no era el caso de Confucio.
Ni que decir tiene que si era formalista en su manera de obrar era porque tal modo de ser correspondía en él a sus concepciones de la dignidad personal y a sus ideas morales y mentales. La palabra «formalismo» concreta, pues, no tan sólo su modo de obrar sino su carácter.
En efecto, dueño enteramente de sí mismo, esclavo de sus deberes a la práctica de los cuales, práctica rigurosísima, escrupulosísima, unía una urbanidad y una cortesía que hacía profunda impresión no solamente en sus discípulos, sino en quienes ocupaban una posición más elevada que la suya, fue siempre lo que en otra época hubiera podido calificarse de caballero perfecto. Tanto más cuanto que una depuradísima idea del honor y de la dignidad propia, le impidió siempre, que ni esta cortesía ni el respeto que debía a sus superiores sociales, degenerase en servilismo. Precisamente tal vez uno de sus mayores méritos fue éste: conservar una vida pura, limpia y elegante en medio de una generación, muy especialmente en las clases elevadas que frecuentaba, tan profundamente corrompida (34).
De ésta su manera de ser puede deducirse el carácter de sus enseñanzas. Así, su moral es, como tenía que ocurrir, excelente y práctica; pero también seca, rígida, sin contacto alguno con lo imaginativo y sentimental (35). Ello no le impidió ser el verdadero apóstol de la ética de su país, y por ello, de la nueva religión (36). Sus cinco virtudes cardinales eran la bondad, la equidad, el decoro (decencia), la prudencia (sabiduría) y la sinceridad. El príncipe debía de ser el modelo de estas virtudes. La moralidad y las ceremonias religiosas, las grandes panaceas contra las enfermedades sociales. Los deberes respecto a los padres, sagrados. El respeto hacia los mayores, conveniente y necesario. El adulterio, el más grave de los pecados. La lealtad con el príncipe y con los amigos, una obligación inexcusable. La rectitud, el dominio de sí mismo, la cortesía y la moderación, cualidades esenciales. Ni la riqueza ni los honores, comparables al carácter moral. Todas las ventajas materiales, nada al lado de una sólida instrucción y una perfecta moralidad. Lo que daba valor al hombre, no la riqueza, sino la virtud. Los prejuicios, preciso siempre desembarazarse de ellos y juzgar con imparcialidad. Fiarse, tan sólo de los hombres virtuosos. Los habladores, poco seguros. En una palabra, el «summun bonum» de Confucio no era