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Más allá del pueblo: Imágenes, indicios y políticas del cine
Más allá del pueblo: Imágenes, indicios y políticas del cine
Más allá del pueblo: Imágenes, indicios y políticas del cine
Libro electrónico422 páginas6 horas

Más allá del pueblo: Imágenes, indicios y políticas del cine

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Información de este libro electrónico

El auge y la proliferación de los biopics, los reality shows, las home movies y los documentales e historias de vida parecen indicar un predominio de los relatos vitales por sobre los ficcionales. La cantidad de películas que exhiben el nexo con lo viviente crece y se nos impone. A partir de una lectura del cine como un arte de los indicios, Gonzalo Aguilar propone que el «retorno de lo real» —uno de los sintagmas más utilizados por la crítica en los últimos años— no señala un retorno del realismo sino un enlace cada vez más fuerte entre imagen y vida.
Reflexiones teóricas, relecturas de filmes o balances del estado del cine, los ensayos reunidos en Más allá del pueblo. Imágenes, indicios y políticas del cine están atravesados por las mismas preguntas. ¿De qué modo el cine interviene en la producción de lo real? ¿Cómo opera la imagen cuando el pueblo ya no es más la instancia homogeneizadora de lo político? Aguilar discute con Gilles Deleuze y Serge Daney; reflexiona sobre el documental, la dictadura argentina, el terrorismo de Estado y los desaparecidos; interroga la relación entre el cine argentino, lo popular y lo político, y explora el cosmopolitismo limítrofe de Japón a Estados Unidos.
En estas excepcionales y polémicas incursiones en el cine, el autor sostiene: «La apertura actual de la imagen cinematográfica a la vida es la otra cara de la pregunta sobre el retorno de lo real: cada vez es más necesario que los asedios a las imágenes —cinematográficas o no— ya no sean sobre la construcción o la voluntad de arte, sino sobre sus modos de imprimir su huella en el flujo de la vida».
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 oct 2024
ISBN9789877191691
Más allá del pueblo: Imágenes, indicios y políticas del cine

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    Más allá del pueblo - Gonzalo Aguilar

    Introducción

    LOS TEXTOS de este libro fueron escritos en diálogo con Otros mundos. Un ensayo sobre el nuevo cine argentino, que publiqué en 2005. El argumento central que sostenía allí era que el cine fue el medio que había captado con más sensibilidad e inteligencia los cambios profundos e irreversibles de los años noventa. El tono que atravesaba Otros mundos era crepuscular: el desmantelamiento del Estado de bienestar había afectado nuestros modos de vida y nuestro arsenal conceptual se revelaba insuficiente o anacrónico. Muchas prácticas que estructuraban nuestra relación con lo real (el trabajo, las creencias, el lugar de la familia, los lazos sociales) habían sido afectadas definitivamente y el cine (en particular el nuevo cine argentino) podía servir como un laboratorio para repensar posturas, ideas y afectos.

    Como corolarios o excursus de ese libro, fueron surgiendo los ensayos de Más allá del pueblo. Imágenes, indicios y políticas del cine. Reflexiones teóricas, relecturas de filmes o balances del estado del cine, cada texto fue respondiendo a una inquietud específica. Ahora decidí reunirlos en un volumen. Los he reunido en cuatro partes aunque creo que todos están atravesados por las mismas preguntas: ¿de qué modo el cine, en su trabajo con los indicios, interviene en la producción de lo real? ¿Cómo opera la imagen cuando el pueblo —actor histórico privilegiado del cine latinoamericano— ya no es más la instancia homogeneizadora de lo político?

    La primera parte (En teoría) ensaya una respuesta teórica a este interrogante a partir de dos pensadores que considero centrales: Gilles Deleuze y Serge Daney. Me interesó, antes que exponer o describir sus concepciones del cine, exhibir los momentos en que ambos llegan a un límite, a una frontera que deben atravesar para transformarse a sí mismos. La crítica de cine adquiere toda su potencia cuando decide enfrentarse a las aporías que ella misma produce. En el caso de Deleuze, me detuve en sus recortes metodológicos, en su lectura del cine latinoamericano y en aquella transformación a la que no pudo asistir: qué nuevo tipo de imagen —después de la imagen-movimiento y la imagen-tiempo— implica la proliferación del cine fuera de las salas, con la aparición del medio digital, el crecimiento de los medios masivos, el nacimiento de Internet y la consolidación de nuestra contigüidad inmediata con el mundo ilimitado de las imágenes.

    La disidencia con Deleuze y su concepción del cine del Tercer Mundo como arte menor recibe una respuesta en la lectura que hago de la obra de Serge Daney. No se trata de que el pueblo falta (según la conocida frase de Paul Klee que Deleuze cita con frecuencia), sino de pensar agrupamientos alternativos que ya no responden al núcleo voluntarista, nacional y hegemonizador que supone la idea de pueblo (sobre todo en la tradición latinoamericana). Me interesa cómo en sus textos el autor de La rampe [La rampa] despliega la idea de que el cine inventa Estados virtuales, que no siempre son paralelos sino que a menudo —y eso es particularmente cierto en el caso latinoamericano— trabajan dentro de los Estados nacionales como modo de instalarse en el imaginario social y de redirigir las políticas hacia fines emancipatorios o de visibilización. El problema no era ajeno a Daney en una Europa que se transformaba —gobierno socialista de Miterrand, aparición del video, fin del modernismo— y que tenía muchas dificultades para articular una política de las imágenes. Por eso el crítico francés inició en la década de 1980 una serie de cambios en la valoración de la imagen, que puso a su crítica bajo la forma del diario en los dos sentidos de la palabra: como género de escritura y como periódico, ya que es en esa época que comienza a escribir en Libération. En el transcurso del tiempo, Daney investiga los lazos entre imagen y Estado.

    Cierra la primera parte ¿Quién le teme a lo real?, que trata de echar luz sobre uno de los sintagmas más utilizados por la crítica en los últimos años: el retorno de lo real. Mi hipótesis es que este sintagma no es descriptivo, sino que enuncia un deseo de la crítica por acceder a lo contemporáneo y a lo inmediato. También propongo que, antes que señalar un retorno del realismo, lo que se manifiesta es un enlace cada vez más fuerte entre imagen y vida. A partir de una lectura del cine como un arte de los indicios, relaciono el retorno de lo real con un pasaje que hubo en el terreno del pensamiento: de la realidad como construcción se pasó a la búsqueda de los lazos entre lo artificial y lo natural, lo construido y lo dado, lo cultural y lo biológico.

    La segunda parte se titula Memorias del pasado y es una reflexión sobre el documental, la dictadura, el terrorismo de Estado y los desaparecidos. Comienzo con una reflexión teórica que entabla dos puntos de partida: que la imagen en su actual estado tecnológico plantea un nexo con lo viviente diferente al tradicional, y que, antes que un documental en primera persona, estos filmes —me refiero al corpus que inaugura Los rubios (2003), de Albertina Carri— plantean un yo vicario en el que se piensa la posibilidad de la memoria y de lo político.

    El nexo con lo viviente se modifica desde el momento en que el registro cinematográfico puede ser inmediato, accesible y permanente. Esta situación se da en diferentes grados: así, en una producción hecha en video, la cantidad de tomas puede ser virtualmente infinita (algo que no sucedía con el fílmico, que tenía un uso limitado), y en las producciones de bajo presupuesto, como es el caso de casi todos los documentales, la toma puede hacerse con un equipo muy reducido (de equipos y de personas). Es más, un filme puede utilizar registros hechos con una cámara digital casera. Este avance técnico —con su apertura al flujo del tiempo cotidiano— pone en cuestión el binarismo entre lo real y la puesta en escena en muchas de las obras de los últimos años. Ya no es necesaria la disposición del set, ni el encuadre es el criterio de selección del material: la apertura a los materiales captados en el fluir de lo cotidiano es el signo de nuestra vida en el mundo en el que nos movemos, donde no dejan de proliferar las imágenes.

    Este hecho técnico se articula con otro, de carácter cultural: la crisis de la narración histórica para dar cuenta del presente (la caída de los grandes relatos de la que habló Jean-François Lyotard) y la disolución de la oposición entre relato y vida. Lo que los estructuralistas llamaban unidad mínima del relato ahora ya no son unidades ficcionales, sino acontecimientos de vida (lo que no quiere decir que sean no ficcionales, sino que la autonomía ficcional de esos relatos se perdió). Temporarias, precarias, más desconcertantes que garantes de certezas, las imágenes que registran situaciones de la vida cotidiana son la materia con la cual los realizadores cuentan una historia y la arman en la mesa de montaje o en la computadora. Aun en los filmes de ficción, la presencia de tomas de registro directo —testimoniales o simuladas— es cada vez más frecuente. Ya no hay vida y algo que viene después y que podemos llamar cine, sino que el cine —es decir, la producción de imágenes y su organización— está entreverado con la vida misma.

    La apertura a los indicios, la inmediatez con los documentos, hizo que las imágenes del cine fueran fundamentales para reparar, pensar y exhibir la experiencia traumática que dejó el terrorismo de Estado. Mediante el documental (el género más flexible para problematizar la enunciación), las películas mostraron que la dictadura había afectado a la persona misma, y por eso digo que, antes que documentales en primera persona (como se los denomina habitualmente), son documentales para llegar a la primera y a la tercera persona: a una primera y una tercera persona que no es el resultado de un reencuentro sino de una construcción. La tesis es muy sencilla: no parece que pueda hablarse directamente de primera persona en aquellos que, hijos de desaparecidos, justamente experimentaron el cuestionamiento de la noción de primera persona. Criados a veces bajo otros nombres o en desconocimiento de lo que les había sucedido a los padres (y las razones de su ausencia), la enunciación en primera persona es, por lo menos, problemática. Ese es el argumento que desarrollo en Documentales: entre la primera y la tercera persona, entre lo real y la ficción y que ensayo en la lectura de M (2007), de Nicolás Prividera. En El rostro y los gestos en los documentales sobre las dictaduras abordo el tema desde otro punto de vista: el del mundo gestual, que capta la cámara y que excede a la voluntad de quienes testimonian. Creo que se abre un campo en el que la noción de memoria puede superar la oposición entre transparencia y opacidad para producir una articulación que nos permita percibir mejor cuáles son los mecanismos de la memoria en relación con el pasado histórico y el presente político.¹ En "Maravillosa melancolía: Cazadores de utopías, de David Blaustein", encaro el documental y los condicionamientos del presente para narrar el pasado histórico: aunque la película tuvo la virtud, junto con Montoneros, una historia (1994), de Andrés Di Tella, de abrir el debate sobre los años setenta, lo hace de un modo tan sesgado que me pregunto sobre los intereses y las pasiones que se mueven en esos modos de ejercer la memoria.

    Presentes del pueblo, la tercera parte, contiene reflexiones diversas sobre cine y política. La edición de mi libro Otros mundos coincidió con un cambio político inaugurado por el gobierno de Néstor Kirchner, que se proponía revertir los años noventa y fundar un orden diferente. En los derechos humanos fue donde más se percibieron estas transformaciones, pero el nuevo clima se experimentó en todos los ámbitos: se comenzó a hablar de un retorno de la política y, si bien no se volvió a invocar al pueblo, se revitalizó la consigna de lo nacional y popular y los intelectuales revalorizaron el término populismo. En el léxico y los discursos políticos, no volvió el pueblo pero sí lo popular. La sustancia pueblo no retornó, pero sí los atributos que lo caracterizaban. En el campo intelectual hubo redefiniciones y reposicionamientos enérgicos, algo que tuvo efectos más atenuados en el mundo del cine, pese a la influencia que ejerce el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA) en todos los tramos de la realización de una película (y eso tal vez porque en los años noventa una de las pocas leyes que proponía un Estado protector se dio en el mundo del cine). Hubo, por supuesto, un intento de apuntalar con algunas películas el relato oficial —sobre todo en la televisión—, pero el nuevo cine argentino se mantuvo más bien al margen. Hasta hubo una gran cantidad de producciones que se hicieron por fuera del INCAA (lo que en la segunda edición de Otros mundos denominé cine anómalo) y también una película, El estudiante (2011), de Santiago Mitre, que observa el funcionamiento de la política de un modo hasta más despiadado de como lo había hecho el cine de principios de 2000.

    El cine, que tradicionalmente había sido un dispositivo clave en la construcción del pueblo, sobre todo en América Latina, no volvió a ser lo que había sido en los años setenta, cuando sus narraciones —ficcionales o documentales— intentaron conectarse con la acción política como lo había hecho el activismo documental. Ni siquiera intentó renovar las pretensiones identitarias y alegóricas del cine de ficción de los años ochenta, como La historia oficial (1985), de Luis Puenzo, o El exilio de Gardel (1986), de Pino Solanas. Hubo intentos, como los documentales sobre Kirchner o Infancia clandestina (2012), de Benjamín Ávila, pero una vez más predominaba lo retrospectivo por sobre la interpelación y el programa a futuro. La dificultad de acceso a la esfera de la política —cuando no la clausura de esa posibilidad— ha llevado al cine a una reflexión sobre lo político. Antes que ligarse a la acción o a la imaginería del pueblo (algo que siguen haciendo a su modo los documentales de Solanas), las películas del nuevo cine han reflexionado sobre las condiciones de posibilidad de la acción transformadora y, para eso, han rehuido los lugares comunes y han desplazado el foco de atención a modalidades emergentes de lo político, muchas veces silenciadas o consideradas menores.

    Esto no debería constituir un problema porque se sabe que la fuerza de los retornos se relaciona con su capacidad para actuar en nuevas situaciones. Y también se sabe que el pueblo no es una realidad sino una categoría, es decir, una denominación a un colectivo como lo es masa, turba, multitud o comunidad. Lo que sí está en disputa es justamente la potencia de este retorno y la dimensión de este pasaje de la frustración de los años noventa a la creencia en la militancia en la etapa abierta por el kirchnerismo. Y, de manera complementaria, la pertinencia de reinstituir una categoría como la de pueblo con sus connotaciones de unidad, sujeto y homogeneidad en un contexto de globalización mediática y transformaciones profundas de los sujetos políticos (minorías de género, masas migratorias, disolución de la intimidad). En la encrucijada de esos dos diagnósticos —el retorno de la política o la pregunta sobre lo político— pretendo inscribir los ensayos que componen esta parte del libro.

    Aunque casi todos los textos son sobre películas argentinas, nunca olvido el hecho de que el cine conforma una cultura internacional-popular.² Es decir, aunque mis textos son generalmente sobre películas argentinas, trato de dotar a mis análisis de una perspectiva cosmopolita. Ya desde sus inicios, el cine tiene una circulación mundial inmediata, mayor a la de las artes tradicionales. Esto hace que el cine de ciertos países —cuyos arte y literatura desconocemos— nos sea familiar: el iraní, el japonés, el coreano y el de Hong Kong son los primeros casos que se me vienen a la mente.

    Las multitudes convocadas por el cine se configuran a partir de códigos compartidos en circuitos internacionales. El hecho no se explica simplemente como efecto del mercado o de la dominación imperial, según se hiciera en los años sesenta. Hay en esa cultura internacional-popular —e intento mostrar esto en Héroes y transgresión: de Iron Man a Abraham Lincoln— un laboratorio de formación de sensibilidades, afectos y miradas sobre la actualidad que es necesario dilucidar desde la posición periférica y específica en la que nos encontramos.

    La cuarta parte de este libro responde a esa convicción. Trata sobre películas producidas en distintas partes del globo y se titula En tránsito. Con Happy Together (1997), de Wong Kar-wai, propongo la categoría de cosmopolitismo limítrofe, que diverge de la de cosmopolitismo marginal —aquella que se aplica al uso corriente que se le da al término cosmopolita en América Latina—. El cosmopolitismo limítrofe se refiere a las relaciones culturales que se entablan entre zonas periféricas, como, en este caso, entre Buenos Aires y Hong Kong, que, pese a ser una capital mundial de las finanzas, muy raramente formó parte de nuestro repertorio. La categoría puede englobar una gran cantidad de fenómenos (Gilberto Gil y el reggae jamaiquino, Octavio Paz en India, las películas de Mariano Llinás con sus viajes a África y a Siberia) y su característica es que coloca lo moderno en una constelación diferente a la metropolitana habitual con el eje en Europa o Estados Unidos.

    Si en los otros tres ensayos que forman esta sección ("Banalidad. O cinema falado, de Caetano Veloso, Mitos y violencia en tiempos de escasez simbólica: Flandres, de Bruno Dumont y Héroes y transgresión: de Iron Man a Abraham Lincoln") vuelvo a recurrir al concepto de fronterizo, es porque me interesa esa posición paradójica y a la vez dinámica de intervenir en las fronteras: marcando su importancia y a la vez buscando modos de transformarlas, a veces borrándolas, otras evidenciando sus grietas, o construyendo alternativas. Bruno Dumont hace lo que llamo una estética fronteriza, que al borde de la Comunidad Económica Europea plantea, justamente, la ausencia de una comunidad, porque esta ha puesto su atributo definitorio en la economía y no en los modos de vida. Con Flandres (2006) —y con otros filmes que ha hecho posteriormente—, Dumont lleva esta crisis de los mitos a todos los niveles: nacionales, psíquicos, religiosos, económicos, territoriales, políticos y también estéticos. Ya con las películas de Caetano Veloso (O cinema falado, 1986), Shane Black (Iron Man 3, 2013) y Steven Spielberg (Lincoln, 2012), lo fronterizo adquiere otro sentido: se trata del momento en el que el cine se conecta con otros territorios, sean del mundo del arte, de la informática o de la biopolítica. La necesidad de pensar más allá de compartimentos y clasificaciones es lo que impulsa a los escritos incluidos en el apartado En tránsito.

    Escritos entre 2005 y el presente, los ensayos de Más allá del pueblo. Imágenes, indicios y políticas del cine son incursiones diversas en el cine que ahora le pertenecen al lector.

    ¹ El ensayo es, además, un comentario y una respuesta a la conferencia The Facial Closeup in Audio-Visual Testimony: The Power of Embodied Memory, que dictó Michael Renov en el IV Congreso de la Asociación Argentina de Estudios sobre Cine y Audiovisual (ASAECA) realizado en Rosario en 2014.

    ² Tomo este concepto de Renato Ortiz (1994).

    PRIMERA PARTE

    EN TEORÍA

    I. Gilles Deleuze o la armonía del cine

    El hecho moderno es que ya no se cree en este mundo.

    GILLES DELEUZE

    LOS DEFECTOS de Estudios sobre cine, uno de los libros más deslumbrantes jamás escritos sobre cine, son tan evidentes que es difícil creer que hayan pasado inadvertidos a su autor. Vale la pena mencionarlos, sin embargo, ya que son los riesgos que prefiere asumir Gilles Deleuze en nombre de una visión muy diferente de lo que hasta entonces se había tenido por crítica cinematográfica. Aunque parezca antipático, paso a enumerar entonces cuatro aspectos problemáticos. En primer lugar, Estudios sobre cine organiza sus materiales según la noción de autor dejando en un plano secundario o inexistente la clasificación por película, género, periodo histórico, país o modo de producción (para no hablar de recorridos temáticos o perspectivas disciplinarias). La organización total de la obra no se ve afectada solo por esta elección, sino también por un criterio epocal-estético que la divide en dos partes. Y este es el segundo aspecto problemático: se trata de la separación tajante entre dos épocas del cine que se corresponden con los dos tomos. El primero está dedicado al cine clásico y se extiende desde los orígenes hasta Hitchcock (La imagen-movimiento), y el segundo, al cine moderno, que se inicia con Orson Welles y el neorrealismo italiano hasta el momento de escritura del libro en los años ochenta (La imagen-tiempo). Entre ambas épocas existen una discontinuidad y una progresividad homogéneas que involucran cuestiones históricas, autorales, territoriales y estéticas. Así, mientras Hitchcock queda anclado en el primer periodo (como el último representante de un tipo de cine basado en el esquema de acción-reacción), Roberto Rossellini inaugura el segundo y funda el cine moderno, al cual Hitchcock no pertenecería. En tercer lugar, Deleuze sostiene que él no está escribiendo una historia del cine y para explicar lo que hace recurre a la metáfora de la tabla periódica de los productos químicos creada por Mendeleiev y la utiliza según la teoría de Charles Sanders Peirce, que inspira su propia clasificación de los signos cinematográficos.¹ Sin embargo, pese a esta intención de disponer sus objetos al modo de una ciencia natural (un casillero para el mercurio, otro para el azufre), el esqueleto del libro es claramente cronológico, por lo que el orden sincrónico de la tabla periódica parece subordinado, en realidad, al despliegue diacrónico. Finalmente, el proyecto clasificatorio deleuziano convierte el cine en un gran organismo en el que todos los cineastas parecen trabajar en una misma dirección desplegando diferentes aspectos del signo y del pensamiento filosófico. No es que Deleuze no conciba las diferencias entre los realizadores (a las que se muestra extraordinariamente sensible), sino que las considera complementarias. Así, por ejemplo, a partir de un comentario sobre Henri Bergson, se establecen cuatro estados de los cristales del tiempo (esto es, de la pervivencia del pasado en el presente). En esta distribución de los cristales del tiempo, le corresponde a Max Ophüls, según Deleuze, el cristal perfecto; a Jean Renoir, el fisurado; a Federico Fellini, la formación del cristal, y a Luchino Visconti, finalmente, su descomposición. Hay una suerte de armonía preestablecida que no deja vacíos ni admite superposiciones: es como si cada autor asumiera propiedades intrínsecas de la imagen en direcciones no determinadas pero sí previstas (en este caso, por la clasificación de un filósofo de principios del siglo XX). Clasificación por autores, división tajante entre el periodo clásico y el moderno, ordenamiento que vacila entre lo diacrónico y lo sincrónico y armonía del conjunto son, entonces, esos aspectos problemáticos que, de todos modos, resultan ser consecuencias necesarias de lo que Deleuze entiende por crítica de cine y que, paradójicamente, permiten a la vez todo lo que su libro tiene de intenso, asombroso, lúcido y necesario.

    Los defectos, que pueden ser señalados desde una posición exterior a su planteo, encuentran, en el desarrollo de la argumentación, su propia positividad. Bajo este punto de vista, la clasificación por autores resulta el corolario de la comprensión de la imagen cinematográfica como la colisión o el encuentro entre una voluntad de arte y el automatismo. La división tajante entre el periodo clásico y el moderno, así como la vacilación entre lo diacrónico y lo sincrónico, surgen del interés de Deleuze por el acontecimiento radicalmente nuevo (el devenir) antes que por los encadenamientos de la historia. Finalmente, la armonía del conjunto es la potencia del pensamiento filosófico que pasa por la imagen y devela su lógica, sea de movimiento, sea temporal.

    LA VOLUNTAD DE ARTE

    Estas cuestiones pueden ser leídas, entonces y más allá de sus aspectos problemáticos, como derivaciones de una serie de decisiones metodológicas, conceptuales y políticas que le permiten elaborar a Deleuze aquello que busca en el cine: una expresión del pensamiento por imágenes que nace del encuentro de la filosofía con el cine y del concepto con los agregados sensibles del arte.²

    De todos estos defectos, la agrupación por autores es el más sorprendente, ya que oculta o impide otros recorridos y tanto deja afuera películas interesantes de autores que no llegaron a construir una gran obra como obliga a considerar las películas de los directores en grupos compactos y coherentes, más allá de los condicionamientos que en el cine, como es sabido, no son pocos. Es lo que sucede, por poner un ejemplo, con Su amado enemigo (Mr. & Mrs. Smith, 1941), de Alfred Hitchcock: en vez de colocarla en relación con la screwball comedy o con la trayectoria de Carole Lombard (quien fue la que instó a su amigo Hitchcock a filmarla), se la considera una pieza más del entramado hitchcockiano: "Si la comedia Su amado enemigo pertenece a la obra de Hitchcock es precisamente porque la pareja se entera de pronto que su matrimonio no es legal y que jamás han estado casados (Deleuze, 1984: 282). No es que la afirmación sobre la comedia de Hitchcock sea en sí falsa, pero indica el tipo de esfuerzo que hace Deleuze por poner todas las películas bajo la égida de un autor. Como si las muchas veces amorfas filmografías (aun de directores relativamente coherentes para un medio tan heteróclito como el cine) estuvieran articuladas alrededor de un hallazgo y de una dirección integral y determinada. Para Deleuze, las imágenes cinematográficas están evidentemente firmadas" (2003: 200), y si el mago del suspense acepta el pedido de Lombard es porque puede imprimir en esa historia su propia huella.

    Sin embargo, hay que decir que Deleuze se ve llevado a optar por esa organización como consecuencia natural de uno de sus postulados más originales y poderosos: Hemos pensado que los grandes autores de cine podían ser comparados no solo con pintores, arquitectos, músicos, sino también con pensadores. Ellos piensan con imágenes-movimiento y con imágenes-tiempo, en lugar de conceptos (1984: 12). Si el filósofo crea conceptos, el cineasta crea imágenes que piensan. La radicalidad de la propuesta tiene la virtud de ensamblar cine y filosofía y de poner a los creadores en un plano de igualdad con sus críticos y comentadores.³

    Este punto de partida instala a Deleuze en un territorio absolutamente nuevo: el del encuentro de la filosofía con el cine, que había oscilado tradicionalmente entre la condescendencia y la manipulación interesada. Deleuze, a diferencia de aquellos que lo precedieron, no duda en otorgarles a los cineastas el papel de parteros filosóficos que, con sus imágenes, ayudan a la creación del concepto.⁴ Salvo algunas incursiones esporádicas, los filósofos no habían reflexionado sobre el cine en términos de intercambio y resonancia como lo hace Deleuze. Algunos, como Jean-Paul Sartre, quien durante los años treinta se ganaba la vida como guionista, hicieron eventualmente alguna reseña (son inolvidables sus elucubraciones sobre Jerry Lewis); otros, como Adorno, no le concedieron jamás el estatuto de otras artes. No son muchas las obras de envergadura sobre cine que puede enarbolar la filosofía antes de las incursiones deleuzianas.

    Es verdad que, pese a su interés por el cine, Deleuze por momentos parece pasar por las películas con el único fin de llegar al concepto, pero si esto es así es porque, como mostró Alain Badiou, "continúa siendo la filosofía (de Deleuze) la que vuelve, y por eso le permite al cine ser ahí donde no es por sí mismo" (1997: 31; el énfasis pertenece al original). La potenciación en realidad es recíproca, ya que la pregunta sobre por qué el cine necesita del concepto recibe en el trabajo crítico de Deleuze una respuesta en la que la forma fílmica desempeña un papel central: el concepto deleuziano, sin dejar de ser una invención filosófica (articulada a partir de la lectura de Bergson y Peirce), acompaña ya no solo los filmes, sino también los escritos de los realizadores o sus entrevistas periodísticas (cuando se trata de autores con importantes escritos teóricos como Eisenstein o Godard, Deleuze recurre al comentario de texto como antes lo hizo con Hume o Spinoza) y, en el caso de que esos escritos conceptuales no existan, como sucede con Howard Hawks o John Ford, su escritura sigue lo más cerca posible la lógica inmanente de las imágenes. Más que aplicar, más que pasar por la imagen para llegar a su filosofía, lo que hace Deleuze es extraer, pensar con las películas, develar sus mecanismos de construcción: no salir de la caverna sino tratar de comprender la lógica que anida en sus sombras proyectadas.

    Si considerar las imágenes firmadas le permite a Deleuze concebir el cine como una expresión del pensamiento, existe además otro aspecto que lo lleva a optar por la figura de autor. El estatuto autoral le permite sostener un régimen creativo contra la mercantilización y la espectacularización de la imagen.⁵ No se trata, en Estudios sobre cine, del autor como el personaje moderno que reprobaba Roland Barthes (1987: 66), y que la crítica usaba como explicación de las obras como si estas fueran el medio de una confidencia o de una intención que habría que develar. El autor, el realizador cinematográfico, firma las imágenes, pero su voluntad de arte —expresión que Deleuze toma de Aloïs Riegl— no está radicada en un sujeto, sino que es un poder que se despliega en la encrucijada de un Afuera (las fuerzas de lo impensado) y el automatismo de la imagen (o el autómata, esto es, la lógica inmanente de la imagen cinematográfica).⁶ La voluntad de arte es poderosa pero no se expresa sin obstáculos, ya que se encuentra, una y otra vez, con su opuesto, el automatismo de la imagen cinematográfica, al que no debe anular sino llevar en nuevas direcciones. El nuevo automatismo —escribe Deleuze— nada vale por sí mismo si no está al servicio de una poderosa voluntad de arte, oscura, condensada, que aspira a desplegarse en movimientos involuntarios que no por ello la constriñen (1987a: 352). Paradójicamente, esta voluntad encuentra en el autómata su límite, pero también su potencia: los grandes directores no son aquellos que imponen una subjetividad, sino los que saben juntar singularidad y automatismo, perseverancia y contingencia, designio y accidente.⁷ Sin embargo, la voluntad insiste (por eso es oscura, poderosa) y, en un mundo en que se ha perdido la creencia, no deja de elegir. La elección establece la relación con el Afuera, tensa el arco en lo posible de la imagen y lanza sus dados (pensar es producir un lanzamiento de dados, dice Deleuze siguiendo a Nietzsche). El autor que surge entonces de Escritos sobre cine es una categoría bien diferente a la que atravesó el debate de los años setenta: se mantiene, es claro, bajo la unidad de la firma o del nombre, pero ya no es un origen sino la fuerza que trata de desplegarse entre el automatismo de la imagen y la irreductibilidad del afuera.

    LA DIVISIÓN TAJANTE

    En la imagen cinematográfica, el despliegue de esta voluntad de arte se realiza básicamente en dos direcciones: o está volcada hacia lo abierto o hacia el afuera. Del primer despliegue se ocupa Deleuze en el tomo La imagen-movimiento, mientras que al segundo le corresponde La imagen-tiempo. Para entender esta distribución, es fundamental considerar la imagen como una materia que no está radicada en la conciencia ni duplicada en el orden de las cosas: la distinción entre imagen y cosa carece de relevancia en un libro en el que pantalla y cerebro conforman un mismo plano.⁸ "Es necesario observar —escribe Paola Marrati— que las imágenes cinematográficas, lejos de ser la representación o la copia de una realidad ontológica que les sería exterior, son imágenes entre otras sobre un solo y único plano de inmanencia" (2003: 47).

    De ahí que lo abierto y el afuera no sean criterios exteriores a la imagen, sino modos en que la imagen se despliega. En el cine clásico la imagen, a través del montaje, no nos da una idea del movimiento, sino que es ella misma movimiento que encadena percepciones, acciones y afecciones. La relación entre los diferentes planos remite a un todo, pero un todo que no está dado en ningún momento y que cambia sin cesar: es lo Abierto (Deleuze, 1984: 24). Lo esencial de este periodo es que cada imagen acciona y reacciona sobre la otra, que cada imagen avanza y se amplía (sin llegar nunca a el todo) con la siguiente.⁹ Mediante el montaje, el procedimiento básico por el que se constituye la imagen-movimiento, cada imagen le abre paso a otra que, a su vez, la refiere.

    La era de la imagen-tiempo emerge una vez que los lazos de acción y reacción de la imagen-movimiento entran en crisis. Esto es lo que sucede básicamente con el neorrealismo: La nueva imagen es la situación puramente óptica y sonora que sustituye a las situaciones sensoriomotrices en eclipse (Deleuze, 1987a: 14). Esta imagen óptica-sonora pura encuentra su concreción más despiadada en el personaje del niño testigo de los filmes de De Sica y de Rossellini, que asiste abrumado a todo lo que pasa: se testimonia algo para lo cual no hay reacción posible. La sucesión de imágenes ya no remite, mediante el montaje, a un abierto que se transforma permanentemente (a través de las respuestas encadenadas), sino a un Afuera que no cesa de asediar a la imagen y que se produce en el intervalo entre una imagen y otra.

    Las consecuencias que Deleuze saca de estos dos tipos de imágenes son estéticas, gnoseológicas,

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