La ciudad prometida
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Una novela fascinante sobre la pérdida y la esperanza, sobre la adolescencia y el fin de la pureza, la parte oscura de la naturaleza humana y el comienzo de la madurez.
Oscilando entre la decepción y la inseguridad, entre el desencanto y la desesperación, Ileana lucha por aferrarse a la idea de volver a ver a su madre, gravemente enferma, que la ha dejado al cuidado de sus tías. Pero el miedo la atenaza, sus sueños le devuelven pedazos de un pasado perdido, y su reflejo ha desaparecido de todos los espejos. La maestría narrativa de Valentina Şcerbani consigue establecer una atmósfera obsesiva, acentuada por la imponente presencia del paisaje, por la lluvia impenitente y por las relaciones humanas en una pequeña comunidad formada exclusivamente por mujeres.
La prosa de Şcerbani es oscura, desgarrada, siniestra e impactante. «La ciudad prometida» es un auténtico Nautilus literario: se sumerge en la psique humana y alcanza profundidades peligrosas e insospechadas.
CRÍTICA
«Una revolución de la escritura de la literatura rumana. Pone el cuchillo justo donde está la herida.» —Gabriela Fecerou, Monden
«La escritura de Valentina Scerbani es como una lluvia que desentierra las heridas más profundas y las lava.» —Tatiana Tîbuleac
«Discípula de Carlos Fuentes, la novela de Valentina Șcerbani cuenta, en un lenguaje empapado de poesía, la historia de una pérdida. Una novela sencillamente conmovedora» —Andrea Rotaru, Instituto Goethe
«Scerbani despliega hábilmente una historia dominada por el sufrimiento de la pérdida y la soledad. Un debut pleno de fuerza narrativa y poder de sugestión.» —Vatra
«La ciudad prometida parece una novela poética gótica escrita después de ver películas del neorrealismo italiano» —Revista Dilema
Valentina Scerbani
Valentina Scerbani es una escritora moldava. Estudió Mediación Cultural Mediterránea en la universidad Ca’Foscari de Venecia, en la Universidad Autónoma de Barcelona y en la universidad Paul Valéry de Montpellier. Tras trabajar durante un tiempo como periodista, se inició en la literatura en 2019 con «La ciudad prometida». La novela recibió una acogida excepcional en su país, donde obtuvo el Premio Debut de la asociación nacional de escritores y fue declarado «Mejor Debut del Año» por la Biblioteca B. P. Hasdeau de Chisináu. Fuera de las fronteras moldavas, el libro también estuvo entre los nominados a los premios Sofia Nadejde de Bucarest. Valentina Scerbani ha sido autora invitada en el Festival du Premier Roman de Chambery, y fue candidata al premio Escritor Joven del Año en Rumanía. Actualmente vive en Chisináu, donde trabaja para UNICEF.
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La ciudad prometida - Valentina Scerbani
a Alex, en la tierra
a mi madre, en el cielo
«Hay pecados o (llamémoslos como los llama el mundo) malos recuerdos que el hombre oculta en los lugares más sombríos del corazón, pero que permanecen allí aguardando. Él quizá permita que su memoria se oscurezca, los deje estar como si nunca hubieran sido y llegue a persuadirse de que no fueron o al menos de que fueron de otro modo.»
Ulises, James Joyce[1]
«Y llega una noche en que todo ha acabado, cuando tantas mandíbulas se han cerrado sobre nosotros que ya no tenemos fuerza para resistir, y la carne nos cuelga del cuerpo, como si todas las bocas la hubieran masticado.»
Trópico de cáncer, Henry Miller[2]
[1]. Traducción de José María Valverde (Editorial Lumen, 1976)
[2]. Traducción de Carlos Manzano (Editorial Alfaguara, 1978)
UNO
Esta mañana me he despertado vomitando agua. Me he sentado en el borde de la cama hasta encontrarme mejor, luego me he dado cuenta de que me dolían los brazos y de que estaba sudando. ¿Ha muerto mi madre? He soñado que un hombre me traía un sobre negro con una postal en la que ponía en ruso Тбоя мамь умерла. Приезжсай скорее.[3] Parecía estar lloviendo. Y las gotas de lluvia no rompían contra la superficie de madera delante de la casa, sino que se desperdigaban en muchas gotitas, gelatinosas, de mercurio.
Aquí, en nuestra ciudad, llueve raras veces. Dicen que el otoño de aquí es bonito. Hay un lago ceniciento en las inmediaciones, y a unos pocos kilómetros están las Cien Lomas y el Bosque de Robles o, como también lo llaman, el País de las Garzas. La garza real, la garza negra y la garceta anidan desde hace muchos años, pero, al igual que todos los demás, se marcharán dentro de poco. Los pájaros vienen y van, me decía mi madre, sin preocuparse por nada. Me he acercado a la ventana y he corrido la cortina. El sol se contraía delante del cristal con las venas hinchadas, a punto de reventar. Mi madre habría dicho: No pasa nada, las varices tienen un origen genético, pero, en su caso, es cosa de la edad. Aquí, en su ciudad, la mañana empieza muy temprano. Todo empieza muy temprano.
El cielo vestía una sombra nacarada, y el horizonte se mostraba salpicado de leche. Estábamos a comienzos de septiembre y la tristeza del otoño cumplía su destino.
Quería ver a mi madre inmediatamente.
En el aparador he encontrado una hoja de cuaderno en la que ponía «En la fábrica. La comida está en el frigorífico». La he guardado en el cajón junto a las otras veinticinco de este mes, con la misma información. Generalmente, ahí había extractos bancarios, libretas y sobres vacíos. Tenía todavía las mejillas sucias, y las manos rígidas, con las uñas talladas en madera. En el vestíbulo olía a harina de pescado. Yo olía a harina de pescado.
El sueño me atemorizaba. Era una señal premonitoria, un aire de muerte. De muerte temprana que soplaba en mi nuca. Me he sentado en un taburete y me he abrazado las rodillas con las manos. Durante varios minutos me he acunado con los ojos cerrados, intentando volver a ver el sueño con detalle. Era un sueño verdadero; a veces incluso la realidad es más ilusoria, más pálida. El hombre parecía un cartero o, más bien, el revisor de un tren. Pantalones, chaqueta, corbata y gorra. Al entregarme el sobre, tenía ojos de armiño. Así es; antes de él no había visto a ningún hombre con ojos de armiño. No consigo recordar su voz, creo que no tenía nada que decir. Pero su chaqueta y sus zapatos estaban llenos de barro, prueba de que había venido andando.
Sentía que me ahogaba por lo extraño del sueño y en vano intentaba zafarme de él; veía claramente la postal. He vuelto a la habitación y he hurgado en todos los cajones. Esperaba encontrar otra prueba de mi enfermedad. Los he vaciado todos y no he encontrado nada más que unos vales de restaurante, felicitaciones de navidad, fotografías antiguas, documentos, unas tijeras y unas hojas de cuaderno dejadas por la Señora. Un tufo a tabaco barato me ha envuelto y me han dado arcadas. En la cocina reinaba el silencio y he sentido por primera vez cómo todas las lágrimas se derramaban por el interior de mi cabeza. Un puñado de sal desparramándose por mis oídos.
Entonces he salido corriendo a la calle. He perdido el autobús y he ido caminando. No recuerdo las calles demasiado bien, solo el sentimiento de que estaban desiertas. Las cornejas volaban bajo, un vuelo a ras de suelo, y los caracoles sin casa trepaban por las vallas.
Cerca de la fábrica, dos mujeres gordas lanzaban cubos de agua al camino para aplacar el polvo y el bochorno. Ambas llevaban zapatos desgastados.
En la Fábrica de Pan el portero se columpiaba en un balancín improvisado.
—¿A donde la Señora?
—A donde la Señora.
Parecía un mamut peludo de la última era glacial. Además de la papada que rodeaba su cuello, de los hombros caídos y de una tupida melena, el portero caminaba pesadamente, arrastrándose, como un hombre sin casa. Me ha conducido a una sala en la que había cuatro mujeres con bonetes en la cabeza. Rellenaban de nata unos relámpagos en forma de cisne. He empezado a sudar de nuevo, esta vez por culpa de los hornos. Me he secado con la manga las gotas de sudor de la frente antes de que alguien se fijara en ellas.
«Come todos los que quieras», me dice una mujer enjuta, mientras que otra, desplegando un abanico, comenta: «El calor, Ileana, es el enemigo más temido».
Una radio anunciaba el empeoramiento del tiempo. Al otro lado, unas mujeres bajitas amasaban. Una tenía unos ojos menudos como dos canicas carbonizadas y secas, otra tenía un rostro ovalado y pálido. Las dos, en cambio, llevaban por debajo vestidos de terciopelo. Y medias blancas de seda. El cabello les llegaba hasta la cadera. El cabello largo es señal de nobleza, habría dicho mi madre, pero la nobleza también pasa. Un hombre delgaducho vaciaba un carro de bandejas y las cargaba en unos estantes de hierro.
—Esta semana nos sacaremos unos dos mil lei —dice sin que le pregunte nadie.
—Estaría mejor que te la sacaras igual de bien por la noche —le corta la mujer de ojos como canicas. Las otras ríen y se dan codazos. Un crujido metálico ahoga las carcajadas.
—Tenemos un pedido del Gobierno —le responde secamente el hombre.
Parecía pobretón, aunque las mujeres decían que tiene dinero. También la Señora tiene dinero, pero se comporta como los pobres. Yo odio a los pobres por su mirada triste. Imploran sin decir una palabra. Tienen las manos tendidas incluso cuando las llevan en los bolsillos. Solo mi madre no se parece a los pobres. No tiene defectos. Muestra bajo los ojos el cansancio de las cosas comprendidas enseguida.
Las mujeres siguen trabajando en silencio. Con los rostros crispados y mustios. Sus ojeras crecen. Rellenan dos cisnes por minuto. Una mira el reloj.
—No te preocupes, los terminaremos para esta tarde —susurra la otra.
Me he sentado a la mesa para esperar a la Señora. Me he portado bien, no me he reído, no he comido, así debe comportarse una chica. Me ha llamado una mujer para enseñarme las amasadoras y cómo se hace el pan. Unas máquinas motorizadas dosificaban la masa en panes de forma cuadrada. Siempre he comido pan de forma cuadrada. Luego, los dejaban fermentar en un lugar especial y, finalmente, los cocían en los hornos. Han debido de pasar un par de horas hasta que ha aparecido la Señora. En bata blanca, con el cabello amarillento, con la mirada serena. Me ha preguntado por qué había venido. «Te he dejado comida en el frigorífico.» «He soñado que mi madre había muerto», le he respondido.
Las ruedas del carro crujían en el pasillo. Su mugido iba acompañado de unos monosílabos lúgubres. La Señora me ha cogido las mejillas entre las manos. «¿Has atravesado toda la ciudad para decirme que tu madre ha muerto?» Una de las mujeres me ha mirado sin dejar de trabajar. El hombre se ha despojado, delante de ellas, de los pantalones, la camisa, las botas y ha arrojado todo a un fregadero lleno de agua. Me he inclinado para susurrarle a la Señora al oído:
—Ha sido un sueño verdadero, Señora.
—Ileana, los sueños verdaderos no existen. Tu madre no ha muerto. Va a venir —me ha respondido la Señora, la amiga de mi madre.
Era, al parecer, jueves.
[3]. «Tu madre ha muerto. Ven rápido.» (N. de la A.)
DOS
Los vecinos tomaban raki y disfrutaban de todo lo que veían a su alrededor. Reían incluso cuando les soltaban codazos en las costillas a las mujeres para poder tener, a continuación, una excusa para pedirles perdón. Ellos eran hombres y, a su manera, se permitían hacer lo que les daba la gana. Aquí las pérdidas, por grandes que fueran, seguían siendo solo pérdidas. Las mujeres, en cambio, odiaban a las otras mujeres, pero conseguías acostumbrarte a cualquiera. El mundo era bello a pesar de todas sus monstruosidades. La última vez que vi a mi padre beber raki, me hizo un agujero en el abrigo de lana. La oscuridad había lamido su rostro y se lo iluminaba. Su silla era demasiado alta y la ceniza de su cigarrillo nevó sobre mis brazos, sentada como estaba yo, obediente, en sus rodillas. Sucedió hace mucho, pero veo todavía ahora el cenicero, una antigua lata de conservas, llenándose de colillas. Sus amigos no tenían dientes y mi padre los tenía cubiertos de sarro. Mi madre, pobrecita, me decía: Incluso aunque solo sueñes que tomas raki, te sucederán muchas desgracias. Cuando le pregunté por qué, me respondió: Por culpa de la fruta fermentada.
Naturalmente, desde su altura de hombre gigante, mi padre conseguía seducir a cualquier mujer. Primero las paseaba en su