Ética de la consideración
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Para Corinne Pelluchon, la superación de este desafío pasa por cerrar la brecha entre la teoría y la práctica mediante el desarrollo de una ética de la virtud. En lugar de centrarnos en los principios o consecuencias de nuestras acciones, la autora se interesa por nuestras motivaciones concretas; por las representaciones y afectos que nos empujan a actuar. ¿Qué rasgos morales pueden ayudarnos a disfrutar de hacer el bien, en lugar de estar constantemente divididos entre la felicidad y el deber?
La ética de la consideración bebe de las morales antiguas, pero rechaza su esencialismo y se asienta en la humildad y la vulnerabilidad. La autora define la consideración como transdescendencia: un movimiento de profundización que permite al sujeto experimentar el vínculo que lo une a otros seres vivos y transformar la conciencia de su pertenencia al mundo común en un conocimiento y compromiso vividos.
Pelluchon, lejos de dejar al lector a merced de una nueva ética, describe en este libro las etapas por las que la ética de la consideración puede llegar a convertirse en una actitud global.
Corinne Pelluchon
Corine Pelluchon (1967) es una pensadora de referencia en cuestiones de ética aplicada, animalismo y ecología. Desde hace unos años destaca como una figura clave del movimiento animalista. Es doctora en Filosofía por la Universidad de París-Sorbona y profesora en la Universidad Gustave Eiffel de la región de París. Ha publicado 15 libros entre los que se encuentran, en español, Manifiesto animalista. Politizar la causa animal, Reparemos el mundo. Humanos, animales, naturaleza, La esperanza o la travesia de lo imposible y Ecología como nueva Ilustración (Herder, 2022).
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Ética de la consideración - Corinne Pelluchon
Corine Pelluchon
Ética de la consideración
Traducción de Antoni Martínez Riu
Este libro ha sido traducido gracias a una subvención del CNL, Centre National du Livre de Francia.
Título original: Éthique de la considération
Traducción: Antoni Martínez Riu
Diseño de la cubierta: Herder
Edición digital: José Toribio Barba
© 2018, 2021, Les Éditions du Seuil, París
© 2024, Herder Editorial, S.L., Barcelona
ISBN EPUB: 978-84-254-5032-7
1.ª edición digital, 2024
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com)
Índice
Introducción
PRIMERA PARTE
GÉNESIS DE LA CONSIDERACIÓN
1. DE LA PREOCUPACIÓN POR SÍ MISMO A LA PREOCUPACIÓN POR EL MUNDO
La humildad
La humildad, fundamento de la relación consigo mismo
El rechazo del perfeccionismo
Preocupación por el mundo
Elogio de la intranquilidad
El futuro llorado de antemano
El coraje de tener miedo
El eudemonismo o la hondura de la felicidad
¿Qué es honrar la propia alma?
Vida buena y vida feliz
El universalismo hoy
El rechazo del naturalismo
Naturaleza humana y condición humana
2. UN PROCESO DE INDIVIDUACIÓN
La magnanimidad
¿Por qué Descartes?
La generosidad
La admiración
El amor como existencial
El cambio radical de la subjetividad
El amor como celebración del mundo
La expansión del sujeto
Conocimiento y dicha
La ecosofía
Las emociones negativas
SEGUNDA PARTE
PRÁCTICAS DE LA CONSIDERACIÓN
3. TRANSDESCENDENCIA, VULNERABILIDAD Y MUNDO COMÚN
Lo inconmensurable y la transdescendencia
Prudencia y consideración
La consideración como transdescendencia
El sentido de la muerte y el mundo común
La ética o la travesía de lo imposible
La ligazón umbilical de los vivientes
La subjetividad como vulnerabilidad
La pasividad y lo pático
El dolor y el sufrimiento
Más allá del cuidado
Responsabilidad y dominación
La consideración en ética médica
Los animales o la prueba de la consideración
Compasión y empatía
4. NACIMIENTO, CONVIVENCIA Y POLÍTICA
Política de la consideración
El horizonte político de la consideración
La tentación totalitaria y el economismo
El recién nacido, rostro de la consideración
La convivencia
Coexistencia, convivialidad, convivencia
Un método para reconfigurar lo político
Vivir de, vivir con, vivir para
Trayectoria del reconocimiento
Trabajo, subjetivación y cooperación
Las virtudes de la deliberación y la sociabilidad
Consideración y feminismo
Inspirarse en el ecofeminismo
La superación de los dualismos
TERCERA PARTE
CAMINOS DE LA CONSIDERACIÓN
5. INCONSCIENTE EROS Y EDUCACIÓN MORAL
Inconsciente, pulsiones y moral
Tomarse en serio las pulsiones y la destructividad
Conciencia moral y superyó
Los obstáculos a la civilización
Eros y educación moral
Rousseau, maestro de lo sublime
Deseo y consideración
La imaginación moral y la formación del espíritu
La literatura como aventura moral
El pensamiento crítico y la parrhesía
La dispersión y la inmadurez psíquica
Cultivar la atención
Los recursos de la ecopsicología
6. ESTÉTICA DE LA CONSIDERACIÓN
El componente estético de la consideración
Las afinidades entre la moral y el gusto
Las falsas evidencias
Transdescendencia y estética
La consideración como estética
Superar la analogía entre lo bueno y lo bello
Consideración y respeto
La estética de la consideración
La aportación de la estética medioambiental
Ética y estética de la Tierra
La unión de la ética y de la estética
CONCLUSIÓN
EPÍLOGO
BIBLIOGRAFÍA
ÍNDICE ANALÍTICO
INFORMACIÓN ADICIONAL
Corren días malos y ya te he insistido suficientemente en que no te des del todo, ni siempre,
a la acción, sino que te reserves para la consideración algo de ti mismo, de tu corazón y de tu tiempo.
BERNARDO DE CLARAVAL, Sobre la consideración
Introducción
Para que un pueblo naciente pueda apreciar las sanas máximas de la política […] sería necesario que el efecto se convirtiese en causa, que el espíritu social, que debe ser obra de la institución, presidiese a la institución misma, y que los hombres fuesen ante las leyes lo que deben llegar a ser por ellas.
JEAN-JACQUES ROUSSEAU, El contrato social
¿POR QUÉ UNA ÉTICA DE LAS VIRTUDES?
Es en la conciencia individual donde la sociedad se juega su destino.¹ Las instituciones más admirables no son más que vestigios si las personas que deben preservarlas no respetan su espíritu y no son capaces de adaptarlas a las circunstancias. Y a la inversa, sin una educación que ayude a desarrollar el espíritu crítico y a tener discernimiento, y sin el concurso de las leyes, los ciudadanos tienen dificultades para orientarse en su vida personal, elegir buenos representantes y ejercer una presión sensata sobre sus gobiernos para que los pongan sobre una trayectoria que lleve a la paz, a la prosperidad y a la justicia.
Esta reciprocidad entre los caracteres y los regímenes políticos, muchas veces destacada por Platón, y esta circularidad de leyes que nos modelan, pero que necesitan de «las costumbres, de los usos, y sobre todo de la opinión […] que forma la verdadera constitución del Estado»,² plantean una dificultad contra la que tropieza el contrato social.³ Una vez que se han enunciado los principios de la justicia y los fines de la política, hay que preguntarse qué puede llevar a los individuos a aceptar los esfuerzos necesarios para contribuir al bien común: la teoría política debe completarse con la teoría moral —el problema está en saber qué moral puede dar al ser humano el sentido de la obligación y le permita a la vez realizarse a sí mismo—. ¿Cómo conseguir que integre el interés general con su interés personal, en lugar de sentirse continuamente dividido entre la felicidad y el deber? ¿Qué disposiciones morales se requieren en los ciudadanos para que encuentren satisfacción haciendo el bien, para ser sobrios, para que la cooperación sustituya a la desconfianza y actúen conjuntamente para transferir un mundo habitable?
La ética de la consideración intenta responder a estas cuestiones. La pregunta sobre la vida buena y la articulación de la moral con la política que aquella implica ponen de manifiesto su anclaje en la tradición de las éticas de las virtudes heredadas de Platón y de Aristóteles, aunque su contexto y la filosofía en la que se apoya la distinguen de las morales antiguas y hasta de las éticas contemporáneas neoaristotélicas. En lugar de determinar los principios que deben guiar nuestras decisiones o de actuar en función de las consecuencias previsibles de nuestros actos, este enfoque de la moral pone el acento en las personas, en lo que son y en lo que las mueve a actuar.
Antes de hablar de prohibiciones y de imperativos, de deberes y de obligaciones, del bien y del mal, debemos preguntarnos por las maneras de ser de los agentes morales.⁴ Porque las más grandes leyes y los principios más nobles no tienen sentido a menos que sean reconocidos por los individuos a los que se aplican. Debemos también interpretarlos y ponerlos en práctica en un contexto particular. Los códigos deontológicos y el derecho suministran ciertamente coordenadas para la acción, pero nadie llega a ser buen médico o buen juez aprendiendo esos textos de memoria. También la utilidad o la maximización del bienestar colectivo pueden servir de criterio cuando se busca saber la manera de distribuir bienes escasos.⁵ Es igualmente necesario, cuando nadie sabe a priori cómo actuar, tener en cuenta el impacto que una decisión puede ejercer en una sociedad, en sus instituciones e incluso en las disposiciones morales que su buen funcionamiento requiere. Este enfoque pragmático, que exige no adherirse a una concepción fija del bien y del mal, posibilita resolver ciertos dilemas eligiendo, entre las distintas soluciones igualmente viables desde el punto de vista teórico, la que más se adapta a la situación.⁶ En todo caso, esas normas sirven sobre todo para justificar racionalmente nuestras decisiones, pero no constituyen el motivo principal de nuestras acciones.
Estas descansan sobre un conjunto complejo de representaciones, emociones, afectos y rasgos de carácter. Cuando estos últimos designan una manera de ser estable, una disposición adquirida (héxis) y no un estado efímero o una pasión, y proceden además de una elección deliberada y van acompañados, en el individuo, de la impresión de sentirse realizado actuando de esa forma, se denominan virtudes.⁷ Quien las posee se comporta en cualquier ocasión de una manera animosa, prudente o moderada, sin que exista contradicción entre el ser y el deber ser, el pensamiento y la acción. De modo que una persona honesta no es la que más a menudo lleva a cabo acciones honestas, sino la que las hace en virtud de una decisión reflexiva y porque esa disposición se ha convertido en una segunda naturaleza o en un habitus. Las virtudes suponen el desarrollo progresivo de capacidades que atañen al conjunto de las representaciones de un ser humano, a su manera de percibirse a sí mismo y de percibir el mundo y sus propios afectos.
La ética de las virtudes presentada en este libro busca determinar las maneras de ser que deben fomentarse para que los individuos lleven una vida buena y sientan respeto por los otros, humanos y no humanos, como un componente del respeto hacia sí mismos. No se apoya exclusivamente en la argumentación racional, sino que otorga un lugar importante a la afectividad, al cuerpo y al inconsciente. La ética de la consideración es una manera de ser adquirida en el transcurso de un proceso de transformación de sí, cuyas etapas indicaremos mientras analizamos lo que puede serle un obstáculo. No se trata de decir que podemos prescindir de normas, sino de comprender cómo pueden ser incorporadas por los individuos para que accedan a ellas desde su interior y se sientan involucrados tanto emocional como intelectualmente. Si no nos alejamos del dualismo entre la razón y las emociones, el espíritu y el cuerpo, el individuo y la sociedad, jamás comprenderemos por qué las personas tienen dificultades para actuar en consonancia con los principios y los valores que estiman.
Es, pues, precisando qué maneras de ser deben promoverse y cómo hacerlo que se hace posible superar la paradoja de Ovidio, que reconoce el fracaso de la mayoría de las teorías morales y políticas: «¡Veo lo mejor, estoy de acuerdo con ello, sigo lo peor!».⁸ Es además indispensable estudiar los mecanismos psicológicos que explican que las personas se enclaustran en la negación y se habitúan a disociar su razón de su sensibilidad si queremos comprender sus resistencias a los cambios. Así que la ética de la consideración no se opone a las morales deontológicas y consecuencialistas; las completa. Su objetivo es salvar la distancia entre la teoría y la práctica, el pensamiento y la acción, una brecha que, teniendo presentes los retos a los que nos enfrentamos actualmente, se ha convertido en el mayor problema de la moral y de la política.
LOS RETOS MEDIOAMBIENTALES Y LA CAUSA ANIMAL
Esta brecha es particularmente clamorosa en los tres dominios que forman el contexto de nuestra investigación: el medioambiente, la causa animal y la democracia.
Las personas y los Estados están en conjunto convencidos por los numerosos informes que refieren las consecuencias geopolíticas, sanitarias, económicas y sociales del calentamiento global y de la erosión de la biodiversidad. Sin hacer siquiera referencia al Antropoceno, que designa una nueva era marcada por el impacto geológico de las actividades humanas y sus consecuencias negativas en el sistema Tierra, todos somos conscientes de la alteración de la biosfera causada por la vertiginosa explosión de los flujos de materia y de energía debido a nuestras actividades económicas y a nuestro peso demográfico. Los efectos en bucle del calentamiento global amenazan la supervivencia de los individuos y los Estados democráticos pueden desestabilizarse por la gestión de fenómenos meteorológicos extremos que afectan a la agricultura o a las infraestructuras y por los flujos migratorios. Pronto llegaremos a un punto de no retorno: si no tomamos ya desde ahora las decisiones que se imponen para limitar la elevación de las temperaturas, las consecuencias no solo serán dramáticas; serán también irreversibles. Sin embargo, la cuestión de si los Estados harán los esfuerzos necesarios está por verse.
Para reducir sustancialmente la huella ecológica de la humanidad, es indispensable la participación activa de los individuos. Deben abandonar ciertos hábitos de consumo e influir en sus gobiernos para que den muestras de voluntarismo político y la protección de la biosfera se eleve a deber del Estado. En efecto, la transición medioambiental no se reduce a un conjunto de prácticas que privilegien los circuitos cortos de comercialización y un modo de vida decreciente. Transcurre también por la reorganización de la economía, de la producción y del comercio y por innovaciones institucionales que permitan a las democracias representativas integrar los retos medioambientales en lugar de centrarse exclusivamente en el corto plazo. Todos estos cambios implican que las personas no sientan su compromiso ecológico como un suplicio, sino que se decidan por la sobriedad como una forma de vida deliberadamente elegida.
El desfase que existe entre el pensamiento y la práctica es algo especialmente dramático porque somos los primeros en percatarnos de la gravedad de la situación y los últimos en poder actuar a tiempo. Esta situación debería darnos a todos una sensación de urgencia que nos exhortara a hacer todo lo que estuviera en nuestras manos para contribuir al esfuerzo colectivo de reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero, pero no es así. El problema se debe, en parte, a que los daños que hacemos a los otros no derivan de la voluntad expresa de perjudicarlos, a que la contaminación generada por nuestros modos de consumo no siempre es perceptible, sobre todo de forma inmediata, o a que las consecuencias de las emisiones de gases de efecto invernadero emitidas hoy no se dejarán sentir hasta dentro de varias décadas.
Que los agentes no veamos los efectos de nuestros actos porque se extienden a un largo período y causan daños a seres que ni conocemos es un hecho que no nos anima a actuar de acuerdo con lo que nuestra conciencia moral prescribe. Algunos afirman que habrá que obligar a la gente a consumir de otra manera y que en el ámbito nacional e internacional las reglamentaciones jurídicas y económicas se impondrán por la coacción, por la guerra o porque el sistema habrá colapsado. Al pesimismo de unos responde el cinismo de otros que creen que no tiene sentido ser sobrio si el de al lado no lo es. Muchos son los que toman la decisión de no actuar de acuerdo con lo que saben que es justo o se enclaustran en el presente. La situación ecológica actual es, pues, trágica. Por eso, rasgos morales como la perseverancia, la fortaleza, el optimismo, el coraje y la generosidad son esenciales para luchar contra las fuerzas que mueven a no hacer nada, a refugiarse en el consumo y a mantener un sistema que desde hace un tiempo es imperativo sustituir.
La creación de nuevas necesidades, la sobreproducción, la obsolescencia programada de los objetos, así como el despilfarro y la contaminación, que son características de nuestro modelo de desarrollo, son insostenibles en el terreno ecológico. Además, la organización del trabajo requerida para una fabricación en serie a costes de producción cada vez más bajos impone a los humanos y a los animales condiciones de vida inaceptables. El capitalismo es un sistema basado en la explotación de los humanos por otros humanos y de los países por otros países. Significa el control de las multinacionales sobre los Estados y los pueblos, la destrucción de los ecosistemas, el agotamiento de los recursos de la Tierra, cuyos límites y finitud no se tienen en cuenta. En fin, supone la negación del valor intrínseco de la naturaleza y la ausencia total de respeto por los animales que son tratados como meros recursos, y a los que se les niegan las necesidades básicas y la subjetividad.
Ese sistema, que dispone de potentes respaldos financieros, jurídicos y políticos, se sostiene sobre una antropología que fomenta la división de los individuos e invita a todos a buscar bienes que los otros no pueden alcanzar. El marketing utiliza recursos psicológicos como la inseguridad, la necesidad de tener reconocimiento, el miedo al futuro; satisface las frustraciones de los individuos y las intensifica, reforzando así su alienación y su dependencia de ese sistema. Muchos están de acuerdo en reconocer que el capitalismo, ahora desregulado, y que no tiene nada que ver con el liberalismo de John Locke o hasta de Adam Smith, está asfixiado, pero casi todos siguen manteniéndolo.
Las violencias inauditas que se infligen hoy a los animales en granjas industriales, mataderos y laboratorios son un reflejo de lo que ese sistema ha hecho de nosotros, poniendo de relieve al mismo tiempo la importancia de la lucha por mejorar la condición animal y su dimensión estratégica. Porque el maltrato animal revela la mayoría de las disfunciones de nuestra sociedad, como atestiguan las condiciones de trabajo de los ganaderos y de los empleados de los mataderos. La causa animal es también la causa de la humanidad, porque lo que está en juego en el maltrato animal es también nuestra relación con nosotros mismos. Si no nos disponemos todos a asumir las emociones negativas provocadas por el hecho de tener conciencia de la intensidad del sufrimiento animal, lo que nosotros hacemos a otros seres sensibles, directa o indirectamente, nos deteriora a todos psíquicamente.⁹
Para consumir la carne de seres sintientes que en la mayor parte de su tiempo no han sido respetados, a lo largo de su miserable y corta vida, las personas tienen que escindirse por dentro. Y así reprimimos la piedad que el espectáculo del sufrimiento experimentado por cualquier ser sensible debería suscitar en nosotros. De igual manera, para reducir la disonancia cognitiva que proviene de representaciones incompatibles entre sí o de contradicciones entre una representación y una acción,¹⁰ como cuando mimamos a nuestro perro mientras consumimos carne de animales tan sensibles como los cerdos, nos decimos que estos últimos han sido producidos para ser comidos, que en realidad no sufren, o que hoy es imposible alimentar a siete mil quinientos millones de humanos sin producir cada vez más carne y sin recurrir a la ganadería intensiva. Estas estrategias que tienden a minimizar el daño que se hace a los animales explican en parte que sean pocas las personas que renuncian a alimentarse de carne y a vestirse con ropas de cuero, piel o lana. Pero ya no bastan para disipar la sensación de malestar que todos tenemos ante imágenes que obligan a mirar de cara el sufrimiento animal.
Así, el desfase entre lo que sabemos y lo que hacemos, la racionalización y la represión de las emociones negativas muestran que en nuestro interior se libra una guerra que nos interroga sobre el lugar de la compasión en la justicia y sobre lo que constituye el núcleo de todas las violencias, sean las víctimas humanos o sean animales. Estas violencias tienen como origen la dominación, la ausencia de reconocimiento del valor propio del otro, pero también la costumbre que hemos decidido aceptar, e incluso justificar, de someter a seres que no pertenecen a la esfera de nuestra consideración moral. Es, pues, nuestra relación con nosotros mismos, con los otros, humanos y no humanos y con la naturaleza, lo que una ética de las virtudes debe hoy aclarar, ayudándonos a comprender cómo abandonar la dominación y relacionando campos que, de ordinario, afectan a ámbitos separados, como la ecología, la ética animal y las relaciones interhumanas.
LA CONSIDERACIÓN CONTRA EL NIHILISMO
El último reto concierne a las disposiciones morales y a las virtudes cívicas que sostienen el ejercicio efectivo de la democracia. Plantea también el problema del nihilismo y reclama examinar el vínculo que existe entre la experiencia contemporánea de la desubjetivación y la vulnerabilidad de los individuos ante las formas autoritarias de poder, incluido el totalitarismo.
Las democracias liberales, basadas en el pluralismo, es decir, en la aceptación de la igualdad moral de los individuos y en la tolerancia, se han vuelto más frágiles debido a que sus principios son impugnados desde el exterior y el interior de sí mismas. Ese modelo de sociedad suscita hoy menos entusiasmo porque el número de marginados contradice el objetivo de prosperidad económica al que apunta el ideal democrático y porque el desmoronamiento social y la ausencia de representación del bien común le han hecho perder su prestigio. Además, los ciudadanos tienen la sensación de estar desposeídos de su soberanía, lo que los lleva a menudo a dedicarse más a la esfera privada que a la pública o a erigir la contestación y la reacción como modelos de participación en los asuntos públicos.
La filosofía política contemporánea ofrece puntos de referencia útiles para que la democracia representativa sea compatible con el hecho de tener en cuenta retos globales y a largo término asociados al medioambiente y a la preocupación por las generaciones futuras. Además, en el transcurso de los treinta últimos años, muchos estudios han enriquecido nuestros conocimientos sobre la democracia deliberativa. Esta tiene como objetivo transformar la naturaleza de la democracia procurando que su legitimidad no esté exclusivamente vinculada a las grandes convocatorias electorales, sino que dependa también de la organización, previa a las decisiones colectivas, de debates que permitan a los ciudadanos discutir siguiendo las reglas de la argumentación.¹¹ Así, la reconstrucción de la democracia implica que los representados amplíen gradualmente su punto de vista y se interroguen por el bien común haciendo un uso público de su razón. A los representantes, por otro lado, se los incita a que abandonen el juego del mercadeo y de promesas asociadas a las campañas para las elecciones y adopten todos una actitud más responsable y respetuosa. Por último, los procedimientos participativos tienden a hacer más visibles a los individuos cuya situación económica, social y cultural los ha excluido por lo general de las decisiones. Ahora bien, pese a estas distintas aportaciones, es obligado constatar la relativa pobreza de los debates, en los que el uso de una retórica plebiscitaria y el recurso a los insultos son a menudo lo habitual.
No se puede decir que las éticas medioambientales y animales hayan tenido más éxito que las filosofías políticas contemporáneas en el intento de modificar el curso de la historia. Han desarrollado, a lo largo de más de cuarenta años, sólidos argumentos que demuestran que la naturaleza no tenía solamente un valor instrumental y que la ética no se reducía a las relaciones entre los seres humanos que viven en la actualidad.¹² Su creatividad teórica es innegable pero, en la práctica, nada ha cambiado realmente. Este desajuste muestra cuán difícil es que la filosofía se convierta en una fuerza propositiva y no sea simplemente una fuerza crítica. Atestigua un fracaso parcial que se debe a que la moral y el pensamiento político están ausentes de cualquier interrogación sobre la vida buena y sobre lo que posibilita a un ser humano no solo sobrevivir y estar satisfecho, sino también desarrollarse plenamente.
El final de las filosofías de la historia, que conferían un cierto peso a la existencia individual, ha dejado un vacío ideológico que nada ha podido colmar. Las acciones de nuestros antepasados transcurrían en dos planos; tenían sentido para ellos, pero trascendían también su presente: Dios o la historia los juzgaría. En cambio, hoy, la satisfacción inmediata y el bienestar material son a menudo las únicas aspiraciones de los individuos. Esta situación ha dejado todo el espacio al mercado y al economismo: los individuos no tienen más horizonte que el consumo y van perdiendo poco a poco el sentido de lo que los une a los otros. Esta dimensión puramente individual de su existencia y el hecho de que el dinero y la búsqueda de reconocimiento se han erigido en bienes soberanos explican en gran parte las frustraciones de la gente y la ausencia de armonía social.
De modo que el capitalismo se ha impuesto, así, como el único sistema posible en un momento en que el ideal universalista de las Luces, ya puesto en cuestión por las dos guerras mundiales y por el colonialismo, no podía ser una referencia indiscutible. El humanismo no era ya solamente sinónimo de paz y de emancipación individual, sino también de etnocentrismo, de especismo y hasta de falogocentrismo.¹³ Si el universalismo no ha muerto, como se sobreentiende cuando se habla de vida buena, y no solo de justicia, y si el humanismo aún tiene porvenir, entonces no podemos referirnos más que a un universalismo contextualizado y a un humanismo renovado que tenga por objetivo reafirmar la primacía de lo político sobre la economía y ayudar a los individuos a desarrollar los recursos necesarios para poner en práctica la transición hacia un modelo de desarrollo ecológicamente sostenible y más justo. Sin embargo, son muchos los obstáculos que se oponen a esta renovación. Una de las mayores dificultades proviene de la forma desacomplejada de nihilismo característica de nuestra época. El peligro no está solo en que los seres humanos se vean aplastados en el terreno social y económico, sino en que su miseria moral y espiritual los haga incapaces de escapar de la dominación, tanto si son de los que explotan a los otros como si son de los explotados.
Hannah Arendt ha insistido mucho en la dimensión a la vez social, política y antropológica del aislamiento (loneliness) que no designa la soledad, sino el hecho de que el individuo se percibe a sí mismo solo como una fuerza de producción y de consumo y ha perdido todo lo que le hacía participar en el mundo común.¹⁴ El aislamiento afecta a las democracias de masas; los individuos que la sufren son particularmente permeables a las políticas autoritarias que degradan a los seres humanos y destruyen el mundo común.¹⁵ Sin embargo, la desubjetivación que experimentan muchos de nuestros contemporáneos tiene de particular que va acompañada de la voluntad de imponerse por todos los medios y por la obsesión del control. Como sujeto del aislamiento, el individuo no experimenta más la dimensión individual de su existencia, pero su comportamiento traduce el miedo a la alteración del cuerpo, la dificultad de asumir la propia vulnerabilidad y la del otro, el temor y la negación de la alteridad y, finalmente, la tentación de controlar el patrimonio genético de la humanidad y de los otros vivientes. Esta voluntad de dominio y ese miedo a la alteridad y al cuerpo caracterizan la relación consigo mismo, con los demás y con la tecnología de muchos seres humanos hoy.
El nihilismo, escribía Leo Strauss, es una rebelión no articulada: designa «el deseo de aniquilar el mundo actual y sus potencialidades, un deseo que no va acompañado de ninguna concepción clara de lo que se quiere colocar en su lugar». Ahora bien, la forma contemporánea de nihilismo no está generada, como en la Alemania de la década de 1930, por el hastío a un «bolchevismo cultural»¹⁶ en el que el heroísmo y el sacrificio habían sido sustituidos por las diversiones. Los individuos, en la actualidad, son la mayor parte de las veces materialistas, incluso los que detestan a Occidente o se refugian en el extremismo religioso. El problema del nihilismo contemporáneo es la incapacidad de salir de sí mismo y la necesidad de extender el dominio sobre todo, en particular sobre el propio cuerpo y el de los otros. Por eso esta necesidad de dominar se ejerce principalmente contra las personas vulnerables y los animales.
La nuestra es una época en la que la violencia hacia lo viviente se ejerce de manera desacomplejada, porque la alteridad, la vulnerabilidad, la imprevisibilidad y la mortalidad del ser viviente, y en la de este la nuestra, son los objetos que tememos, incluso que odiamos. No obstante, esta época es también la edad de lo viviente. La preocupación por lo viviente nace en el momento en que la gravedad de la crisis medioambiental, la violencia hacia grupos enteros de seres humanos y el horror de las condiciones de vida y de muerte impuestas a los animales no dejan indiferente a nadie. Es contemporánea del hecho de que cada vez más individuos, en un clima de violencia generalizada, consideran que el reconocimiento de la heterogeneidad de las formas de vida