Finley Empire in Greco Roman World Traducción
Finley Empire in Greco Roman World Traducción
Finley Empire in Greco Roman World Traducción
1-15),
Greece & Rome 25 (1), 1978, pp. 1-15. [1]
Los historiadores han fracasado notoriamente, nos dicen desde todos los lados, en aclarar los trminos
imperio e imperialismo, aunque los empleen todo el tiempo [2]. El hombre comn de a pie, curiosa-
mente, no ve un mayor problema en ello y argumentar que esto est bien. Gran parte del problema en la
literatura profesional proviene de la confusin elemental entre una definicin y una tipologa. No sera
una definicin til de imperio, por ejemplo, una que excluyera ya sea al imperio ateniense o al persa por-
que Atenas era una ciudad-estado democrtica o Persia una monarqua autocrtica; mientras que aquella
distincin podra ser importante, en cambio, tanto en el marco de una tipologa como en el de un anlisis.
Existen por lo menos otras tres fuentes adicionales de innecesaria dificultad que hay que breve-
mente considerar. La primera es una inabordable ambigedad lxica. Partiendo del latn imperium, impe-
rio se enreda con la palabra emperador, y gran parte de la extensa discusin a lo largo de la Edad Media
hasta los tiempos modernos termina en un callejn sin salida: un imperio es un territorio gobernado por
un emperador [3]. Pero cualquiera sabe que hay, y ha habido en el pasado, imperios importantes no go-
bernados por un emperador, y podemos hacer a un lado as la anomala lingstica por inocua, cualquiera
sea el uso de la misma que los propagandistas han hecho en una poca o en la otra.
Encuentro que la segunda fuente de problemas es mucho ms difcil de explicar o, incluso, de
entender; quiz proviene del hecho de que los Estados organizados exitosamente han sido a menudo agre-
sivos y expansionistas. Me refiero a la tendencia, ejemplificada de forma ms completa por la escuela de
Richard Koebner, de confundir imperio con Estado territorial, o, en la terminologa de Eisenstadt forma
estatal (polity) y sistema poltico [4]. Me parece que existe un error fundamental en una concepcin
que falla completamente en su diferenciacin entre, digamos, el dominio francs en la Francia metropo-
litana y el dominio francs sobre Argelia o Indochina. Por supuesto, uno puede retroceder suficientemente
en el tiempo para descubrir un elemento de conquista, o al menos de compulsin, en el proceso de crear la
Francia metropolitana, pero ese recurso a un retroceso infinito resta valor a cualquier tipo de anlisis
histrico. Un historiador puede denominar apropiadamente a un Estado como imperialista si ejerci
autoridad en cualquier periodo sobre otros Estados (o comunidades, o pueblos), para sus propios propsi-
tos o ventajas, cualquiera hayan sido estos, o se piensa que han sido. Es sin duda un conjunto vago, im-
preciso de criterios, pero no ms de lo que comnmente se emplea para abordar otras grandes institucio-
nes humanas, de forma ms obvia, el Estado.
Si me dijeran, entonces, que mi concepcin podra volver al dominio espartano sobre los perie-
cos de Laconia una clase de imperio, aunque los historiadores no emplean el rtulo imperial para aquella
situacin, mi respuesta es que no me importa. La historia del imperio romano es paradjicamente revela-
dora al respecto. Los romanos acumularon la mayor parte de su imperio mientras eran todava una rep-
blica, y formalmente no ms que una ciudad-estado. Entonces, luego de que el imperio finalmente obtu-
viera un emperador, el proceso establecido por el cual el ejercicio de autoridad por Roma sobre otros
Estados y pueblos fue lenta, pero incesantemente, remplazado por un Estado territorial unitario, con una
sola clase gobernante que comparta los cargos, honores, y privilegios independientemente del estatus
sometido antiguo (o incluso reciente). Cuando el emperador Caracalla extendi la ciudadana romana
virtualmente a todos los habitantes libres de este territorio a comienzos del siglo tercero, aquella medida
administrativa, no tan significativa, simboliz que lo que llamamos el imperio romano haba cesado de ser
un imperio. Haba todava bolsas de sbditos extranjeros y otros elementos incoherentes en la situacin,
pero eran demasiado marginales como para ser ms que una molestia en el anlisis. Uno podra traer a
colacin el paralelo con la historia del imperio chino o con Irlanda y Gales durante buena parte de la
historia moderna de Gran Bretaa.
La tercera falacia surge del magnetismo aparentemente irresistible de objetivos y motivos, como
si el motivo, la accin, y las consecuencias fueran una trinidad consubstancial. La premisa, nunca expre-
sada por supuesto, es que los rganos de toma de decisin se comportan de un modo unificado o monol-
tico, que regularmente efectan un anlisis racional de todas las opciones posibles ante ellos, que tienen
conocimiento perfecto a su disposicin, que tanto anticipan como desean las principales consecuencias
que siguen a su accin una vez que han tomado una decisin y actan en consecuencia, y que nunca re-
consideran o cambian sus opiniones. Cuando estos presupuestos no estn todos presentes, y nunca lo
estn; cuando, en otras palabras, el registro histrico revela dudas, incertidumbre, error de clculo, conse-
cuencias no previstas, se concluye que los resultados demuestran la ausencia de objetivos. As, Gruen ha
escrito recientemente: Si Roma entr en el juego de la explotacin, no lo jug bien. Se perdieron dema-
siadas oportunidades... Ambiciones imperialistas, en el sentido acostumbrado de la frase, parecen estar
ausentes [5]. En una formulacin ms sofisticada, Paul Veyne propone distinguir entre imperio en el
sentido de hegemona e imperialismo en el sentido de un deseo o una necesidad de ejercer una hegemo-
na [6].
Oportunidades desperdiciadas, no jugar bien el juego, difcilmente prueban la ausencia de am-
biciones: aquella falacia del todo o nada esconde por detrs una falacia metodolgica, a saber, la presun-
cin de que uno puede leer a partir de una accin particular el pensamiento o el proceso por el cual se
tom la decisin de actuar. Desafortunadamente, el historiador antiguo en bsqueda de motivos no tiene
otro procedimiento abierto para l, ya que le falta la documentacin para conocer el proceso de toma de
decisiones textos parlamentarios completos, archivos del departamento de asuntos exteriores, las cartas y
diarios de los actores principales. Difcilmente sea necesario recordar que no poseemos el registro com-
pleto de un solo debate en el senado romano (o la asamblea ateniense), y que a nuestras autoridades anti-
guas tambin les faltaban. En el mejor de los casos, tenemos una cita ocasional, o una frase, ms o menos
confiable, de lo que el orador dijo, o un resumen de las visiones alternativas ofrecidas. Adems, es un
lugar comn que las afirmaciones pblicas, sean de cuerpos oficiales o de figuras polticas individuales,
no siempre coinciden con las visiones expresadas en forma privada por los mismos cuerpos y lderes. Por
lo tanto, aunque tuviramos un registro taquigrfico de un debate en el senado, todava nos faltara el no
menos importante registro de las discusiones privadas entre los nobiles antes, durante y despus del deba-
te. Las cartas de Cicern son la nica excepcin, y hace falta poca reflexin para apreciar cun falsa sera
nuestra imagen de sus dcadas sin ellas, si recurriramos a la prctica de leer a partir de la accin el moti-
vo y la ambicin.
Estamos en terreno ms seguro si adoptamos lo que un historiador del imperialismo americano
ha denominado una aproximacin a partir del comportamiento [7]: tenemos suficiente informacin para
permitirnos examinar sistemticamente el proceso continuo de accin, consecuencia, subsiguiente accin,
y generalizar cuando los datos lo permitan. Djenme ilustrar a partir de aquella notoria cruz en la historia
de la expansin romana, la decisin de invadir Sicilia en el 264 a.C., que, ya sea que se esperara que lo
hiciera o no, embroll a Roma en la primera de las grandes guerras con Cartago, un punto de quiebre en
la historia europea [8]. Los motivos para el primer paso romano son tan esquivos que incluso Polibio
(1.10-11) estaba preocupado con ellos, el mismo Polibio cuya historia era completamente racional y plan-
teaba pocos problemas. Pero Polibio no dud que la mayor consecuencia de la invasin siciliana haba
sido la creacin de la primera provincia romana, que haba proporcionado al Estado romano, y a algunos
individuos romanos, beneficios sustanciales durante los siglos venideros.
Sicilia, escribi Cicern en una poca posterior (II Verrines 2.2), fue la primera en ensear a
nuestros ancestros que es una buena cosa gobernar sobre las naciones extranjeras. Cualesquiera fueran
los motivos del primer paso, Roma fue rpida y no dud en tomar ventaja de los eventos para el ascenso
de su imperio. Tres aos despus del fin de la Primera Guerra Pnica, tom Cerdea contra toda justicia
(Polibio 3.28.2). Cerdea y la mayor parte de Sicilia fueron tratadas como posesiones, a las que se les
requera pagar un tributo anual, aceptar los magistrados romanos y, al menos, una base naval romana (en
Lilibeo). Se dio entonces un gran paso desde el sistema complejo de alianza, por el cual la Italia con-
quistada fue organizada, al sistema provincial del futuro. Ya sea o no que los romanos previeran las posi-
bilidades cuando la decisin final fue tomada en el 264, o ms bien, si algunos romanos lo hicieron o no,
no puede haber duda de que actuaron de forma imperialista cuando las posibilidades se les presentaron.
Habra sido magro consuelo para los 25.000 habitantes de Agrigento que fueron vendidos como esclavos
en 261 a.C., para los 150.000 griegos de Epiro vendidos del mismo modo, o para los pagadores de tributo
de las generaciones posteriores que se les asegurara que Roma haba tenido planeada solo una guerra
defensiva.
En el medio siglo precedente al primer cruce a Sicilia no hubo un solo ao, tanto como nuestras
fuentes reconocidamente defectuosas nos permiten decir, en el cual los ejrcitos romanos no estuvieran en
marcha. Y en los dos siglos despus del 264 a.C. no hubo ms que una docena de aos de paz [9]. Tanto
por la escala de las campaas como por las luchas, los clculos de Brunt muestran que en el medio siglo
de las Guerras Aniblica y Macednica, 10 por ciento, y a menudo ms, de todos los hombres adultos
italianos estaban ao tras ao bajo las armas, y aquella ratio se incrementa durante las guerras del primer
siglo a.C. tanto como a un hombre cada tres [10]. Estas cifras casi desafan la imaginacin, no tienen
paralelo durante tal lapso de tiempo, incluso, si no son certeramente correctas, al menos como aproxima-
ciones. Pocos historiadores hoy no acordaran con la proposicin de Badian de que ninguna administra-
cin en la historia se ha entregado tan abiertamente a esquilmar a sus sbditos para el beneficio privado
de su clase gobernante como Roma en la ltima poca de la Repblica [11]. An as Badian est al frente
de los que niegan motivos econmicos en el intenso impulso de los dos siglos precedentes. Se puede
sugerir seriamente que en 200 aos de firme adquisicin de grandes cantidades de botn, grandes indem-
nizaciones de guerra, cientos de miles de esclavos, y grandes extensiones de tierra confiscada, el Estado
romano anualmente votaba y equipaba un ejrcito sin ningn inters en, anticipacin de, o esperanza de
las posibles ganancias materiales, pblicas o privadas? Encuentro tal nocin demasiado absurda como
para una consideracin seria. No subestimo ni el deseo de gloria, ni el temor a los poderes externos, pero
nada de eso es incompatible con el deseo de ganancia.
En una escala vastamente reducida, una situacin anloga exista en Atenas en el siglo V a.C.
Entre 478 y el estallido de la Guerra del Peloponeso, Atenas estuvo envuelta en guerra casi cada ao.
Durante el medio siglo que tuvo xito en obligar a la mayora de las ciudades egeas a pagar un tributo
anual y a aceptar la interferencia ateniense en sus asuntos de varios modos. Seguramente no necesito
repetir para Atenas la cuestin retrica que acabo de plantear para Roma sobre las esperanzas y anticipa-
ciones de los estadistas atenienses.
Es notable que no hubiera oposicin interna, tanto entre los atenienses como entre los romanos,
al imperio como tal. En Atenas no conozco una sola voz de disenso; en Roma, hubo un pequeo nmero.
Sin duda, fueron ms que los pocos que han dejado su trazo en el registro histrico superviviente, pero
ningn argumento puede elevarlos a ser considerados una oposicin significativa. Hubo suficientes deba-
tes y desacuerdos, pero siempre fueron sobre tcticas y decisiones da a da, no sobre principios o teoras
sobre el imperio o sobre su legitimidad. Dos conceptos no desafiados subyacan. El primero era la jerar-
qua: la dominacin era natural, ya sea de los hombres sobre las mujeres, de los libres sobre los escla-
vos, o de algunas comunidades sobre otras. No hemos hecho nada extraordinario, Tucdides (1.76.2)
hace decir a un ateniense annimo en Esparta en defensa del imperio ateniense: nada contrario a la prc-
tica humana, al aceptar un imperio cuando se nos ofreca y entonces rechazar abandonarlo. Ha sido siem-
pre una regla que el dbil deba estar sometido al fuerte. El paralelo con lo de Cicern: Qu cosa buena
es gobernar sobre naciones extranjeras no requiere ser subrayado. Concomitante lo que es mi segundo
apuntalamiento era regla universal de que al vencedor le pertenecan los despojos, incluyendo el territo-
rio, la propiedad, y las personas, tanto civiles como soldados, hombres, mujeres y nios, libres o esclavos.
El vencedor no siempre ejerca sus derechos por completo, pero eso era una eleccin unilateral. No se
requiere ninguna documentacin sobre un tema tan bien conocido e incontrovertido, pero dar un solo
ejemplo. En 212 a.C., cuando todava estaba envuelta en la Guerra Aniblica, Roma firm un tratado de
alianza con los etolios para una guerra contra Filipo V de Macedonia [12]. Entre sus clusulas estaban (1)
que cualquier ganancia territorial pertenecera a los etolios, (2) que el botn de cualquier ciudad capturada
conjuntamente debera ser compartido por romanos y etolios. Cit este ejemplo porque ilustra no solo el
principio, sino tambin las variaciones posibles en las clusulas que podan darse en la prctica.
Una de las posibles variaciones era la anexin (distinta de la confiscacin de la tierra sin ane-
xin), y se ha vuelto un dogma para aquellos que argumentan en contra de la existencia del imperialismo
en Roma antes de las ltimas dcadas de la Repblica. No puedo entender por qu: Atenas logr benefi-
ciarse sustancialmente sin anexin, y as lo hizo Roma durante el largo periodo de su implacable marcha a
travs de Italia, hasta que Sicilia se volviera la primera provincia romana. La anexin era importante, por
supuesto, pero ni en la antigedad, ni en poca moderna, ha sido una condicin necesaria para el imperio,
mientras que la explotacin y las ganancias s. Me concentrar, por lo tanto, en ellas.
Debo, sin embargo, estrechar mi tema en dos aspectos adicionales. Tratar casi exclusivamente
sobre Atenas y Roma, en parte por razones de espacio, y en parte porque sabemos tan poco concretamente
sobre otros, y quiz porque debera decir que no quiero decir con ello que el imperialismo espartano o el
cartagins fueran idnticos al ateniense o al romano. Adems, aunque mi acento est en el lado material
del imperio, no considerar los aspectos contables del acto de conquista, ya sean los costos financieros o
los beneficios inmediatos. Ambos fueron muy grandes a veces, pero llegan bajo la rbrica de la guerra
ms que la del imperio. Guerras particulares y campaas individuales a menudo producen mucho botn
sin conducir a una explotacin permanente del derrotado y sin lo ltimo no hay imperio [13].
Una cruda tipologa de las varias formas en las que un Estado puede ejercer su poder sobre otros
para su propio beneficio ser til llegado a este punto:
NOTAS
1. Esta es una versin revisada de un trabajo presentado el 20 de septiembre de 1977 en un simposio so-
bre imperios en el mundo antiguo con el aval del instituto de Asiriologa de la Universidad de Copenha-
gen, y, en una an ms preliminar versin, como una conferencia el 10 de mayo bajo los auspicios de la
Facultad de Letras en Aix-en-Provence. Estoy agradecido con mis amigos Keith Hopkins y C.R. Whitta-
ker por sus crticas y sugerencias, y a William V. Harris por la oportunidad de leer el manuscrito de su
libro en prensa, War and Imperialism in Republican Rome, 327-70 a.C. En lugares he tomado de mi cap-
tulo sobre el imperio ateniense en libro en prensa Imperialism in the Ancient World, editado por P- D.
Garnsey y C.R. Whittaker (Cambridge, 1978).
2. Cun pesado el paso puede ser es evidente a partir de R. werner, Das Problem des Imperialismus und
die rmische Politik im zweiten Jahhundert v. Chr., in Aufstieg und Niedergang der rmische Welt, ed.
H. Temporini, vol. i.1 (Berlin and New York, 1972), 501-63.
3. Ver R. Folz, LIde dempire en Occident du Ve au XVe sicle (Paris, 1953).
4. Es suficiente citar la tipologa introductoria en S.N. Eisenstadt, The Political System of Empires (New
York, 1963), pp. 10-12. He examinado las dificultades que siguen, visto desde el lado colonial, en Colo-
nies An Attempt at a Typology, Transac. Roy. Hist. Soc., 5th ser. 26 (1976), 167-88.
5. En una resea en J. Interdisciplinary Hist. 4 (1973), 274.
6. Y a-t-il eu un imprialisme romain ?, MEFRA 87 (1975), 793-855, en p. 795.
7. Cf. las pginas de apertura de R. Zevin, An Interpretation of American Capitalism, J. Econ. Hist. 32
(1973), 316-360.
8. Ver F. Hampl, Zur Vorgeschichte des ersten und zweiten Punisches Krieges en Aufstieg (citado en n.
2), pp. 412-441.
9. Ver el comienzo del libro en prensa de Harris (citado en n. 1).
10. P. A. Brunt, Italian Manpower 225 B.C.-A.D. 14 (Oxford, 1971), pt. IV. En el captulo introductorio
de Conquerors and Slaves (Cambridge, 1978), que he tenido tambin la oportunidad de leer en manuscri-
to, Keith Hopkins ha refinado los clculos de Brunt y concluy que posiblemente ms de la mitad de
todos los ciudadanos romanos sirvieron regularmente en el ejrcito durante siete aos a comienzos del
siglo segundo a.C.
11. E. Badian, Roman Imperialism in the Late Republic (Oxford, 2nd edn. 1968), p. 87.
12. La principal fuente literaria es Livio 26.84.8-13. Para los testimonios, comentario, y bibliografa, ver:
Die Staatsvertrge des Altertums, vol. 3, ed. H.H. Schmitt (Munich, 1969), no. 536.
13. Sobre las cantidades de botn, ver: W. K. Pritchett, The Greek State at War, vol. 1 (Berkeley ay Los
Angeles, 1971), cap. 3; An Economic Survey of Ancient Rome, vol. 1 (Baltimore, 1933), ed. Tenney
Frank, pp. 127-38, 324-6.
14. Para la documentacin y una considerable elaboracin de lo que sigue, ver mi captulo citado en n.1.
15. R. S. Stanier, The Cost of the Parthenon, JHS 73 (1953), 68-76.
16. Se trata de un punto central, para que no conozco un paralelo en la historia del imperialismo: tropas
conscriptas de las comunidades italianas subyugadas fueron empleadas en otras conquistas, no meramente
en polica y pacificacin; pero est enterrado en la mayora de las historias de Roma por debajo de una
discusin detallada del estatus constitucional de los aliados.
17. Ver W. H. Harris, On War and Greed in the Second Century B.C., Amer. Hist. Rev. 76 (1971), 1371-
85, en pp. 1364-5.
18. Ver Brunto en una resea en JRS 63 (1973), 250-2.
19. Los principales textos son Cicern, Letters to Atticus 5.21; 5.61; ver el breve relato de Badian, op. cit.,
pp. 84-7.
20. El estudio bsico sigue siendo D. van Berchem, Les distributions du bl et dargent la plbe ro-
maine sous lEmpire (Ginebra, 1939).
21. Badian, op. cit. p. 76.
22. Sobre las implicaciones equivocadas de la palabra piratas, ver Finley, The Black Sea and Danubian
Regions and the Slave Trade in Antiquity, Klio 40 (1962), 51-9.
23. Sobre el decreto de Mgara, ver mi captulo citado en n.1; sobre Roma y Rodas, E.S. Gruen, Rome
and Rhodos in the Second Century B.C., CQ 25 (1975), 58-81. No necesito perder tiempo en el edicto de
Domiciano del 92 d.C. que prohiba la extensin de los viedos en Italia y ordenaba la destruccin de la
mitad de los viedos en las provincias, de lo cual los estudiosos modernos han extrado mucho, quienes
olvidan que Domiciano pronto rescindi su propia orden (Suetonio, Domiciano 7.2; 14.5).
24. Comerciantes privados eran capaces de beneficiarse del transporte y la distribucin de pagos compul-
sivos en especie; ver e.g. H. Pavis dEscurac, La Prfecture de lannone: service administratif imprial
dAuguste Constantin (Bibl. c. Fr. DAthnes et de Rome vol. 226, Rome 1976), cap. 11. Aquello, sin
embargo, caa dentro de la cuarto tem (tributo) de mi ipologa, no bajo el sexto (otras formas de subor-
dinacin econmica). Una vez que se pagaba el tributo (o enviaba), era un asunto indistinto para los
sbditos como el Estado imperial lo utilizaba.
25. A. H. M. Jones, The Roman Economy, ed. Brunt (Oxford, 1974), p. 82. El captulo (no. 6) en el cual
esta observacin aparece, se titulaba Ancient Empire and the Economy: Rome, fue publicado en el vo-
lumen del Proceedings of the 3rd Intl. Conf. Of Econ. Hist., Munich 1965, dedicado a la historia antigua
(Pars y La Haya, 1969), pp. 81-104.
26. Esto fue sealado inmediatamente en la conferencia por R. Thomson: ibid. P. 107.
27. Es evidente a partir de las pginas de apertira que lo que es comnmente denominado el declive del
imperio romano ese refiere, en mi opinin, a imperio en su otro sentido, un Estado gobernado por un
emperador.