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Los niños están mirando
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Libro electrónico248 páginas4 horas

Los niños están mirando

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Vuelve Laird Koenig (La chica que vive al final del camino) junto a Peter L. Dixon en una novela de suspense aterrador. Una historia que se adentra en el oscuro mundo secreto de los niños norteamericanos en la California de Charles Manson y el Vietnam.

El resplandeciente sol californiano baña las playas de Malibú durante la última semana del verano. Los cinco hijos del matrimonio Moss, una pareja de actores que está terminando de rodar en Italia su última película, se encuentran solos en casa, enganchados a la pantalla del televisor. Sentados estáticos frente a los tubos catódicos, los cinco hermanos Moss parecen vivir dentro del universo de los sueños que se fabrica en el otro lado de las colinas, en un Hollywood decadente y violento. ¿Quién cuida de ellos? La niñera acaba de ser encontrada muerta, flotando en el mar. Encerrados en su propio horror secreto, siempre con las persianas a medio bajar, los niños insisten en mantenerse ajenos a un mundo adulto de entrometidos que pretenden invadir su hogar aporreando la puerta: la policía, los carteros, los vecinos y un misterioso hombre que los vigila cada noche a través de las cortinas.

CRÍTICA

«Puro gótico americano repleto de secretos macabros que aguardan en la engañosa tranquilidad de los suburbios.» —Cine y Literatura

«Un hiperrealista cosmos infantil donde el universo moral de los niños, ampliado bajo la lupa, revela fragilidades, grietas, que apuntalan la dolorosa transición al mundo adulto..» —Xavier R. Ruera, Zenda

La atmósfera creada por Koenig y Dixon a lo largo de la novela es tremendamente escalofriante. Su prosa bebe directamente de la rama gótica.—Marcos Gendre, Mondosonoro

IdiomaEspañol
EditorialImpedimenta
Fecha de lanzamiento10 jun 2024
ISBN9788419581549
Los niños están mirando
Autor

Laird Koenig

Estudió Literatura y Psicología en la Universidad Estatal de Washington, trabajó como publicista en Nueva York y se mudó en la década de los 60 a Los Ángeles, donde comenzó a trabajar como guionista. Escribió su primera novela, The Children Are Watching (1970; Impedimenta 2024), en colaboración con Peter L. Dixon, y la obra saltó a la gran pantalla en 1978 con el título Attention, les enfants regardent, producida y protagonizada por Alain Delon. Su segunda novela, La chica que vive al final del camino (1973), también fue llevada al cine en 1976, protagonizada por Jodie Foster, Mort Shuman y Martin Sheen. Falleció en 2023 en Santa Bárbara, a los noventa y cinco años.

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    Los niños están mirando - Laird Koenig

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    1

    Restalló un disparo. El hombre se agarrotó y jadeó, tratando de respirar.

    La niña que sostenía una concha en la cuenca de la mano la presionó contra sus finas costillas a la misma altura a la que el hombre que tenía delante se aferraba el pecho con una mano veteada de sangre. Ella cerró los ojos e intentó imaginarse la sensación que produce una bala al romper hueso.

    El hombre que sangraba se precipitó hacia el interior de un garaje. Avanzó con dificultad por el suelo de cemento brillante de aceite.

    Conteniendo la respiración, la niña oyó lo que más temía.

    El sonido de unos pasos que se acercaban cada vez más. Tres hombres armados se detuvieron un instante a la entrada del garaje, formando con sus cuerpos una oscura silueta. El hombre que huía resbaló en el aceite, cayó, se puso de pie a duras penas, escudriñó frenético las negras sombras.

    —¡Escóndete!

    —Le van a disparar otra vez —dijo Cary.

    —¡Cállate!

    —Seguro —dijo Patrick—. ¡Lo van a atrapar!

    Un pistolero alzó su arma y un destello brotó del cañón. Otras pistolas abrieron fuego. Una lluvia de casquillos salpicó el suelo. El hombre cayó de nuevo.

    —¿Ves? Te lo dije, lo han matado —exclamó Cary con la respiración entrecortada.

    —¡No está muerto! —La niña lo dijo casi chillando.

    —Yo podría correr, aun sangrando de esa manera —dijo Patrick.

    —Solo conseguirías que disparasen otra vez —dijo Cary—. Lo que tendría que hacer es fingir que está muerto.

    Kathy probó a amortiguar su respiración, sin mover apenas el pecho, para que nadie pudiera darse cuenta de que seguía viva. Se quedaría allí tumbada, pensó, y esperaría a que los tres hombres se acercaran. Entonces cogería la barra esa de hierro y les daría con ella en las espinillas y, una vez derribados, les aplastaría la cabeza a golpes. Les aplastaría la cabeza a golpes y observaría cómo se les salían los sesos…

    —¡Levanta! —Cary se retorció inquieto, se subió las gafas por el puente de la nariz y se rascó debajo de su camisa hawaiana con un dedo pequeño y regordete—. ¡Levanta, idiota!

    —Tiene que hacerles creer que está muerto, tontaina —dijo Patrick.

    Una criada rolliza con uniforme blanco se plantó entre los cinco niños y el telefilme a color.

    —Aguacates, aparta tu culo gordo —gritó Patrick.

    —¡Mirad! —exclamó Marti con un entusiasmo estridente. La niña de cuatro años se bajó con dificultad del sofá y sorteó a la criada para aproximarse al televisor—. ¡Ahora sí que lo van a matar de verdad!

    Cary tiró de la niña hacia atrás y se adelantó en un intento de esquivar el uniforme blanco y poder ver la película. Aguacates trabajaba despacio, desplegando mesitas auxiliares con patas metálicas.

    Patrick estiró las piernas, pateó con saña y no alcanzó a la criada por muy poco.

    —Aguacates, ¡estás en medio otra vez!

    —No te atreverías a hablarle así si supiera inglés —dijo Cary sin apartar la vista del televisor.

    —O si papá y Paula estuvieran aquí —añadió Kathy lamiendo la concha.

    —¡Kathy tiene razón! —se regodeó Cary.

    —¡Cierra la boca, Bola de Sebo!

    —¡Callaos los dos! —dijo Kathy.

    —Tengo derecho a hablar —manifestó Patrick—. Están con los anuncios.

    —¡Todos a callar! ¡A callar! —se quejó Marti.

    Aguacates hizo un alto, se volvió hacia la pequeña e intentó acariciar con una mano morena la rubia cabecita. La niña se revolvió, rehuyendo el contacto.

    Kathy miró de reojo a Sean, que todavía no había abierto la boca. El niño, que llevaba audífono, tiró del estampado a rayas marrones y blancas de una piel de cebra y se tapó las piernas desnudas. A diferencia de sus otros hermanos, Sean a menudo resultaba todo un misterio para Kathy. La niña rara vez sabía en qué estaba pensando.

    —¡Que empieza! —gritó Patrick.

    —¡Silencio todos! —ordenó Kathy, y tiró de la cintura elástica de su sudadera hasta que la palabra DIRECTOR se pudo leer claramente en letras negras de un lado a otro de su delgado pecho.

    Sean, que no paraba de toquetearse un diente suelto con una mano bronceada, se echó hacia adelante junto con sus hermanos y hermanas para escuchar el aullido lejano de una sirena de policía.

    Un gánster presionó la boca del cañón de su pistola contra la cabeza del hombre que sangraba.

    El niño podía sentir el tacto del metal contra su propia sien, la fría superficie del suelo, el aceite bajo sus propias manos. Sus dedos buscaron a tientas el audífono.

    Sean concluyó que los hombres armados con pistolas tendrían que huir tan pronto como oyeran la sirena. Lo malo era que, de todas formas, podían disparar al hombre que yacía en el suelo. A través de los boletines de guerra, se había enterado de que los soldados ejecutan a todos los habitantes de las aldeas para que no quede nadie que pueda decir quién ha pasado por allí. Con la misma claridad con la que veía la película que tenía delante, Sean recordó la imagen de un soldado estadounidense que, con un rifle cruzado en los brazos y de pie entre unos juncos que le llegaban por la cintura, contemplaba a sus pies a uno de esos aldeanos muertos. Con un golpe de bota, el soldado volteaba el cuerpo maniatado; la cabeza de negros cabellos se separaba rodando de los hombros.

    La sirena de policía aulló más fuerte.

    El hombre tendido en el suelo se retorció, agarró la barra de hierro y peleó por su vida.

    Sonó un fuerte golpe metálico; Cary había derribado la bandeja de su mesita auxiliar.

    —¡La poli! —Señaló con un dedo y levantó un pulgar menudo, transformada la mano en pistola—. ¡Pum! ¡Pum!

    —¿Pero tú con quién vas? —espetó Patrick malhumorado.

    La niña de la silla y sus tres hermanos se removieron y suspiraron con fastidio cuando Aguacates irrumpió de nuevo en el círculo para recoger la bandeja.

    —¡Aparta, jolines! —gritó Patrick.

    Marti se puso a dar saltitos con la mano encajada en la entrepierna.

    —¡Mátalo! ¡Mátalo! —chilló con júbilo.

    —¡Cierra la boca y ve al baño! —ordenó Kathy.

    Marti hizo caso omiso de su hermana mayor.

    —¡Aparta! —exclamó Patrick con un alarido.

    Unos hombres uniformados entraron corriendo por la puerta, armas en ristre. Destellaron los disparos. Un agente se desplomó muerto. Los gánsteres se alejaron rápidamente del hombre que sangraba, que se puso de pie como pudo, tomó una pistola del agente asesinado y corrió tambaleándose tras el pistolero que lo había encañonado. El gánster subió por una escalera metálica que accedía a una pasarela colgante. El hombre que sangraba trepó con esfuerzo los peldaños de hierro. Resonaron disparos. El pistolero giró sobre sí mismo en la pasarela, se precipitó al vacío y cayó muerto al suelo.

    —Muerto —anunció Kathy.

    —Toma —se carcajeó Marti—. Lo han matado.

    —Vaya peli más mala —dijo Cary.

    —¿Os podéis callar de una vez? —ordenó Kathy.

    Sean habló:

    —Además, van a decir dónde habían escondido el dinero los gánsteres.

    —¿Y eso qué importa? —bostezó Cary—. Marti, pon los dibujos animados.

    Marti giró el dial.

    Un gato, blandiendo un hacha, perseguía a un pequeño ratón por una casa, escaleras arriba, a través de la ventana y a lo largo del cable de un poste telefónico.

    —¡Vuelve a poner la película!

    Marti se puso a chillar.

    —Solo hasta que se acabe —dijo Sean.

    —Le quedan dos minutos —dijo Kathy.

    —Dibujos animados no —dijo Patrick—. Yo quiero ver la peli de vaqueros.

    —Yo quiero los dibujos animados —chilló Marti.

    —Ya hemos visto dibujos animados toda la tarde —dijo Kathy con un suspiro de hartazgo.

    Aguacates, que había terminado de disponer la bandeja de Cary para formar un semicírculo con las cinco mesitas delante del televisor, se dio la vuelta y recogió de la moqueta una toalla mojada. Echó un vistazo a su alrededor buscando más toallas de playa y cruzó una puerta corredera de cristal para salir a un patio.

    Sobre el enladrillado, la criada mexicana encontró otra toalla, empapada y cargada de arena. Allí fuera, el fuerte oleaje agosteño de Malibú ahogaba el volumen creciente del aullido de la sirena de policía que puso fin al programa.

    Por el patio, con su enorme barbacoa de obra y la mesa, las sillas y las tumbonas de playa pintadas de color chillón, yacían desperdigados bañadores llenos de arena y juguetes de plástico. La criada tiró las toallas y bañadores mojados en una pila junto a la puerta y empezó a reunir con una escoba los trastos de los niños Moss. Apoyó una colchoneta hinchable de lona y plástico contra un murete que separaba el patio de la arena y buscó a su alrededor las otras cuatro colchonetas que se habían convertido en su quebradero de cabeza diario.

    Encontró tres de ellas en la blanda arena blanca delante de la casa. Las arrastró por encima del murete, se quitó los zapatos y caminó descalza hacia el océano en busca de la última. La fina arena todavía estaba cálida bajo sus pies y se paró a admirar la puesta de sol.

    Los últimos rayos relumbraban en la orilla mojada, donde unas gaviotas blancas se encontraban posadas de cara al mar. En lo alto, unas nubes alargadas y perezosas, teñidas de rosa por el sol poniente, suavizaban la luz postrera del día. El aire olía fresco y limpio. Una tormenta tropical proveniente del sur había barrido la cargante humedad que se cernía sobre la zona meridional de California, despejando el cielo de bruma y contaminación. Ahora, en la última semana de agosto, las nubes altas rompían la racha de calor que hasta ese momento había abrasado las áridas colinas de Malibú.

    Aguacates encontró la última colchoneta junto al agua y, mientras volvía a la casa con ella bajo el brazo, se fijó en una joven pareja muy bronceada que salió chapoteando entre las olas y echó a correr hasta el patio de la casa contigua. Los observó secarse con una gigantesca toalla azul y luego hundirse en una tumbona doble, mirando al mar. Aguacates observó al estadounidense abrir una caja y sacar un papelito blanco, que rellenó y lio. Sin apartar la vista del sol poniente, la chica sacó un brillante mechero de un bolso, encendió el cigarrillo, le dio una honda calada y se lo pasó al chico.

    Desde la terraza de madera de una casa triangular de rutilante fachada acristalada, al otro costado de la casa blanca de los Moss, una melodía surcaba la arena. Hombres y mujeres ataviados de llamativos colores aceptaban copas de una criada negra. Estas personas también reflejaban la luz roja del atardecer mientras charlaban y bebían. La muchacha mexicana dejó que su mirada vagara de la mujer negra a la otra casa, donde la bronceada joven de larga melena rubia se levantó de la tumbona y empezó a contonear su esbelto cuerpo al ritmo de la música. El chico del cigarrillo se pegó a ella para bailar bajo la puesta de sol.

    Aguacates se metió la mano en el bolsillo y con un clic extinguió la música norteamericana. Las guitarras de sus queridos mariachis mexicanos brotaron del auricular conectado a un transistor a través de un cable que le colgaba del cuello. A veces, el cable se enredaba en los prietos rizos de su permanente casera, otras se enganchaba en el tirador de la puerta de la nevera, en la cocina, pero Aguacates habría soportado cualquier inconveniente, porque la diminuta radio era uno de los escasos placeres que le proporcionaba la solitaria vida en la casa de playa de los Moss. Absorta en su propia música, la criada pasó por encima del murete con la colchoneta, la dejó caer junto con las otras cuatro y entró en la sala de la televisión por la cristalera abierta.

    Aguacates encontró a los cinco niños como los había dejado, viendo la tele. Se fijó en la película —jinetes en un desierto— al cruzar las puertas persiana de la sala; pasó del recibidor a la cocina, donde abrió un horno de gran tamaño y reculó ante el golpe de calor. En el interior brillaban al fondo cuatro cenas precocinadas para comer delante de la tele, burbujeantes todas y anidadas en bandejas de aluminio; las cuatro exactamente iguales, porciones idénticas de carne asada grisácea con un panecillo, guisantes arrugados y un pétreo puré de patata bajo papel de aluminio, todo ello embutido en pequeños compartimentos plateados estampados en el arrugado metal.

    El quinto servicio de cena aguardaba sobre la encimera, cerca del horno y de una sartén humeante, donde Aguacates introdujo el pequeño filete limpio de grasa para Cary. Contempló chisporrotear la carne hasta que estuvo dorada; la sacó de la sartén y la colocó en el plato, permitiendo que el jugo gotease de manera indiscriminada sobre requesón, tomates y palitos de zanahoria.

    Del horno sacó las bandejas de aluminio y las volcó en platos. En dos de ellos cortó la carne en pequeños dados con un cuchillo afilado. Estas cenas, junto con leche en vasos de cristal tallado, las colocó en un carrito de cocina que hizo rodar por el recibidor hasta la sala de la televisión.

    La pantalla de rayos catódicos estaba ahora abarrotada de vecinos de un pueblo del Oeste que, tirando de una cuerda, arrastraban a un joven vaquero hacia el interior de una herrería.

    Aguacates miró a los niños a su cargo y se plantó delante de los cuatro que estaban sentados en el sofá grande mientras iba colocando platos y vasos de leche sobre las bandejas metálicas. Se enderezó y permaneció quieta un instante antes de situar la última cena delante de la niña que ocupaba la silla Windsor. La pequeña de nueve años se retorció violentamente para esquivar a la criada, que le tapaba la vista, y murmuró entre dientes:

    —¡Aguacates! ¿Por qué siempre tienes que ponerte en medio?

    Si la criada, que no hablaba más de veinte palabras de inglés, captó el sentido del duro tono de la niña, no dio muestras de ello. No se esforzaba por entender el lenguaje de aquellos niños y, puesto que rara vez hablaba, los pequeños consideraban menos necesario aún entenderla a ella. Se retiró detrás del sofá para ver la película que los niños contemplaban fijamente.

    Un joven vaquero suplicaba a sus captores y lanzó un grito cuando, sin mediar palabra, unos hombretones colocaron a la fuerza la mano en la que llevaba su pistola sobre un yunque.

    Los cinco niños se echaron hacia delante. Aguacates no se movió.

    El herrero del pueblo alzó la maza y la abatió con ganas.

    2

    —¡Eres tonta del culo, Aguacates! —Kathy escupió las palabras a la espalda de la criada mientras ella empujaba el carrito hacia la cocina.

    Los niños habían empezado a llamar Aguacates a esta rolliza muchacha dos semanas después de su llegada, con una maleta de cartón, al principio del verano. Cuando la madre de los niños decidió que ya era hora de que la muchacha mexicana fuera sola a hacer la compra en el reluciente supermercado de Malibú, Graziela Montoya había regresado con dos docenas de aguacates. Todos y cada uno de los veinticuatro frutos con forma de pera y gruesa piel de caimán estaban duros al tacto, pero maduraron muy rápido y al mismo tiempo sobre el soleado alféizar de la ventana de la cocina, y la azorada muchacha, con tal de que no se pusieran malos, se comió los siete últimos de una sola tacada. Pasó dos días indispuesta en su dormitorio, en la parte trasera de la casa. Cuando se recuperó y pudo volver al trabajo, Graziela Montoya, natural de un pueblecito jalisciense de nombre impronunciable próximo a Guadalajara, se convirtió en Aguacates para los niños Moss.

    Paula Moss consideraba a la muchacha mexicana bastante capaz y solo un poco rara. (Le hubiese gustado saber por qué Aguacates apartaba las barbas de maíz, las secaba y preparaba una infusión que luego se bebía. Y, por Dios, ¿qué hacía con todas las semillas de melón que almacenaba?) «Eso sí —le decía Paula a su marido—, al menos puedes contar con que está en casa.» Paula le explicó que la muchacha, por lo visto, solo conocía a otra criada en Malibú, con la que a veces iba a misa. Que ella supiese, las dos muchachas no libraban los mismos días, y la mayoría de las veces que a Aguacates le tocaba librar, se quedaba en su habitación. Su presencia indefectible dio a Paula suficiente seguridad para dejar a sus cinco retoños con Aguacates todo un fin de semana en junio y otros dos en julio, cuando ella y Marty viajaron a Palm Springs. La confianza del matrimonio en la muchacha mexicana resultó estar justificada. Aguacates incluso había exhibido cierta iniciativa. Como Cary tenía prohibido comer galletas, la muchacha había tendido un cordel con campanitas delante de las latas de galletas.

    Antes de que los Moss embarcaran en su jet rumbo a Italia, Paula escribió una serie de detalladas instrucciones para la criada y niñera. Luego llevó la lista a Terry Nevins, la chica inglesa que trabajaba para el gestor de su marido. Terry había vivido en Mallorca desde pequeña y sabía español, de modo que tradujo las normas de Paula con una facilidad que la dejó pasmada. La secretaria garantizó a la esposa de su cliente que estaría encantada de pasarse de vez en cuando por la casa de la playa para comprobar que los niños y la criada estaban bien.

    Esa noche de agosto, una copia de las instrucciones en papel calco colgaba en la cocina, medio enrollada por el calor estival, cerca del teléfono de la pared. La lista original estaba adherida con celo al espejo de la habitación de Aguacates, y la muchacha había seguido escrupulosamente una de las máximas de Paula: las cenas precocinadas no debían servirse jamás —«repito, jamás»— en sus recipientes de aluminio. La cena de los niños Moss debía presentárseles siempre en platos de loza.

    Kathy ignoró el plato que tenía delante, se apartó de los ojos la larga melena aclarada por el sol y se agachó para coger la Guía TV, que estaba tirada debajo de su silla sobre la gruesa moqueta beis. Abrió la revista para consultar la programación de esa

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