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Historia de Los Dos Que Soñaron

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Historia de los dos que soaron, de Gustavo Weil

Cuentan los hombres dignos de fe que hubo en El Cairo un hombre


poseedor de riquezas, pero tan magnnimo y liberal que todas las perdi,
menos la casa de su padre, y que se vio forzado a trabajar para ganarse el
pan. Trabaj tanto que el sueo lo rindi debajo de una higuera de su
jardn y vio en el sueo a un desconocido que le dijo:
-Tu fortuna est en Persia, en Isfajn; vete a buscarla.
A la madrugada siguiente se despert y emprendi el largo viaje y
afront los peligros de los desiertos, de los idlatras, de los ros, de las
fieras y de los hombres. Lleg al fin a Isfajn, pero en el recinto de esa
ciudad lo sorprendi la noche y se tendi a dormir en el patio de una
mezquita. Haba, junto a la mezquita, una casa y por el decreto de Dios
Todopoderoso una pandilla de ladrones atraves la mezquita y se meti en
la casa, y las personas que dorman se despertaron y pidieron socorro. Los
vecinos tambin gritaron, hasta que el capitn de los serenos de aquel
distrito acudi con sus hombres y los bandoleros huyeron por la azotea. El
capitn hizo registrar la mezquita y en ella dieron con el hombre de El
Cairo y lo llevaron a la crcel. El juez lo hizo comparecer y le dijo:
-Quin eres y cul es tu patria?
El hombre declar:
-Soy de la ciudad famosa de El Cairo y mi nombre es Yacub El
Magreb.
El juez le pregunt:
-Qu te trajo a Persia?
El hombre opt por la verdad y le dijo:
-Un hombre me orden en un sueo que viniera a Isfajn, porque ah
estaba mi fortuna. Ya estoy en Isfajn y veo que la fortuna que me prometi
ha de ser esta crcel.
El juez ech a rer.
-Hombre desatinado -le dijo-, tres veces he soado con una casa en
la ciudad de El Cairo, en cuyo fondo hay un jardn. Y en el jardn un reloj
de sol y despus del reloj de sol, una higuera, y bajo la higuera un tesoro.
No he dado el menor crdito a esa mentira. T, sin embargo, has errado de

ciudad en ciudad, bajo la sola fe de tu sueo. Que no vuelva a verte en


Isfajn. Toma estas monedas y vete.
El hombre las tom y regres a la patria. Debajo de la higuera de su
casa (que era la del sueo del juez) desenterr el tesoro. As Dios le dio
bendicin y lo recompens y exalt. Dios es el Generoso, el Oculto.
El regalo de los Reyes Magos, de O. Henry
Un dlar y ochenta y siete centavos. Eso era todo. Y setenta centavos
estaban en cntimos. Cntimos ahorrados, uno por uno, discutiendo con
el almacenero y el verdulero y el carnicero hasta que las mejillas de uno se
ponan rojas de vergenza ante la silenciosa acusacin de avaricia que
implicaba un regateo tan obstinado. Delia los cont tres veces. Un dlar y
ochenta y siete centavos. Y al da siguiente era Navidad.
Evidentemente no haba nada que hacer fuera de echarse al
miserable lecho y llorar. Y Delia lo hizo. Lo que conduce a la reflexin
moral de que la vida se compone de sollozos, lloriqueos y sonrisas, con
predominio de los lloriqueos.
Mientras la duea de casa se va calmando, pasando de la primera a
la segunda etapa, echemos una mirada a su hogar, uno de esos
departamentos de ocho dlares a la semana. No era exactamente un lugar
para alojar mendigos, pero ciertamente la polica lo habra descrito como
tal.
Abajo, en la entrada, haba un buzn al cual no llegaba carta
alguna, Y un timbre elctrico al cual no se acercara jams un dedo
mortal. Tambin perteneca al departamento una tarjeta con el nombre de
"Seor James Dillingham Young".
La palabra "Dillingham" haba llegado hasta all volando en la brisa
de un anterior perodo de prosperidad de su dueo, cuando ganaba treinta
dlares semanales. Pero ahora que sus entradas haban bajado a veinte
dlares, las letras de "Dillingham" se vean borrosas, como si estuvieran
pensando seriamente en reducirse a una modesta y humilde "D". Pero
cuando el seor James Dillingham Young llegaba a su casa y suba a su
departamento, le decan "Jim" y era cariosamente abrazado por la seora

Delia Dillingham Young, a quien hemos presentado al lector como Delia.


Todo lo cual est muy bien.
Delia dej de llorar y se empolv las mejillas con el cisne de plumas.
Se qued de pie junto a la ventana y mir hacia afuera, apenada, y vio un
gato gris que caminaba sobre una verja gris en un patio gris. Al da
siguiente era Navidad y ella tena solamente un dlar y ochenta y siete
centavos para comprarle un regalo a Jim. Haba estado ahorrando cada
centavo, mes a mes, y ste era el resultado. Con veinte dlares a la semana
no se va muy lejos. Los gastos haban sido mayores de lo que haba
calculado. Siempre lo eran. Slo un dlar con ochenta y siete centavos
para comprar un regalo a Jim. Su Jim. Haba pasado muchas horas felices
imaginando algo bonito para l. Algo fino y especial y de calidad -algo que
tuviera justamente ese mnimo de condiciones para que fuera digno de
pertenecer a Jim. Entre las ventanas de la habitacin haba un espejo de
cuerpo entero. Quizs alguna vez hayan visto ustedes un espejo de cuerpo
entero en un departamento de ocho dlares. Una persona muy delgada y
gil podra, al mirarse en l, tener su imagen rpida y en franjas
longitudinales. Como Delia era esbelta, lo haca con absoluto dominio
tcnico. De repente se alej de la ventana y se par ante el espejo. Sus ojos
brillaban intensamente, pero su rostro perdi su color antes de veinte
segundos. Solt con urgencia sus cabellera y la dej caer cuan larga era.
Los Dillingham eran dueos de dos cosas que les provocaban un
inmenso orgullo. Una era el reloj de oro que haba sido del padre de Jim y
antes de su abuelo. La otra era la cabellera de Delia. Si la Reina de Saba
hubiera vivido en el departamento frente al suyo, algn da Delia habra
dejado colgar su cabellera fuera de la ventana nada ms que para
demostrar su desprecio por las joyas y los regalos de Su Majestad. Si el rey
Salomn hubiera sido el portero, con todos sus tesoros apilados en el
stano, Jim hubiera sacado su reloj cada vez que hubiera pasado delante
de l nada ms que para verlo mesndose su barba de envidia.
La hermosa cabellera de Delia cay sobre sus hombros y brill como
una cascada de pardas aguas. Lleg hasta ms abajo de sus rodillas y la
envolvi como una vestidura. Y entonces ella la recogi de nuevo, nerviosa
y rpidamente. Por un minuto se sinti desfallecer y permaneci de pie
mientras un par de lgrimas caan a la rada alfombra roja.

Se puso su vieja y oscura chaqueta; se puso su viejo sombrero. Con


un revuelo de faldas y con el brillo todava en los ojos, abri nerviosamente
la puerta, sali y baj las escaleras para salir a la calle.
Donde se detuvo se lea un cartel: "Mme. Sofronie. Cabellos de todas
clases". Delia subi rpidamente Y, jadeando, trat de controlarse.
Madame, grande, demasiado blanca, fra, no pareca la "Sofronie" indicada
en la puerta.
-Quiere comprar mi pelo? -pregunt Delia.
-Compro pelo -dijo Madame-. Squese el sombrero y djeme mirar el
suyo.
La urea cascada cay libremente.
-Veinte dlares -dijo Madame, sopesando la masa con manos
expertas.
-Dmelos inmediatamente -dijo Delia.
Oh, y las dos horas siguientes transcurrieron volando en alas
rosadas. Perdn por la metfora, tan vulgar. Y Delia empez a mirar los
negocios en busca del regalo para Jim.
Al fin lo encontr. Estaba hecho para Jim, para nadie ms. En
ningn negocio haba otro regalo como se. Y ella los haba inspeccionado
todos. Era una cadena de reloj, de platino, de diseo sencillo y puro, que
proclamaba su valor slo por el material mismo y no por alguna
ornamentacin intil y de mal gusto... tal como ocurre siempre con las
cosas de verdadero valor. Era digna del reloj. Apenas la vio se dio cuenta
de que era exactamente lo que buscaba para Jim. Era como Jim: valioso y
sin aspavientos. La descripcin poda aplicarse a ambos. Pag por ella
veintin dlares y regres rpidamente a casa con ochenta y siete
centavos. Con esa cadena en su reloj, Jim iba a vivir ansioso de mirar la
hora en compaa de cualquiera. Porque, aunque el reloj era estupendo,
Jim se vea obligado a mirar la hora a hurtadillas a causa de la gastada
correa que usaba en vez de una cadena.
Cuando Delia lleg a casa, su excitacin cedi el paso a una cierta
prudencia y sensatez. Sac sus tenacillas para el pelo, encendi el gas y
empez a reparar los estragos hechos por la generosidad sumada al amor.
Lo cual es una tarea tremenda, amigos mos, una tarea gigantesca.

A los cuarenta minutos su cabeza estaba cubierta por unos rizos


pequeos y apretados que la hacan parecerse a un encantador estudiante
holgazn. Mir su imagen en el espejo con ojos crticos, largamente.
"Si Jim no me mata, se dijo, antes de que me mire por segunda vez,
dir que parezco una corista de Coney Island. Pero, qu otra cosa podra
haber hecho? Oh! Qu podra haber hecho con un dlar y ochenta y siete
centavos?."
A las siete de la noche el caf estaba ya preparado y la sartn lista en
la estufa para recibir la carne.
Jim no se retrasaba nunca. Delia apret la cadena en su mano y se
sent en la punta de la mesa que quedaba cerca de la puerta por donde
Jim entraba siempre. Entonces escuch sus pasos en el primer rellano de
la escalera y, por un momento, se puso plida. Tena la costumbre de decir
pequeas plegarias por las pequeas cosas cotidianas y ahora murmur:
"Dios mo, que Jim piense que sigo siendo bonita".
La puerta se abri, Jim entr y la cerr. Se le vea delgado y serio.
Pobre muchacho, slo tena veintids aos y ya con una familia que
mantener! Necesitaba evidentemente un abrigo nuevo y no tena guantes.
Jim franque el umbral y all permaneci inmvil como un
perdiguero que ha descubierto una codorniz. Sus ojos se fijaron en Delia
con una expresin que su mujer no pudo interpretar, pero que la aterr.
No era de enojo ni de sorpresa ni de desaprobacin ni de horror ni de
ningn otro sentimiento para los que que ella hubiera estado preparada. l
la miraba simplemente, con fijeza, con una expresin extraa.
Delia se levant nerviosamente y se acerc a l.
-Jim, querido -exclam- no me mires as. Me cort el pelo y lo vend
porque no poda pasar la Navidad sin hacerte un regalo. Crecer de nuevo
no te importa, verdad? No poda dejar de hacerlo. Mi pelo crece
rpidamente. Dime "Feliz Navidad" y seamos felices. No te imaginas qu
regalo, qu regalo tan lindo te tengo!
-Te cortaste el pelo? -pregunt Jim, con gran trabajo, como si no
pudiera darse cuenta de un hecho tan evidente aunque hiciera un enorme
esfuerzo mental.
-Me lo cort y lo vend -dijo Delia-. De todos modos te gusto lo
mismo, no es cierto? Sigo siendo la misma an sin mi pelo, no es as?

Jim pas su mirada por la habitacin con curiosidad.


-Dices que tu pelo ha desaparecido? -dijo con aire casi idiota.
-No pierdas el tiempo buscndolo -dijo Delia-. Lo vend, ya te lo dije,
lo vend, eso es todo. Es Nochebuena, muchacho. Lo hice por ti,
perdname. Quizs alguien podra haber contado mi pelo, uno por uno
-continu con una sbita y seria dulzura-, pero nadie podra haber
contado mi amor por ti. Pongo la carne al fuego? -pregunt.
Pasada la primera sorpresa, Jim pareci despertar rpidamente.
Abraz a Delia. Durante diez segundos miremos con discrecin en otra
direccin, hacia algn objeto sin importancia. Ocho dlares a la semana o
un milln en un ao, cul es la diferencia? Un matemtico o algn
hombre sabio podran darnos una respuesta equivocada. Los Reyes Magos
trajeron al Nio regalos de gran valor, pero aqul no estaba entre ellos.
Este oscuro acertijo ser explicado ms adelante.
Jim sac un paquete del bolsillo de su abrigo y lo puso sobre la
mesa.
-No te equivoques conmigo, Delia -dijo-. Ningn corte de pelo, o su
lavado o un peinado especial, haran que yo quisiera menos a mi
mujercita. Pero si abres ese paquete vers por qu me has provocado tal
desconcierto en un primer momento.
Los blancos y giles dedos de Delia retiraron el papel y la cinta. Y
entonces se escuch un jubiloso grito de xtasis; y despus, ay!, un rpido
y femenino cambio hacia un histrico raudal de lgrimas y de gemidos, lo
que requiri el inmediato despliegue de todos los poderes de consuelo del
seor del departamento.
Porque all estaban las peinetas -el juego completo de peinetas, una
al lado de otra- que Delia haba estado admirando durante mucho tiempo
en una vitrina de Broadway. Eran unas peinetas muy hermosas, de carey
autntico, con sus bordes adornados con joyas y justamente del color para
lucir en la bella cabellera ahora desaparecida. Eran peinetas muy caras,
ella lo saba, y su corazn simplemente haba suspirado por ellas y las
haba anhelado sin la menor esperanza de poseerlas algn da. Y ahora
eran suyas, pero las trenzas destinadas a ser adornadas con esos
codiciados adornos haban desaparecido.

Pero Delia las oprimi contra su pecho y, finalmente, fue capaz de


mirarlas con ojos hmedos y con una dbil sonrisa, y dijo:
-Mi pelo crecer muy rpido, Jim!
Y enseguida dio un salto como un gatito chamuscado y grit:
-Oh, oh!
Jim no haba visto an su hermoso regalo. Delia lo mostr con
vehemencia en la abierta palma de su mano. El precioso y opaco metal
pareci brillar con la luz del brillante y ardiente espritu de Delia.
-Verdad que es maravillosa, Jim? Recorr la ciudad entera para
encontrarla. Ahora podrs mirar la hora cien veces al da si se te antoja.
Dame tu reloj. Quiero ver cmo se ve con ella puesta.
En vez de obedecer, Jim se dejo caer en el sof, cruz sus manos
debajo de su nuca y sonri.
-Delia -le dijo- olvidmonos de nuestros regalos de Navidad por
ahora. Son demasiado hermosos para usarlos en este momento. Vend mi
reloj para comprarte las peinetas. Y ahora pon la carne al fuego.
Los Reyes Magos, como ustedes seguramente saben, eran muy
sabios -maravillosamente sabios- y llevaron regalos al Nio en el Pesebre.
Ellos fueron los que inventaron los regalos de Navidad. Como eran sabios,
no hay duda que tambin sus regalos lo eran, con la ventaja
suplementaria, adems, de poder ser cambiados en caso de estar
repetidos. Y aqu les he contado, en forma muy torpe, la sencilla historia
de dos jvenes atolondrados que vivan en un departamento y que
insensatamente sacrificaron el uno al otro los ms ricos tesoros que tenan
en su casa. Pero, para terminar, digamos a los sabios de hoy en da que, de
todos los que hacen regalos, ellos fueron los ms sabios. De todos los que
dan y reciben regalos, los ms sabios son los seres como Jim y Delia. Ellos
son los verdaderos Reyes Magos.

Dieta de amor, de Horacio Quiroga


Ayer de maana tropec en la calle con una muchacha delgada, de
vestido un poco ms largo que lo regular, y bastante mona, a lo que me
pareci. Me volv a mirarla y la segu con los ojos hasta que dobl la
esquina, tan poco preocupada ella por mi plantn como pudiera haberlo
estado mi propia madre. Esto es frecuente.
Tena, sin embargo, aquella figurita delgada un tal aire de modesta
prisa en pasar inadvertida, un tan franco desinters respecto de un
badulaque cualquiera que con la cara dada vuelta est esperando que ella
se vuelva a su vez, tan cabal indiferencia, en suma, que me encant, bien
que yo fuera el badulaque que la segua en aquel momento.
Aunque yo tena qu hacer, la segu y me detuve en la misma
esquina. A la mitad de la cuadra ella cruz y entr en un zagun de casa
de altos.
La muchacha tena un traje oscuro y muy tensas las medias. Ahora
bien, deseo que me digan si hay una cosa en que se pierda mejor el tiempo
que en seguir con la imaginacin el cuerpo de una chica muy bien calzada
que va trepando una escalera. No s si ella contaba los escalones; pero
jurara que no me equivoqu en un solo nmero y que llegamos juntos a
un tiempo al vestbulo.
Dej de verla, pues. Pero yo quera deducir la condicin de la chica
del aspecto de la casa, y segu adelante, por la vereda opuesta.
Pues bien, en la pared de la misma casa, y en una gran chapa de
bronce, le:
DOCTOR SWINDENBORG
FSICO DIETTICO
Fsico diettico! Est bien. Era lo menos que me poda pasar esa
maana. Seguir a una mona chica de traje azul marino, efectuar a su lado
una ideal ascensin de escalera, para concluir...
Fsico diettico...! Ah, no! No era se mi lugar, por cierto! Diettico!
Qu diablos tena yo que hacer con una muchacha anmica, hija o
pensionista de un fsico diettico? A quin se le puede ocurrir hilvanar,

como una sbana, estos dos trminos disparatados: amor y dieta? No era
todo eso una promesa de dicha, por cierto. Diettico...! No, por Dios! Si
algo debe comer, y comer bien, es el amor. Amor y dieta... No, con mil
diablos!
Esto era ayer de maana. Hoy las cosas han cambiado. La he vuelto
a encontrar, en la misma calle, y sea por la belleza del da o por haber
adivinado en mis ojos quin sabe qu religiosa vocacin diettica, lo cierto
es que me ha mirado.
"Hoy la he visto... la he visto... y me ha mirado..."
Ah, no! Confieso que no pensaba precisamente en el final de la
estrofa. Lo que yo pensaba era esto: cul debe ser la tortura de un grande
y noble amor, constantemente sometido a los xtasis de una inefable
dieta...
Pero que me ha mirado, esto no tiene duda. La segu, como el da
anterior; y como el da anterior, mientras con una idiota sonrisa iba
soando tras los zapatos de charol, tropec con la placa de bronce:
DOCTOR SWINDENBORG
FSICO DIETTICO
Ah! Es decir, que nada de lo que yo iba soando podra ser verdad?
;Era posible que tras los aterciopelados ojos de mi muchacha no hubiera
sino una celestial promesa de amor diettico?
Debo creerlo as, sin duda, porque hoy, hace apenas una hora, ella
acaba de mirarme en la misma calle y en la misma cuadra; y he ledo claro
en sus ojos el alborozo de haber visto subir lmpido a mis ojos un fraternal
amor diettico...
Han pasado cuarenta das. No s ya qu decir, a no ser que estoy
muriendo de amor a los pies de mi chica de traje oscuro... Y si no a sus
pies, por lo menos a su lado, porque soy su novio y voy a su casa todos los
das.
Muriendo de amor... Y s, muriendo de amor, porque no tiene otro
nombre esta exhausta adoracin sin sangre. La memoria me falta a veces;
pero me acuerdo muy bien de la noche que llegu a pedirla.

Haba tres personas en el comedor -porque me recibieron en el comedor-:


el padre, una ta y ella. El comedor era muy grande, muy mal alumbrado y
muy fro. El doctor Swindenborg me oy de pie, mirndome sin decir una
palabra. La ta me miraba tambin, pero desconfiada. Ella, mi Nora, estaba
sentada a la mesa y no se levant.
Yo dije todo lo que tena que decir, y me qued mirando tambin. En
aquella casa poda haber de todo; pero lo que es apuro, no. Pas un
momento an, y el padre me miraba siempre. Tena un inmenso sobretodo
peludo, y las manos en los bolsillos. Llevaba un grueso pauelo al cuello y
una barba muy grande.
-Usted est bien seguro de amar a la muchacha?

me dijo, al fin.

Oh, lo que es eso!-le respond.


No contest nada, pero me sigui mirando.
-Usted come mucho? -me pregunt. Regular -le respond, tratando
de sonrerme.
La ta abri entonces la boca y me seal con el dedo como quien
seala un cuadro:
-El seor debe comer mucho... -dijo. El padre volvi la cabeza a ella:
-No importa -objet-. No podramos poner trabas en su va... Y
volvindose esta vez a su hija, sin quitar las manos de los bolsillos:
-Este seor te quiere hacer el amor le dijo-. T quieres?
Ella levant los ojos tranquila y sonri:
-Yo, s -repuso.
-Y bien -me dijo entonces el doctor, empujndome del hombro -Usted
es ya de la casa; sintese y coma con nosotros.
Me sent enfrente de ella y cenamos. Lo que com esa noche, no s,
porque estaba loco de contento con el amor de mi Nora. Pero s muy bien
lo que hemos comido despus, maana y noche, porque almuerzo y ceno
con ellos todos los das.
Cualquiera sabe el gusto agradable que tiene el t, y esto no es un
misterio para nadie. Las sopas claras son tambin tnicas y predisponen a
la afabilidad.
Y bien: maana a maana, noche a noche, hemos tomado sopas
ligeras y una liviana taza de t. El caldo es la comida, y el t es el postre;
nada ms.

Durante una semana entera no puedo decir que haya sido feliz. Hay
en el fondo de todos nosotros un instinto de rebelin bestial que muy
difcilmente es vencido. A las tres de la tarde comenzaba la lucha; y ese
rencor del estmago dirigindose a s mismo de hambre; esa constante
protesta de la sangre convertida a su vez en una sopa fra y clara, son
cosas stas que no se las deseo a ninguna persona, aunque est
enamorada.
Una semana entera la bestia originaria pugn por clavar los dientes.
Hoy estoy tranquilo. Mi corazn tiene cuarenta pulsaciones en vez de
sesenta. No s ya lo que es tumulto ni violencia, y me cuesta trabajo
pensar que los bellos ojos de una muchacha evoquen otra cosa que una
inefable y helada dicha sobre el humo de dos tazas de t.
De maana no tomo nada, por paternal consejo del doctor. A
medioda tomamos caldo y t, y de noche caldo y t. Mi amor, purificado de
este modo, adquiere da a da una transparencia que slo las personas que
vuelven en s despus de una honda hemorragia pueden comprender.
Nuevos das han pasado. Las filosofas tienen cosas regulares y a
veces algunas cosas malas. Pero la del doctor Swindenborg -con su
sobretodo peludo y el pauelo al cuello- est impregnada de la ms alta
idealidad. De todo cuanto he sido en la calle, no queda rastro alguno. Lo
nico que vive en m, fuera de mi inmensa debilidad, es mi amor. Y no
puedo menos de admirar la elevacin de alma del doctor, cuando sigue con
ojos de orgullo mi vacilante paso para acercarme a su hija.
Alguna vez, al principio, trat de tomar la mano de mi Nora, y ella lo
consinti por no disgustarme. El doctor lo vio y me mir con paternal
ternura. Pero esa noche, en vez de hacerlo a las ocho, cenamos a las once.
Tomamos solamente una taza de t.
No s, sin embargo, qu primavera mortuoria haba aspirado yo esa
tarde en la calle. Despus de cenar quise repetir la aventura, y slo tuve
fuerzas para levantar la mano y dejarla caer inerte sobre la mesa,
sonriendo de debilidad como una criatura.
El doctor haba dominado la ltima sacudida de la fiera.
Nada ms desde entonces. En todo el da, en toda la casa, no somos
sino dos sonmbulos de amor. No tengo fuerzas ms que para sentarme a

su lado, y as pasamos las horas, helados de extraterrestre felicidad, con la


sonrisa fija en las paredes.
Uno de estos das me van a encontrar muerto, estoy seguro. No hago
la menor recriminacin al doctor Swindenborg, pues si mi cuerpo no ha
podido resistir a esa fcil prueba, mi amor, en cambio, ha apreciado
cunto de desdeable ilusin va ascendiendo con el cuerpo de una chica
de oscuro que trepa una escalera. No se culpe, pues, a nadie de mi muerte.
Pero a aquellos que por casualidad me oyeran, quiero darles este consejo
de un hombre que fue un da como ellos:
Nunca, jams, en el ms remoto de los jamases, pongan los ojos en
una muchacha que tiene mucho o poco que ver con un fsico diettico.
Y he aqu por qu:
La religin del doctor Swindenborg -la de ms alta idealidad que yo
haya conocido, y de ello me vanaglorio al morir por ella- no tiene sino una
falla, y es sta: haber unido en un abrazo de solidaridad al Amor y la
Dieta. Conozco muchas religiones que rechazan el mundo, la carne y el
amor. Y algunas de ellas son notables. Pero admitir el amor, y darle por
nico alimento la dieta, es cosa que no se le ha ocurrido a nadie. Esto es lo
que yo considero una falla del sistema; y acaso por el comedor del doctor
vaguen de noche cuatro o cinco desfallecidos fantasmas de amor,
anteriores a m.
Que los que lleguen a leerme huyan, pues, de toda muchacha mona
cuya intencin manifiesta sea entrar en una casa que ostenta una gran
chapa de bronce. Puede hallarse all un gran amor, pero puede haber
tambin muchas tazas de t.
Y yo s lo que es esto.

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