media naranja del baptisterio, empezaba un laberinto de encrucijadas y angosturas como senderos que ascendían y bajaban en declives rápidos por encima de las bóvedas, detrás de los antepechos y cornisas y entre las cúpulas laterales y el gran cimborrio que volaba en el espacio cortando el azul con su panza colosal de renegridas tejas.
Otra escalera adosada al muro del cimborrio, en semicaracol, llevaba a la terraza del alto campanario que hacía de torre, donde los arcos, abrumados por nidos de cigüeñas, lucían los ladrillos como heridas sangrando en la argamasa. Nada de adornos ni de arquitecturas; se trataba del revés — que sólo Dios debía ver — del techo de un viejo templo, por dentro remozado y coquetón para los fieles; los andenes eran de hormigón, desconchado igual que las paredes, para bien de lagartijas; y en grietas, pilastras, tejadillos y agujeros, toda una fauna de volátiles se conmovía cada vez que venía a turbar el reposo de la siesta el poderoso vibrar de las campanas, tañidas por el rodaje del reloj o por los monagos colgándose en la sacristía de las maromas.
De memoria se sabía Rodrigo aquellos vericuetos. Saltando el tabique — gracias a que apenas si subía allí de mes en mes el sacristán — los recorría a menudo en divertidas cacerías de cernícalos y gorriones; cuando no por el placer de trepar y descolgarse como en una excursión entre montañas — o mejor aún por sentarse en la torre