Atisbos de lo Intangible
Por Jorge Morés
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Atisbos de lo Intangible es un recuento de narraciones en torno a los asuntos predilectos de Jorge Morés: la amistad, el amor, la sensualidad, la muerte, la sinrazón, el misterio, lo fantástico y lo sobrenatural.
Cada uno de ellos se hace presente en los textos, a veces como una suave pincelada, y en otras, como el basamento principal que sostiene la lógica de la narración.
Sin considerarlas parte de una serie, las historias aquí reunidas se presentan como la antesala a la producción novelística del autor, como un atisbo de ese universo donde lo tangible y lo intangible se cruzan incesantemente en planos familiares y extraños, consolidando esta constante de opuestos hermanados por un hilo común que los dirige hacia lo inaudito, lo sublime y lo auténtico.
Jorge Morés autor y Jorge Morés personaje conviven en ese plano donde lo inmaterial se concreta, sólo por el tiempo que la narración es en la mente de quien lee, como consecuencia del ejercicio intelectual de racionalizar lo irracional, y que les permite existir para el deleite, la emoción o el estremecimiento del mismo lector.
En estos cinco relatos, acompañaremos a sus personajes a descubrir los increíbles secretos de un pueblo desolado en la campiña francesa al final de la Segunda Guerra; de las inexplicables muertes de un par de hermanos bajo horribles condiciones; de los asesinatos en el interior de una casa al intentar detener a un espíritu maligno; y de todas las víctimas en torno al robo de un cuadro del siglo xvi; para finalmente vislumbrar un posible futuro de la Humanidad.
Dejémonos conducir, pues, a través de este quinteto de historias por la voz de Jorge Morés y desentrañemos los misterios que en ellas se encierra.
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Atisbos de lo Intangible - Jorge Morés
Contenido
Presentación
Atisbos de lo Intangible es un recuento de narraciones en torno a los asuntos predilectos de Jorge Morés: la amistad, el amor, la sensualidad, la muerte, la sinrazón, el misterio, lo fantástico y lo sobrenatural.
Cada uno de ellos se hace presente en los textos, a veces como una suave pincelada, y en otras, como el basamento principal que sostiene la lógica de la narración.
Sin considerarlas parte de una serie, las historias aquí reunidas se presentan como la antesala a la producción novelística del autor, como un atisbo de ese universo donde lo tangible y lo intangible se cruzan incesantemente en planos familiares y extraños, consolidando esta constante de opuestos hermanados por un hilo común que los dirige hacia lo inaudito, lo sublime y lo auténtico.
Jorge Morés autor y Jorge Morés personaje conviven en ese plano donde lo inmaterial se concreta, sólo por el tiempo que la narración es en la mente de quien lee, como consecuencia del ejercicio intelectual de racionalizar lo irracional, y que les permite existir para el deleite, la emoción o el estremecimiento del mismo lector.
En estos cinco relatos, acompañaremos a sus personajes a descubrir los increíbles secretos de un pueblo desolado en la campiña francesa al final de la Segunda Guerra; de las inexplicables muertes de un par de hermanos bajo horribles condiciones; de los asesinatos en el interior de una casa al intentar detener a un espíritu maligno; y de todas las víctimas en torno al robo de un cuadro del siglo xvi; para finalmente vislumbrar un posible futuro de la Humanidad.
Dejémonos conducir, pues, a través de este quinteto de historias por la voz de Jorge Morés y desentrañemos los misterios que en ellas se encierra.
El Pozo
Mi padre fue viajero constante. Antes de nacer, su destino ya había sido apuntalado como el de un nómada incesante que recorrería medio mundo y quizá poco más.
Tal vez se debiera a que tras ser concebido en medio de un apasionado e imposible romance extramarital en la Ciudad de México, su madre regresó a su natal Francia, donde él vio la luz por primera vez en una garbosa París en reconstrucción justo al inicio de la Cuarta República.
Acaso pudo ser que haya heredado, sin proponerse, los bríos y el espíritu irreductible de mi abuela, quien forzada por la persecución nazi, abandonó todo para buscar los medios de subsistir a través de media Europa y América.
Probablemente haya sido que su propio espíritu, inflamado de libertad, jamás le permitió quedarse quieto. Era una necesidad fundamental para él recorrer los caminos, hablar con la gente, conocer y compartir su humanidad, lo mismo bajo las brillantes luces en una efervescente metrópoli, que frente a un acogedor fuego en los pueblos y campos más remotos.
Así logró codearse con hombres de negocios en Australia y pescadores en China, aldeanos en Etiopía y cultivadores de tabaco en Cuba.
Mencionaba nombres que aún hoy puedo recordar, como Ainh Amindsen en Noruega, dueño de una librería ubicada en la zona comercial de Oslo, quien durante uno de sus primeros viajes de juventud le regalara una copia del Quijote en bokmål.
Del mismo modo me vienen a la mente Isela Calderón en España, con quien compartiera camarote en el tren de Zaragoza que sufrió un terrible accidente, siendo los dos únicos sobrevivientes ilesos; y Egor Liubim, en Rusia, quien le asistiera durante un intento de linchamiento por parte de unos mujiks malencarados a quienes había despojado de todos sus rublos jugando a las cartas en el bar de una pequeña aldea.
Sin olvidar a Evgenya Gizkis de Grecia, una joven abogada que lo salvó de ir a prisión debido a un malentendido con un vendedor de artesanías.
Pero, por encima de todos ellos, a Antoine Le Roux, en Francia, quien le narrara una de las historias más extraordinarias sobre la Segunda Guerra Mundial.
Si bien fueron muchas las aventuras e historias con las que papá encendía mi febril imaginación al llevarme a la cama cuando era un niño, la que más recuerdo y jamás ha dejado de fascinarme fue precisamente la que le compartiera el señor Le Roux.
Corría el año de 1970 y aquel joven trotamundos, que habría de convertirse en mi progenitor, atravesaba Bretaña rumbo a París con la intención de pasar unos días con la tía Floralie antes de cruzar el Atlántico y regresar a casa.
Pero debido a que se averió la Motobécane Z27 con que había recorrido Marruecos, España y toda la costa oeste francesa, se vio forzado a detenerse en la pequeña aldea de Rochefort-en-Terre.
No tuvo ningún problema para encontrar hospedaje en aquel rústico lugar sacado de un cuento de hadas; así que habiendo dejado sus cosas en la posada, se dirigió a la única taberna del lugar, dispuesto a relajarse con una botella de coñac acompañada de un buen tabaco.
Entró y caminó hacia la barra y se sentó junto a un viejo que fumaba y bebía el vino más barato del lugar: era Antoine Le Roux.
Éste volteó su rostro arrugado y lo saludó amablemente. Le preguntó cuál era el motivo de su paso por la aldea y comenzaron a charlar. El anciano escuchaba atentamente la narración de las más fantásticas aventuras de mi padre a través de tantos pueblos, y cuando le contaba sobre algunos hechos milagrosos de los que había sido testigo en sus viajes, el hombre le interrumpió señalando que no podía haber mayor milagro que el atestiguado por él mismo en esa aldea, y que le hizo quedarse allí desde el final de la guerra.
Así que al final fue el viejo quien terminó por realmente asombrar a papá, compartiendo, por primera vez en su vida, la siguiente narración sobre lo que le ocurrió en ese lugar.
* * *
Al final de la guerra, cuando la ocupación alemana llegaba a su fin, yo comandaba un pelotón de la resistencia en misión de reconocimiento por esta casi olvidada región de Bretaña. La unidad se hallaba conformada por apenas doce hombres, casi niños todos ellos.
Contábamos con sólo tres Lafflys S15 y un puñado de armas, y debido a que estos villorrios estaban prácticamente abandonados, decidí separar mi grupo en tres escuadras. Cada una se dirigió a una aldea, con el acuerdo de reunirnos al atardecer en Malansac.
Obtuvimos el mismo resultado en todos los lugares: sólo quedaba un puñado de campesinos muy viejos que no habían abandonado sus tierras. No obstante, aquí fue diferente: el lugar estaba totalmente solo.
Rocheforte era como un pueblo fantasma. Buscamos en cada casa, en la pequeña capilla, en el château, incluso en las vetustas criptas del cementerio; pero no hallamos ningún rastro de vida.
Debido a lo exhaustivo de la búsqueda y a que se nos vino la noche encima, decidí permanecer aquí hasta la mañana siguiente. Se dio aviso por radio al resto del pelotón que nos reuniríamos con ellos al amanecer.
Encendimos una fogata en la pequeña plaza que seguramente usted debió atravesar, desde el sitio donde se ha hospedado, para llegar aquí... Pues bien, ahí tomamos algunas provisiones, café, un poco de licor y fumamos.
En mi unidad había un chico muy inquieto: el soldado Perrin, quien, ametralladora en mano, se fue a dar una caminata por las callejuelas so pretexto de ejecutar una última inspección y quizá encontrar a alguna persona oculta o