Leoncio Prado
Leoncio Prado
Leoncio Prado
Muy cerca de él, el coolie los miraba con sus ojos orientales sin
decir una palabra. Había permanecido así, sin emitir un solo sonido
los dos días anteriores. En el desvarío del dolor, aterrado por la
premura con que se le anunciaba la muerte, volvía a la realidad
con el coolie curándole la herida sin otro remedio que un regador
de agua hervida y una infusión de hierbas silvestres, pero
conforme las horas pasaban era innegable que la infección ganaba
mayores espacios y lo pudría en vida. El coronel le rogó que se la
amputara de un solo machetazo para aliviarse el trajín del dolor,
pero el chino permaneció silente. Después lo amenazó y lo maldijo
y se lo ordenó con todas sus fuerzas, hasta que comprendió que su
mutis era una señal de auténtica piedad y nuevamente se
sumergió en las fiebres de la infección.
- Este pobre chino es tan bueno, que por más que he hecho, no ha
querido cortarme la pierna herida- le dijo a Fuenzalida.
- Teniente – lo llamó
- Diga coronel-
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Sobre Huamachuco, el aroma de la muerte se disipaba a ratos,
según las vacilaciones del viento que arrastraba el tufo de las piras
encendidas en la pampa, como la ceniza enceguecedora de los
volcanes despiertos. Un piquete de chilenos descansaba cerca de
la amplia plaza, cuando sintieron el murmullo de la caravana que
ingresaba con el herido. Los oficiales del regimiento reconocieron
en el acto al ilustre enemigo. Lo habían apreciado pocos días
antes, en el campo de batalla, distinguiéndose por su despliegue
de brío, a tal extremo, que no le disparaban por el espectáculo de
verlo recorrer la pampa con devoción y porque sabían que ni el
mejor tirador le acertaría. Era munición gastada en vano. Pero
también sabían de él por su fama de marino: algunos de sus
enemigos habían peleado junto a él en Abtao, contra los
españoles, cuando era un adolescente cuya fuerza de brazos
alcanzaba apenas para tejer los nudos y cargar los casquetes de
pólvora y se enteraron de su aura, cuando su fama trascendió el
Atlántico con una efervescencia que solamente tendrían muchos
más tarde los actores de cine. Junto a un puñado de independistas,
un revólver, machetes de cortar palos y una patente de corzo,
asaltaron un barco de insignias reales de España con un valor tal,
que sus palabras trascendieron el tiempo, los espacios y los
calendarios y lo elevaron de la categoría de persona, a la de
personaje.
- Apretaré el gatillo-
*****
El último sábado de su vida, el coronel Leoncio Prado Gutiérrez
supo que iba a ser ejecutado antes que se lo comunique, porque
nadie vino a cortarle la pierna herida. La sospecha sobre el destino
que le esperaba en las próximas horas lo hizo pensar en las
medidas de su herencia, de sus actitudes y saboreó los recuerdos
de sus padres, de sus compañeros de armas y añoró el hijo por
venir. La última embestida de la infección lo mantuvo en vigilia,
planeando sus propias exequias y lamentando el mal destino del
país, envuelto en una guerra que perdió antes de empezarse,
abandonado por sus políticos, destruido en sus entrañas. Recién
reparó que el dolor lo había acompañado siempre. Quizás desde el
día aquel que descubrió que tenía otros hermanos, quizás el día en
que vio morir a Grocio con los pulmones destruidos por la guerra,
quizás porque los Ugarteche nunca lo vieron a la altura de sus
hombros, quizás porque había nacido para pelear, lo que más
lamentaba en ese instante era no poder blandir un puñal y batirse
contra sus captores. Volvió a reparar en la mujer con la que había
compartido el calor de la campaña: estaba esperando un hijo suyo.
Le confortó la idea que al menos, mientras no ocurriera algún mal
reparo del albur general, dejaba la semilla de su amor en alguna
parte.
- Adiós compañeros-
Carlos E. Freyre
Lima, diciembre de 2010