La isla de los pingüinos
Por Anatole France
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Anatole France
Anatole France (1844–1924) was one of the true greats of French letters and the winner of the 1921 Nobel Prize in Literature. The son of a bookseller, France was first published in 1869 and became famous with The Crime of Sylvestre Bonnard. Elected as a member of the French Academy in 1896, France proved to be an ideal literary representative of his homeland until his death.
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La isla de los pingüinos - Anatole France
La isla de los pingüinos
EditorialLa isla de los pingüinos (1908)
Anatole France
Editorial Cõ
Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.
edicion@editorialco.com
Edición: Junio 2024
Imagen de portada:
Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.
Índice
*
Los orígenes
*
Los tiempos antiguos
*
La Edad Media y el Renacimiento
*
Los tiempos modernos: Trinco
*
Los tiempos modernos: Chatillón
*
Los tiempos modernos: el proceso de las ochenta mil pacas de forraje
*
Los tiempos modernos: la señora Cerés
*
Los tiempos futuros: la historia sin fin
*
Libro primero
Los orígenes
Vida de San Mael
Mael, descendiente de una familia regia de Cambray, entró a los nueve años a la abadía de Yvern, adonde lo llevaron para que se instruyera en las letras sagradas y profanas. A la edad de catorce años renunció a su herencia y se consagró al Señor.
Distribuía sus horas conforme con la regla, entre los cánticos religiosos, el estudio de la gramática y la meditación de las verdades eternas.
Un perfume celeste reveló a los monjes las virtudes que adornaban a Mael, y cuando el bienaventurado Gal, abad de Yvern, pasó a mejor vida, el joven lo sucedió en el gobierno del monasterio. Fundó una escuela, un hospital, una hospedería, una fragua, talleres de todas clases, astilleros para la construcción de navíos y obligó a las monjas a cultivar los eriales. También él trabajaba en el jardín de la abadía, y en los talleres instruía a los novicios; y su vida se deslizaba plácidamente como un río que refleja el cielo y fecunda los campos.
Al atardecer acostumbraba este siervo de Dios a sentarse en el acantilado, y aquel sitio aún se llama «La silla de san Mael». A sus pies, las rocas, semejantes a dragones negros, cubiertas de algas verdosas y de ovas leonadas, ofrecían a la espuma de las olas sus pechos monstruosos. Contemplaba el sol mientras se hundía en el océano como una hostia enrojecida, cuya sangre gloriosa cubriera de púrpura las nubes del cielo y las crestas de las olas, y al santo varón se le presentaban como la imagen del misterio de la Cruz, por el cual la sangre divina ha ennoblecido la Tierra. A lo lejos, una línea oscura indicaba las playas de la isla de Gad, donde santa Brígida, a quien san Malo impuso el velo, regia un convento de monjas.
Enterada santa Brígida de los méritos del venerable Mael, le envió a pedir, para estimarla como un rico presente, alguna obra de sus manos. Mael fundió una campanita de bronce, y cuando la acabó, la bendijo y la tiró al mar. La campana fue agitándose y sonando hasta las playas de Gad, donde santa Brígida, advertida por las vibraciones del bronce entre las olas, salió a buscarla con recogimiento, y acompañada por las monjas, la llevó en solemne procesión hasta la capilla del monasterio.
Así, el santo varón aumentaba día a día sus virtudes. Llevaba ya recorridos dos tercios de la senda de la vida y esperaba plácidamente el fin de su existencia terrenal entre sus hermanos espirituales, cuando le fue revelado que la sabiduría divina lo dispuso de otra manera y que el Señor lo destinaba a trabajos menos tranquilos, pero no menos meritorios.
Vocación apostólica de san Mael
Una tarde iba de paseo por la orilla de una ensenada solitaria. Llegó, abstraído en sus meditaciones, hasta el extremo donde las rocas, en lucha con el mar, forman un escabroso dique, y vio una piedra cóncava que flotaba como una barca sobre las aguas.
En receptáculos semejantes había ido san Guirec, el venerable san Colombán y otros tantos monjes de Escocia y de Irlanda a evangelizar la Armórica. Precisamente, santa Avoye, llegada de Inglaterra, acababa de cruzar el río Auray metida en un mortero de granito rosa, en el cual, más adelante, meterán a los niños para fortalecerlos. San Vouga cruzaba de Hibernia a Cornouailles sobre una roca, cuyos fragmentos, conservados en Penmarch, curarán las fiebres a los peregrinos que apoyen en ellos la cabeza. San Samsor llegaba a la bahía del monte de San Miguel en una pila de granito; que será llamada con el tiempo la taza de San Samsor. Por esto, al ver flotar aquella piedra cóncava, el santo varón de Mael comprendió que el Señor le destinaba al apostolado de los paganos que poblaban todavía las playas de las islas de los bretones.
Entregó su báculo de fresno al monje Budoc para investirlo como superior de la abadía. Luego, provisto de un pan, de un barril de agua potable y de un ejemplar de los santos evangelios, se metió a la piedra cóncava, que lo condujo suavemente hasta la isla de Hoedic, de continuo azotada por los huracanes. Las miserables gentes que vivían allí pescaban en las hendiduras de las rocas y cultivaban a fuerza de trabajo sus legumbres en huertas arenosas protegidas por vallas, tapias de piedra tosca y setos de tamarindo. Una magnífica higuera, que arraigaba en una hondonada de la isla, extendía horizontalmente sus largas ramas protectoras y era adorada por los habitantes.
El santo varón Mael les dijo:
—Adoran este árbol por su hermosura, lo cual me induce a suponer que la belleza le agrada. Yo vengo a revelarles la belleza oculta.
Y les enseñó el Evangelio. Después de haberlos instruido en las santas verdades, los bautizó.
Las islas de Morbihan eran más numerosas que hoy en aquel tiempo. Desde entonces se hundieron muchas en el mar. San Mael evangelizó sesenta.
Luego, en su barca de granito, se remontó por el río Auray, y, después de navegar tres horas, desembarcó ante una casa romana. Salía del tejado una tenue columna de humo. El santo varón traspuso el umbral, donde un mosaico representaba un perro en actitud amenazadora.
Fue recibido por un matrimonio anciano, Marco Combabeo y Valeria Moerens, quienes vivían del producto de sus tierras. Rodeaba el patio central un pórtico, cuyas columnas estaban pintadas de rojo desde la base hasta la mitad de su altura. Una fuente de conchas marinas se apoyaba en la pared, y bajo el pórtico se alzaba un altar con hornacina, donde el dueño de la casa había puesto varios idolillos de tierra cocida blanqueados con lechada de cal. Unos representaban niños alados; otros, a Apolo o a Mercurio; y otros, mujeres desnudas en actitud de recogerse el pelo. No obstante, el santo varón Mael descubrió entre aquellas figuras la hermosa imagen de una madre que tenía un niño sobre sus rodillas, y al punto dijo:
—Ésta es la Virgen, Madre de Dios. El poeta Virgilio la anunció, antes de que naciera, al cantar con voz angélica Jam redit et virgo. Y se hicieron de ella, entre los gentiles, figuras proféticas, como la que colocaste, ¡oh, Marco!, en este altar. Sin duda, protegió sus modestos lares. Así, los que observan estrictamente la ley natural se preparan para el conocimiento de las verdades reveladas.
Marco Combabeo y Valeria Moerens, instruidos por este discurso, se convirtieron a la fe cristiana y fueron bautizados por su joven liberta Caelia Avitella, a quien amaban tanto como a la luz de sus ojos. Todos sus colonos renunciaron al paganismo aquel día.
Marco Combabeo, Valeria Moerens y Caelia Avitella vivieron desde entonces virtuosamente, murieron en gracia de Dios y fueron incluidos en el canon de los santos.
Durante treinta y siete años, el bienaventurado Mael evangelizó a los paganos de tierra adentro. Mandó construir doscientas dieciocho capillas y setenta y cuatro abadías.
Pero un día, mientras predicaba el Evangelio en la ciudad de Vannes, tuvo noticia de que losmonjes de Yvern habían relajado en su ausencia las reglas del santo fundador, y con la ternura de la gallina que recoge sus polluelos, volvió hacia sus hijos descarriados. Cumplía entonces los noventa y siete años de edad. Su cuerpo se había encorvado, pero sus brazos se mantenían robustos y sus palabras fluían abundantes, como en invierno cae la nieve sobra los hondos valles.
El abad Budoc devolvió a san Mael su báculo de fresno y le informó del estado lamentable en que se hallaba la abadía. Los monjes habían disputado acerca de la fecha en que debe celebrarse la Pascua; se decidieron unos por el calendario romano, y otros por el calendario griego. Los horrores de un cisma cronológico desgarraban el monasterio.
Hubo, además, otra causa de desórdenes. Las religiosas de la isla de Sad, tristemente olvidadas de sus virtudes primitivas, a cada instante desembarcaban en la costa de Yvern. Los monjes las instalaban en la hospedería, lo cual daba lugar a escándalos y era un motivo de desolación para las almas piadosas.
Al acabar su fiel información, el abad Budoc pronunció estas palabras:
«—Desde que se presentaron las monjitas, nuestros monjes perdieron la inocencia y elreposo.
—No lo dudo —respondió el bienaventurado Mael—, porque la mujer es un cepo mañosamente construido: basta olerla para quedar prisionero. ¡Ay! La atracción deliciosa de estas criaturas se ejerce de lejos más poderosamente aún que de cerca. Provocan tanto más el deseo cuanto menos lo satisfacen. Bien lo expresan estos versos de un poeta, dirigidos a una de ellas:
Te huyo por no rendirte mi albedrío,
y cuanto más me aparto más te ansío.
Así, vemos que las dulzuras del amor carnal son más tiranas para los solitarios y para los monjes que para los hombres que viven en el siglo. El demonio de la lujuria me ha tentado en varias formas durante mi vida, y las más rudas tentaciones no me las produjo la presencia de una mujer, ni aun la más hermosa y perfumada: me las produjo la imagen de una mujerausente. Ahora mismo, bajo el peso de la edad y próximo a cumplir noventa y ocho años, con frecuencia el enemigo me induce a pecar contra la castidad, por lo menos con el pensamiento. De noche, cuando tengo frío en la cama y crujen sordamente mis huesos helados, oigo voces que recitan el segundo versículo del tercer libro de los Reyes: «¡Dixerunt ergo servi sui!. Quaeramus domino nostro regi adolescentulam virginem, et stet coram rege et foveat cum, dormiatque in sinu suo, et calefaciat dominum nostrum regem».
Y el diablo me presenta una mujercita en capullo, que me dice: Soy tu Abisag, soy tu Sulamita. ¡Oh, dueño mío! Déjame lugar en tu lecho
.
Creedme —añadió el anciano—: sólo con una protección especial del cielo puede un monje guardar su castidad de pensamiento y de obra».
Se aplicó inmediatamente a restaurar la inocencia y la paz en el monasterio, rectificó el calendario, según los datos de la cronología y de la astronomía, y obligó a todos los monjes a que lo aceptaran; devolvió al monasterio de Santa Brígida a las monjas pecadoras, pero no las arrojó brutalmente de la abadía; las condujo, entre salmos y letanías, hasta el navío que debía llevarlas.
—Respetemos en ellas —decía— a las hijas de Brígida y las esposas del Señor. Librémonos de imitar a los fariseos, que ostentaban su desprecio por las pecadoras. Hay que humillar a esas mujeres en su pecado, pero no en su persona, y procurar que se avergüencen de lo que hicieron, no de lo que son, porque son criaturas de Dios.
Y el santo varón exhortaba a sus monjes para que observaran fielmente la regla.
—Cuando la barca se resiste a obedecer al timón —les dijo—, el escollo le impone obediencia.
La tentación de san Mael
Apenas el bienaventurado Mael acababa de restaurar el orden en su abadía, supo que los habitantes de la isla Hoedic, sus primeros catecúmenos y entre todos los más gratos a su corazón, se hallaban de nuevo dominados por el paganismo y colgaban coronas de flores y cintas de lana en los brazos de la higuera sagrada.
El marinero portador de tan dolorosa noticia temía que aquellos hombres descarriados pudieran en cualquier momento destruir la capilla alzada en la costa de la isla, y el santo varón se dispuso a visitar inmediatamente a los infieles para impedir que realizaran violencias sacrílegas y para restaurar su fe.
Al dirigirse hacia la ensenada donde quedó su barca de piedra, volvió los ojos hacia los astilleros por él establecidos treinta años antes en la bahía para la construcción de navíos, donde a tales horas atronaban los martillazos y el chirriar de las sierras.
El diablo, siempre infatigable, salió de los astilleros, se acercó al santo varón, bajo la figura de un monje llamado Samson, y lo tentó con estas palabras:
—Padre mío, los habitantes de la isla Hoedic pecan sin cesar. A cada momento se alejan de Dios. Ya están a punto de destruir la capilla que alzaron tus manos venerables en la costa de la isla. El remedio urge. Comprenderás que tu barca de piedra te conduciría con mayor rapidez si estuviera aparejada, provista de un timón, de un mástil y de una vela. Entonces el viento la empujaría. Tus brazos aún son robustos para gobernar una barca. Tampoco fuera inoportuno ponerle una proa cortante. Supongo que se te habrá ocurrido, antes que a mí, todo esto.
—Sí, ciertamente urge el remedio —respondió el santo varón—, pero hacer lo que acabas de decirme, ¿no sería obrar como los hombres de poca fe que desconfían del Señor? ¿No sería un desprecio de la gracia con que me favorece Aquel que me envió la barca de piedra sin timón ni velamen?
A estas preguntas, el diablo, que es un buen teólogo, respondió con esta otra.
—Padre mío, ¿es laudable aguardar con los brazos cruzados la ayuda del cielo y pedírselo todo al que todo lo puede? ¿No es más meritorio esforzarse con prudencia humana y valerse cada uno a sí mismo?
—No, ciertamente —respondió el anciano Mael—. Confiarlo todo a la prudencia humana sería ofender a Dios.
—A pesar de todo —repuso el diablo—, ¿no es prudente preparar la barca?
—Sería prudente si no hubiera otro modo de llegar al fin.
—¡Eh! ¡Eh! ¿Entonces confías mucho en la velocidad de tu barca de piedra?
—Depende sólo de la voluntad de Dios.
—Va tan despacio como la mula de Budoc. Es una verdadera carraca. ¿Te ha prohibidoDios que la pongas en condiciones de avanzar de prisa?
—Hijo mío, tus razones son claras y de sobra convincentes, pero reflexiona que la barca de piedra es milagrosa.
—Sin duda, padre mío. Una mole de granito que flota en el agua como un pedazo decorcho es una barca milagrosa. ¿Qué deduces?
—Mi apuro es tremendo para contestarte. ¿Conviene perfeccionar por medios humanos y naturales una máquina milagrosa?
—Padre mío, si tuvieras la desgracia de perder el pie derecho y Dios lo rehiciera, ¿sería milagroso el nuevo pie?
—Sin duda, hijo mío.
—¿Lo calzarías con el zapato?
—Seguramente.
—Pues bien: si crees que se puede calzar con un zapato natural un pie milagroso, debes creer igualmente que se pueden poner aparejos naturales a una embarcación milagrosa. Esto es clarísimo. ¡Ay! ¿Por qué los más santos varones han de tener sus horas de incertidumbre y decaimiento? Eres el más ilustre apóstol de la Bretaña, podrías realizar obras dignas de alabanzas eternas...; ¡pero la inteligencia es tarda, y la mano perezosa! Adiós, padre mío. Viaja tranquilamente, y cuando al fin de muchas jornadas llegues a las costas de Hoedic, verás humear las ruinas de la capilla levantada y consagrada por tus manos. Los paganos la habrán incendiado, y el diácono que allí dejaste habrá sido puesto en la parrilla como una chuleta.
—Mi turbación es grande —dijo el siervo de Dios, mientras se retiraba con una manga el sudor de su frente—. Pero advierte, hijo mío, que no es una empresa fácil disponer de la barca de piedra. ¿No es posible que al emprender tal obra perdamos tiempo en vez de ganarlo?
—¡Ah, padre mío! —exclamó el diablo—, en un abrir y cerrar de ojos la cosa está hecha. Encontraremos los aparejos necesarios en el astillero que años atrás fundaste en esta costa y en los almacenes abundantemente provistos por tus cuidados. Yo mismo colocaré la quilla y el timón. Antes de ser fraile fui marinero y carpintero. Tuve también otros varios oficios. ¡Manos a la obra!
Y condujo al santo varón hasta un cobertizo próximo donde abundaban toda clase de objetos de mar.
—Aquí tienes lo que hace falta, padre mío».
Le puso sobre los hombros la vela y el mástil, cargó con la proa, el timón y un saco lleno de herramientas de carpintería, y se dirigió hacia la costa en compañía del santo varón encorvado, sudoroso y jadeante bajo el peso de la madera y del lienzo.
Navegación de san Mael sobre el océano de hielo
Con el hábito recogido hasta los sobacos, el diablo arrastró la barca de piedra sobre la arena y la dejó lista en menos de una hora. Así que se embarcó el santo varón; la barca de piedra, con todas las velas desplegadas, tomó tal velocidad que a los pocos momentos había perdido de vista la costa. El anciano empuñaba el timón deseoso de correrse al sur para doblar el cabo Lands End,
pero una corriente irresistible lo arrastraba al sudoeste.
Bordeó la costa meridional de Irlanda y giró bruscamente hacia el septentrión. Al atardecer aumentó el viento. En vano, Mael quiso recoger velas: la barca de piedra corría desatentada hacia mares fabulosos.
A la claridad de la luna, las rollizas sirenas del norte, con cabelleras de color de cáñamo, mostraron en torno de Mael sus pechos alabastrinos y sus caderas sonrosadas, y azotaron con sus colas de esmeralda las aguas espumosas, mientras cantaban a coro:
¿Adónde corres, Mael,
desatentado en tu barca,
ya sin timón que la guíe
y con las velas hinchadas,
como los pechos de Juno
al brotar de la Vía Láctea?
Un momento lo persiguieron a la luz de las estrellas entre risas armoniosas, pero la barca de piedra corría cien veces más rápida que el navío rojo de un vikingo. Y los petreles, sorprendidos en su vuelo, se enredaban las patas en la cabellera del santo varón.
De pronto se alzó una tormenta poblada de sombras y de gemidos, y la barca, impelida por un viento furioso, voló como una gaviota entre la bruma y el oleaje.
Después de una noche que duró tres veces veinticuatro horas se rasgaron de pronto las tinieblas, y el santo varón descubrió en el horizonte una playa más resplandeciente que un diamante. Aquella playa fue aumentando por momentos. A la claridad glacial de un sol inerte y bajo, Mael vio alzarse por encima de las olas una ciudad blanca, de calles silenciosas, la cual, más vasta que Tebas, la de las cien puertas, extendía hasta perderse de vista las ruinas de su foro níveo, sus palacios de escarcha, sus arcos de cristal y sus obeliscos irisados.
Cubrían el océano témpanos flotantes, en torno de los cuales nadaban hombres marinos de ojos claros y ariscos. Leviatán, a su paso, lanzó una columna de agua hasta las nubes.
Entre tanto, sobre una mole de hielo que avanzaba a la par de la barca de piedra se encontraba recostada una osa blanca y tenía a su hijuelo entre los brazos. Mael la oyó murmurar suavemente este verso de Virgilio: Incipe parve puer, y, sobrecogido por la tristeza y la turbación, lloró.
El agua de sus provisiones al congelarse había hecho estallar el barril que la contenía; para calmar su sed, Mael chupaba pedacitos de hielo. Comió su pan empapado en agua salada; los pelos de su barba y de su cabellera se quebraban como si fueran de cristal; su hábito, recubierto de una capa de hielo, le cortaba las articulaciones a cada movimiento que hacía. Las olas monstruosas lo amenazaron y abrieron profundas fauces sobre su cabeza. Veinte veces se le inundó la barca, y el mar se tragó el libro de los santos evangelios que el apóstol guardaba cuidadosamente bajo unas tapas rojas con una cruz de oro.
A los treinta días comenzó la calma, y aconteció que entre un espantoso clamoreo del cielo y de las aguas, una montaña de blancor deslumbrante y de trescientos pies de altura avanzó hacia la barca de piedra. Mael quiso evitar el choque y se agarró al timón, cuya barra se rompió entre sus manos. Para disminuir la velocidad, acortó la vela, y al asir el cabo, el viento se lo arrebató yel roce le abrasó las manos.
Entonces, vio tres demonios con alas de piel negra, provistos de garfios, que, agarrados al aparejo, soplaban para hinchar la vela. Comprendió que lo combatía y lo arrastraba el enemigo. Se armó con el signo de la Cruz, y de pronto un viento huracanado, entre lamentos y aullidos, alzó la barca de piedra y le arrancó la proa, el timón, la vela y el mástil.
Así, libre de los diabólicos artefactos, se abandonó a la corriente sobre las aguas tranquilas.
El santo varón se arrodilló, dio gracias al Señor, que lo había librado de las garras del demonio, y reconoció sobre la mole de hielo a la osa madre que había murmurado el verso de Virgilio entre los rugidos de la tempestad: oprimía contra su pecho al Hijo y tenía en la mano un libro de tapas rojas con una cruz de oro. Se acercó a la barca de granito, saludó al santo varón con estas palabras: Pax tibi, Mael, y le presentó el libro.
El santo varón reconoció sus evangelios, y asombrado por lo que veía, entonó un himno al Creador y a la creación.
Bautismo de los pingüinos
Después de navegar abandonado a la corriente durante una hora, el santo varón llegó a una playa estrecha, cerrada por montañas cortadas a pico. Avanzó por la costa durante un día y una noche, junto a las rocas, que formaban una muralla infranqueable. Se convenció al fin de que se encontraba en una isla redonda, en medio de la cual había una montaña coronada de nubes. Respiraba, satisfecho,