Location via proxy:   [ UP ]  
[Report a bug]   [Manage cookies]                

Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Desde $11.99 al mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Piel de agua: Una novela
Piel de agua: Una novela
Piel de agua: Una novela
Libro electrónico322 páginas4 horas

Piel de agua: Una novela

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer vista previa

Información de este libro electrónico

“Piel de agua” narra la historia de una saga de mujeres marcadas por una intensa forma de vivir, sentir y amar, y que pagaron un precio muy alto por hacer lo que no correspondía a su sexo ni a la época en que les tocó vivir. Pero también es una crónica del último siglo de la historia de España, a través de las vicisitudes de unas mujeres valientes y luchadoras que se rebelaron contra las convenciones impuestas por la sociedad que las rodeaba, y a las que paradójicamente el destino les tenía reservada, generación tras generación, la amarga fortuna del desamor. Varias décadas después, otra mujer de la familia lucha contra ese mismo destino que ha marcado a sus antecesoras y que la convertirá, si no lo evita, en la heredera de un desamor casi inevitable.

En “Piel de agua”, su segunda novela tras “Días de sal”, Estrella Flores-Carretero sigue indagando en la amistad, el dolor, el amor-desamor y los miedos más íntimos, a través de unos personajes conmovedores y una familia atrapada en la memoria de las emociones, de una familia con “Piel de agua”.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 dic 2013
ISBN9780698158917
Piel de agua: Una novela
Autor

Estrella Flores-Carretero

En “Piel de agua”, su segunda novela tras “Días de sal”, Estrella Flores-Carretero sigue indagando en la amistad, el dolor, el amor-desamor y los miedos más íntimos, a través de unos personajes conmovedores y una familia atrapada en la memoria de las emociones, de una familia con “Piel de agua”.

Relacionado con Piel de agua

Libros electrónicos relacionados

Vida familiar para usted

Ver más

Comentarios para Piel de agua

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Piel de agua - Estrella Flores-Carretero

    Portada para Piel de agua

    C. A. PRESS

    PIEL DE AGUA

    En Piel de agua, su segunda novela tras Días de sal, Estrella Flores-Carretero sigue indagando en la amistad, el dolor, el amor-desamor y los miedos más íntimos, a través de unos personajes conmovedores y una familia atrapada en la memoria de las emociones, de una familia con piel de agua.

    PIEL de AGUA

    una novela

    Estrella Flores-Carretero

    Portadilla para Piel de agua

    C. A. PRESS

    Penguin Group (USA) LLC

    C. A. PRESS

    Published by the Penguin Group

    Penguin Group (USA) LLC

    375 Hudson Street

    New York, New York 10014

    431.jpg

    USA | Canada | UK | Ireland | Australia

    New Zealand | India | South Africa | China

    penguin.com

    A Penguin Random House Company

    First published in Spain by Algaida Editores, 2010

    First published in the United States of America by C. A. Press, a member of Penguin Group (USA) LLC, 2013

    Copyright © 2010 by Estrella Flores-Carretero

    Penguin supports copyright. Copyright fuels creativity, encourages diverse voices, promotes free speech, and creates a vibrant culture. Thank you for buying an authorized edition of this book and for complying with copyright laws by not reproducing, scanning, or distributing any part of it in any form without permission. You are supporting writers and allowing Penguin to continue to publish books for every reader.

    LIBRARY OF CONGRESS CATALOGING-IN-PUBLICATION DATA

    Flores-Carretero, Estrella.

    Piel de agua : una novela / Estrella Flores-Carretero.

    p. cm.

    ISBN 978-0-14-751022-8 (pbk.)

    eBook ISBN 978-0-698-15891-7

    I. Title.

    PQ6706.L67P54 2013

    863’.7—dc23

    2013030657

    This is a work of fiction. Names, characters, places, and incidents either are the product of the author’s imagination or are used fictitiously, and any resemblance to actual persons, living or dead, businesses, companies, events, or locales is entirely coincidental.

    Version_1

    Contents

    Portadilla

    Página Legal

    Dedicación

    Epígrafe

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Capítulo 11

    Capítulo 12

    Capítulo 13

    Capítulo 14

    Capítulo 15

    Capítulo 16

    Capítulo 17

    Capítulo 18

    Capítulo 19

    Capítulo 20

    Capítulo 21

    Capítulo 22

    Capítulo 23

    Capítulo 24

    Capítulo 25

    Capítulo 26

    Capítulo 27

    Capítulo 28

    Capítulo 29

    Capítulo 30

    Capítulo 31

    Capítulo 32

    Capítulo 33

    Capítulo 34

    Capítulo 35

    Capítulo 36

    Capítulo 37

    Capítulo 38

    Capítulo 39

    A mi amigo Fabián.

    A mis hermanos; Maribel, Antonio, Anyeles y Paco.

    A Martita, esa criatura tan especial que tanto quiero.

    Seguir es mi única esperanza.

    Seguir oyendo el ruido de mis pasos.

    CLAUDIO RODRÍGUEZ

    ¿De qué sustancia puede estar hecha

    la vida salvo de recuerdos?

    ¿Qué es el tiempo sino una sucesión

    imparable de olvidos?

    Todos, tarde o temprano, acabamos

    siendo víctimas de nuestro tiempo.

    Recordar es constatar carencias, por

    eso la memoria siempre duele.

    F. ROYUELA

    1

    Cada vez que cruzo un túnel, tengo la sensación de volver a nacer, la impresión de estar en ese instante en el que atravieso el camino con una suavidad cálida y rápida hacia la luz. Es la perplejidad del movimiento lo que me empuja hacia la puerta de la vida. Me encuentro en ese segundo preciso, antes de que mis sentidos estén suficientemente despiertos para darme cuenta de ello; y entonces me acuerdo de mi abuela Obdulia. Ella decía que todos los recuerdos que se nos agolpan en la cabeza en un momento de nuestra existencia han sido vividos ya, aunque no los recordemos con exactitud.

    La abuela nació a principios de siglo. Su nacimiento se adelantó a los años, así que su manera de entender la realidad le reportó una existencia diferente a la que habría cabido esperar en aquellos tiempos. Tal vez como la vida de todos, sólo que ella nunca puso una nota sombría entre los mensajes crueles que crecían junto a las márgenes de un río cercano al suyo, por más que sus aguas despidiesen voces fugaces con destellos amargos. Jamás disipó el tedio zarandeando los cimientos del respeto a los otros, y por eso la admiraba.

    Recuerdo dormir a su lado durante montones de noches después de que enviudara de su último compañero; con su dulce voz acariciaba mi alma de niño con historias preciosas, misteriosas y, en ocasiones, duras, que han dejado un lugar lleno en mi corazón y de las que no desearía nunca desprenderme.

    —¿Estás preparado para lo que voy a contarte? —me susurraba al oído mientras se acomodaba junto a mí en los fríos inviernos.

    —¡Para mi cuento favorito! —contestaba en el mismo tono.

    Una de esas noches dijo:

    —Hoy será un cuento diferente. Llegó el momento de comenzar una historia que jamás conté a nadie. Pero tú, mi nieto Adolfo, siempre has sido especial para tu abuela, y te voy hacer este enorme regalo. Agudiza los sentidos porque será un cuento que cada día tendrá un final singular. Deberás guardarlo en la memoria y, cuando seas mayor, se lo contarás también a tus nietos. Sólo así todo nuestro pasado y las personas que hemos querido permanecerán vivos en nuestro corazón.

    Tengo aún la clara sensación de cómo el alma me dio un vuelco porque intuí que de verdad iba a ser algo único. Así que me dispuse con los ojos bien abiertos y el resto de los sentidos aguzados a esperar el momento. Entonces ella comenzó:

    —En el estío del año 1899, cuando el sol empezaba a ponerse pesado, vino al mundo una niña a la que pusieron por nombre Leonor Lucía, aunque sólo la conocerían por Lucía. Todas las primogénitas de esta familia estaban obligadas a llamarse Leonor, y así se hizo también con ella. El padre era un joven capitán de fragata, y parece que pereció al irse a pique su torpedero a principios de la guerra de Cuba, de manera que apenas tenía el recuerdo de una foto desgastada que su madre le solía mostrar. Ella le decía que era un hombre cariñoso, inteligente y enérgico. Pero lo que nunca entendió Lucía fue cómo alguien nacido en una provincia que no daba al mar había sido capitán de marina.

    La niña creció en un ambiente protector y afectuoso, en el que la sombra de la imagen de su padre se construía dentro de su cabeza y de su corazón, siempre con la caricia de aquella foto raída. Desde muy pequeña se despertó en ella la inquietud por aprender, pero en su pueblo la escuela más cercana estaba a varios kilómetros. Tras la insistencia de la abuela, llamada Leonor María, el señor cura, don Carmelo, consintió en impartirle clases en la casa y detectó que tenía una inteligencia impropia en una mujer que...

    —¿Por qué dices impropia, abuela? —la interrumpí, mientras me arropaba estirando las sábanas hasta los ojos y me acurrucaba entre sus brazos.

    —Porque la mujer tenía un papel algo diferente al de ahora, su misión era la de ser buena esposa y excelente ama de casa, que no era poco. Pero desde luego, si era demasiado lista, los hombres no la querían porque se convertía en un problema. El hombre tenía que mandar siempre, la inteligencia para nosotras, las mujeres, era más un peligro que un don. Sin embargo, don Carmelo, a pesar de ser cura y machista porque así lo requería el momento, prestó un interés inmenso a esas clases particulares. Le enseñó a escribir y leer con precisión, gramática, cálculo, aritmética, latín, griego y francés. Elena, la madre de Lucía, hablaba también alemán, así es que la niña se educó en un ambiente rico en cultura. Pero era un pueblo profundamente rural, donde estas mujeres aparentaban llevar una vida como las demás y jamás comentaban con la gente su amor por estos saberes. Aun así, todas pagaron un gran precio por creer que tenían derecho a hacer cosas que no correspondían a su sexo: estudiar a los clásicos, poesía, filosofía y lenguas. No por el hecho de leer, que lo hacían a escondidas, sino por ser instruidas. Eso les dio una visión diferente del mundo, tal vez más amplia, pero no gratuita.

    —¿Por qué? —le pregunté, a la par que tomaba aire con todas mis fuerzas para introducir en mis pulmones y en mi memoria aquel olor a fresco y a limpio que la abuela Obdulia desprendía.

    —Porque una mujer no debía saber demasiado, no, no... menos aún, filosofía o literatura. De ninguna manera. En algunas ocasiones se le permitía la novela rosa, que por cierto estaba muy de moda en los años veinte —hizo una pausa, suspiró y continuó—. Hace tanto que casi se me olvidaba. Recuerdo una que se vendía por capítulos de cuatro páginas y cuya entrega se hacía cada dos días, se llamaba Morir para amar y enterrada en vida, imagínate, todo un drama —comentó incorporándose en la cama para apoyar suavemente mi cabeza en la almohada.

    —¿Pero si no sabían leer, cómo se vendían? —Me senté de nuevo, dando una patada a la sábana y desprendiéndome del calor.

    —Las esposas eran educadas para ser mujeres de y, por supuesto, lo sabían, pero no todas iban a la escuela, los padres no consideraban que fuera tan importante, e incluso, para algunos era una amenaza, ¿comprendes? —inquirió la abuela mirándome de frente.

    —Bueno... continúa con la historia —dije sin comprender demasiado y me volví a tumbar sobre la almohada dejándome caer desde lo alto.

    —Bien. La abuela, Leonor María, compaginó mejor que Elena su tiempo con la forma de vivir. Era una mujer muy liberal, pero como contrapunto, también era tremendamente religiosa. ¿Cómo puede combinarse eso? Pues yo creo que era una mezcla entre lo que ella deseaba ser y aquello para lo que había sido educada.

    —Ahora sí que no entiendo nada —interrumpí, abrazando la sábana de nuevo y retorciendo el embozo.

    —Adolfo, pues te cuento más —susurró—. Ella pertenecía a una asociación llamada Hijas de María y Santa Teresa de Jesús, que honraba a la Madre Inmaculada. Publicaban una hojita, la Hojita Celeste —dijo la abuela, y se levantó definitivamente de la cama para acomodarse en una mecedora que había en el cuarto.

    —Que seguro era una hoja celeste —grité sonriendo y haciendo un nudo con la sábanas.

    —La verdad es que era otro mundo, difícil de entender quizás para ti. En aquellas épocas se daban breves consejos a las jóvenes solteras sobre lo que se debía hacer en las situaciones más insospechadas de la vida cotidiana. En diciembre de 1941, Leonor decidió abandonar la asociación, aunque sólo tenía un papel honorario y de colaboración, puesto que, una vez que te casabas, ya no podías pertenecer a ella.

    —Pero ¿dónde se daba esa Hojita?

    —En la iglesia, a la entrada —comentó la abuela mientras se balanceaba con las manos apoyadas en los brazos de la mecedora.

    —¿Y qué pasó? —demandé sorprendido.

    —Leonor creyó que las recomendaciones eran cada vez más absurdas.

    Entonces la abuela Obdulia se puso de pie con tal fuerza que se me volvieron a llenar los pulmones del aire limpio y rico con sabor a ese jabón que sólo ella usaba. Fue hasta el escritorio que tenía en su habitación. En la parte superior del mueble asomaban unos cajoncitos en cuya madera había esculpidos distintos animalitos, sacó una llave diminuta de un pastillero y abrió uno. Cogió una estampilla de papel amarillento y se tumbó de nuevo junto a mí.

    —Mira, aún conservo la Hojita motivo de tanto conflicto, no sé cómo ha llegado a mis manos. Siempre te he dicho que cada objeto simboliza una parte de la vida de alguien. Quizás por ello conserve yo éste —y prosiguió—: Pues verás, ese día recibió la Hojita Celeste que decía esto —y la abuela comenzó a recitarla con un tono irónico y alto como si se tratase de una poesía—: «¡Qué alegre y satisfecha te encuentra hoy la Hojita Celeste! ¡Y cómo no, si hemos tenido un éxito ruidoso! Hay que ver las felicitaciones que reciben nuestras camaristas por el gusto en la presentación de nuestro altar... ¡Vaya que está lindo! Parece un trocito de cielo. Es natural que ello sea así, ya que la mayor ilusión de una fervorosa Hija de María es que la novena de la Inmaculada sea la más solemne y concurrida de la parroquia. Pero también es necesario que estos cultos sean los más piadosos y fervorosos del año; para conseguirlo, la Hojita Celeste quiere avisarte de tres pequeños defectos, ladrones de la devoción, que a toda costa hay que extirpar. Primero: hay personas que en la iglesia se permiten platicar sobre asuntos que no son apropiados, allí forman sus grupos de palique, discuten los chismes que se divulgan por el vecindario, faltando a la caridad en la presencia misma del Señor. ¿Qué debes hacer? Pues muy sencillo, cuando alguien se acerque para hablarte cosas impertinentes, le dices con suavidad: Ya hablaremos de eso».

    —Tú no pertenecías a esta asociación —dije interrumpiendo de nuevo y con una gran curiosidad por saber qué significaba aquel panfleto que la abuela se había puesto casi a cantar.

    —No, y no sé por qué. Yo siempre me he sentido un poco distinta, y eso, créeme, me ha reportado inconvenientes, al menos es lo que he palpado, aunque aún no sé si es mejor o peor —dijo sonriendo mientras me daba un beso en los ojos y me apretaba fuertemente las mejillas con las palmas de sus manos. Luego, volviendo al papel, continuó sin más explicaciones—. «Segundo: en el sermón en cierta parroquia, la Hojita observó que la mayoría de las jóvenes se colocaban no en el sitio más cómodo para oír la prédica, sino en aquel desde el cual mejor pudieran ver... y ser vistas. No seas así tú, antes elige en el templo el lugar más recogido, sin que te interese más que ver y ser vista por tu Madre Inmaculada».

    Me encantaba la sensación de ese calor, de aquellos abrazos y la ternura que me daba ella, las historias se convertían en una película de las que traían al pueblo, en la que podría colarme si llegaba a entenderla.

    —«Tercero: siempre le chocó a la Hojita la cursilería de muchas jóvenes que dejan caer el rico velo de tul sobre sus hombros, sin que cubra de su cabeza más que dos dedos de la coronilla. Hija de María, cúbrete la cabeza con el velo, y tu Madre Inmaculada te cubrirá el alma y el cuerpo con el rico manto de la pureza.»

    —¡Uf, no entiendo nada, abuela!, sólo me imagino repartiendo esa hojita y a las muchachas, aplicadas a lo que les mandaban esa semana —dije con una sonrisa y girando de nuevo en la cama para tenerla más cerca.

    —Sí, pero espera lo más interesante. Leonor María pensó que las dos últimas sugerencias eran propias de jóvenes en plena adolescencia, que hacían fluir sus deseos reprimidos en estas boberías, que había que insistir en cosas importantes para la formación humana, en el fondo de las cosas, no en la forma. Creía que, insistiendo en lo superficial, no se ayudaba a fortalecer el alma de las adolescentes. Por eso, una mañana se dirigió sola a la asociación. Cuando llegó allí, dijo: «Señor sacerdote, señoras, creo que la Hojita Celeste de este mes hace hincapié en la importancia que ustedes pretenden que las jóvenes no den a ciertas cosas. Pienso que el ser humano tiene valores más profundos, como el amor al prójimo, el respeto a los demás (también a las adolescentes) basado en la comprensión, y no debemos confundir lo que le molesta a Dios con lo que nos molesta a nosotras, porque ¿acaso no creen que Dios está demasiado ocupado para hacerse cargo de la colocación de los velos de nuestras jóvenes en la misa? Ustedes, que utilizan mucho los juicios de valor, deberían plantearse en qué estamos formando a estas mujeres del futuro y qué es lo que van a priorizar después.»

    Entonces una señora contestó irónicamente, sonriendo a las otras asociadas de manera que resultaba irrespetuosa con Leonor: «Tal vez antes de hablar debería preguntarse qué ejemplo está dando usted con su hija, cuyo marido se desconoce, aunque no dudamos de que haya muerto en la guerra de Cuba. De inmediato, Leonor respondió con la valentía que la caracterizaba: «¿Qué? ¿Qué pretende decirme?». La respuesta no se hizo esperar: «Que si quiere una educación libertina para nuestras muchachas, no estamos de acuerdo. Tal vez lo que usted busca es que inculquemos lo mismo que le ha enseñado a su hija, con el consiguiente resultado. Y por eso mismo, no está usted en posición de sugerirnos nada».

    Leonor se marchó sin contestar, llena de rabia. No habían entendido su mensaje. Por vez primera sintió la factura del reproche de la gente; «una libertina», simplemente por priorizar el fondo a la forma. Jamás volvió a la asociación a pesar de las llamadas insistentes del párroco, que la estimaba muchísimo y que siempre fue su gran amigo. Pero también desde aquel momento, las beatas del pueblo, que no habían terminado de aceptarla por el pasado que acompañaba a su hija Elena, fueron sus enemigas abiertamente. Lo que le cerró el círculo de amistades y le reportó mucho sufrimiento innecesario.

    —Abuela, no me he enterado muy bien de lo que me estás contando, pero bueno, supongo que más adelante mi cabeza tendrá el entendimiento que, según tú, llegará algún día —dije, deshaciendo aquel aparatoso nudo que había hecho con las sábanas.

    —Cuando seas mayor, lo recordarás y lo entenderás. Pero no debes olvidarlo. Te diré este nombre, que nunca te borrarás del cerebro, puesto que tuvo mucha influencia en la madre de Lucía: Segismundo Freud. Este señor, que Elena conoció, hizo que ella estudiara el movimiento creado por él y otros de la época; por eso viajó por la Europa en guerra.

    —¿Y quién era este hombre con nombre tan raro?

    —Era hijo de un comerciante de lanas checoslovaco que, al nacer Sigismund, ya tenía otros hijos de un matrimonio anterior; el mayor de ellos de la misma edad que la madre del recién nacido, circunstancia que convertiría al niño en un ser agudo y curioso. Casi como tú, mi nieto Adolfo —dijo mientras me agarraba la mano que colgaba de la cama—. Y Elena traducía los libros, escritos en alemán, para poder leerlos. Ella hablaba el idioma a la perfección, había vivido un tiempo en Alemania. Estudió la especialidad de neuropsiquiatría en la Universidad Nervenklinik, en Munich, porque entonces no existían en España estos estudios.

    —¿Cómo podía hablar alemán una señora criada en un pueblo? —comenté sin hacer caso de lo que contaba de la especialidad.

    —Estudió en Salamanca e hizo dos grandes amigos: uno, el alemán Steffen, del que aprendió durante cuatro años la lengua, y el otro, Pablo, con el que mantuvo una estrecha amistad el resto de la vida.

    —¿Y qué tiene que ver ese hombre, Freud, con Lucía?

    —Más que con Lucía, con Elena, su madre. Influyó mucho en su forma de pensar, de entender el mundo, en sus emociones, en la manera de aplicar la neuropsiquiatría a las corrientes del momento y, por supuesto, en la manera de educar a Lucía..., pero ya te contaré.

    —Y hablando de lo que nos ha llevado a este señor, la Hojita Celeste, ¿tú no vas a misa? —dije como si no hubiera escuchado sus palabras—. ¿Por qué?

    —Bueno, será otra pregunta pendiente para cuando cumplas los trece años. Deberás esperar un poco. De todos modos, la misa me parece algo bueno porque ayuda a la gente a tener más fuerza interior. Y todo lo que hace sentir mejor al ser humano es bueno, proceda de donde proceda —dijo la abuela incorporándose para arroparme y acomodar el desaguisado que había organizado.

    —Hasta los trece, falta muchísimo. A mí hay cosas que no me hacen sentir mejor y que parecen buenas, por ejemplo, mi libro.

    —¡Un libro! —dijo volviendo a sentarse.

    —Sí, abuela. En el libro del parvulito, tengo dibujado un ojo muy grande, que dice el maestro, don Ciprián, que es el de Dios y que nos ve desde todas partes —me levanté de la cama y fui a mi cartera que estaba justo cerca del escritorio de la abuela, saqué el libro y busqué la página deseada—. Mira, abuela, ¿a que da mucho miedo?

    —¿Por qué habría de darme miedo? —alejó la imagen para poder ver mejor.

    —Porque ese ojo parece que es fuerte y que está enfadado, si haces algo mal, por muy escondido que estés, te ve, ¡figúrate lo que te puede hacer!

    —No, él no te hará daño —replicó tranquila recostándose en la almohada que tenía en el respaldo de la mecedora.

    —Pues no sé, don Ciprián dice que si somos malos, nos castigará muy duro. Antes, yo sólo creía en mi duende, que era el ángel que me protegía, y eso me hacía fuerte como un toro, pero ahora creo también en el ojo de Dios y me pone un poco nervioso, por eso lo tengo cerca, en la cartera, para que no se enfade.

    —¿Por qué crees que ese Dios es el verdadero?

    —¡Porque viene en mi libro! Y ahí no ponen mentiras —dije volviendo a guardarlo en la cartera.

    —A veces, en los libros hay dibujos que no concuerdan con la realidad. Yo sé que Dios se acerca más a la forma de tu duende que al dibujo del libro. Por lo tanto, no has de temer, por más que te lo digan. Él es bueno, siempre lo será. Ese dibujo no lo hizo Él, lo hicimos los seres humanos —me dijo tranquila.

    —No sé, no sé —respondí volviendo a subir a la cama.

    Entonces la abuela Obdulia me miró, se incorporó en la mecedora, me agarró con manos suaves y dulces, y me besó las mejillas de nuevo.

    —Es hora de dormir, mañana tienes que ir temprano a la escuela. ¿Estás más tranquilo?

    —Sí.

    —Pues, duerme.

    —Y la historia, ¿qué?

    —No, Adolfo, por hoy es suficiente. Mañana te contaré más, pero ahora es el momento de soñar con las estrellas, con otros mundos y con lo que desees —me arropó, me abrazó y, posando los labios en mi frente, me regaló de nuevo la caricia del aroma limpio y fresco del Heno de Pravia.

    2

    Lo mejor de mi casa era el patio. Tenía un jazminero en el centro, que desprendía un olor dulce. Podía pasarme horas enteras tumbado en una escalera que daba al doblado absorbiendo su aroma. Horas envolviéndome con su sabor y respirando su textura. Así, las lluvias y el frío se transformaban en mis mayores enemigos, me impedían inspirar. En esa época del año, el corazón se me teñía de un suave grisáceo que cambiaba a medida que llegaba la primavera. Sólo entonces mis pulmones exhalaban muy fuerte, sin miedo a desfallecer.

    En el verano no había jazminero porque nos instalábamos en la casa que el abuelo Álvaro, primer esposo de la abuela Obdulia, había construido para que la familia fuera de vacaciones. Allí me levantaba temprano y me subía a un viejo olivo, siempre el mismo, veía el amanecer apoyado en una rama grande y guardaba con fuerza el aire en el cuerpo. Después me bajaba con sumo cuidado e iba a tomar el chocolate que Micaela nos tenía preparado.

    —Siempre llegas tarde, Adolfo. Te tengo dicho que te vayas al olivo después de desayunar —se enfadó un día Micaela.

    —Se me olvida.

    —¡Qué tendrá ese olivo que te atrae nada más despertar! —susurró. Luego puso el chocolate encima de la mesa mientras yo me comía unos picatostes.

    —¿Sabes que el zumbido del aire está lleno de personas? —dije mientras mojaba una rebanada y la saboreaba.

    —¡Qué dices, niño! —gritó haciéndose la sorprendida.

    —Si no te enfadas, te lo cuento.

    Se sentó en la mesa frente a mí, dejó el trapo de cocina que tenía entre las manos y cruzó los brazos:

    —Te voy a escuchar, pequeño, pero espero que no me asustes porque ya estoy mayor, y esas historias pueden herir mi corazón. Entonces Micaela, o sea, una servidora, no podrá hacerte más picatostes ni perrunillas ni tarta de queso. Soy toda oídos —y se acomodó en el respaldo de la silla.

    —Voy a hablarte bajito porque me da miedo alzar la voz —susurré—. Todas las mañanas, antes de salir el sol, me subo al olivo. Desde allí se oyen voces que vienen en el silbido del aire.

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1