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Conspiración Octopus

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CONSPIRACIÓN OCTOPUS

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CONSPIRACIÓN OCTOPUS

Daniel Estulin

Traducción de Joan Soler Chic

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Barcelona • Bogotá • Buenos Aires • Caracas • Madrid • México D.F. • Montevideo • Quito • Santiago de Chile

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La mayor parte de lo que están a punto de leer existe y es real
en un universo paralelo de humo y espejos. Este mundo, desco-
nocido para la mayoría, es un lugar donde los gobiernos, los ser-
vicios de inteligencia y las sociedades secretas luchan por hacerse
con el control.
En este libro leerán sobre operaciones trascendentales e in-
concebibles. A la mayoría de la gente le gustaría atribuirlas a la
mente imaginativa de un escritor de ficción. Nada más lejos de
la verdad. PROMIS es real. Y no menos real e igual de aterrador
es el mundo de Lila Dorada. Las descripciones que aparecen en
esta novela sobre operaciones secretas extraoficiales son precisas
y están bien documentadas, gracias al acceso a decenas de miles
de fuentes originales y documentos nunca vistos hasta ahora,
guardados bajo llave y enterrados en archivos, tanto guberna-
mentales como particulares.

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Prefacio

Izvestia Russian Daily


Domingo, 24 de enero de 2010
PORTADA

Unidad secreta japonesa vinculada a crímenes


contra la humanidad durante la Segunda Guerra Mundial

Moscú, 24 de enero
Por uno de esos caprichos del destino, están saliendo a la luz
atrocidades incalificables cometidas durante la Segunda Guerra
Mundial por una unidad médica secreta de experimentación,
conocida como Unidad 731, del Ejército Imperial japonés en el
tristemente famoso campo de exterminio de Pingfan, Manchuria.
Desde 1936 hasta 1943, en la Unidad 731 fueron asesinados en-
tre 300.000 y 500.000 hombres, mujeres y niños. Las atrocidades
allí cometidas fueron peores que las de los campos nazis. El su-
frimiento duró mucho más..., y no sobrevivió ni un solo prisio-
nero.
Durante más de sesenta y cinco años, las macabras actividades
de guerra biológica de la Unidad 731 de Japón fueron el secreto
más horrible y duradero de la Segunda Guerra Mundial. Duran-
te más de sesenta y cinco años los gobiernos estadounidense,
británico y japonés negaron una y otra vez que esos hechos se

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hubieran producido. Hasta que, de pronto, intervino el destino
y la historia empezó a reescribirse a sí misma palabra por pala-
bra. Y un ser humano sufriente tras otro fueron abriéndole paso
a la verdad.
El distrito de Kanda, en la periferia de Tokio, es la meca de
las librerías de segunda mano. Comparables con las de Charing
Cross Road en Londres, son frecuentadas por universitarios en
busca de ocasiones. En 1984, un estudiante que miraba en una
caja de viejos documentos desechados pertenecientes a un anti-
guo oficial del ejército, descubrió el asombroso secreto de la
Unidad 731. Los documentos revelaban detallados informes
médicos sobre individuos que padecían tétanos, desde el inicio
de la enfermedad hasta el espantoso final. Sólo había una expli-
cación, pensó el estudiante: experimentos con seres humanos.
Por casualidad se había descubierto el secreto mejor guardado de
la Segunda Guerra Mundial.
Pasarían otros doce años hasta que los primeros implicados,
hombres de cabello blanco y modales suaves, empezaran a po-
nerse en fila para contar sus historias antes de morir. No obstan-
te, el destino hizo acto de presencia en su forma más cruel. Uno
a uno, los testigos vivos de los experimentos de la Unidad 731
fueron muriendo, llevándose sus secretos a la tumba. Al parecer,
unos fallecieron por causas naturales y otros debido a acciden-
tes inexplicados. A principios de 2008 todos habían muerto
menos uno, Akira Shimada, un anciano frágil y viudo que vivía
cerca de Osaka, y que desde 1939 hasta 1943 estuvo destinado en
el Grupo Minato (investigaciones sobre disentería) de la Uni-
dad 731.
Los oficiales estadounidenses encargados de interrogar a
Akira Shimada después de la guerra le preguntaron por qué lo
hizo. «Era una orden del emperador, y el emperador era Dios.
No tuve elección. Si hubiese desobedecido, me habrían matado.»
Tras tomar debida nota de la respuesta, los interrogadores mili-
tares bajo el mando directo de la Junta de Jefes del Estado Mayor
clasificaron el informe como Doble Secreto. Los fiscales de los
juicios por crímenes de guerra en Tokio fueron advertidos.
A partir de entonces empezó el mayor encubrimiento de la gue-

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rra; se hizo correr una cortina de secretos no muy distinta del Te-
lón de Acero, y sin duda más duradera. Pasarían sesenta y tres
años antes de que la historia de Akira Shimada viera la luz.

China Evening Post


Miércoles, 10 de febrero de 2010
PORTADA

Descubiertos secretos enterrados


de la Segunda Guerra Mundial

Pekín, 10 de febrero
La guerra en el Pacífico está plagada de historias sobre la
crueldad de los japoneses contra ciudadanos chinos, así como
contra soldados británicos y estadounidenses, entre otros. Las
fuerzas imperiales japonesas no sólo utilizaron prisioneros de
guerra como esclavos para construir su ferrocarril en Birmania,
sino que realizaron con ellos terribles experimentos médicos en
el cuartel general de la hermética Unidad 731, centro para armas
de guerra biológicas y químicas de Japón. No obstante, mientras
eso se producía, otra fuerza japonesa aún más furtiva se dedicaba
a una labor tan secreta que pasaría a los anales de la historia
como uno de los relatos más explosivos de la Segunda Guerra
Mundial.
El proyecto llevaba el nombre de Lila Dorada y su cometido
era saquear metódicamente el sudeste asiático. ¿De cuántos teso-
ros estamos hablando? Nadie lo sabe con exactitud, pero al pa-
recer de China y el sudeste de Asia se rapiñaron cantidades tan
enormes que, una vez terminada la guerra, Occidente decidió
mantener dichas actividades en secreto.
Ahora, en su último libro, Lila Dorada, seguro que las reve-
laciones de la señora Lie D’an Luniset causarán un gran revuelo
en Londres, Washington y Tokio, y con toda probabilidad con-
tribuirán a que se interpongan demandas colectivas contra los
gobiernos japonés y estadounidense. Según el editor de la señora

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Luniset, el fantasmagórico tesoro está escondido en depósitos
situados en la espesa jungla de Irian Joya, en Indonesia, y alrede-
dor de Rizal, en las laderas de Sierra Madre, la cadena montañosa
más larga de Filipinas. Debido al intenso acoso de los medios, el
paradero de la señora Luniset será un secreto celosamente guar-
dado hasta la publicación de su obra, a principios de esta prima-
vera.

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Introducción

—Hoy el Banco Mundial ha dejado caer una bomba en


los mercados de inversiones de todo el mundo, al avisar de
que, pese al bombo publicitario de la recuperación en la que
Washington y Wall Street intentan hacernos creer, esta gran
crisis económica sólo está agravándose.
»Las palabras del Banco Mundial son sencillas y claras:
“La recesión global se ha agravado hasta alcanzar niveles ini-
maginables sólo seis meses atrás.” Según el Banco Mundial,
este año el Producto Interior Bruto de los países desarrollados
con mayores ingresos disminuirá un 14,2 %, y el comercio glo-
bal sufrirá un apabullante descenso del 39,7 %.
»En palabras del propio Banco Mundial, “el desempleo se
halla en su peor nivel de la historia, y el número total de per-
sonas que viven por debajo del umbral de la pobreza se incre-
mentará hasta alcanzar la cifra de casi tres mil millones”.
»Entretanto, destacadas voces del Congreso están pidien-
do con insistencia al recientemente elegido presidente de Es-
tados Unidos que suspenda temporalmente la Constitución
por la creciente inquietud que reina en el país debido a la gra-
vedad de la situación económica.
»Están escuchando WIBT 99.6 en su dial de FM.

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1

La noche se resistía a ceder terreno. Desde las doce, como si


llegaran puntualmente a una cita, los copos de nieve tapaban el
campo circundante. El lento amanecer del invierno se abría ca-
mino por un cielo cobrizo, mientras, en el asfalto, la primera luz
del día acariciaba una cinta azul que alguien había perdido. Las
sombras de los árboles escarchados caían sobre la blancura como
penachos azules.
Shawnsee, Oklahoma, era la típica ciudad del Medio Oeste,
un lugar abstracto que quizá no habría existido a no ser por una
tímida mención, unos cincuenta años antes, en una de las revis-
tas de viajes más populares de Estados Unidos.
Lo que entonces llevó a Shawnsee a algunos papamoscas fue
su arteria comercial de moteles recién construidos, con su neón
y su imaginería figurativa, y los drive-in de moda de la zona sur,
a lo largo de la vieja Carretera 90, denominada la Vieja Ruta Es-
pañola. Era cariñosamente atractiva, con un estilo un tanto
kitsch.
Pasó el tiempo, y la ciudad se fue haciendo más y más insus-
tancial. La arteria comercial carecía ahora de vida, pues las mo-
dernas autopistas habían crecido en detrimento de las viejas ca-
rreteras. Con el tiempo, Shawnsee se había convertido en una
especie en vías de extinción rápida: una destartalada gasolinera a
la que sólo se accedía por el extremo occidental; un puesto de
refrescos cuyo propietario se sentaba en una silla de plástico ple-

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gable, esperando a algún cliente y dando caladas a un cigarrillo.
Y por fin el motel Merry Kone, un mamotreto de dos plantas y
veintiocho habitaciones, con sus columnas de neón de los años
cincuenta sobresaliendo de un edificio central, un vestíbulo con
paneles de madera y un anticuado letrero de helados. Eso era
todo lo que quedaba de la otrora orgullosa pero poco conocida
Shawnsee.
La transformación antropomórfica de un cucurucho de hela-
do recubierto de neón es lo único que se recuerda del artículo de
la revista, de una época pasada y olvidada. Los «buenos tiempos»
sin el «buenos». Las habitaciones eran más o menos iguales que
las de cualquier otro motel del Medio Oeste americano. Hacía
varias décadas que la pintura negra se había desconchado siguien-
do patrones simétricos. Los raídos visillos tapaban las ventanas
empañadas; la inadvertida puerta principal nunca cerraba. Las
habitaciones eran de un marrón apagado, desgastado. De las al-
fombras emanaba un ligero olor a moho. Ni siquiera los produc-
tos de limpieza industriales podían borrar el tufo a deterioro.
Esa noche, un vigilante paticorto y regordete estaba sentado
en un taburete, apoyado en la pared. Tenía las manos ásperas, y
los dedos gruesos y sudorosos. A raíz de un forúnculo extirpa-
do unos años antes, presentaba una cicatriz en la mejilla izquier-
da. La cicatriz, así como su recortado bigote color miel, provo-
caba una especie de incomodidad moral a quien lo mirara. La
otra persona despierta era una asistenta que unos minutos antes
de las seis había fichado debidamente.
Para ella, eso significaba levantarse cada mañana a las cinco.
Una peineta se erguía como un ala en su ondulada cabellera gris.
Había envejecido con poca salud y ojeras. Tenía una frente ancha
y despejada, los ojos de color aguamarina y una boca grande y
roja con una pelusa negra sobre el labio.
Aquella noche nevosa y fatídica del 7 de febrero, en el motel
Merry Kone de Shawnsee, Oklahoma, había seis huéspedes. Una
pareja de edad avanzada camino de un entierro, un ruso naciona-
lizado estadounidense que decía continuamente «nein» en vez de
«no», un camionero de piernas largas y flacas, y un hombre
grandote y huesudo con papada y mucha grasa en el centro. Y en

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la habitación 206 un periodista desempleado de treinta y tantos
años: metro ochenta, el cuello esbelto, el pelo recortado, los ojos
de un azul translúcido, las orejas algo prominentes. Lo que la
mayoría de la gente recordaba de ese hombre era su mirada tur-
badora y penetrante. El resto de sus datos biográficos se halla-
rían en el bolsillo interior con cremallera de su elegante pero
gastado abrigo.

Dormir... dormir profundamente. En la habitación 206 un


hombre dormía agitado. La intensidad y el colorido de sus sue-
ños aumentaban incluso cuando ya se acercaba la vigilia. «Un
poco más», pensó. Se volvió y metió la mano debajo de la sába-
na, escuchando los relajantes sonidos del agua a lo lejos. «Exce-
lente», se dijo a sí mismo. En la penumbra, una hermosa luz co-
lor mandarina había llenado las esferas de vidrio de un enorme
reloj de arena. Se abrió una fachada naranja aterciopelada con
una pequeña puerta y una señal blanca, invitándolo a entrar.
Entornó los ojos para ver la placa de latón. Nada. De repente
notó que su cuerpo era invadido por una creciente ligereza. Otra
imagen: 1974. Saltó un charco, un escarabajo coprófago se había
pegado a una rama..., y él corría por el campo, solo, bajo las es-
pléndidas nubes. ¡Ay! Se pinchó el dedo gordo del pie. «Esto
duele. Solo no... Con Simone.» Ella le coge la mano, el viento
desbaratando sus trenzas. «No, no, ya me despierto.» Dormir, al
fin, con un sueño profundo y desinhibido. «Todo va bien. Duer-
me, Danny, duerme.»
Estaba tan adormilado que no respondió enseguida cuando
una aguja hipodérmica se insertó bajo una uña de su pie izquier-
do. Aún nevaba un poco, pero, con la escurridiza imprevisibili-
dad de un ángel, la nieve cambiaba una y otra vez de dirección.
«Bueno, bueno, se ha acabado», dijo Simone en voz baja mien-
tras los dos salían de una glorieta y saltaban sobre un pozo y el
arco iris. «¡Danny, Danny!» Él dio otro paso..., y todo terminó.
Estaba muerto.

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El teléfono sonó una sola vez. El director adjunto de la CIA
miró la pantallita y levantó el auricular con su manaza, pero per-
maneció en silencio.
—Ya está —susurró el hombre, apoyado contra la pared y
repitiendo las palabras que había pronunciado docenas de veces
a lo largo de los últimos años.
—Bien —susurró el hombre de la CIA. Se hallaba en el cen-
tro de la estancia, donde la única fuente de luz eran los fríos ra-
yos que proyectaba la luna desde el cielo nocturno.
—¿Tiene...?
—Lo tengo. —El asesino apretó el asa de una gastada male-
ta, que colocó delante de él.
—Llamaré al jefe enseguida. El resto del dinero le será trans-
ferido por la mañana.
—Merci.

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2

No cabía duda al respecto. El hombre sentado en una roca,


acurrucado en un estrecho agujero, observaba un convoy de tres
vehículos avanzar lentamente por un terreno árido. Tenía ganas
de pelea. Control. Lo percibía, lo sentía, lo saboreaba. Lo tenía
en las puntas de los dedos. Poder absoluto. Resultaba extraño
que algo que él buscaba desde hacía tanto tiempo estuviera tan a
menudo conectado con la rutina. Sí, había trabajado por ello, con
diligencia. Soberanía. Soltó un gruñido. Vaya estupidez...
Prefería ir despacio, desmenuzar los trozos poco a poco, evi-
tando cambios repentinos del poder nacional al federal. Y ¿por
qué no regresar al período anterior a Hobbes? La Edad Media
tenía mucha más humanidad, y una diversidad de identidades
que en la actualidad podría constituir un modelo. La Edad Me-
dia es hermosa. Poderes sin territorios, sin soberanía. El totalita-
rismo no existirá. La democracia no necesita ninguna clase de
soberanía. Necesita un mundo de regiones y ciudades, sin esta-
dos-nación soberanos que defiendan el bienestar general. Más
bien una estructura imperial, una nueva Edad Media con una
esperanza de vida, una pobreza y una población acordes.
Los vehículos eran tres camiones con matrícula de Califor-
nia, indistinguibles de cualquier otro que pasara un día cualquie-
ra por la zona. Poco a poco, el Hombre Poderoso se concentró
en el camión que iba delante. Intrincadas interdependencias hu-
manas. Poder y riqueza. Un antídoto perfecto para seleccionar
los montones de mentes inexpertas influenciadas por necesidades

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elementales. El colapso financiero mundial destruirá la riqueza,
acabará con el nivel de vida de todos y deshumanizará a la pobla-
ción, convirtiéndola en un rebaño de ovejas todavía más asusta-
das que ahora.
El hombre se puso de pie en la roca.

Permaneció un instante inmóvil bajo los silenciosos tilos. La


integración del mundo debe ser el objetivo primordial de cual-
quier cultura progresista, y donde los gobiernos han fallado, los
industriales triunfarán. Debemos tener una aristocracia selectiva,
no de privilegios, sino de entendimiento y propósito. De lo con-
trario, la humanidad fracasará. «La codicia es buena», dijo en voz
alta mientras entraba en el campo visual de los faros y se dirigía
al convoy.
—Esta noche va a reunirse con uno de nuestros hombres en
Shawnsee.
—Estará contento, Jefe.
—Un día este joven morirá. Cáncer, un ataque cardíaco, leu-
cemia, Parkinson, vete a saber. —El hombre al que llamaban Jefe
hizo una pausa—. Sólo queremos realizar un pedido urgente
ante esa deseable eventualidad.
El timbrazo de un teléfono interrumpió la conversación.
El Jefe buscó en el bolsillo y sacó un móvil.
—¿Sí? —Su voz sonaba brusca y áspera.
—Ya está —contestó, todavía oculto, el hombre de la CIA.
Se llamaba Henry Stilton, director adjunto de la Agencia Central
de Inteligencia. Era alto, desgarbado, e iba impecablemente ves-
tido. En su rostro anodino destacaban una barbilla hendida y
unas cejas pobladas.
—Bien —dijo el Jefe, mirando de soslayo a su izquierda. En-
tornó los ojos mientras rememoraba recuerdos invisibles.
—Esto significa, literalmente, que se ha llevado los códigos a
la tumba. —Echó whisky en un vaso.
El hombre al que llamaban Jefe se volvió.
—Sin ese dinero el gobierno no tendrá más remedio que de-
valuar el dólar para evitar el desastre inmediato. —Entornó los

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ojos, irritados por el humo del tubo de escape—. Un colapso del
valor del dólar causaría, en el planeta entero, una implosión si-
multánea de las economías nacionales.
—Estamos un paso más cerca. Un nuevo sistema monetario
mundial. —El hombre de la CIA eructó ligeramente mientras
sacudía la cabeza—. Los que dirigen los mercados monetarios
controlan el mundo.
—Un nuevo orden mundial. Nos hallamos al borde de una
nueva edad de las tinieblas global, que durará generaciones. Al
final, sólo sobrevivirá una minoría relativamente pequeña de la
población del planeta.
—Quizá lo estemos celebrando demasiado pronto. ¿No es
posible que el gobierno tenga otras opciones? —preguntó el di-
rector adjunto de la CIA, que hacía girar el vaso en la mano
como si fuese algo que él mismo había fabricado y de lo que se
estuviera despidiendo.
—Lo que se ha propuesto casi equivale a tomar cianuro
como remedio para el mal aliento —contestó el Jefe—. El género
humano es la influencia más poderosa para las formas delibera-
das de cambio progresista a estados superiores. Por eso se debe
asfixiar a los primates superiores.
—Hundiendo los mercados mundiales —señaló el hombre
de la CIA, que sonrió tranquilamente aunque estaba inquieto.
—El dinero no tiene valor económico intrínseco. Es un me-
dio para alcanzar un fin deseado.
—Ya sabe lo que dicen, ignorancia no es lo mismo que ino-
cencia —comentó Stilton, y soltó un suspiro.
—Hummm, llame a Lovett y manténgame informado. —El
Jefe colgó el teléfono—. Vamos.
—Sí, Jefe.
Se abrió la portezuela del conductor; el hombre subió y en-
cendió las luces. Menos de diez segundos después, los vehículos
habían desaparecido.

Reed introdujo en su boca el último y suculento bocado de


pan negro con una montaña de salsa de arándanos, tomó una

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última copita de champán y ocupó su sitio tras una mesa ovala-
da de caoba hecha a mano. Era el guardián de la cripta. Un nú-
mero de cuenta. No, el número de cuenta. Era responsabilidad
suya. Más que el dinero en sí, lo que lo excitaba era el impropio
número de ceros que había detrás de la primera cifra. Concentra-
ba la atención en ellos. Ah, la emoción del descubrimiento, la
exaltación de la riqueza, el conocimiento del poder...
Reed sentía que el dolor le abrasaba los ojos y las sienes y se
desbocaba hacia abajo, hasta clavársele en el pecho. Tenía la mi-
rada fija en la pantalla. El estruendo procedía de su interior, pero
al principio había sonado más bien apagado. Cerró los párpados
con fuerza, contó hasta cinco, hasta diez, y luego los abrió, ple-
namente consciente del súbito temblor que lo inmovilizaba por
momentos. 0.000000000. Cero. Cero dividido por cero, más
cero, multiplicado por cero. De repente, Reed fue presa de con-
vulsiones borborígmicas. Un segundo destello confirmó que
algo desafinaba.
Y ahora, mientras miraba boquiabierto la enorme pantalla de
su ordenador y trataba de comprender, intentó procesar el hecho
de que una suma de dinero muy elevada... no, muy, muy eleva-
da... no, fantasmagórica, había desaparecido de su ordenador.
Clavó de nuevo la mirada en la pantalla, empotró la silla contra
la mesa de caoba, se frotó los ojos, sacudió la cabeza, pulsó va-
rias veces la tecla de retorno, hizo una pausa, la pulsó unas cuantas
veces más. Por fin, decidió apagar el ordenador y volver a encen-
derlo. «No puede ser», murmuraba a través de los dientes apre-
tados. El vértigo que sentía junto a aquel abismo lo empujó ha-
cia delante. Como en estado de trance, tecleó la jota mayúscula,
luego la i griega minúscula y los números 5, 7 y 2, asterisco, 4, el
símbolo del dólar y finalmente el signo de interrogación. Con-
traseña aceptada. Su cuenta bancaria estaba a cero. Tiene usted
cero dólares en su cuenta. Reed se limpió el sudor de la frente, se
secó las manos en los pantalones, cogió el teclado con ambas
manos. Tenía que recuperar la cordura concentrándose en cosas
pequeñas. Verificar la cuenta. «Quizás el número de cuenta esté
equivocado. Eres presidente de Citibank. Conoces miles de nú-
meros de cuentas.»

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Reed buscó en el cajón superior y sacó una gruesa libreta con
tapas de cuero negras. La abrió por la página 47, dolorosamen-
te consciente de las gotas de sudor que corrían... no, que mana-
ban por la parte posterior de su cuello. «Empieza otra vez. Cero.
Tienes cero dólares en tu cuenta corriente.»
Era una noche fría y lluviosa de febrero y el viento se colaba
por la ventana entreabierta. «Tranquilízate. Esto tiene una expli-
cación lógica. Tranquilízate, he dicho. Sí, sí, me tranquilizo.
Debo tranquilizarme.» Se lavó la cara, se cambió de ropa, se sir-
vió otra copa y volvió a empezar.
«Cero. Tienes cero dólares en tu cuenta corriente.» Temblan-
do de arriba abajo, se apartó de la mesa, se puso de pie y echó a
andar por el pasillo hasta la puerta principal. Cero. Cero. Cero.
Cero. Cero. Cero. Cero. Cada cero proyectaba una sombra fa-
tal sobre sus sentidos.
«Cero», murmuró Reed cuando llegó al final del pasillo.
«Cero», repitió mientras salía al exterior. Era consciente de que
le temblaban las manos. Se detuvo un momento y respiró hondo,
sujetándose la manga derecha con la mano izquierda.
«Ordenador averiado. Vete a la cama. Mira, es imposible. Se
trata de un sistema blindado. Quién iba a atreverse... Soy John
Reed... en caso de que ya no sea lo bastante lúcido para recordar
quién es John Reed, era... no, es y será. Vaya estupidez.»
Con un gesto muy suyo, Reed sacudió la cabeza con vehe-
mencia. De pronto, una leve sonrisa brilló en su boca.
«Ordenador averiado. Ordenador averiado. Ordenador ave-
riado...», mientras llegaba al pie de las escaleras.
Entonces sonó el teléfono. Reed levantó el auricular con des-
gana.
—¿Sí? —Su voz sonaba como si flotase en medio de un sue-
ño angustioso.
Tras un breve silencio, alguien dijo:
—Perdone, señor. Ciertos caballeros desean que acuda en
persona, y cuanto antes, al lugar habitual.
Se oyó un clic y se cortó la comunicación.

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Teresa, un valle rodeado por montañas ricas en mármol, es
una de las zonas menos interesantes de Rizal, en las laderas de
Sierra Madre, la cordillera más larga de Filipinas. De hecho, po-
dría no haber existido si no fuera por el arroz que se cultiva en
terrazas desde hace siglos, en medio de los llanos del oeste y las
onduladas colinas y escarpadas crestas del este.
John Reed, presidente de Citibank, conocía bien el terreno.
Estuvo ahí, sesenta años atrás, a las órdenes del general MacAr-
thur. Lo vio de primera mano. Área de operaciones: el Pacífico.
Poco después de la guerra formó parte de una expedición secreta
encargada de encontrar el tesoro y traerlo a casa. Los condujeron
con los ojos vendados hasta una zona próxima al lago Caliraya,
en Lumban, Filipinas. Les ordenaron cavar sin preguntar por
qué ni para qué. Trabajaban de noche. Se avanzaba a duras penas.
Todos los túneles estaban llenos de trampas y callejones sin sali-
da que dificultaban y retrasaban la excavación. Su equipo de
búsqueda había tardado ocho meses en encontrar la primera cá-
mara del tesoro, situada a sesenta metros bajo tierra. Los japone-
ses lo habían enterrado y habían dejado señales extrañas en las
rocas, a fin de ocultar la verdadera ubicación del botín.
«Sesenta años atrás.»
Abrió la puerta, salió a la galería y se quedó mirando el co-
lorido collage que veía desde el magnífico ático que daba al río
Hudson, en pleno centro de Nueva York. Y lo que contempló
ese día le pareció una estampa de colores exquisitos, una be-
névola definición de realismo enjaulado, como metáfora de la
forma artística y, al mismo tiempo, del destino humano. Su des-
tino.
«Ojalá supieran...»
Sólo unos cuantos privilegiados sabían que Teresa formaba
parte de la mayor conspiración de la historia de la humanidad,
una leyenda susurrada entre quienes conocían el alucinante teso-
ro que fue robado y escondido por el Ejército Imperial japonés
en retirada durante los días más duros de la Segunda Guerra
Mundial.
«Un millón trescientas mil toneladas métricas de oro.»
Se sirvió una copa.

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«El equivalente a seis coma cuatro trillones de dólares. ¿Hay
alguien capaz de concebir una cifra tan extravagante?»
La cantidad de oro era diez veces superior a las cifras de las
reservas oficiales de todo el mundo proporcionadas por el Banco
Mundial. El hecho de que existiese tal cantidad de oro fuera de
los circuitos oficiales resultaba increíble, pensó John Reed. Que
un puñado de gobiernos lo bastante afortunados para saber la
verdad hubiera guardado el secreto, era algo extraordinario.
«Seis coma cuatro trillones de dólares escondidos en los agu-
jeros más profundos de las junglas de Sierra Madre», murmuró
para sí, convirtiendo en palabras sus pensamientos.
Reflexionó sobre el hecho de que el oro, al igual que ocurre
con los diamantes, es mucho más común en la naturaleza de lo
que la gente cree. Si alguna vez llegaba a conocerse la verdad,
ésta destruiría la economía mundial, porque la mayoría de los
países todavía utilizaban el patrón oro como respaldo de su
moneda.
Se le ocurrió pensar que la naturaleza es bella pero no tiene
nada de coherente. Ojalá pudiera hacer retroceder el tiempo.
¿Por qué es tan escurridizo? El futuro no viene después del pre-
sente en línea recta desde el pasado, ni tampoco el presente es
una línea recta. El futuro es imaginario y siempre puede ser anu-
lado.
«Sobre todo si deciden matarme.»
Una parte del oro de Filipinas, el equivalente a unos cuantos
billones de dólares, fue embarcado a Génova a bordo del porta-
aviones President Eisenhower, y después trasladado a diversos
bancos de Suiza en un convoy fuertemente protegido.
El resto... un secreto envuelto en misterio, guardado tras mil
cerraduras de criptonita desde principios de la década de 1960,
custodiado por cincuenta y cuatro fideicomisarios, en depósitos
de Teresa y en las montañas selváticas de Irian Joya, Indonesia.
Los fideicomisarios trabajaban de manera independiente, sin
conocerse unos a otros. Pero estaban coordinados por una serie
de directores del complejo industrial-militar, quienes a su vez
eran controlados por su superior jerárquico. Y por encima de
ellos, en el vértice de la pirámide, Octopus: menos de una docena

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de miembros, estrechamente unidos y financieramente entrela-
zados. Los controladores de la riqueza del planeta, hombres
cuyo poder hacía girar el mundo.
Reed tragó saliva y puso mala cara. Durante varios segundos
siguió mirando al frente. El gobierno utilizaba el oro oculto en
Suiza como garantía monetaria de un programa comercial extrao-
ficial con derecho ilimitado de giro sobre los depósitos. El dine-
ro, poco más de doscientos veinte billones de dólares, estaba
depositado en treinta cuentas de Citibank. Su banco. Otra pau-
sa. Se le crispó el rostro. De todos modos, el gobierno no era la
única entidad con acceso a ese dinero.
Mediante cuentas espejo al margen de los libros, Octopus
también sabía sacar provecho del dinero del gobierno, utilizán-
dolo para acaparar los mercados mundiales mediante fusiones y
adquisiciones, con tapaderas y manipulando precios. Los pensa-
mientos de Reed eran como piedras que caían en agua estancada.
El gobierno... y... Octopus. Intereses entrelazados, objetivos
diametralmente opuestos. Bien, alguien había robado el dinero,
y el mundo podía sufrir una desintegración financiera. Reed es-
taba citado a declarar, y Octopus quería respuestas... que él no
tenía. El mensajero había sido muy correcto, pero en su voz ha-
bía algo inexplicablemente violento. Algo que hizo a Reed desear
que fuese otro quien tuviera que enfrentarse a ellos.

—Personalmente, me sorprende que pase algo así estando JR


de guardia —soltó con un bufido un individuo situado justo a la
izquierda del hombre al que llamaban JR. Henry Stilton era di-
rector adjunto de la CIA. JR era, en efecto, John Reed, presiden-
te de Citibank—. A estas alturas, ni siquiera podemos empezar
a calibrar las consecuencias.
Stilton contaba sesenta y pocos años y había sobrevivido a
tres administraciones presidenciales. Sacudió la ceniza de su puro
cubano y miró desafiante a los presentes, como si esperase que al
menos uno lo contradijera.
Además de Stilton y JR, había otras dos personas sentadas a
una mesa de reuniones de caoba en forma de U, en una estancia

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especialmente insonorizada cuya intimidad estaba garantizada
por un blindaje de Faraday e interceptores de radiofrecuencia de
banda ancha.
—Henry, no insinuarás que en nuestras medidas de seguri-
dad hay deficiencias o falta de supervisión. ¿Verdad? —John
Reed tenía una voz de barítono profunda y melosa, acentuada
por años de tabaco y bebida.
«Bud», para sus amigos, era un conservador reaganiano de
setenta y cinco años, con lo que superaba en edad a todos los
presentes. En los pasillos del poder se decía que, si antes era más
fácil ver a un presidente de Estados Unidos que a Bud Reed,
ahora era claramente distinto.
—Bueno, no sé, Bud. ¿Cómo lo llamarías tú? Tienes más
agujeros que un colador. No lo tomes como algo personal. Me
ciño a los hechos.
—Caballeros, melodramas aparte, estamos en un aprieto de
esos que pasan una vez en la vida y en el que, lamento decirlo,
ojalá yo nunca me hubiera visto implicado.
El hombre se quitó el abrigo cruzado de pelo de camello y lo
colgó pulcramente en el respaldo de su asiento. Hablaba con
suavidad, como si escuchase el sonido de su voz, acariciando
cada sílaba al deslizarse de su boca. Con cincuenta y tres años,
era el más joven del grupo, vicepresidente de Goldman Sachs y
presidente honorario del poderoso Grupo Bilderberger. No era
sobrino de nadie. Tampoco había estudiado en Yale. De hecho,
no había completado los estudios universitarios, pero tenía un
gran talento para las finanzas. Su nombre era James F. Taylor. La
«F» correspondía a Francis, el apellido de soltera de su madre.
Sabía de qué hablaba. Nadie en la mesa podía dudarlo.
Reed arrugó la nariz y parpadeó unas cuantas veces.
—El sistema es hermético —insistió.
—¿Ah, sí? —intervino un hombre calvo y fornido de Te-
jas—. Entonces, ¿dónde está el dinero?
Oficialmente, era un analista de alto rango del Departamento
de Estado. Extraoficialmente, ocupaba un puesto de responsabi-
lidad en la Unidad de Estabilización Política, una rama de los
servicios de inteligencia de Estados Unidos conocida como Ope-

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raciones Consulares. Su nombre era Robert Lovett. Lo descri-
bían como «arquitecto de la Guerra Fría» y había sido ejecuti-
vo de un viejo banco de Wall Street llamado Brown Brothers
Harriman.
—Es hermético, ¡creedme! —Dio un puñetazo sobre la mesa.
—Puedes repetirlo ad nauseam, Bud. Sólo falta que te quites
la ropa como en el sesenta y ocho para demostrar tu sinceridad...
—Dadme un tiempo y lo recuperaré. Lo juro.
—Mejor que así sea —replicó Taylor—. De lo contrario, la
desaparición del dinero provocará el hundimiento de la econo-
mía mundial.
—Yo haré...
—Bud, ese dinero es el mecanismo de control de los intere-
ses financieros de Octopus —lo interrumpió Stilton—. Es decir,
nuestros intereses privados, en caso de que no lo hayas enten-
dido.
—O sea, un instrumento de peso y una salvaguarda contra
las políticas económicas de los gobiernos soberanos —apuntó
Taylor.
—Bud, ¿cómo demonios se supone que vamos a construir un
imperio si no tenemos ni un centavo a nuestro nombre? —dijo
Lovett. Hizo una pausa y añadió—: En este momento somos un
imperio de víctimas. Señor, vaya mierda... —Se dio una palmada
en la rodilla—. A mí, por lo pronto, no me gusta ser víctima,
Bud. Así que sé bueno con nosotros y encuentra ese dinero.
—¿De cuánto estaríamos hablando? —inquirió Stilton, para
a continuación levantar una reluciente bota sobre el brazo del
sillón y apretar la boca.
—¿Una cifra aproximada? En torno a doscientos billones
—contestó Taylor.
Stilton se rascó las axilas, pensativo.
—No se preocupen, caballeros —dijo Reed—. En cuanto
averigüemos cómo lograron los autores anular los múltiples sis-
temas de seguridad y apoderarse de nuestros fondos, tendremos
una idea clara de dónde se encuentran. —Tragó saliva—. Apos-
taron fuerte y les dio resultado. En cualquier caso, el dinero no
es el factor determinante de la riqueza. Pero sí nuestro poder.

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—Bud, tu argumentación hueca es propia del positivismo
lógico, con una huella característica no de un pensador original
sino de un sicofante bizantino. —Taylor le apretó el brazo contra
su cuerpo—. Tienes una semana para encontrar el dinero.
Reed se liberó impulsivamente.
—Una semana.

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