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La Estrella del Sur
La Estrella del Sur
La Estrella del Sur
Libro electrónico207 páginas3 horas

La Estrella del Sur

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Información de este libro electrónico

En una de las mejores novelas de aventuras de los últimos tiempos, Jack Reed, aborda clandestinamente "La Estrella del Sur", un velero histórico restaurado para recrear la travesía de la "Primera Flota Inglesa", que transportó a los primeros colonizadores de Australia en 1787. Una vez a bordo, el joven de trece años se da cuenta de que la nave ha sido secuestrada y se ha desatado la violencia abordo. Conducidos con voluntad de hierro por un taciturno capitán que guarda demasiados secretos, y sin mucha esperanza de reintegrarse a la civilización, la tripulación emprenderá un viaje lleno de peligros hasta las desoladas costas de Australia occidental, en el que el capitán Shannon no se detendrá ante nada para redimirse, y de paso, encontrar un supuesto tesoro. Pero detrás de todo está la existencia de una traición olvidada desde hace casi cien años. El futuro reserva una sorpresa la tripulación, mucho más extraña e inverosímil de lo que cualquiera de ellos —o el propio lector— pueda imaginarse. La verdad saldrá a flote años después, cuando una tragedia habrá de reunirlos a todos nuevamente. "La Estrella del Sur", en una nueva edición revisada por el autor, es un clásico de la literatura juvenil de nuestro tiempo.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 sept 2024
ISBN9798227975751
La Estrella del Sur
Autor

Gustavo Vazquez-Lozano

Gustavo Vázquez Lozano es un escritor mexicano. La mayor parte de su obra histórica ha sido publicada en inglés. Entre ellas destacan las biografías de Antonio López de Santa Anna y Pancho Villa (Charles River Editors). Su libro 60 años de soledad: La vida de Carlota después del imperio mexicano (Grijalbo) es la primera biografía de la emperatriz en su madurez. El libro Todo lo que siempre quiso saber sobre los presidentes de México (Lectorum) fue el libro más popular del año y reseñado en varios medios de comunicación. Su historia del Escuadrón 201 (Libros de México), los pilotos mexicanos que participaron en la Segunda Guerra Mundial, atrajo críticas positivas de medios nacionales e internacionales. Su obra ha sido comentada en The New York Times y en publicaciones de México como Milenio, Forbes, México Desconocido, El Financiero, La Jornada, El Economista, entre otros. Vive en Aguascalientes

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    La Estrella del Sur - Gustavo Vazquez-Lozano

    Prólogo

    13 de enero de 1898

    Señor Chiltern:

    Le escribo esta carta en una taberna de Newcastle con la poca luz del día que queda; afuera acaba de estallar la tormenta y este lugar se ve de muy mala pinta. Sus sospechas eran ciertas. Durante dos semanas he seguido la pista de… la persona que se supone debo vigilar. Nuestro personaje goza de cabal salud y se ha reunido con los principales de la ciudad. Hasta ahora no sospecha que lo sigo, ni que alguien acaba de tomar prestada una parte de sus infinitas riquezas. Apuesto a que no tiene siquiera idea de la cantidad que acumula. Sólo él y el diablo saben dónde ha obtenido su fabuloso tesoro.

    Al parecer tiene también intensas actividades comerciales en este lugar. Es el feliz dueño de La Estrella del Sur, que ahora transporta carga y grano, y aunque él ya casi se confunde con el paisaje, en realidad sí es el extranjero que pensamos. La bitácora del puerto registra, procedente de Australia, el arribo de La Estrella del Sur —leyó usted bien— el 25 de agosto de 1893. El nombre de su capitán (sujétese de algo): Henry Sedgwick.

    Así que ahí tiene. Ya encontré a su hombre y su barco; ya me agradecerá después mi labor de sabueso. Y como estoy seguro que no lo remolcó por su cuenta a la superficie, sino que el desastre nunca ocurrió, pienso que la mínima justicia nos da derecho a averiguar, por los medios que sean, lo que sucedió con su preciosa carga.

    Su amigo:

    Murray

    I. Un bosque interminable y una prisión de madera

    Un día después de cumplir trece años me escapé de casa. Acariciaba el plan desde tiempo atrás, pero me habían faltado desesperación y valor; es decir, que mis ansias de aventuras llegaran a su punto de ebullición. ¡Dios sabe que había luchado por armarme de paciencia y quedarme en casa haciendo lo que la gente de mi edad debe hacer! Ahora, en noviembre, ya no podía echarme atrás. Temprano en la mañana, antes de que saliera el sol, me dirigí a la puerta de la parte trasera de la casa, aparté las telarañas y esquivé la podadora del jardín, los troncos para la chimenea, los tubos empolvados que un día formaron una casita de campaña en el jardín, los cables con foquitos de colores que colgaban en mis fiestas de cumpleaños. Todas esas cosas que estaban hundiéndose en los rincones de aquella covacha y pasé sin voltear a ver para que no me detuvieran. Empujé la puerta y laznó un quejido que me puso en alerta máxima. En seguida sentí que me abrazaba un viento helado. Volteé a ver mis manos. Estaban temblando. Por lo general solían aguantar más frío. No era el clima, seguro. Era que en mi corazón palpitaba como un pájaro el temor de que alguien hubiera oído la puerta y fueran ya corriendo, en ese instante, a ver qué pasaba. O tal vez el pensamiento de que quizá nunca más en la vida volvería a ver esas cosas, los foquitos, la tienda de campaña. Pero mi decisión estaba bien repasada y tomada.

    Afuera se extendía como alfombra hacia un altar la capa crujiente de hojas amarillas, naranjas y rojas de un conjunto de árboles abatidos que me habían visto crecer. Era un frío otoño inglés. El sol empezaba a esparcir rubor sobre las copas de los tejos; abajo serpenteaba un camino de tierra que se escurría entre los troncos, hechos como de ceniza. Mi aliento creaba nubes de vapor en la mañana. Entre las ramas retorcidas de los robles, dibujando el cielo como patas de araña, estaba a punto de esconderse la luna casi llena. La escarcha prestaba un aspecto fantasmal al paisaje. Eché una última mirada a la casa, la única que había conocido en trece años, y me puse a correr hacia el sur, en dirección al mar, escuchando el ruido que hacían las ramas quebrándose bajo mis pies. Cuando traspuse las últimas casas me encontré con un gran paraje abierto, grisáceo, donde el viento ululaba aún con más fuerza, haciendo que mi pelo hiciera cosquillas en mi cara. Al llano desolado siguió de nuevo el bosque. Me interné entre los arbustos, lejos de la carretera, esperando encontrar un atajo. La luz duró menos de siete horas. Para esta hora ya debían de estarme buscando.

    Abrigaba un vago temor de perderme en la oscuridad. La noche era tan cerrada que no atinaba a distinguir las cosas a tres metros de distancia. Comenzaba a sentir dolor como de mordidas en las piernas, mal acostumbrado a caminar entre ramas y piedras, y para colmo de males, había perdido las pocas cosas que llevaba al hombro: mis tres libros favoritos, mi amuleto de la buena suerte, la foto del perro, dos panes con queso y una manzana. Rodeado por un silencio severo y las sombras de un bosque, busqué a gatas un lugar donde pasar la noche. Sabía que más adelante había caseríos, pero tenía la impresión de que estaba perdido y de que de aquel bosque no saldría jamás.

    Cuando amaneció, el sol me dio nuevos ánimos y me puse otra vez en marcha. Los árboles clarearon, las ramas empezaron a abrir sus mandíbulas y vi un llano verde ligeramente inclinado hacia la derecha. Me fui dando de brincos y a los pocos minutos alcancé a ver un pueblito llamado Newlyn a la orilla del mar. Me encaminé por una carretera flaca que parecía laberinto, con altas paredes de arbustos y árboles en ambos lados, mientras iba notando con mucho alivio cómo se disipaban como por encanto todos los malos augurios que me atormentaron durante la noche. En el frío de la mañana, Newlyn era un remanso de callecitas pacíficas y tranquilas, con casas parecidas a castillitos. Los primeros rayos del sol calentaban las baldosas de las calles y hacían abrirse las primeras flores que brotaban de manera desordenada en las aceras.

    Más feliz que cansado crucé un puentecito, atravesé el malecón y caminé por el caminito a Penzace para llegar a la playa de Newlyn, un pedacito de media luna sin gente. Me acerqué a la orilla del mar y me estiré sobre la arena para reponer fuerzas. Ahí estaba, frente a mí, el magnífico mar del Norte, como un familiar anciano y ruin, lleno de promesas engañosas pero dulces al oído. A propósito metí los zapatos al agua, acaricié con mis dedos la espuma de las olas y respiré muy fuerte para llenar mis pulmones de brisa marina. Hasta entonces todo iba de maravilla en mi misión.

    Después empecé a plantearme si debía regresar a casa. Habían pasado apenas 24 horas desde que huyera y, perdidas mis provisiones en el bosquecito, no se me había ocurrido cómo iba a alimentarme con apenas veinte libras en la bolsa, o dónde iba a pasar la siguiente noche. Haber dormitado entre las piedras, en una cama de hojas y ramitas, me había dejado adolorido y me prometí a mí mismo que así no sería toda mi vida de fugitivo.

    A lo lejos la gente intercambiaba los primeros saludos del día y se disponía a trabajar; frotaban sus manos para ahuyentar el frío y de vez en cuando desviaban su mirada para examinarme, arqueando las cejas. Con las buenas ropas que traía, seguro era yo como una aparición sentado ahí, cerca de los muelles, con el hambre y la fatiga descomponiendo mi rostro, aunque de momento poco podía hacer para solucionarlo. Pero la verdad es que por dentro yo brincaba de contento, y me regocijaba el pensamiento de que esa misma mañana, a unos kilómetros de ahí, mis condiscípulos se hallaban en camino a la escuela para sentarse las horas muertas en el aula, en aquel triste salón de clases donde ese día habría un lugar vacío. Ahí, en mi punto de observación en la playa, la brisa marina y el delicado crepitar de las olas sobre las piedras me parecieron entonces la canción más dulce que hubiera escuchado en mi vida.

    En cuanto el sol me devolvió el calor me encaminé otra vez hacia Newlyn, embadurnando mis mechones de pelo café con agua de mar, detrás de mis orejas. No me imaginaba que estaba a punto de hacer un hallazgo extraordinario. Al mirar hacia el embarcadero descubrí un barco como salido de otro siglo, con dos larguísimos mástiles cargados de velas, un pabellón británico ondeando al viento, casi tocando una nube, y cientos de cuerdas y aparejos llenos de banderitas de colores. Abajo, sobre los muelles, un pequeño grupo de gente aplaudía y admiraba la histórica nave, sin competencia junto al racimo de modestos barquitos pesqueros regados más adentro, entre el azul infinito. Sobre la cubierta, cinco o seis hombres, vestidos con uniformes de la marina de otros siglos se movían como hormigas, y al frente, por donde descendía el ancla, unas letras grandes grabadas sobre la madera del barco de velas anunciaban el hermoso nombre con el que había cruzado las aguas de todo el mundo: La Estrella del Sur.

    Admiren el paso de La Estrella del Sur

    ¡Niños de Penzance y Newlyn! ¡No se pierdan esta semana el paso de La Estrella del Sur en su camino al puerto de Cádiz, donde se reunirá con una flota internacional de más de 25 barcos históricos! Todos ellos recrearán el fantástico viaje de la Primera Flota a Australia de hace 200 años.

    El mástil más alto de La Estrella del Sur mide 60 metros. La nave fue construida en Dinamarca en 1875 por Larsen & Sons y restaurada en 1981 por sus dueños de Colchester para hacer el viaje de su vida. ¡Pidan a sus padres que los lleven a ver el paso de La Estrella del Sur!

    ¿Qué hacía el barco estacionado en la modesta Newlyn, si la vecina ciudad de Penzance, famosa en otras épocas por sus piratas, era una ciudad mucho más importante? ¿Había tocado puerto en ambos lugares? Por el entusiasmo de la gente y los montones de besos que algunas mujeres con pañoletas aventaban a la gente a abordo, me pareció que las familias de la mayoría de los trabajadores estaban en donde yo me encontraba. Tal vez alguno de ellos había bajado para darle un último abrazo a la novia o a la esposa, o quizá para hacer una última llamada a su madre. Con que no se hubiera arrepentido de ver lo duro de la travesía, cosa que tal vez me hubiera sucedido a mí al ver lo que estaba pasando allá arriba. No se oía nada, pero los ademanes indicaban que los ánimos a bordo habían empezado a enfriarse.

    Sobre la cubierta, cuatro marineros que trabajaban tensando cuerdas habían empezado a gritarse y manotear en el aire, y dos hombres de uniforme que permanecían en el puerto, además de tener mal talante, iban creciendo en impaciencia y en agitación. La tripulación había descargado parte de las provisiones para en seguida volver a acomodarlas en los compartimentos del barco. Probablemente ésa era la causa de los gritos. Había voluminosos rollos de manta tirados sobre el muelle, una torre de cajas con provisiones, paquetes de ropa y un arcón de madera semivacío de casi dos metros de largo con la tapa abierta. Era lo suficientemente ancha para acostarse ahí.

    Ahí, de pie frente a La Estrella del Sur con su bauprés como el cuerno de un caballo mitológico cruzaron en alocada sucesión mil ideas por mi cabeza; mi corazón empezó a saltar debajo de mis ropas y sentí que todas mis entrañas se encogían al tamaño de un puño. En mi mente se prendió una llamita que pronto era una fogata danzando sin control: acercarme y meterme en la caja para que me subieran al barco sin darse cuenta; buena sorpresa daría a la tripulación, pero una vez que la nave se encontrara lejos de tierra. De pronto Newlyn, que unos minutos antes sabía a libertad, parecía un lugar maloliente y aburrido. La verdadera invitación a la más espectacular liberación estaba ahí apoyada en el mar azul, llena de sol y velas. Cuando aquellos marineros se dieran cuenta de que un muchacho de trece años estaba a bordo tal vez tendría que soportar algunos momentos de gritos y amenazas, pero al final seguro me aceptarían. Llegando a Australia en medio de la algarabía estarían mis padres para traerme de vuelta al hogar. ¿Qué podía salir mal?

    Era el momento perfecto, aunque también sentía un miedo espantoso. Pero nunca debe meditarse demasiado tiempo un viaje, y el barco se mecía tan tiernamente que la invitación resultaba difícil de rechazar. Los hombres ya bajaban de nueva cuenta. Cuando subieran las últimas provisiones, se iría con ellas mi última oportunidad de ver el mundo. Mordiéndome los labios, sin detenerme a meditar lo que aquella decisión habría de acarrearme, corrí a esconderme en el fondo de la caja. Puse encima la cubierta y me quedé lo más quieto que pude. Crucé los dedos esperando que nadie me hubiera visto. Casi inmediatamente oí de nuevo las voces airadas de los marinos mientras prendían mi escondite al gancho de una grúa. Cuando llegó el momento sentí que volaba, oí el ruido de la caja arrastrándose por un piso lleno de hoyos y momentos después todo se tornó negro y silencioso. El ruido más fuerte era el de mi corazón que no dejaba de hacer alboroto como un perrito maleducado advirtiéndome el peligro.

    Esperé cosa de una hora sin moverme paralizado por un millón de pensamientos confusos, mientras me entretenía contando los ruidos que hacía la caja y tratando de identificar los acentos de los marineros. Había algunos que no eran ingleses. Seguramente australianos. El barco se movió. Incapaz de seguir esperando, estuve a punto de incorporarme cuando sentí que la luz bañaba la estancia. Dos marineros entraron al sótano y se pusieron a cuchichear por ahí, pero me extrañó el tono intermitente de sus palabras, como si estuvieran muy asustados. Sus palabras rebotaban angustiadas en la panza del barco y por más que hacía intentos de descifrar lo que decían, no sacaba nada en claro. Encerrado en el arcón sólo me daba cuenta de que tenía cerca a dos personas en indiscutible estado de inquietud. Distinguí algunas palabras sueltas: Edward, capitán y peligro, que por sí solas no decían mucho. Pero entonces uno de ellos, levantando la voz, como si ya no pudiera aguantar más, mencionó con toda claridad las palabras están muertos.

    Abrí los ojos y sentí el impulso de morderme las uñas, pero estaba rígido. Era como un mal augurio. Empecé a sudar en mi escondite; ahora más que nunca debía de hacer un esfuerzo por no moverme. ¿Quiénes estaban muertos? ¿Estaban jugando conmigo o en verdad había ocurrido una tragedia a bordo? Si así era, ¿qué hacían ahí murmurando, como si tratarlo abiertamente en la cubierta los pusiera también a ellos en peligro? Están Muertos. Horribles palabras que rebotaban mil veces en mi corazón como las ondas de una campana, mientras pensaba en todos los posibles significados que podía darles. Quise pensar que estaban hablando de un nido de ratones descubierto a tiempo, pero mi imaginación ya se había disparado. Y no hacia una buena dirección.

    El aire empezó a faltarme y comencé a preguntarme si iba a salir de ahí algún día. No me atrevía mientras esas dos personas siguieran ahí al lado hablando de muertos. Traté de respirar despacio y relajar los músculos, pero todo se vino abajo cuando un grito afuera hizo que casi diera un brinco en mi escondite. En seguida oí un disparo. Ahora menos que nunca quería asomarme. Nunca había sentido la angustia que me envolvió en ese momento. Apreté los ojos tan fuerte como pude y aunque sentí que empezaba a asfixiarme en aquella caja de muerto, juré que no movería ni un dedo hasta que esos tipos se marcharan, hasta que no se moviera ni una araña, y si podía volvería a casa y correría a meterme debajo de las cobijas de mi cama para nunca más volver a asomar la nariz.

    Los dos hombres salieron corriendo de la panza del barco y otra vez la estancia quedó a solas. Para entonces el aire de mi caja de muerto se había enrarecido y todo me daba vueltas. Temiendo que si me desmayaba no volvería a ver la luz del día, luché por permanecer consciente, pero de pronto las formas se empezaron a meter en un remolino que se iba haciendo más chiquito frente a mis ojos y perdí la noción de las cosas.

    II. Un marino moribundo y un capitán misterioso

    Cuando recuperé la conciencia estaba en medio de una oscuridad líquida y opresiva. El aire estaba enrarecido

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