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Guignebert Ch. - El Cristianismo Antiguo

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Ch.

Gignebert

EL CRISTIANISMO ANTIGUO

1
Primera edición en francés 1921.....................................3
PREFACIO.....................................................................4
INTRODUCCIÓN..........................................................6
capítulo I - LA INICIATIVA DE JESÚS....................18
capítulo II - EL FRACASO DE JESÚS.....................30
capítulo III - LA OBRA DE LOS APÓSTOLES........37
capítulo IV - EL MEDIO PAULINO..........................45
capítulo V - LA FORMACIÓN CRISTIANA DE
PABLO.........................................................................57
capítulo VI - LA OBRA DEL APÓSTOL PABLO.....67
capítulo VII EL CRISTIANISMO RELIGIÓN
AUTÓNOMA...............................................................74
capítulo VIII - LA FUNDACIÓN Y LA
ORGANIZACIÓN DE LA IGLESIA..........................85
capítulo IX - ESTABLECIMIENTO DE LA
DOCTRINA Y DE LA DISCIPLINA..........................98
capítulo X - EL CONFLICTO CON EL ESTADO Y LA
SOCIEDAD................................................................110
capítulo XI - EL SENTIDO DEL TRIUNFO............120
CONCLUSIÓN...........................................................135

2
Primera edición en francés 1921

3
PREFACIO

No me preocupa saber si lo que has visto te ha gustado; me


basta que sea la verdad. La ciencia no se cuida de agradar o
desagradar. Es inhumana. No es ella sino la poesía quien encanta
y consuela. Por eso, la poesía es más necesaria que la ciencia.
A. FRANCE

Este libro quisiera ser el complemento de la Evolución de los dogmas. Se


inspira en las mismas ideas directrices; pero en lugar de considerar in
abstracto las afirmaciones dogmáticas de las religiones en general, se
dedica a comprender y a explicar la vida de una religión particular,
estudiada en su realidad concreta. Por lo tanto, pretende ocuparse, ante
todo, de hechos; de su sucesión, de su encadenamiento, de su
determinación; trata de diseñar en sus grandes líneas una historia, a fin de
probar, si es posible, que no es solamente en sus dogmas, sino en la
complejidad orgánica de su cuerpo entero donde una religión se somete a la
ley de la evolución.
Del medio social donde se constituye, ella toma los elementos
primordiales que forman su sustancia y que, organizándose, le dan vida; se
adapta, sufriendo transformaciones más o menos profundas de sus órganos,
a las exigencias de los medios sucesivos y diversos a los que se ve
transportada. Como todo ser viviente, elimina poco a poco sus elementos
gastados y muertos y asimila otros, que renuevan su carne y su sangre, y
que el ambiente le suministra, hasta el día en que, por una inevitable
consecuencia de la duración, el juego de sus facultades de adaptación se
modera, luego se detiene; entonces, se torna incapaz de desembarazarse de
los residuos inertes y nocivos que en ella se acumulan; incapaz también de
nutrirse de la vida, la muerte la invade lentamente, la hiela y llega la hora
en que ya sólo sirve para engendrar, de su propia descomposición, un
organismo religioso nuevo, al que le espera idéntico destino.
Y, sin duda, es una ley del espíritu humano que —transformándose en
algunos aspectos, o inclusive elevándose, de una época a otra, hacia un
ideal inconsciente que, sin embargo, algunos creen entrever— un mismo
fenómeno se desarrolle, se acabe y recomience incesantemente. Esta es la
ley por la que nacen, viven y mueren las religiones.
La religión cristiana será el objeto principal de nuestro estudio y nos
dedicaremos, especialmente, a explicar su vida durante los primeros siglos
de su existencia; pero, al igual que en el pequeño libro cuyo título he
recordado, no me privaré de hacer comparaciones entre los hechos de la
historia cristiana y los de la historia de otras religiones. Vive en nosotros un

4
poderoso atavismo, muy difícil de desarraigar, al que le ha dado forma la
cultura romano-cristiana, que nos inclinaría a creer que el cristianismo ha
podido salvarse de ser una religión como las otras, que ha nacido y
proseguido su larga carrera hasta nuestros días siguiendo modos
excepcionales y que no perecerá. La sola comparación puede desvanecer
esta ilusión y reemplazarla por una visión desalentadora, no digo que no,
pero al menos exacta, de la realidad histórica. ¿No es atreviéndose a mirar
de frente lo que fue y lo que es como el hombre se elevará hasta la clara
inteligencia de su destino y de su deber, en vez de esforzarse en ocultar la
verdad de los hechos tras los velos de sus sueños y el ornamento de sus
deseos?
¿Tengo que añadir que el presente ensayo no pretende ofrecerse como un
cuadro completo de la historia del cristianismo en la antigüedad y que sólo
aspira a presentar, en forma accesible a todos, y siguiendo un plan que
juzga demostrativo, un conjunto de hechos y consideraciones que haga
inteligible el desarrollo de esta historia? Me ocurrirá más de una vez, sobre
todo en los primeros capítulos, hacer afirmaciones importantes sin
acompañarlas de todo el aparato de sus pruebas. Como se comprenderá, en
un esbozo de este género no hay lugar para las minuciosas discusiones
exegéticas y espero que el lector, considerando que me ocupo desde hace
una quincena de años, en la Sorbona, del estudio crítico del Nuevo
Testamento, confiará en mí y supondrá que no aventuro nada que no me
haya merecido reflexiones frecuentes y prolongadas. 1

1
Tengo además la intención de publicar próximamente diversos estudios con todo lo que no he podido incluir aquí.
Renuncio a dar una bibliografía que tomaría, bastante inútilmente, demasiado espacio; de vez en cuando indicaré las
obras esenciales. La mayor parte están escritas en alemán; el mejor manual de conjunto que conozco, sobre la historia
del cristianismo, es el de G. Krüger, Handbuch der Kirchengeschichte fiir Studierende, Tubinga, 4 vols. y un índice,
1909-1913; los de Alzog y Kraus, traducidos al francés, son muy inferiores. El mejor cuadro de la evolución del
cristianismo se halla en los dos volúmenes de Pfleiderer, Die Entstehung des Christentums y Die Entwicklung des
Christehtums, Munich, 1907, 2 vols., o el grueso libro titulado Geschichte der christiichen Religión, publicado en
Berlín y Leipzig, en 1909, por Wellhausen, Jülicher, Harnack, Bonwetsch, etc. Es de esperar que el estudio de la
historia cristiana recibirá su parte de la actividad que, sin duda, ha de manifestarse en Francia después de que
desaparezca el trastorno causado por la guerra en toda nuestra vida social.

5
INTRODUCCIÓN

I.—Dificultad de definir la religión; necesidad de insistir sobre el análisis de las religiones positivas.
—En que sentido esto es, de por sí, una tarea harto complicada.—Cómo, en una sociedad evolucionada,
las copas religiosas se corresponden con las capas sociales.—Carácter sincretista de la religión popular;
su actividad.—Ejemplos tomados de la vida del cristianismo.—La endósmosis entre religiones diferentes
establecidas en el mismo terreno social.—Cómo puede surgir una religión nueva.
II.—Por qué el estudio de la historia del cristianismo no ha avanzado.—Razones externas y causas
internas.—Información defectuosa y problemas mal planteados durante largo tiempo.—Confusión
causada por los confesionales y los polemistas.—Puntos de vista actuales.
III.—Cómo se ofrece, en conjunto, el cristianismo a la mirada del historiador.

Es empresa difícil definir la religión, la religión en sí, la que vive bajo


las apariencias diversas de las religiones particulares, que les es común a
todas, les sobrevive a todas y constituye el fundamento indestructible sobre
el que se levantan cada una de ellas, antes de acomodarse a las necesidades
y los gustos de quienes la reclaman. Nadie, hasta ahora, ha logrado realizar,
de manera satisfactoria para todo el mundo, tan difícil empresa; parece que
siempre, al menos por un lado, el objeto de la definición la desborda. Se
revelan tan diferentes al análisis los elementos constitutivos de una
religión, por poco complicada que sea, y parecen tan variados los aspectos
bajo los cuales puede considerársela, que se desespera de encontrar una
fórmula bastante flexible para contenerlos y suponerlos a todos. Además,
cuando se ha tomado el trabajo de estudiar de cerca dos o tres religiones, de
desmontarlas, por decirlo así, pieza por pieza, y también de darse cuenta
exacta de los modos y el alcance de su acción, se les descubren
seguramente principios y órganos análogos, aspiraciones comunes, la
misma ambición de regir la sociedad, de normar la vida de los individuos y
otras relaciones aún; y, sin embargo, cada una, tomada en sí misma,
presenta una fisonomía particular. Tiene sus características propias, su
manera de ser y de obrar —que excluye a veces a las de las demás—, sus
aplicaciones originales a la vida social, a la vida familiar, a la vida
individual, a la acción y al pensamiento; tanto que, en suma, las diferencias
que la separan de las demás pueden parecer más notables y realmente más
esenciales que las semejanzas que las relacionan. La caverna en que vivió
el troglodita, la cabaña del salvaje, la tienda del nómada, la casa, modesta o
suntuosa, del sedentario y el palacio de sus jefes responden evidentemente
a la misma necesidad esencial, que es la de abrigarse de la intemperie;
prestan a los hombres, que tienen exigencias desiguales, servicios
semejantes, y se parecen lo bastante entre sí como para que las podamos
comparar; sin embargo, quien pretenda aplicar a todas una definición

6
común deberá contentarse con una fórmula tan reducida que se reconocerá
en ella, apenas, la forma más elemental de la morada humana. De igual
modo, caracterizar con iguales términos la religión de una población
australiana y, digamos, el cristianismo, sólo es posible haciendo a un lado
todo lo que el segundo tiene en exceso respecto de la primera. Me inclino a
creer que la historia no se beneficia esperando que se realicen esfuerzos de
síntesis —por interesantes que parezcan a primera vista— efectuados por
sabios de nota, para abarcar la Religión absoluta y encerrar su esencia en
una frase. El análisis exacto de cada religión, su comparación con las
creencias y las prácticas precedentes o concomitantes que han podido obrar
sobre ella, es, por lo demás, lo propio del trabajo histórico.
Al tratar de hacerlo, se da uno cuenta en seguida de que es una tarea
difícil; no si se trata de analizar una religión de formas muy sencillas, pero
sí cuando se busca comprender la estructura y la vida de una religión
establecida en un medio de cultura compleja. El examen más superficial
revela, primero, que no es una, que las diversas partes de su cuerpo no son
más homogéneas que coherentes las diversas manifestaciones de su
actividad, o solidarias las diversas expresiones de su pensamiento; diríase
que está hecha de capas estratificadas, cada una de las cuales corresponde a
una clase de la sociedad, o, si se prefiere, a un nivel de la cultura social. Por
poco que se reflexione, deja uno de sorprenderse, porque, si parece natural
que cada sociedad se dé la religión que le conviene, no lo es menos que, en
una misma sociedad, cada medio social, cada "mundo", como decimos,
cree una variedad de esa religión que responda a sus necesidades
particulares. Se ha observado justamente que en los últimos tiempos de la
República romana la religión de los esclavos estaba dos o tres siglos
retrasada respecto de la de sus amos; observación que puede generalizarse,
y si la historia nos demuestra que las religiones, consideradas en conjunto,
se desarrollan y perfeccionan paralela y sincrónicamente con el progreso de
la cultura, de la que constituyen uno de los principales aspectos, nos
permite comprobar también que la evolución de cada una de ellas, como la
de la sociedad misma, es la resultante de toda una serie de movimientos,
paralelos todavía, pero ya no sincrónicos, que tienen lugar en las diversas
capas sociales.
¿Que estas son verdades muy sabidas? De seguro, pero verdades que es
necesario repetir porque los hombres más avisados las olvidan
frecuentemente, o, por lo menos, hablan de las religiones como si las
hubieran olvidado.
Por instinto, o, si se prefiere, por incapacidad intelectual para proceder
de otra manera, el pueblo, que no ha aprendido y no sabe reflexionar, se
adhiere siempre, hasta en sociedades muy refinadas, a una concepción y
una práctica religiosas que no corresponden exactamente ni a las
enseñanzas de la religión oficial, ni a la mentalidad de sus ministros

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ilustrados, ni a la representación de sus dogmas y preceptos que prevalece
entre los fieles cultos. Esa religión popular se revela al análisis como un
sincretismo, una mezcla de creencias y de usos, de distinto origen, edad y
sentido, que sólo subsisten unas junto a otras porque quienes las aceptan no
las comparan jamás. En cuanto se lo estudia, se reconoce sin dificultad que
ese sincretismo está formado por supervivencias incoherentes, por
vestigios, que es preciso relacionar con muchas organizaciones religiosas
del pasado, y sobre los cuales el presente se ha instalado, bien o mal. El
pueblo, y particularmente el del campo, no hace nunca tabla rasa de sus
creencias y de sus ritos; los adapta espontáneamente a la religión nueva que
se le impone, o bien, si ésta los rechaza, los esconde en el fondo de su
conciencia y en el secreto de su vida, en los que perduran en estado de
supersticiones activas. Como se comprenderá, simplifico; el sincretismo de
que hablo tiene sus grados, que van desde el más burdo ignorante hasta el
hombre bastante avanzado en la cultura, porque la superstición no es
privilegio exclusivo de los simples. Nuestras grandes ciudades tienen sus
hechiceros y adivinas, cuyos prospectos se distribuyen en la vía pública o
nos llegan por correo, y cuyas atractivas promesas publican periódicos
importantes. Toda esta "propaganda" se dirige únicamente al pueblo; pero
es en el pueblo, sobre todo entre los campesinos, donde los recuerdos
religiosos del pasado, transmitidos de edad en edad —algunos se remontan
a las concepciones elementales del sentimiento religioso primitivo— se
encuentran en capas profundas y se combinan, más o menos abiertamente,
con las enseñanzas de la religión dueña del presente.
Ese fondo popular existe en todas partes; es objeto de desprecio y horror
para toda religión que no provenga directamente de él, pero siempre influye
sobre ella, y, en verdad, ésta no puede vivir sin llegar a un arreglo con él.
Ella no lo confiesa, y muy frecuentemente no lo sospecha, pero se deja
penetrar más o menos profundamente por su influencia, asimila una parte
de su sustancia y contribuye así, aunque le repugne, a asegurar su
supervivencia.
Una religión, cualquiera que sea, no cae completamente hecha del cielo;
nace de una iniciativa particular o de una necesidad general, luego se
constituye y se nutre, como ya lo hemos dicho, tomando lo que necesita de
los diversos medios religiosos en los que está llamada a vivir. No quiero
hablar aquí, precisamente, de este fenómeno, sino de la reacción más o
menos activa, más o menos rápida también, de la mentalidad religiosa de
los ignorantes, del fondo popular, sobre una religión completamente
organizada, y, al parecer, acabada. Reacción constante, pero cuyos efectos,
como es natural, se hacen sentir principalmente en los períodos de la vida
de una religión en que, por su masa, por la actividad de su celo o por el
descuido de los hombres instruidos, los simples y los ignorantes ejercen la
influencia preponderante.

8
¿Un ejemplo? El cristianismo, considerado en un tiempo dado, no
solamente en la realidad de su práctica popular, sino, por decirlo así, en
todo el conjunto de su vida religiosa y social, ha sufrido el empujón desde
abajo, se ha plegado a las exigencias de los instintos religiosos y de las
supersticiones, que al principio había tratado de arruinar, en tres momentos
particulares de su existencia: en los siglos IV y V, cuando se produjo el
ingreso en masa a la Iglesia de la plebe urbana y de la población rural, y
después la de las tribus germanas; en los siglos X y XI, cuando la actividad
propiamente intelectual de Occidente, reducida al pensamiento de algunos
monjes, deja, sin resistencia posible, el campo libre a la religiosidad
popular y a la mística ignorante; y, finalmente, en nuestros días, en que
todo pensamiento activo y fecundo, porque se pliega necesariamente a las
exigencias de una ciencia constituida fuera de la fe, se les aparece a las
ortodoxias como un peligro mortal; en que los hombres instruidos se
apartan, uno tras otro, de las enseñanzas y de las prácticas de las Iglesias y
en que, sin duda, pronto "pensarán bien" sólo los fieles, que no piensan en
absoluto, o que piensan en el pasado. La fe razonada, expresión religiosa de
la cultura intelectual, tiende a la devoción y a las devociones, en que
medran las sugestiones surgidas del fondo popular. El estudio desarrollado
en los diversos capítulos de este libro suministrará a estas consideraciones
preliminares las justificaciones de hecho necesarias.
En una misma sociedad coexisten varias religiones distintas. Tienen,
primero, el rasgo común de reposar todas sobre el fondo popular del que
acabamos de hablar, salvo que se resignen a que el número de sus adeptos
no exceda de un pequeño grupo de iniciados que sutilicen sobre el
sentimiento religioso de su tiempo. En segundo lugar, se producen entre
ellas contactos de sentidos diferentes, pero de resultados sensiblemente
parecidos en todos los casos. Procediendo de la hostilidad o de la simpatía,
esos contactos determinan intercambios, combinaciones sincretistas, de las
que, por lo general, no tienen conciencia los que las realizan; especie de
fenómenos de endósmosis, que la experiencia prueba que son inevitables.
Se producen entre los niveles que se corresponden, de una religión a otra.
Dicho de otra manera, se ve, por ejemplo, establecerse una especie de
simpatía y como de solidaridad —que ni los debates ni las disputas afectan
— entre las religiones compartidas por los "intelectuales".
En marcos dogmáticos y litúrgicos diferentes, terminan por desarrollarse,
más o menos, las mismas concepciones religiosas y las mismas
aspiraciones místicas; diríase que en las diversas religiones se establece, en
esta clase particular, un mismo nivel de sentimiento religioso. Hoy día, es
un espectáculo curioso, para quien sabe mirarlo, la instintiva comunión que
tiende a fundarse entre los católicos liberales y los protestantes instruidos.
La mayoría, tanto en un campo como en el otro, se manifiesta muy
sinceramente sorprendida cuando se le habla de ello: todos afirman su

9
independencia y, en seguida, señalan desemejanzas; éstas existen sin duda,
pero concuerdan de tal manera los esfuerzos de esos hombres ligados aún a
confesiones diferentes, que conducen igualmente a una religión sometida al
control de la ciencia y de la razón y a un pragmatismo de la misma
naturaleza y del mismo alcance tanto en unos como en otros. Y los
ortodoxos católicos rezagados por temor al "modernismo" creen fácilmente
que éste se debe a "infiltraciones protestantes", mientras que ciertos
ortodoxos protestantes se inquietan por las "infiltraciones católicas". En
verdad, los hombres que poseen un mismo nivel cultural, buscan, aquí y
allá, el mismo equilibrio entre su conocimiento y su fe.
No ocurre de otra manera en los niveles inferiores. El fenómeno es en
ellos menos visible, porque los espíritus son menos abiertos, menos
flexibles, reflexionan menos, y, sobre todo, porque ordinariamente se habla
menos de cuestiones religiosas; pero, no obstante, se produce. La simpatía
que vemos establecerse en nuestros días, de país a país, entre las clases
sociales de la misma categoría y que tiende a una especie de
internacionalismo de los proletarios, de los burgueses y de los capitalistas,
por lo menos en cuanto a sus intereses económicos, puede darnos una idea
de lo que pasa cuando la misma mentalidad general, la de una misma clase
intelectual y social, se aplica, al mismo tiempo, a varias religiones en un
mismo país; nos da cuenta también de la simpatía inconscientemente
unificadora que nace y se extiende entre los niveles sociales e intelectuales
correspondientes de esas religiones paralelas.
Si los intercambios son bastante activos —y esto depende de la
intensidad de la vida religiosa, cuyas causas son, de ordinario, complejas—
pueden determinar un movimiento religioso, del que surge esa
coordinación de préstamos tomados al pasado, esa reposición en forma de
elementos antiguos, a la que llamamos religión nueva, o, por lo menos,
renacimiento, un revival de la religión establecida. Para que esta operación
comience y prosiga es ante todo necesaria una excitación particular,
proceda de la iniciativa de un hombre o sea la manifestación de un grupo;
luego una o dos ideas se afirman, que sirven de puntos de concentración a
otras y en relación a las cuales las demás se organizan. No es preciso que
sean muy originales las concepciones esenciales de la religión que nace o
renace; al contrario, tienen más probabilidad de triunfar, de implantarse
profundamente en la conciencia de los hombres cuanto más familiares les
sean y expresen más cabalmente sus aspiraciones y sus deseos, o, mejor
dicho, cuanto más completamente nazcan de ellos. Se ha sostenido, no sin
cierta apariencia de razón, que el medio crea al héroe que necesita; es
también el medio el que engendra al profeta que le hace falta; es él quien
hace brotar las afirmaciones de fe cuya necesidad siente más o menos
claramente, y cada medio al que se transportan tiende a modificarlas, a
moldearlas conforme a su propia conciencia religiosa, y todos las arrastran

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en su incesante transformación, en la vida y hasta la muerte.

II

El estudio crítico de los orígenes cristianos y de la evolución de la


Iglesia posee hoy derecho de ciudadanía en la ciencia histórica; a pesar de
ello, no está tan adelantado como podría hacerlo creer el número creciente
de libros que suscita, y muchas de sus conclusiones no han adquirido el
grado de certeza alcanzado por otras disciplinas de la erudición. Por esta
razón, entre otras, en el espíritu de gran número de hombres ilustrados y en
el del gran público, que lee o escucha, tropieza con muchas desconfianzas y
prevenciones; y lo que es peor, a veces con una indiferencia completa.
Prácticamente omisibles, o poco menos, en los países de formación
protestante y de cultura germánica, unas y otras constituyen, en los países
de tradición católica y de espíritu latino, un obstáculo espeso y sólido, muy
difícil de salvar, ante el cual se gastan y pierden, en vano, mucho tiempo y
muchos esfuerzos. Empero, la verdad es que la ciencia del pasado cristiano
no tiene toda la culpa de su retraso, que ha hecho un gran esfuerzo para
recuperar el tiempo perdido y que ha llegado a resultados importantes, en
todos los aspectos, y decisivos sobre los puntos esenciales.
Hasta la primera parte del siglo XIX, un verdadero tabú impedía el
acceso al cristianismo primitivo a los eruditos desinteresados, a los que,
totalmente indiferentes a la explotación confesional de la verdad, la buscan
por sí misma. La opinión común juzgaba que la historia cristiana constituía
el dominio propio de los hombres de Iglesia y de los teólogos y la
consideraba, no sin razón, puesto que casi no era otra cosa, un
complemento, o mejor, una de las formas de la apologética, o como un
campo reservado a las búsquedas de la pura erudición. Desde el tiempo de 2

la Reforma, una larga práctica la había acostumbrado a ver a los polemistas


—papistas o hugonotes— sacar a manos llenas de los textos antiguos,
como de un arsenal bien provisto, los argumentos que convenían a cada
uno. En el curso del siglo XVIII, los enemigos políticos de la Iglesia
católica y los "filósofos", que juzgaban caduca su dogmática, adquirieron el
hábito, y el método a veces, de la polémica protestante, pero su crítica no
parecía más desinteresada que la de los pastores reformados; sólo eran
diferentes el espíritu y el fin.
En definitiva, a comienzos del siglo XIX, los hombres imparciales
podían pensar justamente que la historia del cristianismo se estudiaba
apenas para exaltar o rebajar la Iglesia católica; de esta opinión sacaban
consecuencias diversas según las convicciones previas de cada uno, pero
Los trabajos de sabios admirables de los siglos XVI y XVIl, los Baronius, los Thomassin, los Tillemont, los
2

Mabillon, los Ruinart, los Richard Simón, etc., han preparado la historia verídica de la Iglesia, sentando principios de
método, aclarando cuestiones particulares, pero no la han constituido.

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que concordaban todas en dar pábulo, respecto de esa historia, a una
desconfianza difícil de vencer. Algunos, cómo los simples y los ignorantes,
sometidos a la "hipnosis" atávica de una educación cristiana, consentida o
soportada, pero jamás criticada, o siquiera razonada, aceptaban
cándidamente el imperio del tabú y no prestaban atención, como si fuera
una empresa sacrílega y reprobable, a las búsquedas que las enseñanzas de
la Iglesia —a su entender— hacían inútiles y que, además, condenaba.
Otros, ganados por el escepticismo por disposición natural, o por algunos
razonamientos superficiales, reputaban de indiscutible el principio
ciceroniano renovado de que el pueblo necesita una religión porque
constituye la garantía de su moral y el freno de sus apetitos, y que perjudica
a la sociedad debilitar a la Iglesia establecida. Otros más, de espíritu
perezoso o simplista, dispuestos a representarse toda religión como una
vasta empresa de superchería y de explotación tramada por los sacerdotes,
se persuadían de que el cristianismo se merecía, cuando mucho, algunos
gestos de indiferencia y algunas chanzas.
¿Por qué no confesarlo? El llamado "gran público" en los países latinos
mantiene aún los mismos puntos de vista para justificar su indiferencia
hacia la historia de los orígenes cristianos y de la Iglesia, y su ignorancia
referente a los métodos, a las cuestiones que agita, y a los resultados que
alcanza. Hasta ahora, la actitud de la enseñanza pública a su respecto no ha
hecho más que mantener, en demasía, las prevenciones de que es objeto. En
Francia, tres universidades solamente han sido provistas por el Estado de
profesores encargados especialmente de estudiar la historia cristiana, y
aunque atraen numerosos auditorios, ganan todavía pocos estudiantes. No
podrá ser de otro modo mientras nuestros jóvenes lleguen a la Universidad
sin que los profesores de enseñanza secundaria —atados por la obligación
de la neutralidad escolar— hayan atraído seriamente su atención a
cuestiones que figuran en los programas, ciertamente, pero que el deber
oficial y el deseo casi general de los maestros es de escamotear y no tratar.
En verdad, la realidad que ellos ocultan tiene su parte de
responsabilidad; quiero decir que nuestro estudio no llega a organizarse
sino al precio de penosísimos esfuerzos, frente a dificultades múltiples y
desalentadoras, y que, visto desde fuera y por ojos profanos, no ofrece
quizá un aspecto muy seductor. Su austeridad, sus vacilaciones, sus
incertidumbres y hasta su prudencia, se conciertan para alejar de él a los
superficiales, y a los que cautivan solamente las conclusiones positivas de
las ciencias exactas.
En primer lugar, las fuentes de información de que dispone son, más que
ningunas otras, mediocres, confusas, difíciles de utilizar. Las más antiguas,
que son las más interesantes porque se refieren a Jesús y a los primeros
tiempos de la fe, las que ha captado el Nuevo Testamento, han exigido, por
sí mismas, una investigación crítica previa, larga, minuciosa y que aún no

12
ha terminado. Durante largo tiempo, casi no ha sido posible buscar los
elementos y los apoyos fuera de ellas mismas, de modo que los exégetas,
para comprender, se veían reducidos a interpretar, a comentar, y, si trataban
de elevarse por encima del detalle de los textos, a sistematizar, a lanzar
hipótesis. ¡Deplorable necesidad, que todavía los apremia con suma
frecuencia, para desgracia suya, y que muchos aceptan con ligereza! O
suele acontecer, en momentos en que parece que el trabajo crítico va
definitivamente por buen camino, que salga a luz un documento decisivo,
surja una hipótesis nueva, se establezca un punto de vista original que
hagan que todo tenga que empezar de nuevo. Así, desde hace doce o quince
años el problema sinóptico, el que encierra las diversas cuestiones relativas
a los tres primeros Evangelios, ha cambiado de faz, por decirlo así. El
problema paulino se ha renovado y el del cuarto Evangelio, que podía
creerse resuelto, se ha modificado. Estas vacilaciones y rodeos de la crítica,
de los que podríamos dar numerosos ejemplos, la perpetua transformación
de sus puntos de vista y de sus sistemas tienen una causa única: de los
documentos solos no se desprende una historia continuada y coherente de
los orígenes cristianos; no son más que fragmentos, y la restauración de su
conjunto es, con frecuencia, hipotética.
Aparte inclusive de los primeros tiempos de la fe, el período
comprendido por los siglos II, III y IV, en el que se constituye la dogmática
ortodoxa, se fija la jerarquía clerical y se organiza la liturgia, está lejos de
haberse aclarado suficientemente en todas sus partes; nuestros textos rara
vez son neutrales al respecto, y rara vez lo bastante numerosos para que
podamos comprobar o revisar los unos con los otros. Los adversarios de la
Iglesia victoriosa en el siglo IV, paganos y disidentes diversos, escribieron
mucho contra ella, o sobre ella; esa literatura ha desaparecido casi
enteramente, y lo poco que queda sólo nos permite entrever los servicios
que podría prestarnos. Reducida, en su mayor parte, a escritos de polémica
o apologética, mal corregidos por relatos considerados históricos, pero
redactados lejos de los acontecimientos y en un tiempo en que apenas se los
comprendía, y a tratados de teología en los que más que revelar la fe viva
de los simples fieles se demuestra la opinión de los doctores, mal servida
por una epigrafía hecha, como a propósito, para resultar vaga e indigente, la
historia cristiana de esos tres siglos en que se constituyó la Iglesia está
mucho peor dividida que cualquier otra rama de la historia general de la
misma .época. Es justo y necesario no olvidarlo. Ninguna de las
dificultades con que se tropieza la historia de la antigüedad clásica le ha
sido ahorrada a la historia de la antigüedad cristiana, y ésta conoce algunos
obstáculos que sólo son propios de ella.
Además, exégetas e historiadores del cristianismo primitivo perdieron
mucho tiempo discutiendo problemas mal planteados. Era, por ejemplo,
ceder a una enervante ilusión tratar de extraer de la colección de los textos

13
cristianos solamente todo lo que parece necesario para una representación
exacta de las primeras épocas de la Iglesia. Conscientes de ello o no, la
empresa se inspiraba en prejuicios confesionales; no se resolvían a
considerar la religión cristiana como una de las religiones humanas; se
procuraba conservarle una originalidad; aspiración ligada por más de una
raíz al postulado teológico de la revelación. Hoy se está de acuerdo,
generalmente, en que no basta con agotar las fuentes cristianas y darse una
cuenta exacta del estado del sentimiento religioso, de la moral y de la
sociedad en el mundo grecorromano, en el que la fe debía progresar y
encontrar su alimento, para comprender su principio, su "esencia", y
penetrar las razones que la han suscitado. Se cree que una parte importante
del secreto de su nacimiento y de su naturaleza original se encuentra en
Siria, en Asia Menor, en Egipto, hasta en la Mesopotamia, en todo ese
medio oriental donde se manifestó al principio y donde encontró los
primeros elementos de su vida. El estudio minucioso de las inscripciones,
de los documentos familiares, que nos suministran los papiros y los
ostraka comienza a arrojar una luz insospechada sobre la lengua del Nuevo
3

Testamento, sobre la mentalidad, los usos, las aspiraciones y las


costumbres religiosas de los hombres por los cuales y para los cuales ha
sido escrito. Los progresos de la arqueología oriental propiamente dicha
concurren al mismo resultado.
Por otra parte, ni los confesionales ni los polemistas han abandonado la
lucha. Los primeros, no contentos de mantener, con todos sus esfuerzos, en
el espíritu de quienes los escuchan —y son numerosos— la convicción de
que los investigadores liberales son enemigos de la fe, tanto más peligrosos
cuanto más desinteresados parecen, organizan en sus escuelas y en sus
libros una contrahistoria cristiana. A mi entender, simulando adoptar sin
reservas los métodos de la crítica científica, los aplican a su manera y de tal
suerte que los llevan siempre —¡Oh milagro!— a conclusiones que están
conformes con las afirmaciones de la Tradición. Y, a juicio de los hombres
menos instruidos, esa historia equivale a la otra. Por su parte, los
polemistas anticlericales sacan ventaja de las comprobaciones de los
sabios. Es imposible impedírselo; pero la ciencia cristiana no gana con ello
mucha consideración, y hasta corre el riesgo de confusiones muy enojosas
en el espíritu público. Y siempre reaparece la antigua opinión de que "todo
eso es asunto de los curas" o de sus adversarios. El prudente no se
sorprende demasiado, porque sabe que es menester mucho tiempo para
disipar las apariencias.
Cuanto acabo de decir se aplica particularmente al estudio de la
antigüedad cristiana, pero la de la Iglesia, considerada en su vida medieval,
moderna y contemporánea, tropieza con dificultades que, aunque son algo
3
Se llama así a los restos de alfarería que se empleaban como material para escribir, especialmente en el mundo
helenístico. Se encuentran recibos, estados de cuentas, extractos de autores clásicos, sentencias diversas, y, entre los
cristianos, versículos de las Escrituras.

14
diferentes, no por ello presentan menos inconvenientes. Los textos no
faltan, y parecen generalmente ser de fácil interpretación, pero están muy
dispersos y, por poco interés que presenten, por poco que en ellos la
opinión que tratamos de formarnos de la Iglesia de hoy pueda encontrar
algo que perder o ganar, la pasión y la opinión preconcebida se enseñorean
y resulta a veces arriesgadísimo discernir y fijar la verdad de su sentido y
de su alcance. Para precisar lo que quiero decir, basta con pensar un
instante en los debates sobre el monaquismo, la Inquisición, las causas de
la Reforma, la persona de Lutero, el espíritu y las costumbres del Papado
en épocas distintas, la casuística, la compañía de Jesús, el Syllabus de Pío
IX, la Infalibilidad, o la política de Pío X. Poco a poco, el tiempo y la
paciencia de los eruditos hacen su obra; la verdad se desprende de las
controversias y se impone a los adversarios.
Es menester, por lo tanto, que la historia cristiana entre en esa esfera
feliz de la plena serenidad científica, en la cual el investigador, deseoso
únicamente de descubrir hechos, los vea como son y no les pida ningún
otro servicio que el de enriquecer sus conocimientos. Prejuicios
hereditarios que convierten en tabú, todavía, varias cuestiones importantes;
intereses diversos, religiosos, morales y hasta políticos y sociales que se
levantan frente a la curiosidad del erudito; temor legítimo de caer en la
polémica sin quererlo, de la que puede temerse siempre que no sea ni
absolutamente recta ni absolutamente sincera; por otra parte, lagunas,
dudas, ignorancias desalentadoras confesadas por todos los verdaderos
sabios, audacias temerarias, hipótesis prematuras o un poco escandalosas
—como las que tenderían a rechazar hasta la existencia de Cristo—,
choques de sistemas y querellas de eruditos; en fin, necesidad de un
esfuerzo asaz penoso para seguir investigaciones complicadas y
razonamientos tortuosos, he aquí muchas causas que se conciertan para
explicar este doble hecho evidente:
primero, la lentitud con la que se edifica la historia científica del
cristianismo; y luego la existencia, en relación con la historia, de un
sentimiento general de indiferencia o desconfianza, por lo menos en los
países latinos, en los que la mayor parte de los hombres más instruidos la
ignoran, con una ignorancia profunda y deplorable.
Entre tanto, quien se digne darse cuenta verá claramente que los
esfuerzos de varias generaciones de eruditos no han sido inútiles, .pues por
lo menos han llegado a plantear todos los problemas en el terreno de la
ciencia positiva, y que el número de los que ya han sido resueltos es
bastante considerable para que sus soluciones ofrezcan una base sólida para
sacar algunas conclusiones generales. No lo sabemos todo; de
innumerables problemas no sabemos siquiera todo lo esencial, pero nos
hallamos en posibilidad de determinar las grandes direcciones de la
evolución del cristianismo, de señalar sus principales etapas, de analizar

15
sus factores esenciales, y, también, cuando los conocimientos positivos
están fuera de nuestro alcance, de hacer, con seguridad, varias negaciones
capitales y de denunciar, con certeza, la falsedad de muchas tradiciones
que, durante largo tiempo, han extraviado a la historia; todo esto ya es algo.

III

Vistos desde fuera, hecha a un lado toda preocupación teológica o


metafísica, pero también todo deseo de comprenderlos realmente, el
nacimiento y el progreso del cristianismo se presentan como un hecho
histórico de tipo colectivo y que se resume, aproximadamente, así: bajo el
reinado del emperador Tiberio aparece en Galilea cierto Jesús Nazareno;
habla y obra como un profeta judío, anuncia la llegada del Reino de Dios y
recomienda a los hombres que se hagan mejores para asegurarse un lugar
en él; ha reunido algunos fíeles cuando un golpe de fuerza interrumpe
brutalmente su carrera; pero su obra no perece con él; la continúan sus
discípulos. Pronto se encuentra él mismo colocado en el centro de una
verdadera religión nueva, que se extiende por el mundo grecorromano y, al
mismo tiempo, se separa del judaísmo. Esta religión se afirma poco a poco,
hace numerosos prosélitos y termina por inquietar al Estado romano, que la
persigue, pero no llega a detener su vuelo; se organiza en una Iglesia cada
vez más fuerte, se hace tolerar por el emperador Constantino, después gana
su voluntad y lo arroja contra el paganismo. A fines del siglo IV,
oficialmente al menos, reina sobre la Romanía entera. Más tarde, la fe
cristiana conquista Europa y se difunde por toda la tierra. Son éstos, de
buenas a primeras, resultados tan sorprendentes, si se los compara con las
modestas proporciones que Jesús parecía haber querido dar a su obra, que
los cristianos se los explican solamente representándoselos como el
cumplimiento de un designio eterno de Dios, con miras a la salvación de
los hombres.
Como según las teologías ortodoxas Jesús es Dios, debemos pensar que,
no obstante las apariencias, él ha querido y organizado implícitamente,
durante su existencia terrestre, la religión perfecta, y que toda la vida
cristiana no es más que el desenvolvimiento necesario de los principios
sentados por él. Así, el establecimiento y la evolución del cristianismo en el
transcurso del tiempo son fruto enteramente de su voluntad; en el dominio
de las cosas visibles, y poniendo aparte el misterio de la Redención, él ha
encarnado, sufrido y muerto para fundar la catolicidad de un credo.
No nos detengamos en las objeciones que un observador desinteresado
de los hechos formularía de inmediato acerca de que las vacilaciones, las
transformaciones y reformas más o menos profundas, las querellas, las
divisiones y los cismas de los que está sembrada la historia de la Iglesia
cristiana, son apenas conciliables con la hipótesis de un plan netamente

16
definido por el Fundador, y seguido después punto por punto. Pero el
esquema que acabamos de bosquejar del nacimiento, crecimiento y triunfo
del cristianismo ha tomado en consideración los acontecimientos sólo
según sus apariencias; no ha tratado de hacernos penetrar en su ser íntimo y
de explicárnoslos verdaderamente; ha mostrado únicamente su orden y su
encadenamiento, más bien cronológicos que lógicos. A propósito de esos
acontecimientos se plantean numerosas cuestiones, realmente capitales,
tocantes al principio y "esencia" del cristianismo, al sentido y la economía
de la evolución cristiana; ellas son las que constituyen la verdadera materia
de la historia antigua de la Iglesia.

17
CAPÍTULO I - LA INICIATIVA DE JESÚS

I.—Orígenes judíos del cristianismo.—Jesús Nazareno; .insuficiencia de nuestra información sobre él.
—Por qué y como su leyenda reemplaza pronto a su historia.—La paradosis y las fuentes de nuestros
Evangelios.—Cómo han sido compuestos esos Evangelios.—Cómo la fe ha llenado sus lagunas.—Cómo
se plantea el problema de la aparición de Jesús.
II.—El medio de donde salió Jesús.—El país judío y sus vecinos inmediatos; enorme materia
religiosa disponible para un sincretismo nuevo.—Formación completamente judía de Jesús.—El mundo
palestino en tiempos de Heredes el Grande.—El sacerdocio y el culto; los escribas y el legalismo; el
pueblo y la religión viviente.—La espera mesiánica.—Caracteres propios del judaísmo galileo.
III.—El principio de la aparición de Jesús: la esperanza mesiánica.—La relación de Jesús con el
Bautista.—Los temas de su predicación: la llegada del Reino y el arrepentimiento.—¿Se creyó el Mesías?
—Alcance de las denominaciones evangélicas: Hijo de Dios, Hijo de David, Hijo del Hombre.—
Dificultades diversas y verosimilitudes: Jesús profeta judío.

El cristianismo tiene, pues, sus primeros orígenes en un movimiento


judío; aparece, al principio y exclusivamente, como un fenómeno que
interesa a la vida religiosa de Israel, totalmente característico del medio
palestino y realmente inconcebible fuera del mundo judío. Dicho
movimiento, al cual influencias múltiples aclararían después y
acrecentarían su fecundidad, surge de la iniciativa de un galileo. Jesús
Nazareno, es decir, con toda probabilidad, no el hombre de Nazareth, sino
el nazir, el santo de Dios.
No me parece posible poner en duda su existencia, como todavía se
intenta en nuestros días, pero, en verdad, una vez que la hemos afirmado,
4

penetramos en la obscuridad y la incertidumbre, hasta el punto de que uno


de los resultados principales de la profunda bus-queda realizada estos
últimos años en los documentos primitivos es el de haber mostrado la
imposibilidad de representarnos la vida de Jesús con alguna apariencia de
certidumbre. Deben considerarse como narraciones más o menos arbitrarias
y subjetivas todos los libros que pretenden contárnosla. Se comprenden
fácilmente las razones de ese hecho. Los hombres que escucharon la
palabra de Cristo y creyeron en ella, y que después de haberse desesperado
por su suplicio proclamaban su resurrección, no sentían necesidad alguna
de fijar por escrito sus recuerdos y sus impresiones; no se cuidaban en
absoluto de la instrucción de una posteridad que —estaban persuadidos—
no llegaría jamás; de un momento a otro, el mundo de la injusticia, del
4
Cf. Ch. Guignebert, Le probléme de Jésus, París, 1914. 29

18
error, de la carne, iba a concluir; la generación humana iba a detenerse, el
Mesías vencedor iba a resplandecer entre las nubes.
Por otra parte, no era posible que su fe, al proyectarse sobre sus
recuerdos, no los deformara: la convicción de que Jesús Nazareno era el
Mesías prometido a Israel, de que moraba en el cielo, al lado de Dios,
esperando la hora de su gloria, los llevaba fatalmente a prestar un sentido
profundo a las apariencias de una existencia mediocre, de un éxito muy
restringido y de un suplicio infamante; a buscar, en los incidentes más
insignificantes, enseñanzas o signos premonitorios; a aplicar a su Maestro
todos los pasajes de la Biblia atribuidos al Hijo de Jehová, y, por
consiguiente, a encontrar en su vida la realización de todas esas profecías.
Y así su imaginación piadosa envolvía los hechos con comentarios, con
agregados que su convicción les imponía, de alguna manera, como
necesarios y absolutamente verídicos, puesto que no hacían sino precisar la
naturaleza y la función mesiánicas de Jesús. Simples de corazón, pronto
llegaban a no distinguirlos de los datos de su memoria; los confundían unos
con otros en las enseñanzas que esparcían a su alrededor, y sus discípulos
se veían materialmente incapaces de separar los unos de los otros. La
exaltación de su fe los dejaba indefensos contra las sugestiones de visiones
y revelaciones particulares, y lo que cualquiera de ellos hubiera podido
captar por una comunicación directa con el Espíritu Santo se le imponía a
él y a los demás con una fuerza de certidumbre no sobrepasada —sí llegaba
a igualarla— por el más inmediato de los recuerdos "históricos". Lo que
San Pablo, por ejemplo, había aprendido "en espíritu" del Señor Jesús, le
parecía más directo y aun más seguro que lo que le podían contar los
apóstoles Pedro y Santiago.
Desde la primera generación cristiana, la tradición (paradosis) que los
fieles aceptaban como historia auténtica del Maestro estaba formada por
elementos heterogéneos y de valor muy desigual. Solamente cuando esa
generación bajó a la tumba, la desaparición de los testigos directos de
Jesús, uno después de otro, hizo nacer la duda acerca de la inminencia del
esperado retorno del Señor, y los cristianos prudentes juzgaron útil fijar por
escrito los recuerdos que la tradición oral pretendía haber conservado.
Entonces se compusieron, probablemente, pequeños libros en los que
cada redactor encerraba lo que juzgaba especialmente interesante: una serie
de sentencias atribuidas al Maestro; relatos de episodios de su vida,
edificantes o característicos; descripciones de los signos, es decir, de los
milagros producidos para confusión de los incrédulos. Nadie se preocupaba
de lo que llamamos exactitud histórica, que supone escrúpulos,
desconocidos o indiferentes a hombres de fe ardiente y desprovistos, todo
lo posible, de espíritu crítico; por lo contrario, cada uno se esforzaba en
probar la solidez de las esperanzas cristianas, de convencer a los vacilantes,
de edificar a los fieles.

19
Esos libritos, que fueron las fuentes antiguas de nuestros Evangelios, y
de los cuales la recopilación de los logia o discursos atribuida a Matías y el
relato narrativo atribuido a Marcos fueron, al parecer, los principales, no
podían pues contener, cuando mucho, más que los elementos dispersos y ya
muy mezclados de una vida de Jesús, tal cómo se la representaban a fines
de la generación apostólica. Los sucesivos redactores de nuestros
Evangelios, en el último tercio del siglo I, trataron visiblemente de prestar
coherencia al relato; pero, además de que les hubiera sido imposible, sin
duda, separar los hechos verdaderos de los comentarios que los
modificaban, de distinguir entre lo ocurrido y lo que la fe suponía que
había pasado " a fin de que se cumpliera la palabra de las Escrituras", entre
lo que recordaban y lo que el Espíritu les había sugerido, y de que,
asimismo, no experimentaron ningún deseo de hacer esa selección, se
encontraban en presencia de una materia difícil de utilizar. Las
recopilaciones de sentencias no tenían en cuenta las circunstancias en que
el Señor las había proferido; su agrupamiento —artificial en todo— no
debía ser igual en los diversos libritos; ocurría otro tanto con los relatos
propiamente dichos, que sólo narraban episodios, con grandes variantes de
un redactor a otro; era preciso escoger, seleccionar y luego unir en una
narración bien hilada trozos bastante dispares.
Basta recorrer nuestros tres Evangelios sinópticos para persuadirse de
que sus autores han realizado combinaciones sensiblemente diferentes de
los mismos hechos y de discursos análogos o parecidos, de lo que es
preciso concluir que no los ha guiado la verdad objetiva, que no han tenido
en cuenta una cronología de los sucesos lo bastante segura como para
imponérseles, sino que, al contrario, cada uno ha atendido a su propósito
particular al ordenar su obra. No es menos evidente que ninguno de ellos
disponía de una serie completa de hechos lo bastante ajustados para
permitirle trazar un cuadro satisfactorio de la vida entera de Cristo;
ninguno, pues, ha hecho otra cosa que coser, más o menos diestramente,
girones de tradiciones, que forman un conjunto artificial, pero no
constituyen un todo. Bajo la trama del relato evangélico se ven o se
adivinan enormes lagunas, hasta en el de Marcos, que, con gran prudencia,
no dice nada del nacimiento ni de la infancia de Jesús.
Pero la fe no quiere ignorar y aprende siempre lo que necesita saber;
siempre está a su servicio la imaginación piadosa. Por eso el I, el III y el IV
Evangelios nos cuentan, del período del que el II no nos dice nada, relatos
en verdad diferentes, hasta contradictorios, pero todos maravillosos y muy
edificantes; cada uno, a su manera, llena las lagunas. Sólo que es evidente
que ninguno tiene gran cosa en común con la historia. Asimismo, parece
probable que los recuerdos relativos a la Pasión se habían alterado ya antes
de la redacción de nuestros Evangelios, que habían experimentado la
influencia de diversas leyendas difundidas en Oriente, y que habían

20
recibido interpretaciones que, en algunos puntos esenciales, les dieron una
fisonomía nueva. ¿Y cómo, por otra parte, no relacionar con la iniciativa
del Maestro, no hacer entrar en la tradición de su enseñanza todo lo que la
fe viviente de sus discípulos, obligados en cierto modo, por su muerte y por
su resurrección, a no ver el pasado, el presente y el porvenir sino en la
perspectiva mesiánica, podía producir de fecundo? ¿Cómo, por ejemplo, no
atribuir al Señor la orden de bautizar y la institución de la eucaristía,
cuando de hecho el bautismo constituye desde la generación apostólica el
sello de la fe, y la eucaristía el lazo visible de los hermanos entre sí y de
Cristo con los hermanos, según la interpretación de San Pablo?
Así, pues, ya no vemos nítidamente la figura del Jesús histórico, no
tenemos ya los medios de representarnos exactamente su vida; de la
primera, podemos decir que aún se adivina algo bajo los diversos rasgos de
la tradición evangélica; de la segunda, podemos esperar tener algunos
episodios; tanto sobre un punto como sobre el otro, y también respecto a
todo lo que atañe a lo que se pretende que Jesús enseñó, conviene no
afirmar nada sino con extrema prudencia.
Entretanto, sabemos que cierto día Jesús abandonó a su familia para
recorrer Galilea y predicar. ¿Por qué? ¿Solamente porque sintió la
necesidad de hacerlo, porque una vocación nacida espontáneamente en él, y
para nosotros inexplicable, lo impulsó irresistiblemente? En parte sí, sin
duda; pero a menos de aceptar el postulado de la inspiración divina, que la
historia no puede tomar en consideración porque está fuera de su dominio y
escapa a toda discusión, una vocación de ese género no puede entenderse
más que como la resultante de la acción de un medio. La originalidad de un
inspirado está toda en la forma que da a la reducción, a la combinación
inconscientemente operada en él, de las influencias sufridas. El problema
de la aparición de Jesús se reduce entonces, históricamente, al de la
comprensión del medio en el que surgió.

II

Aún no conocemos perfectamente ese medio, pero empezamos a


conocerlo; se nos presenta bajo dos aspectos, o, mejor dicho, es doble:
Cristo nació judío; creció en un ambiente judío del que, hasta donde
podemos juzgar, tomó los elementos de su formación intelectual y
religiosa. Pero, en primer lugar, Israel no pudo aislarse tan completamente
de las poblaciones sirio-caldeas entre las cuales vivía que haya logrado
sustraerse por entero a su influencia. También había conservado algo de su
contacto prolongado con los conquistadores griegos llegados del reino
Lágida de Egipto y del reino Seléucida de Siria, estando establecidos en
tierra griega sus propios hijos, que las grandes fiestas atraían todos los
años, en número más o menos grande, a Jerusalén; de modo que, en los dos

21
o tres siglos anteriores a nuestra era, había hecho suya más de una idea
extranjera.
En segundo lugar, alrededor del mundo judío palestino existía un medio
pagano, que si no influyó directamente sobre Jesús, atrajo a sus discípulos
inmediatamente después de su muerte; medio sirio y fenicio, que limitaba
con Palestina al norte, al este y al sudoeste, y al que más que verlo
claramente lo adivinamos, pero en el que confluían las creencias, los cultos,
las supersticiones, los prejuicios, o solamente los recuerdos de varias
religiones del pasado y del presente; medio mesopotámico hacia el este, en
el que se mezclaban las influencias religiosas de India y Persia, sobre la
tierra babilónica, madre de muchos antiguos mitos esparcidos por todo el
mundo semítico y también de especulaciones en las que se combinaban la
metafísica y la astrología para la explicación del universo y del destino
humano; medio egipcio hacia el sur, en el que los antiguos cultos
nacionales se habían rejuvenecido, ampliado y como universalizado por el
influjo fecundante del pensamiento griego; por fin, medio helenístico hacia
el norte, en lo que llamamos Asia Menor, más complicado aún, pero
también más opulento porque constituía una especie de encrucijada de
religiones. A los cultos locales, varios de los cuales todavía estaban vivos y
vigorosos, a los mitos de la religión olímpica, a las reflexiones y a los
dogmas de los filósofos griegos, más o menos vulgarizados, se añadían
innumerables "contaminaciones" llegadas de todos los demás medios que
acabamos de enumerar, incluyendo el judío.
Había allí, por así decirlo, una materia religiosa enorme y en parte
amorfa, que se organizaba ya en combinaciones sincretistas, más o menos
singulares, y se prestaba a todas las formas de explotación. Constituía,
pues, para el porvenir del cristianismo, una reserva casi inagotable. Pero, lo
repito, con toda probabilidad, Cristo se formó exclusivamente en el medio
judío —se ha lanzado, a veces, la hipótesis de una acción directa del
budismo sobre él, pero ésta carece totalmente de pruebas— y la fe cristiana
se propagó, en un principio, fuera de Palestina por intermedio de judíos.
Lancemos una mirada sobre el mundo judío, reservándonos el tratar de
comprender la fisonomía religiosa de los otros cuando veamos extenderse
en ellos la predicación cristiana.
El medio judío era algo singularmente complejo en tiempos de Heredes
el Grande (muerto el 4 a. C.). Bajo la apariencia de una uniformidad de
raza, de costumbres y de religión, los judíos constituían, esencialmente, dos
pueblos, de espíritu bastante diferente y de tendencias religiosas disímiles. 5

Hay que buscar la primera causa muy lejos. Cuando el rey de Babilonia
creyó oportuno trasladar a orillas del Eufrates, super flamina Babylonís, a
los judíos que había vencido, se preocupó solamente de las familias de
5
La obra esencial es la de Schürer, Geschichte des jüdischen Volkes im Zeitalter Jesu Chrísti, Leipzig, 1901-
1909, 3 vols.; se puede consultar con provecho la obra de Shailer Nueva York y Londres, 1902.

22
cierta importancia; los habitantes del campo, las personas humildes,
quedaron en sus casas y continuaron practicando la antigua religión de
Israel, piadosa seguramente, que confiaba en Yavé, pero poco rigurosa, en
suma, capaz de comprometimiento con los dioses vecinos, o con sus fieles.
Puesto que el culto antiguo de Yavé era, sobre todo, una religión de
hombres, los buenos campesinos judíos no evitaban los matrimonios
mixtos, que mezclaban la sangre del pueblo elegido con la de las jóvenes
extranjeras. Entretanto los desterrados, por lo menos aquellos a quienes la
desesperación no precipitó en la idolatría de los vencedores, evolucionaron
rápidamente. Se veían obligados a reflexionar sobre la alianza concertada
entre Yavé y su pueblo, a explicarse su infortunio presente, a imaginarse un
porvenir consolador, a pensar en los medios de evitar el retorno de
parecidas calamidades, y se persuadieron de que los males de Israel
provenían de haber sido infiel a la Alianza y que sólo le restaba un modo de
apaciguar a Dios: someterse rigurosamente a la observancia del culto;
prácticamente, establecer un ritual muy estricto que haría imposible la
idolatría. La constitución de ese ritual, la consolidación de ese estrecho
legalismo, fortificado por una nueva redacción de la Ley, conforme a las
más recientes necesidades, fueron obra de los profetas del exilio,
particularmente de Ezequiel. Cuando la buena voluntad de Ciro permitió a
estos deportados regresar a su patria (538), no se aprovecharon todos de la
licencia, pero los que la aprovecharon llevaron a Judea la Ley y el espíritu
nuevos y —detalle esencial— continuaron en estrecha relación con sus
hermanos de Babilonia, que los ayudaron con su influencia con el rey de
Persia, con su dinero, con su socorro moral para imponerlos a la población
sedentaria. Los reorganizadores del Templo y del culto, enemigos
implacables de los matrimonios mixtos y de las concesiones al extranjero,
fueron judíos enviados de Babilonia: Esdras y Nehemías. Eran escribas, es
decir, hombres que habían estudiado la Ley, que la explicaban y
empezaban a organizar, paralela a ella, toda una jurisprudencia para reglar
los casos de conciencia, que no podían dejar de abundar desde el momento
en que se establecía como condición primordial de la piedad la absoluta
pureza legal.
El período comprendido entre el retorno del exilio y el nacimiento de
Jesús vio, entonces, primero, la reconstitución de un clero numeroso, de
una casta sacerdotal que gravitaba en torno del Templo único y aseguraba
la regularidad de su servicio, pero que no estudiaba especialmente ni
enseñaba la Ley, y que, por una tendencia natural, propendía a no atribuir
importancia más que a los ritos y a las fórmulas; en segundo lugar, el
crecimiento de la clase de los escribas, o doctores de la Ley, entre los
cuales se inicia una verdadera competencia de ingenio para penetrar en
todos los rincones del texto sagrado, que comentan y ergotizan, y terminan
frecuentemente, y a pesar de su piedad personal, sincera y profunda, por

23
ahogar la religión del corazón, libre y espontánea, bajo el cúmulo de sus
escrúpulos de forma. Algunos se inquietan por saber, por ejemplo, si un
huevo puesto el día del sabat es puro, o si el agua pura que cae en un
recipiente impuro no estará contaminada ya desde su fuente.
Algunos, es cierto, experimentando sin saberlo la influencia de las
especulaciones griegas sobre Dios, el mundo y el hombre, amplían y
sublimizan, la antigua representación de Yavé, que se convierte en el Dios
en sí, indefinible e inclusive innombrable. Inclínanse a adoptar una
cosmología y una antropología dualistas, en las que se oponen los dos
elementos contrarios, la materia y el espíritu, el cuerpo y el alma. Y así,
totalmente en contra de la acción del legalismo exagerado, comienza a
universalizarse y, propiamente, a humanizársela religión nacionalista de
Israel. Este trabajo, naturalmente, se realiza más a fondo y se cumple más
rápidamente en las colonias judías de tierra pagana, en las que volveremos
a encontrarlo; pero al principio de nuestra era, hacía ya tiempo que se había
iniciado en Palestina y logrado resultados apreciables.
El pueblo obedece a los sacerdotes, porque son sus guías nacionales: el
Gran Sacerdote es el único autorizado para representar a Israel ante el amo
persa, o griego. Judea se convierte, así, en estado teocrático y, aún en el
período de los Asmoneos, durante el cual se cree independiente, sigue
6

siéndolo, puesto que el rey es al mismo tiempo Gran Sacerdote. Por otra
parte, el pueblo admira a los escribas, sabios y escrupulosos. Pero, en
realidad, ni el ritualismo escéptico de los sacerdotes, ni la pedantería
altanera de los escribas lo conmueven profundamente y no satisfacen su
piedad. Cede poco a poco al empuje del rigorismo; se cierra todo lo que
puede a los extranjeros y hasta se indigna al ver, a veces, cómo sus jefes
helenizan con exageración; pero sigue amando a Yavé de corazón,
rezándole en sus días de angustia con un fervor inspirado en la piedad de
otro tiempo y no se encierra en las formas nuevas; en otros términos, su
religión vive y progresa. Adopta varias nociones que no eran
fundamentalmente judías y que procedían del Oriente: a la del papel
desempeñado por ángeles y demonios; a la de la vida futura y el juicio
final. Simultáneamente, saca de las desgracias de los tiempos —porque los
judíos sufrieron mucho de los egipcios, de los sirios, de los romanos y de sí
mismos, durante los cuatro siglos que precedieron a Cristo— la
consolidación de una antigua esperanza: espera, llama fervorosamente al
Mesías, que vendrá para darle a Israel un esplendor mayor que el de los
tiempos de David. Los propios escribas terminan por aceptar, comentar y,
en cierto modo, consagrar esas preocupaciones de la fe popular. Y cuanto
más parecen los acontecimientos desmentirlos, cuanto más dura se hace la
6
Es decir, en tiempos de los Macabeos. Judas, Jonatán, Simón, Juan Hircano, Aristóbulo y Alejandro Janneo,
entre el 165 y 70 antes de Jesucristo, porque desde la muerte de Janneo hasta el advenimiento del idumeo Heredes, en
el 40, reínan la anarquía y la decadencia.

24
dominación extranjera, tanto más se arraigan en el espíritu de los simples,
mayor lugar ocupan en su convicción.
No debe olvidarse que en aquella época los judíos —y, por otra parte,
muchos otros hombres en el mundo— no poseían la menor noción de lo
que llamamos leyes naturales, del encadenamiento necesario e invariable
de causas y efectos. Convencidos de que Dios todo lo puede, no distinguen
ningún límite entre el fenómeno y el milagro y, en verdad, viven en el seno
de lo maravilloso constantemente, porque todo cuanto los sorprende se les
aparece como la obra inmediata de Dios o del Adversario. Por eso, se
persuaden sin esfuerzo de que la extraordinaria revolución esperada se
cumplirá, en cuanto Yavé lo quiera, irresistiblemente, y su espera ansiosa
acecha el anuncio con creciente nerviosidad. Esta esperanza mesiáníca, de
la que Israel esperaba la reparación deslumbrante de sus infortunios y el
olvido de sus humillaciones, estaba, por el contrario, destinada a arrojarlo
en las más desastrosas aventuras, a las que se lanzará con denuedo,
convencido de que está por aparecer la Gran Aurora bendita y de que el
cielo lo ayudará con sólo que él se ayude. Las espantosas rebeliones de los
siglos I y II de nuestra era, que diezmaron a los judíos y consumaron la
ruina de su nación, se originaron todas en la convicción de que se había
vencido el tiempo y de que la promesa antaño proclamada por los profetas
de Yavé se cumplía por fin.
Pero en Galilea, en esa parte septentrional de Palestina donde nació
Jesús, los simples constituían el grueso de la población. El país no había
sido llamado a compartir la nueva vida judía más que en tiempos de los
Macabeos; había visto únicamente de lejos a la aristocracia sacerdotal, y si
los escribas no la evitaban del todo, no pululaban allí como en Jerusalén o
en la Judea propiamente dicha y no habían adquirido la reputación y la
influencia que honraban a los maestros de las escuelas judías. Se decía
comúnmente que los galileos no tenían muy buena cabeza, sin duda porque
durante los primeros tiempos de la dominación romana se habían refugiado
en sus montañas las tenaces tribus nacionalistas. Se burlaban también de su
acento provinciano. En verdad, parece que su piedad conservaba una
espontaneidad, un ardor, una profundidad que testimoniaban una vida
religiosa muy intensa, que no dominaba la minucia escrupulosa del
fariseísmo judío.
Así, pues, Jesús nació y creció en un país en el que las preocupaciones
religiosas se adueñaban del espíritu de la mayor parte de los hombres;
surgió del pueblo en el que todos vivían en la esperanza ingenua, en la
espera ansiosa de un suceso milagroso, que los judíos se merecerían por su
sola piedad y que los haría dueños de la tierra. Pero regían ese pueblo
sacerdotes que no compartían tal esperanza y desconfiaban de los
problemas que podría crearles con los dominadores extranjeros; estaba, en
cierto modo, encuadrado por doctores, uno de los cuales dijo que el

25
ignorante no podía ser piadoso, y que no sentían mucha simpatía por un
movimiento popular.

III

Es concebible que un hombre profundamente piadoso, un simple, cuyo


espíritu no se ha secado del todo por la disciplina de los escribas, pero que,
impregnado desde la infancia de las preocupaciones de su medio, no vive
intelectual, religiosa y moralmente más que por ellas, si se halla dotado de
la facultad maravillosa de reunir en sí mismo y de recrear, por decirlo así,
con su meditación, las ideas que flotan en el aire que respira (y esto es lo
propio de todos los inspirados) llegue a traducir sus convicciones en actos.
Un inspirado galileo de aquella época no podía menos que anunciar, en
forma más o menos personal y original, la inminente realización de sus
esperanzas. Y tal parece ser, efectivamente, la razón de la "aparición" de
Jesús. 7

Nos hacen falta documentos para llegar a conocer los detalles materiales
de su formación intelectual, y para comprender las causas precisas que
determinaron su iniciativa; no es necesario suponer, en una ni en otra,
mucha complicación. Todos nuestros Evangelios señalan una relación, mal
precisada pero cierta, entre la iniciación de su vida pública y la predicación
de otro inspirado, que predicaba la necesidad del arrepentimiento porque se
aproximaba el tiempo prometido. Acaso Jesús haya conocido a Juan el
Bautista, acaso haya ido hacia él y, a ejemplo suyo, la vocación, lenta y
obscuramente preparada en el fondo de su conciencia, se haya impuesto
irresistiblemente a su voluntad y haya comenzado a predicar al conocer la
noticia del encarcelamiento de Juan por Heredes Antipas, para que el Reino
tuviera heraldo. En definitiva, reanudaba la tradición profética interrumpida
en Israel desde el regreso del destierro y que ya varios nebim antes de él, el
Bautista entre otros, habían tratado de recomenzar. Su iniciativa, por
original que pueda parecer a primera vista, no tenía en su forma nada de
excepcional ni de inesperado.
Puede dudarse de que haya sabido desde el principio qué es lo que quería
exactamente o qué representaba. Con procedimientos distintos de los del
Bautista, porque había renunciado completamente a la vida ascética y a la
violencia de lenguaje de su predecesor, desarrollaba los mismos temas
principales: "El Reino está cerca, la gran transformación que desterrará del
mundo la injusticia y el mal; arrepentíos, si queréis un lugar entre los
elegidos". ¿Por qué lo decía? Porque una fuerza secreta lo impulsaba a
decirlo, porque sentía al Señor en él, como lo habían sentido todos los
7
La Vie de Jesús de Renán no es científicamente estimable. Puede leerse Jesús et la tradition évangélique de
Loisy, París, 1910, y Kyrios Chrístos de Bousset, Gotinga, 1913, caps. I y II;
y consultar Die Hauptprobleme des Lebens Jesu, de Barth, Gütersioh,1911, y Die Hauptprobleme der Leben-Jesu-
Forschung, Tubinga, 1906, de O. Schmiedel.

26
inspirados judíos. ¿Cómo lo entendía? ¿Cómo se representaba el Reino y su
llegada? No lo sabemos; nuestros textos datan de un tiempo en que la
demora del advenimiento del Reino ha modificado ya su representación en
el espíritu de los cristianos. Se lo imaginaba, sin duda, en conformidad con
lo que se decía a su alrededor: como el advenimiento material del gozo para
Israel, la deslumbrante manifestación de la bendición de Yavé, bajo una
forma que la imaginación popular nunca había fijado bien y que, quizá, él
mismo no fijaba rigurosamente. Nada nos asegura que no haya hecho, al
principio, alusiones a la violencia mesiánica, a la guerra que, según la
opinión más difundida, debía llevar al mundo el Mesías; en nuestros
Evangelios hay algunos rastros de esto, pero es natural que hayan
desaparecido de escritos destinados a probar que era en él, tan dulce y
pacífico, en quien debía verse a "Aquel que debe venir".
¿Se creyó el Mesías? Se ha dudado; y se duda todavía, por razones
importantes: jamás se calificó abiertamente de Messiah (en griego
Christos). Un estudio atento de los pasajes de nuestros Evangelios en los
que aparece la palabra, no permite relacionar uno solo con alguna de sus
dos fuentes fundamentales: la recopilación de las sentencias o Logia del
Señor y el primer Evangelio, atribuido a Marcos. Y los más probatorios, en 8

apariencia, son los que menos resisten a la crítica: por ejemplo, la famosa
confesión mesiánica ante el gran sacerdote Caifas (Me., 14, 61) de la cual
nada hay que garantice la letra, y que parece no responder a ninguna
realidad histórica. Pero en los tiempos en que los textos evangélicos de que
disponemos recibieron su forma última, era inevitable que la fe en el
mesianismo de Jesús, convertida en el fundamento del cristianismo, se
afirmara en ellos de manera notable y pareciera autentificada por el
Maestro en persona. No obstante, "palabra de Evangelio" y "palabra de
Jesús" siguen siendo dos para el exégeta, y es una conclusión muy segura
de la exégesis la de que Jesús no proclamó su mesianidad.
Él no se llamó Hijo de Dios, expresión que, por otra parte, a juicio de un
judío, sólo podía representar un escandaloso contrasentido y una grosera
blasfemia; que, además, ni un solo texto evangélico permite atribuirle con
seguridad, y que pertenece al lenguaje de los cristianos helenizados, a San
Pablo y al autor del IV Evangelio, para quienes tenía un sentido profundo y
suficientemente claro. 9

No tomó el título de Hijo de David, bien conocido en Israel como


8
Se lee, en verdad, en Marcos, 9 41: Pues el que os diere un vaso de agua en razón de discípulos de Cristo . . , pero
la autenticidad de las palabras características ha sido abandonada hasta por los exégetas conservadores como el P.
Lagrange o el pastor H. Monnier, porque el empleo de XQIOTÓS sin artículo, pertenece al lenguaje de San Pablo y no al
de la Sinopsis, y porque Mateo, 10, 42, paralelo a nuestro Marcos, dice: y el que diese de beber a uno de estos
pequeños sólo un vaso de agua fresca en razón de discípulo..., lección que es probablemente la más antigua.
9
Un judío podía llamarse Servidor de Yavé pero no su Hijo, y creo con verosimilitud que Jesús se haya
considerado y presentado, en efecto, según el Salmista, como Servidor de Dios. La palabra hebraica Ebed, que
significa servidor, se traducía frecuentemente al griego por la palabra παίς que a la vez significa servidor y niño. El
paso verbal de παίς, niño a υίός ha sido muy fácil, pero la noción de Hijo de Dios procede del mundo helenístico.

27
esencialmente mesiánico; tampoco empleó el que nuestros Evangelios
parecen considerar característico de su persona y de su misión, el de Hijo
del hombre, o, por lo menos, no lo empleó en sentido mesiánico. Los judíos
lo ignoraban en ese sentido, porque el famoso pasaje del libro de Daniel, 7,
13, 14: "Miraba yo en la visión de la noche y he aquí en las nubes del cielo
como un hijo de hombre que venía...", este pasaje, digo, no lo relacionaban
todavía los rabinos con la aparición del Mesías; fue mucho más tarde
cuando llegó a la sinagoga, por la influencia del uso que de él hacían los
cristianos. Durante algún tiempo, los fíeles, que conocían mal la lengua
aramea, en la que un hijo de hombre (bar nascha) quiere decir
sencillamente un hombre, imaginaron que esa expresión, que podían leer en
las Logia o Sentencias del Señor, encerraba un sentido misterioso, y,
comparándola con el empleo que de ella hace Daniel, y que no
comprendían tampoco, la consideraron como un equivalente especialmente
cristiano de Mesías. El examen de los textos no permite dudar de que esto
es un error y, en casi todos los pasajes de nuestros Sinópticos en los que
aparece la expresión, pertenece al redactor. En cuatro o cinco lugares
solamente, es probable que se base en una sentencia auténtica de Jesús,
10

inexactamente traducida, y allí es menester entenderla como si dijera: un


hombre. Por ejemplo: las zorras tienen cuevas... el hombre no tiene donde
recline la cabeza; o bien: Y cualquiera que hablare contra el hombre, le
será perdonado: mas cualquiera que hablare contra el Espíritu Santo, no
le será perdonado, ni en este siglo, ni en el venidero.
Es, pues, un hecho cierto que la tradición primitiva no dijo abiertamente
que Jesús se haya presentado como el Mesías, y nos deja la misma
impresión el llamado "secreto mesiánico", es decir, la insistente
recomendación, casi amenazadora que, según Marcos, el Maestro consideró
necesario hacer a sus discípulos en varias ocasiones: no revelar lo que
adivinaran, entrevieran o supieran de su dignidad real. ¿Qué interés tenía en
disimular su identidad y en callar su misión, justo en el momento en que su
predicación sólo adquiriría sentido real si las proclamaba? Es un problema
muy espinoso el que le plantea al historiador la necesidad de admitir que un
campesino galileo transformara hasta ese punto el ideal del héroe en que se
había cifrado la esperanza de su pueblo, y que haya cambiado en un mártir
humilde y resignado al rey victorioso esperado como el Mesías. Ciertos
exégetas han tratado de solucionar estas contradicciones mediante diversas
consideraciones tendientes a probar que, si Jesús no se declaró
abiertamente Mesías, creyó que lo era, lo dejó creer a sus discípulos y
murió para dejárselo creer a Pílalos; y que, de no ser así, los Apóstoles no
hubieran podido pensar que el Crucificado había resucitado de entre los
muertos. Ninguna de esas razones es realmente convincente. Nos puede
10
Sea en Mt., 8, 20, (Lc., 9, 50.); Mt., 11, 19, (Lc., 7, 34,); Mt., 12, 32, (Lc., 12, 10,); Mt., 9, 6, (Mc., 2, 10; Lc., 5,
24,) ; Mt., 12, 8, (Mc., 2, 28; 6, 3).

28
seguir sorprendiendo que Jesús no se haya explicado más claramente sobre
este punto esencial; podemos interpretar las semi-confesiones o las
insinuaciones que le atribuyen nuestros textos como artificios de redactores
que la tradición auténtica desdeñaba; podemos pensar que el procurador
romano no necesitaba ninguna confesión mesiánica para desembarazarse de
un agitador judío que predicaba la próxima llegada del Reino, es decir, el
fin inminente de la dominación romana; podemos creer, en fin, que el amor
de los Apóstoles por su Maestro y la confianza que pusieron en él, bastaron
para provocar las visiones que arraigaron en ellos la certeza de su
resurrección y que la convicción de que había sido "hecho Cristo", por la
voluntad de Dios, coro" se le hace decir a San Pedro en los Hechos de los
Apóstoles (2, 36), vino a explicar el milagro de la resurrección.
Hay, pues, en definitiva, razones sobradamente sólidas para pensar que
Jesús se consideró y comportó sencillamente como un profeta, que se sintió
impulsado por el espíritu de Yavé a proclamar la próxima realización de la
gran esperanza y la necesidad de prepararse. Pero, aun en tal caso, cabe
preguntarse si no estaría persuadido de que se le había reservado un lugar
escogido en el Reino futuro, lugar que era difícil no confundir con el del
Mesías mismo.
Varios exégetas notables, como M. Loisy, responden por la afirmativa, y
si es difícil discutir sus razones, también lo es, a mi juicio, aprobarlas sin
reservas. En este punto, como en tantos otros, se nos escapa la certidumbre.

29
CAPÍTULO II - EL FRACASO DE JESÚS

I.—Certidumbre de este fracaso.—Sus causas: Jesús no habla ni al pueblo, ni a los doctores, ni a los
sacerdotes un lenguaje convincente.—El viaje a Jerusalén y la muerte de Jesús.—¿La había previsto?
II.—La dispersión de los Apóstoles.—Cómo la fe en la resurrección de Jesús realza su valor.—De qué
fenómenos procede esta fe.—Sus consecuencias en relación con la constitución de la cristología primitiva
y el nacimiento del cristianismo.
III.—La reorganización de la fe de los discípulos.—La idea del próximo retorno del Mesías Jesús.—
Débiles probabilidades de éxito de la doctrina apostólica.—Lo que asegura su supervivencia: su
trasplantación a tierra griega.

Así, los textos nos dejan en la incertidumbre acerca de lo que Jesús


pensaba del principio de su misión, del carácter de su persona y del alcance
de su papel. En cambio, vemos bien que no tuvo éxito, que sus
compatriotas palestinos no creyeron en la misión que se arrogaba y no se
conformaron a las sugestiones morales que les ofrecía; lo miraron pasar,
durante el brevísimo tiempo que vivió entre ellos, con curiosidad o 11

indiferencia, pero sin seguirlo. Quizá —y cuando mucho— sedujo a


algunos centenares de galileos ingenuos, porque cuando nuestros
Evangelios nos muestran las multitudes apretándose a su paso y encantadas
con su palabra, no nos hacen olvidar que en otros pasajes, con mayor
veracidad, nos hablan de la dureza de corazón de los judíos; en verdad, el
mismo Jesús parece haber desesperado de ablandarlos. Las razones de su
fracaso se ven claramente,
No le hablaba al pueblo con el lenguaje que éste esperaba; predicaba el
examen de conciencia, el amor al prójimo, la humildad de corazón, la
confianza filial en Dios a gente que esperaba un llamado a las armas y el
anuncio del último combate antes de la victoria eterna. No les decía:
"¡Levantaos!, ¡El Mesías de Yavé está entre vosotros!", sino: "Preparaos,
por el arrepentimiento, para el Juicio que se acerca". No les pedía obrar,
sino solamente esperar en determinada actitud moral y religiosa, que
trocaba la espera en desazón. Hijo de Israel, probablemente demostraba
sólo un exclusivismo relativo: la piedad de corazón, le fe-confianza del
centurión romano o de la cananea igualaban a sus ojos los méritos del
11
La vida pública de Jesús no puede estimarse según los datos del IV Evangelio que permitirían atribuirle una
duración aproximada de tres años; se redujo ciertamente a algunos meses, quizá a algunas semanas; no lo sabemos
con exactitud.

30
origen puro; mejor dicho, un pagano que creyera en sus palabras, se
colocaba, en su estima, muy por encima de un judío incrédulo. Hablaba
mucho de justicia, de paz, de aspiración al Padre y también de resignación,
de paciencia; mas no de rebelión, ni del triunfo del pueblo elegido sobre las
naciones. Y todo esto, que constituye para nosotros su originalidad y su
encanto, no podía agradar a los ardientes mesianistas de Palestina.
A los doctores se les aparecía como un ignorante presuntuoso, que,
cándidamente, creía que el buen sentido podía, reemplazar a la ciencia y el
corazón a la razón; que hablaba "con autoridad", sin haber frecuentado
escuelas, porque sentía en sí el soplo del Padre; su espíritu les disgustaba;
la espontaneidad de su religión contrariaba el formalismo de la suya, y la
antipatía no podía ser sino recíproca. No debemos olvidar que nuestros
Evangelios reflejan las preocupaciones de un tiempo en que el legalismo
judío ya no reprimía casi a los cristianos, en que, por consiguiente, se
inclinaban a atribuir al Maestro el menosprecio que ellos le demostraban;
sin embargo, es imposible no sacar de los numerosos textos donde Cristo
ataca a los escribas, y a la inversa, de aquellos en que los escribas le
tienden la trampa de preguntas insidiosas, la impresión neta de un conflicto
latente entre ellos y él. Evidentemente, respetaba la Ley, se atenía a ella,
pero no exclusivamente, y se mostraba dispuesto a poner las inspiraciones
de la piedad por encima de las recomendaciones rabínicas.
A los sacerdotes de Jerusalén, a la aristocracia saducea, les parecía el
más peligroso y molesto de los agitadores; peligroso porque se aventuraba
a provocar en el pueblo uno de esos movimientos violentos y absurdos que
las autoridades romanas reprimían siempre con rigor y cuya agitación
turbaba la tranquilidad de la gente del Templo; molesto, porque exponía
desconsideradamente, ante los ojos del vulgo, comparaciones y reproches
que, en definitiva, perjudicaban al sacerdocio.
En vez de pronunciarse contra el nabi, el pueblo dudaba. Contábase que
Jesús multiplicaba los signos, es decir, los milagros, curando a posesos y
enfermos; es verosímil inclusive que le atribuyesen ya— ¡trivialidad en
aquel tiempo y en aquel país!— la resurrección de algunos muertos; sus
enemigos atribuían todas esas maravillas a la influencia de Belcebú, o sea,
el diablo, pero los simples no creían sus palabras y permanecían perplejos;
finalmente, si Jesús no excitaba su entusiasmo, tampoco desalentaba su
simpatía. En cambio, doctores y sacerdotes lo detestaron desde que lo
conocieron y él cometió la imprudencia de ponerse en sus manos.
No vemos claramente qué lo decidió a ir a Jerusalén. Probablemente, no
fue sólo el deseo de celebrar la Pascua en la Ciudad Santa. Nuestros
Evangelistas escribieron para gente de una época en que todo el "misterio"
de la vida de Jesús se cifraba en su muerte, muerte aceptada por él para
redimir y regenerar a la humanidad; y suponen que el Señor había
explicado desde hacía tiempo la necesidad de su Pasión; por eso no

31
titubean en decirnos que Jesús va a Jerusalén para cumplir su obra divina
en la cruz del Calvario. Al historiador le parecen más obscuros su estado de
ánimo y sus verdaderas intenciones.
¿Tenía la impresión clara de su fracaso? Puede creerse, pues los hechos
hablaban con bastante elocuencia. A decir verdad, no es fácil concebir
cómo hubiera podido triunfar de acuerdo con sus deseos: su predicación
moral no tenía sentido y no podía dar fruto sino a condición de que se
vigorizara con algunos signos precursores del gran acontecimiento cuya
inminencia afirmaba; sólo podía justificarse mediante el cumplimiento de
su palabra. Ahora bien, los signos no aparecían y su palabra no se ha
cumplido todavía, hasta tal punto que sus fieles se han visto obligados,
desde hace mucho tiempo, a sostener que los primeros discípulos no lo
comprendían bien, que no les decía lo que parecía decirles. Firmemente
seguro de que poseía y anunciaba la verdad, se persuadió tal vez de que se
manifestaría en Jerusalén y de que únicamente allí resplandecería el Gran
Día. Esto es lo que deberíamos creer si pudiéramos confiar en el relato de
su entrada mesiánica en la ciudad, entre aclamaciones populares; pero yo,
por mi parte, dudo de su veracidad.
Cualesquiera que fueran las intenciones o las esperanzas de Jesús, fue
una mala inspiración la de trasladarse a aquel medio que no era el suyo y en
el que sus enemigos naturales eran los amos. ¿Cometió allí alguna
imprudencia, como la de entregarse a actos contra los mercaderes de
palomas o los cambistas establecidos en el atrio? Puede ser. En todo caso,
el procurador romano había aprendido a desconfiar de los inspirados judíos
y no les fue difícil a los sacerdotes y doctores persuadirlo de que, en interés
del orden, debía poner fin a las agitaciones de un galileo cualquiera. Pilatos
hizo detener a Jesús, lo juzgó y lo puso en la cruz. El pueblo le dejó hacer.
Según todas las apariencias, los esfuerzos de nuestros Evangelistas para
declarar inocente al romano y arrojar sobre los judíos la entera
responsabilidad del crimen, no se inspiran en la verdad de los hechos, sino
en un deseo de congraciarse con las autoridades romanas, en un tiempo en
que sólo en ellas encontraban apoyo los cristianos contra la animosidad de
las sinagogas.
Jesús no había previsto lo que le sucedió; el espanto y la fuga de sus
discípulos son la prueba evidente de ello; el golpe de fuerza de Pilatos lo
hería en pleno sueño y parecía arruinar su obra. Es verosímil que, en sus
últimos días, la inquietud por el porvenir, la in-certidumbre del presente y
—¿quién sabe?— la duda de sí mismo se hayan apoderado de él y que el
pensamiento de su muerte próxima haya pesado sobre su espíritu; pero
nada nos autoriza a creer que haya juzgado entonces que su suplicio era útil
para la realización de su misión y todo nos obliga a pensar que no dijo nada
parecido. En verdad, puesto que el milagro anunciado no se producía, que
Yavé no se manifestaba ¿qué más podía hacer sino huir a Galilea

32
precipitadamente o inclinar la cabeza y sufrir su destino? Tal vez pensó en
regresar a su país; esta suposición se apoya en que, según el Evangelio de
Mateo, citó a sus discípulos en Galilea. De todos modos, le faltó tiempo
para cumplir su propósito, si lo tuvo.

II

El "escándalo de la cruz", como dirá San Pablo, debía, al parecer, poner


término a la tentativa de Jesús. Él había aparecido para anunciar un
acontecimiento que no se produjo; había perecido; sus discípulos se habían
dispersado presas de pánico; ¿no debían abandonar hasta la esperanza que
había puesto en su corazón, y lamentar o maldecir su error y el de ellos
mismos? No lo olvidemos, Jesús no había fundado nada. No había traído
una religión nueva, ni siquiera un rito nuevo, sino Una concepción personal
—más que original— de la piedad en la religión judía, de la que no
pretendía cambiar ni la fe, ni la Ley, ni el culto. En el centro de su
enseñanza se situaba la idea mesiánica, que compartía con casi todos sus
compatriotas; idea que, solamente, él concebía de una manera distinta. Nos
es imposible afirmar que esta manera fuera realmente particular de él.
Atribuirle la voluntad de establecer una Iglesia, su Iglesia, de proveerla de
ritos, de sacramentos, signos sensibles de su gracia, y de prepararle la
conquista del planeta, son otros tantos anacronismos. Diré más: otras tantas
deformaciones de su pensamiento que, de conocerlas, lo hubieran
escandalizado. Pero, entonces ¿qué podía quedar de él, aparte de algunas
máximas morales, seguramente provechosas, pero menos originales de lo
que ordinariamente se afirma, aparte del recuerdo conmovedor de sus
virtudes, de su encanto personal? La lógica responde: nada. Y sin embargo,
la serie de los acontecimientos pareció desmentir a la lógica.
La fe-confianza de los Apóstoles triunfó de la propia muerte. Y aquí
tocamos el más obscuro de los problemas. Volvieron a encontrarse en
Galilea, en el marco familiar donde habían vivido con Él; creyeron verlo de
nuevo y se persuadieron de que no estaba muerto. Éste es el hecho, pero
sus detalles se nos escapan. Como era inevitable, la leyenda ha querido
aclararlo y lo ha tornado ininteligible, mezclándolo con episodios
maravillosos, inverosímiles, imposibles de verificar dadas las
contradicciones de los textos. Los relatos de la Resurrección de que
disponemos hoy, se le ofrecen al crítico como agregados compuestos de
recuerdos confusos, exactitudes inventadas, de viejas "historias", triviales
ya en el mundo oriental; pero ¿qué tienen como fundamento, por cuanto,
seguramente, tienen algo de exacto? De toda evidencia, una visión de
Pedro, seguida de visiones colectivas, fenómeno de contagio mental,
común en la historia de las religiones.
No olvidemos que si los Apóstoles vuelven de Jerusalén horrorizados,

33
perplejos, momentáneamente desalentados porque lo que esperaban no se
ha producido y han recibido un golpe tan rudo como inesperado, pueden sin
embargo no estar desesperados. Han confiado demasiado en la promesa de
Jesús para desprenderse de ella, y, pasado el primer momento de confusión,
en el medio donde poco antes los conmoviera tan profundamente, influye
de nuevo sobre ellos, y especialmente sobre Pedro, con energía. Pero la
promesa de Jesús está, para ellos, ligada a la persona de Jesús; admitir que
esa persona ha desaparecido para siempre es consentir en abandonar toda
esperanza. Esta idea fija su fe; por decirlo así, la hipnotiza; no es posible
que nos haya abandonado, que su muerte sea definitiva. El resultado seguro
de esa tensión constante, en el cerebro de hombres a la vez rudos y
místicos, exaltados por la espera y el deseo, es la visión. Por eso, Pedro ve a
Jesús y luego otros lo ven como él lo ha visto. Que se trate de francas
alucinaciones visuales, o de interpretaciones alucinadas de cualesquiera
apariencias, poco importa; los pescadores del lago de Genesaret estaban
igualmente desarmados ante uno y otro fenómeno.
Las visiones convencen a los Apóstoles de que Jesús vive, que vive por
lo menos en su espíritu glorificado por Dios. Pero para que viva es
necesario que ya no esté muerto, y si ya no está muerto —para los judíos de
aquel tiempo no había vacilación posible— es que ha resucitado. No digo
resucitado en su cuerpo enterrado, sino resucitado con un cuerpo.
Suponiendo que los Apóstoles hayan pensado al principio sólo en
apariciones de su espíritu, no han podido, indudablemente, mantenerse
mucho tiempo en esa opinión, porque la creencia popular les representaba
la resurrección como una repetición integral de la vida terrestre; y también 12

porque varios textos de las Escrituras, en los que buscaron el anuncio y la


justificación de la resurrección de Jesús, les impusieron la convicción de
que había salido de su tumba al cabo de tres días, o al tercer día. La 13

leyenda está fundada en el convencimiento de los Apóstoles, y fue en tierra


griega donde se constituyó en su mayor parte.
Por el momento, no insisto en esta construcción secundaria. Señalemos
solamente que la afirmación apostólica: Nosotros lo hemos visto; Dios lo
ha resucitado, reclamaba una conclusión; ¿por qué habría Dios sacado a
Jesús de la morada de los muertos, sino porque le reservaba un papel
primordial en una gran obra cercana? La obra no podía ser otra que la
instauración del Reino anunciado por el Maestro, y el papel, el de Mesías.
Dos versículos de los Hechos de los Apóstoles (2, 32, 36), nos permiten,
por decirlo así, captar en vivo el razonamiento apostólico: A este Jesús,
dice uno, resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos, y el otro
12
Durante su vida Jesús había pasado por ser, para ciertas gentes, Juan Bautista resucitado. Cf. Me., 6,14.
13
Oseas, 6, 2: El nos dará vida a los dos días, y al tercero nos levantará y viviremos ante Él-—Jonás, 2, 1: Y Jonás
estuvo en el vientre del pez por tres días y tres noches (Cf. Mat., 12, 40). Recuerda también el Salmo 16, 10 (Cf.
Hechos., 2, 27, 31).

34
concluye: Sepa pues ciertísimamente toda la casa de Israel, que a este
Jesús que vosotros crucificasteis. Dios ha hecho Señor y Cristo. No
garantizo, entiéndase bien, que la expresión atribuida aquí a San Pedro le
pertenezca auténticamente, y hasta creo lo contrario, porque el empleo de la
palabra Señor (Kyríos) denuncia a un redactor helenizante; quiero decir que
pertenece a la cristología de las comunidades helenísticas, pero la afinidad
de las dos afirmaciones responde ciertamente a una realidad psicológica.
Si no hubieran tenido los Apóstoles esa fe en la resurrección de su
Maestro, no habría habido cristianismo, y desde este punto de vista ha
podido decirse (Wellhausen) que sin su muerte Jesús no tendría ningún
lugar en la historia. A la inversa ¿puede sostenerse que toda la doctrina
esencial del cristianismo se funda sobre esta resurrección? Por lo que
respecta a la dogmática, sería difícil exagerar su importancia y parecería
legítimo colocar, como epígrafe, bajo el título de toda exposición de la fe
ortodoxa, la frase de San Pablo en su primera Epístola a los Corintios (15,
17) : ¡Si Cristo no resucitó vuestra fe es vana!
Por lo demás, para quien se sitúe en el punto de vista puramente
histórico de la determinación y de la extensión del cristianismo, la
importancia de la creencia en la resurrección de Jesús no parece mucho
menor; porque, gracias a ella, la fe en el Señor Jesús se convirtió en el
fundamento de una religión nueva, que, separada pronto del judaísmo, se
ofreció a todos los hombres como el camino divino de la salvación. Gracias
a ella, también, penetraron en la conciencia de las comunidades cristianas,
por lo menos de las helenizantes, las influencias del viejo mito oriental del
Dios que muere y resucita, para llevar a sus fieles a la vida inmortal, y
transformaron prontamente al Mesías judío, héroe nacional, ininteligible e
indiferente para los griegos, en Jesucristo, Señor y Salvador, Hijo de Dios y
Vicario de Dios en el mundo; aquel cuyo nombre, como lo dijo también
San Pablo, invocan todos los que creen y ante quien debe postrarse la
creación entera. 14

III

Y para empezar, desde el momento en que aceptaba la resurrección, la fe


de los discípulos no podía sino reanimarse y reorganizarse.
Digo reorganizarse: es claro, en efecto, que ya no podía vivir de sólo las
afirmaciones de Jesús. Su muerte modificaba la posición de la cuestión,
porque tomaba, de grado o por fuerza, un lugar en la perspectiva
escatológica. Primero se la consideró destinada a posibilitar la
15

resurrección, prueba suprema de la dignidad mesiánica del Crucificado,


esperando que se hiciera de ella el gran misterio, el desenlace necesario, el
14
I Cor., 1, 2; Filipenses, 2, 9 y ss.
15
Es decir, en el cuadro del fin del mundo, de las cosas últimas

35
fin de la obra entera. Y se dijo: "Jesús Nazareno vino como un hombre
inspirado de Dios; multiplicando los milagros y haciendo el bien, pereció a
manos de los malos; pero él era el Mesías designado; Dios lo ha probado
resucitándolo de entre los muertos, al tercer día, y pronto volverá en su
gloria celestial para inaugurar el Reino prometido." En la predicación de
Cristo, la idea de la inminencia del Reino parece la esencial; en la
predicación apostólica, lo esencial son la dignidad mesiánica de Jesús y su
próximo retorno. Tales son, efectivamente, los dos temas que, según el
libro de los Hechos, los Doce desarrollarán en seguida en Jerusalén.
Es preciso que creamos que poseían un poder de ilusión poco común,
porque, a priori, todo hacía suponer que obtendrían aún menos éxito que su
Maestro, y que se les deparaba un final igual. ¿Si los judíos no creyeron en
Jesús cuando vivía, cómo podrían convertirse en sus adeptos cuando todo
hacía creer que él mismo se había engañado, que no había podido siquiera
socorrerse en la hora del suplicio, que había muerto miserablemente a vista
del pueblo? ¿Que ha resucitado? ¿Pero quién lo ha visto? ¿Sus discípulos?
Débil prueba. En verdad, los Doce recibieron en Jerusalén la acogida que
cualquiera, menos ellos, podía prever: ganaron algunas docenas de
partidarios, como lo hacía la secta de menor importancia; conservaron la
benevolencia del pueblo por la fidelidad de su piedad judía y su asiduidad
al Templo, lo que, de paso, demuestra que su Maestro había creído que se
separaba muy poco de la religión de Israel; excitaron la animosidad
despreciativa de escribas y sacerdotes, de quienes sufrieron diversos malos
tratos. Sin embargo, su miserable condición, su carácter pacífico y quizá
también la buena opinión que merecían al pueblo, les evitó la muerte; por
otra parte, para algunos de ellos, esto fue sólo una prórroga. Hicieron
adeptos en las pequeñas ciudades vecinas a Jerusalén, pero, de toda
evidencia, alcanzaron rápidamente el apogeo de su éxito entre los judíos de
raza. Por ser este éxito de tan limitado alcance, a los ojos de los menos
advertidos, parecía evidente que la herejía cristiana no sobreviviría a la
generación que la vio nacer, y que pronto los fíeles de Jesús Nazareno se
perderían en el olvido, como los del Bautista o los de tantos otros nabi.
No aconteció así, porque intervino en el asunto_un elemento nuevo, que
cambió completamente su aspecto: incapaz de arraigar en terreno judío, la
esperanza apostólica se vio trasladada a terreno griego, ya veremos cómo; y
allí prosperó; comprenderemos por qué. Hablando con propiedad, es allí
donde debe buscarse el primer término de la evolución del cristianismo.

36
CAPÍTULO III - LA OBRA DE LOS APÓSTOLES

I.—Los Apóstoles son palestinos; su punto de vista.—Hay Judíos fuera de Palestina; la diáspora.—
Cómo se constituyó.—Organización de sus comunidades.—Propaganda de sus sinagogas.—Cómo llegan
a concordar con el helenismo.—Espíritu de sus prosélitos; por qué está, de antemano, predispuesta en
favor de la predicación, cristiana.
II.—El sincretismo de la diáspora.—El mandeísmo de Mesopotamia.—Los hipsistaros y los
sabazíanos de Frigia.—Los nasoreos de Epifanio, en Perea.—Terreno favorable que estas sectas preparan
al cristianismo.
III.—Cómo se efectúa el paso de la fe apostólica sobre el terreno de la diáspora; el relato de los
Hechos.— Bernabé en Antioquía.—Obscuridad y pequeño alcance verosímil de la obra de los Apóstoles
palestinos.

Los Apóstoles y los discípulos, tranquilizados por la robusta confianza


de San Pedro, que volvieron a reunirse luego de disipado el terror del
primer instante, para tratar de reconstruir su sueño roto y de reanimar en
sus corazones las esperanzas que les hizo concebir el Maestro, eran, no lo
olvidemos, judíos de humilde condición y sin cultura. Su horizonte no
podía ser más amplio que el de Cristo y su ambición se limitaba a
encaminar a "las ovejas de la casa de Israel" por la vía de salvación. Todo
nos induce a creer que al principio, por lo menos, su exclusivismo judío
mostrábase dispuesto a ser más estrecho que el de Jesús. Nada más lejano
de su pensamiento que la intención de llevar la Buena Nueva a los paganos
y, a decir verdad, les era imposible concebir la aceptación del Evangelio
por hombres que, previamente, no compartieran la fe judía. Pero gran
número de judíos habitaban, en aquel tiempo, fuera de Palestina;
pertenecían al rebaño de Israel. 16

Durante los cuatro siglos inmediatamente anteriores a la era cristiana,


varias causas determinaron que los antepasados de esos hombres
abandonaran su patria. Primero la necesidad: su país, situado entre el reino
16
La obra esencial es la de J. Juster, Les juifs dans 1'Empire romain. París, 1914, 2 vols.; ver también, en el
Diccionario de Antigüedades de Daremberg y Saglio, el artículo Judaei, de T. Reinach.—Sobre los comienzos del
cristianismo, su implantación en tierra grecorromana y su determinación como religión original, se leerá con
provecho a Pfleiderer en Die Entstehung de.f Christentums y The evolution of early christianity, de Case, Chicago, s.
f. (1914); se consultará Kyrios Christos, cap. III-VII de Bousset y Das ürchristentum, Gotinga, 1914, t. I.

37
Lágida de Egipto y el reino Seleucida de Siria, había servido
frecuentemente de campo de batalla a egipcios y sirios. En el curso de sus
razzias, unos y otros hicieron muchos prisioneros que jamás regresaron;
accidente parecido tuvo lugar repetidas veces durante la prolongada lucha
por la independencia, sostenida por los Macabeos contra los reyes sirios; se
había reproducido en beneficio de los romanos cuando éstos guerrearon
contra Antíoco el Grande y, más tarde, cuando tomaron partido en las
querellas intestinas de Judea. Por otra parte, cuando los trataban bien, los
judíos eran laboriosos, fieles, diligentes; por eso los Ptolomeos y los
Seléucidas trataron de atraer a su país grupos importantes y lo lograron.
Algunos se instalaron en el delta del Nilo y en Cirenaica; otros en
Antioquía, en Lidia, en Frigia. Palestina no ofrecía recursos inagotables y
la raza judía era prolífica, de modo que, viviendo con estrechez en un suelo
a menudo ingrato, muchos judíos, cuando se vieron bajo la dominación de
amos extranjeros, fueron a buscar su pan en regiones sometidas al mismo
poder y hubo quienes hicieron allí su fortuna. Dos siglos antes de
Jesucristo, un judío de Alejandría se permitía si acaso una exageración
poética al escribir, dirigiéndose a su pueblo: "La tierra entera está llena de
ti y también todo el mar." El geógrafo Estrabón, contemporáneo de Cristo,
17

tenía asimismo la impresión de que había judíos por todas partes. En


verdad, se habían diseminado por todo el ámbito del Mediterráneo, pero
sólo formaban grupos compactos en las grandes ciudades del mundo
griego, en Mesopotamía y en Roma, en la que, durante el reinado de
Augusto, podía contarse una docena de miles.
Dondequiera que estuviesen, por lo común no olvidaban ni su origen ni
su religión. Vivían estrechamente unidos, procuraban obtener de las
autoridades públicas derecho legal a la existencia y se organizaban.
Formaban, en lo temporal, una comunidad que tenía sus jefes, sus
magistrados elegidos, su justicia y sus costumbres; en lo espiritual, una
sinagoga, a la que acudían todos a oír la lectura de la Ley, a rezar, a
18

hacerse virtuosos en común, y que tenía, también, su pequeño gobierno.


Una judería numerosa, como la de Roma, repartía a veces sus miembros en
varias sinagogas. Los príncipes griegos, sirios o egipcios, dejaron a los
judíos proceder a su manera y hasta les acordaron varios privilegios; los
romanos siguieron el ejemplo, y una verdadera carta constitucional
protegió a los hijos de Israel en todo el territorio del Imperio; una carta que
no solamente autorizaba su religión y legalizaba sus agrupaciones, sino que
tomaba ampliamente en cuenta sus prevenciones y sus prejuicios y que
trataba con miramientos, en lo posible, sus susceptibilidades religiosas.
Esta situación excepcional, que su natural orgullo acentuaba, el
desprecio que ella casi les permitía profesar a los cultos municipales, otros
17
Oráculos Sibilinos, III, 271.
18
Esta palabra, como iglesia, designa a la vez el lugar donde se reúnen y la reunión que se efectúa en él.

38
defectos y ridiculeces que dejaban ver, sobre todo la singularidad de las
ceremonias de la sinagoga, considerada por el vulgo como el templo sin
ritos de un dios sin imagen y sin nombre, la circuncisión, las restricciones
alimenticias de ,1a Ley mosaica y, para rematar, varias calumnias irritantes
y fácilmente aceptadas, por ejemplo las de practicar la muerte ritual y
adorar una cabeza de asno, todo esto había hecho nacer en el populacho de
las ciudades en que eran numerosos, sentimientos muy hostiles en su
contra. El mundo grecorromano conoció un verdadero antisemitismo, que
hubiese llegado a violencias extremas sin la contención de las autoridades
romanas, aunque a veces éstas no pudieron evitarlo; es útil señalarlo desde
el principio, porque pronto se transferirá de los judíos a los cristianos. 19

Por el contrario, los israelitas, generalmente bien vistos por las


potencias, a causa de su sumisión y su espíritu laborioso y serio, atraían
igualmente la atención simpática de los hombres a quienes chocaba la
puerilidad mitológica, lo grosero del ritual, la fragilidad metafísica, la
nulidad moral de la religión pagana corriente. En un tiempo en que
empezaba a afirmarse la boga de las conmovedoras religiones de Oriente,
el yaveísmo parecía, a quienes por su temperamento estaban predestinados
a comprenderlo, la más sencilla, la más elevada y la más pura de todas.
Aunque eran muy exclusivistas, sombríos y poco acogedores en su país, los
judíos adquirieron mejores maneras entre los gentiles; no cerraban
estrictamente sus sinagogas; toleraban a los extraños delante de su puerta
abierta; no se negaban a enseñarles la Ley a los que querían conocerla, y
como, además, se había traducido al griego, todo hombre instruido podía
estudiarla. De tal suerte, se había formado, poco a poco, una clientela de
prosélitos alrededor de cada sinagoga. Algunos llegaban hasta el fin en la
conversión; recibían el bautismo purificador, aceptaban la circuncisión,
enviaban la ofrenda ritual al Templo de Jerusalén y se asimilaban así a los
verdaderos hijos de Israel.
Otros, sin llegar a tanto, frecuentaban más o menos regularmente el atrio
de la sinagoga, contribuían con sus denarios a su sostenimiento y "vivían la
vida judía" hasta donde se lo permitía su condición social; los llamaban
"los temerosos de Dios". Eran realmente muy numerosos en torno de las
grandes Juderías de Oriente y de Egipto; en Roma se los encontraba hasta
en las clases superiores, sobre todo entre las mujeres.
Los judíos de la dispersión no conservaron integralmente ni los hábitos,
ni el espíritu de sus hermanos palestinos. Su exclusivismo, su odio al gentil,
su temor enfermizo a los contactos impuros, habían cedido en un medio en
que les habrían hecho la vida imposible; conversaban a diario con los
"pecadores" y, sobre todo, sufrían la influencia y la atracción de la cultura
helénica, de la cual se impregnaban. Hechas a un lado las convicciones
19
Todos los testimonios griegos y romanos relativos a los judíos han sido reunidos, traducidos y anotados por Th.
Reinach: Fontes rerum judaicarum, I. Textes d’auteurs grecs et romains. París, 1895.

39
religiosas y las prácticas esenciales que suponían, esos judíos, considerados
dos o tres generaciones después de su emigración, se asemejaban por el
idioma, el aspecto y la formación intelectual a los griegos de la misma
condición social. Los más instruidos profesaban una admiración profunda
por las letras y la filosofía helénicas; estaban a tal punto compenetrados,
que se sentían tan incapaces de sacrificarles la Ley como de sacrificarlas a
la Ley. Por eso, Filón, el prototipo de los judíos helenizados, se dedicó a
demostrar, de muy buena fe, en Alejandría, que las revelaciones de Moisés
y sus prescripciones se acordaban perfectamente con las especulaciones de
Platón y de Zenón; sólo se trataba de entenderlas bien. 20

Ideas capitales para los palestinos se debilitaban entre los helenizados:


por ejemplo, su mesianismo, en lugar de manifestarse como un
nacionalismo estrecho y agresivo, tendía a cobrar la forma de una conquista
del mundo por la verdad. En cambio, otras ideas, extrañas a su raza, se
abrían camino en su espíritu; verbigracia, se compenetraba cada vez más de
la idea griega del dualismo de la naturaleza humana; no concedían ya
mucha importancia a la suerte futura de su cuerpo y prestaban todo su
cuidado al destino del alma, punto sobre el cual los palestinos no habían
profesado nunca una doctrina firme y clara.
Con mayor razón los prosélitos judíos permanecían fieles a la cultura y
al espíritu de su medio; nada hubiera podido decidirlos a despreciar lo que
su educación les representaba como la más hermosa civilización que hubo
jamás y la más digna de un hombre razonable. Adoptando más o menos
completamente el judaísmo, pretendían adaptárselo y no excluir de su
espíritu, ni de su vida, sino aquello que les parecía radicalmente
incompatible con lo que tomaban del judaísmo. Por ello los judíos de la
dispersión y los "temerosos de Dios", se encontraban, especialmente los
segundos, mucho mejor dispuestos que los palestinos a discutir las
afirmaciones de los Apóstoles y, en caso necesario, a aceptarlas; asimismo,
por esa causa la simplísima doctrina apostólica —que la experiencia reveló
que era muy plástica— corría el riesgo de sufrir graves alteraciones si se
trasladaba a las sinagogas helénicas.

II

Este riesgo parecía tanto mayor cuanto que, en algunas regiones de la


diáspora, los judíos no se habían contentado con adaptarse a las
necesidades sociales de su ambiente y organizar su fe religiosa, o, por lo
menos, con explicársela en función de su cultura, manteniéndola sin
embargo integralmente. Poco a poco, fueron mezclando algo de las ideas y
las creencias del paganismo circundante, mientras que, por su parte, ciertos
paganos aceptaban varias representaciones importantes de la religión judía
20
E. Bréhier, Les idees philosophiques et religieuses de Philon d'Alexandrie, París, 1907

40
para mezclarlas a su propia religión. No se han podido esclarecer bien las
combinaciones sincretistas que resultaron de esas endósmosis, pero lo que
21

puede entreverse basta para mostrarnos su importancia.


Por ejemplo la colonia judía de Mesopotamia se hallaba bien situada
para sufrir —creyendo defenderse de ellas— las influencias del Irán y de
Babilonia, madres de especulaciones sorprendentes, que se organizaban en
sistemas más o menos coherentes, de explicación del mundo y la vida, en
gnosis, como se dirá más tarde en la Iglesia cristiana. Debemos nombrar 22

siquiera a una de las combinaciones nacidas de ese extraño medio, en la


que el judaísmo entra como elemento, es el mandeísmo, o secta de los
mándeos, sincretismo judeo-babilónico, que parece haber servido de
fundamento a varias construcciones ulteriores, importantes en la historia
del cristianismo.
Otra colonia judía nos interesa muchísimo desde el mismo punto de
vista, y es la de Frigia. En este país, que durante toda la antigüedad se
distinguió por la intensidad de su vida religiosa, los judíos formaron
primero uno o varios grupos aislados en medio de las poblaciones paganas;
pero terminaron por sufrir la acción de su contacto y obraron a su vez sobre
ellas, hasta tal punto que vemos, bastante nítidamente, a varias de sus
concepciones religiosas, adoptadas por los paganos, amalgamarse con
creencias autóctonas. El culto propiamente frigio era entonces el de la Gran
Madre (Cibeles) y Atis, su amante; éste último recibía el título de hipsistos,
el Altísimo, que es de origen judío y responde a una creencia caldea, según
la cual la morada de los dioses se encuentra encima de las siete esferas
planetarias y del cielo estrellado. Por otra parte, un juego de palabras fácil y
tentador identifica a Sabazius o Sabacis, el Júpiter o Dionisos frigio, con
Sabaoth, y adivinamos, desgraciadamente en la penumbra de los
documentos, sectas semi-judías de hipsistaros, de sabbatístas o sabazianos
que comparten una misma esperanza: la de la salvación eterna, de la vida
bienaventurada sin fin, alcanzada después de la muerte, por intercesión de
un Sóter, de un Salvador divino. La comunión entre los miembros de estas
sectas se establecía por la participación en una cena litúrgica y mística que
quizá tenía ya valor de sacramento, es decir, que confería a los comensales
una gracia divina, o una aptitud particular para recibir esa gracia. 23

Combinaciones análogas se producen en otras partes, en Egipto, en Siria


sobre todo, en la que pronto señalaremos su influencia sobre la formación
Es el nombre que se ha convenido en dar a todas las realizaciones religiosas en que se organizan elementos
21

provenientes de religiones distintas.—La obra esencial sobre las_sinagogas de la díáspora, consideradas desde el
punto de vista que ahora nos interesa, es la de M. Friedlander, Synagoge und Kirche in ihren Anfangen, Berlín, 1908;
debe leerse con precaución, pues sus afirmaciones sobrepasan a veces el alcance de los textos.

La palabra gnosis quiere decir conocimiento, pero supone que ese conocimiento escapa al común de los
22

hombres y que se alcanza solamente por revelación o iniciación. Cf. Legge, Forerunners and rivals of Christianity,
Cambridge, 1915, 2 vols.» t. I, cap. III-VL
23
Cf. Cumont, Les relígíons orientales dans le paganismo roffiaín,París,1909,pp.9ilyss.

41
religiosa de San Pablo.
Las sectas sincretistas y gnósticas de fondo judío se extienden, pues,
poco a poco alrededor de Palestina; y no es imposible que, desde antes del
nacimiento de Jesús, se hayan más o menos multiplicado a favor de los
peregrinajes frecuentes efectuados a Jerusalén por los judíos de la
dispersión, durante las grandes fiestas del año litúrgico. Un escritor
cristiano del siglo IV, San Epifanio, que "no siempre merece confianza,
pero que dispuso de información abundante acerca dé esas "herejías"
orientales, nos habla con algunos detalles de una de ellas, la de los
nasoreos, difundida en la región transjordánica, en Perea, antes del
24

comienzo de nuestra era; Sus adeptos rechazan el culto del Templó, pero se
pliegan a las demás costumbres judías; no obstante, la influencia extranjera
que experimentaron se manifiesta en que no admiten el carácter divino de
la Ley. Se consideran santos con respecto al resto de los hombres, como lo
harán los primeros cristianos y, además, su nombre debe explicarse, sin
duda, como el sobrenombre de Jesús, por la palabra hebrea nazir, que los
griegos traducían por hagios, es decir, santo. Los nasoreos eran muy
probablemente ardientes mesianistas, y quizá rendían, por adelantado, un
culto al Mesías, como lo hacen, a su Dios salvador, las sectas de
sincretismo más profundamente pagano.
Nuestra información, desgraciadamente muy incompleta todavía, no nos
permite hacer muchas afirmaciones acerca de todos los puntos que atañen a
estas sectas sincretistas judías, pero su sola existencia basta para probarnos,
en principio, que hay puentes entre el judaísmo propiamente dicho y las
diversas religiones de Asia occidental que presentan con él el rasgo común
de esperar, bajo cualquier forma, o de adorar ya a un Salvador divino. De
ahí se desprende que no es, a priori, inverosímil que se haya extendido un
revival mesiánico de origen palestino fuera de los límites de Palestina, y
que se lo haya tomado en consideración en muchas sinagogas de la
diáspora; en torno de ellas, inmediatamente, y aun en agrupaciones más
alejadas de ellas que las de los simples prosélitos de la puerta. La
existencia de esas sectas nos demuestra que en la ortodoxia de la sinagoga
de la dispersión se producían escisiones más fácilmente que en la de la
comunidad palestina; que, lejos del Templo y de los sacerdotes, su rigor
legalista cedía a veces a formas de expresión de su sentimiento religioso
más espontáneas, o más armónicas con las preocupaciones religiosas
generales del medio en que vivía, que terminaban por penetrarla. En otros
términos, los judíos y especialmente los semi-judíos de la dispersión
parecían mostrarse mucho más accesibles a las afirmaciones apostólicas,
referentes a Jesús, que los de Jerusalén y Palestina; pero, asimismo, debía
temerse que la fe en Cristo Jesús agregara un elemento nuevo, un
24
San Epifanio, Haeres, 19, 1 y ss; 29, 9.

42
componente relativamente poderoso al sincretismo ya bastante complicado
de muchos de ellos.

III

El paso de la esperanza apostólica al dominio de la diáspora se efectuó


en la forma más natural y de modo que podríamos llamar inevitable. El
libro de los Hechos nos cuenta que los Apóstoles conquistaron a cierto
número de judíos helenistas llegados a Jerusalén para las fiestas de
Pentecostés. Algunos regresaron a su país inmediatamente; otros
permanecieron en esa ciudad, pero no tardaron en ser expulsados, cuando el
diácono Esteban, que se había especializado en llevar el Evangelio a las
sinagogas que los helenistas sostenían en la ciudad santa, pereció víctima
del Sanedrín (Hechos 6, 9 y ss.; 7, 57 y ss.). Se fueron de allí a Fenicia, a
Chipre y a Antioquía, en las que se pusieron, a su vez, a predicar en las
sinagogas (Hechos, 11, 19 y ss.) ; "hablaron a los griegos" es decir, a los
"temerosos de Dios", y "creyendo, gran número se convirtió al Señor". Los
Doce no habían provocado, ni siquiera previsto, esa iniciativa; cuando
conocieron sus efectos enviaron a Antioquía un hombre de confianza,
llamado Bernabé, para informarse de la situación que, ciertamente, les
inquietaba. El entusiasmo de los nuevos convertidos se ganó la voluntad de
Bernabé, reconoció en él la gracia del Señor y se dedicó a proseguir con el
mayor celo la tarea tan bien comenzada. Se dirigió a Tarso, donde vivía
entonces Pablo, y se lo llevó a Antioquía para asociarlo a su obra. Había
encontrado allí al gran obrero del porvenir.
Los Doce y los discípulos directos de Jesús no podían, ya lo sabemos,
hacer ningún progreso, como le aconteció a su Maestro, corriendo, por lo
demás, los mismos peligros. En lugar de proclamar como él: "el Reino va a
manifestarse", decían; "el Señor va a volver"; pero afirmaciones como ésas
no pueden menos que debilitarse si la espera es prolongada. Nos sería
difícil precisar qué hicieron exactamente los compañeros directos de Jesús.
Agrupados alrededor de Pedro y Juan —a los cuales parecen haberse unido
desde el primer momento los hermanos del Señor, puesto que el mismo
Pablo coloca a uno de ellos, Santiago el Menor, al lado de Pedro en la
comunidad de Jerusalén— vegetan y apenas se alejan de la ciudad santa.
Leyendas posteriores llevan a Andrés al país de los escitas, a Santiago el
Mayor a España, a su hermano Juan a Asia Menor, a Tomás a la India y
aun a China, a Pedro a Corinto y a Roma. Todos estos relatos no son
igualmente inverosímiles, pero es de temer que alguno sea falso; y, en
suma, aparte de los primeros capítulos de los Hechos de los Apóstoles, que
poseemos solamente en forma de una inquietante recomposición de la
redacción primera, no nos queda ninguna información digna de fe sobre la
vida y la obra de los Apóstoles directos de Jesús.

43
Dicho silencio no nos dispone a creer que hayan realizado cosas muy
extraordinarias, lo que, en efecto, es muy poco probable. Creemos saber
que Pedro, los dos Santiagos y, quizá, Juan, hijo de Zebedeo, perecieron de
muerte violenta, y rastreamos a través de los escritos de los heresiólogos 25

las huellas de las pequeñas comunidades judaizantes fundadas por ellos, las
que, después de la gran rebelión judía del 66, se refugiaron allende el
Jordán. Comunidades que se quedan pronto rezagadas respecto de la
doctrina de las comunidades de tierra griega y a las que ya desde el siglo II
se acusa de sostener una doctrina errónea; su acción inmediata y directa en
la historia del cristianismo es prácticamente desdeñable. El fermento
vivificante viene, pues, de otra parte.

25
Es decir, cristianos que escribieron sobre las herejías, como San Ireneo en el siglo n, el autor de
Philosophomena en el ni. San Epifanio en el IV, etc.

44
capítulo IV - EL MEDIO PAULINO

I.—Tarso.—Sus escuelas y su resplandor.—La educación intelectual de Pablo.—Como se hace


Apóstol de Jesucristo.—-Su temperamento.—En qué medida es original.—Elementos de su doctrina:
importancia de la cuestión.
II.-—Los dioses salvadores del Oriente helenístico.—En qué se parecen y cómo se mezclan.—Él mito
de su muerte y de su resurrección anuales.—Su origen y su sentido primitivo."—Aplicación a Mitra,
Osiris, Tamuz, Adonis.—El drama de la vida y de la muerte del dios.
III.—Interpretación, metafísica de esas historias divinas: figuran el misterio del .destino humano.—
Necesidad en que el hombre se ve de asociarse al destino del dios salvador para alcanzar la vida eterna.—
Cómo se efectúa esta asociación.—El bautismo de sangre y la cena de comunión: tauróbolo y banquete
en la mesa del dios.—Manducación • del dios.—Semejanza de estos ritos con el Bautismo y la
Eucaristía del cristianismo.—Soteriología de los Misterios y sóteriología de Pablo.
IV.— ¿Pablo conocía las Misterios?—La religión de Tarso: Baal Tarz y Sandan.—Otros Misterios.—
Hipótesis y verosimilitudes.—Influencias religiosas sufridas por Pablo en Tarso.—Influencias filosóficas.
—Carácter del judaísmo de Tarso.—Pablo está bien preparado para su papel de Apóstol del cristianismo
entre los gentiles, por su triple calidad de griego, judío y romano.

Ya he nombrado a San Pablo. Vio la luz en una familia judía establecida


en Tarso, en Cilicia. Era una ciudad con mucha vida, situada a la salida de
las Puertas cilícianas, por las que se descendía de la meseta del Asia Menor
a Siria, y en el cruce de importantes rutas comerciales, que le llevaban a la
vez las ideas y las influencias de Grecia e Italia, de Frigia y de Capadocia,
de Siria y de Chipre, de Fenicia y de Egipto. Pese a una tentativa bastante
26

reciente de los reyes de Siria, y especialmente de Antíoco Epifanio (en 171


a. c.) para helenizarla, continuaba siendo esencialmente una ciudad
oriental, al menos por sus creencias dominantes; pero poseía florecientes
escuelas griegas y, como diríamos nosotros, una Universidad, que, según
testimonio de Estrabón, era famosa en el mundo grecorromano, sobre todo
por lo que hace a los estudios filosóficos.
Los maestros que la dirigían tenían preferencia por la doctrina estoica y
no se conformaban, al parecer, con inculcar sus enseñanzas a los
26
Sobre Tarso, considerada desde el punto de vista que nos interesa, se consultará especialmente un capítulo del libro
de Ramsay, The Cities of St. Paúl, Londres, 1907, pp. 85-244 y el estudio de Bohiig, Die Geisteskultur von Tarsos im
augustinischen Zeitalter, Gotinga, 1913; en lo concerniente a la religión; Adonis, Attis, Osirís, de Frazer, Londres,
1914, cap. VI, 22, 1 y 3, pp. 117 y ss. Desgraciadamente, dichos autores han debido contentarse a menudo con
índices defectuosos, presunciones, verosimilitudes, porque los documentos que han tenido a su disposición son poco
numerosos y poco explícitos. La vieja ciudad yace bajo 607 metros de sedimentos acumulados por su río, el Cydno, y
la ciudad moderna está construida encima; por eso las excavaciones serias no se han hecho aún. Apenas disponemos
de algunas monedas, de interpretación a veces hipotética, de algunas inscripciones y de algunos textos del geógrafo
Estrabón (t 20 ?) y del retorico Dion Crisóstomo (T 117)

45
estudiantes que seguían sus lecciones; difundían sus principios esenciales,
las afirmaciones directrices, las fórmulas más notables y algo así como el
espíritu, en una verdadera prédica adaptada al pueblo. Así se explica el
hecho, tan importante para nosotros, de que Pablo, sin haber frecuentado —
con toda probabilidad— la Universidad de su ciudad natal, ni estudiado la
filosofía estoica, sino porque vivió durante los años de su juventud en ese
medio intelectualmente helenizado por filósofos que eran también
retóricos, no ignore ni los lugares comunes del estoicismo, ni los
procedimientos corrientes de la retórica griega.
Los Hechos de los Apóstoles (22, 3) querrían hacernos creer que se
educó en Jerusalén "a los pies de Gamaliel", es decir, en una de las más
célebres escuelas rabínicas de aquel tiempo. Nos es naturalmente imposible
afirmar que esto no sea verdad, pero es muy inverosímil, porque apenas
puede comprenderse que un alumno de los rabinos de Palestina haya
podido desconocer a sus maestros y renegar de ellos, como lo hizo Pablo
posteriormente, y en cambio exprese tan perfectamente el espíritu judío que
nos parece ser el de las sinagogas helenísticas. Probablemente recibió una
27

sólida instrucción "en la Ley", y una enseñanza religiosa profunda, mas no


en Jerusalén. No sólo en Palestina había doctores judíos; existían también
en Alejandría y en Antioquía, la poderosa metrópoli de Siria, y hay motivos
para creer que fue allí donde Pablo completó sus estudios.
Nacido en tierra helénica, hablando y escribiendo el griego,
perteneciente a una familia considerada, puesto que era ciudadano romano,
calidad heredada de su padre, se encontraba admirablemente preparado
para abarcar y comprender las aspiraciones religiosas de los judíos de la
dispersión que creyeran en Jesús, como creía él, y de sus prosélitos.
Primero violentamente hostil a los cristianos, se puso de su parte a raíz de
una crisis, de la que diré solamente, por el momento, que era el resultado de
un largo y obscuro trabajo interior. Esta crisis se resolvió en una visión
decisiva: estaba seguro de haber visto u oído, cierto día en que iba camino
de Damasco, al Cristo glorificado y de haber recibido de él la dignidad de
Apóstol. No conoció a Jesús en vida, y las reflexiones que podía hacer
sobre su persona y sus enseñanzas no se hallaban limitadas, como en el
caso de los Doce, por los recuerdos de la realidad. Añadamos que poseía un
alma ardiente y mística, un espíritu diestro en la discusión y al mismo
tiempo un sentido práctico muy despierto y una energía indomable para
hacer aceptar su misión e imponer sus ideas.
La originalidad de estas ideas parece, grande, comparándola con las que
satisfacían a la fe de los Doce, aun después de sus primeras revaloraciones,
y Basta para convencerse de ello releer del principio al fin los capítulos
iniciales de los Hechos y la Epístola a las romanos; no obstante, es
27
Sobre esta importante cuestión véase Judaísm and St. Paúl de C. G. Montefiore, Londres, 1914.

46
necesario cuidarse de no ceder a una ilusión. El genio religioso de Pablo es
indiscutible, ciertamente; pero así como en la obra de Filón de Alejandría
se reúnen los esfuerzos dé una especulación judía, anterior a él, en el
pensamiento de San Pablo se organizan ideas y sentimientos que no brotan
únicamente de su iniciativa; a esté respecto, el único mérito de Pabló es el
de haberlos expresado para nosotros. El estudio atentó de las grandes
Epístolas paulinas revela una combinación, a primera vista audaz y
28

singular, de las afirmaciones fundamentales de la fe de los Doce, de ideas


judías -—unas tomadas directamente de las antiguas Escrituras, las otras
surgidas de consideraciones religiosas mucho más recientes— de
concepciones familiares al medio pagano helenístico, de recuerdos
evangélicos y de mitos orientales.
Sobre éste punto debemos insistir un poco, porque tocamos el fondo
mismo del más grave problema planteado por la historia de las creencias
cristianas: el de la transformación de la misión de Jesús, tal como la hemos
definido, en religión dé salvación universal.

II

A la primera mirada que se arroje sobre la vida religiosa del Oriente


asiático, desde el mar Egeo a Mesopotamia, se ve qué en los albores de
nuestra era ocupan el primer lugar cierto número de divinidades muy
parecidas, tanto que a veces se confunden: son Atis en Frigia, Adonis en
Siria, Melcarte en Fenicia, Tamüz y Marduc en Mesopotamia, Osiris en
Egipto, Diomsos en tierra griega, para limitarme a las principales; y
también debería nombrar al dios persa Mitra, que comienza por aquel
entonces a hacer su fortuna en el Imperio romano. Los hombres, al circular 29

de un país a otro, llevan consigo sus creencias y las implantan fácilmente


fuera de su patria, porque encuentran en todas partes, en aquel mundo del
Asia Anterior, preocupaciones religiosas análogas a las suyas, expresadas
en mitos del mismo género; y buscan su satisfacción en ritos estrechamente
emparentados. Probablemente, los mitos y los ritos no proceden, en su
origen, unos de otros, pero se asemejan porque todos provienen del mismo
fondo de ideas y deseos. Su parentesco ha favorecido inclusive numerosos
intercambios entré sus realizaciones originales, activados por su
compenetración recíproca, que acaban por darles un aire de familia
notabilísimo. Sin embargo, subsisten diferencias marcadísimas entre las
historias divinas en que parecen fundarse. Esta mezcla de religiones,
28
Entiendo Gal., I y II Cor., Rom., que los críticos consideran hoy, casi por unanimidad, sustancialmente auténticas
29
Cf. F. Cumont,. Les religions. orientales duns l’Empire romain,; M. Brückner, Der sterbend ,und auferstehende
Gottheland in den orientalischen Religionen und ihr Verhältnis zum Christentum, Tubinga, 1908; A. Loisy,
"Religíons nationales et cúlttes de mystéres", en la Revue d'histoire et de littérature religieuses, enero de 1913; del
mismo, autor: Les, Mysteres païens et le Mystére chrétien. París, 1919; de S. J. Case, The evolution of early
Christianity, Chicago, 1914. cap. IX; de P.Wendland, Die hellenistisch-römische Kultur, Tubinga, 1912, pt). 163' y
ss.

47
llamada sincretismo oriental, tiende a desprender de los confusos casos
concretos de creencias y prácticas religiosas a qué da lugar cierto número
de representaciones esenciales y de ritos primordiales que son los que se
observan de inmediato en cualquiera de los cultos que acabo de enumerar,
y de hecho, parecen constituir claramente la razón de ser de todos: la de
ofrecer a los hombres una fe y un método para asegurarse una inmortalidad
bienaventurada. .
El rasgo sobresaliente de la historia mitológica de sus dioses es el de que
están destinados, en cierta época del año, a morir para resucitar en seguida,
poniendo así, sucesivamente, un dolor profundo y una alegría delirante en
el corazón de sus fieles. Se advierte, por otra parte, que no son, en sí, muy
grandes dioses y que, por lo menos en su origen, algunos están muy cerca
de la humanidad, puesto que perecen. Algunos, como Atis, un pastor, y
Adonis, un hijo del incesto, son inclusive hombres divinizados por
voluntad de los dioses. Solamente la importancia de la función de la que
parecen encargados en el mundo en relación con los hombres los eleva
poco a poco muy por encima de su condición primera y hace de ellos
divinidades verdaderamente soberanas: dentro de un momento
comprenderemos cómo.
Se ha discutido largamente sobre el origen de esos dioses diversos y, por
decirlo así, sobre el principio de los mitos que personifican: hoy apenas se
puede dudar entre dos explicaciones que no se excluyen entre sí por lo
demás. No puede ser sino la sucesión regular de las estaciones,
consideradas ya "con relación al movimiento aparente del sol, ya
relacionadas con la vegetación, lo que ha dado nacimiento al mito del dios
que muere a la entrada del invierno para renacer al comienzo de la
primavera. Algunos de los dioses mencionados fueron primitivamente
divinidades astrales; otros, divinidades de la vegetación; por consiguiente,
se han producido confusiones muy naturales, que no siempre permiten
poner en claro el verdadero origen ni el carácter primero de cada uno de
ellos.
Evidentemente, Mitra es un dios solar, porque su nacimiento se sitúa el
25 de diciembre, es decir, en el solsticio de invierno; Osiris se nos aparece
como un dios lunar, que acaso al principio no lo era; Tamuz, por el
contrario, es un dios de la vegetación: los ardores del estío lo hacen perecer
y los primeros soplos primaverales lo reaniman. Sucede otro tanto con
Adonis y, al parecer, con la mayor parte de los dioses que mueren y
resucitan; la relación evidente entre la vida del sol y la de la tierra explica
que finalmente hayan podido figurar como divinidades solares. Además, a
la mayoría de ellos los vemos en relación estrecha con una diosa, madre de
los dioses, personificación de la Tierra o de la Naturaleza fecunda, que los
da a luz o los ama; así lo hacen la Gran Madre Cibeles con Atis, Belti-
Afrodita con Adonis, Istar con Tamuz, Isis con Osiris. Por eso, también, a

48
estos dioses se les adora junto con las diosas y, prácticamente, viven con
ellas, en sus templos. Si el problema de la naturaleza primitiva de
cualquiera de estas divinidades conserva toda su importancia para el
historiador de las religiones, a nosotros nos interesa mucho más la
representación y especialmente la interpretación del mito de su muerte y su
resurrección. Generalmente, es en el estudio de su fiesta donde
encontramos la información más clara. Esta fiesta es un drama que
representa, estilizándolas, la muerte y la resurrección del dios. A veces es
doble: quiero decir que hay dos fiestas que caen en épocas características
del año. En tal caso, uno de los dos episodios supera al otro; así, respecto
de Tamuz, la fiesta de su muerte, en el solsticio de verano, parece ser la
principal, y lo mismo en cuanto a Adonis, tan fácil de confundirlo con
aquél. Por lo que hace a Marduc, y a los dioses francamente solares en
general, la de su triunfo o su renacimiento es la principal. A veces, al
contrario, las dos fiestas se reúnen en una sola, que tiene lugar ya en
primavera, ya en otoño, y en el curso de la cual se empieza por llorar la
muerte del dios y, en seguida, se celebra su resurrección. Así se hace la de
Atis, en la segunda quincena de marzo, durante el equinoccio de primavera.

III

A consecuencia de una evolución del sentimiento religioso que


solamente podemos mencionar aquí, porque su explicación, aun en la
medida limitada en que es posible, nos alejaría demasiado de nuestro tema,
el mito de la muerte y la resurrección del dios ha dejado de exponerse
únicamente como una historia dramática y conmovedora; ha llegado a
convertirse, comúnmente, en la expresión sensible del gran misterio del
destino humano. El hombre parece estar sometido en la tierra a condiciones
de vida por lo común tan miserables y, en todo caso, su existencia, aun la
feliz, según la opinión general, es tan frágil y tan corta, que le cuesta creer
que su ser esté realmente limitado, en cuanto a la duración, a las
apariencias sensibles. Se ha imaginado entonces, para el tiempo infinito
que sigue a su muerte corporal, otra vida, bienaventurada y sin término, de
la que debe gozar su alma, es decir, todo lo que en él no es materia. Pero:
pensando en que es incapaz de merecer esa vida, por sus solos méritos, y
necesitando un intercesor, un mediador divino para alcanzarla, atribuye tal
papel al dios que muere y resucita.
He aquí como se representa que esta misión ha sido cumplida: el dios ha
sufrido, como puede sufrir el hombrea ha muerto, como muere el hombre,
pero ha vencido el sufrimiento y la muerte puesto que ha resucitado; si sus
fíeles simbolizan y renuevan de alguna manera cada año el: drama de su
existencia terrestre, creen también que goza, desde la hora de su

49
resurrección real de otro tiempo, de una vida bienaventurada en la
inmortalidad divina. El problema de la salvación se convierte para los
hombres, ya asociados muy fácilmente por las mismas condiciones de su
humanidad a sus sufrimientos y a su muerte, en llevar hasta sus últimas
consecuencias esa asociación, a fin de que les traiga igualmente a ellos la
resurrección y la supervivencia en el gozo sin fin. Se encuentra la solución
en una especie de ficción ritual y mística: el fiel debe identificarse con el
dios por una serie de prácticas de culto juzgadas eficaces. Pasa
simbólicamente por las diversas etapas de prueba atravesadas por el dios, y
esa asimilación que transforma su propio ser le garantiza un destino igual al
del dios, le asegura que más allá de las; pruebas de esta vida y de la muerte
le espera la inmortalidad. El destino del Salvador divino, porque ésta es la
calidad que reviste el dios que muere y resucita, es a la vez prototipo y
garantía del destino del fiel. Un autor cristiano del siglo IV, Firmicus
Maternas, nos describe una ceremonia nocturna del culto de uno de esos
30

dioses de la salvación: los asistentes lloran, presas de la incertidumbre de la


suerte que les espera en el porvenir sin fin, y un sacerdote, pasando delante
de cada uno, les aplica en la garganta una unción santa, mientras murmura
lentamente las palabras sacramentales: "Tened confianza, puesto que el
dios se ha salvado; vosotros también, alcanzaréis la salvación al cabo de
vuestras miserias."
No sabemos bien cómo se establecía materialmente, en todos los cultos
de los diversos dioses de la salvación, esa asimilación del fiel con el Sóter,
pero estamos seguros de que era en todos la finalidad de ciertos ritos, de los
cuales por lo menos dos fijan primero nuestra atención: el bautismo de
sangre y la cena de comunión.
En el culto frigio de Cibeles y Atis, pero no exclusivamente —porque se
la encuentra en varios cultos asiáticos y en el de Mitra -— tenía lugar una
extraña ceremonia llamada tauróbolo que formaba parte de las 31

iniciaciones misteriosas esenciales reservadas a los fieles. Se preparaba una


fosa profunda en el recinto del templo; el iniciado descendía y la cubrían
con un enrejado sobre el que degollaban ritualmente un toro; la sangre caía
en forma de lluvia en la fosa y el paciente la recibía, esforzándose por
bañar con ella todo su cuerno. Terminado el bautismo, los órganos
genitales del animal sacrificado se depositaban en un vaso sagrado y el
iniciado iba a ofrendarlos a la diosa; después se los enterraba debajo de un
altar conmemorativo.
Al principio, estos ritos singulares no interesaban ciertamente a la vida
futura del iniciado; lo asociaban al poder de Cibeles y Atis que, se creía,

30
De errore profan. relig,, 22, 1.
31
O a veces el crióbolo, cuando la víctima era un macho cabrío. Cf. Hepding, Attis, seine Mythen und sein Kult,
Giessen, 1903; Graillót, Le culte de Cybéle, mere des Dieux, a Rome et dans 1'Empíre romain, París, 1912,
especialmente el cap. IV; Loisy, "Cibéle et Attis", en Rev. d!hist. et de litt. relig; julio. 1913.

50
regían la naturaleza, como a los ritos de la iniciación dionisíaca, igualmente
extraños a nuestros ojos, se les atribuía la asociación de los bacantes y las
bacantes a la obra fecunda de Dionisos. Pero a comienzos de la era
cristiana, y por influencias difíciles de reconocer y precisar, se había
efectuado ya, con toda probabilidad, una evolución que transformaba el
tauróbolo en medio eficaz de adquirir la inmortalidad bienaventurada. He
aquí cómo se explicaba: la fosa figura el reino de los muertos y el iniciado,
al descender, se supone que muere; el toro es Atis, y su sangre vertida es el
principio de la vida divina que se derrama fuera de él; el iniciado lo recibe
y, por decirlo así, lo absorbe y se impregna de él; cuando sale de la fosa se
dice que ha renacido, y como si fuese un niño recién llegado al mundo, se
32

le da a beber leche. Pero no ha renacido hombre simplemente, como era


antes: ha absorbido al dios en su esencia, y, según el misterio, se ha
convertido a su vez en un Atis; se le saluda como tal. Entonces, según los
datos de la historia divina, donde Atis aparece como amante de Cibeles, le
falta unirse a la diosa. La ofrenda de los órganos del toro Atis, al cual se ha
asimilado, simboliza esa unión, que se cumple místicamente en la cámara
nupcial de la Gran Madre, mientras la mutilación del toro recuerda la de
Atis que se emasculó, dícese, debajo de un pino y murió por esa causa.
Al menos por un espacio de tiempo muy largo, al iniciado se le asegura 33

que seguirá el destino de Atis en la muerte inevitable y en la resurrección


bienaventurada, en la supervivencia entre los dioses.
Esa unión saludable, obtenida por virtud de la iniciación, la renuevan, o
por lo menos la fortifican mediante cenas sagradas en las que los fieles
comen juntos a la mesa del dios, varios cultos de dioses Salvadores o
Intercesores, por ejemplo los de Cibeles, Mitra, los Baals sirios y otros
más. Sin duda, el banquete litúrgico es a menudo sólo un signo de la
fraternidad entre los iniciados y un mero símbolo, pero "a veces se esperan
también otros efectos del alimento tomado en común; se devora la carne de
un animal conceptuado divino, y creen así identificarse con el dios mismo y
participar de su sustancia y de sus cualidades" (Cumont).
Desgraciadamente, poseemos muy pocos detalles sobre esas comidas
sagradas, sobre su menú y sobre sus ritos, aunque su sentido no deja dudas.
Sabemos, sin embargo, que existe en los Misterios de Mitra una ceremonia
en la que se le ofrecen al iniciado pan y una copa pronunciando, nos dice
un apologista cristiano del siglo II, "ciertas fórmulas que vosotros sabéis o
que podéis saber." 34

También nos dicen los textos que, en los Misterios de Cibeles y Atis, el
iniciado toma parte en una comida mística, al cabo de la cual puede decir:
32
Taurobolío criobolique in aeternum renatus, leemos en una inscripción en verdad tardía (iv d. c.), pero que indica
bien la intención suprema del sacrificio taurobólico
33
Parece que se reiteraba el tauróbolo al cabo de una veintena de años, Por lo menos se hacía así al final del Imperio
Romano
34
Justino, I Apol., 66, 4.

51
"He comido de lo que contenía el tímpano, he bebido de lo que contenía el
címbalo; me he convertido en mista (es decir, iniciado) de Atis". El tímpano
era el instrumento atributo de Cibeles, el címbalo el de Atis, y tenemos
motivos para creer que los alimentos depositados en ellos eran pan,
probablemente carne de peces sagrados y vino. Si recordamos que a Atis se
le asocia comúnmente con el cereal, tenemos razones para pensar que la
comunión se establece no solamente por el hecho de sentarse a la mesa del
dios y de consumir alimentos que se considera que ofrece a sus fieles, sino
por la circunstancia de comer al mismo dios y de impregnarse así de su
saludable sustancia.
¿Es necesario hacer notar las notables semejanzas de estos ritos, aun
considerados superficialmente, con el bautismo y la eucaristía de los
cristianos? Dicha semejanza no la ignoraron en absoluto los Padres de la
Iglesia y desde el siglo I al V, de San Pablo a San Agustín, abundan los
testimonios, lo que nos prueba que les impresionaban; pero los explicaban
a su manera: decían que el diablo había tratado de imitar a Cristo y que las
prácticas de la Iglesia habían servido de modelo a los Misterios. Esto ya no
puede sostenerse hoy día. Es muy posible que, en más de un caso, el
cristianismo haya obrado sobre los cultos paganos que, como él, se
preocupan de asegurar a los hombres la salvación eterna por intercesión de
un ser divino; pero los mitos esenciales, las ceremonias litúrgicas
principales, los símbolos y los ritos eficaces de aquellos cultos son
anteriores al nacimiento del cristianismo y encontraban en el mundo
helenístico, en los tiempos en que vivía San Pablo, realizaciones de culto
muy numerosas.
Y no se trata únicamente de ritos, recordémoslo; se trata de una cierta
representación del destino humano y de la salvación, de la fe-confianza
depositada en un Señor divino, intermediario entre el hombre y la divinidad
suprema, que ha consentido en vivir, en sufrir como un hombre, para que el
hombre, lo bastante afín a él como para asimilársele, pudiera salvarse,
ligándose, por así decirlo, a su suerte. Y ésta es, precisamente, la doctrina
de San Pablo sobre la misión y el papel del Señor Jesús, sin que "siquiera el
elemento moral, tan importante, que entrañaba su doctrina —quiero decir,
la prescripción de una vida no solamente piadosa, sino pura, digna,
caritativa—le fuese particular, porque los Misterios tenían asimismo,
aunque en menor grado, exigencias de orden similar respecto a sus
iniciados.

IV

Pero de inmediato nos formulamos esta pregunta:


¿Pablo estaba en situación de conocer las ideas esenciales y los ritos

52
fundamentales de los Misterios y podía sufrir su influencia? 35

No estamos perfectamente informados sobre la vida religiosa de Tarso,


su patria, en el tiempo en que vivió allí, mas conocemos la veneración
particular por dos dioses: uno se llamaba Baal Tarz, es decir. Señor de
Tarso, y los griegos lo comparaban con Zeus, y el otro se llamaba Sandan,
y los griegos lo comparaban con Heracles.
El primero es, con toda probabilidad, una antigua divinidad rural, señora
de la fecundidad de la tierra. Al hacerse urbana y confundirse poco a poco
con Zeus, ascendió de grado y tomó el aspecto y el carácter de un dios
celestial, señor de los dioses y de los hombres, situado tan por encima de
sus fieles que les parecía casi inaccesible.
Sandan, por el contrario, era para ellos una divinidad muy próxima y casi
tangible. De los raros documentos que poseemos y de las discusiones e
hipótesis por ellos provocadas, surgen algunas certidumbres provechosas.
Sandan es también, originariamente, dios de la fertilidad y, más
ampliamente, de la vegetación; todos los años se celebra en su honor una
fiesta en la que debe morir sobre una hoguera y subir al cielo. Representa
pues, en Tarso, lo que representaban en la misma época Atis en Frigia,
Adonis en Siria, Osiris en Egipto, Tamuz en Babilonia y otros dioses
análogos en distintas partes. Hasta es verosímil que haya imitado en algo a
uno o dos de éstos.
Sin embargo ¿habrá imitado sus iniciaciones misteriosas y su enseñanza
hermética de la salvación? ¿Era él mismo considerado como salvador?
Doble interrogante que todavía sólo puede contestarse hipotéticamente.
Ningún documento nos habla positivamente de los Misterios de Sandan ni
lo califica de Sóter; pero si se advierte que los demás dioses de la
vegetación, que mueren y resucitan, tienen sus Misterios y están
considerados por los fieles como intermediarios entre la divinidad suprema
y los hombres, como intercesores y salvadores, puede suponerse que
ocurría lo mismo con Sandan. Por lo demás, con sólo que Sandan le
hubiera dado a Pablo el espectáculo anual de la apoteosis del dios
moribundo, ya le habrían dado mucho.
¿Existían en Tarso otros cultos de Misterios al principio de la era
cristiana? Es probable, en razón de la situación de la ciudad, en el cruce de
rutas de comercio por las que circulan, con los hombres, las ideas y las
creencias tanto como las mercancías; pero sería imprudente mostrarse
demasiado afirmativo. Sin embargo, la vecindad de Frigia y de Siria, las
relaciones constantes con Fenicia y Egipto, imponen casi la convicción de
que los habitantes de Tarso estaban al corriente del espíritu de los Misterios
que florecían en esos países, de sus principales temas míticos, de sus
esperanzas esenciales y de que practicaban, más o menos por su propia
35
Reitzenstein, Die hellenistischen Mysterienreligionen, Leipzig, 1910, especialmente, pp. 43 y ss., Í60 y ss.;
Loisy, ap. en Rev. cfhist. et de litt. relig., septiembre-octubre, 1913: contra: C. Ciernen, Der Einfluss der
Mysterienreligionen auf das alteste Christentwa, Gieasen, 1913, pp. 23-61.

53
cuenta, sus ritos conductores. El mundo antiguo nos ofrece el espectáculo
perpetuo de intercambios en el terreno religioso.
Además, otra comprobación nos aporta una verosimilitud en el mismo
sentido: la tendencia sincretista que mezcla, confunde, o combina los
dioses más o menos parecidos por su fisonomía o sus funciones, se
manifiesta en Tarso claramente y desde tiempo atrás; éste es quizá el
fenómeno más palpable-y mejor establecido de la vida religiosa de la
ciudad. Ahora bien, sabemos que los Misterios se nutren, por decirlo así, de
sincretismo.
Es pues muy posible, sí no es que completamente seguro, que la infancia
de Pablo haya transcurrido en un medio completamente empapado en la
idea de la salvación, obtenida por la intercesión o el intermedio de un dios
que muere y resucita y cuyo destino comparten los fieles asociándose a él,
no solamente por una fe-confianza inquebrantable, sino también, y estaría
tentado a decir sobre todo, por ritos simbólicos y poderosos. No era
necesario haber sido iniciado para conocer tales concepciones religiosas y
sus realizaciones rituales, es decir, para saber que existían y qué
representaban. El iniciado no ocultaba su fe ni su esperanza, sino ese
augusto y temible misterio que, según creía, había transformado su ser.
Tampoco era menester en aquel tiempo, en Tarso, concurrir a la escuela
de los filósofos para recoger algo de sus enseñanzas. Tarso, bajo el imperio
de Augusto, era, en verdad, una ciudad gobernada por su Universidad, y
esta circunstancia prestaba a los ojos de sus habitantes una importancia
particular a todo cuanto hacían los profesores de la Universidad. Pues bien,
los profesores, al parecer, eran sobre todo filósofos y filósofos estoicos.
Todo induce a creer que varios de ellos daban ya conferencias de
divulgación, como una especie de prédica popular, en las que comunicaban
sus fórmulas morales esenciales y también gran número de sus términos
técnicos. No deben olvidarse esas circunstancias al leer las epístolas
paulinas y encontrar, a veces, en cuanto al fondo, y a menudo en cuanto a
la forma, huellas de influencia estoica. Antaño se imaginó, al comprobar
esas influencias, que el Apóstol había trabado relación con Séneca e
intercambiado con él una verdadera correspondencia; esta cándida
invención explica mucho menos bien el hecho en cuestión que lo que acabo
de recordar tocante a la importancia y las características de la vida
filosófica en Tarso. Pablo vivió en un ambiente totalmente impregnado de
preocupaciones y terminología estoicas. Y este segundo ejemplo de la
influencia del medio en que vivió durante su infancia, y por lo menos
durante su adolescencia, aclara el otro y termina por hacernos comprender
cómo ese judío de la diáspora pudo, casi inconscientemente, recibir y fijar
en el fondo de su espíritu representaciones cuya fecundidad no se le
revelará a sí mismo sino mucho más tarde.
Queda planteada para nosotros una cuestión cuya solución nos aportaría

54
quizá un elemento de información importante sobre la preparación obscura
del porvenir religioso de Pablo: la de si los judíos de Tarso eran todos
estrictos legalistas o, al contrario, sus sinagogas se abrían más o menos a
las influencias del ambiente; y si no existían quienes se abandonaran al
sincretismo, del que hemos hablado anteriormente, que, a veces, al parecer,
tendía por lo menos a transformar la esperanza mesiánica nacional en
doctrina de salvación. Si ocurría así —lo ignoramos, pero yo lo creería
posible— no parece ser, en absoluto, necesario suponer que Pablo haya
simpatizado con esos judíos pervertidos. Si se quiere, hasta se puede creer
que los detestaba, de acuerdo con la ortodoxia primera atribuida por los
Hechos a él y a su familia; pero no los ha ignorado; sabía lo que pensaban
de la salvación y del Salvador, y, si pudiéramos estar seguros de que
realmente recibió esta impresión en su juventud, habría que ver en ella el
elemento esencial o, si se prefiere, el germen primero de su evolución.
Sea lo que fuere de este último punto, queda en todo caso una verdad:
Tarso fue la cuna del Apóstol de los gentiles, del hombre que contribuyó
tan poderosamente a difundir con el nombre del Señor Jesús una religión
nueva de la Salvación, no por un azar sino como una resultante.
Señalemos que, desde otro punto de vista, el de sus aptitudes generales
para una obra de propaganda al modo grecorromano en favor de una
doctrina de origen judío, se encontraba en situación excepcionalmente
ventajosa, porque reunía la triple calidad de griego, judío y romano.
Cuando digo que es griego entiendo que respiró, junto con el aire de
Tarso, algo del alma helenística, sin advertirlo siquiera y que, al asimilar la
lengua griega, adquirió el más precioso instrumento de acción y
pensamiento, y asimismo el vehículo de ideas más cómodo que existiese en
aquel tiempo. No exageramos nada: Pablo no es un letrado griego; no
frecuentó las grandes escuelas ni estudió los Misterios, pero vivió en un
medio en el que se hablaba griego, en el que palabras como Dios, Espíritu,
Señor, Salvador, razón, alma, conciencia revestían un sentido conocido por
él; en el que se practicaba cierto arte de la palabra del que conservó algunos
de los procedimientos más notables; en el que se cultivaba una filosofía de
la que algunas sentencias y términos técnicos quedaron grabados en su
memoria; en el que se aferraban comúnmente a ciertas esperanzas de
supervivencia que no ignoró, y en el que se creía poder realizarlas mediante
expedientes de los que pudo conocer, al menos, lo esencial. Se sostiene,
indudablemente con razón, que su helenismo no es lo principal en él y que
antes que griego es judío; pero no debe perderse de vista que es un judío de
Tarso.
Ahora bien, parece estar confirmado que si no recibió lu gran cultura
griega, que hubiera podido encontrar en las escuelas de su patria, se elevó
hasta la más alta cultura judía de la época, que lo cifraba todo en el estudio
profundo de las Escrituras. Ya recordé que en los Hechos (22, 3) se le hace

55
decir a él mismo que fue educado a los pies de Gamaliel, es decir, en
Jerusalén, en la escuela del nieto del gran Hillel. Repito que esta afirmación
no me inspira ninguna confianza y hasta la creo inexacta. No obstante, es
incuestionable que las cartas de Pablo parecen testimoniar un conocimiento
rabínico de las Escrituras —quiero decir, el conocimiento que
ordinariamente poseía un rabino, un doctor— y que en ellas se manifiesta
un espíritu formado por el fariseísmo. Espíritu polémico, sutil y retorcido,
que ataca la Ley judía con los mismos procedimientos empleados antes
para defenderla. Manifiesta poseer igualmente un caudal de ideas sobre la
naturaleza humana, sobre el pecado, sobre la relación del pecado y de la
muerte tan rabínico como la dialéctica.
Además, es notable que la traducción griega de la Biblia, la Septuaginta,
parezca serle la más familiar; sin duda, entendía el original hebreo, pero yo
no lo juraría, y, de todos modos, siempre, o casi siempre, cita la versión
alejandrina, y es de ésta de la que está, por así decirlo, empapado. Esta 36

comprobación, sobre todo, me inclina a creer que estudió las Escrituras en


alguna escuela rabínica de la diáspora y no en Jerusalén. Piensa uno en
Antioquía, cercana a Tarso y gran centro intelectual del Asia helenística,
punto de reunión y de combinación de las ideas y de las creencias análogas
o diferentes.
Sólo un judío podía interesarse, en aquel entonces, en la iniciativa de
Jesús; sólo un griego podía ampliarla a la medida del mundo y tornarla
fecunda, pero un griego que no tuviera el espíritu limitado por el orgullo de
una cultura de escuela y que, más que seguir las directivas intelectuales del
mundo helenístico, conociera y compartiera sus sentimientos religiosos y
sus aspiraciones de fe. Su calidad de ciudadano romano le reportaba, en fin,
varias ventajas preciosas: lo ponía al abrigo del nacionalismo estrecho y
rencoroso del palestino y lo inclinaba al universalismo; gracias a esto se
vería llevado, sin siquiera notarlo, a elevar la esperanza de un cenáculo
judío hasta la dignidad de religión humana. Por eso, lo he podido calificar
de obrero del porvenir.

36
Los judíos de la diáspora consideraban la traducción de la Septuaginta como inspirada igualmente en el texto
hebreo; esta opinión, necesaria a sus escrúpulos legalistas, se apoyaba en la leyenda de la identidad de las 72
versiones ejecutadas por los 72 traductores. ¡Un acuerdo así suponía, evidentemente, la intervención divina!

56
capítulo V - LA FORMACIÓN CRISTIANA DE PABLO

I.—Pablo recibió una educación cristiana: es difícil de precisar.—Cómo su mal proceder respecto de
sus fieles prepara de lejos su conversión.—No sufrió la influencia de los Apóstoles, sino la de una
.comunidad "helenista".
II.—La fe de esa comunidad.—Cómo enjambra en Jerusalén y traslada la fe apostólica.—La Iglesia de
Antioquía.—Su importancia y su espíritu.—Su cristoiogía: la noción del Señor Jesús.—Papel que
desempeñó en Pablo.—Su origen helenístico.—El culto y la presencia del Señor en la comunidad paulina.
—Soteriología de la comunidad "helenista" primitiva y soteriología paulina.
III.—Mecanismo probable de la conversión de Pablo.—Cómo se la ha representado él mismo. Cómo
ha debido ser en realidad.—Cómo engendra su apostolado y determina su sentido.

Nos equivocaríamos si atribuyéramos a Pablo solamente la gran obra de


implantación de la esperanza apostólica en suelo helénico. En verdad,
repito, no puede negarse su originalidad y no es exagerado, sin duda,
calificarla de genial. Rara vez se vio alma más ardiente, gusto más vivo de
la acción y sentido más agudo de la misma, facultad más poderosa de
transposición y adaptación, todo ello servido por dones de expresión
incompletos y desiguales, evidentemente, pero, en suma, admirables y
fecundos. Sin embargo, no inventó todo lo que dijo; sufrió influencias que
determinaron su conversión, que lo transformaron bruscamente de celador
de la Ley en testigo inquebrantable del Señor Jesús; recibió educación
''cristiana; quiero decir que ciertos hombres le dieron a conocer cierta
representación de la persona y de la obra de Jesús y que sobre esos
fundamentos edificó lo que él llama su Evangelio. ¿Modificó en alguna
medida lo aprendido así, o simplemente lo reprodujo en su propia
enseñanza? Nos resulta muy difícil precisarlo, pero por lo menos podemos
estrechar el problema y lograr obtener algunas verosimilitudes.
No es posible determinar exactamente qué contactos se establecieron
entre Pablo y los fieles de Jesús antes de la crisis que lo convirtió en el más
ferviente de todos. Se ha debatido larga e inútilmente la cuestión de saber si
sabía visto a Jesús; lo que parece ser verdad es que no lo conoció. Los 37

textos más seguros, los de sus propias epístolas (Cal. 1, 13 y I Cor., 15, 9),
nos lo presentan como un perseguidor de "la Iglesia de Dios", antes del
milagro del camino de Damasco. Lo que los Hechos nos dicen de su furor

37
Todo el debate gira en torno de las palabras de II Cor., 5. 16: "... y aun a Cristo si le conocimos según la carne,
pero ahora ya no es así."

57
malévolo (7, 58; 8, 1-3; 9, 1-2) es, en sus detalles, sospechoso y procede
probablemente del deseo de hacer más notable la brusca inversión de sus
sentimientos hostiles, pero lo que si es cierto es que empezó por detestar a
los discípulos extravagantes del Galileo crucificado y se los demostró
abiertamente.
Detesta, pero aprende a conocer la comunidad primitiva: puede aún
juzgar absurda la fe de los hombres a quienes atormenta, y débiles sus
esperanzas; mas ya se opera obscuramente en el fondo de su espíritu el
descubrimiento de la relación de afinidad entre las afirmaciones de los
heréticos galileos y las de los sincretistas paganos o judíos, de Tarso o de
Antíoquía, en las cuales tampoco creyó. La luz llegará para él de la
conciencia de esa relación de afinidad y de la interpretación que hará en
función del judaísmo.
Lo que parece ser cierto es que su evolución hacia pl cristianismo no se
efectuó en Jerusalén y que no fue por contacto con los Doce que fundó su
doctrina. Se ha escrito con razón: "Pablo no procede de Jesús a través de la
38

comunidad primitiva, sino por intermedio de otro eslabón más; el orden de


sucesión se establece así: Jesús, la comunidad primitiva, el cristianismo
helenístico, Pablo".
No fue Pablo quien fundó la primera comunidad cristiana de la
dispersión. Los Hechos (11, 19) señalan el establecimiento de grupos de
conversos en las colonias judías de Fenicia, de Chipre, de Antioquía, que
no le deben nada, y tampoco surgió por iniciativa suya la primera Iglesia de
Roma. Probablemente, la transformación de Pablo nos parecería menos
sorprendente si conociéramos mejor el estado de espíritu de esas
comunidades primitivas en tierra pagana, cuyo judaísmo, menos rígido que
el de Judea, se sumergía a veces, mucho más, en el sincretismo, y de las
que sería inverosímil pensar que recibieron sin interpretarlas, las
afirmaciones de los Apóstoles sobre Jesús. Por desgracia, nos vemos
reducidos a tratar de adivinar algo de la fe de esas primeras comunidades
"helénicas", a través de los textos inseguros de los Hechos y las alusiones
del mismo Pablo; y esto casi no es nada. 39

II

La primera comunidad de Jerusalén es puramente judía; no tenemos


ninguna razón para dudar, sobre este punto, de la exactitud del testimonio
de los Hechos; sus miembros se distinguen de los demás judíos piadosos
sólo en la creencia de que Jesús Nazareno fue elevado por Dios a la

38
Heitmüller, Zum Problem Paulus und Jesús, Z. für Nt. Wissenschaft, XIII, 1912, p. 330,
39
El libro esencial sobre esta cuestión es el de Bousset: Kyrios Christos, Geschichte des Chrístusglaubens von
den Anfängen des Christentums bis Irenaeus, Gotinga, 1913, caps. III y IV.

58
dignidad de Mesías, y que las promesas se cumplieron en él. No es
concebible que tuviesen por sí mismos la idea de tratar de convencer de sus
creencias a los paganos: esto no tendría, realmente, ningún sentido. Cuando
más, pudieron brindar buena acogida a algunos prosélitos judíos, y éste es
el sentido histórico que encierra el capítulo 10 de los Hechos, en el que
vemos a Pedro bautizar al centurión Cornelio, un "temeroso de Dios", si
aceptamos que el episodio no es puramente legendario, como se ha
sospechado. Sólo, prestamente y sin quererlo, por la fuerza de las cosas,
esta primera comunidad apostólica dejó de ser, si no puramente judía, al
menos puramente palestina. Casi al día siguiente de su nacimiento, un
elemento extraño a su espíritu fundamental se introdujo en ella, en la
persona de los adeptos que los Hechos llaman los Helenistas.
Éstos son, con toda probabilidad, judíos establecidos en tierra griega
desde tiempo atrás, que volvieron a su patria para acabar sus días, y
también y sobre todo, judíos de la diáspora, que acudieron a Jerusalén en
ocasión de alguna gran fiesta. Esa gente tenía el espíritu más flexible y más
acogedor de las novedades que los de Judea; no es extraño que algunos de
ellos hayan escuchado a los Apóstoles y les hayan creído. Pero, aunque
aceptan la fe en Cristo Jesús, conservan su espíritu, y es probablemente en
este hecho donde hay que buscar el origen de las desavenencias que se
produjeron en seguida en la comunidad.
No nos detendremos en su narración y, además, no las conocemos bien; 40

no obstante, puede decirse, sin demasiada imprudencia, que se relacionan


con la laxitud que mostraron en seguida los helenistas respecto de la Ley y
del culto del Templo, y también con la tendencia que, como corolario,
debió desarrollarse en ellos a razonar sobre la persona y la misión de Jesús,
yendo, al hacerlo, mucho más allá del pensar de los propios Apóstoles. Nos
hallamos, con toda probabilidad, ante una aplicación a las afirmaciones
apostólicas de ese espíritu de la diáspora que hemos tratado de precisar. El
resultado es que las autoridades judías se irritan contra estos helenistas, los
persiguen y los expulsan de la ciudad, en la que se quedan los Apóstoles, lo
que quiere decir que loa Apóstoles no piensan como ellos ni se solidarizan
con ellos. 41

Ahora bien, estos helenistas expulsados o evadidos de Jerusalén fueron,


muy verosímilmente, los primeros misioneros en tierra pagana; es decir,
en las comunidades judías de tierra pagana, que comprenden, como ya
sabemos, verdaderos judíos y prosélitos, más o menos cercanos al
judaísmo, pero que permanecieron en contacto permanente con los gentiles.
Entrevemos algunas comunidades nacidas de esta primera propaganda en
Fenicia y en Chipre, pero lo más importante que surgió por su influencia
fue la Iglesia de Antioquía. Renán no se equivocaba al escribir: "El punto
42

40
Hechos. 6
41
Hechos, 6. 7, 8, I.
42
Les Apotres, p. 226.

59
de partida de la Iglesia de los gentiles, el hogar primordial dé las misiones
cristianas fue verdaderamente Antioquía. Fue allí donde se constituyó, por
primera vez, una iglesia cristiana desligada del judaísmo, donde se
estableció la gran propaganda de la edad apostólica, donde se formó
definitivamente Pablo".
Los Hechos (11, 19-20) nos dicen que de todos los "helenistas"
expulsados de Jerusalén varios anduvieron hasta Antioquía y allí
"Predicaron también a los griegos, anunciando al Señor Jesús".
Entendamos que primero se dirigieron a los judíos —porque no se concibe
que hayan podido, desde el primer instante, obrar fuera de la sinagoga— y
después a los prosélitos, que debían ser, seguramente, muy numerosos allí.
No es del todo cierto que estos primeros predicadores de Jesús se dirijan
con propósito deliberado hacia los prosélitos, pero no los hacen a un lado, y
como, en realidad, encuentran en ellos mayor disposición que entre los
judíos puros a adherirse a la esperanza cristiana, se los anexan. Me inclino
a creer que esos "griegos" constituyeron muy pronto la gran mayoría en la
Iglesia de Antioquía, y el nombre de cristianos que reciben allí sus
miembros por primera vez, por boca de los paganos, parece indicar
acertadamente que la gente de afuera vio claro que se distinguía, por su
reclutamiento, del medio judío de la auténtica judería. Probablemente,
también ella se separó bastante pronto, constituyendo agrupaciones
autónomas, y quizá, más aún, subordinando el judaísmo auténtico al propio
de la esperanza cristiana, colocando en el primer plano de su religión la
persona de Cristo.
Parece ser, en efecto, muy verosímil, por no decir más, que en el
ambiente de Antíoquía, en el que muchos de los fieles no conocieron a
Jesús y pusieron, sin embargo, toda su esperanza en él, se acentúe y se
acelere su divinización, o, si la palabra puede parecer prematura, se precise
su glorificación. La representación que se hace allí de su persona y de su
papel tiende a despojarlo de su carácter judío de Mesías, en provecho de
una concepción más general, más amplia y más elevada, la que corresponde
al título de Señor (Kyrios)
Tengamos en cuenta que los Doce se vieron, sin duda, muy embarazados
al comienzo de su predicación. Las Escrituras, aun completadas con los
libros apocalípticos recientes, no preveían un Mesías ignominiosamente
ajusticiado y, en cambio, contenían un texto formidable: "Cuando uno... sea
muerto colgado de un madero... no dejarás de enterrarle el mismo día,
porque el ahorcado es maldición de Dios..." (Deuteronomio, 21, 23.) Les
fue preciso, pues, explicarse cómo entraba la muerte de Jesús en el plan
mesiánico de Dios, y se lo explicaron partiendo del hecho de la
resurrección, y razonando así: "Si Dios lo ha resucitado, no debe haber sido
más que para hacerle desempeñar un gran papel; ¿cuál sería éste si no el de

60
Mesías? La muerte ha sido la condición necesaria de la resurrección, por lo
tanto, la vía deseada por Dios para que Jesús se elevara de la humanidad a
la glorificación necesaria. Y así Jesús se ve identificado con el Hijo del
Hombre, anunciado por el profeta Daniel, y que aparecerá pronto entre las
nubes del cielo.
Pero esta noción del Hijo del hombre no la encontramos en Pablo; la ha
sustituido por otra que encontraremos en seguida y que no pertenece a la
comunidad judaizante; no ha tomado, pues, de la enseñanza de dicha
comunidad su punto de partida cristológico. Para los Doce, la muerte de
Jesús no es un sacrificio expiatorio; para Pablo sí lo es, y el Cristo ha
muerto por nuestros pecados. Para los Doce, Jesús no podría ser calificado
de Hijo de Dios, sino solamente de Servidor de Dios; para Pablo, Hijo de
Dios es un título corriente de Jesús. Así, pues, nociones esenciales para la
comunidad primitiva le son indiferentes o desconocidas al Apóstol de los
gentiles, y como, con toda probabilidad, si pudo perfeccionar las que le son
propias, no las forjó él, es preciso pensar que las tomó fuera del medio
cristiano apostólico, y este otro medio sólo pudo ser el de una comunidad
helenística. Es muy probable que haya sido de la de Antioquía.
Un título significativo, propio no sólo de las epístolas de Pablo, sino de
todos los escritos del Nuevo Testamento de origen helenístico, es el de
Señor (Kyrios) atribuido a Jesús. Basta hojear las grandes epístolas
paulinas para comprender que el Señor domina toda la vida de las
comunidades frecuentadas por Pablo. Cada Iglesia forma un cuerpo cuya
cabeza es el Señor; o si se prefiere, constituye un grupo cultual cuyo centro
lo ocupa él. Un texto célebre de la Epístola a los filipenses (2, 9, y s.) saca
a luz, muy nítidamente, este hecho: "por lo cual Dios le exaltó y le otorgó
un nombre sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús doble la
rodilla cuanto hay en los cielos, en la tierra y en los abismos y toda lengua
confiese que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre". El nombre
cultual sagrado del Antiguo Testamento, el que domina todo el culto del
Templo y, con seguridad, también el de los cristianos judaizantes, parece
haberse transpuesto en beneficio de este nuevo Kyrios, porque es Yavé
mismo quien pronunció antaño (Isaías, 45, 24): "Doblarase ante mí toda
rodilla" Diríase hoy que abdicó en favor de Jesús.
Es difícil creer que Pablo haya inventado e impuesto ese título tan
cargado de sentido, porque parece haber en el alcance y la profundidad de
dicha acción algo que excede realmente la voluntad de un hombre y supone
que su aceptación se ha ido preparando desde hace mucho tiempo en la
conciencia de quienes lo consagraron. Ahora bien, si dejamos de lado las
hipótesis, sin fundamento sólido, formuladas para tratar de probar que
Kyrios puede ser de origen judío, comprobamos: que esa palabra es la que
emplean los esclavos griegos para demostrar respeto a su amo y que, en
efecto, indica la relación entre los esclavos de Cristo y el propio Cristo (cf.

61
I Cor., 7, 22); que es un título ajeno a los dioses clásicos, a los
auténticamente griegos —o romanos, si se considera su equivalente
dominus—, pero que se aplica particularmente a las divinidades de la
Salvación en Asia Menor, en Egipto, en Siria, cuando se habla de ellas en
griego; y de ellas, además, se extiende a los soberanos.
Las primeras comunidades helenísticas nacieron y crecieron en Siria.
Allí, en torno a su cuna, el título de Kyrios y las representaciones culturales
que en él se apoyan están corrientemente difundidas y es en este medio
donde la joven comunidad helenística que tiende ya, casi sin sospecharlo, a
alejarse del judaísmo, y que no sufre tan rigurosamente como los palestinos
la sujeción del monoteísmo bíblico, se establece como un culto de Cristo, o,
si se prefiere, se organizan en torno del culto de Cristo. Es allí donde recibe
el nombre que expresa la posición dominante de Cristo en su servicio
divino. Es entonces natural que le haya dado el título característico de
Señor empleado corrientemente a su alrededor, a lo que un pagano hubiera
llamado su héroe cultual.
Lo que nosotros llamamos, casi por anticipación cristianismo, toma pues,
en el terreno de la piedad helenística, la forma de una fe en el Señor y de un
culto al Señor, mientras que los Apóstoles galileos sé mantienen en la fe en
J esús, en lo que ha dicho, y son asiduos al culto del Templo judío.
Jamás, podemos decir, sufrirá el cristianismo transformación más
importante para su porvenir que la que nos ocupa en este momento. El Hijo
del hombre de los fieles judaizantes de Palestina pertenecer podemos decir,
a la escatología judía; es decir, que no encuentra su verdadero lugar sino en
el cuadro de lo último que se imaginaron los judíos y al cual sólo los judíos
podían vincularse; es, pues, realmente, una grandeza escatológica;
permanecerá en el cielo hasta el advenimiento del Reino mesiánico. Por el
contrario, el Señor de la comunidad helenística es, en el culto y el servicio
divino, una grandeza actual, presente; los líeles reunidos "en Su nombre”
sienten que esta allí, en medio de ellos, como los iniciados de los Misterios
sentían la presencia divina en las ceremonias secretas en las que tomaban
parte. Si colocamos frente a frente las dos nociones de Hijo del Hombre y
de Señor, reconocemos, en verdad, dos concepciones tan diferentes que se
oponen; el porvenir le está reservado evidentemente a la concepción
helénica, porque surge, sin duda alguna, de las profundidades de la vida
religiosa del medió que la engendró la otra, la más antigua, se queda
congelada en los textos, y se reduce poco a poco a la calidad de fórmula
incomprensible e inoperante para los fieles no judíos.
Esencialmente, sobre esta doble base de la fe en el Señor y del culto del
Señor Jesús reposa la cristología de Pablo, y la adquisición de nociones que
se relacionan con ella constituye el hecho capital de su formación cristiana.
Dichas nociones son anteriores a él, y las ha tomado de un medio que, por
su educación en tierra griega, le resultaba mucho más comprensible que la

62
comunidad judeo-cristiana de Palestina.
Como sabemos, en este medio sirio era corriente, asimismo, la noción
del dios, del Señor divino que muere y resucita por la salvación de sus
fieles; ¿acaso esta noción, antes de Pablo, no se impuso a las comunidades
helenísticas para explicar e interpretar la muerte del Señor Jesús? Dicho de
otro modo, ¿no debió Pablo a sus primeros educadores la afirmación
fundamental de su soteriología: Cristo murió por nuestros pecados, según
las Escrituras? Actualmente es imposible probarlo, pero todo un conjunto
de consideraciones lo hacen verosímil; recordaré una sola: los Misterios
sugerían claramente la tentación de atribuir a la muerte y a la resurrección
de Cristo no solamente la idea de un símbolo, de un tipo de la muerte y la
resurrección de todos sus fieles, sino el valor de un ejemplo y de una
garantía; llevaban a creer que la salvación del fiel dependía de su unión al
Cristo salvador, unión que debía efectuarse mediante ritos eficaces. Para
Pablo, esos ritos son claramente el bautismo, símbolo de la muerte y el
renacimiento en Cristo, y la eucaristía, comida de comunión a la mesa del
Señor. Es dificilísimo imaginar que la comunidad helenística, al tomar de
los ritos del proselitismo judío la práctica del bautismo purificador y de los
apóstoles galileos la de la fracción del pan en común, no las haya cargado
desde el primer momento de un sentido místico y profundo, según las
sugestiones de esos mismos Misterios, en cuya inspiración parece situarse
tan claramente su noción del Señor-Jesús-Salvador. Pablo maneja todas
estas ideas como si fueran indudablemente suyas; siembra tan
espontáneamente las fórmulas místicas que se relacionan con ellas que da
la impresión —y esto es lo menos que puede decirse— de que habla un
lenguaje ya familiar a las comunidades a las que se dirige, de que no es él
el que ha descubierto el fondo que explota, sino que solamente lo ha
profundizado y enriquecido. Además, si las tomamos al pie de la letra, sus
propias palabras confirman nuestra impresión: "Pues a la verdad, os he
transmitido, en primer lugar, lo que yo mismo he recibido.. . que Cristo
murió por nuestros pecados, según las Escrituras." (I Cor., 15. 3.)

III

Si admitimos la verosimilitud de esta comunicación a Pablo, en una


comunidad cristiana helénica —que es muy probable que sea la de
Antioquía— de los fundamentos de la doctrina que nos hemos habituado a
considerar como paulinismo, su conversión es mucho más fácil de
comprender que si lo colocamos, judío ortodoxo y fariseo como era, frente
a las pobres afirmaciones de los judeo-cristíanos de Jerusalén, que al
principio detestó y combatió y que habría adoptado de repente. Si, en
efecto. Pablo encontró las nociones y las prácticas esenciales que acabo de
mencionar en una comunidad cristiano-helénica; y si, por otra parte, como

63
he dicho que lo creía, no ha sido realmente educado en el judaísmo de
Palestina sino en el de la diáspora, más flexible y más o menos sincretista,
en Tarso o en Antioquía; sí pues, desde su infancia, la fe en la salvación
por un Dios que muere y resucita lo ha, por así decirlo, envuelto por todas
partes, y penetrado en él, casi sin darse cuenta, en el momento mismo en
que aún la rechazaba como a una horrible imaginación de pagano; si, del
hecho de tal influencia, y sin darse cuenta de ello, su esperanza mesiánica
tendía ya a universalizarse, y —¿quién sabe?— tal vez a ponerse más o
menos en paralelo, como la verdad frente al error, con la esperanza
expresada en los Misterios; si, además, por su cultura y por la hipnosis que
sobre él ejerce su ambiente juzga que no todo es burdo y absurdo error .en
el paganismo, me parece que nos acercamos a una explicación natural,
lógica y satisfactoria de su conversión. Quedó convertido el día en que se
convenció de la razón que tenían los cristianos al atribuir a Jesús Nazareno
el cumplimiento de la obra de salvación que los paganos sospechaban, y
que su ceguera les hacía atribuir a sus demonios, pero que las Escrituras
habían prometido a Israel desde hacía tiempo. En otros términos, la
conversión se opera por el encuentro brusco, por la toma de conciencia
simultánea, por decirlo así, de las nociones familiares y profundas y de la
afirmación cristiana presentada por los "helenistas" bajo una forma
asimilable por un judío de tierra griega. Su rabinismo se aplica
naturalmente a explicar, a adaptar, a organizar lo que él mismo ha recibido.
¿Pero cómo fue posible tal operación, que cambiaba, al menos
aparentemente, punto por punto la orientación de su conciencia? Vio el
efecto de un milagro, que interpretó como si cortara, verdaderamente, su
vida en dos períodos: antes, las tinieblas; después, la luz total. Cristo le
habló en el camino de Damasco y le dijo qué debía hacer. Ingresó, pues, en
el cristianismo como se penetraba en una religión de Misterios, no por
efecto de un cálculo y de una conclusión razonada, sino por el de un
impulso irresistible.
No hay motivo para dudar de que Pablo haya creído en la realidad
material de esa vocación; desgraciadamente, lo que dice él mismo o lo que
nos cuentan los Hechos no nos permite aproximarnos lo bastante al
43

fenómeno como para analizarlo de manera realmente satisfactoria. No es


que lo creamos, en sí mismo, muy misterioso, porque la historia de las
religiones, especialmente las del mundo grecorromano, abunda en casos
más o menos similares. Salvedad hecha de todo lo que ignoramos, es
44

decir, de la causa ocasional que produjo en la conciencia de Pablo el


choque decisivo, podemos afirmar, desde el punto de vista de la psicología
moderna, que su efecto fue preparado por un trabajo psíquico
probablemente bastante prolongado. Sus componentes son: primero, el
43
Gal., 1, 12-17; I Cor., 9, 1; I Cor., 16, 8.—Hechos, 9, 3, y ss.; 22, 6 y ss.;26, 13 y ss.
44
Se puede comparar especialmente Apuleyo, Métam, 11 y Hechos, 9, 10 y ss.

64
temperamento mismo del Apóstol, que lo predispone a las sacudidas y a las
alucinaciones místicas; en segundo lugar, las influencias lentamente
depositadas, si puedo expresarme así, en el fondo de su subconsciente: las
de los Misterios de Tarso y de Antioquía, que lo familiarizan con la idea
del Sóter; las de sus maestros judíos que lo vinculan a la esperanza
mesiánica; las del medio de su infancia que lo habitúan a no despreciar a
priori todo lo que procede del paganismo y, sobre todo, las de una profunda
inquietud religiosa, que nos deja entrever en un pasaje célebre de la
Epístola a los romanos (7, 7 y ss.). Sería erróneo abusar de ese texto,
porque nos habla del estado de espíritu de Pablo antes de su conversión tal
como lo veía después, y en un lenguaje de converso; pero no obstante se
puede tener la impresión de conjunto de la incapacidad del futuro Apóstol
para luchar contra el pecado, que la Ley, comentada por los doctores del
fariseísmo, le mostraba por doquier. Ese era precisamente el estado de
espíritu que en aquel tiempo conducía a la ardiente búsqueda del Salvador,
del Intermediario divino, del Guía infalible hacia la Verdad y la Vida.
Pablo se siente, pues, lejos de Dios, en estado de pecado y de
insuficiencia, sentimiento que nos sorprendería encontrar en un rabino
verdadero, para el que la fe es gozo y certidumbre; pero —debemos volver
siempre a este dato— Pablo es fariseo de la diáspora. Es muy posible que
lo impresione vivamente el sentimiento de alegría y seguridad que descubre
en los cristianos, desde que se encuentra con ellos, por contraste con su
propio estado de inquietud. Si, como creo, no se halla colocado frente a la
simple esperanza galilea, sino ante una cristología ya algo helenizada, y
que ha dado a la muerte de Jesús el sentido de una expiación por nuestros
pecados "según las Escrituras", se concibe que hayan podido seducirlo esas
ideas y su justificación, y que haya sentido obscuramente, antes de verla
con claridad, la solución para él satisfactoria del problema al que daba
vueltas desde hacía tiempo.
Este trabajo de preparación se efectuó, sin duda, sordamente, fuera de su
conciencia; cada término de la futura síntesis madurando por su cuenta y
aparte, por así decirlo. La síntesis misma se operó en un relámpago de
misticismo, por un golpe de inspiración inesperado. Este brusco viraje de
todo su ser no es raro en los grandes místicos, y la visión de Francisco de
Asís, en el camino de Espoleto, o la aparición de la Virgen a Ignacio de
Loyola, para limitarme a estos dos ejemplos, pueden situarse en el mismo
orden que el milagro del camino de Damasco; proceden de causas más o
menos análogas y engendran consecuencias de igual sentido.
En suma, a mi juicio. Pablo experimentó dos preparaciones para la crisis
que lo hizo cristiano en potencia y Apóstol por voluntad: una en cierto
modo negativa, y la otra positiva. La primera puede reducirse, en último
análisis, a dos elementos: primero, la idea del Salvador, a la que Pablo no
se adhiere al principio, pero que es inseparable de sus impresiones de la

65
infancia y que, por lo menos, es afín a su esperanza mesiánica de judío de
la diáspora; luego, su experiencia farisea de la Ley, que lo deja en las
angustias del pecado, que lo amenaza por doquier y al que es imposible
evitar. La segunda estriba en el espectáculo de la seguridad cristiana
"helénica", que cuenta con la liberación del pecado y la salvación por el
Señor Jesús. La conversión se debe, entonces, concebir como una
reducción brusca de esos elementos diversos y, si su causa real se nos
oculta, en cambio conocemos su mecanismo.
Además, está en la lógica de la operación que Pablo, con su
temperamento, no se contente, como tampoco Francisco de Asís o Ignacio
de Loyola, con una simple conversión y que, de perseguidor, se convierta
en Apóstol. Recalquémoslo, la visión del camino de Damasco no cambió a
Pablo, solamente lo indujo a aplicar en otro sentido sus antiguos principios.
Se une a Jesús nolens volens; completa su información sobre él, quizá
primero en Damasco, y después en Antioquía, y sobre lo que "recibe" allí
se pone a reflexionar y a especular, con sus procedimientos familiares de
judío y de fariseo de la dispersión. Aun cuando combate por su fe nueva y
contra la Ley, sigue siendo judío como antes. Esto es lo que expresaba
Renán acertadamente cuando decía que Pablo no hacía más que cambiar de
fanatismo. 45

Seguramente, no era hombre que se contentase con "recibir", y no nos


quepa duda de que su Evangelio le debe mucho a sus inspiraciones
personales y, también, a las sugestiones de su propio apostolado, como lo
vamos a ver; pero "recibió", como dice él mismo; lo que recibió es el fondo
de su doctrina, de manos de los mismos que hicieron, al menos
implícitamente, cuanto lo conmovió y conquistó, y que él a su vez
difundirá, explicitándolo, y con indomable energía: una verdadera religión
de salvación para todos los hombres.

45
Les Apotres, p. 183; Cf. Deissmann, Paulus, Tubinga, 1911, pp. 67 y ss.

66
capítulo VI - LA OBRA DEL APÓSTOL PABLO

I.—Pablo es independiente de los Apóstoles palestinos.—Su primera posición frente a ellos.—Cómo


orienta Bernabé su actividad.—Su vida de misionero.
II.—Las enseñanzas que le reporta,—El problema del ingreso de los no-judías en la fe.—Cómo su
solución lleva al mesianismo cristiano a convertirse en religión original.—La cristología de Pablo obra en
el mismo sentido.—Cómo concibe la persona y el papel de Cristo.—El Salvador y el Hijo de Dios; la
Redención.—Por qué esta doctrina es una gnosis,
III.—Influencia de los hábitos rituales de los gentiles, convertidos por el bautismo y la eucaristía
paulinos.—En qué medida Pablo es el fundador del cristianismo.

Los Hechos nos enseñan que el lugar de la conversión de Pablo debe


buscarse en la ruta de Damasco y sitúan en esta ciudad el centro de su
primera actividad; podemos creerles sin inconveniente. Lo esencial para
nosotros es advertir que no fue en Jerusalén, ni en contacto con los Doce,
donde hizo su aprendizaje de misionero cristiano y que no se consideró
dependiente de ellos. Persuadido de que el propio Jesús, Cristo glorificado,
lo instituyó Apóstol por un acto especial de su voluntad, no acepta que
nadie le contradiga,, y tiene la impresión de no necesitar consejos ni
enseñanzas de nadie. Recordemos las orgullosas declaraciones de la
Epístola a los galotas (1, 10 y ss.): "...¿busco yo ahora el favor de los
hombres o el de Dios? ¿Acaso busco agradar a los hombres? Si aun buscase
agradar a los hombres, no seria siervo de Cristo. Porque os hago saber,
hermanos, que el evangelio por mí predicado no es de hombres, pues yo no
lo recibí de los hombres, sino por revelación de Jesucristo. ". . .Pero
cuando plugo al que me segregó desde el seno de mi madre y me llamó por
su gracia, para revelar en mí a su Hijo anunciándole a los gentiles, al
instante, sin pedir consejo a la carne ni a la sangre (entendamos: a
ninguna autoridad humana), no subí a Jerusalén a los apóstoles que eran
antes de mí. .. Luego, pasados tres años, subí a Jerusalén para conocer a
Cefas (Pedro)."
Señalemos, además, que todo lo esencial de la instrucción cristiana
estaba contenido, ciertamente, en algunas frases, y que Pablo las conocía,
con toda probabilidad, sobre poco más o menos, antes de su visión
decisiva, de suerte que no experimentó ninguna dificultad en enseñar, en
seguida, lo que al presente creía. En cambio, se comprende que las gentes
de Jerusalén, sin poner en duda la sinceridad de su conversión, hayan visto
con reservas la realidad de su vocación y admitido difícilmente que hablara

67
de Jesús, sin haberlo conocido, con tanta autoridad como ellos, que habían
vivido familiarmente a su lado. Cuando, al cabo de tres años, se decidió a
trasladarse a Jerusalén, no encontró más que desconfianza en el pequeño
mundo apostólico y, seguramente, no hubiera podido penetrar en él si
Bernabé, impresionado por su ardor y por su convicción, no lo hubiera
llevado hasta Pedro y Santiago, que se decidieron a admitirlo y a reconocer
su misión.
Desde entonces, difería de ellos, ciertamente, en "las cosas concernientes
a Jesús", es decir, se apegaba a una cristología, la de los helenistas, que
sobrepasaba a la de aquéllos, y, si damos crédito a los Hechos (9, 29), la
exposición de sus ideas, emprendida en las sinagogas helenizantes de la
ciudad, las frecuentadas por judíos de lengua griega, provocó tal tumulto
que debió abandonar precipitadamente Jerusalén. Se retiró a Siria y a
Cilicia, es decir, a Antioquía y a Tarso, y a esta última ciudad fue a
buscarlo Bernabé, cuando la contemplación de lo que se había hecho en
Antioquía le reveló a este hombre notable, al que quisiéramos conocer
mejor, el porvenir de la fe cristiana en terreno griego.
Así, pues, a iniciativa de Bernabé, Pablo emprendió su misión de
difundir la Buena Nueva del Señor Jesús en el mundo, e inauguró esa ruda
vida de misionero, que llevará en Asia Menor y en Grecia hasta el
momento de su arresto por las autoridades romanas de Jerusalén. Iba de
ciudad en ciudad, deteniéndose en donde existían importantes comunidades
judías; hablaba primero en las sinagogas y, de ordinario, provocaba
verdaderas cóleras entre los judíos puros contra lo que él llamaba su
Evangelio. Cuando podía aplazar los efectos, procuraba convencer a los
prosélitos arengándolos en alguna casa particular. Si tenía bastante éxito en
algún lugar permanecía varios meses —así lo hizo en Corinto— o volvía
—así lo hizo en Éfeso—. Entretanto, mantenía con las Iglesias que había
"establecido" una correspondencia bastante activa, ayudándolas a mantener
su fe y reanimándolas en sus desfallecimientos. No insistiremos sobre esta
vida plena, atormentada, peligrosa y fecunda, pero nos falta tratar de
comprender lo que le enseñó a Pablo.

II

Desde el primer momento, vio claramente una verdad a la cual los Doce
no se resignaban de buen grado y que, por otra parte, no comprendían como
Fallió; a saber, que los "temerosos de Dios" creían fácilmente "en el
Señor", mientras que la mayor parte de los judíos puros cerraban sus oídos
y endurecían sus corazones, cuando los discípulos procuraban
convencerlos. En consecuencia, ¿se los debía abandonar a su locura y llevar
deliberadamente la verdad fuera de Israel? Era previsible que detrás de los
prosélitos que, por lo menos, "judaizaban", ingresarían a la fe simples

68
paganos; ¿se los podía aceptar y prometerles una parte del Reino? ¿Esos
extranjeros, ignorantes de la Ley de Moisés, serían entonces los
coherederos del pueblo de Yavé? Se comprende que los Doce, imbuidos de
las enseñanzas de Jesús y tan profundamente judíos todavía, no hayan
podido aceptar sin gran repugnancia semejantes conclusiones. Pablo se las
impuso, porque supo encontrar argumentos convincentes para comentar el
éxito de su primera misión en Asia Menor y porque la comunidad de
Jerusalén creyó adivinar el Espíritu en las obras del décimotercer Apóstol.
La comunidad de Jerusalén era pobre, las Iglesias de Pablo contaban a
veces con adeptos acomodados y generosos, y el Apóstol sabía pedirles
ayuda para la Iglesia-madre. Y, por otra parte, ¿cómo no reconocer el
mérito de una predicación que había propalado, en tantos lugares
diferentes, el nombre de Cristo glorificado?
Una vez aceptado el principio de admisión de los gentiles, convenía
favorecer "su aplicación: Pablo sabía que la circuncisión disgustaba a los
griegos y que la mayor parte de las obras de la Ley no armonizaban ni con
sus costumbres ni con sus hábitos espirituales; no tardó en persuadirse de
que a la Ley la reemplazaba la enseñanza de Cristo, el cual, inclusive, había
llegado expresamente para sustituir a la antigua Alianza por una nueva. Y,
cediendo una vez más, los Doce consintieron en dispensar a los conversos
de la gentilidad del legalismo judío. Esto era separar, implícitamente, el
cristianismo del judaísmo e impulsarlo a convertirse en una religión
original.
La cristología de Pablo, adherida al sentido que le daban los "helenistas",
acabó de hacer inevitable este resultado, modificando profundamente la
representación que los Doce se hacían de Jesús, de su vida y de su muerte.
El Apóstol comprendió pronto que la idea mesiánica no interesaba a los
griegos; no era, en verdad, inteligible más que confundida con las
esperanzas nacionalistas de los judíos. Para que los gentiles pudieran
aceptarla, hacía falta, imprescindiblemente, ampliarla, y, uniéndola a una
concepción familiar a la enseñanza de los Misterios paganos, presentar a
Cristo, no ya como un hombre armado por la fuerza de Yavé, para sacar al
pueblo elegido de su infortunio y arrojar a sus pies a sus opresores, sino
como el enviado de Dios, encargado de llevar a todos los hombres la
Salvación, la certidumbre de una vida futura bienaventurada, en la que el
alma, sobre todo, cumpliría plenamente su destino. Además, Pablo vio
igualmente que los conversos de la gentilidad no se acomodaban fácilmente
al "escándalo de la cruz"; la muerte ignominiosa de Jesús, sobre la que los
incrédulos no dejaban de insistir, debía recibir, pues, una explicación
satisfactoria, que pudiera tornarla edificante. El Apóstol meditó sobre este
doble problema, ya planteado y probablemente orientado como lo encontró
en la comunidad de la dispersión, y le dio una solución de incalculable
alcance. Totalmente indiferente al Nazareno, tan caro a los Doce, no quiso

69
reconocer más que al Crucificado, y se lo representó como un personaje
divino, anterior al mundo, especie de encarnación del Espíritu de Dios,
"hombre celestial" largo tiempo retenido en el cielo, al lado de Dios, y
descendido a la tierra para dar origen a una verdadera humanidad nueva, de
la cual él sería el Adán.
El Apóstol encontraba los elementos esenciales de toda esta
especulación, probablemente sin buscarlos y corno por el juego espontáneo
de su memoria o de sus hábitos mentales, en cierto número de
representaciones usuales de los Misterios; son esos textos herméticos, es
decir, surgidos de los propios Misterios, los que arrojan hoy las luces más
claras sobre la doctrina cristológica de Pablo, tal como acabo de
bosquejarla.
Esta especulación culminó, por así decirlo, en una expresión que no deja
de sorprendernos: el Señor Jesús nos ha sido dado como el Hijo de Dios.
Ahora bien. Dios es para Pablo una herencia judía; se deduce de esto que el
monoteísmo israelita se impone a su espíritu como un a priori y
absolutamente. Este Dios es el Altísimo, perfectamente distinto de la
naturaleza y que no siembra en ella tendencia alguna hacia el panteísmo.
¿Entonces, cómo imaginarse que pueda tener un hijo, o, si se quiere, cómo
entender esa relación filial que Pablo reconoce entre el Señor y Dios?
Al principio, uno estaría tentado de creer que sólo se trata de una manera
de hablar, de una figura. Los judíos daban el nombre de Servidor de Yavé
(Ebed Yahwé) a todo hombre que pudiera pasar por inspirado por él, y el
griego de la Septuaginta traducía a menudo esta expresión con las palabras:
πάϊς τοϋ Θεоϋ; la palabra πάϊς significa a la vez, como la latina puer,
servidor o niño; el paso de πάϊς, niño, a υίός, hijo, no ofrece dificultad, y en
efecto se ha efectuado de los escritos judeocristianos, tales como los
Hechos a las Epístolas paulinas; pero un examen atento de los textos de
46

Pablo prueba que su pensamiento va mucho más lejos que este pobre
equívoco verbal. Para confirmarlo basta recordar el célebre pasaje de la
Epístola a los romanos (8, 32) donde se dice que Dios "no perdonó a su
propio hijo, antes lo entregó por todos nosotros". Sin embargo, es
necesario no olvidar que Pablo, justamente porque no sospechaba todavía
los innumerables problemas teológicos que la noción de Hijo de Dios
reservaba para el porvenir, puede muy bien no haberla entendido
rigurosamente, y haberla empleado solamente como una aproximación que
trata de expresar, sobre poco más o menos, mediante el establecimiento
implícito de una analogía "en términos humanos", una relación
"sobrehumana", para la cual no dispone de "vocablos adecuados".
De todos modos, debe descartarse la idea de una confusión entre el
Señor y Dios; sería inconcebible en Pablo, que aún no piensa en la
46
Cf. Hechos, 3, 13 y 26; 4, 27 y 30; Didaqué, 9,2; 10, 2; I Cicm., 59, 2 y ss.; etc. La expresión "hijo de Dios" no
aparece más que una vez en los Hechos (9, 20) y se da como característica de la enseñanza de Pablo; esto es digno de
tenerse en cuenta.

70
Trinidad. El Señor está bajo la dependencia de Dios (I Cor., "57 23) y le
obedece "hasta la muerte" (Fil., 2. 8) y con sumisión total (I Cor., 15, 28).
Toda la cuestión está, puede decirse, dominada por el texto de I Cor., 8, 6;
helo aquí: "Para nosotros no hay más que un Dios Padre, de quien todo
procede y para quien somos nosotros, y un solo Señor, Jesucristo, por
quien son todas las cosas y nosotros también." Así, por esencial y necesaria
que sea la colaboración del Señor en las obras de Dios, el Señor no es el
igual de Dios. Representa su Espíritu, porque nos dice claramente, II Cor.,
3, 17, "el Señor es el Espíritu". Pablo no puede decirnos nada que relacione
más estrechamente esos dos términos supremos, el Señor y Dios, y es la
misma relación de intimidad que ha expresado en lenguaje humano al
afirmar que el Señor es hijo de Dios, sin que esta expresión suponga
realmente que hay en su pensamiento una teoría de la filiación, en el
sentido estricto del término.
En rigor, para Pablo sólo el Señor representa una de las categorías de la
creación, la más próxima a Dios y que puede calificarse de divina. Por otra
parte, es cierto que, desde entonces, el dogma de la divinidad de Cristo está
en marcha, porque la representación de Pablo parece demasiado indecisa,
demasiado incompleta para ser estable, y porque la piedad de los fieles,
indiferente a las dificultades, debe orientar enérgicamente su fe en el
sentido de la identificación del Señor con Dios.
Sin insistir más aquí, ya que no es este el lugar, sobre concepciones
teológicas,, tanto más complejas cuanto que son inciertas por lo que hace a
más de un punto, hemos dicho bastante para hacer comprender en qué se
convirtió Jesús Nazareno por la acción de los mitos de la intercesión y de la
salvación familiares al medio paulino, y repensados por el Apóstol en
función de su teodicea rabínica. Helo aquí mudado en obrero universal de
Dios, anterior al tiempo y al mundo, encarnación del Espíritu Santo —el
cual constituye, por así decirlo, su esencia divina— ejecutor del gran
designio de Dios tocante a la regeneración y la salvación de la humanidad.
Su muerte se convertía así en algo claramente inteligible: los hombres,
agobiados bajo el peso de sus pecados,, eran incapaces de elevarse hacia la
claridad divina; Cristo quiso ofrecerles el medio; cargó con sus maldades y
su suplicio infamante las expió. Entonces, para participar de sus méritos y
merecer la gracia el día del juicio, convenía unirse a él, primero, por la
confianza y el amor. El pretendido escándalo se convertía en el gran
misterio, el fin, la razón de ser suprema de la misión de Jesús, y Pablo
decía justamente que toda su predicación no era más que un "discurso de la
cruz". Los griegos podían comprenderlo y dejarse conmover, y, en sí, no
les imponía nada inaceptable a los Doce, puesto que, dejándoles todo el
encanto de sus recuerdos reales, elevaba todavía más de lo que ellos
hubieran podido creer la gloria de su Maestro. Sólo cambiaba enteramente
la perspectiva y el sentido de su obra. Al mismo tiempo, ponía los

71
fundamentos de una vasta especulación doctrinal, más que extraña,
antipática al medio en que vivió Cristo. Menos densa, menos complicada y,
en suma, menos extravagante que los grandes sistemas sincretistas a los
que Basilides o Valentín ligaron su nombre en el siglo II, la doctrina de
Pablo les abría el camino; era ya una gnosis sincretista, una revelación
compuesta.

III

Los paganos que llegaban a la fe cristiana atravesando las sinagogas, o


que abandonaban directamente sus antiguas creencias por ella, vivían en un
medio en el que apenas se concebía una religión sin ritos. Los más
conmovedores de esos ritos se relacionaban con la idea de la purificación y
con la noción del sacrificio: sacrificio de expiación, destinado a calmar la
ira divina, sacrificio de ofrenda, para ganarse el favor del dios, o sacrificio
de comunión, por el cual los fieles de una divinidad se unían a ella e
indicaban que formaban un cuerpo ante ella. Los Doce, como buenos
judíos, eran asiduos al Templo y no pensaban, en verdad, que les hiciera
falta otro culto fuera del que allí se celebraba; no obstante, prestaban
importancia particular a la purificación bautismal, cuya aceptación se
convierte, en las Iglesias de la gentilidad, en señal de conversión. Al mismo
tiempo, cuando se reunían en casa de alguno de los hermanos, "partían el
pan juntos". Este acto, usual en Israel y probablemente efectuado por Jesús
cuando comía con los Apóstoles, revestía ya para ellos el sentido de un
símbolo de unión; unión entre sí y unión con Cristo; mas todo nos induce a
creer que aún no establecían ninguna relación entre esa "fracción del pan" y
la muerte de Cristo, que no le adjudicaban, en ningún grado, el valor de un
sacramento, que no atribuían ni su institución ni su repetición a una orden
del Maestro.
Pablo sintió la necesidad de descubrir la significación profunda de esta
práctica. La que encontró, vinculándola indisolublemente al drama de la
Pasión redentora, lo llenó de la idea fecunda del sacrificio de expiación y
de comunión, e hizo de ella el cumplimiento de un gran misterio, el
memorial y el símbolo vivo, deseado por Jesús, de la obra de la cruz. "El
Señor Jesús—se dice en Cor. (11, 23 y ss.)—en la noche en que fue
entregado, tomó el pan, y después de dar gracias, lo partió y dijo: Éste es
mi cuerpo, que se da por vosotros; haced esto en memoria mía. Y
asimismo, después de cenar, tomó el cáliz diciendo: Este cáliz es el Nuevo
Testamento en mi sangre; cuantas veces lo bebáis, haced esto en memoria
mía. Pues cuantas veces comáis este pan y bebáis este cáliz, anunciáis la
muerte del Señor, hasta que Él venga." Ningún rito de los Misterios
paganos encerró nunca más sentido, ni más seductoras esperanzas, que la
eucaristía paulina, pero era de la familia de los Misterios y no del espíritu

72
judío; introducía en la Iglesia., apostólica un "trozo de paganismo". Los
cristianos la aceptaron, además, porque aportaba a su fe un mayor valor,
y ése fue el tema inicial de una amplia especulación teológica, generadora
de varios grandes dogmas.
Al mismo tiempo, el baño bautismal adquiere una significación
igualmente profunda. "Porque cuantos en Cristo habéis sido bautizados—
escribe Pablo (Cal., 3, 27)— os habéis vestido de Cristo", es decir, que por
el bautismo el cristiano se asimila a Cristo. Hago violencia a los términos,
porque Pablo no se atrevió jamás a decir que el bautismo hiciera del
cristiano un Cristo, como el tauróbolo hacía del iniciado de Cibeles un
Atis, pero la idea en que se apoya ese bautismo y la que justifica el
tauróbolo se sitúan realmente en la misma perspectiva. Por el bautismo, el
cristiano se "viste de Cristo" como de una vestidura sagrada y saludable;
desciende simbólicamente a la muerte sumergiéndose en el río o en la pila
bautismal, sale de ella después de tres inmersiones, como salió Cristo de la
tumba al tercer día, y queda seguro de ser glorificado un día, si Dios lo
quiere, como lo fue Cristo.
No me cansaré de repetir que no fue Pablo solo quien inventó todo esto,
que las Iglesias helenistas anteriores a él y, antes que ellas, tal vez, grupos
de judíos sincretistas y gnósticos, habían preparado su obra y expuesto los
temas principales de su especulación; por eso es exagerado sostener que él
ha sido el verdadero fundador del cristianismo. Los auténticos fundadores
del cristianismo son los hombres que establecieron la Iglesia de Antioquía,
y apenas entrevemos los nombres de algunos de ellos; pero, aparte de la
superioridad de una acción mucho más vasta y más precisa, Pablo tiene
respecto de ellos, incontestablemente, la de la conciencia de su acción y de
su alcance. No fundó el cristianismo, si se lo debe definir como la
adaptación del mesianismo judío a la doctrina helénica de salvación, pero,
sin él, tal vez no existiera el cristianismo.

73
CAPÍTULO VII EL CRISTIANISMO RELIGIÓN AUTÓNOMA

I.—Las influencias helénicas no podían ser evitadas por la fe cristiana.—La corriente juanina.—Las
resistencias judeocristianas al paulinismo y al juanismo.—Cómo, poco a poco, fueron superadas.—
Separación de la fe y de la Ley.—Separación de la Iglesia y de la Sinagoga.—Situación en los albores del
siglo IV.
II.—El terreno grecorromano.—Los temas de la metafísica de escuela.—El movimiento espiritual en
materia religiosa del siglo I al IV.—La religión romana oficial y el sentimiento religioso.—El impulso de
Oriente.—El sincretismo individualista del siglo III.—El cristianismo se presenta como una religión
oriental y se dirige al individuo.—Reprueba el sincretismo, pero esto es sólo una apariencia.— Cómo él
mismo es sincretista.—Su encuentro con la filosofía.
III.—La influencia de la cultura helénica impulsa la fe en dos direcciones diferentes.—La
transformación del cristianismo en filosofía revelada y perfecta.—La expansión de las gnosis.—Papel de
la herejía en la evolución de la doctrina.—Acción del ritualismo pagano.
IV.—Aspecto del cristianismo a principios del siglo IV.—Es una religión autónoma y muy hostil al
judaísmo.—La regla de fe.—La Iglesia y las Iglesias.—El exclusivismo cristiano.

Pablo, cediendo a la fuerza de las cosas, la había plegado a su genio es


peculativo; aceptando, por anticipado, la separación del cristianismo y del
judaísmo, que los hechos le mostraban inevitable, había preparado la
doctrina; pero, en todo caso, las acciones del medio helénico no podían ser
evitadas por la fe cristiana desde que salió de Palestina, y sabemos que eso
se había producido ya antes de Pablo. Era, especialmente, fatal que se le
aplicaran en el mundo griego los procedimientos de la exégesis, mediante
la cual los judíos de Alejandría acordaban la Ley de Moisés y la filosofía
profana. Lo hacían a la manera de Filón, aquel asiático desconocido que
hizo en el prólogo del IV Evangelio la afirmación de que Jesús-Mesías se
había manifestado sobre la tierra como una encarnación del Logos, del
Verbo de Dios, principio de acción de Yavé, según la exégesis alejandrina,
y coeterno de Él. Proposición enorme, que iba nada menos que a
47

identificar al Crucificado con una manifestación directa de Dios, es decir,


en buena lógica, con Dios mismo; y también proposición blasfematoria
para un judío, que ni siquiera podía concebir que la Infinitud divina, a la
que no se atrevía a nombrar, por temor de que pareciera una definición, se
encerrara en los estrechos límites de un cuerpo humano. Pero también
47
Jn., 1, 14: "Y el verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloría, gloria como de Unigénito del
Padre." La palabra griega logos se traduce en los textos del Nuevo Testamento por Verbo o Palabra.

74
proposición fácil de armonizar con la cristología de Pablo, o, mejor dicho,
estrechamente emparentada con ella, si no olvidamos la declaración
fundamental del Apóstol: "el Señor es el Espíritu'; y, además, proposición
tan seductora para un griego y tan conforme con el hondo deseo de la fe
que, tendiendo cada vez más a agrandar la persona de Jesús se esforzaba,
casi sin saberlo, por hacerla afín de Dios.
Sin prever todavía todas las consecuencias de esas transposiciones y
sobrevaloraciones de la fe de los Doce, los judeocristianos no las aceptaron
fácilmente a todas. Primero, porque sufriendo tantas particiones, el
precioso privilegio, que creían poseer, de ser "los herederos del Reino"
perdía valor y casi se desvanecía; después, porque eran judíos y pretendían
seguir siéndolo, como sabían que lo había sido su Maestro. Se opusieron,
pues, a Pablo vigorosamente hasta en las comunidades fundadas por él.
Aun después de reconocerlo como Apóstol, igual a ellos, y de resignarse
aparentemente a las concesiones que reclamaba para sus propios conversos,
los Doce se entregaron a "arrepentimientos" que a veces los pusieron en
situaciones molestas. Se lanzaron violentos escritos contra él desde las filas
de los legalistas, y sus epístolas a los corintios y a los gálatas, por más
obscuras que sigan siendo para nosotros en sus detalles, nos dan por lo
menos una impresión neta de la hostilidad de aquellos hombres que, si
hubiesen podido, lo habrían hecho pasar por un impostor herético. Obras
muy tardías de la literatura cristiana —como los escritos atribuidos a
Clemente Romano, que vivió hacia fines del siglo I— tienen todavía
huellas de esas polémicas.
Por lo demás, la teología del prólogo juanino, o protoevangelio, provocó
tenaces protestas. Sin embargo, desde el fin de la generación apostólica, se
hubiera podido prever, con seguridad, en favor de quién se preparaba el
porvenir.
Desde aquel tiempo, en efecto, debía admitirse que el regreso del Señor,
la parusía, cuyo retardo se prolongaba mucho, podía hacerse esperar aún
infinidad de años, de modo que, aunque se siguiera hablando de ella, se
comenzaba a no vivir en esa espera; se la despojaba, poco a poco, del lugar
central que ocupara al principio en la fe. Además, el cuadro escalo-lógico
en el que se la situaba, no seducía en absoluto a la imaginación de los
grecorromanos como a la de los judíos. Sus viejas convicciones dualistas,
su inclinación al espiritualismo, les impedían conceder una entera simpatía
a la creencia en la resurrección de la carne, al materialismo del Reino
mesiánico, en que se complacía el pensamiento judío. Como los conversos
de la gentilidad constituían la gran mayoría de los fieles, y la propaganda
cristiana sólo tenía probabilidades de éxito entre las filas de los hombres de
donde provenían esos conversos, estaba de acuerdo con sus aspiraciones la
fijación y el desarrollo de lo que pronto se denominaría la regla de fe. Si
las proposiciones de San Pablo, o las del IV Evangelista, respondían a sus

75
votos inconscientes, podía pensarse que la especulación cristológica, que ya
rebasaba en tanto a la fe de los Doce, se ampliaría y ocuparía, en adelante,
el mayor lugar en el credo cristiano.
Hacia la misma época, también se efectúa, de hecho, el divorcio entre la
Iglesia y la Sinagoga, y los fieles de Jesús empiezan a hablar de los judíos
en términos que, sin duda, habrían sorprendido al Maestro. Pronto, les
negarán toda comprensión de la Verdad y hasta de la Ley mosaica. Las 48

comunidades nacidas de los Apóstoles y de sus discípulos judíos,


reclutadas entre hombres de práctica judía, que se quedaron siendo
pequeñas y pobres, y aún subsistían en Siria, en Egipto, y tal vez en Roma,
fueron sobrepasadas por las grandes Iglesias pobladas de tránsfugas del
paganismo. Por esforzarse en conservar las enseñanzas recibidas de los que
conocieron al Señor, se expusieron a la acusación de pensar pobremente de
él; y se acercaba la hora en que la mayor parte de los cristianos les negarían
el derecho de reclamar su parte en la Salvación. San Justino escribió, hacia
el año 160, que los cristianos que seguían observando las prescripciones
judaicas, en su opinión, se salvarían, a condición de que no trataran de
imponer sus prácticas a nadie; pero añadió que más de un fiel se negaría a
mantener relaciones con ellos. En realidad, los cristianos grecorromanos
49

no se sentían ya ligados a Israel y daban a la Ley, de la que Cristo había


afirmado que no cambiaría un ápice, una interpretación puramente
simbólica.
Igualmente, en esa época, las comunidades cristianas, decididamente
separadas de las sinagogas, comenzaron a organizarse para vivir. Primero,
eligieron administradores temporales, encargados de velar por sus intereses
materiales y del mantenimiento del orden en su seno, en tanto que el
Espíritu Santo incita a los inspirados que sostienen y difunden la fe.
Después, cuando sienten la necesidad de estabilizarse y empiezan a
desconfiar de las iniciativas de los inspirados, procuran regularizar más la
administración de esos intereses espirituales, y al extinguirse la generación
que conoció a los Apóstoles, tal vez nació el episcopado monárquico: en
todo caso, va a nacer.
En otros términos, en los umbrales del segundo siglo, el cristianismo
aparece ya como una religión independiente, poco coherente, de seguro, y
cuyos dogmas, ritos e instituciones no pasan todavía del estado elemental,
pero que tiene plena conciencia de no confundirse ya más con el judaísmo.
Se encuentra ya muy lejos del pensamiento de Jesús y del de los Doce, y
pretende ofrecer a todos los hombres, sin distinción de raza ni de
condición, la Vida eterna.

48
La epístola llamada de Bernabé, violentamente antijudía, es, con toda probabilidad, un pequeño escrito
alejandrino, que se sitúa entre los años 117 y 130; pero, quizá cincuenta años antes, los judíos son ya para el autor
sirio de la Didaqué: los hipócritas.
49
Diálogo con Trifón, 47.

76
II

Sabemos que el terreno grecorromano, en el tiempo en que la esperanza


cristiana se trasladó allí, no se asemejaba a una tabla rasa. Tenía un
pensamiento religioso incoherente, es cierto —por cuanto se ligaba, según
los individuos, a objetos diferentes, o, a la inversa, trataba de yuxtaponer
varios objetos disímiles—, pero no obstante vivo y poco dispuesto a dejarse
eliminar sin reaccionar. En las clases ignorantes, en las que se confundía
muy a menudo con la superstición, se apoyaba sólidamente sobre
numerosos hábitos y prejuicios casi imposibles de desarraigar; en los
medios ilustrados, podía contar también con la fuerza de la costumbre, y,
además, en la educación intelectual hallaba un socorro eficaz. De un
extremo al otro del Imperio, las escuelas daban a los niños las mismas
formas espirituales; les inculcaban los mismos métodos de razonamiento, la
misma cultura general, en función de las cuales su pensamiento religioso se
organizaba necesariamente. Advirtamos inmediatamente, porque es un
hecho capital, que la cultura de la época de los Césares era casi
exclusivamente literaria. De las dos disciplinas que estudiaba un joven
instruido, para completar su educación, una, la retórica, no aspiraba a
enseñarle más que el arte de reunir las ideas y las palabras; la otra, la
filosofía, que propendía a descubrirle el mundo, a darle la explicación de la
vida, a fundar los principios y las reglas de la moral, no se apoyaba sobre
ninguna ciencia positiva. El sentido de la experiencia demostrativa, que el
genio griego había antaño descubierto, se había perdido, y se repetían,
como verdades de hecho, infinidad de absurdos, que un instante de examen
atento hubiera podido desmentir. Por un lado, un empirismo incoherente y,
por el otro, seudodoctrinas físicas, totalmente sin fundamento, tal era, en
suma, en aquel tiempo, la ciencia de la naturaleza. Por eso, la filosofía,
fecunda en consideraciones morales, justas, ingeniosas, hasta elocuentes,
pero mal arraigadas en la realidad, se dispersaba en varios sistemas
metafísicos, interesantes como construcciones intelectuales, pero
puramente arbitrarios. Además, fundados desde antiguo por los pensadores
de Grecia, se encontraban reducidos a ser, apenas, temas sobre los cuales
los "Maestros" ejecutaban variaciones más o menos personales. Justamente
porque eran muy ajenos a los hechos positivos, dichos temas podían
trasponerse con gran facilidad y también aceptar desarrollos muy extraños
al espíritu de sus primeros autores. Así, Filón los mezcló con los
principales postulados de la Ley judía; así, los filósofos neoplatónicos
sacaron de ellos una especie de religión revelada; así, aún, los doctores
cristianos de Alejandría los combinarán con las afirmaciones de su fe, y de
la mezcla saldrá una dogmática nueva. Por sí mismos, eran incapaces de
defenderse contra semejantes empresas; pero, por otra parte, habían
penetrado tan hondo en el espíritu de los hombres cultivados, eran tan

77
comúnmente aceptados como verdades, aun por los más torpes ignorantes,
que toda explicación del mundo, de la vida y del destino humano, toda
religión, debía contar con ellos.
Prestemos atención al hecho de que, introducido en el mundo
grecorromano en el siglo I, el cristianismo no se afianzó sólidamente sino
hasta el II, para expandirse ampliamente en el III. Ahora bien, lo que
llamamos "espíritu público" no permaneció, durante todo ese tiempo, en la
misma posición respecto de las cosas de la filosofía y de la religión;
continuando siendo diferente entre los honestiores y los humiliores, se
modificó en unos y en otros. Si el cristianismo hizo tales progresos en el
siglo III, puede suponerse que la modificación se efectuó de acuerdo con su
interés.
En el momento en que el Imperio reemplaza a la República, la religión
oficial de los grecorromanos es ya un sincretismo, una combinación hecha,
después de la conquista del Oriente griego por Roma, con los dioses de los
vencedores y de los vencidos. Los hombres ilustrados han perdido su fe en
ella, pero la respetan en público y, cuando es menester, participan en sus
ritos, porque siguen creyendo que es necesaria para el pueblo, cuyos
apetitos e instintos peligrosos refrena; y, asimismo, porque no olvidan que
la antigua Ciudad se apoyaba sobre ella en otro tiempo, que dio sostén a los
esfuerzos fecundos de los antepasados, y que constituye aún, en lo que
tiene de especialmente romano, el lazo sensible que une entre sí a los
ciudadanos de la Ciudad. Su escepticismo, más o menos profundo, pide,
según los distintos caracteres individuales, a las doctrinas de las diversas
escuelas filosóficas el alimento metafísico del que no pueden privarse;
generalmente se inclinan en favor del estoicismo o del epicureismo. En
cuanto a los hombres de humilde condición, siguen siendo devotos de los
dioses menores y de los hechiceros. Entretanto las religiones misteriosas,
místicas y sensuales del Oriente, ya implantadas en el Imperio, hacen
lentamente su fortuna. Augusto puso en su plan de conjunto de restauración
del Estado, el completo restablecimiento de la religión romana; pero si
creyó posible obligar, al mismo tiempo, a la gente a encerrar su sentimiento
religioso, cuando todavía poseían alguno, en las formas del pasado, o
devolver la fe a los que la habían perdido, se abandonó a una singular
ilusión. Cualquiera que haya sido su pensamiento, solamente logró
restablecer en su integridad el culto y los templos; y, paralelamente,
fortificó el valor cívico de los ritos oficiales. El verdadero patriotismo, o la
simple lealtad, suponían desde ese momento la devoción al numen Augusti
y a la diosa Roma.
Tal religión estribaba en unas cuantas ceremonias; desprovista de toda
teología, de toda verdadera dogmática, no podía pretender alimentar un
sentimiento religioso, por poco vivo que fuera. Pero ocurrió que, por el
impulso de Oriente, que favorecía la insuficiencia de la ciencia, por el

78
influjo de males diversos que experimentaron los hombres y los
quebrantaron, desde el tiempo de Tiberio hasta el de Nerva, y contra los
que el estoicismo defendía sólo a una pequeña "élite", el sentimiento
recuperó un lugar cada vez mayor en la conciencia de los grecorromanos.
Se amplificó y se hizo mucho más exigente que en el pasado. Hasta en las
clases ilustradas, el escepticismo fue pronto superado por potentes
aspiraciones hacia una vida religiosa profunda, y el estoicismo retrocedió
rápidamente ante el platonismo, más plástico, más fácil de llenar de
religiosidad. Si hay cierta exageración en decir que Marco Aurelio fue el
último de los estoicos, es verdad que el ocaso de su reinado señala la
completa decadencia de la doctrina a la que el noble emperador acaba de
dar un supremo brillo; el mundo pagano está, de aquí en adelante, maduro
para la devoción. El advenimiento, con los Severos, de príncipes africanos
y sirios, la dominación de mujeres penetradas de la piedad mística de
Oriente, favorecieron su rápido desarrollo y el siglo III conoció todas sus
formas, desde las más groseras, estrechamente emparentadas con la
superstición pura, hasta las más refinadas, modeladas por las reflexiones de
una filosofía que, desde entonces, tendería hacia lo divino. Las religiones
de Estado, según la fórmula conocida por toda la antigüedad, se reducían a
la sola religión del Emperador, mientras que las nacionalidades, autónomas
otrora en el territorio conquistado por Roma,,se veían absorbidas por ella;
el sentimiento religioso más vivo se aplicó todo él, a partir de ese
momento, a la salvación del individuo.
Todas las creencias y todos los cultos tuvieron entonces sus fieles,
quienes los plegaban a su deseo intenso de un porvenir de bienaventuranza
eterna en un más allá misterioso. En esa inmensa materia religiosa, la
piedad de cada uno tallaba una religión a su medida y combinaba
ordinariamente afirmaciones de fe y ritos de origen distinto, para construir
su credo y su práctica.
Desde el siglo I, el cristianismo se presentó como una religión oriental, a
la vez mística y práctica, puesto que, por un lado, se apoyaba en la
revelación divina y prometía la salvación eterna por un Mediador
todopoderoso y, por otro, pretendía instaurar en la tierra una vida nueva,
toda de amor y de virtud. Tenía, pues, probabilidad de agradar a los
hombres poseídos de los mismos deseos que aquellos cuya realización
aportaba. Sin embargo, su exclusivismo iba a perjudicar a su éxito antes de
asegurarlo. Se mostraba, en apariencia, rebelde a todo sincretismo; pero era
todavía muy simple en sus dogmas y prácticas, por lo tanto muy plástico, y
podía recoger y asimilar, casi sin cuidarse de ello, las más difundidas:
aspiraciones religiosas y costumbres rituales con las que se encontraría en
el terreno grecorromano. Diré más: no era capaz de eludirlas y si, en el
siglo III, se halla en capacidad de hacerle frente, victoriosamente, a todo el
sincretismo pagano, es porque él mismo se ha convertido en un

79
sincretismo, en el que se reúnen todas las ideas fecundas, todos los ritos
esenciales de la religiosidad pagana. Los ha combinado y armonizado de tal
suerte que puede erguirse, él solo, frente a las creencias y las prácticas
incoherentes de sus adversarios, sin parecer inferior en ningún punto
importante.
Este trabajo capital de absorción, que nos permite comprender que llegó
un momento en que el cristianismo pudo despertar simpatías numerosas y
activas en el mundo grecorromano, se realizó lentamente, y siempre en
relación con la ascensión de la fe a través de las diversas capas de la
sociedad pagana, en la que, como acabamos de decir, la mentalidad
religiosa no fue nunca la misma, en todas partes, en una misma época. La
fe tomará algo de cada una de estas capas sociales, y a todas les deberá esa
especie de jerarquía que todavía existe, de hecho, en la Iglesia; que se vio
en ella desde el momento en que la dogmática cristiana empezó a fundarse,
y que condujo, por una pendiente insensible, de la fe simplista de los
ignorantes a la fe filosófica de los intelectuales.
Hombres de modesta condición, los primeros predicadores cristianos se
dirigieron a sus semejantes de la gentilidad y, a decir verdad, entre ellos la
doctrina, consoladora, fraternal e igualitaria de los humildes hermanos tenía
mayores probabilidades de recibir buena acogida. Empero, no debemos
exagerar nada: Pablo y sus discípulos predicaron a los prosélitos judíos, y
no todos eran humiliores; se contaban en sus filas numerosas mujeres de
las clases superiores y también, ciertamente, algunos hombres; tenemos
razones para creer que muchos fueron ganados para la fe. No es menos
cierto que, hasta la época de los Antoninos, los honestiores no
constituyeron más que una ínfima minoría en la Iglesia: esclavos y
destajistas formaban su base, y como, en aquel entonces, cada nuevo
cristiano agregaba una unidad a la lista de los misioneros, el cristianismo
siguió reclutándose, sobre todo, entre los humiliores. Pero, a través de los
esclavos, llegó a las mujeres libres, sus amas, y accidentalmente atrajo la
atención de algunos hombres instruidos que buscaban la verdad divina.
Gracias a las primeras, se insinuó en las clases altas; gracias a los segundos,
tomó contacto con la filosofía, en el curso del siglo II, y las consecuencias
de este encuentro fueron incalculables.
Hombres como Justino, Taciano o Tertuliano llegaban al cristianismo
porque su conversión era la culminación lógica de una crisis interior: tenían
aspiraciones que la filosofía sola no podía satisfacer, cuestiones que no
podía resolver; y la fe cristiana respondía a las unas y satisfacía a las otras.
No obstante, desde el día en que se hacían cristianos, aunque renegaban de
todo el pasado de su pensamiento, no sabían desprenderse de su educación,
de sus hábitos espirituales, de sus métodos de razonamiento, de sus
adquisiciones intelectuales y filosóficas. Se dieran claramente cuenta de
ello, o lo sintieran confusamente, la religión abrazada les parecía pobre, no

80
en su fondo, que juzgaban insondable como el Infinito, sino en su
expresión y, cuando a su vez hablaban de ella, irresistiblemente tendían a
darle la apariencia de una filosofía revelada. En su apologética la
robustecían, por decirlo así, con todos sus procedimientos de escuela y, en
su dogmática, con reflexiones o explicaciones que sus conclusiones
metafísicas anteriores les sugerían, en presencia de los postulados
cristianos.
Se entiende que por más abierto que haya podido ser, en razón de la
incertidumbre de su dogmática, a influencias de ese género y por más
flexible que fuera ya, gracias a la especulación paulina y juanina, el
cristianismo surgido de la generación postapostólica no las había previsto y
no poseía ningún medio para escogerlas ni para disciplinarlas. Por eso, al
principio esas influencias se ejercieron sobre él con tanta confusión como
intensidad, y tuvo que transcurrir cierto tiempo antes de que la masa de los
fieles, lenta siempre para cobrar clara conciencia de la realidad, viera bien
que impulsaban a la fe en dos direcciones muy diferentes.

III

Una propendía a tomar de la cultura helénica todas las nociones


susceptibles de hacer más profunda y más bella la doctrina cristiana
primitiva. Evidentemente, la asimilación no era demasiado escrupulosa, y
la lógica, tanto como la realidad de los hechos, no estaban siempre de
acuerdo con ella; los textos tampoco; pero en fin, su intención, al menos,
era tranquilizadora. Sólo trataba de plegar a las exigencias de sus
postulados fundamentales las afirmaciones más interesante» del
pensamiento griego, y si las unas no modificaban a las otras, hasta el punto
de no tardar en hacerlas irreconocibles, la transformación se producía lo
bastante lentamente como para no chocar; sobre todo, se operaba en
conformidad con las aspiraciones más o menos conscientes de la masa de
los fieles. Si se les hubiera dicho a los Doce que Jesús había encarnado a
Dios, no lo hubiesen comprendido en el primer momento; después, habrían
protestado ante el abominable escándalo; pero aceptaron probablemente
que Pablo dijera de Él que había sido un hombre celestial y hasta que había
encarnado al Espíritu, el Neuma de Dios; y esa era la primera etapa de una
sobrevaloración que la fe deseaba ardientemente y que tornará a Cristo, por
grados y hasta la completa asimilación, en afín de Dios. Esta tendencia, de
la cual proviene la ortodoxia, no siguió un camino rectilíneo y bien trazado;
vaciló, se extravió frecuentemente en medio de especulaciones que la fe
común no aceptó, y encontró la idea o la fórmula conveniente no sin
dificultades; pero —éste es el punto esencial—, jamás intentó una
combinación consciente de las ideas paganas, cualesquiera que fuesen, con
los postulados cristianos. Si se prefiere, fue siempre en función de estos

81
postulados como eligió y organizó las sobrevaloraciones tomadas de la
cultura helénica, hasta en aquella admirable escuela de Alejandría, cuya
gloria fue Orígenes, y que terminó la gran obra: la transformación del
cristianismo en filosofía revelada y perfecta.
La otra tendencia, conocida por el cristianismo desde el siglo II y- tal vez
antes, procede de un punto de partida diferente. Ella también quiere dar
mayor valor a las excesivamente simples afirmaciones primordiales y
profundizarlas. Sólo puede hacerlo combinándolas con creencias o
especulaciones tomadas de su ambiente. Pero, en primer lugar, no es, en
manera alguna, prudente en su elección, que se fija en objetos muy
numerosos y, sobre todo, muy dispares: paganismo olímpico, orfismo,
religiones orientales diversas, sistemas filosóficos, todo le suministró algún
alimento. En segundo lugar, no se preocupa de armonizar lo que tomó de
otras religiones con los datos históricos o solamente tradicionales de la fe;
pretende estar en posesión de una revelación particular, por la cual justifica
las construcciones más monstruosas, verdaderos sistemas sincretistas, en
los que el verdadero cristianismo aparece sólo como un elemento más,
apenas reconocible, de una cosmogonía complicada y de una metafísica
abstrusa, que no le deben casi nada, ni la una ni la otra. Ni qué decir tiene
que esas gnosis distintas, que brotaron en el siglo II, horrorizaron a los
simples y que, en verdad, no tenían ninguna probabilidad de durar, aun
lanzándose, como algunas terminaron por hacerlo, a prácticas mágicas más
seductoras para el vulgo que las construcciones de la metafísica mística y
simbolista. Sin embargo, no son extrañas a la lógica de la evolución
cristiana; quiero decir, que nos ofrecen un aspecto de esa evolución, que
corresponde a lo que conocemos del espíritu del tiempo en que nacieron, y
que acaba de hacérnoslo comprender.
No es indiferente que hayan aparecido, al igual que las otras herejías, en
medio de las cuales se debate la fe, antes de que ésta se asentara, y no son,
en la generalidad de los casos, más que opiniones que no han triunfado, ni
más ni menos singulares que las que se impusieron. Las querellas y las
discusiones provocadas por unas y otras han sentado y fijado, poco a poco,
todos los principios de la doctrina ortodoxa; han dado a los fieles la ocasión
de escrutar y de precisar su propio pensamiento o sus aspiraciones; han
determinado los problemas y acentuado las contradicciones, que los
teólogos han tenido la misión de resolver. Han hecho más aún: han tornado
evidente la necesidad, y han hecho urgente el deseo, de una disciplina de la
fe, de una regla, y de una autoridad que la defendiera personificándola y,
en tal sentido, representan el factor más activo de la organización
eclesiástica y de la autoridad clerical que se fundan en el siglo II.
El factor debe buscarse igualmente en una reacción del medio
grecorromano sobre el cristianismo primitivo, la que tiende a introducir en
un culto que es todo "espíritu y verdad", a partir del momento en que los

82
hermanos desertan del Templo judío, todo o parte del ritualismo pagano. El
desenvolvimiento ritual del cristianismo se efectúa paralelamente al
desenvolvimiento dogmático, y por los mismos procedimientos; partió de
sencillísimas prácticas primordiales, todas nacidas del judaísmo: el
bautismo, la fracción del pan, la imposición de manos, la plegaria, el
ayuno; se les prestó un sentido cada vez más hondo y misterioso; se las
amplificó, yuxtaponiendo gestos familiares a los paganos; se las cargó de
las grandes preocupaciones que comportaban, por ejemplo, los ritos de los
Misterios griegos y orientales; se les infundió, por así decirlo, el antiguo y
formidable poder de la magia. Este trabajo comenzó desde que la fe
apostólica se trasladó de Palestina a terreno griego, y nos lo hemos
encontrado, ya singularmente avanzado, en el paulinismo. Prosiguió sin
interrupción durante todo el tiempo en que duró la lucha de la religión
nueva contra sus rivales.
A veces es difícil decir con certeza de qué rito pagano deriva tal rito
cristiano, pero es indudable que el espíritu ritualista de los paganos se
impuso poco a poco al cristianismo, hasta el punto de volverse a encontrar,
enteramente, en sus ceremonias; la necesidad de desarraigar usos antiguos
y muy tenaces precipitó la asimilación a partir del siglo IV. Además, el
poder del clero se vio notablemente acrecentado por el derecho casi
exclusivo que adquirió desde temprano, y a pesar de algunos titubeos, de
disponer de la fuerza mágica de los ritos, a los que se llamó sacramentos.

IV

Por lo tanto, si consideramos a la Iglesia cristiana a principios del siglo


IV, nos será difícil reconocer a la comunidad apostólica, o, a decir verdad,
no la reconoceremos en absoluto. En lugar de un pequeño grupo de judíos,
separados solamente de la mayoría de sus hermanos por una esperanza
particular y una indulgencia más acogedora hacia los prosélitos que la del
nacionalismo israelita común, vemos ahora una vasta asociación religiosa
en la que ingresan, sin distinción de raza ni de condición social, todos los
hombres de buena voluntad, y que tiene conciencia de formar un cuerpo, de
ser el pueblo elegido, la Iglesia de Cristo. Ha rechazado a Israel, alegando
que abandonó el camino del Señor, y yerra miserablemente lejos de la
verdad; ha encontrado el medio de liberarse de las prácticas de la Ley judía
y, sin embargo, de conservarle al Antiguo Testamento su calidad de Libro
sagrado. Sobre las afirmaciones fundamentales de la fe de Israel ha
50

construido una dogmática nueva muy complicada, cuya especulación

50
Parece que el cristianismo hubiera ganado liberándose de la Ley judía y algunos cristianos notables, como
Marcion, se ocuparon de ello; no tuvieron éxito porque la apologética cristiana primitiva, apoyándose constantemente
en los textos bíblicos reputados profetices, había afirmado la veneración judeocristiana por el Libro y autentificado su
carácter divino.

83
central se ha desarrollado en torno de la persona de Cristo, ahora elevado
hasta la identificación con Dios, los elementos de la cual ha tomado, en
parte, de sus propias reflexiones tendientes a prestar mayor valor a los
datos primitivos de su fe, y, en parte, de las doctrinas filosóficas y
religiosas del medio grecorromano. Esta dogmática, que se expresa
mediante una regla de fe establecida, sobre las opiniones de la mayoría, por
las autoridades competentes, se presenta como la filosofía revelada y
perfecta, la explicación ne varietur del mundo, de la vida y del destino, y
los teólogos se aplican celosamente a profundizarla y armonizarla.
En otro sentido, la Iglesia se nos ofrece como un cuerpo constituido; se
ha organizado poco a poco en Iglesias particulares, inspiradas en. el modelo
de las sinagogas o de las asociaciones paganas; las funciones
administrativas o espirituales se concentran en las manos de un clero
jerarquizado, cuyos jefes han adquirido el hábito de ponerse de acuerdo
sobre todas las cuestiones que interesan a la fe, las costumbres y la
disciplina, y de expresar, en decisiones colectivas, las opiniones de la
mayoría. Ese clero preside ritos tomados más "o menos directamente del
judaísmo o de los Misterios paganos, pero perfectamente cristianizados y
revestidos, por lo menos los principales, del misterioso poder mágico que
los cultos secretos de Grecia y de Oriente habían hecho familiar a los
hombres de entonces. En otros términos, el cristianismo se ha convertido en
una religión verdadera, la más completa de todas, porque ha tomado de
todas lo que tenían de mejor; la más acogedora, la más consoladora, la más
humana también, y de tal naturaleza que el simple no tiene más que creer
en ella, sin comprender, y obedecer a sus autoridades sin razonar para estar
seguro de su salvación eterna, y que el filósofo encuentra en sus dogmas
amplia materia de razonamiento.
No obstante, esta religión tan profundamente sincretista, se declara
invenciblemente exclusiva; no soporta compartir, en absoluto, a sus fieles
con otra religión; no tolera ninguna rival y, antes que asegurar su victoria,
esta tendencia fundamental de su naturaleza le ha ocasionado los más
peligrosos problemas; particularmente le ha suscitado la animosidad del
Estado y de la sociedad civil por entero.
Pero, antes de tratar de darnos cuenta de la naturaleza, del desarrollo, del
alcance y del resultado de ese conflicto decisivo, necesitamos ver más de
cerca y considerar en lo concreto dos hechos fundamentales que acabamos
de presentar, por así decirlo, in abstracto: la religión de Cristo, es decir, la
que considera a Cristo como su Dios propio, organizándose en el siglo, ha
engendrado la Iglesia cristiana y, de método de vida que era al principio, se
ha convertido en cuerpo de doctrina y sistema de dogmática.

84
CAPÍTULO VIII - LA FUNDACIÓN Y LA ORGANIZACIÓN DE LA
IGLESIA 51

I.—Cristo ni fundó ni deseó la Iglesia.—Los Apóstoles galileos tampoco parecen pensar en ello.—Silencio de los
textos evangélicos.—La leyenda de la primacía de Pedro.—Sin quererlo, los Apóstoles prepararon la Iglesia.— El
cuerpo de los fieles y la Iglesia de Dios.—Noción que Pablo tiene a este respecto antes de toda organización
eclesiástica.—Cómo se impone la necesidad de tal organización.—La idea de Iglesia al comienzo del siglo II
II.—El origen de las Iglesias particulares.—Los modelos que imitan para organizarse.—Asociaciones paganas y
sinagogas.—La necesidad crea las funciones.—Rapidez del movimiento.—Acciones diversas que favorecen la
instalación de un clero y el advenimiento del episcopado.
III.—El episcopado monárquica.—Sus orígenes.—Desaparición del episcopado plural; sus causas.—La defensa
contra los heréticos y el respeto de la tradición apostólica.—El obispo presidente del presbiteryon.—La teoría de
Ignacio.—Causas exteriores que favorecen su realización general.—Las listas episcopales.
IV.—La elección del obispo.—Condiciones de elegibilidad.—Los poderes del obispo.—Sus límites.—
Resistencias en el clero.—Constitución del ordo clericalis.—Sus grados.—La distinción que el pueblo cristiano hace
entre el clérigo y el laico.
V.—La idea católica de la Iglesia.—Sus principales componentes.—Papel de las Iglesias apostólicas.—Posición
única de la Iglesia de Roma.—La Iglesia en los umbrales del siglo III.

Cristo no fundó ni deseó la Iglesia; ésta es, quizá, la verdad más segura
que se impone a todo aquel que estudie los textos evangélicos sin una
opinión preconcebida y, hablando francamente, la suposición contraria
configura históricamente un absurdo; todo el ingenio de los teólogos no
puede nada. Por mal que conozcamos las enseñanzas de Jesús, se nos
aparecen primero como una reacción contra el legalismo estrecho y el
ritualismo absorbente, de los que no se podría sostener que no sean los
cimientos indispensables de toda vida propiamente eclesiástica. Luego, se
nos aparecen como una estimulación enérgica del esfuerzo personal; el
individuo debe elevarse hacia el Padre que está en los cielos por la
confianza y el amor, sin duda, pero también por el arrepentimiento, la
enmienda decisiva de sus vicios y, por decirlo así, por la purificación de su
conciencia tanto como por la exaltación de su voluntad; esto es,
precisamente, todo lo contrario, en principio, de la psícastenia eclesiástica.
Si queremos recordar, además, que Jesús esperaba la inminente realización
del Reino, esperanza que debía alejar de su espíritu toda idea de organizar
el porvenir terrenal de sus discípulos, y que, por último, era judío,
51
Edwin Hatch, The organization of the early Chrístian Churches, Londres y Nueva York, 1901; A. Harnack,
Entstehung und Entwickelung der Kirchenverfassung und Kirchenrechts in den zwei ersten Jahrhunderten, Leipzig,
1910.

85
perfectamente sometido a la Ley religiosa de Israel —aun cuando
aparentemente la contrariaba para ampliarla en realidad, según lo que él
creía que era su verdadero espíritu— acabaremos de comprender por qué
no pudo dedicar un solo instante de su pensamiento a la consideración de lo
que nosotros llamamos Iglesia.
Admitiendo que diera a los Doce una autoridad —esto se discute todavía
— ésta no pudo ser más que una especie de delegación de la suya propia,
para predicar, como lo hacía él, el Reino y el arrepentimiento; no hizo de
ellos sacerdotes, pues, en verdad, no los necesitaba. Por lo demás, si
observamos cómo actúan los Apóstoles, después de la muerte de su
Maestro, comprobamos que tampoco ellos piensan en fundar la Iglesia;
permanecen estrechamente unidos a la religión judía y practican su culto
muy exactamente; el porvenir, también para ellos, es el Reino, no la Iglesia.
Jamás los textos evangélicos ponen en boca de Jesús la expresión "mi
Iglesia", o la Iglesia del Padre'', excepto en un solo pasaje, en el que
leemos: "Tú eres Pedro' (que quiere decir piedra) Y sobre está piedra
edificaré yo mi Iglesia..." (Mt., 16, 18-19); pero la autenticidad de esta
frase célebre, explotada como ninguna otra, parece ser absolutamente
insostenible, a menos de admitir que Cristo pudo, en una" hora de extravío
profético, renegar de su enseñanza, de su obra, de su misión y hasta de sí
mismo. Los textos y los hechos prueban, con evidencia cegadora, que la
52

primacía del Apostol Pedro, proclamada por Jesús según el texto de Mateo,
no existió, y que los discípulos qué se agruparon alrededor de él, de Juan y
de Santiago, “hermano del Señor", solamente lo honraron y escucharon
como a un hombre engrandecido por la confianza y la amistad del Maestro.
Y sin embargo, sin quererlo ni saberlo, los Apóstoles pusieron los
fundamentos de la Iglesia y cuando, más tarde, la tradición apostólica
pasará por ser la norma suprema e infalible de toda verdad eclesiástica, lo
será ciertamente por efecto de una exageración, pero no por el de una
completa invención. Esto requiere explicación.
La idea de Iglesia nació, puede decirse, del trasplante de la esperanza
cristiana de Palestina a terreno griego y, si se quiere, de su
universalización. Por precaria que consideren los hombres la vida terrenal,
es imposible que no se sientan unidos y más o menos solidarios, desde el
momento en que se aterran a la misma esperanza de porvenir y en que, al
hacerlo, se ven obligados a abandonar el marco de su vida religiosa
anterior. Ahora bien, muy pronto, los conversos de las sinagogas de la
dispersión son expulsados de ellas por los judíos "duros de corazón", y les
ocurre otro tanto a los prosélitos conversos; los paganos ganados para la fe
abandonan los templos y todos se unen en un culto que se rinde al Señor
Jesús. Culto muy elemental todavía, pero que comprende ya la reunión
52
Ch. Guignebert, La primauté de Pierre et la venue de Pierre a Rome, París, 1909; los tres primeros capítulos.

86
fraternal (los fieles se llaman hermanos entre sí), la plegaria en común, un
rito de iniciación, el Bautismo y un rito de comunión, comunión entre los
iniciados (desde este punto de vista a los fieles se les llama Santos, vocablo
muy característico), y comunión con el Señor, a su mesa. Pero todos los
hombres que "invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo''1, que
pueden llamarse sus Santos y que son hermanos en él, forman parte de la
Iglesia de Dios en cualquier lugar que habiten; aunque estén dispersos por
el vasto mundo, constituyen a sus OJOS la asamblea ideal de sus elegidos.
Esta noción la expresa Pablo con gran claridad y, cuando habla de "la
Iglesia de Dios que está en Corinto", no debe entenderse, supongo, una
agrupación organizada, una comunidad eclesiástica establecida en Corinto,
sino solamente, digámoslo así, el trozo de la Iglesia universal de Dios que
se encuentra en dicha ciudad. Espero hacerme comprender totalmente al
decir que la idea mística de la Iglesia en Dios nació de sí misma en el
espíritu de un hombre como Pablo, de hecho, y como inevitablemente,
antes de que se haga cuestión de una organización eclesiástica particular.
En el tiempo en que el Apóstol nos habla ya de la Iglesia de Dios, sus
epístolas nos prueban que la comunidad de Corinto vive todavía en plena
anarquía pneumática: quiero decir, que se gobierna de acuerdo con las
sugestiones atrevidas de los inspirados. Sabido es que los inspirados son
enemigos natos de todos los cleros; así, pues, esa comunidad no tiene clero
todavía.
Puede comprenderse que haya llevado esa vida la congregación de los
fieles durante el primer período de entusiasmo y de ilusión, cuando cada
sábado por la noche los Santos esperaban que la aurora siguiente señalara
el gran día, tan ardientemente anhelado, del retorno del Señor; pero a
medida que transcurren las semanas, los meses y los años, sin que llegue
esa bienaventurada parusía, los inconvenientes de la anarquía se
manifiestan, mientras que la unión fraternal se afirma, que la separación de
los Santos del resto del mundo religioso eleva su esperanza de salvación a
la dignidad de religión autónoma. Entonces, hay que pensar en organizar la
comunidad particular y, al mismo tiempo, comienza el trabajo inverso del
que se realizó en el espíritu de Pablo: cada grupo local de hermanos se
convierte en una Iglesia, y la Iglesia de Dios es el conjunto de estas Iglesias
particulares, que se escriben unas a otras, que se alientan y se sostienen
recíprocamente. Tiende, pues, primero, a no ser ya solamente una
expresión mística de la realidad, sino un hecho en cierto modo palpable;
después, y para un porvenir más lejano, pero inevitable, tiende a buscar
también para sí, en tanto que ella es ese hecho general, una realización
material, una organización que la consagre.
Si imagináramos situarnos a comienzos del siglo II, notaríamos que la
idea paulina de la unión de todos los cristianos en Dios está perfectamente
establecida y de que se fortifica con la convicción de que no existe

87
realmente sino una buena y saludable doctrina, común a todos y cuyo
inconmovible fundamento debe buscarse en la tradición apostólica. Se
admite generalmente que su depósito se halla en las Iglesias Apostólicas, o
sea, en aquellas que pretenden remontar su origen a la iniciativa de un
Apóstol. De hecho, la Iglesia no es aún más que la fraternidad dispersada
en las Iglesias particulares, pero está probado que a los cristianos no les
gustan los solitarios y que tienen, tanto desde el punto de vista de la
consolidación de la doctrina como del de la resistencia a los enemigos
amenazantes, el sentido de la agrupación. Por consiguiente, no conciben
que una Iglesia, aunque sea perfectamente independiente y dueña de su
destino, viva aislada de las demás, como tampoco comprenderían que un
hermano se apartase de la comunidad de la ciudad en que vive; pero la
Fraternidad cristiana, la Iglesia de Dios, no ha recibido todavía ninguna
organización que la materialice; un observador extraño, un pagano, no
percibe aún más que Iglesias particulares.

II

El origen de las Iglesias particulares es todavía para nosotros un tanto


obscuro. Si queremos darnos cuenta, aproximadamente, de cómo se
originaron, apartemos primero de nuestra mente la idea católica de la
uniformidad, de la regularidad, de la fijeza. De una comunidad a otra hubo
durante largo tiempo diferencias bastante notables, y si, en definitiva, todas
terminaron evolucionando en la misma dirección, no lo hicieron con el
mismo ritmo.
No hace falta buscar muy lejos las causas que reunieron a los hombres
vinculados a la misma fe: las cofradías religiosas eran propias del espíritu y
de las prácticas de la antigüedad. La necesidad de hacer frente a la
hostilidad de los judíos, que muy pronto se muestra activa, y la
preocupación de vivir, muy apremiante, entre los numerosos pobres
atraídos desde el principio por la esperanza cristiana, bastan para explicar
la constitución de las comunidades. Los peligros de la anarquía y los
apenas menores del pneumatísmo, es decir, de la inspiración directa tomada
como guía de la acción, desórdenes molestísimos e inevitables en ausencia
de una disciplina organizada, impulsaron muy naturalmente a estas
primeras fraternidades a darse un gobierno.
No carecían de modelos: en las dos mitades del Impero romano, la
griega y la latina, existían desde hacía tiempo asociaciones o corporaciones
religiosas constituidas para una obra común, piadosa o caritativa, thiases y
éranes, aquí, y allá collegia, y especialmente collegia tenuiorum, es decir,
asociaciones de gente modesta; tenían sus administradores elegidos, su
caja, alimentada mediante contribuciones y vigilada por delegados
especiales. Por otra parte, sabemos ya que los judíos de la diáspora se

88
agrupaban, dondequiera que se encontraran y aunque fuesen un puñado, en
sinagogas, tal vez diversa, pero regularmente constituidas y organizadas.
53

Los cristianos, provinieran de la gentilidad o del judaísmo, sabían, pues,


qué hacer para aprender a gobernarse.
Probablemente ambas influencias, la de las asociaciones paganas y la de
los colegios judíos, actuaron a la vez sobre ellos, una más profundamente
que la otra, según los lugares y las circunstancias. La necesidad impone
naturalmente las funciones, y los nombres de los funcionarios se sacan del
idioma corriente: así presbyteros, que quiere decir antiguo; episcopos, que
significa vigilante; diáconos, que quiere decir servidor, antes que signifar
sacerdote, obispo o diácono. Se provee con mayor o menor diligencia y
fortuna a la necesidad de instruir a los conversos, de mantener el orden, las
buenas costumbres y la sana tradición de la fe, de asegurar el culto y, en
fin, a la de alimentar a los ingentes.
Basta con que leamos, de comienzo a fin, los Hechos, las Epístolas
paulinas y esas tres cartas seudo-paulinas, ligeramente posteriores a Pablo,
llamadas Pastorales, para comprender con cuánta rapidez se realiza esa
54

organización una vez empezada. En las postrimerías del siglo primero, ya


se pueden ver, al menos en algunas Iglesias, un obispo único, vigilante
general de toda la comunidad, es decir, que parece tener poder absoluto
sobre la totalidad de las funciones y, a su lado, presbíteros especializados
en las funciones espirituales y diáconos investidos de funciones materiales.
Lo que consolida y precisa todos esos órganos fijos y estables es,
primero, la desconfianza creciente y acaso justificada respecto de los
inspirados itinerantes que, con el nombre de apóstoles, profetas o didasca-
los parecían haber ejercido una influencia preponderante sobre las
comunidades durante los primeros tiempos de su existencia —es también la
disminución de la autoridad de los inspirados locales: lo excepcional y lo
incoherente cansa; la fe del común de los hombres aspira naturalmente a la
estabilidad, sinónimo para ellos de verdad; los dones que el Espíritu había
esparcido, al azar de su albedrío, sobre un número más o menos grande de
hermanos no desaparecen, por lo demás; van a dar al obispo y fortifican su
autoridad—; es también el deseo y el comienzo del ritualismo, que el
ambiente impone y que reclama especialistas; y es, en fin, la idea, muy
pronto consolidada, de que los pastores son responsables ante el Señor de la
grey que les ha sido confiada: ¡responsabilidad supone autoridad!
Estas acciones diversas concuerdan en la tendencia a confundir en las
mismas personas las funciones, al principio distintas, de instrucción, de
edificación y de administración, o por lo menos, a darle la mayor autoridad
respecto de ellas a una sola persona, que es el obispo monarca. El
advenimiento y el triunfo del episcopado monárquico constituyen la
53
La palabra sinagoga sirve, en el siglo II, todavía para designar a la asamblea cristiana.
54
I-II a Timoteo y Ep. a Tito.

89
primera gran etapa de la organización de la Iglesia y han tenido
consecuencias incalculables para su existencia a través de los siglos.
55

III

La palabra obispo (episcopos) significa, como ya dije, vigilante y, en ese


sentido se usaba a veces en las asociaciones paganas como equivalente de
epimeletas, que quiere decir comisario, intendente y, en ciertos casos,
director, pero siempre con la significación de vigilancia. Originalmente, los
obispos, porque había varios en cada comunidad, no se ocupaban de
enseñar ni de edificar más que con su buen ejemplo. Su misión era
mantener y afirmar la Iglesia en la práctica de las buenas costumbres y de
los preceptos de la verdadera fe, y tenían poder absoluto sobre lo que puede
llamarse lo temporal de la comunidad. Los textos más antiguos los
consideran más semejantes a los diáconos que a los presbíteros, y es éste
un hecho significativo en lo que respecta a sus orígenes y al carácter de sus
primeras funciones.
Su autoridad se desarrolló rápidamente en cuanto, desapareció el
episcopado plural; no sabemos muy exactamente cómo se efectuó esa
operación; percibimos mejor las causas que la hicieron necesaria. En un
tiempo en que el símbolo de fe estaba tan poco recargado de dogmas y en
que la formidable inclinación a la sobrevaluación, que conocían la mayor
parte de las religiones, se ejercía del hecho de las sugestiones del medio
sincretista, con un vigor extremo, era indispensable organizar una defensa
vigilante en torno del rebaño, contra los "lobos" de afuera, y contra los de
adentro, es decir los heréticos; y la defensa parece más rápida y más
56

experta cuando uno solo se encarga de ella. Concentrada en manos de un


solo hombre, la autoridad que fortalece el buen orden y asegura la
disciplina de la caridad parece más eficaz. Por lo demás, las asociaciones
paganas y las comunidades judías tienden, bastante generalmente, a darse
una presidencia, que asegure la unidad de acción en el grupo y simboliza,
por decirlo así, la unión. Entre los hermanos cristianos se difunde
rápidamente la creencia de que los Apóstoles previeron los problemas que
encontrarían las Iglesias, y de que fueron ellos quienes, para resolverlos,
instituyeron el episcopado. Se representan cada comunidad como una
especie de resumen de la Gran Iglesia del Señor, y el obispo es
legítimamente su cabeza, como Cristo es la cabeza de su Iglesia.
Finalmente, una vez que el ritualismo se desarrolla el obispo, por una
asimilación algo forzada, pero inevitable, al Gran Sacerdote judío, se con-
vierte en presidente de las liturgias.
Como sé ve, muchas razones, de origen y dirección harto diferentes,
55
J. Réville, Les origines de l’épiscopat, París, 1894.
56
La palabra herético aparece por primera vez en la Epístola a Tito, 3, 10: Herético es, etimológicamente, el que
elige, pero en realidad, en el tiempo en que nos situamos, es, sobre todo, el que agrega inconsideradamente

90
concurren a concentrar el poder episcopal en manos de un solo obispo. Sin
embargo, aunque se queda solo en su función, no es por ello, desde ese
mismo día, el amo absoluto en su Iglesia y, durante un lapso más o menos
prolongado, según los lugares, aparece como el presidente del
presbyterion, o sea del consejo que forman los presbíteros; pero esto es
sólo una etapa, y ciertas Iglesias de Asia la franquearon ya al comenzar el
siglo II. En aquel entonces Ignacio de Antioquía proclama que el obispo es
el representante de Dios en la Iglesia, que nadie debe hacer nada en
desacuerdo con él y que obrar de otro modo es servir al diablo. Sin duda,
tácitamente se entiende que el obispo obra siempre de acuerdo con
presbíteros y diáconos, pero finalmente Ignacio escribe: “Mantened los ojos
fijos en el obispo para que Dios os mire” y "¡Es bueno honrar a Dios y al
obispo.” es difícil ir más lejos.
57

Entre el 130 y el 150, aproximadamente, el monarquismo episcopal se


impone sucesivamente a todas las Iglesias y su triunfo se ve favorecido y
fortalecido por las crisis de distinto orden por las que atraviesa la Iglesia a
partir de aquel momento; persecuciones que diezman y dispersan el
"rebaño", sobre todo que dejan tras de sí numerosos apóstatas impacientes
por volver al redil y a los cuales no se puede recibir sin precauciones;
herejías, nacidas generalmente de combinaciones sincretistas de las
afirmaciones fundamentales de la fe, de viejos mitos orientales y de las
especulaciones de filósofos griegos; muy peligrosas, primero, porque
seducen a los hermanos "intelectuales", después porque halagan a los
místicos y, a la inversa, a todos los hombres a quienes atrae el aparente
realismo de las operaciones mágicas. Además, el contagio del ejemplo
reduce rápidamente las resistencias que tal o cual Iglesia particular pueda
oponer al movimiento episcopal y, hacia los comienzos del siglo III, los
cristianos admiten corrientemente que la unidad de organización, paralela a
la unidad de fe, es tan necesaria como ésta.
Desde entonces, se aplican activamente a justificar el hecho consumado.
Se persuaden de que el episcopado monárquico ha sido instituido por los
Apóstoles, y cada Iglesia presenta una lista de obispos" que se remonta
hasta el Apóstol fundador, o, a falta de Apóstol, hasta el discípulo de un
Apóstol, o hasta el delegado de una Iglesia apostólica considerado como el
fundador. El símbolo de la autoridad del obispo es el pulpito, la cathedra,
de la que se considera que toda la serie de sus predecesores ocupó antes
que él. Cuando se dice, verbigracia; "la silla de San Pedro" se entiende "la
autoridad del obispo de Roma". El principio de esta autoridad es, en efecto,
la tradición apostólica, al igual que respecto de la regla de fe. Más tarde el
episcopado monárquico buscará su justificación en diversos textos del
Evangelio y principalmente en aquél de Mateo 16, 19: "Yo te daré las
llaves del Reino de los cielos, y cuanto atares en la tierra será atado en los
57
Ad Polyc., 6, 1; Ad Smyrn., 9, 1.

91
cielos, y cuanto desatares en la tierra será desatado en los cielos".

IV

El obispo monarca es elegido por el pueblo y ordenado, es decir,


instalado en el ordo sacerdotalis, por los obispos vecinos. El pueblo elige a
quien quiere en teoría, pero sin contar la influencia legítima y
habitualmente capital de las sugestiones de presbíteros y diáconos de la
Iglesia, se adivinan ya tentativas para sustraer a su voto la elección. Suele
acontecer que un obispo designe su sucesor o que un grupo de obispos
provea de autoridad a una sede vacante, pero éstas son todavía excepciones
justificadas por circunstancias particulares.
Las condiciones de elegibilidad son todavía amplísimas; quieren que el
futuro obispo demuestre ser una persona de buena moralidad, garantizada
por el matrimonio a la viudez y de una fe sólida, por con' siguiente, que no
sea demasiado nueva; las cualidades intelectuales quedan en segundo
plano, y la edad no tiene aún mucha importancia; pero se exige, aunque sin
demasiado rigor, que tenga aptitudes físicas generales apropiadas a la
función. Todavía no se impone ninguna condición de carácter propiamente
eclesiástico; quiero decir que el sufragio popular puede elegir a un simple
hermano; pero los obispos al menos tienden ya a reclamar el paso previo
por otras funciones de la Iglesia; y esto es bastante prudente.
Desde aquellos remotos tiempos, y aunque ocupar el puesto es en
ocasiones bastante peligroso, frecuentemente se producen competencias e
intrigas para obtenerlo, es también porque hay en ello algo que halaga el
espíritu de dominación propio del hombre, del cual, sí creemos en el
Evangelio, ni el mismo Cristo pudo preservar a los Apóstoles. Se
consideraba al obispo responsable ante Dios de la fe, de las costumbres y
de la disciplina de su Iglesia; mas esta responsabilidad, formidable por sí
misma, lo engrandecía a los ojos de los demás y a los suyos propios. De
hecho, la dirección religiosa y moral de la comunidad le pertenecía, y
también el poder disciplinario y penitencial que primitivamente, residía en
la asamblea de los hermanis; era él quien privaba de la comunión, vale
decir, rechazaba prácticamente de la comunidad, excluyéndolo de la mesa
eucarística, el pecador que juzgaba escandaloso. Dirigía a los clérigos,
administraba los dineros, reglaba los socorros y limosnas y, si era
necesario, desempeñaba el papel de juez de paz entre sus ovejas.
Especialmente, disponía del poder de los ritos sacramentales, administraba
el bautismo y consagraba la eucaristía. De todas sus funciones, es ésta
seguramente la que le daba mayor prestigio; su importancia, desde este
punto de vista, irá aumentando a medida que sé implante más adelante, en
el rito, la idea mágica del sacramento misterioso y todopoderoso. Si se
agrega a todo esto el deber que tiene el obispo de visitar a los enfermos y

92
consolar a los afligidos, podemos hacernos una idea de la amplitud de su
papel y de todos los aspectos de su autoridad.
Realmente, el único límite a esa autoridad era el abuso que se hiciera de
ella, que provocaba resistencias entre los clérigos y los fieles y, si era
menester, una especie de huelga que obligaba al imprudente a dimitir, o a
los obispos que lo habían instalado a desposeerlo de su cargo.
Por poderoso que sea en la suya, el obispo no es nada en la iglesia
vecina, sólo un hermano a quien se recibe con honor, pero que ni siquiera
puede hacer uso de la palabra sin la expresa invitación del obispo local. De
derecho, cada Iglesia es todavía completamente independiente y libre de
normar a su entender su fe y su disciplina. No obstante, el peligro de esta
autonomía en el aislamiento se manifiesta ya claramente; si hubiera durado,
la Iglesia católica no se habría realizado jamás y los cristianos se hubieran
desparramado en sectas minúsculas. La práctica corrige felizmente el
derecho: primero, cada Iglesia se preocupa de lo que hace su vecina; las
pequeñas, particularmente, copian el modelo de las grandes; los fieles van
de una a otra y anudan entre ellas lazos a veces bastante estrechos; los
obispos se visitan y, sobre todo, se escriben; en los casos embarazosos se
reúnen en pequeños grupos y se consultan. Es así como la autoridad del
obispo monarca, tanto de hecho como de derecho, constituye el
fundamento esencial de la organización católica, mucho tiempo antes de
que se piense en el papa.
El obispo triunfó bastante fácilmente de los laicos, a los que desposeyó
de los derechos que ejercían en la comunidad primitiva, le resultó más
difícil hacerlo respecto de los demás funcionarios eclesiásticos, presbíteros
y diáconos. Tenemos pruebas de resistencias tenaces pero en el fondo
superfluas, en primer lugar porque eran aisladas e incoherentes, y, luego,
sobre todo, porque no encontraron, para fundarse, razones y principios
comparables a los que daban apoyo al episcopado monárquico.
Después de su victoria definitiva, los demás funcionarios eclesiásticos —
el clero, como se comenzará a decir en el siglo III— forman a su lado un
orden, una categoría especial en el cuerpo de los fieles. Se ingresa en ese
orden mediante la ordenación, de la que el obispo dispone prácticamente
como amo, y que no es todavía más que la instalación en cargos especiales.
Poco a poco, se le agregará a esta instalación un ceremonial particular para
cada función, y la idea de una misteriosa colación de aptitud que se
convertirá en el sacramento del orden; pero no se llegó a esto todavía en el
siglo II.
En este orden clerical (ordo clericalis) vemos a los diáconos, que deben
ser nombrados después del obispo porque son sus auxiliares y algo así
como sus ojos, que miran y lo informan, y sus brazos, que ejecutan. Más
tarde (Const. apost., 2, 30), se hallará el tipo de esa relación entre el obispo
y los diáconos en la relación de Moisés y Aaron. Pronto se ve aparecer en

93
las grandes Iglesias un diácono jefe, el archidiácono. Todavía en el siglo
IV, los diáconos se negarán a aceptar su subordinación jerárquica a los
sacerdotes, y en principio obtendrán razón, porque al comienzo sus
funciones no eran inferiores a las de los presbíteros; eran "de otra
naturaleza y convenía hablar de paralelismo no de subordinación. Pero el
tiempo ha borrado poco a poco esas diferencias fundamentales, hasta tal
punto que los concilios del siglo IV juzgaron francamente censurable y
algo escandalosa la actitud de los diáconos que no querían permanecer de
pie delante de los sacerdotes y comulgar después de ellos.
Los sacerdotes (presbytres) parecen haber surgido del consejo de
ancianos (sanedrín) de la sinagoga judía. Forman al principio el consejo de
la comunidad que, en realidad, dirige; luego, sus funciones se precisan
lentamente en el dominio espiritual y. después del advenimiento del
episcopado monárquico, se convierten en delegados y, en caso necesario,
en suplentes del obispo en todas las funciones de ese dominio. Por eso se
consideran superiores a los diáconos, casi exclusivamente limitados, al
principio, a las tareas, de la administración material.
La vida ritual y eclesiástica, al desarrollarse, agrega poco a poco a los
diáconos y a los sacerdotes, en el ordo clericalis, varios funcionarios
especializados y subalternos: exorcistas, acólitos, lectores, porteros, que
vemos en sus puestos desde comienzos del siglo III, sobre poco más o
menos. Los elige el obispo y progresivamente establece la costumbre de
considerar que dichas funciones accesorias están destinadas a probar y a
fortalecer las vocaciones, que encuentran en seguida su empleo verdadero
en el diaconato, el sacerdocio y hasta el episcopado. Ni qué decir tiene que
todos estos clérigos deben ser de costumbres irreprochables, pero pueden
casarse, aun después de su ordinatio.
El clero de aquellos tiempos comprendía también mujeres. Se les
llamaba diaconisas, viudas o vírgenes, y no es fácil distinguir las funciones
particulares que sin duda correspondían a esas tres designaciones, ni
precisarlas respecto de ninguna. Se comprende solamente que esas mujeres
vinculadas a la Iglesia no tenían que enseñar, sino que servir; parecen haber
sido las auxiliares del obispo, en tanto que éste estaba obligado a ocuparse
de las hermanas en la comunidad. La desconfianza de los cristianos
respecto de la tentación sexual parece ser entonces extrema y está fundada
en la experiencia; se toman precauciones, a veces un tanto pueriles, para
defender de ella a los clérigos.
En teoría, todos los clérigos viven del altar, es decir, de las donaciones y
ofrendas de los fieles, pero, siguiendo el ejemplo del Apóstol Pablo, buen
número de ellos trabajan asimismo en algún oficio honorable.
Durante largo tiempo, la comunidad cristiana es una pequeña sociedad
—como lo era la asociación judía en tierra pagana— en la cual todos los
miembros son, por así decirlo, religiosamente iguales, en la que, por

94
consiguiente, la posesión de las funciones o cargos pone entre los que las
ejercen y los otros diferencias de hecho pero no de especie. Esto cambia
paulatinamente. Mientras está viva la idea de la soberanía práctica del
Espíritu, que sopla donde quiere, no hay medio de establecer distinción
duradera entre el clérigo y el fiel inspirado, y repito que no es tal todavía el
sentido de la ordinatio. Un simple fiel tiene derecho, si la ocasión se
presenta, a bautizar, predicar, consagrar la eucaristía, administrar la
penitencia. El clero se esfuerza naturalmente por restringir y aun suprimir
esta facultad, que limita su propia importancia. La evolución de la
ordenación en el sentido de un sacramento, que se considera que confiere al
que lo recibe privilegios permanentes del Espíritu para ejercer tal o cual
función, al mismo tiempo que desaparece prácticamente la inspiración
individual en la asamblea, pone poco a poco al simple fiel, al laico, en
situación inferior y pasiva respecto de los clérigos. 58

En la segunda mitad del siglo II, un curioso movimiento pietista,


iniciado en Frigia, a instigación de un cierto Montano, tiende
enérgicamente a devolver el primer lugar en la Iglesia a los inspirados y a
lograr que el clero se limite de nuevo a la mera administración de la
comunidad, pero el fracaso de ese montañismo precipitó aún más el
resultado contra el que se había sublevado; en verdad, este pietismo era un
anacronismo.

Evidentemente, la evolución interna de las comunidades cristianas, en


los dos primeros siglos, las condujo a la concepción y, por lo menos
virtualmente, a la realización de la idea de la Iglesia católica. Eso es algo
totalmente distinto de la representación paulina de la Iglesia de Dios; ya no
se trata solamente de una unión de los corazones fraternales en la misma
esperanza, simbolizada, o mejor, expresada, por la invocación común, en
todos los lugares, del "mismo nombre divino" ante el cual toda la creación
dobla la rodilla; se trata de una unidad de fe, de ritos, de prácticas, de
espíritu, de disciplina y también de un principio común de dirección
general en la espera de que se constituya el organismo, en lo sucesivo
necesario, que lo explicitará y aplicará.
En suma, la idea católica parece proceder de dos componentes
principales; uno pertenece, por así decirlo, al plano de la práctica, y el otro
al de la teoría.
Ya a fines del siglo II. Tertuliano expresa la convicción corriente
diciendo que los cristianos forman un cuerpo, cuyos miembros deben
mantenerse unidos para bien de todos y para la consolidación de la verdad.
Por otra parte, esta unión fraternal no tiene otro fundamento todavía que la
58
La palabra griega λαός quiere decir pueblo; el λαίχός es, pues, d hombre del pueblo cristiano.

95
idea de que debe existir y la buena voluntad de todos; todavía no se ha
hecho cuestión de la subordinación de unas Iglesias a otras, con lo cual, por
lo menos, el problema se simplificaría. Me basta como prueba la actitud de
San Cipriano, obispo de Cartago en el siglo III —sin embargo, gran apóstol
de la actitud conciliadora— ante Esteban, obispo de Roma, contra quien
levanta a todo el episcopado africano por una cuestión de disciplina,
afirmando el derecho imprescriptible de cada Iglesia a gobernarse. La idea
del cuerpo cristiano nació, efectivamente, del contacto repetido entre las
diversas comunidades, de las conversaciones entre obispos, de cartas
cambiadas a propósito de cuestiones apremiantes para todos; tal como la
fijación de la fecha de Pascua, o la actitud que se debe tomar ante una
doctrina nueva.
He ahí el primero de los componentes mencionados; el otro es la idea de
la fe católica, palabras que significan, primero, la fe común, general,
opuesta a la fe particular y excepcional, por lo tanto herética. Ya dije que
esta fe normal, en la opinión corriente, es sencillamente la de los
Apóstoles, conservada por tradición inmutable en las Iglesias que fundaron.
Y, como inevitable corolario, las Iglesias manifiestan que fuera de esa fe no
hay salvación. San Ireneo, obispo de Lyon, en el último cuarto del siglo II,
desarrolla esta opinión. Tiene como consecuencia práctica favorecer la
preeminencia honorífica, en la espera de algo mejor, de las Iglesias
apostólicas: es decir, empezar a determinar lo que podríamos llamar los
futuros cuadros administrativos de la catolicidad. Los metropolitanos no
aparecen oficialmente hasta comienzos del siglo IV, pero de hecho existen
mucho antes. Dicho de otro modo, las grandes Iglesias, las de las grandes
ciudades, -ejercen poco a poco sobre las vecinas comunidades menores una
influencia semejante a una hegemonía; cuando los concilios del siglo IV
reconozcan la autoridad de los obispos metropolitanos, no harán más que
sancionar y regularizar lo que ya existe.
Piénsese un instante en las condiciones favorables que reunía la Iglesia
de Roma para adquirir la primacía en Occidente y no nos sorprenderemos
de que haya llegado a realizar su destino.
Se la llamaba hija del Apóstol Pedro, del que creía poseer la cátedra y la
tumba; el Apóstol Pablo la había visitado y, al perecer bajo el hacha del
verdugo cerca de una de las puertas de la ciudad, había hecho, por decirlo
así, doblemente apostólica la obra de Pedro. Desde fecha temprana la
comunidad romana fue numerosa y rica, sus catacumbas lo testimonian, y
la generosidad de sus limosnas a las demás Iglesias le vale que Ignacio la
llame "presidenta de la caridad". Sobre ella recae el prestigio de la capital
59

del Imperio. Mucho antes de que piense en explotar en su provecho varios


textos evangélicos para fundar su primacía de jurisdicción, las demás
Iglesias de Occidente, de las cuales es, por otra parte, tal vez la primogénita
59
Dedicatoria de su Epístola a los romanos.

96
y, con mucho, la madre, no tienen dificultad en reconocerle una primacía
honorífica que se impone.
Así, desde comienzos del siglo III, las Iglesias han recibido la
organización de la que conservarán por lo menos los cuadros, y están
orientadas en el sentido de la duración; también, la Iglesia universal
empieza a salir del dominio de la abstracción y del sueño para realizarse en
la unión y la confederación de las Iglesias particulares. El porvenir sólo
tendrá que desarrollar lógicamente las premisas establecidas desde
entonces.
Señalemos en seguida que la organización de los cristianos en
comunidades disciplinadas y cerradas, así como la tendencia a la
catolicidad, parecen favorecer el exclusivismo cristiano, acentuar la actitud
de oposición que toma el fiel ante el incrédulo, la hostilidad que la sociedad
cristiana siente frente a la otra. Cuando se miran las cosas de cerca se
percibe que esas Iglesias no están, como se jactan de estarlo, aisladas de su
medio, que viven en él y de él y que constituyen maravillosos órganos de
reducción, de absorción sincretista, de todo lo que conserva valor de
alimento religioso en las religiones que las rodean; mientras la tendencia
católica favorece el equilibrio, la combinación en un todo coherente de las
adquisiciones particulares y desemejantes. Y desde ahora es posible
entrever en potencia dentro de la Iglesia las razones profundas que
explicarán la media vuelta que dan el Estado y la sociedad en el siglo IV.

97
IX - ESTABLECIMIENTO DE LA DOCTRINA Y DE LA
CAPÍTULO
DISCIPLINA

I.—Cómo se convierte uno en cristiano al comienzo del siglo II: el bautismo; sus caracteres y su
sentido.—Las especulaciones cristológicas; tres tipos principales: paulinismo, juanismo, docetismo.—
Tendencia común.—En qué se convierte en la generalidad de los fíeles.—Exigencias morales de la fe.—
La vida ritual.
II.—El desarrollo del ritualismo: complica el ingreso en la Iglesia.—El catecumenado y la disciplina
del arcano.—La institución del catecumenado.—Los competentes.—Complicación ritual del bautismo.
III.—El desarrollo de la creencia.—Doble -influencia que lo domina: la de los simples; la de los
filósofos.—La quimera de la fijeza y la regla de fe.—Su historia.—Cómo se plantea el problema de la
Trinidad.—Su desarrollo en el siglo II.—Resistencias a la evolución dogmática: ebionistas y alogos.
IV.—Desarrollo de la vida eclesiástica.—La existencia del fiel tiende a ritualizarse.—Orígenes de la
misa.—El sentido que tiende a revestir la eucaristía.—La transubstanciación.
V.—La penitencia: su carácter.—Su reglamentación ritual es todavía elemental.—No hay otros
sacramentos a principios del siglo III.—Conclusión.

Como sabemos, en el tiempo en que su separación del judaísmo consagra


la calidad de religión autónoma que reviste el cristianismo en el mundo
grecorromano, no se concibe una religión sin ritos y, puesto que la fe
cristiana se da naturalmente como una revelación, no se concibe ya que no
se organice en afirmaciones metafísicas llamadas dogmas. Así como hemos
tratado de ver en qué forma el cristianismo se dio un cuadro jerárquico y
órganos de vida práctica, en el curso de los dos primeros siglos, debemos
tratar de darnos cuenta de los medios adoptados y los resultados
alcanzados, en el mismo lapso, en lo concerniente al ritualismo y la
dogmática.
Si nos situamos a fines del período apostólico, al doblar del primer siglo,
comprobamos que es fácil convertirse en cristiano. Basta confesar que
Jesucristo es el Mesías prometido por Dios a los hombres, por cuyos
pecados ha muerto y que volverá pronto para juzgar a los vivos y a los
muertos e inaugurar el Reino de Dios, en el que los justos llevarán con él
una vida bienaventurada en su cuerpo resucitado y glorificado. Esto es casi
todo. Cuando se cree en ello se recibe el bautismo, rito judío adoptado por
los cristianos. En el misterio paulino, tan cargado de simbolismo —y de
realismo— síncretista, el bautismo significa, y renueva en cierta manera en
el neófito, la muerte y la resurrección del Señor y, para la mayor parte de
los conversos, simboliza por lo menos y ratifica el arrepentimiento, el

98
cambio de vida y garantiza la desaparición total de los pecados. Se
considera el bautismo como el sello del Señor, con el que queda marcado el
cristiano, y va acompañado de una iluminación, que es un don del Espíritu
Santo. Se admite generalmente que este bautismo es la consagración
necesaria de la conversión y, al principio, no supone una gran ceremonia;
puede ser administrado por cualquier cristiano y recibido sin mucha
preparación; es, por decirlo así, un acto de fe y las obras del Espíritu son
rápidas. Tal vez ya el bautizado recite una breve fórmula, que expresa las
proposiciones fundamentales de su creencia.
Sabemos que éstas se reducen a unas cuantas afirmaciones poco
complicadas; pero desde que el neófito ingresa en la Iglesia, se ve
solicitado por especulaciones que todo el mundo, seguramente, no admite,
pero que excitan un interés apasionado; como es natural, la persona de
Cristo es el objeto principal. Una vez desaparecido el pequeño grupo
apostólico que lo ha conocido en su forma "carnal", ninguna consideración
de orden histórico refrena ni limita las sobre evaluaciones de la fe. En
suma, se desenvuelven en torno de tres representaciones iniciales del
Señor, susceptibles de ser profundizadas. En primer lugar, la del
paulinismo, cuyos rasgos principales recordaré:
Jesús fue un hombre celestial, es decir, un hombre que, en sus elementos
espirituales, existía, en el cielo, antes de su encarnación y cuyo principio de
vida, diríamos, es el Espíritu divino mismo; "porque el Señor es el
Espíritu"; vino a la tierra para inaugurar una humanidad nueva, de la que
60

es el Adán, una humanidad que liberó del yugo del pecado, aceptando, para
redimirla, vivir como un hombre miserable y perecer en un suplicio
infamante. "Es la imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura;
porque en Él fueron creadas todas las cosas del cielo y de la tierra, las
visibles y las invisibles; todo fue creado por Él y para Él. Él es antes que
todo y todo subsiste en Él" (Coloss., 1, 15 y ss.) Su persona es, pues, según
la notable expresión de Sabatier "el lugar metafísico en que se reúnen Dios
y la creación"; su resurrección y su glorificación en Dios garantizan al fiel
su propia victoria sobre la muerte. Ya he dicho que esta cristología, en la
que se manifiestan las influencias del medio sincretista, es la primera de las
gnosis cristianas. No dio de momento todos sus frutos; se la comprendió
mal y, aun en las Iglesias fundadas por el Apóstol, la olvidaron primero;
pero vivía en sus Epístolas; la buscaron nuevamente, la creyeron inspirada
y se convirtió en uno de los fundamentos en que apoyó la especulación
heleno-cristiana.
En segundo lugar, se afianza la cristología juanina, que se apoya en la
identificación del Señor con el Logos, lo que, en el primer momento,
parece muy semejante a la fórmula paulina "el Señor es el Espíritu", pero
60
II Cor., 3, 17.

99
que, realmente, encierra un sentido metafísico mucho más hondo, puesto
que el Logos, emanación de Dios, es, en último análisis, Dios, y decir "El
Señor es el Logos" es casi decir: "El Señor es Dios". Proposición enorme y
escandalosa para un judío, lo repito, pero, en cambio, proposición muy
aceptable para un griego, que admite fácilmente grados en la divinidad y
muy de acuerdo con el sentido en que se orienta la fe viva, que
instintivamente exalta siempre más al Señor.
La tercera representación es la de la cristología doceta (apariencia) que
sostiene que el Señor fue hombre sólo en apariencia, que sufrió y murió
sólo en apariencia. El docetismo buscaba, mediante este expediente, eludir
la necesidad de imponer al Ser divino una humillante asociación con la
carne y sus obras; pero se veía arrastrado a imaginar una concepción de la
redención totalmente diferente de la que ha prevalecido en la fe común. Por
otra parte, las realizaciones de esta misma concepción varían sensiblemente
de uno a otro de los diversos sistemas gnósticos que la adoptaron.
No obstante las diferencias de su punto de partida y, si se quiere, de su
espíritu, esas tres cristologías tienden sensiblemente al mismo resultado: el
de desprender a Cristo de la humanidad aproximándolo a Dios. Operación
dificilísima en sí, porque el cristianismo ha tomado de su judaísmo
fundamental un monoteísmo intransigente y, al aceptar que el Señor sea
verdaderamente un ser divino, no puede, al parecer, menos que
subordinarlo a Dios, como el Sóter de los Misterios se subordina a la
Divinidad suprema. Mucho antes de que el pensamiento cristiano se haya
orientado hacia la idea de la trinidad de las personas divinas, unidas en una
esencia única y, propiamente, en el Ser divino en sí, se ensayaron bastantes
combinaciones, muchas de las cuales nos dejaron solamente recuerdos
vagos y confusos; pero el común de los fieles no estaba todavía obligado a
adherirse a ninguna de ellas, y lo que se le pedía creer no exigía de él un
gran esfuerzo de pensamiento.
Lo que se le pedía que hiciera era vivir bien, es decir, cuidarse
celosamente de todos los desfallecimientos morales considerados por el
consenso de los hombres como pecados; era luchar esforzada y
constantemente contra los malos instintos de la carne, poniendo una
confianza absoluta en la gracia del Padre celestial y en la intercesión del
Señor Jesucristo. Del judaísmo conservaron las plegarias frecuentes y los
ayunos. Toda la vida ritual está contenida todavía en la reunión eucarística
—la asamblea cultural que tiene lugar desde la noche del sábado hasta la
aurora del domingo— en que se consagran y consumen ritualmente las
especies divinas, el pan y el vino. No es probable que todas las
comunidades den ya el mismo sentido a la eucaristía: la mayor parte ven en
ella una rememoración de la pasión y una comida de unión fraternal; otras
la consideran un medio eficaz de asociarse al Señor en el acto esencial de
su ministerio terrestre, una especie de complemento y renovación de los

100
dones del bautismo. Apenas se advierte o adivina alguna otra práctica,
como la unción de óleo, acompañada por la imposición de manos que la
Epístola atribuida a Santiago aconseja aplicar a los enfermos: ésta es
también, fundamentalmente, una práctica judía.
Tales son hacia comienzos del siglo II la iniciación, la doctrina corriente
y el culto de los cristianos; es algo muy sencillo y, al mismo tiempo, muy
plástico, en donde empiezan a manifestar su acción, sobre un fondo judío
perfectamente reconocible, las influencias de las religiones helenísticas y,
sin duda indirectamente, pero también visiblemente, de las concepciones
filosóficas griegas que son del dominio público. Tratemos pues de ver
cómo, desde que se afirman, se complican a la vez el ingreso en la Iglesia,
la creencia y las prácticas.

II

El ingreso en la Iglesia se complica esencialmente por la influencia del


ritualismo, que se desarrolla en casi todos los terrenos religiosos desde que
empiezan a ser regularmente explotados y que parece ser, además,
inherente a la existencia de un clero verdadero. Debe tenerse en cuenta
asimismo el temor del falso hermano, que abusará del "Misterio" si se le
entrega imprudentemente. Se toman, pues, precauciones contra la
profanación. Durante mucho tiempo se creyó que estas precauciones habían
terminado por organizarse en un sistema llamado disciplina del arcano, es
decir, de lo secreto: se habría dispuesto por etapas la instrucción y la
iniciación del futuro cristiano, y se le habría comunicado el significado
último del Misterio en la postrera de esas etapas, y después de pruebas muy
probatorias. Se observa algo parecido en la realidad después de la
institución del catecumenado; dicho de otro modo, después de la
organización de un curso regular de instrucción cristiana para uso de los
candidatos al bautismo; pero entonces el arcano ya no puede ser más que
una ficción y una simple figuración ritual, sencillamente porque el
significado último del Misterio es el punto de partida y la razón de ser de la
conversión. La revelación progresiva casi no es, pues, más que un símbolo,
y el converso sabe desde el primer día lo que le dirán el último, o poco
menos. Antes del establecimiento del catecumenado, el arcano no hubiera
tenido ningún sentido, y no tiene gran importancia práctica después.
Sin embargo, la simple intención de tomar precauciones para preservar
de las profanaciones, si no a las creencias, que era preciso comunicar a todo
el que las quisiera conocer, sí por lo menos a lo que yo llamaría ya los
sacramentos, conduce a establecer una iniciación preparatoria para los
aprendices de cristiano. Esto es precisamente el catecumenado, cuyo
primer testimonio se encuentra en Tertuliano, y que parece haberse
61

61
De praescriptione, 41, 2.

101
establecido generalmente hacia fines del siglo II, sin que, al parecer, se
encerrase en las mismas formas exactamente en todas partes. Pero
representa en todos lugares una educación y una vigilancia de la fe del
neófito por las autoridades de la comunidad.
Para convertirse en catecúmeno basta inscribirse en una lista y someterse
a varios ritos preparatorios, el principal de los cuales es el exorcismo;
luego, transcurrido un período más o menos largo de instrucción y de
examen, se pasa a la categoría de los competentes, de los aspirantes al
bautismo, el cual es administrado por el obispo en ocasión de alguna gran
festividad, Pascua o Pentecostés.
Este bautismo se convierte, en sí mismo, en una ceremonia complicada
que comporta por lo menos una serie de instrucciones especiales y
exorcismos, una triple inmersión, una imposición de manos acompañada
por una unción de crema consagrada y una primera comunión. En adelante
se entiende que si el simple catecúmeno puede ser salvado, la plenitud de
los dones —o carismas— del cristiano pertenecen solamente al bautizado,
y que el bautismo, solo, anuda entre el fiel y el Señor los lazos misteriosos
que lo ponen en su mano como su propio bien. Y no es difícil encontrar el
espíritu de los Misterios helenísticos en esta iniciación progresiva, en estos
ritos todopoderosos y en la opinión que se tiene de su alcance. Se hacen tan
alta idea del rigor de los compromisos que supone el bautismo y del peligro
de no cumplirlos, que hombres perfectamente cristianos de corazón juzgan
más cómodo y más prudente no pedir el bautismo sino en artículo de
muerte. Y es ésta, a pesar de la resistencia del clero, una práctica al parecer
bastante difundida, sobre todo entre la aristocracia cristiana, hacia fines del
siglo III y comienzos del IV.

III

En cuanto a la creencia, es la fe la que la nutre y amplifica. En un medio,


como sabemos, tan impregnado de dogmática, se desarrolló bajo una doble
influencia: primero, la de los simples que casi no pueden, sin duda, elevarse
por encima de las invenciones y de las sobrevaluaciones mediocres, pero
que, aunque soñaran con la inmovilidad de la verdad, eran incapaces de
guardar esa estabilidad. Son ellos quienes, desde el primer instante, aceptan
e imponen las más comprometedoras adquisiciones de la cristología,
porque ellas engrandecen al Señor. En el fondo, los fieles procedentes del
helenismo, cuyo espíritu está lleno de las afirmaciones del orfísmo o de los
Misterios, no renuncian a ellas con gusto al ingresar en el cristianismo; al
contrario, las buscan en él, quieren volver a encontrarlas y, sin siquiera
tener conciencia de ello, pero irresistiblemente, las introducen en él.
En segundo lugar, debe tenerse en cuenta la influencia de los filósofos,
es decir, de los hombres instruidos, de los hombres que, por su cultura,

102
están preparados para razonar sobre la fe y para convertirse en teólogos.
Indudablemente, el cristianismo proclama, desde el principio, que posee
toda la verdad; por consiguiente, la filosofía, que tiene como tarea buscarla,
ya no tiene razón de ser, y ciertos doctores como Tertuliano, Arnobio o
Lactancio no dejan de proclamarlo. Sin embargo, la seducción del
pensamiento griego continúa ejerciéndose sobre la mayor parte de los que
la sintieron antes de ceder a la atracción de la fe cristiana. Éstos tampoco
quieren, o acaso no pueden, aunque honestamente se esfuercen, prescindir
de los datos esenciales y, sobre todo, de los métodos de su especulación de
escuela, y los aplican a las premisas de la fe y también a las sugestiones del
sentimiento religioso de los simples. Dogmas complicados, como el de la
Trinidad, o sutiles, como el de la Transubstanciación, debieron su
nacimiento y su organización a las sobrevaluaciones y a los razonamientos
de los filósofos, estimulados por las afirmaciones a veces contradictorias de
los simples. 62

En un caso como en el otro, y en último análisis, es siempre la fe la que


exalta y da excesivo valor a la doctrina y es siempre de su ambiente
religioso antiguo de donde toma los elementos que ordena en su nueva
creencia.
Como era natural, al salir del período primitivo en que la fe no se
normaba, en definitiva, más que por las sugestiones del Espíritu, los
cristianos vieron sobre todo el peligro que podía hacerles correr la
"subjetividad", es decir, la fantasía individual. Además, padecieron la
eterna ilusión de todas las religiones reveladas: la verdad es una, por lo
tanto inmóvil, perfectamente estable, y muy pronto imaginaron que esta
verdad estaba íntegramente contenida en la predicación apostólica. Para
consolidar esta convicción, tanto como para evitar el peligro de la
dispersión de las creencias, o de una puja inconsiderada, se inclinaron a
establecer una regla de fe (regula fidei) considerada invariable. Esta
tendencia se halla perfectamente expresada en la fórmula de Tertuliano: La
fe está contenida en una regla; es su ley y su salvación observar una ley. 63

Algunos indicios nos permiten pensar que, desde el siglo I, existieron


reglas breves que aprendían de memoria y recitaban los conversos que
acudían al bautismo. Lo que todavía se llama el Símbolo de los Apóstoles
no es más que una regla de fe, muy antigua, puesto que, en su forma
primitiva, parece haberse constituido en Roma hacia el año 150 y se
atribuyó a los Apóstoles para hacer que todas las Iglesias la aceptaran. Por
lo demás, no fue la única de su clase, y los textos de los siglos II y III citan
otras más o menos análogas. Las citas que de ellas se hacen nos prueban
62
Son sobre todo los doctores cristianos de Alejandría los que favorecen esa acción fecundante de la filosofía
griega sobre los datos de la fe. El más ilustre, Orígenes (siglo III) llega a expresar las "verdades apostólicas" en la
lengua de Platón, dicho de otro modo, a reiniciar sobre el cristianismo el trabajo de interpretación platónica y —en
menor grado— estoica, antaño emprendido por Filón sobre el judaísmo. Cf. el prefacio de su De principiis.
63
De praescriptione, 14: Fídes in regula pósito est; habet egem et salutem de observatione legis.

103
que había algunas diferencias en cuanto a los símbolos aceptados por las
diversas Iglesias, y también que cada uno de esos símbolos conservó
durante largo tiempo cierta ductilidad, pero prueban asimismo que todas
64

las Iglesias tenían desde entonces su regla de fe, su símbolo bautismal. Esto
es importantísimo, porque las fórmulas de dichos símbolos sirven, por
decirlo así, de temas a la meditación de la fe cristiana, y basta
profundizarlos teológicamente para que de ellos broten los dogmas.
Naturalmente, el centro de toda esta especulación es la cristología, cuya
evolución determina la de todo el resto. Sin entrar aquí en detalles inútiles,
señalemos estos tres puntos esenciales: 1º, en principio, la fe no transigía
respecto de la afirmación fundamental de monoteísmo; 2º, la culminación
lógica de todas las sobrevaluaciones de la fe respecto a la persona y al
papel de Jesucristo era su identificación con Dios; 3°, se tendía, a la
inversa, a precisar en tres personas, cada vez mejor caracterizadas, es decir,
cada vez más distintas, los tres términos que asentaba el símbolo: Padre,
Hijo, Espíritu. Y esto quiere decir que la fe se aferraba, con creciente
firmeza, a proposiciones contradictorias.
Para salir de la confusión, el buen sentido sólo podía elegir entre dos
soluciones; la de abandonar francamente el monoteísmo y resignarse al
triteísmo o la de abandonar la distinción de las personas de Dios y caer en
el modalismo, es decir, la de considerar a cada una de las personas como
una simple modalidad, como uno de los aspectos esenciales del Ser divino
único. Ahora bien, la mayoría de los cristianos no ha querido elegir y ha
pretendido mantener, a la vez la unidad indivisible de Dios y la existencia
en él de tres personas distintas. Esta paradoja provocó innumerables
debates, en el curso de los cuales surgieron problema tras problema y
dificultad tras dificultad, que causaron a la Iglesia un trastorno espantoso, y
no se apaciguaron hasta el siglo V aproximadamente, cuando se
desmoronaron las fórmulas teológicas ininteligibles a la razón.
Desde el curso del siglo II, se sabe que Jesucristo es Hijo de Dios, según
una generación especial, pero directa; que es Dios también y organizador
del mundo por voluntad del Padre y con el auxilio del Espíritu. La
ortodoxia respecto de la relación del Hijo con el Padre tiende a constituirse
rechazando, a la vez, tres interpretaciones diferentes de esa relación:
1º, la tesis adopcionista, netamente formulada en Roma por Teodosio, a
fines del siglo II, y según la cual Jesús hombre había sido, diríamos,
adoptado por Dios como Hijo suyo, por una especie de incorporación del
Logos, de la que lo habían hecho merecedor sus virtudes particulares;
2º, la tesis modalista que suponía que Dios, esencialmente Uno, se
manifestaba en funciones diversas, como las de Creador, Salvador,
64
El Símbolo de los Apóstoles ha sido varias veces retocado para cerrar el camino a tal o cual herejía. Para darse
cuenta de la ductilidad de que hablo, basta comparar tres textos de Tertuliano. De virginibus velandis, 1, Adversas
Praxeam, 2, De praescriptione, 13.

104
Inspirador, sin dejar, no obstante, de ser él mismo; hasta tal punto que, en
rigor, podía decirse que el Padre había sufrido la Pasión, al mismo tiempo
que el Hijo y el Espíritu; cierto Praxeas enseñaba esto en Roma hacia el
año 190;
3º, la tesis gnóstico, demasiado multiforme para reducirla a una fórmula,
pero de la que puede decirse que se representaba a Cristo como a un ser
divino, un Eon, intermediario entre la perfección divina y la imperfección
humana. Las sectas gnósticas son generalmente docetas, es decir,
recordémoslo, que no consideran la vida humana de Cristo, su tránsito
encarnado, más que como una apariencia.
Los debates engendrados por esas divergencias cristológicas nos parecen
confusos, y tan alejados de lo que estamos habituados a considerar como
discusiones razonablemente llevadas que a veces nos cuesta trabajo
tomarlos en serio. No debemos quedarnos con .esta impresión; tuvieron
gran importancia, porque obligaron a la fe común a revisar sus propias
afirmaciones de verdad y a precisarse a sí misma. No olvidemos que la
mayor parte de los dogmas han sido determinados y modelados a golpes de
negaciones y de anatemas: la opinión que prevalece y se afirma es, por
definición, la que no es condenada, o la contradicción de la que se rechaza.
Los procedimientos de razonamiento son los de la sofística y la dialéctica
formal de los griegos; los conceptos que poco a poco se superponen a las
creencias primeras y las transforman en dogmas proceden de la metafísica
helénica y se expresan en fórmulas con el auxilio de su vocabulario.
Lógicamente, esa evolución encontró oposiciones. Ciertos hombres se
adhieren a las formas antiguas de la fe apostólica y a las tradiciones del
judeocristianismo primitivo; son probablemente los descendientes directos
de las primeros fieles palestinos, porque se los encuentra particularmente
allende el Jordán, durante largo tiempo todavía en la región en que los
cristianos de Jerusalén, huyendo de la ciudad, se refugiaron después de la
gran rebelión judía del año 66. Las Iglesias helénicas no tardan en acusarlos
de pensar pobremente del Señor y los desprecian llamándolos ebíonitas
(Los Ebionim: los pobres). Sabemos ya que en tiempos de Justino se
empieza a dudar de su salvación y no está lejano el momento en que en la
gran Iglesia se los considerará, unánimemente, heréticos. En verdad se trata
solo de rezagados que se obstinan en conservar creencias anticuadas e
inadaptables al medio griego. Se entrevén igualmente resistencias harto
tenaces a la constitución de la teología del Logos, por la cual se preparó y
finalmente se fundó el dogma de la Trinidad. Pero los alogos, como se les
llama a esos reaccionarios, no tienen, como los ebionitas, la menor
probabilidad de detener la corriente que arrastra la fe cristiana hacia la
constitución de una metafísica dogmática, cada vez más complicada y cada
vez más alejada de las afirmaciones apostólicas.
A fines del siglo II, ese trabajo de dogmatización está apenas

105
bosquejado, pero sus tendencias son muy visibles y ya no se modificarán
esencialmente. Desde entonces, la esperanza cristiana se ha convertido en
la religión cristiana, la religión cuyo dios verdadero es Jesucristo. Queda
definitivamente separada del judaísmo y, lejos de profesar respecto de él
sentimientos filiales, reniega y maldice de él como del más intratable
enemigo de la Verdad.

IV

Otro rasgo más manifiesta la consolidación del cristianismo en las


formas de una religión autónoma y exclusiva, y es el desarrollo cada vez
más amplio y profundo de la vida eclesiástica. Quiero decir que, cada vez
más, el individuo, considerado desde el punto de vista religioso, tiende a
absorberse en la comunidad, a subordinar todos los actos esenciales de su
vida a la dirección o, por lo menos, a la influencia de personas que son las
autoridades constituidas de la Iglesia, y de ritos que expresan el acto de
presencia del Señor en medio de sus fieles y los unen verdaderamente entre
sí en Él. No debemos hablar en seguida, y en rigor, de sacramento, sobre
todo no debe aplicarse desconsideradamente el término a todas las prácticas
de la Iglesia antigua que, por intermedio del obispo, se vinculan, por
ejemplo, al matrimonio o a la muerte de los fieles, pero es muy cierto que,
y por el solo hecho de que se tornan rituales, dichas prácticas tienden a
convertirse en sacramentos, es decir, en operaciones misteriosas de las que
manan, como espontáneamente, gracias especiales.
Hemos visto cómo se complicó ritualmente y se precisó
sacramentalmente el bautismo; menos rápidamente, pero todavía
prestamente, evolucionan en el mismo sentido dos antiguos usos de la vida
eclesiástica: la eucaristía y la penitencia.
La reunión eucarística que conocía la comunidad primitiva, se
transforma, en el curso del siglo II, en la misa, es decir, en un conjunto
ordenado de lecturas, plegarias comunes, instrucciones y cantos, cuyo
punto culminante lo señalan la consagración de las especies eucarísticas y
la comunión. No hay perfecto acuerdo sobre el sentido profundo y los
verdaderos caracteres que revestían esos ritos en aquel período remoto de la
vida cristiana, y no hace mucho se discutió largamente si el mueble
eclesiástico utilizado para la consagración era ya un altar o todavía una
mesa. Lo que, por lo menos, es cierto es que la eucaristía era, desde
entonces, considerada como un misterio, que procuraba a los fieles la
comunión del Señor, según la concepción prevaleciente ya en la doctrina de
Pablo. Los alimentos eucarísticos, el pan y el vino, son considerados como
un alimento sobrenatural, que es menester recibir, so pena de correr gran
peligro, en disposición religiosa particular.
Y como en este rito se unen el recuerdo de la muerte del dios, y la

106
creencia de la eficacia redentora de esa muerte, a la antigua idea
fundamental de la comunión divina por absorción del dios, es inevitable
que la idea de sacrificio forme parte de él a su vez. Esto es necesario no
solamente porque todas las religiones del ambiente en que se forma el
cristianismo practican el sacrificio y es difícil deshabituar a los hombres de
una noción tan comúnmente aceptada, sino también porque la idea de la
renovación mística de la muerte del dios está, bajo modalidades más o
menos análogas, arraigada en el culto de la mayor parte de las divinidades
de la Salvación. Se entiende que ya no se trata, en verdad, de la
conmemoración del sacrificio inicial de redención efectuado en el Calvario,
porque si la eucaristía fuera sólo eso, no tendría más valor que el de un
símbolo; es un sacrificio, en el que el dios vuelve a ser la víctima
voluntaria, al tiempo en que recibe el homenaje de la oblación, y cuyo
resultado es la producción de una fuerza (dynamis) mágica, generadora de
beneficios místicos inapreciables para todos los participantes. Se ha dicho,
muy justamente, que esta representación eucarística correspondía a la
introducción en el cristianismo de un "trozo de paganismo", del paganismo
de los Misterios, se entiende.
Esta representación tendrá consecuencias prácticas y dogmáticas de
primordial importancia.
En los cultos orientales de los dioses que mueren y resucitan, la liturgia
insiste tan pronto sobre la celebración de la muerte, como sobre la de la
resurrección del Sóter, y una vez, hasta donde podemos juzgar, se reparte
entre los dos episodios igualmente. En el cristianismo primitivo, el de los
Doce, la resurrección toma el primer lugar porque aparece como la garantía
de la gran esperanza: el próximo retorno de Cristo y la inauguración del
Reino. A medida que el retardo de la parusía hace la espera normalmente
menos apremiante, la importancia de la resurrección del Señor se transpone
en la fe, por decirlo así, y, de ser garantía de la inminente llegada del
Reino, pasa a ser garantía de la resurrección de los fieles al fin de los
tiempos. Ya Pablo le hace desempeñar este papel. En cambio, la eucaristía
65

cobra más alta significación a medida que se amplía la especulación sobre


la encarnación y la salvación por la cruz del Señor, y así Pablo, que califica
toda su predicación de "discursos de la cruz", agrega a la tradición
primitiva sobre la última cena de Jesús las adiciones esenciales que hacen
de esa cena la realización anticipada del misterio explícitamente expresado
por la Pasión, que la eucaristía se considera que expresa, a su vez,
indefinidamente. Ésta se convierte, así, en el acto litúrgico central del culto
cristiano, y en la fuente esencial de la gracia del Señor, colocada por él en
medio de la comunidad que "invoca su nombre".
Se convierte en todo esto sólo porque se implantan en la conciencia
cristiana, primero, la convicción de que el Señor está realmente presente en
65
I Cor., 15, 12 y ss.

107
la asamblea eucarística, en contacto directo y en comunión inmediata con
sus fieles, y luego, la noción de lo que llamamos la transubstanciación Se 66

entiende que, por virtud de la consagración, se opera un cambio del pan en


carne y del vino en sangre de Jesús, de modo que la absorción de las
especies consagradas constituye una incorporación, a la vez material y
espiritual, del Señor al cristiano, y del Señor bajo la forma que él mismo
indicó que era la apropiada para el cumplimiento del misterio.
Seguramente, estas realizaciones dogmáticas no hallan su fórmula al
primer esfuerzo, y los textos en que las entrevemos primero no están
67

exentos de vacilaciones y de obscuridades; lo contrario sería sorprendente.


No obstante, desde fines del siglo II, si la constitución sobrenatural de la
eucaristía no está perfectamente terminada, las direcciones generales de las
que sacará los elementos están determinadas.

La penitencia se halla, evidentemente, menos adelantada en aquella


época, pero el sentido de su evolución está igualmente señalado.
No se trata aquí de la penitencia que el pecador puede imponerse en
privado, cuando se arrepiente de sus faltas, ni de la corrección moral que
será su fruto para él; estas acciones son obligación de todo cristiano y
constituyen, desde la predicación de Jesús, el fundamento de su moral
práctica; pero mientras no sean notorios públicamente y no escandalicen,
tales desvíos sólo interesan a, su conciencia. Ocurre todo lo contrario
respecto de los desfallecimientos por los que pone de manifiesto a los ojos
de sus hermanos una flaqueza tan inquietante para su salvación como
temible para las almas débiles. Desde muy temprano, la comunidad cree
tener un doble deber ante el pecado patente: el de enderezar a su autor
mediante una advertencia fraternal y el de tomar precauciones para que no
perjudique a nadie más que a sí mismo. De ahí proviene la necesidad de
constituir una disciplina eclesiástica que provea a la reparación de la falta
pública, que separe de la comunidad al pecador escandaloso y lo haga
entrar nuevamente cuando haya dado satisfacción. Dicha disciplina
adquiere rápidamente el aspecto de un cuerpo de ritos, según la inclinación
a que tienden todos los actos de la Iglesia, y, en razón de la importancia —
tanto para el culpable como para la comunidad— que adquiere en la vida
Cristiana, es fatal que sus operaciones cobren el valor y el sentido de un

66
Cf. I Cor., 11, 23 y ss. No quiero decir que sea el propio Pablo el que forjó la fórmula que contiene a la vez la
afirmación de que el pan consagrado es el cuerpo "que fue entregado por vosotros" y el cáliz la de "la Nueva Alianza
en mi sangre", y la orden de "hacer eso", es decir, de repetir sobre las especies pan y vino los mismos ademanes y las
mismas palabras; "en memoria mía": creo que la capital sobrevaluación eucarística que esta formula supone ha sido la
obra de la comunidad helenística en que se formó el Apóstol y que le fue transmitida como "palabra del Señor".
67
Están agrupados en L’Eucharistie et la Pénitence de Rauschen (traducción francesa). París, 1910.

108
sacramento: el de restituir al penitente perdonado la capacidad de recibir de
nuevo las gracias saludables que favorecen a la sociedad de los Santos.
Al concluir el siglo II, la reglamentación ritual de la penitencia ha
alcanzado ya un desarrollo y una precisión muy grandes, pero, a decir
verdad, su teología sacramental no parece estar siquiera bosquejada. Sin
embargo, desde entonces parece ser necesaria, y existe en potencia en los
ritos de que disponen las autoridades eclesiásticas para atar y desatar en la
tierra como en los cielos.
Al iniciarse el siglo III, los textos, leídos sin haber tomado previamente
partido, no nos revelan la existencia, en ningún grado, de los otros cuatro
sacramentos que el transcurso del tiempo le impondrá a la Iglesia; la
confirmación, el orden sacerdotal, el matrimonio y la extremaunción. No
quiero decir que no nos sea posible percibir sus gérmenes en varias
prácticas que ya estaban en uso en la liturgia, sino que entiendo que los
cristianos de aquel tiempo no los sospechaban todavía.
Desde entonces, el cristianismo queda constituido en religión original;
tiene su dogmática, su liturgia, su disciplina que, por elementales que sean
todavía, poseen ya sus fundamentos esenciales y sus direcciones
principales para el porvenir. No nacieron por una especie de generación
espontánea, y es obvio que se constituyeron gracias a un sincretismo, que
tomó del ambiente oriental —el de Israel, el de las religiones de Misterios y
el del pensamiento helénico— todos sus elementos. Gracias al mismo
método sincretista, las tres cobrarán el desarrollo que el porvenir les
impondrá; absorberán poco a poco y asimilarán, no sin vacilaciones en la
elección, ni desacuerdos en la adaptación, es cierto, pero sin detenerse
jamás, todo lo que el mundo grecorromano encierre de religión viva y
perdurable. Operación inconsciente, sin duda, pero proseguida sin pausa,
hasta el momento en que se manifestará, sin contradicción posible, la
caducidad de todos los cuerpos religiosos que la fe y la liturgia cristianas
habrán vaciado de su sustancia.

109
CAPÍTULO X - EL CONFLICTO CON EL ESTADO Y LA SOCIEDAD

I.—Cómo este conflicto hace difícil el éxito del cristianismo.—Las responsabilidades.—Las negativas
de los cristianos y las exigencias del Estado.—La oposición entre el cristianismo y la sociedad.—La
opinión corriente sobre los cristianos.—Su importancia práctica.
II.—El punto de vista del Estado se afirma en el siglo III: semejanza del cristianismo con el
anarquismo.—Los príncipes perseguidores.—Por qué las persecuciones no dieron resultado.—Cómo se
prepara el cambio de frente del Estado y de la sociedad.—El compromiso de Constantino y el edicto de
Milán.—Sus causas.—Sus condiciones y su inestabilidad fundamental.
III.—Las concesiones de la Iglesia.—Sus límites.—Por qué la actitud adoptada por Constantino es
insostenible.—La Iglesia de Estado al terminar el siglo IV.—El fin del paganismo.—Resistencia de la
aristocracia: por qué y cómo se doblega.—Resistencia del mundo intelectual.—Resistencia de los
campesinos; su cristianización aparente.

El éxito del cristianismo se vio retrasado y por un instante pudo parecer


comprometido por la violenta hostilidad que le manifestaron el gobierno
romano y la sociedad pagana, que se expresó en lo que llamamos
persecuciones. 68

En la contienda entre el cristianismo y el Estado cada uno de los


adversarios tuvo su parte de responsabilidad. Los cristianos de la primera
época creyeron inminente el fin del mundo y lo deseaban; muy
naturalmente, se desentendían de los cuidados y deberes de la vida terrenal
y, en su corazón, el amor a la Jerusalén celestial perjudicaba notablemente
al de la patria romana. El servicio militar les resultaba odioso, porque
suponía obligaciones idolátricas y porque execraban la guerra; su
participación en el servicio civil les parecía superflua; sobre todo, se
rehusaban obstinadamente a tomar parte en ninguna de las manifestaciones
de lealtad que el gobierno imperial reclamaba, porque todas revestían
carácter religioso. Su conciencia religiosa era muy quisquillosa y los
obligaba a oponer buen número de non possumus a las exigencias más
usuales de la vida cívica. El Estado pagano no podía tolerar la actitud de
esos hombres cuyo número crecía sin cesar y que parecían haber tomado
por divisa la frase de Tertuliano: secessi de populo: Me he retirado del
68
Las persecuciones han sido objeto de numerosos estudios. L'Histoire des persécutíons de Paúl Allard, famosa
en el mundo católico, carece dé espíritu crítico. Se leerá provechosamente:
L’intolérance religieuse et la politique de Bouché-Leclerq, París, 1911; The early persecutions of the christíans
de L. Hardy Canfield, Nueva York, 1913, que indica bien las fuentes y hasta las da a menudo in extenso; L’Impero
romano e il crístianesimo, de A. Manaresi, Turín, 1914, que expone claramente el problema en conjunto y contiene
todas las indicaciones bibliográficas útiles. El mejor libro general es el de Linsenmayer: Die Bekampfung des
Christentums durch den rómischen Staat bis zum Tode des Kaisers Julián, Munich, 1905.

110
pueblo.
Seguramente, no todos los fieles mostraban respecto a las exigencias de
la vida ciudadana el exclusivismo intransigente de un Tertuliano, puesto
que el rudo apologista confesaba que había cristianos en el ejército y en los
empleos públicos, pero la lealtad silenciosa no bastaba para compensar, a
juicio de los- gobernantes, las demostraciones desconsideradas o, por lo
menos, las resoluciones porfiadas y ostentosas, las declaraciones previas de
los exaltados. Aquéllos comprometían a todos los demás
irremediablemente, porque eran los únicos a quienes los magistrados tenían
ocasión de ver de cerca y de oír.
Por otra parte, si el Estado practicaba una real y amplísima tolerancia
respecto de las religiones no oficiales, ponía, sin embargo, algunas
restricciones, que juzgaba indispensables para su propia existencia,
Por ejemplo, quería que todos los cultos mostraran deferencia al culto
oficial, y exigía que, llegada la ocasión, todo ciudadano estuviera dispuesto
a probar su patriotismo pronunciando un juramento "por el genio" del
Emperador, participando en un sacrificio en honor del numen Augusti.
Además, desconfiaba mucho de las supersticiones que turban el alma
liviana de los hombres y, desde su punto de vista, la fe cristiana, de origen
oriental, exaltada y mística, extraña a todo lo que el hábito romano
consideraba como una religión, puesto que no tenía templos, ni dios
figurado, parecía ser, según opinión de Plinio "una superstición disforme y
sin medida": superstitionen pravam et immodicam. Finalmente, el Estado
temía sobremanera las sociedades secretas, y su policía sabía que los
cristianos se reunían de noche sin autorización.
Los cristianos no aceptaban que pudiera ser delito frustrar las celadas del
demonio, que se ocultaba tomando la apariencia de ídolo, resistir a sus
sugestiones, sacrificar todo a Dios y reunirse para darle gracias y rogar
todos juntos. Su conciencia oponía su reivindicación victoriosa a las
exigencias del Estado y a las obligaciones de la ley. Tertuliano expresaba la
impresión de los mejores de ellos cuando escribía: legis injustae honor
nullus, es decir: no se está obligado a respetar una ley injusta, y,
naturalmente, era el escrúpulo cristiano el que decidía sobre la calidad de
toda ley. El Estado no puede tolerar semejante independencia.
Esta incompatibilidad de puntos de vista entre el Estado y los cristianos,
existía también entre estos últimos y la sociedad; no respetaban ninguno de
sus prejuicios, ninguna de sus costumbres y casi ninguno de sus principios.
Un Tertuliano (fines del siglo II y principios del III) calificaba al
matrimonio y la procreación de los hijos como una lamentable concesión a
las exigencias de la carne; para él, los únicos bienes verdaderos eran los
espirituales; condenaba los goces y distracciones de la vida; destruía las
distinciones sociales y confundía en la misma fe al amo y al esclavo; sobre
el siglo entero arrojaba su orgulloso menosprecio.

111
No faltaban, entiéndase, cristianos dispuestos, desde entonces, a avenirse
con la vida común y no todos tenían alma de mártir, pero el pueblo,
ordinariamente, juzgaba a la Iglesia por los individuos que se imponían a su
atención y los paganos de las clases altas entreveían el peligro que para sí
mismos, para su condición y sus privilegios, representaban aquellas
proclamaciones de apariencia tan revolucionaria.
Se concibe que el Estado y la sociedad, incapaces de comprender lo que
había de noble en el exclusivismo cristiano, se hayan sentido
profundamente irritados; que la sociedad les haya tomado horror a los
fieles, arrojando sobre ellos todas las calumnias antijudías, y que el Estado
los haya perseguido. Al finalizar el siglo II, la cuestión parece estar
planteada de tal modo que sólo puede resolverse mediante la desaparición
de uno de los dos adversarios, y el cristianismo no parece estar realmente
en capacidad de resistir el asalto de las autoridades públicas, incitadas y
sostenidas por la opinión casi general. Los hombres instruidos
menosprecian a los cristianos, ya porque los consideren judíos extraviados
de los que la Sinagoga ha renegado, ya porque desdeñen informarse de su
doctrina; el pueblo los odiaba en razón de la singularidad de sus vidas y de
los rumores abominables que corrían acerca de sus asambleas. 69

Ese odio, que se expresaba en manifestaciones violentas, fue


inicialmente la causa principal de las persecuciones. Los magistrados
intervenían para calmar el tumulto y para dar satisfacción a la ciega pasión
de la multitud; procesaban a personas que por su gusto hubieran dejado
tranquilas probablemente. Sabían que no eran muy peligrosas y que si su
manía de intolerancia religiosa era condenable y aun delictuosa, no suponía
ni la práctica del crimen ritual, ni la grosera inmoralidad que les atribuían
detestables murmuraciones. No obstante, la negativa de los cristianos a
"jurar por el genio del Emperador" y de honrar su imagen quemando
delante de ella algunos granos de incienso, acarreaba la acusación de lesa
majestad y la muerte; por eso el siglo II conoció mártires, especialmente en
Asia Menor, durante el gobierno de Trajano, y en Lyon, durante el de
Marco Aurelio, en el año 176. 70

II

El Estado casi no advirtió el peligro social que parecía encerrar el


cristianismo hasta el transcurso del siglo III; pero empezó a juzgarlo como
una especie de anarquismo. Fueron los mejores príncipes, los más sujetos a
los deberes de su dignidad y, como diríamos ahora, los más patriotas,
69
Los malintencionados hacían recaer sobre ellos las viejas acusaciones surgidas del antisemitismo: las del
homicidio ritual y las orgías secretas, complicadas con refinamientos indecentes.
70
Dejo de lado la llamada persecución de Nerón, que no parece haber sido más que una utilización accidental de
los prejuicios populares para desviar del Emperador la sospecha de que había prendido fuego a Roma en el 64.

112
quienes se mostraron los más encarnizados enemigos de las Iglesias
cristianas. Emperadores como Decio, Valeriano, Galerio y Diocleciano, en
la segunda mitad del siglo, tuvieron claramente la intención de cortar por lo
sano la propaganda, de desembarazarse del clero y provocar, por la
abjuración obtenida bajo amenaza de suplicio, la desaparición total de la
religión nueva. No retrocedieron, para lograr su propósito, ni ante las más
feroces medidas de fuerza, ni siquiera ante numerosas ejecuciones. Varias
acusaciones de derecho común se ponían en juego al mismo tiempo para
agobiar a los fieles: religión ilícita, sociedad secreta, lesa majestad,
negativa de obediencia si se trataba de soldados, ignavia, es decir,
negligencia en el cumplimiento de los deberes de la vida pública y privada
y hasta magia. Por lo demás, estas acusaciones, cuando se aplicaban a los
cristianos, presentaban la singularidad «de que se desistía inmediatamente
de ellas si el inculpado consentía en decir que renunciaba a su fe, lo que
permite suponer que, en suma, era la religión cristiana solamente lo que se
perseguía. Uno se pregunta si desde los tiempos de Nerón no la habrá
prohibido, pura y simplemente, alguna ley especial; no está probado, pero
no es imposible. En la práctica, las cosas ocurrían como si el simple hecho
de confesarse cristiano implicara crímenes y delitos penados con la muerte.
El procedimiento en materia criminal de los romanos era habitualmente
rudo; en los procesos cristianos lo era al máximo, porque en materia de lesa
majestad el derecho de coerción del magistrado no conocía límites; se
ponían en ejecución los tormentos más bárbaros para obtener la abjuración
del mártir. Naturalmente, el temperamento particular de cada juez los
mitigaba, o, por el contrario, agravaba la tortura.
Felizmente para los cristianos, el esfuerzo dirigido contra ellos por el
Estado fue siempre incoherente e intermitente; jamás, ni en los peores días
de Diocleciano, se llevó a fondo; jamás se sostuvo durante largo tiempo, de
modo que entre cada crisis la Iglesia se reconstituía. Las persecuciones
hicieron seguramente víctimas, pero en la masa cristiana propiamente
dicha, sólo llegaron a provocar apostasías transitorias y, a veces, en
cambio, un entusiasmo contagioso. Frecuentemente se han repetido las
palabras que Tertuliano lanzó como un desafío a los perseguidores: sanguis
martyrum semen christianorum: la sangre de los mártires es simiente de
cristianos. El tiempo las justificó, y las piezas hagiográficas que nos
quedan nos ofrecen ejemplos muy curiosos de contagio mental.
Especialmente en los intervalos de las crisis, la Iglesia sacaba gran partido
para su propaganda del testimonio de la sangre.
A comienzos del siglo IV, después del fracaso de la persecución de
Diocleciano, el Estado comprendió que los cristianos eran ya demasiado
numerosos para conseguir algo con la violencia. Y, por otra parte,
estudiando bien el problema, le parecía que ya no se planteaba en iguales
términos que en el siglo II.

113
El cristianismo ya no era religión de zapateros y bataneros; había hecho
adeptos en las distintas clases sociales, y a medida que crecía el número de
fieles se había establecido en la Iglesia un término medio de opiniones
tranquilizadoras. Ya no se esperaba el fin del mundo de un día para otro; se
adaptaban a las costumbres y casi a los prejuicios corrientes; había
cristianos en el ejército, en la administración, y las autoridades eclesiásticas
lo consentían; la moral y la resignación cristianas habían afirmado todos los
principios sociales. Por encima de todo, la sociedad de los fieles, unida,
disciplinada, guiada por jefes obedecidos, ofrecía al Estado el agradable
espectáculo del orden fundado en un gobierno bien regido y en el cual se
manifestaba ya el espíritu político. Por último, los prejuicios contra la vida
cristiana, tan difundidos entre el pueblo en los dos primeros siglos, habían
desaparecido paulatinamente, a medida que la expansión de la Iglesia,
favorecida por algunos períodos de tolerancia, la había llevado a vivir ante
los ojos de todos. Podía pensarse en un pacto conciliador.
Las circunstancias lo precipitaron. Sucedió que en el año 311, el más
71

celoso de los perseguidores, el emperador Galerio, reconociendo la


inutilidad de sus esfuerzos y obligado a ceder ante los problemas que le
planteaba la invencible obstinación de la Iglesia, se resignó a tolerarla y
poco después murió. Su edicto de tolerancia les dio, muy justamente, a los
cristianos la impresión de haber ganado la causa, y su muerte dio origen a
una disputa por el poder entre varios competidores, en la que cada uno de
los rivales procuraba atraerse el mayor número posible de partidarios. Se le
ofrecía a la Iglesia la gran oportunidad de hacerse pagar su apoyo, que su
fuerza y sobre todo su universalidad hacían particularmente precioso. Pues
bien, uno de los beligerantes les inspiraba confianza y había dado ya
señales de tenerles buena voluntad: éste era Constantino.
Todavía no era cristiano, pero practicaba un sincretismo muy amplio.
Como su padre Constancio Cloro, que, al parecer, había escamoteado los
últimos edictos de persecución, armonizaba en su espíritu el respeto por la
antigua religión y el temor al Dios de los cristianos. Además, había
conocido a muchos sacerdotes en la sociedad de su padre; se había
compenetrado de sus verdaderas inclinaciones y descubierto que, aunque
mantenían los principios sobre los que se había fundado el cristianismo
antiguo, no rehusaban, en la práctica, hacer las concesiones indispensables
al Estado. Comprobó que la persecución no solamente había fracasado,
sino que trastornaba gravemente la vida corriente, porque el odio del
pueblo del que antaño los cristianos habían sido objeto, casi había
desaparecido una vez que éstos fueron muy numerosos, que se los conocía
71
Consúltese, de P. Batiffol: La paix constantinienne et le catholicisme. París, 1914, teniendo en cuenta, sin embargo,
el punto de vista católico y las tendencias apologéticas del autor; de T. Bacci Vennti, Dalla Grande persecuzione alla
vittoria del Cristianesimo. Milán, 1913; de C. Bush Coleman, Constantino the Great and christianity, Nueva York,
1914, muy buen estudio de las fuentes y de las leyendas, con extensa bibliografía; de Ed. Schwartz, Kaiser
Constantin und die Christliche Kirche, Leipzig, 1913, obra de divulgación científica.

114
mejor y, sobre todo, que vivían como todo el mundo. Sabía que la Iglesia
constituía una fuerza muy activa, y que todos los príncipes que la habían
combatido conocieron algún infortunio. Finalmente, estaba enterado de que
su adversario Majencio procuraba el apoyo de todos los dioses paganos
mediante oraciones, sacrificios y hasta operaciones mágicas, además de
contar con un ejército numeroso y aguerrido. A él sólo le quedaba recurrir a
Cristo.
Quizá sus resoluciones y sus esperanzas llegaran a exteriorizarse y a
presentársele en forma de una visión que más tarde precisó al narrarla; en
todo caso, salió vencedor y se creyó más o menos deudor de Cristo. El
agradecimiento, la fe, la política le inspiraron el edicto de Milán (313), que
concedía un lugar entre las divinidades respetables al poderoso dios de los
cristianos y pretendía establecer la igualdad, ante el Estado, de todas las
religiones, sobre la base de la libertad de conciencia. Pero, a decir verdad, a
la Iglesia no le interesaba tal solución y el Estado no podía atenerse a ella.

III

Obligada, por la fuerza de las cosas y por un sentido muy práctico de la


realidad, a hacer a las exigencias de la vida pública y social todas las
concesiones necesarias, la Iglesia cristiana no había renegado no obstante
de sus principios: depositaría de la verdad divina, veía en cada pagano un
satélite de Satanás, y la sola idea de una igualdad de trato con el paganismo
le parecía un ultraje, que únicamente la necesidad podía hacerle tolerar.
Además, no había ninguna razón para dejar de seguirle quitando a las
creencias paganas toda su savia, puesto que ya había obtenido provecho al
hacerlo. El Estado apenas podía eludir la antigua costumbre de querer unir
con lazos estrechos la Ciudad y la religión; el orden público parecía
igualmente interesado en que el gobierno conservara su autoridad en las
querellas suscitadas irremediablemente por el antagonismo de ambas
religiones, y su imparcialidad se veía atada a una estricta neutralidad. Pero
los príncipes no permanecieron neutrales y la fuerza del cristianismo,
duplicada por la victoria, se apoderó de ellos y los arrastró muy pronto; los
clérigos los comprometieron, casi a su pesar, en sus propios asuntos,
obtuvieron de ellos múltiples favores y los interesaron en sus éxitos.
En las postrimerías del reinado de Constantino podía preverse ya la
unión de la Iglesia y el Estado, la absorción del paganismo por el
cristianismo y su total destrucción, con la connivencia y, de ser necesario,
la ayuda del Estado. La obra, que se llevó a cabo en el curso del siglo IV,
sufrió algunos retrasos, no por parte de la Iglesia, que se acostumbró
rápidamente a considerar como un deber del Estado asistirla contra los
heréticos y los paganos, sin prever a qué servidumbre se encaminaba ella
misma, sino de parte de los emperadores que, fuera por hostilidad, como

115
Juliano, o por sincero deseo de mantener el equilibrio entre las dos
religiones, como Valentiniano, resistieron a la atracción. En tiempos de
Teodosio, y por la acción del primer hombre de Estado que haya poseído,
el arzobispo de Milán, San Ambrosio, la Iglesia consiguió su propósito: la
religión cristiana, excluyendo todas las demás, adquirió la calidad de
religión de Estado. 72

El paganismo no desapareció de golpe seguramente, pero sólo ofreció


una resistencia incoherente al asalto metódico de la Iglesia y al celo
tumultuoso de algunos obispos y monjes, que se adjudicaron la misión de
perseguirlo. Y fue así no solamente porque al perder el apoyo del gobierno
se vio privado de toda dirección central y se dispersó en innumerables
cultos separados, sino sobre todo porque sus sostenedores más tenaces lo
juzgaban desde puntos de vista tan diferentes que casi no podían sentirse
solidarios al defenderlo.
La aristocracia de las viejas ciudades romanas, y especialmente la de la
misma Roma, más que a las creencias de sus antepasados, se adhería a sus
prácticas religiosas porque les parecían inseparables de sus tradiciones
familiares. La admiración y el respeto al pasado no se situaban con
propiedad más que en el marco en que ese mismo pasado había vivido, y
estos dos sentimientos constituían una especie de religión muy obstinada
porque tocaba al honor, por decirlo así, y porque no podía ser directamente
atacada en sus convicciones, venerables en sí mismas. Así, Toxocio, esposo
de Paula, se creía obligado a seguir siendo pagano porque pretendía
descender de Eneas.
En muchos de esos aristócratas vivía una convicción muy honda y muy
sincera, cabalmente expresada por el más célebre de ellos, el praefectus
urbis Símaco, en un informe en el que pedía, en el año 3^4, la reposición,
en la sala de sesiones del Senado romano, de una antigua estatua de la
Victoria, que el emperador Graciano había, hecho retirar el año anterior. Se
trata de la convicción de que es útil a los hombres no apartarse de hábitos
religiosos cuya eficacia ha sido consagrada por la prueba del tiempo. La
República, decía Símaco, vivió en la prosperidad mientras permaneció
adicta a los dioses de los antepasados; no conoció desgracias ni peligros
hasta el momento en que el respeto a las divinidades nacionales flaqueó.
Débil argumento desde el punto de vista de la crítica, por cierto, pero
argumento sentimental que no necesitaba ser sólido para parecer fuerte.
Cuando en el año 410 Alarico capture Roma, se elevará de las filas de los
paganos capaces de sentir la humillación un elevado clamor contra el
cristianismo, y San Agustín no creerá hacer demasiado para callarlo
escribiendo la Ciudad de Dios.
Agreguemos que el igualitarismo fundamental del cristianismo no podía,
cualquiera que fuese el modo en que se llevara a la práctica, inspirar mucha
72
Consúltese La fin du paganisme, de Boissier, 2 vols. París, 1894.

116
simpatía a los hombres en quienes subsistía algo del orgullo de las grandes
gentes. Obedecer al clero y al obispo, que provenían de no importa dónde,
no era muy tentador para ellos.
Sin embargo, esa resistencia terminó por ceder poco a poco. Primero,
porque una aristocracia que no es al mismo tiempo partido político se
sostiene difícilmente contra el disfavor creciente del gobierno, y porque, en
definitiva, una tradición capitula más fácilmente que una fe religiosa
verdadera —y esa fe aparece sólo excepcionalmente entre esos aristócratas 73

—; luego porque los males de la época, especialmente en el siglo V,


inclinaron a muchos de ellos al ascetismo que, sin ser exclusivamente
cristiano, concordaba muy bien con el cristianismo que en ese momento
florecía bajo la forma de monaquisino; finalmente, porque las mujeres de la
nobleza se dejaron seducir muy pronto por la fe mística y ascética que les
ofrecían monjes elocuentes y exaltados. Las más altas figuras cristianas de
Roma, a fines del siglo IV, son las de Melania, Paula y sus hijas; grandes
damas a las que su celo impulsa a dejar el mundo para vivir en la ascesís y,
por último, a alejarse para establecerse en Palestina, una bajo la dirección
de Rufino, las otras bajo la de Jerónimo, ambos monjes.
Junto a la aristocracia de linaje, la del espíritu niega durante largo tiempo
su adhesión a la fe cristiana y hasta con frecuencia simula ignorarla.
Sustituye las tradiciones de familia de la otra por la superstición del
helenismo; es decir, por una admiración todavía más sentimental que
estética por la literatura y el pensamiento griegos; como la cultura helénica
está, en verdad, completamente impregnada de paganismo, parece ser
inseparable del respeto a los viejos mitos y a los antiguos dioses. Además,
la filosofía neo-platónica, que bajo la influencia de Porfirio y sobre todo de
Jámblico se convierte en un amplio sincretismo en el que conviven la
metafísica, la teurgia y las enseñanzas de los Misterios, ofrece todos los
recursos útiles para interpretar los mitos y engrandecer a los dioses; los
Misterios mismos, que todavía perduran, añaden a este conjunto ya
imponente sus emociones sensuales, sus esperanzas y sus consuelos. La
abundancia de bienes perjudica a veces, cuando su masa agobia al hombre,
que no puede gozarlos si no los domina. La confusión de todas esas
representaciones, doctrinas, teorías, imágenes, prácticas y tradiciones es tal
que nadie puede encerrarlas todas en una verdadera religión. Los hombres
que lo ensayan, como el emperador Juliano, no llegan más que a un
pietísmo, sincero seguramente, pero confuso, absolutamente personal y
realmente incomunicable. Cada uno elige, "en el montón" de materia
religiosa que se le ofrece, lo que le conviene y se hace una religión a su
medida.
Cuando más, existen escuelas de filósofos, pero no tienen ni la cohesión
73
La más interesante de esas excepciones nos parece ser la que ofrece Praetextatus, gran funcionario de la
segunda mitad del siglo, teólogo convencido y sacerdote piadosísimo de varios cultos.

117
ni la vida invasora de las Iglesias cristianas. Por eso la tentativa de
restauración de los antiguos cultos, que hizo Juliano durante su corto paso
por el trono imperial (360-363), no tuvo ninguna probabilidad de éxito.
Pietista convencido y fanático del helenismo, el "Apóstata" no era más
que un filósofo de pensamiento obscuro, y su sincretismo, centrado en
torno de su devoción al Sol, no podía pasar por ser realmente una doctrina.
Él mismo expresaba, con gran ardor y algo de ingenio, antipatías vigorosas
contra los "nazarenos"; pero toda su sofística era impotente para organizar
la dogmática coherente que podía intentar destruir la de ellos; igualmente,
su política se esforzaba en vano por formar un clero y una Iglesia con los
sacerdotes dispersos y los ritos excéntricos de todos los cultos que hubiera
querido unificar. Se hallaba reducido, por la fuerza de las cosas, a imitar de
lejos y mediocremente al cristianismo, en el que se expresaban ya los
sentimientos religiosos vivos en aquel tiempo y los hábitos rituales
verdaderamente adaptados a sus necesidades. Así, pues, en nuestra opinión,
su tentativa, digna de respeto por su incontestable sinceridad, es un
anacronismo muy poco inteligente. Los funcionarios imperiales simularon
oficialmente seguir las sugestiones del amo, que, por lo demás, se quejaba
de su escaso celo; los cristianos se resistieron, y, como Juliano no tuvo
tiempo ni, probablemente, deseos de adoptar de nuevo las medidas de
fuerza de Diocleciano, la Iglesia, qué, sin embargo, no le dispensó de su
odio, sólo tuvo que reprocharle molestias sin consecuencias.
A medida que la cultura profana se debilita a la vez porque ya no
produce nada sólido y vive del pasado y porque, además, la dogmática
cristiana absorbe más completamente la sustancia del pensamiento griego
aún vivo, los intelectuales ceden poco a poco e ingresan individualmente en
el cuerpo cristiano. Su polémica, que sólo interesaba a los letrados, se ve en
la necesidad de hacerse discreta para evitar la hostilidad de las autoridades
públicas, y no puede prevalecer contra el contagio de la fe y las réplicas
cristianas numerosas y apremiantes. En los siglos IV y V se produce una
literatura apologética muy abundante, que hace frente a todas las
argumentaciones paganas. Sus razones no son mejores, en el fondo, que las
de los otros, pero tampoco son peores, y tienen la ventaja de no adoptar una
postura reaccionaria. Pretenden conservar de las tradiciones del pasado, en
todos los dominios, lo que merece ser conservado, y, sin embargo, lo sitúan
en la gran corriente de pensamiento religioso y de sentimiento fideísta que
se apodera evidentemente de los hombres de esa época.
La resistencia más tenaz proviene de la gente del campo, de los pagani, 74

adepta de pequeños dioses locales muy especializados, y aferrada a


costumbres antiguas consolidadas por la superstición. Su rudeza natural
hace la evangelización asaz peligrosa, hasta tal punto que es difícil
74
El término paganas quiere decir habitante del pagus, campo. Hoy está probado que fue la hostilidad de los
campesinos al cristianismo lo que determinó que paganus haya pasado a significar pagano; al parecer, data de la
primera mitad del siglo IV y se generaliza poco a poco en la segunda.

118
persuadirlos si no se les impresiona con una empresa audaz contra sus
santuarios, sus simulacros, sus árboles sagrados, sus fuentes milagrosas. La
fe que irradia de las ciudades encuentra pronto en los monasterios rurales
una ayuda preciosa y bien situada para obrar. En muchos casos, termina por
imponerse por la lenta penetración de la presión diaria; en otros, hace el
milagro de convertir de golpe un pueblo y hasta una región más extensa. Lo
más frecuente es que proceda por substitución; transpone en su provecho
leyendas y supersticiones, y el culto de los santos le hace esta operación
sumamente fácil: los instala en el lugar de las pequeñas divinidades
familiares a las que los campesinos se apegan tanto porque les piden
infinidad de" menudos favores cada día. Y así el campo da por lo menos la
apariencia de cristianizarse. La obra está muy adelantada a fines del siglo
V.
Además, desde el principio se hubiera podido prever el resultado de la
lucha de fondo empeñada a partir del primer cuarto del siglo IV. El éxito
duradero de la fe cristiana en los grandes centros urbanos y en el mundo
oficial, la organización de la Iglesia frente a la dispersión incoherente de
sus adversarios, y sobre todo su intensa energía vital, mientras las viejas
religiones del paganismo se hundían por sí mismas en la muerte, son otros
tantos fenómenos que anunciaban y preparaban el triunfo del cristianismo.

119
CAPÍTULO XI - EL SENTIDO DEL TRIUNFO

I.—El precio de la victoria del cristianismo.—Es la Iglesia la que sale victoriosa.—Terminación de la


organización clerical.—Desarrollo del sacerdotalismo y de la teología.— Las querellas doctrinales y la
ortodoxia.—El sincretismo del fondo y lo tomado de otras religiones en la forma.— La acción de los
simples.—El monaquismo: su papel.— Las primeras etapas de la evolución cristiana: contrastes y
continuidad.
II.—Cómo se transpuso la primera esperanza cristiana.—Consecuencias de la operación.—Cómo las
agravó el triunfo.—Cómo no es más que una apariencia.—Responsabilidad de la Iglesia.—Se convierte
en uno de los aspectos del Estado romano.—Es su heredera en el siglo V.— Beneficios materiales e
inconvenientes espirituales.—Cómo se implanta en la Iglesia la idea y el hecho de una distinción entre el
fiel y el perfecto: su importancia práctica.
III.—El triunfo considerado desde el punto de vista de la historia de las religiones.—El Occidente
ante el cristianismo primitivo.—Cómo este último representa un sincretismo surgido de las necesidades
religiosas de Oriente.— Las competencias: Mitra, el neoplatonismo, el maniqueísmo.
IV.—Las tres religiones frente a frente en el siglo IV.—Sus semejanzas.—Inferioridad práctica del
neoplatonismo.— Mejor posición del maniqueísmo.—Por qué lo proscribe el Estado romano.—Por qué la
Iglesia pudo resistirle.—Por qué triunfó sobre él.—Persistencia del neoplatonismo y del maniqueismo,
después de la victoria del cristianismo.—Su acción en el porvenir.

El triunfo que testimonia particularmente, en el siglo IV, la conversión


del Estado romano, marca una etapa importante de la evolución del
cristianismo. For lo demás, la victoria se había comprado, y a un precio tan
caro que podemos afirmar audazmente que los fieles de los tiempos
apostólicos lo hubieran considerado un desastre. La disculpa de los
cristianos de la 180 época de Constantino era la de que no les dieron a
elegir las condiciones.
Al primer golpe de vista, se reconoce que no fueron, hablando con
propiedad, los fíeles de Cristo los que triunfaron de la hostilidad del Estado
y modificaron. su sentido fueron sus gobernantes, fue la Iglesia, y los
beneficios obtenidos por los simples laicos, gracias al compromiso con
Constantino, no fueron más que las consecuencias del pacto concertado
entre dos potencias, dos gobiernos, cada uno de los cuales buscaba ante
todo y por instinto su interés.
Seguro del porvenir, el clero termina de organizarse en el siglo IV. La
institución de los metropolitanos, es decir, de los arzobispos, y de los
primados, es decir, de los patriarcas, ajusta y armoniza su jerarquía,
encaminándola poco a poco hacia la monarquía pontifical. La
multiplicación de los sínodos y de los concilios afirma y precisa la noción
que tiene ya de la catolicidad necesaria de la fe y, al mismo tiempo, le

120
permite dar más unidad a su disciplina, más extensión a su dogmática. Un
poderoso impulso de actividad agita por entero al gran cuerpo cristiano y
parece atraer hacia sí, para convertirlo en carne propia, todo cuanto el
mundo pagano conserva aún de sustancia viva. Cuando aparece la liturgia,
con la que se envuelve y adorna, cobra mayor amplitud y brillo; hace suyas
todas las pompas de los cultos antiguos que no repugnan en absoluto a las
afirmaciones fundamentales de la fe.
En otro sentido, la Iglesia cristiana que, frente al Estado, encarna a la
totalidad del pueblo cristiano, tiende a modelar su organización
administrativa según la del Estado, a aceptar sus cuadros, más aún, a
convertirse, aunque preserva sus libertades y privilegios, que llegada la
ocasión sabe defender, en una de las dos grandes ramas de la
administración pública. Por influencia de una promiscuidad inevitable con
los funcionarios de todo orden y a resultas de sus conquistas en las filas de
la aristocracia, se desarrolla en ella el espíritu gubernamental y
administrativo, que a la vez la aisla cada vez más de los laicos y la inclina
progresivamente a las componendas políticas. Pierde, así, algo más que su
independencia: el espíritu del siglo se apodera de ella y pierde claridad el
sentido de su razón de ser y de su misión.
Lo que impresiona al observador menos avisado, en el triunfo del
cristianismo, es primero el poder del sacerdocio; parece que la vida de la
Iglesia de Cristo se cifra toda en la conciencia de los obispos; en segundo
lugar, el desarrollo monstruoso de la teología. El fermento de toda esta
especulación sigue siendo el pensamiento griego, que reacciona sobre la fe
como el siglo sobre las costumbres, o el Estado sobre la Iglesia. Los
cristianos abrevan en la fuente abundante de las ideas metafísicas, ya
directamente en los escritos de los filósofos neoplatónicos, a quienes siguen
despreciando, ya indirectamente en las obras de Orígenes, al que admiran o
maldicen, pero del que sus detractores instruidos toman casi tanto como sus
admiradores. Los siglos IV y v están llenos del más extraordinario conflicto
de doctrinas trascendentes, que se cruzan, se destruyen o se combinan, y en
medio de las cuales el pensamiento de algunos grandes doctores guía a los
vacilantes y a los ignorantes. Se trata, por ejemplo, de determinar en qué
relación de naturaleza se encuentran el Hijo y el Padre en la Trinidad, o
según qué modalidad se armonizan en la persona de Cristo la naturaleza
divina y la naturaleza humana que posee igualmente, y si la Virgen María
tiene derecho o no al título de madre de Dios. La ortodoxia es, en verdad,
la opinión que cuenta con mayoría en los concilios, y esa mayoría rara vez
es suficientemente fuerte para imponer a toda la Iglesia soluciones rápidas
y definitivas; de ordinario, no se estabiliza sino después de oscilaciones
bastante turbadoras para los simples, quienes creen fácilmente, ya sabemos,
que la verdad es una, eterna y por ende inmóvil.
Lo que parece nuevo en los conflictos doctrinales de los siglos V y VI,

121
no es el hecho del desacuerdo, ni tampoco la originalidad de las cuestiones
en disputa.
El desacuerdo fue en los tres primeros siglos la condición misma del
progreso de la fe y algo como su alimento, y varias de las cuestiones que
forman la materia de las querellas a las cuales acabo de aludir quedaron
planteadas desde hacía tiempo; lo que sorprende un poco es la amplitud, el
encarnizamiento y la duración de la batallas. La lógica plantea los
problemas sucesivos, que surgen unos de otros. En realidad, atravesamos
por una fase inevitable de la evolución del dogma cristiano, que el siglo III
dejó insuficientemente acabado como para que pudiese contentarse con él
una vida normal de la fe. Debe decidirse sobre más de un punto entre varias
tendencias, aún mal determinadas y diversas. Desde que se las quiere
precisar y escoger, se disputa, y cuanto más importante es el objeto, tanto
más áspera es la discusión; por otra parte, cuanto más se complica la
dogmática, tanto más difícilmente se ponen de acuerdo. Los adversarios
pierden todo sentido de proporción en las palabras y los gestos, y es un
espectáculo realmente extraordinario el que nos ofrecen las principales
peripecias de la querella arriana o de la querella monofisita. Hombres como
Eusebio de Nicomedia, el cristianísimo emperador Constancio, o los tres
terribles patriarcas de Alejandría, Teófilo, Cirilo y Dióscoro, no nos dan la
impresión de haberse apegado muy estrechamente al gran mandato del
Evangelio, del que se dice que Jesús consideró que contenía toda la Ley y,
por consiguiente, pienso que toda la teología: Amar a Dios sobre todas las
cosas y al prójimo como a ti mismo.
Diríase que la Iglesia emplea en desgarrarse a sí misma todas las fuerzas
que la persecución no le obligó a desplegar para defender su vida; pero, en
realidad, atraviesa una crisis de crecimiento, y de ella surgirá la ortodoxia,
la ortodoxia que consagrará la victoria de la colectividad sobre el individuo
y que fundará la intolerancia necesaria, en nombre de Dios. La teología,
ciencia de matices y de conciliación, se nutre de todas esas controversias y
cobra en la Iglesia una importancia alarmante. Gracias a ella la religión
tiende a hacerse sabia. La fórmula impone su tiranía, la iniciativa del
sentimiento religioso se debilita y el impulso personal es sospechoso de
herejía. En adelante, la doctrina reinará sobre la fe, acontecimiento capital
en la historia de la vida cristiana.
Conviene, además, señalar que todos los grandes debates dogmáticos
que trastornan esos dos siglos se desarrollan en Oriente; el Occidente no los
comprende; no se interesa en ellos por sí mismo, ni toma partido sino
cuando parecen amenazar la unidad católica o comprometer "la tradición
apostólica". Espontáneamente, la gente del oeste del Imperio sólo se fija en
cuestiones prácticas: ¿Cuál es la constitución de la naturaleza moral del
hombre y qué rendimiento puede esperarse de ella? ¿Qué es el pecado y
cómo evitarlo? ¿Qué socorro debe esperarse de la gracia y hasta qué punto

122
es necesaria para la salvación? ¿El hombre es libre en su voluntad o está
predestinado a querer según la decisión de Dios? Las herejías llamadas
priscilianismo (en el siglo IV) y pelagianismo (en el siglo V) surgieron de
estos problemas, mucho más morales que teológicos.
Y no obstante la idea católica se afirma con una precisión cada vez
mayor; se consolida la convicción de que sólo puede haber una fe, así
como una Iglesia. Como corolario se afirma cada vez más la opinión de
que fuera de esta Iglesia no hay salvación, y de que es menester dispensarle
no solamente una sumisión libre y filial, dócil a las direcciones autorizadas,
sino un asentamiento doctrinal interno y completo. Visiblemente también,
la doctrina que se formula y que se estabiliza poco a poco, tanteando entre
contradicciones furiosas, sigue siendo un sincretismo teológico, es decir, un
yuxtaponer a los datos de la fe apostólica nociones religiosas y filosóficas
esencialmente dispares, tomadas de los medios complejos en que vivió el
cristianismo, unidas entre sí por razonamientos muy semejantes a los de la
sofística griega, recubiertas por fórmulas más o menos ingeniosas, pero, en
el fondo, vacías y engañosas. Ahí se manifiesta especialmente la influencia
de los aristócratas del espíritu, letrados y filósofos, ganados por la fe y que,
repito, al adoptarla no se desprendieron de la sustancia ni del método y las
formas de razonamiento en que hasta entonces habían creído. En estos
últimos años, ha habido quien se ha dedicado a demostrar que la mayor
parte de los Padres griegos del siglo IV pensaban, razonaban, hablaban y
escribían según las reglas, procedimientos y costumbres de la retórica
profana que se enseñaba en las escuelas de elocuencia, y ha conseguido
probarlo plenamente. Es curioso observar hasta qué punto son esclavos de
los artificios que dicen claramente despreciar. El fondo que explotan para
adaptar la fe cristiana a sus propias exigencias de pensamiento no tiene un
origen distinto al de la forma de la que no saben liberarse: proviene de la
escuela de filósofos que han frecuentado.
Sin embargo, quien mire estas cosas más de cerca verá que los simples,
sometidos en apariencia a su clero y dispuestos a recibir de él su regla de
fe, son mucho menos pasivos de lo que parecen; más aún, verá que es en su
vida religiosa donde debe buscarse el principio de la mayor parte de las
transformaciones experimentadas por el cristianismo. Tales hombres no
reflexionan ni razonan; no se preocupan en absoluto de las contradicciones
y de los absurdos en que incurren, pero sienten y se conmueven. Su fe
espontánea e intensa exige imperiosamente la sobrevaluacíón; es menester
que sus objetos se amplíen o que su número aumente, y como, además,
esos ignorantes no poseen ningún medio de escapar a las sugestiones de su
ambiente, de desterrar de sus hábitos lo adquirido por herencia, y como su
existencia entera se halla aún impregnada por doquier de paganismo, es al
paganismo a quien piden los elementos de su sobrevaluación, a las
costumbres ancestrales, a los ritos seculares y casi innatos, a las creencias y

123
supersticiones de siempre, que ya no alcanzan a distinguir de su propio
pensamiento religioso. El sincretismo quiso a la vez que Jesús fuera Dios, y
que Dios siguiera siendo uno: dio a luz las leyendas que hicieron del
nacimiento y de la existencia de Cristo el más maravilloso de los milagros;
con el culto de María reinstala en su fe a una verdadera diosa y, con el culto
de los santos, a un verdadero politeísmo, para el que las leyendas de los
héroes paganos le suministran a menudo los elementos. Cándidamente
convencido de que nada es demasiado hermoso para Dios; desea encontrar
en "la casa del Señor" todo el brillo idolátrico de las ceremonias paganas: y
con su confianza en el ademán y en la fórmula, recoge toda la magia de los
Misterios; peor aún, la del orfismo, que es el Misterio del pueblo. Llega a
ocurrir que este impulso de la fe popular pone a los teólogos en los
mayores aprietos, pero su oficio es salir de ellos, descubrir, cueste lo que
cueste, las transacciones o arreglos necesarios.
A partir del siglo IV, la fe popular dispone, por otra parte, de medios de
expresión harto eficaces porque, desde entonces, se multiplican los monjes.
No todos son seguramente hombres del pueblo, y el monasterio atrae a
muchas almas delicadas, a las que el mundo espanta o desgarra, a muchos
cristianos de "élite", que comprenden más o menos claramente que la moral
del Evangelio, que llevan grabada en el corazón, se aviene mal con las
necesidades del siglo, y que el cristianismo que satisface al mundo no es el
de Jesús; pero en el ejército monacal forman sólo una minoría. Además, su
ardiente piedad, en guardia permanente contra la tentación, se halla
naturalmente bien dispuesta en favor de las conclusiones sobrevalorativas
de la de los simples, de donde puede recibir una nueva confortación; les
presta, a veces, apoyo decisivo, las estimula y las completa. Un San
Jerónimo atormentado por las rebeldías de la carne y buscando los medios
de triunfar de ellas en las maceraciones yen la meditación del misterio de la
virginidad de María, no solamente lo aceptará en toda la extensión que
había recibido ya en la fe popular, afirmando la virginidad perpetua de la
Madre de Jesús sino que, por decirlo así lo agravará asentando, como
corolario, la afirmación de la virginidad perpetua de José. La mayoría de
los monjes procedía del pueblo, y la comunidad de su pasión religiosa, el
cultivo intenso que de ella hacían, la autoridad que les daba la santidad de
su vida, la energía feroz y tenaz de sus afirmaciones, la verdadera grandeza
moral de los más notables, cuya gloria se reflejaba sobre todos porque la
regla los ponía al nivel de todos, les aseguraba un gran prestigio ante la
generalidad de los fieles, y, aunque ellas también lo tenían, esto obligaba a
las autoridades eclesiásticas a contar con ellos. Hacia ellos se dirigían las
sugestiones y los deseos de la fe popular; ellos las depuraban, escogían,
ordenaban y, finalmente, imponían a los teólogos, que las arreglaban lo
mejor que podían.
Así, por una especie de colaboración inconsciente de influencias,

124
bastante disímiles en su origen, pero convergentes en su acción, una
religión muy diferente del cristianismo, que ya entrevimos en los umbrales
del siglo III. se constituye en el siglo IV y se encuentra prácticamente
dueña del mundo romano al iniciarse el siglo V.
Cuando se piensa en lo que fue el cristianismo de la Edad Media:
universalista y guerrero, exclusivista, violentamente intolerable, y
particularmente temible para los judíos, erizado de dogmas absolutos que
desafían a la razón, de ritos minuciosos y múltiples, poderosos y
misteriosos, cargados de incontables devociones particulares, que se dirigen
a tantas Nuestras Señoras prácticamente distintas y a tantos santos
especializados, regido por un clero amo de 'la fe y de la conciencia de los
laicos y que, ya jerarquizado estrictamente, tiende cada vez más a recibir
las órdenes de un centro único impulsado por el formidable ejército de los
monjes y contenido por la tropa porfiada y sutil de los teólogos; cuando se
lo contempla en las innumerables y suntuosas iglesias que habita, en medio
de las espléndidas ceremonias que se celebran y de los símbolos que las
animan, y se lo compara con la religión del profeta galileo, humilde y
dulce, que pretendía únicamente anunciar a sus hermanos la Buena Nueva
de la llegada del Reino, hacerlos dignos de recibirlo; con la religión de
Jesús, cuya piedad se elevaba hacia el Dios de sus padres en un confiado
impulso filial, sencillamente, casi no se ve que haya de común entre una y
otra. Parecería que, con el nombre de Cristo, la vida religiosa y filosófica
del paganismo, con todos sus contrastes y todas sus incoherencias, hubiera
recuperado vigor y triunfado de la religión del espíritu y de la verdad que el
Maestro judío había vivido. Sin embargo, por diferentes que sean, el
cristianismo de un Santo Tomás de Aquino o el de un Pedro el Ermitaño y
el de Jesús o el de San Pedro están unidos, a través del curso de los
tiempos, por un lazo tenue, pero real. Fueron las necesidades de la vida, de
la duración, las que determinaron e hicieron indispensable la evolución,
cuyo punto de partida está señalado por la aparición de Jesús y de la cual el
tomismo, tanto como la fe de un cruzado, la teología de San Agustín, la
gnosis de Orígenes o el Evangelio de San Pablo sólo son etapas. No es
menos cierto que el triunfo de la Iglesia en el curso del siglo IV solamente
fue posible por el fracaso déla fe primitiva, de la que podemos llamar la fe
de los Doce.

II

La desgracia del cristianismo había sido la de haberse apoyado primero


fundamentalmente sobre la gran esperanza de la parusía. Puede uno
trazarse un plan de vida admirable e inaccesible cuando se está seguro de
que toda existencia humana va a suspenderse de un instante a otro, y de que
se recogerá para toda la eternidad el fruto del esfuerzo de unos días. Pero la

125
gran esperanza no se realizó, y su aplazamiento, constantemente
prolongado, entregó a los cristianos del común, al igual de los demás
hombres, a todas las seducciones de su animalidad y se dejaron arrastrar
por sus atavismos. No renegaron del ideal de vida, sin el cual su religión
perdía sentido, pero prácticamente no trataron ya de realizarlo y, en ellos la
creencia en proposiciones dogmáticas y la fe, en la eficacia mágica de los
ritos reemplazó al esfuerzo personal reclamado por el Evangelio. No fue en
el siglo IV cuando empezó esa deformación —hemos vislumbrado las
señales mucho antes del triunfo—, pero se acentuó en ese siglo,
simplemente porque entonces numerosísimas conversiones hicieron
ingresar en la Iglesia a infinidad de fieles preparados con mucha premura y,
por lo tanto, incapaces de defenderse de la dynamis, la fuerza de la vida,
temible para todas las religiones.
Como la pesadilla de la persecución había desaparecido, el cristiano
pudo llevar una existencia normal; entonces la separación entre sus deberes
de fiel y sus necesidades de hombre se hace más completa. Los deberes se
encierran en cierto número de obligaciones; las exigencias y el número
mismo de las obligaciones tienden a restringirse las necesidades se 75

satisfacen, prácticamente sin restricción, en las formas que la costumbre ha


dado a la vida corriente. En otros términos, la lucha mística emprendida por
el cristianismo primitivo contra la vida lo condujo a una derrota total, que
de hecho, la Iglesia aceptó y sancionó,, contentándose con transformar en
tema de meditación para el fiel el ideal que encerraba al principio la esencia
misma de la fe y que, en verdad, constituía su razón de ser.
La vida grecorromana entera reviste una apariencia cristiana y se
yuxtapone a ese ideal que la desaprueba sin molestarla. El principal
resultado sensible, a. comienzos del siglo V, es, pues, que el triunfo del
cristianismo fue desde cualquier punto de vista, sólo una apariencia y que
lejos de transformar al mundo grecorromano, quedó realmente absorbido
por él, adaptado a sus necesidades atávicas y a sus costumbres, en todos los
dominios del espíritu y del cuerpo. Porque se convirtió en potencia de
gobierno, y como tal, inclinó a las componendas y a las concesiones,
porque fue ella la que triunfó en condiciones semejantes, después de
haberse identificado con el cristianismo, es la Iglesia la responsable del
inevitable resultado.
La iglesia se convirtió en uno de los aspectos del Estado romano; tomó
de él, junto con su organización jerárquica y su sentido de la
administración, su deseo del orden y de la regularidad, su temor a las
individualidades demasiado originales y demasiado desbordantes, que
agitan y perturban a los simples, qué rompen la cadencia del ritmo social
consagrado. Solamente ha conservado para el antiguo ideal el respeto de
75
Asi los oficios celebrados en la Iglesia se hacen cada vez más breves, y para el común de los fieles se establece el
uso de participar en ellos solamente el domingo

126
emplearlo como tema escogido en sus sermones; ideal que ya no ejerce
auténtica y profunda influencia sobre la conducta de ese cristianismo
exterior nominal, como dice Tolstoi, con el cual se resigna poco a poco a
contentarse en cuanto al común de los laicos.
El siglo V, al arruinar la autoridad imperial en Occidente, parecerá al
principio engrandecer a la Iglesia, en el sentido de que en cierto modo la
instituirá en heredera del Imperio en el terreno político y social, como ya lo
sustituyó en el dominio religioso y moral, porque seguirá siendo, en la
Romanía trastornada por los bárbaros, la única organización en que viva
aún el viejo principio romano de unidad y de centralización, y en breve
pensará en darse a sí misma la realidad de una dirección monárquica. La
eficacia de su protección será para ella, en ese tiempo, un activísimo medio
de propaganda y su catolicidad saldrá ganando. Pero este poder nuevo que
adquirirá en lo temporal la sumirá más en el secularismo, la alejará más
aún del idealismo primero, la apegará más al realismo de la vida terrenal.
Tampoco saldrán ganando ni su doctrina ni sus costumbres y nacerá en ella
la idea de la Reforma necesaria que será, a través de los siglos, la pesadilla
de su existencia.
No obstante, una circunstancia particular favoreció singularmente esta
capitulación práctica de la iglesia ante el mundo. He mostrado su
importancia desde otro punto de vista; vuelvo a ello. En todo tiempo,
aparecieron en la Iglesia, o surgieron junto a ella, hombres que no
aceptaban que la doctrina cristiana, considerada bajo cualquier aspecto,
fuera sólo un ideal inaccesible y que se empeñaban heroicamente en
realizarlo por su propia cuenta. Protestaban con admirable vigor contra los
renunciamientos a la regla divina; condenaban todas las capitulaciones: ésta
fue la actitud de un Tertuliano o de un Comodiano, la de la secta de los
montañistas y, en menor grado, la de los novacianos. Su estirpe no
desapareció en el siglo IV y el exceso del mal debió también, lógicamente,
aumentar su celo. Esto fue, en efecto, lo que ocurrió.
Toda la vida cristiana del siglo IV y, ciertamente, toda la vida cristiana
del siglo IV y, ciertamente, toda la vida religiosa de aquel tiempo, está
atravesada por una corriente profunda de rigorismo ascético y en el primer
momento sorprende que no haya contrariado en forma más manifiesta el
movimiento que arrastro a la Iglesia en el sentido de que hemos hablado.
La razón debe buscarse en el hecho de que el monaquismo había nacido y
el convento estaba generosamente abierto a los cristianos que, repudiando
las inquietantes concesiones al siglo, buscaran e1 medio de vivir realmente
conforme a la moral cristiana autentica.
Hay ascetas aislados que permanecen en el mundo y se singularizan por
su austeridad; pero aunque reciben la admiración lejana de los simples, no
ejercen acción seria sobre ellos, sobre todo porque las autoridades
eclesiásticas vigilan su actividad, a veces indiscreta, para impedirles

127
menospreciar el género de vida de todo el mundo y especialmente predicar
contra el matrimonio y el modo de alimentación común. Son efectivamente
las obras de la carne, y el consumo de alimentos animales y de vino lo que
generalmente los ofende más. En el siglo IV, un obispo español, llamado
Prisciliano, emprende la tarea de restaurar las costumbres de los fieles en
el sentido de la antigua disciplina cristiana; la mayoría de los demás
obispos de su país lo juzgan como un peligroso energúmeno; sospechan y
lo acusan de maniqueísmo, porque esta religión, de origen persa, profesaba
un ascetismo riguroso, y llegan a entregarlo al brazo secular para que lo
castigue. En Galia, San Martín, obispo de Tours, cuyo culto debería cobrar
tan grande extensión después de su muerte, pasa la vida en el aislamiento
en que lo confinan sus hermanos obispos, a causa del rigor de su ascetismo
personal y del "mal ejemplo" que da. En cuanto aumenta el número de
almas heridas, inquietas e importunas, la Iglesia hace funcionar la "válvula
de seguridad" del monasterio. No quiero decir que, deliberadamente,
despeje el campo de su actividad secular de los fieles que podrían molestar,
sino solamente que les indican a los que se empeñan en la persecución del
ideal el medio de alcanzarlo, saliendo de la vida verdadera sin morir. Con
frecuencia, le basta con dejarlos hacer y, desde el siglo IV, ya le parece útil
contrariar, a veces, las vocaciones desaforadas.
Así se establecen dos categorías de cristianos, mediante una especie de
distinción entre los fieles y los perfectos, que existía en el budismo y en el
maniqueísmo. La doctrina es la misma para unos y otros, pero se entiende
que un cumplimiento reducido de sus preceptos prácticos puede bastar para
la salvación y conviene a las fuerzas de la mayoría de los hombres. El
cumplimiento integral queda reservado a una "élite", cuyos méritos
vigorosos se consideran que compensan la debilidad de sus hermanos del
común. Estos últimos tienen, por otra parte, un modo eficaz de compensar
por su propia cuenta: el ejercicio de la caridad en forma de limosnas y
legados piadosos, la obra pía en todas sus formas. Se ha dicho justamente;
el verdadero cristiano es el monje. También gracias al monje el
cristianismo pudo adaptarse a la vida secular sin debilitarse demasiado
pronto y sin dejarse sumergir por la inevitable reacción de los viejos
hábitos religiosos paganos, vivos mucho tiempo después de que murieron
las creencias positivas que los justificaban.

III

Tal es, pues, el aspecto cristiano del triunfo. Desde el punto de vista más
general de la historia de las religiones, cobra otro aspecto.
No olvidemos, en primer lugar, que el cristianismo primitivo es
esencialmente una religión oriental, una construcción cuyos cimientos los
suministró el judaísmo y cuyo conjunto debe todos sus elementos a ese

128
mundo helenístico en el que se combinaban las influencias griegas y las
influencias exclusivamente orientales —asiáticas, sirias, mesopotámicas,
iranias, egipcias— después de las conquistas de Alejandro. El Occidente
fue preparado para la penetración cristiana por la propaganda, ejercida a lo
largo de las vías comerciales o alrededor de los campos, de varios cultos
orientales de la salvación, el de Isís, el de la Gran Madre de Frigia, el de
Mitra y otros, pero no participó en la formación de la religión nueva; la
tomó, diremos así, por el exterior, y, penetrando en ella, la hizo más densa
y más rígida.
El Occidente era incapaz de captar y menos aún de expresar en su latín
de tan escasos matices, la sutil fluidez del pensamiento griego, nutriz de la
teología primera; y la complejidad de las impresiones místicas d<; Oriente,
que explican tantos remolinos que conoció la fe de los primeros siglos, se
le escapaba completamente. Nutrido como estaba de cultura jurídica,
instintivamente se inclinó a encerrar la metafísica cristiana en fórmulas
herméticas e inmutables, y a codificar rigurosamente la moral religiosa. Esa
operación fue, en definitiva, la que dio al cristianismo la fisonomía que
conservó en Europa occidental y que nosotros le conocemos. Pero no era la
que presentaba en la época del triunfo; fisonomía ésta que no empezó a
perder verdaderamente sino hasta el siglo IV, bajo la acción de la Iglesia
romana. Tratamos, pues, todavía en el siglo IV con una religión puramente
oriental. 76

Cuando tratamos de darnos cuenta del estado religioso de Oriente en la


época de Jesús y de San Pablo, comprobamos la existencia de una masa
enorme de materia religiosa, proveniente de cultos prescritos, si no es que
abolidos, todavía en gran parte amorfa, pero en vías de recomponerse en
torno de cierto número de núcleos de cristalización, bajo la influencia de
tendencias a la vez precisas y generales. En otros términos, necesidades
religiosas vivísimas estaban esparcidas en todo el Oriente, a las que
dominaba el deseo de salvación, la certidumbre de que el hombre,
abandonado a sus solas fuerzas, no podía satisfacerlo y le era
imprescindible el socorro de un intermediario divino, pero también la
convicción de que debía, por un medio conveniente y por ritos eficaces,
hacerse merecedor de esa asistencia salvadora. Estas necesidades trataban
de expresarse utilizando los antiguos cultos y ampliando los viejos mitos.
Evidentemente, esos cultos y mitos eran marcos un tanto estrechos para
poder encuadrar en ellos, sin inconvenientes, pensamientos que sin cesar
crecían y para los cuales no estaban hechos. Además, se manifestaba en un
culto y otro una identidad de preocupaciones y especulaciones
fundamentales, lo que daba origen a la idea de una ampliación que los
encerrara o los sobrepasara a todos. Bastaba informarse y reflexionar un
76
No quiero decir que la transformación de] cristianismo en el sentido jurídico y ritualista no estuviera ya empezada
en las Iglesias de Italia, África y las Galias, sino solamente que, hasta el triunfo, estas Iglesias, exceptuando la de
Roma, no tienen mucho esplendor, y que llega todavía de Oriente toda la vida doctrinal.

129
instante para comprender que los Misterios de Isis, haciendo a un lado las
historias divinas, contenían el mismo fondo religioso que los de Adonis y
los de Atis; y no era solución al alcance de todo el mundo la que se dio
Apuleyo, que se hacía iniciar sucesivamente en todos los grandes
Misterios. El sincretismo inconsciente planteó el problema; el sincretismo
consciente procuró resolverlo en los siglos II y III; cada culto de la
salvación eleva a su dios a la calidad de Divinidad suprema, de la cual los
otros sólo son, por decirlo así, aspectos o funciones; él absorbe a todos los
demás. Solución incompleta e insuficiente: primero porque subsisten
realmente demasiados cultos separados, después porque la operación
sincretista deja demasiado lugar a la fantasía individual, finalmente porque
sigue siendo prácticamente incomprensible e inaccesible para un gran
número de hombres. Por eso, en la segunda mitad del siglo III, se deja
sentir la necesidad de una coordinación más amplia y más sólida.
El cristianismo representa, en suma, la primera tentativa,
cronológicamente, realizada en ese sentido y la primera que tuvo éxito,
porque sus orígenes judíos le aseguraron el beneficio de un monoteísmo
fundamental y de un exclusivismo, intolerante, es cierto, pero entonces
todavía benéfico, porque garantizaba su individualismo y, sin prohibirle
tomar elementos a las demás religiones, lo obligaba a asimilarlos de
inmediato, a fundirlos en un conjunto coherente. En el cuerpo cristiano se
producían, sin duda, divergencias de opinión a veces gravísimas y sobre
cuestiones esenciales que podían conducir a la escisión, a la constitución de
sectas; pero quedaba, en todos los casos, una opinión común, una
convicción de la mayoría, que rápidamente reducía las disidencias a
simples herejías y que, al precisarse a sí misma, debía fortalecerse también
con esos extravíos.
Creyóse durante largo tiempo que en la época en que el cristianismo
arraigó en el Imperio y llegó verdaderamente a formarse la noción, más
aún, la constitución sumaria, de una doctrina ortodoxa, es decir, en el
transcurso del siglo III, el mundo vaciló entre elegir a Cristo o escoger a
Mitra. Esto es, creo yo, exagerar enormemente la influencia importante del
mitraísmo, cuya propaganda es mucho más cerrada y restringida que la del
cristianismo, que sólo se compone de cenáculos pequeños, herméticos y
dispersos, que se priva del invencible espíritu de proselitismo de las
mujeres al admitir únicamente hombres en sus iniciaciones, y sobre todo,
que no tiene nada de lo que hace falta para ser, si no es que para hacerse, un
culto popular en el amplio sentido del término. Los verdaderos enemigos
del cristianismo están en otra parte.
Son dos religiones, orientales como él, que proceden de las mismas
preocupaciones generales, se nutren de los mismos sentimientos religiosos,
tratan la misma materia religiosa, que hemos definido; estas son el
neoplatonismo y el maniqueísmo. Procediendo de la misma crisis religiosa

130
que él, se constituyen en la misma época, la segunda mitad del siglo III y,
al principio, aunque difieren una de otra y difieren de él por sus formas, su
punto de partida, su afabulación, la elección y la disposición de sus
elementos, presentan, sin embargo, idénticos caracteres generales.
Así, el neoplatonismo guarda el aspecto de una filosofía que se apoya,
me atrevería a decir, en lo espiritual sobre el pensamiento puesto al día, de
Platón y, en lo sobrenatural, sobre el politeísmo olímpico. Se advierte en
seguida que la especulación filosófica no es más que un instrumento de
adaptación utilizado para interpretar simbólicamente ese politeísmo, para
subordinarlo a la monolatría oriental, o sea, al culto del Sol que se
encuentra en la base de todas las religiones orientales de la salvación, y
para desarrollarlo como panteísmo. 77

El maniqueísmo, al contrario, se apoya en el dualismo caldeo: el mito


fundamental de la lucha entre la luz y las tinieblas, el bien y el mal, el
espíritu y la materia; su doctrina procede de la revelación de un profeta.
Manes, y no de la reflexión de una escuela de pensadores, y toma sus
elementos de un campo mucho más vasto que el utilizado por el
neoplatonismo y hasta el cristianismo, puesto que se destacan en él
influencias mesopotámicas, persas, budistas, junto a las influencias
gnósticas que constituyen lo principal de su fondo.

IV

Las tres religiones se detestan y muestran, es obvio, tendencias y espíritu


desemejantes; ¡pero, también, cuántos puntos comunes! Las tres rompen
con la antigua concepción de la religión nacional; las tres son
universalistas; las tres explican el mundo y la vida sensiblemente de
manera similar, o, al menos, con el mismo método; las tres pretenden
arrancar al hombre de su miserable condición para llevarlo a la salvación
eterna en Dios; las tres son fundamentalmente monoteístas y las tres
quieren que el hombre gane la vida inmortal y bienaventurada
sometiéndose a ritos culturales y a reglas de una moral austera.
El neoplatonismo presenta, desde el primer instante, una seria
inferioridad: no tiene fundador y no llega a descubrir" uno; no puede
relacionar su doctrina con una manifestación personal de Dios, que
autentifique y, diríamos, concrete la revelación de la cual cree disponer.
Por eso conserva una apariencia de religión artificial, un aire de
especulación abstracta y muy individual. Totalmente distinta es la situación
del maniqueísmo, que se justifica con Manes, como el cristianismo con
77
Los dos primeros grandes maestros de la Escuela, Plotino y Porfirio, temen mucho todavía el arrastre de la
superstición; es ésta una de las razones de la hostilidad de Porfirio contra el cristianismo; sus sucesores, empezando
por el ilustre Jámblico (t el 330 ?), dan paso, cada vez más, en su especulación a las preocupaciones religiosas y dan
primacía a la apologética pagana sobre la búsqueda propiamente filosófica; se erigen en defensores del helenismo
contra la intolerancia bárbara de los cristianos.

131
Jesús. 78

Los doctores cristianos han presentado generalmente al maniqueísmo


como una herejía cristiana. Nada parece menos exacto, porque fue
secundariamente como la doctrina y la leyenda maniqueas tomaron, al
contacto con el cristianismo y por razones de propaganda, en un medio
cristianizado una fisonomía cristiana. La capacidad de sincretismo del
maniqueísmo no fue agotada por su fundador; se presenta ante todo como
una religión original, y si Manes se coloca en la descendencia espiritual de
Jesús, a quien cuenta entre los mensajeros de Dios que lo han precedido, se
refiere al Jesús de los Gnósticos y Manes no debe nada, o casi nada, al
Evangelio galileo.
Predica una religión de la salvación por el renunciamiento, tal como lo
hizo el cristianismo al principio, pero, metafísicamente, es más sencilla,
más clara, más rigurosamente lógica que el cristianismo y, moralmente,
más austera y más radical. Las calumnias que los ortodoxos cristianos
lanzaron contra él no tienen más fundamento —porque eran las mismas—
que las que antaño se difundieron contra los conventículos cristianos.
Después de un éxito brillante y rápido, el maniqueísmo vio su progreso
bruscamente detenido por la oposición feroz del Estado romano, que lo
juzgó como un anarquismo más temible aún que el cristianismo, una
especie de montañismo exagerado, que debía lógicamente conducir a sus
sectarios al abandono de todos sus deberes de ciudadanos y de hombres y
que, oriundo de Persia, país del enemigo hereditario del Imperio, no podía
convenir a los romanos. Éste es el punto de vista que adopta el emperador
Diocleciano en un terrible edicto (de alrededor del 300), que amenaza con
las penalidades más duras a los maniqueos y tiende, evidentemente, a su
total exterminio. El odio de la Iglesia, que ve en la religión rival una
renovación del gnosticismo, mucho más temible que el del siglo II, se
asocia cordialmente al odio del Estado.
Ésta es la verdadera causa del fracaso final del maniqueísmo,
movimiento religioso muy interesante en sí y muy poderoso y que, a pesar
de las persecuciones implacables sufridas durante varios siglos, demostró
poseer una vitalidad sorprendente. Sin duda, su doctrina no valía más,
racionalmente, que la metafísica teológica del cristianismo, pero era un
poco más simple, y si su moral, inhumana, casi no podía esperar
conquistarse a las masas populares, la feliz distinción entre los Elegidos y
los Auditores permitía más de una transacción; para convencerse de ello es
suficiente pensar en el éxito de la secta de los albigenses en el mediodía de
Francia en la Edad Media, porque la secta de los albigenses parece haber
sido esencialmente una adaptación cristiana del maniqueísmo. En cuanto a
sus probabilidades de éxito entre los intelectuales, basta recordar, para
juzgarla importante, que conquistó a San Agustín y que lo satisfizo durante
78
Manes, Mani o Maniqueo nació en Babilonia en el 215 o 216 y murió en Persia entre el 275 y 277.

132
varios años. Disgusta que el ilustre doctor, sin haber visto por sí mismo
nada de censurable en las asambleas maniqueas cuando pertenecía a la
secta, tuviera más tarde la debilidad de recoger y de amparar con su
nombre las habladurías innobles que corrían contra ella en los medios
cristianos. 79

En la época en que el maniqueísmo empezó a inquietar a la Iglesia, ésta


tenía respecto de él la ventaja de estar ya fuertemente organizada; su
unidad y su coherencia, mantenidas enérgicamente por la disciplina
episcopal, podían resistir sin dificultad a conventículos aislados y obligados
a ocultarse. Para luchar contra el ascetismo de los maniqueos y su anti-
secularismo, disponía del instrumento eficaz empleado para neutralizar las
vocaciones desaforadas que surgían en su propio seno; me refiero al
monaquisino. Así, pues, el maniqueísmo ejerció sobre el desarrollo del
monaquisino cristiano una influencia difícil de estimar hoy día, pero
ciertamente muy grande. Por lo demás, las tendencias maniqueas seguirán
siendo largo tiempo motivo de horror para las autoridades eclesiásticas y
suministrarán repetidamente la ocasión o el pretexto de acusaciones
temibles. El obispo español Prisciliano perecerá víctima de una de esas
acusaciones en el año 385.
No había ninguna probabilidad de que el mundo se hiciera neoplatónico,
pero podía, en cambio, convertirse en maniqueo en el siglo IV. Si el
mundo, en definitiva, fue cristiano, es necesario entonces buscar la causa
de esto, sobre todo, en el avance de la Iglesia, avance de su organización y
avance de su propaganda, que adaptó ya su catequesis a las necesidades, o
sea a los hábitos de los mediocres, mientras que su teología se abrió a las
especulaciones de los intelectuales. Debe buscársela asimismo en el apoyo
del Estado, que persiguió a los maniqueos, y en el auxilio del monaquisino,
que a los cristianos naturalmente inclinados al rigor maniqueo les permitió
llevar en efecto una vida rigurosa, mientras permanecían en la Iglesia y la
edificaban.
En otros términos, si el cristianismo suplantó al neoplatonismo y al
maniqueísmo durante el ocaso del mundo antiguo, fue porque supo
expresar mejor que ellos sus propias tendencias y expresarlas, no mediante
la exclusión de unas por otras, sino todas a la vez, equilibrándolas,
armonizándolas y también, especialmente, reglándolas justo hasta el punto
en que se correspondían con las necesidades de las diversas categorías de
hombres que buscaban su alimento religioso. La experiencia de tres siglos
de dificultades de todo género le había dado el tacto espontáneo gracias al
cual se cuidaba de las tesis excesivas y de las disciplinas exageradas; había
adquirido el sentido de la vida. La vida lo colmaba y lo arrastraba consigo,
así como él se identificaba con ella en el dominio de lo espiritual, con una
ductilidad extrema, que no vale la pena demostrar, pues basta con observar
79
Especialmente en su De moribus manichaeorum, 2, 19, 70 y en su De haeresibus, 46.

133
la realidad de los hechos con atención.
Señalemos, por otra parte, que al suplantar directamente al
neoplatonismo y al maniqueísmo, en el siglo IV, el cristianismo los
absorbió parcialmente, a uno en su dogmática, al otro en su ética y en su
disciplina, pero no los aniquiló verdaderamente. Subsistirán a su lado. El
primero vivirá en escritos filosóficos que continuarán durante mucho
tiempo aún inspirando las especulaciones de la metafísica oriental y
producirán todo a lo largo de la Edad Media profundas infiltraciones en la
teología de Occidente. El segundo se prolongará en diversas sectas muy
extendidas, de las que saldrán, en varias ocasiones, herejías temibles y
tenaces que causarán graves inquietudes a la Iglesia católica, y, aunque sólo
sea por la represión que de ellas hará, ejercerán una influencia duradera
sobre su espíritu y sus instituciones.

134
CONCLUSIÓN

Impresiones de conjunto resultantes de nuestro estudio.—Carácter esencialmente oriental del


cristianismo.—Materiales compuestos que lo edificaron en Oriente.—El primer sincretismo cristiano: la
doctrina de la salvación.—Lo que asegura su superioridad sobre las realizaciones religiosas análogas.—
Su instalación en el terreno helénico.—Consecuencias: penetración de la metafísica griega en la doctrina.
—El segundo sincretismo: constitución de la dogmática.—La obra de los alejandrinos.—Realismo de los
dogmas para los orientales.—Por qué los occidentales son incapaces de comprenderlos.

Tratemos pues de reunir y resumir las impresiones de conjunto, que,


desde el punto de vista histórico, nos dejan estos cuatro siglos de vida
religiosa, cuyo desarrollo acabamos de observar y de considerar en algunos
de sus aspectos.
El cristianismo es una religión oriental por sus orígenes y por sus
caracteres fundamentales; si hubiera seguido siendo lo que fue al principio,
habría tenido muchas menos probabilidades de conquistar el mundo
occidental que las que tuvieron la religión de Isis, la egipcia, la de la Gran
Madre Cibeles, la frigia, la del sirio Adonis o la del persa Mitra. En rigor,
podía, como ellas, seducir a algunos hombres, cuyas disposiciones
naturales hubiesen respondido a sus propias tendencias, o que el azar
hubiera impulsado a la conversión. Cuando mucho, y al igual de las
organizaciones religiosas que acabo de mencionar, hubiera podido
pretender constituir pequeñas capillas, e iluminar a grupos reducidos de
iniciados. Ni siquiera hubiera podido aspirar a ese éxito mediano de no
haber sufrido, en los medios sincretistas de la diáspora, la primera
transposición, que habitualmente se atribuye a San Pablo y que, como
hemos dicho, es más bien obra de la primera Iglesia de Antioquía, anterior
a él. En la forma que le dieron la iniciativa de Jesús y la de los Doce, no
hubiera podido vivir fuera de los medios puramente judíos, porque sólo
tenía sentido para ellos como doctrina; constituía, sencillamente, una
representación particular del mesianismo israelita. Como agrupación
religiosa no era más que una secta judía, puesta al margen de la ortodoxia,
tal como se representaban ésta el Templo de Jerusalén y la Sinagoga judía.
Es una religión edificada sobre un fundamento judío, con materiales
asaz diferentes pero todos igualmente orientales; griegos sin duda, en gran
parte, pero también asiáticos, sirios, egipcios y mesopotámicos. Al declinar

135
el siglo I, se nos aparece como uno de esos Misterios sincretistas, de los
cuales el mundo oriental conoció varios tipos, para dar satisfacción a su
necesidad mística de la salvación, de la vida eterna y bienaventurada más
allá de las miserias e insuficiencias de la existencia terrestre. Su
superioridad sobre sus congéneres estriba en dos rasgos principales: su
origen judío la puso al abrigo de los incómodos compromisos con las
equívocas leyendas mitológicas que chocan a las almas delicadas, y la
realidad humana de su "Señor", su glorificación sólidamente atestiguada,
presta a sus afirmaciones una especie de certidumbre y una precisión
incomparables. Es más rica y más simple que las demás religiones de la
salvación. Su intolerancia —otro rasgo judío— la libra de las mezclas en
que su primitiva esencia se hubiera alterado pero no la priva de tomar
discretamente elementos extraños fáciles de asimilar. Puede tomar y toma
de todas partes, sin dar casi nada. No obstante, y por original que parezca,
por esa particularidad y, en cierta medida, porque sabe reducir los
elementos que toma, no es única en su género y responde a las aspiraciones
de una época y un medio que no las han satisfecho más que en ella.
Por intermedio de la diáspora judía, se instala en el terreno helenístico,
en el que se aprovecha de la propaganda de la Sinagoga y la absorbe. Pero,
de golpe, se encuentra frente al pensamiento griego. De ese contacto y de
su resultado dependerá su porvenir. Para empezar, podía oponer sin
inconveniente su gnosis, su ciencia divina revelada, a la vana sabiduría del
mundo, que es locura ante Dios; hasta llegará a proclamar su desprecio por
la filosofía y no abandonará jamás ese lugar común, porque es inevitable e
indispensable que una secta pietista tome esta actitud para afirmar que se
coloca fuera de este mundo y por encima de él, que no podrá ser alcanzada
ni atacada por ningún esfuerzo de la reflexión humana. No es menos cierto
que si hubiese persistido en esta actitud puramente aparente, si no hubiera
tolerado que los sabios del siglo, llegados a ella por simpatía mística, le
llevasen sus hábitos de reflexión y sus métodos dialécticos, sus dogmata
esenciales y su pasión por la especulación metafísica, no habría salido de
los medios que la acogieron al principio. Habría vivido y habría terminado
—haría bastante tiempo, como para que ya sólo se hablara de ella en los
libros de los eruditos— como una religión de exaltados, de desesperados y
de indigentes.
Felizmente para ella, el mismo rigor de sus principios exclusivistas le
hizo perder temor al peligro de los compromisos. Desde el siglo II, se abrió
a los desengañados de la filosofía profana; éstos, que siguieron siendo
profundamente filósofos, sin saberlo, ligados por todas las fibras de su ser
íntimo a la pasión metafísica, consideraron, casi a su pesar, a las
afirmaciones esenciales de su gnosis como temas de meditación y
especulación. Quisieron que fuera, y en eso se convirtió por ellos, una
filosofía, la filosofía perfecta, que recogía todo lo mejor de la teodicea, de

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la ética y, asimismo, todo lo esencial de la cosmología helénicas. Esas
adquisiciones nuevas no excluían las demás, las antiguas, las que provenían
de los Misterios de Oriente, tan bien incorporadas a ella que parecían haber
sido siempre su carne y su sangre. Por el contrario, una exégesis sutil, en la
que la metáfora y el símbolo hacían las veces de razones positivas, las
armonizaban, y, mientras la doctrina de la leche continuaba alimentando
apaciblemente a los simples, la doctrina del Espíritu, iluminaba a los sabios
con claridad cada vez mayor. Y así fue como el sueño mesiánico de Jesús,
concebido bajo el horizonte de Israel, ampliado al principio como Misterio
de salvación universal, se convirtió en la religión grandiosa en la que se
fusionaba todo lo religioso que vivía en la mística oriental y en la
especulación racionalista griega.
Ese trabajo, cuyos grandes obreros fueron los alejandrinos y Orígenes el
maestro de obras, en el siglo III, no se realizó sin dificultades y sin largos
tanteos entre soluciones extremas de problemas delicados. Con un sentido
notable de lo posible y de lo útil, la fe mediana, en el fondo dueña soberana
de su símbolo, descartó poco a poco las exageraciones, redujo los
contrastes, consolidó las fórmulas en las que encontró satisfacción a sus
necesidades teológicas. Hubo rudas crisis, extravíos inquietantes, luchas
lamentables y escandalosas; nada de esto bastó para cortar el vuelo del
cristianismo, puesto que se había convertido en el núcleo de cristalización
de toda vida, de toda pasión religiosa fecunda, puesto que él era también la
Iglesia, es decir, una organización y una disciplina, un gobierno.
En el ocaso del siglo IV, no había entrado aún en la plena serenidad de la
ortodoxia, pero estaba en posesión del conjunto de su dogmática; se
apoyaba sólidamente en marcos litúrgicos bien establecidos y era
virtualmente dueño del mundo romano. En realidad, en todo lo
concerniente a la doctrina propiamente dicha, recogía el fruto de trescientos
años de debates orientales. Sus creencias fundamentales, expresadas en
fórmulas largamente discutidas, y, por lo demás, todavía inestables,
ofrecían a la gente de Oriente un sentido más o menos claro y más o menos
profundo, según el grado de cultura de cada uno; un sentido
correspondiente a una idea o a un sentimiento, pero siempre un sentido
real. En las diversas etapas de su evolución había sido siempre así; más
aún, fue la vigilancia permanente de las ideas y de los sentimientos de los
fieles lo que determinó el sentido y fijó los resultados de esta misma
evolución. Pero nacida de un cierto ambiente y para él, la dogmática
cristiana debía forzosamente ser muy obscura para hombres a quienes su
propia formación intelectual y su sensibilidad, sus disposiciones naturales y
sus hábitos espirituales los hacían extraños a ese ambiente. Ese era
justamente el caso de los occidentales, entre los que, sin embargo, le estaba
reservada tan grande fortuna a la Iglesia cristiana.
Estos occidentales no poseían todo lo adquirido de la cultura oriental y

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no llegaban al pensamiento helénico más que a través de adaptaciones
incompletas e infieles. Un pequeñísimo número de ellos podía hacerse una
especie de mentalidad griega, por el dominio total de la lengua griega y por
una larga permanencia en Oriente; los demás, es decir, la masa, no llegaba,
en sus partes más cultas, más que a una burda comprensión aproximada, y
la inmensa mayoría de los hombres no se hacía la menor idea de lo que era
una mentalidad oriental. La lengua de aquella gente, el latín, no poseía
siquiera las palabras necesarias para expresar exactamente los matices del
griego. Pero, sobre todo, las fórmulas traducidas, o más bien adaptadas
aproximadamente a sus formas de lenguaje, les llegaban como
afirmaciones rígidas, sin la envoltura de las inaccesibles discusiones que las
habían precisado y fijado paulatinamente. No podían más que
comprenderlas en bruto, por así decirlo, y aceptarlas sin explicárselas. Por
eso puede decirse, sin paradoja, que los occidentales jamás comprendieron
verdaderamente, en la antigüedad, los dogmas cristianos, que tampoco los
comprendieron mejor después y que la religión que, con su propio esfuerzo,
han construido sobre esos dogmas, ha sido una cosa diferente, en espíritu y
en esencia, del cristianismo oriental, otra cosa, surgida esencialmente de su
propio fondo, de acuerdo con sus propios sentimientos y vaciada en
fórmulas inadecuadas para contenerla. En rigor, los occidentales jamás
han sido cristianos.

FIN

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