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Los últimos guanches
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Libro electrónico380 páginas5 horas

Los últimos guanches

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Información de este libro electrónico

En una época en la que el mundo todavía no es redondo, el joven David Levi sueña con dejar el barrio judío de Salamanca para explorar los rincones más remotos del planeta. Cree conseguirlo cuando Colón llega a la ciudad, pero la Junta de expertos rechaza la expedición a las Indias y los sueños de David naufragan, por lo que acabará embarcándose rumbo a Canarias.
A esas islas del fin del mundo, todavía salvajes, ha sido desterrada la bella Beatriz de Bobadilla por los celos de la reina Isabel. Cuando su violento esposo la deja viuda, la ambiciosa Beatriz se convierte en la cruel señora de la Gomera. Su voluptuosidad hechiza incluso al almirante Colón, que elige su isla para partir hacia las Indias. Sin embargo, no logrará subyugar a David, quien, nada más llegar a Canarias, queda cautivado por los ojos verdes de Gazmira, una indómita aborigen.
Aunque en Gazmira laten el espíritu y el coraje del pueblo guanche, finalmente se ofrece como intérprete para que la conquista de La Palma y Tenerife, que todavía no están bajo el dominio de Castilla, sea menos sangrienta.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 oct 2024
ISBN9788410070295
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    Los últimos guanches - Ana Salamanca

    1

    Siente la garganta seca por el ardor de un sol que, con su ira, quiere castigar los errores de unos jóvenes atrevidos e inexpertos. Sin embargo, no se atreve ni a jadear. Está aterrada. Escucha atentamente y solo oye la respiración igualmente agitada de sus amigos corriendo a su lado, adentrándose en el barranco, buscando su salvación. No escucha sus pasos: todos van descalzos, no hacen ruido, no dejan huella. Quizá así puedan perder a sus perseguidores. Sin embargo, tampoco ellos hacen ningún ruido ahora. Por mucho que se esfuerce, no es capaz de percibir nada: ni sus alaridos, ni sus pasos, ni el ruido de sus armas ni el bufido de sus terribles bestias.

    A lo lejos intuye ya la cantarina letanía de los arroyos del barranco. Si son capaces de cruzar el taburiente y entran en la zona más escarpada, podrán escapar. Allí no entrarán las bestias de los demonios venidos de fuera y ellos se volverán más lentos, más inseguros, más vulnerables. Por eso su pueblo es casi indestructible; los protegen las crestas rocosas de Aceró, su amada tierra.

    Gazmira sigue corriendo hacia el abrupto corazón de su isla mientras, con la visión periférica de su avezada mirada de cazadora, vigila su entorno: ni rastro de los extranjeros. Cada vez son más sigilosos e indetectables. Esa es la razón de que no los vieran venir; además, ellos fueron demasiado inconscientes. Se alejaron buscando amagante para recolectar sus semillas. El arbusto está en esa época del año todavía en flor y sus hojas les resultan indispensables para los dolores de muelas. Pero nunca debieron acercarse tanto a la costa. No era prudente. Y ellos lo sabían.

    De todas formas, está convencida de que, si Ithaisa hubiera estado vigilando en lugar de estar pendiente de Airam, habrían podido detectarlos a tiempo. ¿No vio ni siquiera su artefacto flotante aproximándose a la playa? Ahora todos sus amigos tendrán que pagarlo ante los ancianos, que se pondrán furiosos, hartos de repetirles que tomen precauciones. Ellos les tienen mucho miedo a esos iruenes venidos de fuera, a esos demonios extranjeros; los miran casi con la misma veneración que a Abora, la diosa Sol.

    Pero ella sabe que no tienen tanto poder, que son hombres como ellos, que sangran y que mueren, que pueden ser vencidos. Desde que eran niños, han escuchado las historias terribles de matanzas, mutilaciones, secuestros y violaciones, y, sin embargo, a pesar de sus visitas esporádicas y amenazadoras, allí continúan los benahoaritas, inalcanzables, imbatibles, indómitos.

    Airam y Adargoma ya están en la cima del lomo de Gazmil, el pinar donde ella nació y que le dio nombre. Los demás están a punto de alcanzarlos, agotados por la carrera. Son jóvenes y fuertes, pero el apresurado ascenso ha sido duro incluso para ellos. Seguro que los iruenes venidos de fuera no lo han resistido. Gazmira está a punto de coronar la empinada colina y ya ensaya una sonrisa irónica para burlarse de ellos frente a Airam, que la espera impaciente. Sin embargo, antes de llegar, Ithaisa acelera el paso para ponerse por delante en su camino y provoca el desprendimiento de algunas rocas que casi le hacen perder el equilibrio. Suelta un bufido. Un día tendrá que hacerle entender a esa irritante mujer que está perdiendo el tiempo, que Airam y ella están destinados a estar juntos. Sin ninguna duda.

    Adargoma, con su enorme envergadura, se acerca al risco por el que ella está escalando para echarle una mano en el último trecho, aunque ella quiere demostrar que no necesita ayuda. A su lado, Imobach se vale de su lanza para impulsarse hacia arriba y alcanzar la cima. Las gemelas, Naira y Daida, idénticas, flexibles y fibrosas, vienen todavía por detrás de ella, con sus movimientos felinos y sus ojos de gato. Les resultará difícil explicar qué hacían tantos jóvenes de Aceró arriesgándose a la entrada del taburiente, al alcance de los demonios extranjeros.

    Ya prácticamente arriba, cuando está tomando aliento para reírse del miedo, descubre con horror que esos iruenes a quien tanto temen sus mayores están apareciendo por los laterales del lomo de Gazmil, rodeando a sus amigos e impidiendo la ascensión de los que, como ella, se habían quedado por detrás.

    En un segundo de pánico, se da cuenta de que han dejado sus bestias, se han dividido y han continuado persiguiéndolos en silencio por los laterales del barranco, sin hacer ruido. Ahora han subido a la colina por ambos lados para sorprenderlos. Gazmira nota cómo su corazón se salta un latido, paralizado por el pavor; pero solo necesita un instante para reaccionar y sale corriendo de nuevo.

    Sus amigos se han dispersado con la irrupción de los iruenes, como un banco de peces al arrojar una lanza sobre ellos. Son ágiles y se mueven rápido. Esto ha desconcertado a los perseguidores, que han tardado en reactivarse pero que, enseguida, han salido disparados cada uno en una dirección diferente. Sin apenas pensarlo, su carrera desesperada la lleva a la cumbre del lomo de Gazmil y, cegada por el miedo, atraviesa el lugar en el que hasta hace unos momentos la esperaban Airam y los demás, el mismo lugar en el que los pillaron desprevenidos los demonios extranjeros.

    Es una locura, pero ya no hay nadie allí, y Gazmira sigue adelante. Baja la colina para adentrarse en lo profundo del barranco, confiando en que la sombra del roque Idafe se alargue hasta allí y la proteja. Ahora sí escucha los rugidos de los iruenes: son verdaderos demonios, poderosos y temibles. Parece, incluso, que los alaridos están cada vez más cerca, a su espalda. Sus voces roncas y excitadas por la euforia de la batalla inminente rebotan en las paredes casi verticales que rodean la cuenca del torrente de agua y alcanzan a Gazmira. El vello de la nuca se encrespa, el corazón se acelera y las piernas cobran una fuerza inusitada en su huida.

    Tiene que escapar. Como sea. Sabe lo que les hacen esos iruenes extranjeros a las mujeres. Además, su padre no resistirá otra pérdida. Le ha dicho mil veces que ella es su Luna y su Sol, su Abora, su diosa, lo único que le queda en este mundo. No puede permitir que la cojan. Continúa corriendo a lo largo del arroyo, remontando la corriente, angustiada por los gritos amenazantes de los iruenes, y se topa de frente con una de las muchas cascadas que forma el torrente en aquel taburiente formando pozas más o menos profundas en su caída. Se para un momento, piensa por dónde seguir, mira a su alrededor: las paredes son verticales, de afiladas láminas rocosas. Imposible trepar por allí. Si atraviesa la charca quizá tenga una oportunidad: la pendiente bajo la cascada por la que se despeña el agua es escalonada, y quizá pueda subir por allí.

    Antes de que el pensamiento cuaje en su cerebro, su cuerpo ya está en el agua, avanzando rápido hacia la catarata. Está bien entrenada; su padre siempre le ha dedicado mucho esfuerzo a que sea así. Y ahora puede que ella lo eche todo a perder. Mientras nada, escucha los alaridos, cada vez más cercanos, y, de repente, se le ocurre: se esconderá tras la cascada. La cortina de agua la ocultará.

    Apenas hay espacio para esconder su cuerpo entre las rocas, pero no tiene tiempo de cambiar de estrategia: los iruenes aparecen chapoteando en el arroyo a poca distancia. Sin atreverse a respirar, Gazmira divisa desde su escondite a sus amigos: están en lo alto de uno de los acantilados que cercan el profundo cauce, al otro lado del lomo de Gazmil. ¿Cómo lo han hecho? Deben de haber cruzado sobre el tronco de la palmera caída que un día descubrió con Airam. Era arriesgado pero posible. Y lo habrán arrojado al vacío después, impidiendo que los demonios extranjeros los sigan. Ha sido una buena táctica; Airam será un excelente jefe. ¿Estará ella a su lado, como siempre pensaron, o habrá perdido esa tarde la senda de su destino? No tiene tiempo de responderse: se acercan.

    2

    Se aferra a la barandilla de cubierta con ambas manos, el cuerpo inclinado levemente hacia delante, sobre aquel mar sin límite, las uñas clavándose en la madera. No se merece esto. Aspira fuertemente por la nariz tratando de contener de nuevo las náuseas y un fuerte hedor a pescado podrido, sudor humano e inmundicias se apodera de cada rincón de su maltratado ser. Su cuerpo se prepara para la arcada, sus manos se crispan sobre la tosca barandilla. ¡Ay! Se ha clavado una astilla en la punta del índice. ¡Lo que faltaba! Se olvida del mareo y concentra toda su atención en la pequeña gota de sangre que se va formando en la blanquísima piel de su dedo. ¿Por qué tiene que estar pasándole esto a ella? ¿Qué ha hecho para merecerlo?

    Sin poder evitarlo, gruesas lágrimas ruedan por su rostro de porcelana y se pierden en la inmensidad del océano. Y ella observa esa pérdida como una señal más de la insignificancia de su vida en un mundo que la vapulea sin razón, un augurio más del destino injusto que la espera al final de aquel desagradable viaje. Cuanto más lo piensa, más miserable se siente, y las lágrimas acuden raudas a mojar su cara, desparramadas por el viento traidor que agita sus cabellos, desprendiendo finos mechones del cuidadoso tocado que sus sirvientas han compuesto esa misma mañana para animar a la señora.

    Hace más de cinco días que salieron del puerto de Santa María; le parece que llevan una eternidad flotando sin sentido sobre las aguas inacabables de ese océano que, desde Castilla, intentó soñar como una aventura llena de esperanza, pero que se le antojan ahora un castigo del cielo a sus devaneos amorosos con un hombre consagrado a Dios y a la lucha contra los infieles. Tendrá que pagar por ello.

    No obstante, Beatriz de Bobadilla se niega a aceptarlo. Nunca pecaron, nunca llegaron a transgredir la regla, nunca rompieron los votos. Aunque sí lo desearon; sobre todo, ella. Quizá por eso la mandan al fin del mundo, literalmente al último extremo de la Creación. A ella, que se ha criado en la corte de Castilla, en el corazón de la cristiandad. Es como enterrarla viva. Y así se siente: angustiada, sin aliento, con el pecho oprimido bajo el jubón; cada milla marina que recorren en aquel viejo cascarón de madera es una pala de arena que la cubre en la tumba en vida que es su destino.

    Siente los ojos lascivos de los marineros clavándose en su cuerpo mientras ella sufre los embates de ese océano que nunca imaginó surcar. Le repugna tanto la lujuria de esos lobos de mar como ser vapuleada por las olas inmisericordes. Ella nació en Medina del Campo, muy lejos de esas aguas desequilibradas. Ahora tendrá que vivir el resto de su desdichada vida desterrada en una isla perdida en mitad de esa mar que ya detesta. Y todo por el deseo de un hombre.

    Antes incluso de desarrollarse como mujer, ya percibió el apetito feroz que despertaba su cuerpo en el sexo opuesto. Miradas hambrientas que la hacían ruborizarse, comentarios procaces de los que ella entendía únicamente el tono libidinoso, gestos obscenos de los que una niña no tenía por qué ser testigo le hicieron aborrecer sus curvas antes casi de tenerlas.

    Aunque no tardó en descubrir las ventajas de esa sensualidad que el Altísimo había decidido concederle sin haberla requerido: le bastaba fingir un amago de desmayo para que el cocinero de palacio acudiese, solícito, a mimarla con los manjares que a ella le apetecieran o un movimiento de abanico para conseguir las mejores posiciones en audiencias reales y celebraciones eclesiásticas. Sí, había sabido utilizar su belleza y la lujuria masculina a su antojo.

    Pero también había tenido que soportar esa carga. Su tío materno, tan respetado en la corte, fue el primero en darse cuenta de su despertar como mujer, y aprovechaba cualquier ocasión para quedarse con ella a solas y manosearla con juegos infantiles que ya no eran pertinentes. Pero también aquel tutor de latín o la costurera de palacio intentaban rozar su cuerpo con la más mínima excusa. Por eso Beatriz sabe reconocer el ávido destello del deseo en el fondo de unos ojos.

    Recuerda el día que conoció al que iba a convertirse en su esposo, Hernán Peraza. Estaban en el salón preferido de su tía, la duquesa de Moya, y entró él. Tendría cerca de unos treinta años, diez más que ella, aunque mantenía el vigor y el ímpetu de la juventud. Podría haberse considerado bien parecido si no fuera por cierta dureza de rasgos en su rostro y aquella expresión de fiereza. Beatriz se espantó: en unos días tendría que contraer matrimonio con él. Trató de ocultarse tras su tía, aplazando en lo posible el momento de ofrecerle su mano. Pero la duquesa se mostró implacable y la condujo del brazo frente al que ella ya sentía como su verdugo.

    —Tu futuro esposo.

    Así sería, y ella lo sabía: lo había ordenado la reina, y a Isabel de Castilla no la contradecía ni el papa. Él tomó su mano entre las suyas, ásperas y callosas, curtidas en mil batallas, y se entretuvo un instante más de lo que la cortesía establecía, con sus finos dedos atrapados entre sus manazas de guerrero. Mientras, su mirada directa no se apartaba de su cara, su cuello, su escote… Beatriz casi podía escuchar el crepitar del fuego que comenzaba a arder en el interior del hombre. Sin embargo, lejos de hacer lo posible por disimularlo, Hernán le sonreía abiertamente, con condescendencia, lanzándole mil promesas lujuriosas con los ojos.

    —Creo que nos llevaremos bien —le dijo a su tía, y añadió dirigiéndose directamente a ella—: Os gustará mi señorío.

    ¿Su señorío? ¿Aquellas islas llenas de salvajes y perdidas en el fin del mundo? ¡Qué ridiculez! No obstante, a Beatriz le gustó la seguridad en sí mismo que transmitían esas palabras y la mirada franca, sin los rodeos y disimulos habituales en la corte. Por unos instantes se dejó vencer por la fantasía de que Hernán pudiera sustituir a su amor imposible. Pero fue él mismo quien se encargó de que ella abandonara esa idea muy pronto, en la mismísima noche de bodas.

    No hacía ni una semana desde que lo conociera en el salón de su tía y ya se había desposado con él, en un escueto rito religioso desprovisto de pompa y ceremonia, más parecido a la firma de un contrato mercantil o un acuerdo político. No hubo celebraciones posteriores, solo un breve refrigerio compartido con su tía y pocas damas más. Tras él, Hernán la condujo impaciente a los aposentos que ocupaba en palacio y le mostró hasta qué punto lo había seducido su famosa sensualidad.

    Ella, una doncella virgen asustada, se tendió en el lecho conyugal, temblando, con el camisón nupcial puesto y la ropa de cama tapándola hasta el cuello. No estaba bien visto que los desposados se regocijaran en el acto sexual más allá de lo necesario para la reproducción, pero su esposo, a pesar de proceder de familia noble, no seguía las estrictas normas del reino que se estaba convirtiendo en baluarte de la cristiandad.

    Entró en la alcoba como un animal sediento, se despojó de sus vestiduras hasta quedarse en camisón y se acercó a la cama sonriendo para sí, disfrutando con anticipación del ansiado momento. De un gesto brusco la destapó y, a pesar de su amago de protesta, le arrancó el camisón que la cubría, exponiendo las deseadas formas de su cuerpo a la luz del fuego que ardía en la chimenea.

    Beatriz sabía que aquello era pecado, que aquello era fornicación, aunque estuvieran casados, pero no le dio tiempo a pensar en nada más: Hernán se tumbó sobre ella, manoseándole los pechos turgentes y jóvenes, besándole la boca, el cuello, los pezones… Recuerda que en ese instante pensó que él estaría dejando un rastro de baba por todo su cuerpo y le dio asco.

    Sin embargo, se cuidó mucho de emitir queja alguna, ni el más mínimo sonido. Sabía que su tía y varios testigos más esperaban atentos tras la puerta para certificar que el matrimonio se consumaba. A pesar de esta determinación, cuando sintió el miembro de Hernán abriéndose paso en su vagina violentamente, lanzó un involuntario chillido. Lejos de refrenarse ante sus quejas, su esposo se excitó más y comenzó a empujar rudamente en su interior, como si quisiera romperla. Y algo debió de quebrarse allí abajo, porque un fino reguero de sangre se vertió entre sus piernas. Hernán continuó con sus rítmicos embates durante un tiempo que a ella se le hizo eterno hasta que, con un éxtasis espasmódico, se derramó en su interior y, a continuación, se desplomó sobre ella sin ningún tipo de miramiento.

    Cuando recuperó el aliento, se tumbó a su lado. Beatriz lloraba en silencio, sabiendo que había superado el trance a duras penas y dudando sobre si podría soportarlo muchas noches más. Entonces, Hernán estiró una de sus manos callosas hacia sus doloridos genitales, le separó las piernas bruscamente y le pasó las yemas de los dedos por la vulva, recogiendo en la áspera piel de su mano todas las humedades que en ella había. Después, se miró la mano cuidadosamente a la luz de la hoguera y sonrió satisfecho: había sangre. Dirigió una mirada lasciva a su mujer, aspiró el olor de sus propios dedos y volvió a incorporarse para volver a besarla en la boca. Con un repentino movimiento de sus brazos fuertes, la giró sobre las almohadas y ella quedó tumbada sobre el lecho de espaldas. La noche de bodas no había terminado aún para Beatriz.

    3

    —… seis, siete, ocho… ¡Ocho! ¡Te gané! —proclama David riendo y saltando triunfal.

    —¡Has hecho trampa! ¡Has tirado desde la orilla! —protesta Tomé enfurruñado—. Además, el último salto que has contado no se ha despegado casi del agua… No era salto.

    —Venga, no te enfades, que te dejo tirar la revancha. Toma esta piedra; es muy lisa y seguro que hace una rana estupenda.

    David Levi le tiende a su amigo una mano algo roñosa en la que le ofrece el preciado regalo de un canto rodado especialmente plano y pulido, lo que favorece que rebote más veces sobre la superficie del río en calma. Es toda una rareza teniendo en cuenta que llevan semanas barriendo de guijarros redondos y lisos esa margen del río Tormes. La conservaba para una última tirada, pero prefiere cedérsela a Tomé, que, como es más enclenque, tiene menos fuerza para lanzar y siempre pierde. A él le gusta ganar, pero le gusta más ver sonreír a su amigo. Se quedó huérfano hace unos años, y las sopas aguadas de los monjes que lo acogieron no han conseguido que alcance la talla que le corresponde a un chico de su edad.

    —¡De acuerdo! Ahí va… —Tomé dispara con toda la energía que son capaces de generar sus raquíticos bracitos—. Tres, cuatro, cinco… ¡Por todos los santos! ¿Qué les pasa a mis ranas?

    —Déjalo, Tomé. Solo son piedras…

    Están agotados. Llevan haciendo ranas un buen rato; desde que David se puso a gorjear como un palomo en celo bajo la ventana de la celda de Tomé en el convento. Pero antes ambos tuvieron que dar cuenta de todos sus deberes: el uno, cortar leña para los monjes y desbrozar malas hierbas de la huerta del convento; el otro, acarrear varios cántaros de agua hasta el taller familiar y entregar dos o tres encargos a lo largo de la ciudad. Siempre hay algo que hacer en casa de un platero. Pero a David no le importa en absoluto salir a recorrer Salamanca. No es una ciudad demasiado grande, aunque la universidad y algunos mercados y conventos sí la hacen especialmente bulliciosa, con lo que cada entrega de un paquete se convierte en una pequeña aventura para el muchacho.

    Se sientan uno junto al otro, en la ribera del río, muy cerca del primero de los ojos del antiguo puente romano, disfrutando de cómo los últimos rayos del sol del atardecer arrancan destellos dorados a la vieja catedral de piedra, al otro lado del río. A David Levi le gusta contemplar su reflejo en la tranquila superficie fluvial y romper el perfecto espejo con el lanzamiento distraído de una piedra mientras repasa el día con Tomé.

    —¿Sabes que en la mar océana no puedes ver el otro lado? —le comenta a su amigo.

    —¿Y, entonces, qué ves? —pregunta Tomé mientras se rasca con sospechosa insistencia la cabeza.

    —Más agua —responde simplemente David—. No hay casas al otro lado del agua, ni campos. Solo más agua. Hasta que el cielo se junta con el mar.

    —¿Qué estás diciendo? ¡Eso es una barbaridad! ¡Cómo se va a juntar el agua con el cielo!

    —Se junta. Se forma como una rayita azul de horizonte, allá lejos. Donde se acaba el mundo, supongo —explica David poco convencido. Y añade con más seguridad—: Es como aquí cuando sales al campo y los prados de trigo parece que se juntan con las nubes.

    —¡Ah! Eso sí: el horizonte, el fin del mundo —Y Tomé entorna los ojos para imaginarse un mar que nunca vería—. Tiene que ser bonito ver el mar.

    —Es lo más hermoso que he visto en mi vida.

    Aprovechando la paz firmada en Alcazobas que ponía fin a la hostilidad entre Portugal y Castilla, David viajó el verano anterior a Lisboa, en el reino vecino, para visitar a su tío paterno, Samuel Levi, que regenta un taller de orfebrería en la ciudad lusa. Los hermanos Levi, a quienes todos conocen como los Bejaranos, son los últimos descendientes de una prestigiosa familia judía de orfebres de la sierra salmantina que tuvo que abandonar su amada villa de origen, Béjar, ante la escasez de recursos económicos en su señorío.

    El padre de David había decidido instalarse en Salamanca, ciudad en auge debido a la fama de su universidad. Sin embargo, su tío Samuel, mucho más aventurero, se embarcó en un viaje en busca de prosperidad que lo había llevado hasta Lisboa. Su pujante taller daba cuenta del éxito con que su audacia fue recompensada. Era una enorme edificación, de piedra, soberbia, con grandes portones abiertos al ajetreo del puerto y dos aprendices haciendo funcionar los fuelles del horno.

    Pero lo que a él le llamó la atención nada más llegar fue el intenso olor a mar, una mezcla entre sardinas frescas, brisa marina y madera mojada. David lo aspiraba con fuerza y cerraba los ojos para grabar su recuerdo en la memoria: sabía que en la sequía de la meseta castellana le costaría mucho esfuerzo evocarlo. Aquellos días, mientras su padre y su tío Samuel se ponían al día con las últimas novedades acontecidas en sus respectivos reinos y compartían experiencias propias de su oficio, David contó con sobrado tiempo para recorrer los callejones cercanos al puerto.

    Se escondía cerca de las tabernas para escuchar hablar a los marineros y aprender las groseras palabras con que salpicaban sus increíbles historias; absorbía cada relato, cada comentario, cada chismorreo; le aturdían gratamente el griterío de los vigías, los vozarrones de los patrones y las bocinas de barco que alborotaban a todas horas la bocana del puerto; y admiraba durante horas el velamen hinchado de los veleros que llegaban o partían de Lisboa.

    —Los portugueses son los mejores exploradores del mundo. Han descubierto islas en la mitad del océano, han conquistado tierras en Berbería…

    —Eso es porque no pueden con los castellanos. Solo les queda echarse al mar… ¡Ja, ja, ja! —ríe Tomé.

    —¡No seas tonto! Por el mar es por donde se llega a las verdaderas riquezas, con las exploraciones —trata de explicar David—. ¿Es que acaso no has oído que los turcos han cerrado la ruta de la seda?

    —Ni idea —reconoce el pobre huérfano abriendo los ojos desmesuradamente como prueba de su ignorancia.

    —Pues sí. Pero igual los navegantes portugueses encuentran pronto otra forma de llegar allí en barco. —Y, animado por la inexperiencia de su amigo, se atreve a aventurar—: ¿Quién sabe? A lo mejor el mundo no se acaba donde el cielo se junta con el mar…

    —¿Pero qué dices, burro? ¿Y entonces?

    —No sé, pero… —David no está seguro de entender del todo lo que va a decir, aunque, de todas formas, lo intenta—: Había un navegante en Lisboa que decía que el mundo es redondo, como tu cabeza, así que para ir de una oreja a la otra podríamos ir por la nuca o por aquí, cruzando tu cara.

    —¿Cruzarme la cara a mí? ¿Tú a mí? —Tomé se levanta deprisa y, bromeando, le da una suave bofetada en la cara a David, a quien saca de su ensoñación—: ¡El que pega primero pega dos veces! ¡Ja, ja, ja!

    David se lanza rápidamente en su persecución y acaban los dos rodando por la ladera entre carcajadas. Podrían estar toda la tarde jugando y revolcándose en la hierba fresca del ribazo, pero el viento les trae el sonido de las campanas del convento de San Esteban tocando a vísperas, por lo que los muchachos salen corriendo en dirección a la ciudad.

    4

    Recordando su noche de bodas, Beatriz tiene ganas de gritar, pero, en lugar de hacerlo, se deja vencer por el desaliento y vomita por la barandilla una vez más. El sabor de la bilis le provoca más arcadas, y se vacía en ese mar que es su sepulcro. Se queda más tranquila. Casi resignada, mira al océano desafiante: no podrá con ella. Se chupa el dedo índice, todavía dolorido por la astilla, y se limpia los restos de lágrimas con el dorso de la mano.

    Escucha murmullos a su espalda y nota mil ojos clavados en ella. Entonces se yergue, orgullosa: no les dará la satisfacción de que la vean derrotada. Beatriz se recompone el elaborado peinado, se alisa los pliegues de su brial de terciopelo y, cuando vuelve a sentir los comentarios de los marineros, se vuelve hacia ellos con una mirada retadora. Ella es Beatriz de Bobadilla, dama de la corte de Castilla, sobrina de la duquesa de Moya y ahora esposa del señor de la Gomera y el Hierro, heredero del señorío de las Islas Canarias.

    Los marineros enmudecen en cuanto la señora se gira y, en unos instantes, casi todos desaparecen de aquella zona de cubierta. Beatriz se sonríe para sus adentros. Sabe que su mirada es dura y que la tripulación tiene miedo de sufrir su ira después de los tres días que estuvo aquel infame a pan y agua por blasfemar en su presencia.

    Beatriz había salido a tomar el aire, como ahora, y al verla sola algunos marineros le lanzaron comentarios procaces, animados por su indisposición a pocas millas del puerto. Cuando acertó a pasar por allí el segundo contramaestre, cuya vara y arrebatada cólera eran temidas por todos, ella le afeó la conducta de sus subalternos y tuvo la pericia de personalizar lo ocurrido en el más grosero y osado de todo el grupo, el líder, un hombrecillo sibilante como una serpiente de aspecto ruin y acento extremeño. Sabía que si la culpa se repartía entre todos, al final no habría castigo, y necesitaba un escarmiento para toda la tripulación antes de comenzar la travesía. Lo consiguió. Y, desde entonces, podía subir a cubierta tranquilamente sin que la molestaran, aunque no pudiera sofocar los murmullos a su paso.

    Debían aprender a respetarla: algunos acompañaban desde hacía años a su esposo y formarían parte de sus tropas. También a él tenía que enseñarle que podía ser despiadada y cruel, que no aceptaría el trato de una meretriz. Aun sin haberlo deseado, ella era su esposa, sería la madre de sus hijos y compartiría con él el señorío de aquellas islas salvajes del fin del mundo. Tenía que respetarla.

    La mañana en que iban a zarpar, tras otra noche de repulsiva lujuria, cuando se encontraban almorzando en un salón lleno de sirvientes que se afanaban por atenderlos, Hernán se acercó a su mujer, la besó en la boca y le estrujó un seno con su enorme manaza. Furiosa, se levantó como accionada por un resorte y le soltó una bofetada con tanta fuerza que sus delicados dedos le dolieron durante horas.

    —Ni se os ocurra pensar que voy a permitiros un trato semejante —le escupió con un susurro indignado—. Antes que esposa soy dama, y estaré encantada de contarle a la reina Isabel que el señor de la Gomera no es más que un inmoral y sucio pecador.

    Él se llevó una mano a la marca rosada que el bofetón le había estampado en la mejilla y la miró sorprendido, quizá también complacido. Beatriz se alejó, soberbia, satisfecha. Si iba a emprender un viaje semejante a su lado, quería dejar las cosas bien claras antes de partir. Ya no albergada las esperanzas que mantuvo durante los días después de la boda sobre permanecer en Castilla cuando él se embarcara a luchar por el reino; su tía le había transmitido la irrebatible voluntad de Isabel la Católica:

    —Lo acompañarás a las Canarias y te harás cargo de su señorío mientras él guerrea contra los salvajes.

    Era el castigo que la reina había impuesto a Hernán Peraza por matar al capitán de la Armada, Juan Rejón, cuando este se encaminaba a la conquista

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