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Seis Cuentos para Fumar

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Seis cuentos para fumar

Byron Quiñónez

“It´s not funny anymore


It´s the thing you hate the most”
Faith No More -Caffeine

Editorial X
Guatemala, 2001
ISBN: 99922-714-9-3
RUFUS JOHNSON BROWN
Una muy mala mañana, sin razón aparente, Rufus Johnson Brown despierta y se ve t
ransformado en una bestia semihumana, peluda e inidentificable. Sus ojos lo nota
n de inmediato pero su mente parece no asimilar la idea. Por un momento cree que
sigue dormido y que la pesadilla que le atormentó durante la noche sigue su cur
so. Se examina ambas manos con alarma: parecen las de un gorila, oscuras y cubie
rtas de pelo, pero con uñas enormes y puntiagudas.
Rufus Johnson Brown está a un paso de la histeria. De su garganta surge un gemid
o mezclado con náusea y se enrosca entre las sábanas, como si así pudiera borrar
su nuevo aspecto. En un acto reflejo intenta cubrirse la cara con ambas manos y
descubre que su nariz y boca en verdad se han fusionado y alargado en forma de
fauces.
(“¿Pero qué me pasó, qué, quÉÉ, QUÉÉÉ??!!”)
Vaya si no era una mala mañana.
Al sacar la cabeza de entre las cobijas la luz matutina cae de lleno en sus ojo
s. Los cierra y se da vuelta, gruñendo como un carnívoro irritado. Había tenido
malas noches, pero la anterior había sido realmente la peor de toda su vida. Al
apenas dormirse principiaron las pesadillas: interminables, repetitivas y agrava
das por el calor sofocante de la canícula. La transformación empezó a manifestar
se cuando la temperatura subió a niveles intolerables.
La cama se convirtió en un baño sauna, entre cuyas sábanas se retorcía Rufus Joh
nson Brown, desesperado y cubierto de sudor. Cuando sus fauces empezaron a crece
r, su dentadura fue desterrada sin miramientos por una tercera colección de piez
as, mucho más adecuadas para el desgarre y la trituración.
Escupió sangre con pedacitos de diente y tosió tanto que estuvo a punto de vomit
ar. Aunque volvió a escupir, el mal sabor de boca y el mareo no desaparecieron.
Se moría por un vaso de agua pero las piernas no le respondían y sentía náuseas.
Estaba, como él mismo solía decir, hecho mierda. ¿Cuándo en su vida no poder le
vantarse de la cama? Afortunadamente la metamorfosis no le había afectado la dig
estión, pues con aquella debilidad de piernas no hubiera podido levantarse al ba
ño.
Confirmada su indisposición, Rufus Johnson Brown desiste de levantarse y trata d
e ordenar el caos mental que le atormenta. Por supuesto, ir a trabajar en su act
ual estado quedaba fuera de cualquier posibilidad. ¿Cómo reaccionaría su secreta
ria, por ejemplo, si al entrar a la oficina se encontrara una bestia lupina ocup
ando el escritorio del señor gerente general Rufus Johnson Brown?
Ni pensarlo.
“¿Y AHORA QUÉ?”
“Ahoraquéahoraquéahoraqué....”
Se había convertido en un monstruo digno de cualquier película de terror. Aunque
en sus ratos de odio al prójimo le hubiera gustado poseer dicha facultad para a
sí destrozar, devorar y defecar a los destinatarios de su rencor, nunca lo hubie
ra creído posible.
Pues bien, finalmente le había sucedido —sin saber cómo— y el horror de la reali
dad borró cualquier aire de fantasía que hubiera podido tener al respecto.
Y claro, la siguiente expresión era inevitable: “No, no, esto no puede ser...”
Pero sí era, y con toda la crudeza del caso. Necesitó un gran esfuerzo para no g
ritar, para no dejar escapar los alaridos que le subían por la garganta. Ante to
do debía permanecer sereno. ¿Qué tal si todo aquello era una mala pasada de su m
ente? ¿Qué tal si un gracioso le había echado LSD a su jugo de naranja?
En ese momento suena el teléfono. Trata de levantarse a responder pero es inútil
. Además, tiene la lengua de trapo y no puede ni hablar. Seguro lo llaman de su
trabajo. Mala cosa vivir solo, sin nadie que pueda excusarlo.
Ni modo.
II
Han pasado ocho días y continúa encerrado. No ha vuelto a la normalidad y no deb
e dejar que nadie le mire así. Rufus Johnson Brown está enloqueciendo.
Los días, fugaces e intrascendentes, no son más que intermedios efímeros. Las no
ches, en cambio, son una pesadilla interminable porque sueña lo mismo una y otra
vez.
Sin interrupción.
Hasta la náusea.
Ad infinitum.
Sí, ha empezado el derrumbe definitivo de su cordura.
A estas alturas está realmente harto de las cuatro paredes que le rodean y la cl
austrofobia le ahoga. Tantos días de encierro son demasiados y el caldo de culti
vo de sus odios ha germinado. Es hora de cosechar.
Necesita salir. Aunque sea a matar a alguien. Lo malo es que su aspecto le delat
aría y desiste de salir, por lo menos mientras oscurece. En un arranque de ira,
toma un florero y lo estrella contra el espejo de la sala.
Hay calamidades personales que son claro ejemplo de la ley de causa y efecto, pe
ro en ocasiones surgen efectos sin causa, como en este caso.
¿Pero por qué a él? Aquella pregunta era lo que más le irritaba.
¿Por qué demonios le estaba sucediendo eso? De los millones de personas del mund
o, tenía que tocarle precisamente a él.
No le extraña, de todos modos.
Empieza a sentir odio.
Mucho.
La algarabía de las calles llega hasta su dormitorio, recordándole todo lo que é
l ya no es. Poco a poco, las risas de la gente se convierten en la cosa que más
odia.
La felicidad ajena le parece una burla a su desgracia. Claro, ellos no conocen l
os padecimientos de la transformación, el calor causado por el pelaje ni lo mole
sto de lidiar con pulgas y demás parásitos.
Lo peor de aquella situación es la incertidumbre: no saber si algún día volverá
a la normalidad o si está condenado a ser un monstruo para siempre.
Pero la decisión está hecha: esa noche saldrá a la calle, a desquitarse con el p
rimero que se cruce en su camino y calmar la necesidad más inmediata.
Después visitará viejos enemigos y les cobrará unas cuantas.
Durante años se vio forzado a convivir con imbéciles por pura necesidad. Hubiera
preferido estar solo, pero eso lo va a resolver hoy.
EN TUS OJOS
‘Verrà la morte e avrà i tuoi occhi’.
He visto el fuego del infierno en tus ojos mientras vienes descendiendo del ciel
o. Lo veo literalmente, como un reflejo en tu mirada abismal. Tus pupilas encier
ran un infierno real y tangible: vastas regiones incendiadas en cuyo centro se a
glomeran las almas de los pecadores, atormentadas por demonios semihumanos, semi
perros, coronados con dos o tres cuernos —enhiestos y enroscados— como de macho
cabrío. Demonios de piel oscura, malignos y seniles que gozan torturando a sus v
íctimas; mutilando, flagelando, estrangulando, sodomizando.
Infringiendo dolores interminables, eternos.
Algunos pecadores, devorados y medio digeridos en el vientre de engendros indesc
riptibles son vomitados, excretados o asfixiados. La muerte no aparece para aliv
iar sus dolores.
Ojos ensangrentados y dispersos por el suelo, gritos ahogados, lágrimas en llama
s...
Me voy internando en un bosque de árboles espantosos, siniestros, carbonizados,
de expresiones pavorosas. Mi horror no tiene límite al descubrir que los supuest
os árboles en realidad son seres humanos, petrificados e inmovilizados. Plantado
s en la tierra, sus manos convertidas en ramas secas, sus cuerpos cubiertos de p
lantas parásitas por fuera e infestados por gusanos y toda clase de alimañas por
dentro.
Se quejan sin voz y gritan en silencio. Piden ayuda sin emitir sonido...
Sí, he visto el fuego del infierno en tus pupilas. Cuando me asomo a la oscurida
d de tu mirada me siento acechado por cadáveres ambulantes, muertos vivientes qu
e se alimentarán de mi carne, al igual que los leprosos de tiempos bíblicos devo
raban a los suyos cuando morían...
Sí, he visto el fuego del infierno en la frialdad de tu expresión, en tus ojos n
egrísimos y sin pupilas que me clavan en mi sitio, célula por célula, petrificán
dome. Siento con nitidez cuando mi carne abandona su condición orgánica para con
vertirse en piedra: escucho la forma en que mis huesos crujen ante la presión de
mis músculos pétreos. Mi peso es multiplicado hasta lo increíble y la movilidad
de mis miembros ya no es más que un recuerdo inverosímil y remoto.
Inmóvil y aterrorizado, no puedo evitar la imagen de tu corona viviente...
Me doy cuenta de que no podré escapar de ti, que ante el embrujo de tu infernal
mirada me he convertido en una estatua de piedra, que las serpientes de tu cabez
a han inyectado su veneno imperecedero en mi conciencia.
Estoy destinado a una eternidad sin desviar mis ojos de tu imagen espantosa, de
tu piel brillante y escamosa, de tus ojos negros, de tu sonrisa maligna, de tus
garras, de tus serpientes...

PASEO
Como todas las noches, la necesidad y la costumbre la hicieron despertar. Y al i
gual que en otras ocasiones, abandonó el dormitorio completamente desnuda, atrav
esó la sala en penumbra rumbo a la puerta y la abrió en silencio.
El frío de la madrugada inundó la sala y endureció sus pezones. Afuera, la oscur
idad se extendía hasta más allá de donde llegaban sus ojos. Los dientes le tembl
aban, más por emoción que por frío.
De hecho, no había lluvia ni viento más fuertes que el ansia que le obligaba a
salir.
Cerró la puerta y salió al jardín casi flotando. Recorrió la veredita de adoquin
es y abrió la reja que daba a la calle.
La situación no era nueva para ella, por supuesto: era un hábito adquirido desde
la noche de su doceavo cumpleaños.
Admiró las nubes nocturnas como si las viera por primera vez y echó a andar haci
a el sur por la Simeón Cañas, avanzando en silencio por las calles oscuras y des
iertas.
Todo mundo estaba durmiendo menos ella.
La dureza del pavimento bajo sus pies le hizo recordar cuando era niña y soñaba
que vagaba, sola y perdida, por calles interminables y oscuras.
La situación presente se parecía a tales sueños pero la sensación era distinta:
de pequeña le asustaba, de grande le parecía fascinante.
Por momentos tenía que detenerse y jadear arrinconada contra el marco de alguna
puerta; esperaba a que el temblor de manos disminuyera y reanudaba su camino.
Cruzó la calle Martí, disfrutando la aspereza del asfalto bajo sus pies.
Iba por un costado del parque Morazán cuando escuchó un silbato de policía y se
detuvo en seco, sin voltear ni moverse.
El estruendo de sus latidos fue opacado por un segundo silbato, que sonó mucho m
ás cerca. Volteó por fin y no había nadie, lo que aprovechó para ocultarse junto
a un árbol y esperar.
El peligro de la situación le producía una euforia adictiva.
El silbato volvió a sonar, esta vez más lejano. Relajó los músculos pero su mano
derecha permaneció empuñada.
“Hijo-de-puta” murmuró con los dientes apretados. En un impulso, decidió que ese
policía no se le iba a escapar.
Dispuesta a alcanzarlo, echó a correr tan rápido como podía.
Segura de que así daría con él, cruzó varias calles, alcanzó la segunda avenid
a y enfiló hacia el norte. Tras varias cuadras de carrera se detuvo en la esquin
a de la octava calle, a sacudirse las plantas de los pies.
En la distancia sonaron tres disparos y un coro de perros insomnes empezó a ladr
ar al unísono.
Un auto que iba rumbo al Anillo Periférico pasó a pocos metros de ella. Pese a l
a proximidad, el conductor no advirtió su presencia y siguió de largo.
Ella le observó hasta que se perdió de vista. Cruzó entonces la calle y corrió s
orteando las irregularidades del pavimento.
Se detuvo en la esquina de la Sociedad Protectora del Niño, jadeante y furiosa p
orque le dolían los pies y no había encontrado al policía.
Con las manos apoyadas en las rodillas, consideró el rumbo a tomar; subió entonc
es por la novena calle, pasó por el Santuario de Guadalupe y aceleró el paso ant
e la clínica de Aprofam.
En la esquina de la Liga contra la Tuberculosis cruzó a la izquierda y enfiló po
r la Avenida Elena.
Silenciosa como fantasma de carne y hueso, pasó frente a una funeraria llena per
o nadie notó su presencia.
Dos niñas de la calle se cruzaron con ella junto al Hospital San Juan de Dios y
al verla sin una costura encima soltaron la risa.
—¿Estás loca o qué? ¡Si te miran así te van a violar! —dijo la más joven, que ap
arentaba unos doce años.
Sin dejar de reír, su compañera le dio un leve codazo.
—Dejála Patty, si a ella le gusta andar desnuda en la calle es su onda. ¿Verdad,
loca?
Ella no les negó ni confirmó nada. Siguió su camino mientras ellas se quedaban e
n la esquina, viéndola incrédulas mientras inhalaban sendos trapos con solvente.
Alcanzó la esquina opuesta y todavía escuchó uno que otro silbido burlón a sus e
spaldas. Pero no le importaba lo que pudieran pensar: tenía que llegar a su dest
ino y volver antes que amaneciera y las calles se llenaran de gente.
Dejó atrás el restaurante chino de la esquina y evitó un montón de cajas vacías
frente a la Despensa Familiar.
A dos calles del Teatro de Bellas Artes, un nuevo silbido le hizo voltear hacia
los arbolitos que enmarcaban la avenida.
Tres adolescentes vagabundos, cuya silueta confundió al principio con bolsas de
basura, se pusieron de pie y empezaron a caminar tras ella.
Se detuvo y los encaró sin cubrirse.
Los jovencitos la vieron de pies a cabeza con ojos des-orbitados: jamás habían v
isto a una mujer desnuda, salvo revistas porno halladas en la basura.
—¿Y por qué andás así en la calle, mamacita? —preguntó el mayor con voz aguarden
tosa—. ¿Te robaron tu ropa o la cambiaste por cois?
—Andás bien loca, ¿vaá?
—Que role la piedra pues...
—¿No te querés quedar con nosotros?
Ella no respondió. Se limitó a dejarlos ver y babear, con indiferencia imperial.
El más joven dio un rodeo y, cuando estuvo tras ella, le tocó las nalgas. Ella v
olteó furiosa, le mostró los dientes y lo abofeteó con todas sus fuerzas.
El manoseador retrocedió sorprendido y adolorido pero sus compañeros no reaccion
aron. Estaban muy ocupados memorizando la imagen de la joven.
Siguió su camino como si nada y los dejó atrás.
Cerca del barrio El Gallito abrió una vieja puerta de reja y atravesó un jardín
que parecía tiradero de ripio. Recorrió un estrecho corredor lateral cubierto ún
icamente por las estrellas y empujó la puerta de madera al final de éste.
Adentro estaba Theophilus, el Señor de los Perros —viejo, barbudo y sucio—, espe
rándola desparramado sobre un sofá desnivelado y viejo, rodeado por cachivaches
inservibles y su corte de perros carnívoros.
Las paredes, muy sucias y descascaradas, estaban cubiertas de grafittis; algunos
francamente obscenos y otros definitivamente pavorosos.
—Te tardaste un poco hoy... —dijo el viejo con tono autoritario. Sus ojos de erm
itaño se posaron en los tres adolescentes, que habían seguido a la joven deslumb
rados por su desnudez.
—¿Y esos patojos?
—Se vinieron siguiéndome, no pude evitarlo.
—Bueno, peor para ellos. Empecemos de una vez...

EL ÚLTIMO RAVE DE GUSTAVO SOLÍS


Ahora que lo pienso, mi accidente debió suceder cuando el rave estaba en lo mejo
r... Hubo éxtasis, crack y ácido en cantidades industriales, no lo puedo negar.
La música retumbaba (Change my pitch up / smack my bitch up... sample / loop) y
hacía vibrar los vidrios y paredes de la casona en que nos aglomerábamos.
Tres patojas, drogadas o borrachas, se desnudaron. Al poco rato les habían hecho
rueda mientras danzaban extasiadas y sus ropas desaparecían entre la multitud.
Yo de cerdo me había echado como tres ácidos, de modo que cuando empezaron a pon
er música de Portishead ya andaba hasta el séptimo cielo. No sé si a ustedes les
pasará igual (tal vez con alguna otra banda, no sé), pero yo siento algo pareci
do al miedo ante el aura oscura de su música —subliminalmente siniestra, tan sut
il que escapa al oído inexperto. Algo así como una película noir en audio…
Bueno, resulta que al DJ se le ocurrió cambiar de ritmo, y sin decir agua va nos
alteró el viaje con Venus in furs. ¡Oh, man...! Aquello fue lo último ustedes,
lo último... Claro, todos sabemos que Velvet Underground no toca música bailable
, pero sus cualidades hipnóticas van de la mano con toda clase de sustancias ile
gales.
Fue a mitad de esa canción que se desnudaron las tres patojas. Una de ellas era
casi una niña, yo calculé que no tendría más de catorce. Aún así, era la más alo
cada de las tres, abrazando y besando a quien se le ponía enfrente.
Durante esa canción, uno de mis amigos apareció con una pipa de cristal y me inv
itó a fumar en un rincón apartado. No sé cómo se me ocurrió aceptar crack en el
estado en que andaba pero a esas alturas yo ya no sabía si la voz de Lou Reed me
estaba llevando al otro mundo o si, por el contrario, me mantenía vivo. Coloqué
el pedazo de crack en la pipa de cristal y le acerqué la llama del encendedor.
Pese al volumen de la música, el sonido característico de aceite quemándose inva
dió mis sentidos y ennegreció mi entorno.
Tenía fiebre y empecé a delirar.
Las paredes del palacio hindú en que me encontré de repente sin saber cómo había
llegado ahí eran de lujoso mármol blanco al igual que las bañeras, tan grandes
como piscinas para niños. Las estatuas que adornaban las fuentes eran de oro y j
ade con ojos de rubí. Representaban a Shiva y otras deidades, todas con muchos b
razos y distintos objetos en cada mano.
En los enormes e increíblemente bellos jardines exteriores bailaban doncellas he
rmosísimas, algunas ataviadas con plumas de pavo real y velos traslúcidos. Tres
de ellas se paseaban tan desnudas como cuando nacieron (sin contar collares y br
azaletes, por supuesto). La más bonita era casi una niña, sus ojos increíblement
e oscuros y bellos. Sonriendo, se abrazó a una columna de marfil pulido y me lan
zó una mirada invitadora…
“Dale, ahí está tu otra piedra”, me interrumpió mi coadicto volviéndome a la rea
lidad. Me le quedé viendo furioso y con ganas de pegarle: por su culpa se habían
esfumado las columnas del palacio, los cortinajes púrpura y oro, las fuentes y
los turbantes de seda. Bueno, por lo menos las improvisadas bailarinas de strip
seguían ahí, bailando a la vista de todos.
—¡Sos una mierda! —le dije, y volví a encender la pipa.
Creo que lo único que me mantuvo aferrado a esta vida de mierda fue la música de
los Chemical Brothers y el big beat de Setting sun. Sólo hasta que terminé de s
oltar el humo recordé el sitio en que me encontraba y volví a la realidad irreal
que me rodeaba.
“Púchis...” —pensé— “por poco y me quedo en esta...”
Asqueado, le devolví la pipa y me largué de ahí pretextando cualquier cosa. Bast
ó mezclarme con la multitud para zafarme de él. ¿Cómo iba a seguirme si tenía su
pipa y más crack para entretenerse?
Estaba mareado. Me pesaba mucho la cabeza y las piernas apenas me respondían. Tr
astrabillé entre los bailarines hasta que sentí que alguien abrazaba mi cuello y
me daba un beso muy cerca de la boca. Era la nudista más joven, la de los párpa
dos azules y labios de Selena.
“Acompáñame al baño, chinito, no quiero ir sola” —me dijo.
Tomándome de la mano me guió como a un niño entre la masa drogada, sudorosa y da
nzante mientras mis ojos la devoraban con incredulidad.
Me llevó a uno de los apartados del baño. Cerró la puerta y con un firme pero de
licado empujón me sentó en el retrete. Se me echó encima y empezamos a besarnos
con voracidad. Los oídos me zumbaban a causa del crack pero no me importó. Estuv
imos besándonos quién sabe durante cuánto tiempo. Le pregunté cómo se llamaba mi
entras paladeaba sus pezones bronceados.
“Raquel...”, respondió entre jadeos. Su mano empezaba a explorar bajo mis pantal
ones.
“Somos los nuevos beats” —pensé.
Estaba en lo mejor de la euforia: a mi alrededor, cual celajes de otoño, los obj
etos cambiaban de forma, lenta pero constantemente. Los colores de cada cosa irr
espetaban sus límites, deslizándose de un objeto al otro, en un alegre y constan
te intercambio de tonalidades.
Empecé a preocuparme ante la posibilidad (siempre latente) de no regresar de aqu
el viaje, de quedarme arriba para siempre. ¿Qué tal si me habían vendido ácidos
defectuosos? ¿Quién podía garantizarme lo contrario?
La mano de Raquel seguía acariciando y apretando.
Me rendí a ella. Me tenía literalmente en sus manos.
Mientras tanto, mi entorno se metamorfoseaba sin cesar. Y no solamente en cuanto
a forma y tamaño: también los colores formaban un caudal tornasolado que se arr
astraba lenta e insidiosamente sobre toda superficie, uno tras otro, cual arco i
ris líquido y reptante.

***
Parece que el DJ se aburrió de estar cambiando discos o quizá fue al baño. O, lo
más seguro, ya estaba loquísimo. Cuando Raquel se arrodilló ante mí seguí escuc
hando la misma canción, una y otra y otra vez. En ese momento perdí la concienci
a del yo.
Y ahora —no me pregunten cómo—, resulta que me he convertido en un árbol. Por es
o no puedo moverme...

EN LA CASA DE PAULI
Había noches en que Gabriel se llenaba de hostilidad y se trepaba a la ventana c
on las mandíbulas rechinantes de furia. Ahí permanecía horas, rumiando, insultan
do y lanzando amenazas a la arboleda en tinieblas. Su cuerpo había empezado en s
erio a resentir la abstinencia, privándolo de tranquilidad; tenía tres noches de
estar tenso, de mal humor, propenso a las reacciones violentas.
Su rencor acumulado hervía y la espuma del odio se rebalsaba incontenible. Empec
inado en recordar ofensas, imaginaba los castigos que iba a infligir a quienes l
e habían traicionado en una u otra forma.
En un impulso repentino se lanzó desde la ventana y corrió hacia la arboleda ilu
minada por el plenilunio. Se adentró en la penumbra vegetal, sorteando apenas lo
s troncos que se atravesaban en su camino.
Avanzó rápidamente, zigzagueando fuera de sí, viendo apenas las raíces que serp
enteaban a su paso, las hojas multicolores que alfombraban el humus y los insect
os que pululaban por todas partes. Pese a que aumentaba la velocidad conforme co
rría, y evitaba los árboles con precisa eficacia, pasaron casi diez minutos ante
s de que su mente registrara el salto desde la ventana y notara que iba corriend
o sobre pies y manos.
Su avance no era silencioso: los crujidos causados por su paso eran ornamentados
con los chillidos de pequeños mamíferos que se cruzaban en su camino y que él m
ordisqueaba con indiferencia brutal, enriqueciendo el murmullo cotidiano de la a
rboleda.
“You can´t get out…” dijo una voz que llegó flotando hasta sus oídos y le sacó d
e aquella especie de trance hipnótico. Se detuvo y se puso de pie, olisqueando e
l aire con el oído atento.
Con la inmovilidad vino el silencio y con éste la hipersensibilidad auditiva. La
música que había escuchado minutos antes se hizo mucho más clara y pudo buscar
su origen, a unos quince metros del sitio en que se había detenido.
Era una música extraña y por demás inusual en aquel sitio: una especie de jazz e
nfermizo y ecléctico, lleno de variaciones abruptas y contradictorias. Percusion
es primitivas e inconexas aderezaban aquella violenta mezcla indigerible. Pese a
su naturaleza demencial era apenas un murmullo, fácilmente confundible con el r
umor del bosque.
Sus sentidos le llevaron ante una construcción de madera, piedra y lodo semejant
e a un iglú. Estaba cubierta de humus y parcialmente envuelta por las raíces de
un árbol gigantesco y añoso.
“Esta debe ser la casa de Pauli, no creo que nadie más oiga esa música por aquí.
..” pensó.
Empuñó la mano y golpeó la puerta de madera ennegrecida; escuchó unos pasos lent
os y pesados que se aproximaban sin prisa y se convenció de que había dado, sin
querer, con la casa de su amigo.
Tras varios segundos la puerta se abrió para mostrar la familiar cara de Pauli.
Cubierto por completo de pelo castaño oscuro, lucía tan corpulento como un oso e
rguido y su estómago abultado hacía juego con su gordura general. Por su aspecto
primitivo y poco evolucionado parecía marsupial prehistórico.
—Gabriel... Long time, no see...
—Pauli... sabía que eras vos. ¿De dónde sacás esa música?
—You would not believe it if I told ya. Come in, I have some stuff...
Gabriel entró a la madriguera y cerró la puerta. De espaldas a él, su anfitrión
abrió un recipiente de cristal y, con mirada ansiosa y movimientos temblorosos,
depositó el contenido sobre la superficie de la mesa.
Observó en silencio mientras aquel ser de pelaje erizado utilizaba una cuchilla
para formar dos enormes líneas de droga.
Pauli se volvió, le palmeó la espalda con aire cordial y señaló aquel polvo amar
illento e invitador.
—Be my guest...
Gabriel notó con aflicción que cada línea era tan larga como su dedo medio y tan
ancha como su pulgar. Había por lo menos tres o cuatro gramos en cada una. Vaci
ló, considerando el riesgo: si empezaba sería muy difícil detenerse. Iban a ser
días —tal vez semanas— sin comer ni dormir. Conocía su temperamento obsesivo y s
abía lo que podía esperar.
—You show me —pidió a Pauli para disimular su indecisión.
—Okay... —respondió éste sin darle importancia al asunto. Sobre la mesa yacía un
hueso largo y cilíndrico; se lo colocó en la fosa derecha, se inclinó sobre la
sustancia y absorbió una línea completa con tranquilidad cotidiana.
—Come on, do your line —dijo entonces.
Gabriel sintió que estaba en un sueño lúcido y miró con estupor al ser que esper
aba frente a él. Sin duda, el hedor que emanaba su anfitrión era causado por el
continuo consumo de droga. Seguramente sus glándulas almizcleras estaban alterad
as más allá de todo remedio y secretaban el triple de lo normal.
Pauli pareció impacientarse pero no perdió su tono amable.
—Come on...
Incapaz de hablar o contenerse —como en una pesadilla—, Gabriel tomó el tubo de
hueso y lo acercó a su nariz, pero era muy grande y no le servía. Se lo tendió a
Pauli, que le miraba con ojos enrojecidos y vidriosos. El silencio de su anfitr
ión le pareció coercitivo y centró su atención en la esclavizante sustancia. No
podía negarse o Pauli se ofendería y, bestial e impredecible como era, podía pon
erse violento y despedazarle sin esfuerzo.
Era una calamidad o la otra, así que optó por la de largo plazo. De cualquier ma
nera, ¿qué importaba el riesgo de la adicción? Se inclinó sobre la mesa, pegó su
nariz a la droga y la absorbió sin valerse del hueso.
Los oídos le zumbaron y se percató con alarma de que había consumido más droga d
e la que su organismo era capaz de soportar.
Cayó pesada y silenciosamente al suelo, con las mandíbulas trabadas y la mirada
fija en el delirio. Transpiraba copiosamente y le empezó a doler el corazón.
“Voy a morir”, pensó en un momento de pánico y lucidez.
La sobredosis y la certeza de la muerte le hicieron temblar convulsivamente.
“Hoy sí...” pensó con angustia.
Pero no murió: permaneció tendido en el piso mientras su ritmo cardiaco se norma
lizaba y sus ojos recobraban la visión.
Ante la mirada cotidiana de Pauli se incorporó, inmortal y eufórico. Sin poder c
ontenerse, abrió la puerta de un golpe y se lanzó corriendo salvajemente entre l
a arboleda.

MANIFIESTO SOCIOANTROPÓFAGO
“Claro que puedo amar a mis semejantes:
cuando los encuentre.”
No tengo nombre. O, al menos, no para ustedes. Nadie debe conocer mi identidad.
Nadie. Además, un nombre no representa nada. El apelativo que ostentamos no es m
ás que parte de la máscara que lucimos ante las máscaras que nos rodean.
Estamos rodeados de máscaras, con infinitas formas e índoles.
No tengo nombre, pero pronto habrán de bautizarme con algún mote sensacionalista
, de esos que tanto gustan a los periodistas de nota roja. ¡Y vaya si les voy a
dar de qué hablar!
Mi verdadero nombre (el de mi alma) ni siquiera yo lo conozco: ha de tener miles
y miles de años de habérseme impuesto en alguna esfera etérea, pero —de acuerdo
a la anamnesis platónica de las almas— lo he olvidado a lo largo de la cadena d
e encarnaciones que me precede y ha sido relegado a zonas inaccesibles de mi sub
consciente.
Así, nadie sabe siquiera su propio nombre.
De modo que no me pregunten por el mío. Tampoco me gustaría que lo supieran.
Es innegable que todos tenemos facetas que nadie conoce: cosas aborrecibles, acc
iones vergonzosas, vicios ocultos. Podría utilizar términos clínicos pero no tie
ne caso. Además, todos merecemos la dignidad de que nuestras aberraciones perman
ezcan ocultas. Y yo, la verdad, me reservo mis vilezas porque desprecio a los de
más y les considero indignos de acceder a rasgos profundos de mi persona.
Sería como darle perlas a los cerdos.
O, en este caso, sería como alertar a la presa. Porque eso es lo que son todos l
os humanos: ganado de engorde en una inmensa granja sin cercos.
La hipótesis no es nueva: el mundo es un inmenso criadero de reses humanas, dest
inadas a alimentar ominosas potencias ocultas, a demonios, a deidades paganas.
No hay que alarmarse ante algo tan obvio. De todos modos las masas ignorantes ja
más se percatan de su destino, ni tan siquiera en el momento final. Como cerdos
en un matadero, se revuelcan en el fango y se atiborran de comida como si la vid
a fuera para siempre. Felices, ajenos a la proximidad de la muerte.
No tengo nombre pero poco a poco me he ido convirtiendo en un animal, en un depr
edador. Mi condición zoológica ha cambiado. Pero no crean que el camino hacia di
cha conclusión ha sido fácil o rápido: ha sido más bien un proceso laborioso, de
velado año con año por medio de la acumulación de datos y coincidencias que prog
resivamente me hicieron admitir la realidad.
No tengo nombre pero una cosa es segura: ya no soy el mismo de antes.
En cuanto a los demás, lo que les molesta es mi condescendencia porque se siente
n inferiores, eso es evidente. Me detestan porque mi sola existencia hace que se
vean tal cual son: unos mediocres. Mediocres como posiblemente yo mismo también
lo sea, pero en definitiva peores que yo. Resentidos intelectuales. Bestias de
tiro. Capaces de comer sus propios excrementos si se los ofrecen en un plato.
Como borregos que son, se asustan cuando —por azares del destino— aparece un lob
o entre ellos. Y he aquí su patético mecanismo de defensa: ríen colectivamente a
costa del que es distinto a ellos, le satanizan y le tachan de “loco”, de “raro
”.
Con esto no hacen más que evidenciar su calaña. Ignoran que el blanco de sus bur
las ríe, a su vez, cuando comprueba que está rodeado por idiotas.
¡Y la ira! Me pregunto cuánta ira es capaz de albergar un alma humana. ¿Cuánto o
dio habré de saborear en mi furia antes de empezar a matar gente? De tomar tal d
ecisión, he de conservar la sangre fría y actuar de forma inteligente. Ante todo
, el depredador soy yo. No me puedo dar el lujo de ser detectado por las presas.
No debo permitir que me encierren e interrumpan mi tarea (eliminar indeseables
y reducir la sobrepoblación de imbéciles).
Mi nueva condición, más que maldición, es un regalo divino y una responsabilidad
evolutiva. Ahora ya sé cuál es mi verdadera misión.
La humanidad se ha convertido en un cáncer y la naturaleza me ha honrado al asig
narme un escalón superior. Finalmente, la raza humana tendrá un depredador en la
pirámide alimenticia. Ya cumplió su tiempo como raza dominante. Es hora que abr
a paso a una especie más apta para la cacería, con instintos depredatorios y que
a la vez posea un intelecto superior.
Hablo de una nueva división social: devoradores y devorados.
Por supuesto que la burguesía y el proletariado seguirán existiendo un buen rato
, pero la obsoleta lucha de clases será lenta y progresivamente desplazada por l
a angustia del canibalismo urbano. Los cadáveres medio devorados aparecerán a cu
alquier hora y en cualquier lugar, y serán mudos testigos de mi trabajo.
Así como los dinosaurios cumplieron su ciclo y desaparecieron de la faz de la Ti
erra, esta vez le ha llegado su turno al hombre.
Es el final de los tiempos para la raza humana tal y como la conocemos: “civiliz
ada”, ociosa y carente de armas naturales, físicamente indefensa ante cualquier
fiera de gran tamaño. Y dicho lo anterior se ve ante dos alternativas: extinguir
se o evolucionar.
Al igual que los mamíferos surgieron de los reptiles, de la mediocre y decadente
raza humana surgirá un nuevo animal carnicero. El hombre evolucionó de las best
ias y ahora éstas descenderán del hombre, originando una raza que coincidirá en
muchos aspectos con la descripción del superhombre de Nietzsche: un ser puro, be
stial y carente de humildad, servilismo y piedad.
Los asesinos en serie hacen un trabajo que, a la larga, resulta mucho más digno
que el desempeñado por un empleado de cualquier banco. Y no existen sólo porque
sí: son los medios de que se vale la madre naturaleza para nivelar la población
humana y evitar un desequilibrio ambiental.
Durante años, ustedes se han alimentado de mi miseria: ahora yo me alimentaré de
su carne...
Byron Quiñónez
(Guatemala, 28 de octubre de 1969) Escritor, periodista cultural, traductor, ens
ayista, editor y conferencista. Posee estudios de Literatura, Notariado y Paleon
tología. Forma parte de la nueva generación de novelistas guatemaltecos y es con
temporáneo de autores como Javier Payeras, Ronald Flores, Maurice Echeverría, Ed
dy Roma y Esturardo Prado. Ha publicado "Seis cuentos para fumar" (narrativa, Ed
itorial X 2001 y http://librosminimos.org, 2007), "El Perro en Llamas" (novela n
egra, Editorial Cultura, Guatemala 2008 y Yellow Books, Chile 2008) y “Aquí siem
pre es de noche” (novela negra, Editorial Magna Terra, Guatemala 2009), así como
numerosas reseñas, artículos, entrevistas y relatos en diarios como Siglo Veint
iuno, La Hora y elPeriódico; en revistas Algarero, La Ermita, Rock & Política, T
axi, Aplauzo, Ati, Oscurus, La Chalupa, El Borracho, en el CD ROM Literatura Lím
ite (Editorial X), en la página electrónica www.revistalunapark y en revistas de
México, España, Centro y Sudamérica.

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