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La Seca y Otros Cuentos

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Rene Ferrer de Arrllaga

La Seca y otros cuentos

2003 - Reservados todos los derechos

Permitido el uso sin fines comerciales


Rene Ferrer de Arrllaga

La Seca y otros cuentos


A Csar
y a todos aquellos que me han dado
palabras, actos, gestos.

Prlogo
En los relatos de Rene Ferrer, un mundo que llamamos real -sin saber lo que es
realmente la realidad- y un mundo que llamamos irreal y sin embargo tan real como el otro,
porque es nuestro privilegio de seres humanos crear realidades a nuestra imagen (sean o no
a nuestra semejanza) van el uno al encuentro del otro para justificarse mutua y
recprocamente. El tiempo, esa recta inflexible e irreversible se ve de pronto regresando
hacia s mismo, se torna curvo, dibuja crculo, se cierra cambiando sus infinitas
posibilidades de variacin sucesiva en una inmvil fijacin sin fin.

La tcnica o procedimiento de distribucin temporal o espacial del discurso narrativo


invierte el orden lgico de pasado y presente. Se vive la vida porque se ha muerto: no
viceversa. Y la vida, pequea, corta, msera, vivida a sorbos amargos y escasos, se hace
ms pequea, ms mezquina, ms injusta... La miseria del ser para la muerte alcanza su
pice.

Acercarnos todo lo posible al pasado ha sido como al principio se ha dicho, materia


predilecta de narradores de todas las dimensiones y capacidades; aqu el relato adquiere la
faz ambigua, oracular, de una videncia; el despertar de un sueo -alias de lo vivido y
deseado vivir- para regresar de golpe a lo actual, irreversible: salto espacial en el cual no
funcion el paracadas y a cuya cada sobrevivimos, ya irrevocablemente otros. Pero, es
una falsa impresin nuestra? esa vida [8] sigue siendo en la muerte; seguir sindolo es
precisamente nuestro castigo.

Esta ambigedad de esencia mgica -magia es cambiar pasado por presente- es recurso
tan antiguo como la narrativa misma (recurdese el cuento oriental en el cual alguien suea
una mariposa y al despertar no sabe si es un hombre que so una mariposa o una mariposa
que so ser hombre). Es el regreso del peregrino que realizamos cada da al hacer el
recuento de nuestros menguados das acribillados de angustias, quebrantos, penas, como
sendos acericos. Pero ha sido privilegio de estas ltimas dcadas -dejando a un lado atisbos
antiguos y nebulosos- convertirlo en llave maestra para abrir hoyos nauseosos sobre el final
vaco sin fondo; sobre las angustias innombrables que estrenamos sobre la muerte. Y aqu
esa vida se hace presente para volver a recorrerse obstinada, una y otra vez. La bsqueda
del tiempo perdido queda ya lejos, asombrosamente lejos, en su maestra dicotmica. La
vida no es el tiempo perdido: es el tiempo para siempre: la muerte, que aposentaba en ella,
hace para ella ahora su aposento.

Rene Ferrer, tan bien dotada para la poesa, aparece en esta vocacin narradora no
menos provista de los necesarios sutiles instrumentos. Su vocacin estructural aparece
signada por una constante persecucin de ese efecto de reencuentro de muerte y vida en la
cual ambas se explican y justifican la una a la otra en increble fulguracin.

Se distribuye el previo relato de la vida en trazos cortos, lgicos y precisos cuyo


ensamblado se justifica a s mismo hasta el ltimo momento; el que espera para hacer acto
de presencia, descargar su voltaje de trasmundo: la fulgurante develacin, la no
existencia, la aniquilacin. La vida real justifica la muerte u otra [9] forma de
acabamiento -pero la muerte quiere vivir a costa de esa vida, hincndose en ella como un
negro monolito.

Es la muerte slo el repetido, fulminante, recuento y reencuentro de lo que se vivi? O


es slo ese tambin instantneo, fulmneo panorama de lo vivido que dicen se nos abre
como en un golpe de abanico, en el instante de la muerte?

No creemos que todos los cuentos del volumen alcancen el mismo nivel estremecedor:
en algunos el logro es total; en otros, menos perfilado. Pero en la mayora de ellos la autora
ha alcanzado su objetivo y hay algunos a los cuales cabra aplicarse, de acuerdo a lo dicho,
la calificacin de antolgicos.

La pluma femenina local parece mostrar cierta tendencia hacia la temtica universal.
Quiz se trate slo de una coincidencia; pero se hace notar esta reticencia, en las escritoras
ms jvenes, a utilizar el personaje femenino local y sus problemas. Pero quiz haya que
esperar a una produccin ms densa para establecer conclusiones.

Entre tanto, slo podemos congratularnos de esta marca conseguida por una escritora
paraguaya. Marca que est obligada ahora a superar. Hay libros que son compromiso serio.

Josefina Pl
18 - XI - 86 [10] [11]

Tarde de domingo
Era un hombre magro, de cabellos crespos y estatura regular; la chispa celeste de sus
ojos denotaba una inteligencia gil, desperdiciada tras un escritorio impersonal durante toda
una vida de oficinista; de escasas palabras pero conversacin agradable cuando le
interesaba el tema, que generalmente recaa sobre la mecnica, la poltica o las
elucubraciones religiosas. Una vida modesta en su casa ataviada de glorietas; el pquer con
los amigos cada semana; la conducta correcta dentro de la rutina ms honorable y el orgullo
de tres hijos universitarios conformaban los rasgos sobresalientes de su existencia. No se le
conocan devaneos amorosos, ni dificultades econmicas excesivas, hasta que se le enferm
la mujer.

Ahora senta en el pecho un fuego insaciable, un desasosiego ininterrumpido que le roa


las vsceras. Los das se repetan cruelmente en su memoria, y en ese deshacerse del tiempo
vivido tropezaba invariablemente con sentimientos ambiguos, malsanos. No entenda muy
bien por qu se le haban borrado de la mente los momentos amables, que de seguro
tuvieron que presentarse alguna vez a lo largo de su vida. Los gestos humanitarios, que sin
duda tuvo, no rozaban nunca su recuerdo. Su pensamiento recaa siempre en la congoja.

La cabeza le dola con tenacidad, y entre los alfilerazos que le acribillaban las sienes se
colaba la resaca de antiguas mezquindades. Haca tiempo que no hablaba con nadie, aunque
sola observar caras amigas que, al [12] tratar de alcanzar, parecan eludirlo. O era l quien
se alejaba? No lograba entender. En cambio siempre zumbaban a su alrededor rostros que
hubiera querido evitar; gente dudosa, de pensamientos turbios tambin. Que envidiaran sus
glorietas, su escritorio pasado de moda, sus libros de contabilidad, le pareca un sarcasmo
feroz. Que lo envidiaran a l, que nunca sobresali en nada! Eso le dola. Cuando lo
despidieron por un motivo que ya no recordaba, se encerr en el patio trasero de su casita a
podar las enredaderas dentro del ms estricto anonimato. Y as pasaron sus das hasta que
se le enferm la mujer.

Era insoportable retornar cada da a la habitacin donde estaba la enferma, desfallecida


sobre la cama matrimonial; con los ojos abiertos y fijos y sin dirigirle la palabra para nada.
Le angustia ese silencio donde rebota su conversacin. Evidentemente sus palabras no le
llegaban. Era como si estuviera sorda o hubiera perdido la razn. Habra perdido la razn?
No lo saba. De cualquier manera no pareca otra cosa que una planta desgajada por la
enfermedad. Sus hijos tampoco notaban su presencia, slo se ocupaban de ella. Cuando se
les acercaba seguan conversando como si evitaran verlo o no existiera. La sospecha de que
le hacan el vaco por algn motivo incierto le ahondaba el sufrimiento. Los segua por toda
la casa, un poco a la distancia, como temiendo algo. Necesita de afecto, de una palabra;
necesita desesperadamente del contacto tibio, fsico, concreto de la carne.

De noche, cosa extraa, la oscuridad hua de sus ojos. No consegua la penumbra


suficiente para dormir y se quedaba desvelado horas enteras condenado a la claridad; esa
claridad que lo ceg desde aquella tarde, perdida un poco entre tantos recuerdos. No poda
abandonar ni siquiera un momento su oficio agobiante de testigo [13] oculto: siempre en
vigilia, siempre acechante, escuchndolo todo, distinguiendo casi el pensamiento de los
dems. Una luz carente de alegra delinea, sin embargo, con despiadada nitidez sus viejos
defectos. Estaba cansado, pero no poda dormir; hambriento, y le repugnaba la comida; el
agua quemaba sus labios, aunque la sed le desorbitara los ojos. Era extrao verse retornar
siempre a la misma habitacin para encontrar siempre el mismo silencio. Nadie le hace
caso; su mujer esta ah, enredada en su propia telaraa, con los ojos brumosos, vacos de
tan abiertos. Lo llamaba s, de vez en cuando; y cuando acuda, se desbarrancaba hacia la
inconsciencia; al poco rato lo llamaba otra vez, con esa voz impersonal de los enfermos que
ya se han olvidado de s mismos. l permaneca a su lado como un intruso, sin saber qu
hacer. Al rato se alejaba trastornado, evitando mirar el crucifijo sobre la cabecera de la
enferma.
Se senta arder. Ese fuego le llegaba en oleaje sucesivo desde los huesos hasta la piel,
como si una ponzoa ardiente se le hubiera instalado definitivamente en la carne. Todo le
dola, pero no encontraba los remedios en el botiqun: ni aspirinas, ni sedantes, ni aquellos
paquetitos de hierbas trituradas que su mujer sola comprar de tanto en tanto. Nada
encontraba en la casa desde que ella cay enferma. La ausencia de sus cuidados le dola en
la piel. La buscaba, obstinadamente la buscaba en los rincones familiares, en el patio,
sabindola, sin embargo, inmvil en su cuarto.

Algo se asoma al borde de su memoria sin lograr imponerse del todo: la sospecha de
algo vergonzoso y ruin. Aquella tarde era domingo y le pesaba. Se alej de la casa con esa
brasa encendida que acostumbraba a tener dentro de las rbitas. Le urga el deseo de rezar,
y no poda; de entrar en una iglesia, arrodillarse, pedir [14] perdn, pero algo amordazaba
sus impulsos, como si las oraciones aprendidas en su tiempo de nio hubieran quedado
sepultadas con su infancia. Cuando se hizo grande dej de creer en Dios, pero ahora quera
encontrarlo y se perda en los laberintos de su propia desesperacin. Una puerta se cerraba
con estrpito cada vez que lo buscaba, y en ese destierro permanente de la bondad divina se
senta insoportablemente desdeado. Vagamente comprendi que era demasiado tarde, y se
enred en el miedo.

Aquella tarde era domingo. Como una brizna en el aire caliente del verano, volvi a los
mismos parajes, arrastrado por el viento desparejo de un siniestro deseo. Un deseo de
volver. Aquella pradera casi azul, donde jugaban los nios, se vea tan distante a pesar de
estar ah, que tuvo la vaga sospecha de que le estaba vedada. Pareca una pesadilla de
hermosura de la cual quedara al margen. Se senta trastornado; lleg a pensar que era otro:
un desconocido, un extrao, un doble.

Como entonces, aquella tarde era domingo. Sobre el pasto, la gente segua sentada con
indolencia demorando la partida, indiferente a su paso, ajena al desatino de su corazn. Con
las camisas desprendidas, sus vestidos alegres, hombres y mujeres parecan una
prolongacin del atardecer, contentos y agradecidos por esas delicias simples que no
cuestan nada. De pronto los odi. Le molestaba la frescura suelta de sus voces, el eco de la
felicidad. El guardia comenz a cerrar los portones avisando a la gente que eran las seis; en
las jaulas, los animales se echaban a descansar como si supieran que su tarea cotidiana
estaba cumplida, y l, como un exiliado en domingo hizo su ltima recorrida.

Casi de noche sali del Jardn Botnico, bordeando lentamente sus linderos. Un impulso
urgente lo [15] arrastra a ese lugar a pesar del corcoveo de su voluntad, que se resiste
intilmente con repugnancia. Como una niebla lo envolvi el recuerdo de aquella otra tarde
de domingo, agobindolo con su densidad intolerable.

Reconoci vagamente el paraje. Orill los matorrales polvorientos, y en la vereda de


arena se tropez con las mismas piedras. Entre el deseo de llegar y el de estar lejos, la
totalidad de su ser se desgarraba. Era por all, por all cerca, lo presenta, lo palpaba en el
aire. Continu. La noche se iba tragando poco a poco los ltimos jirones de la tarde. Se le
agudiz la desazn y crey que no resistira esa tortura por ms tiempo.
Clavado en la vereda se qued de pronto: el pulso encabritado bajo la hinchazn de las
venas, la boca ms seca, ms amarga. La emocin lo fue resquebrajando a medida que
comprenda. Finalmente lo vio. En el lugar exacto del suceso, el vecindario haba levantado
una pequea capillita: una casita baja, rosada, insignificante como l. En el alero del techo
se ergua una cruz de madera enlazada por el pao blanco, que la piedad de una beata haba
almidonado. Recobr por un instante a su madre planchando los manteles de la iglesia de la
Virgen del Rosario, all lejos, en sus siete aos. Adentro, resguardada por una puertecita de
vidrio, arda vacilante una vela de sebo. Un grito se le qued en la garganta para avivarle el
sufrimiento. Se dobl sobre s mismo hasta tocar el suelo, y sollozando reconoci el lugar
exacto donde meses atrs, una tarde de domingo, se haba pegado un tiro. [16] [17]

La exposicin
Cuando decan que no eras el hombre que me convena, me burlaba abiertamente con
sarcasmo, y no lo crea. Comentaban que yo tena gustos que no iban con los tuyos. Yo
pensaba cambiarte. A m, tu sensibilidad me pareca fcil de congeniar con mi sentido
prctico y creo que nunca tuve muy en cuenta nuestras diferencias, tus veleidades
intelectuales pensaba ponrmelas en el bolsillo, guardarlas como un detalle. La verdad es
que nuestros intereses distaban mucho de ser iguales. Me fascinaba el arte en sus mltiples
variaciones, fugarme con la msica, perderme en el interior de un cuadro, y t no eras
precisamente un exquisito. Yo me enfrascaba en mis libros de contabilidad, las idas
regulares al box, y te dejaba hacer. Empezaste a estudiar pintura hasta que vinieran los
hijos. A m me pareci bien, hasta que vinieran los hijos. Cuando qued embarazada me
arregl como pude para seguir pintando. No fue fcil, porque de cualquier contratiempo
domstico la pintura tena la culpa. Trat de que dejaras esas clases. Ciertamente me
descontrolaba cuando el chico se enfermaba y t no estabas en casa. Pero fuimos sorteando
la situacin entre altercados, orgasmos y buenos momentos. En realidad yo te quera. Yo
todava te quiero; pero siento que se debe hacer algo ms que criar hijos a travs de los
aos. No alcanzo a comprender cmo estos nios que tuviste conmigo no te bastan. Hay un
cierto desamor en salir tanto, cuando todava son pequeos; [18] en dejarse atrapar por
otras cosas robndoles el tiempo. Me enerva tu paciente voluntad; ese muro rotundo de tu
voluntad entre nosotros. Si yo dejaba esas clases en aquel momento nunca las hubiera
podido reiniciar; me hubiera hundido como una botella abierta que se llena y se va al fondo.
Las propias circunstancias te superan, se encargan de ahogarte; y un da por una cosa, y al
siguiente por otra, lo abandonas todo porque te parece que no vale la pena. Cuando te das
cuenta ha pasado media vida y ya no tienes fuerzas para ms intentos, te refugias en tu
trinchera de madre, de esposa, en las comisiones de beneficencia; y de los viejos anhelos
slo te queda la frustracin silenciada: el recuerdo de que eras diferente. Tuve que aceptar
esas clases finalmente.

Hoy es un gran da para m. La primera exposicin de mis cuadros se inaugura a las


ocho de la noche. Ese da fui a la peluquera, me puse el vestido nuevo y me sent hermosa.
No deba olvidar la exposicin de mi mujer, al salir de la oficina. Aunque no me interesa
mucho la pintura me lo pidi y no me cuesta nada darle el gusto. Estaba tan impaciente que
llegu demasiado temprano. El orgullo se me escapaba de la piel. Los cuadros dispuestos en
caballetes poco menos que verticales reciban el enfoque correcto de las luces. En las
paredes, libres de cualquier artificio, colgaban los ms grandes. Todos tenan para m algn
trazo subyugante, algn recuerdo inmovilizado dentro del marco, una espina quizs. Fueron
aos de trabajo y de terca persistencia. Los minutos se volvan interminables mientras la
gente llegaba presurosa, ya sobre la hora. Mi profesor manifestaba sin retaceos su
complacencia. Aunque el acto deba iniciarse a las ocho, yo quise esperar un poco ms. Al
rato no hubo otra alternativa que empezar. Escuch palabras elogiosas, dentro de la mesura,
naturalmente. Puesto que era una principiante, no poda pretenderse [19] un Picasso. Pero
tena aptitudes. Lo decan todos. Eran las nueve y t no llegabas. Caramba, qu tarde es, ni
siquiera me di cuenta. Cmo se me pudo pasar la hora de la exposicin de mi mujer. Una
viscosa decepcin me arrincon desde entonces dejndome a un lado y ya no le saqu los
ojos de encima a la puerta de entrada. A las nueve y media se retiraron los ltimos
visitantes, los amigos, y mi profesor, con renovados apretones de manos. No se vendi
ningn cuadro, pero era un comienzo. Convine con el encargado de la galera que al da
siguiente los retirara temprano. Me fui a casa cargando mi derrota, donde rebotaban los
halagos, que ahora me sonaban intrascendentes. Cuando llegu vi la luz encendida en el
dormitorio. Entr. Me hice el dormido y al da siguiente, con un pretexto cualquiera,
justifiqu mi ausencia. [20] [21]

La cura
No siempre fue as. Hubo un tiempo en que la claridad se borroneaba slo de vez en
cuando, pero an caminaba sin mayor dificultad. Luego perdi los contornos de las cosas
en el fondo de los rincones, el ngulo preciso de los muebles, la sombra de los rboles en la
vereda de enfrente; ms tarde, la ubicacin de los cubiertos en la mesa, el lugar exacto de
su brocha o el peine en la repisa del bao. Los rostros se fueron desdibujando
dolorosamente y se sinti caer poco a poco en un pozo sin brocal, donde qued cercado
entre paredes de bruma. Desde all perciba el trajn de la casa, las voces de sus hijas yendo
y viniendo, el olvido acrecentado a medida que la costumbre insensibilizaba los ratos de
ocio. Ya no se demoraban de tardecita conversando con l en la galera, donde uno de los
sillones estaba siempre vaco. El movimiento de las plantas, el correteo de los nios y un
empujn de sus juegos en las rodillas alguna que otra vez, era todo el contacto que tena
con su vida anterior. No se haca ilusiones. En ese andar tanteando la claridad perdida
llevaba cuatro aos. Las operaciones se sucedieron peridicamente, desvanecindose como
fuegos de artificio en repetidos fracasos. Se volvi ms solitario, ms impasible, ms triste.
Cada vez ms huecas le dolan las palabras de consuelo, y honda la ausencia de su esposa.
Las hijas, abrumadas por los nios, la casa, el trabajo, siempre andaban corriendo, y l no
quera molestar. Su actitud ayudaba al olvido. [22] Se hizo hbito el silencio y su plcida
tristeza pronto pas inadvertida.

La mayor parte del tiempo se quedaba escuchando su propio corazn, contestando desde
su opaca soledad el saludo cado al sesgo de las salidas precipitadas. Era un espectador
escondido, un testigo sin nombre, atisbando cuanto pasaba o le escondan. Sus amigos
espaciaron las visitas, y si alguien le lea los diarios, el apremio restaba sentido a las
palabras. Era mejor estar solo, despus de todo.
Una vez acostado, abra los ojos y la oscuridad se le antojaba ms clara, al ser
compartida por otros. Entonces, se colaban los recuerdos. Desenterraba episodios de su
vida andariega, abandonndose a una retrospectiva contemplacin. Sobre la cubierta de su
barco senta nuevamente el ventarrn contra los labios cuarteados, la sorda correntada del
ro en la quilla y, a lo lejos, el follaje que orillaba aquella oscura y torrentosa limpidez.
Reviva los atracos en Pilar; la cara lavada de Rosa y sus espordicos encuentros, los
retornos y el locro humeante en el fogn, donde la destreza de su mujer le llenaba la boca
de una jugosa satisfaccin. Sus hijas correteando entre sus piernas, y el silencio que su
vozarrn impona en una casa, donde el hombre es el que manda. Las madrugadas lo
sorprendan en medio de una partida de truco por los boliches costeros, o discutiendo de
poltica en el corredor de la casa. No discutas de poltica, le deca Josefina, con aquella
sabia y resignada mirada superpuesta. Las horas se volvan interminables para ella,
calentndole la cama en las noches de invierno, en tanto l se echaba un traguito de caa
antes de acostar. Todo cambi de pronto cuando la dej en la Recoleta, tan sola la pobre.
Senta la diferencia entre la quietud de la muerte y el pozo repleto de sonidos, donde todo
estaba al alcance de sus manos, [23] aunque nada pudiera aprehenderse; donde las voces
resuenan con una calidez que lastima. A veces, sospechaba que la ceguera lo haba vuelto
invisible; parecan no verlo, y era l quien estaba a oscuras. Las escuchaba escurrirse en el
silencio, evitndolo, porque conocan todas las respuestas. No tenan la culpa. De qu poda
hablarles sino de sus achaques, de antiguas tormentas fluviales, del escape oportuno en el
cuarenta y siete. Todo lo saban desde pequeas. Pap, cont una ancdota, le decan con
las caritas expectantes, iluminadas por el goce anticipado de sus aventuras marineras. Quin
se acordaba ya de todo eso. Ahora no tenan tiempo para historias.

Desde haca unos meses, sin embargo, la esperanza se aposent tmidamente en el hueco
de sus cavilaciones. Le hablaron de un mdico; nada acadmico, desde luego; un curandero
o algo as, pero que obraba maravillas; haba conseguido curas increbles. Se dej
convencer y empez el tratamiento. Yuyos para beberse en ayunas, agua enserenada para
lavarse los ojos y miel para las pupilas. Es cuestin de tiempo, no se desespere. Iba cada
semana con regularidad infalible. Esa salida le serva de distraccin, e incluso lo pona
contento. Se le notaba una leve impaciencia cuando se acercaba a la muchacha; un secreto
deseo de echarle el ala si recobraba la vista. Siempre le haban gustado las mujeres.

Ese da remolone bastante en la cama. La gara haba puesto plomizo el retazo de cielo
que aprisionaba su ventana. No daban ganas de sentarse en el corredor a tomar fro. Pidi
unos mates a la criada para alargar las primeras horas de la maana entre las cobijas tibias;
y slo al medioda, cuando escuch el regreso de sus hijas, la gritera de la chicuelada,
intent levantarse. Un dolor acerado le revent en el pecho, obligndole a recostarse
nuevamente. De pronto, ante su asombro, una [24] claridad incandescente le ense el
reverso de la ceguera, donde tampoco era posible rastrear los contornos.

Poco a poco se delimitaron la cama, la luna empaada del espejo en el ropero, sus
zapatillas gastadas en el piso, y el rostro de su mujer sonrindole oblicuamente desde el
cuadro. Una alegra desatada lo sacudi, imprimiendo a sus msculos el temblor acelerado
del desconcierto. Pens con estupor que los remedios lo haban curado. Ese mdico vala,
despus de todo. Su grito perfor el aire de la casa. Vea! Las palabras se tropezaron en sus
labios: en el cielo gris huan las nubes anunciando una lluvia inminente. Precipitadamente,
entraron las hijas. Voces, llamadas, urgencia en sus gargantas. Esa perfecta luminosidad lo
agobiaba y, para descansar, cerr los ojos un momento. Cuando recobr la conciencia no
tena idea del tiempo transcurrido. Todo se ofreca plenamente a su alrededor con la misma
familiaridad de antao. Tan slo sus hijas vestan de negro. Desde su nueva soledad, mir
sus ojos velados por el desconsuelo y comprendi que estaba lejos, del otro lado, en la
muerte. [25]

Samba
El sonido sucesivo, acompasado, inacabable del mar mora en la arena, deshacindose
en espuma. Con el bolso en la mano, los hijos atrs, camino de las compras, se encontr de
pronto con la msica -guitarra y acorden contagiadas de samba en una mesa de boliche
costanero- y entre ambas, una voz sin ms pretensin que convertirse en canto. La gente se
demoraba a escuchar sin detenerse del todo, como lamentando que esa msica estuviera
prendida a una mesa donde no se poda sentar.

A ella, el ritmo se le fue subiendo por las venas en oleadas calientes desde los pies, y
tuvo que hacer un esfuerzo para que no se le instalara en las caderas hasta desbarrancarlas,
o la dejase simplemente parada frente a los mulatos que tocaban con todo su cuerpo.
Secuestrada del espacio contingente, del minuto apresurado que marca su ritmo cotidiano.

En una mesa contigua, unos ojos intensamente azules comprendieron. Quin sabe por
qu apresur la marcha, entr en el negocio y compr lo que haca falta con una diligencia
ms amable todava. Sonrisas, saludos y naturalmente las averiguaciones de rigor sobre los
precios. Volvi sobre sus pasos, atraves la msica, contenindose otra vez. Sus msculos,
domesticados, obedecieron convenientemente la orden de no detenerse en la calle. De
pronto se sinti crucificada en el centro de una gran tela de araa, con los brazos y las
piernas separados, [26] y esos ojos azules contemplando, sin decir nada, el bolso de las
compras. Tampoco era libre el mar, prendido siempre al oleaje, pero cunta espuma hay en
l.

Lleg al apartamento. Cuando se sac los lentes de sol frente al espejo se dio cuenta de
que ni tras ellos era capaz de sostener una mirada. Le pesaban los ojos azules como
boquetes abiertos hacia un mundo vedado, y alcanzable. Le pesaban como un gran vaco,
como un brocal al que uno se asoma para buscar el fondo. Se avergonz; se mir
largamente los ojos; eran bellos tambin, a pesar de las lneas que ya comenzaban a
insinuarse. Se aplic sombra verde sobre los prpados; con un lpiz oscuro se deline el
contorno; se impacient ante un error repetido una y otra vez por sus manos inquietas. Qu
ansiedad la mova a equivocarse? Se acentu la lnea de los labios mientras pensaba con
satisfaccin que sobre el tostado de la piel, su boca rosada refulga. Agit los cabellos una y
otra vez, tratando de que se vieran vaporosos. Dej a los nios frente al televisor, las
compras sobre la mesa de la cocina, y sali a la calle.
Con el bolso en una mano, la alegra escurrindose entre los pliegues del vestido lleg
hasta la msica que an imantaba el aire de la tarde. Todo segua ah: la samba, los mulatos,
los pasos retardados de la gente, pero los ojos azules, aquellos ojos intensos y fijos que
comprendieron, ya no estaban. Se haba demorado demasiado. [27]

La casa del cuadro


Haba tenido un da pesado. La reprimenda del jefe segua amargndole la boca, sobre el
sabor del Fernet que se tom al salir de la oficina, la nariz metida casi completamente en el
vaso y sin dar conversacin a su vecino de barra, que lo miraba como queriendo
inmiscuirse en su silencio. Despus de las impertinencias de los compaeros, que lo
escucharon todo, condolindose con hipocresa del mal momento, se le desequilibr el
estmago. Aquella noche no escuch la radio ni hoje el peridico; prefiri retirarse
temprano a su habitacin, a ver si consegua dormir, y lo olvidaba todo.

En su cuarto de pensin, los muebles apenas ocupaban espacio, dando al ambiente una
amplitud desolada. No bien lleg, se meti en la cama, ladeando sobre la almohada dura y
estrecha la cabeza embotada. Por la rendija de sus prpados laxos observ el cuadro
colgado en la pared de enfrente. No era grande y los colores desvanecidos por el tiempo y
el polvo formaban un conjunto armonioso y amable que le sedaba los nervios, tensos por
las amarguras cotidianas. El marco, de un dorado viejo, contrastaba apenas con el amarillo
desledo de la pared, integrndolo a ella, como si fuera una ventana diminuta por donde se
pudiera escapar de la invariable repeticin de sus hbitos a ese vergel, que el artista debi
tener ante sus ojos cuando pint la casa.

No poda entender de dnde habra sacado ese cuadro la duea de la pensin, cuya poca
sensibilidad contrastaba [28] con las amplias dimensiones de su cuerpo. Tal vez algn
pensionista lo dej en pago del alquiler atrasado, y ella, por no perder totalmente el monto
de la deuda, lo colg en ese cuarto frente a la cama sin darle importancia. Ahora l lo tena
delante y lo miraba, atrapado por una sensacin extraa.

Le gustaba ese cuadro. Antes de entrar a trabajar como ordenanza sola ocupar su
desempleo en recorrer museos, y algo aprendi, entonces, de pintura. Pero no era la calidad
aceptable de la obra lo que le atraa, sino la atmsfera de placidez que la rondaba, la cual
pareca invadirlo a medida que se interesaba en los detalles. Las proporciones eran buenas,
la profundidad adecuada, el claroscuro sugerente. Entre matorrales espesos se alzaba,
rodeada de cautivante misterio, una casa solemne, de columnas altas y persianas prolijas.
La puerta con llamadores de bronce, y una hilera de ventanas veladas por la muselina de las
cortinas le conferan uniformidad y estilo. Era extrao, no poda dejar de mirarla.

En la cabeza se enredaban los hilos de su existencia: aquel minsculo puesto de


mandadero araando un sueldo miserable a los cuarenta aos; Delia esperndolo, hasta que
despus de un tiempo, lo dej por otro; la sospecha de su ineptitud; la amargura del
abandono. La soledad fue progresando en su interior. Empez a desaliarse. Le entr la
desidia de baarse. No tena el menor inters por las cosas cotidianas y el trabajo se
convirti en una rutina indispensable para no morirse de hambre nada ms.

Se qued con los ojos fijos en la puerta de esa casa, prendido a la solidez de su fachada.
Era de dos plantas y pareca habitada. Le gustara saber quin era el dueo; en qu ocupaba
las horas; seguir los mviles ocultos de su comportamiento; espiar los altercados de su [29]
corazn. La ubicaba en las afueras, no muy lejos de la ciudad, en todo caso, en la campia
de cualquier parte. En el segundo piso, el realismo del pintor consigui darle a la cortina de
una ventana la sensacin de movimiento. De pronto un sobresalto le movi la quijada.
Insisti con los ojos, buscando a alguien junto al marco, atisbando el jardn desde su calma;
alguien que al principio no distingui y ahora se revelaba como una presencia misteriosa e
imprevista. Se estaba durmiendo. Eso era todo. Como de lejos le molestaron de nuevo los
exabruptos del patrn; su voz seca y atiplada, que daba ganas de oprimirle la garganta hasta
estrangularlo para hacerla callar. El hombre se la tomaba con l cada maana con la
puntualidad de un desayuno: lo disminua hasta el ridculo o con ampulosos halagos lo
haca sentir un insecto. El halago es tambin una forma del desprecio. S, una forma del
desprecio. La rabia la bloqueaba la respiracin cuando se acordaba. Ciertamente se senta
un insecto minsculo y vil. Era minsculo y vil cuando segua de cerca las pisadas del
patrn a todas partes, con las propias determinaciones prendidas a su tranco, como si no
pudieran existir lejos de l.

Sin saber cmo, se encontr dentro de aquella casa. No recordaba haber usado llave o
que alguien le franqueara la puerta; simplemente estaba all, trasponiendo el umbral
impregnado de magnolias, subiendo ya las escaleras hacia la habitacin donde la cortina
pareca vacilar de vez en cuando. El mayordomo lo salud con una sonrisa de respeto, y
supo que ella lo esperaba arriba. Llegar, sacarse los zapatos, sentir sus manos, sumergirse
en el sueo; entonces sospech vagamente que deba volver a algn lugar, cuya ubicacin
se le escapaba de la memoria. La misma seguridad de su existencia se perda en una
nebulosa gris, como si se cayese de alguna parte. [30]

A la maana siguiente, cuando el sol seccion la habitacin con una franja de luz, se
entretuvo mirando las partculas de polvo que se movan caprichosamente en el aire
iluminado, revelndole un universo minsculo que terminaba abruptamente donde se
interrumpa la claridad. Le sobrecogi la evidencia de esos dos mundos superpuestos, tan
dispares y reales a la vez, coexistiendo en la misma habitacin sin que nadie lo notara, hasta
que una circunstancia fortuita los pusiera en evidencia. Un fenmeno tan simple como un
rayo de luz lo anonad. Le inquietaban las cosas que permanecan ocultas. Las cosas
veladas, slo porque se desconoce la clave para comprenderlas; los enigmas.

El amargor persista a los costados de su lengua, un poco pastosa todava.


Distradamente cumpli el horario de oficina, y aquella noche, a pesar de ser jueves, no fue
al cine. Se qued en la pensin tirado sobre la cama en absorta contemplacin. Escudri el
cuadro de un ngulo a otro, encontr lricas que hasta entonces, curiosamente, se le haban
escapado. Afuera arreciaba la tormenta. Las pisadas menudas de la lluvia sobre el techo de
zinc lo adormecieron. La araa del comedor estaba encendida, y ella, esplndida, dentro de
su vestido color malva. Se sent a la cabecera de la mesa a saborear cada bocado,
intercalando trozos de pollo con trozos de conversacin. Ella lo escuchaba con solicitud,
inclinando la cabeza con ese gesto tan suyo que lo incitaba a besarle la nuca. Era feliz. De
repente, sin entender por qu, una inquietud extraa se le trep a los dedos de los pies,
escal sus flacas piernas cruzadas hasta imprimir en su rostro una crispada vacilacin.
Ella, lo not? De cualquier forma no dijo nada, y aquello dej flotando en el aire una
momentnea ambigedad, como una incomodidad que no sabe dnde sentarse. En ese
instante el mayordomo le alcanz una tarjeta [31] sobresaltando al silencio. Los asuntos
pendientes, sus fincas, las plantaciones lo requeran constantemente; los administradores lo
consultaban y l deba prestarles atencin. Siendo el dueo de todo era lo normal. Para que
los negocios anduvieran bien, el nico secreto era atenderlos, pens con satisfaccin, dando
por finalizado el almuerzo. Se despidi de su mujer, y ya sala, cuando el mayordomo le
dijo con voz amable: No se olvide de la llave, seor, y se la puso en el bolsillo.

La sensacin de vaco se intensific cada maana pesndole en el pecho como una gran
ausencia. El reloj le taladraba la cabeza con su chicharra acatarrada, recordndole que si
perda el mnibus llegara tarde a la oficina, y si llegaba tarde tendra que vrselas con los
improperios del jefe, y era capaz de no aguantar ms y zamparle en la cara algn escupitajo
verbal que le costara el puesto. A su edad, sin preparacin especial y el poco inters que
senta por las cosas, no tena muchas posibilidades de ubicarse en otro lado. Una vez
despierto, el tormento se instalaba en l: Haba que obedecer al reloj, parar esa campanilla,
levantarse cuanto antes, salir a la calle a toda carrera para no perder el mnibus, llegar a
tiempo a la oficina y rellenar como pudiese el desabrido curso de las horas con esos gestos
de aceptacin, tan suyos, durante todo el da.

Las lluvias se hicieron ms intensas esa temporada, prolongndose como un


aburrimiento gris. Con los zapatos mojados, sin impermeable y el paraguas destartalado, no
fue difcil contraer un resfriado, despus una fiebre y ganar la cama, donde tuvo que
soportar, da tras da, la indiferencia de la duea, que siempre le suba el caldo fro. Lo peor
era ese vano esfuerzo por despertar. Quera huir con desesperado aturdimiento de esa
pesadilla que lo ahogaba bajo las sbanas; de la fiebre latindole en la piel, sin que nadie lo
cuidara; [32] de las averiguaciones furibundas del patrn sobre su ausencia y las
subsiguientes amenazas de despido si no volva al trabajo a la maana siguiente. La cabeza
le pesaba en tanto sus huesos se destacaban cada vez ms bajo el pijama pegajoso de sudor.
Ese obstinado propsito de despertar no cesaba nunca, salvo de noche cuando volva a la
casa y encontraba a su mujer, sonriente, frente a la chimenea prendida; al mayordomo
solcito, pronto a entregarle la correspondencia. El vestbulo perfumado de magnolias. Las
cosas en su sitio. La puerta abierta. Como de costumbre, las luces del comedor ya estaban
encendidas; las bandejas cubiertas con campanas de cristal dejaban filtrar su aroma hacia el
saln, abrindole el apetito. Su mujer: ms hermosa que nunca. El deleite anticipado de las
sbanas tibias junto a ella le cosquilleaba entre las piernas. La deseaba. De vez en cuando,
sin embargo, lo agobiaba una confusa desazn: el temor a tanta felicidad.

Aquel ao las lluvias se prolongaron ms de lo habitual. En la casa de pensin, el agua


se col por las goteras inundando los rincones del cuarto sin que nadie se ocupara en secar
los charcos. El encierro prolongado vici el aire a su alrededor, intensificndole los
espasmos de la fiebre; el patrn termin por aceptar que un ser tan anodino como l poda
enfermarse tambin. Cuando el mdico diagnostic neumona la casera, de puro cristiana,
lo dej tirado en la cama en lugar de enviarlo al hospital. Desde su impotencia dolorida
tuvo que tolerar su aureola de santidad, a pesar de que nunca se acordaba de alcanzarle el
plato de caldo a la hora conveniente.

En la casa de la campia le contaba a su mujer sobre aquella habitacin enrarecida por


los vahos de la fiebre; le detallaba con prolijidad los pormenores de su postracin; el
descuido en que lo tenan. Perda el color, levantaba [33] la voz con urgencia atropellada,
insista en lo mismo hasta que, con la cara entre las manos, se quedaba mirando fijamente el
fuego, mientras ella le repeta, una y otra vez, que no hiciera caso, que todo eso eran
pesadillas por el exceso de trabajo. Deba dormir ms, volver ms temprano. Con voz
aterciopelada le pona susurros en la nuca hasta verlo tranquilo. Luego pasaban al comedor
donde la conversacin transcurra con esa dulzura que tiene la campia poco despus del
atardecer, antes de que se cierre definitivamente el da.

Con excesivas manifestaciones de pesar se santiguaron una maana los pensionistas. El


del nmero catorce haba muerto durante la noche sin que nadie escuchara nada. Se llam
al forense para los trmites acostumbrados; cada quien dio su opinin infalible y tarda. La
duea, autoritaria y llena de conocimientos, abri la ventana para disipar los vapores de la
enfermedad, los peligros del contagio. Todo haba terminado, por fin, sin mayores
contratiempos. El alivio deambulaba por el corredor.

Cuando la claridad hizo patentes los contornos, los inquilinos notaron que el muerto
apretaba una llave en la mano izquierda. Al principio pensaron, no sin cierta extraeza, que
sera de la habitacin. Pronto se comprob que esa llave no calzaba en ninguna de las
puertas de la pensin. Ante la sugerencia de que fuese de la oficina, el patrn neg con
despectiva superioridad la mera posibilidad de semejante circunstancia. En el cuadro
colgado frente a la cama, las manchas de humedad haban arruinado la pintura pero la casa
segua all. A travs de la puerta, que pareca abierta, las luces del saln estaban
encendidas, pero eso, nadie lo not. [34] [35]

El sueo de la Reina de Saba


En un pueblo del Yemen, llamado Saba, reinaba Balkis, hermosa entre las hermosas, y
de violentas pasiones. Hasta su reino rodaron, con el arenoso andar de los caminantes, las
noticias de un rey, cuyas tierras abarcaban el nacimiento y la muerte del sol. Se saba que
adoraba a un solo dios, quien derram sabidura sobre su corazn, por lo cual, l,
agradecido, erigi en su honor un templo resplandeciente.

Balkis, Reina de Saba, hermosa entre las hermosas, prestigiaba su corte con la
innumerable sagacidad de sus sabios, pero ninguno osaba compararse en inteligencia a ese
rey que sin pedir riquezas las obtuvo, no obstante, en inmensa cantidad.

En la frente de Balkis, una maana, apareci una sombra. Una incierta tristeza la
envolvi; apart sus paseos de los bosques de maderas aromadas y su atencin de las
obligaciones poderosas. En la alcoba reclin su desvelo cada vez ms temprano, y el pueblo
murmur que estaba enferma.
Mdicos y sabios, videntes yemenitas y hasta remotos hechiceros fueron convocados
para descifrar el enigma, pero ella a nadie abri su corazn. Su mirada, prendida a un punto
invisible, se le llen de sombras.

Al conjuro de frmulas mgicas muchos intentaron arrancarla de aquella vigilia que


rondaba el sueo permanente. En consultas y concilibulos los consejeros [36] del reino
decidieron que emprendiera un viaje a los dominios del Rey Salomn, el ms sabio entre
los sabios, para exponerle los secretos de su corazn.

La caravana parti con el alba el primer da del mes de sif y fueron largas las jornadas
mecidas sobre la indolencia de los camellos. En su litera, ornada de pedrera y telas
preciosas, Balkis, hermosa entre las hermosas, pareca la Reina ms soberbia de la tierra, a
pesar de su mirada ausente y la persistencia de su silencio.

Cuando se acortaron las distancias, acompaada de aromas extraos y exquisitas


esencias vegetales: de mbar y madrporas para fines ocultos; de coros de flor de harina,
aceites de oliva y miel para halagar la soberana majestad del rey, Balkis vio, al trasluz de
los velos de su litera, una esplendente muralla en el centro del amanecer.

A medida que la caravana acortaba el valle, se dilataba su asombro, tanta era la


magnificencia de aquella sucesin de aposentos, columnas y prticos ofrecida ante sus ojos.

Escalonadas trompetas celebraron la presencia de la Reina, que atnita atraves las


puertas ornadas de palmas y guirnaldas cinceladas en oro.

All, en la Casa del Bosque del Lbano, junto a las piedras del prtico del juicio, donde
expondra la incertidumbre de su alma, se sinti extraamente empequeecida.

En los ojos del Rey brillaba la invitacin a la palabra.

-Rey, entre los reyes el ms sabio, hasta mi pueblo ha llegado la fama de tu sabidura, y
de tu limpio corazn. Vengo a ti buscando el apaciguamiento de mi espritu. [37]

Hace muchas noches me encontr en un desierto con una doncella ceida de telas
exticas y perfumes; pareca esperar el paso de alguna caravana retrasada por algn motivo
misterioso. Yo no s por qu estaba all, mirndola; pero tuve la certeza de que deba
permanecer a su lado para presenciar algn suceso extraordinario. Ella era hermosa y
distante, y en sus rasgos encontr cierto aire familiar, aunque no pude descifrar adnde
haba visto ese rostro, como no fuera en los bronces pulidos de mi palacio. Casi al
amanecer apareci una turba de mendigos cuyas tnicas andrajosas despedan un olor
nauseabundo. El ms enjuto y contrahecho, el de rbitas ms hundidas y violetas y dientes
carcomidos, se detuvo delante de ella para mirarla, y como si la reconociera, le escupi a la
cara echndose a rer despus de una manera tan incierta, que me qued dudando si lo haba
hecho adrede o debido a alguna imperdonable confusin. Todo mi ser se revolc de
indignacin y hasta levant la mano con violencia para golpearlo, la cual se qued inmvil
sbitamente en el aire.
La doncella estaba all, con los brazos cados, como esperando ser mancillada. Entonces,
extraamente, sin demostrar sorpresa o traslucir ira ninguna su rostro se llen de sonrisa y
en sus ojos apareci una expresin tal de mansedumbre que me sent avergonzada.

En ese momento sonaron los cuernos precursores de la aurora y comprend que todo
haba sido un sueo. Ya llegaban mis siervas con las bandejas de plata cargadas de frutas
para agasajarme, rodeando mi lecho ataviado de sedas, cuando de pronto, como
desprendida de la tibieza de mi almohada, surgi la sonrisa de esa doncella en cuya mejilla
encarnada permaneca el insulto. Desde entonces la paz huy de m. Esa sonrisa me
persigue espantndome el reposo. [38]

Ni la ciencia de mis sabios, ni la clarividencia de los hechiceros, ni la extraa lucidez de


un demente, que tengo por distraccin en mi palacio, han podido interpretar mi sueo, y
tengo miedo. Un miedo atroz de que pueda existir un ser tan distinto de m, a quien le
escupen en la cara y sonre.

La Reina que, a pesar de su regia condicin, se haba hincado mientras hablaba, levant
la mirada y la dej inmvil en los ojos del Rey Salomn.

-Podr el rey del templo resplandeciente, el de corazn penetrante, desentraar mi


sueo devolviendo la paz al recinto de mi alma?

Salomn baj los prpados; busc en el tiempo; remont la grieta de los siglos y vio un
hombre colgado de una cruz, a quien adoraban los esclavos y los mansos de corazn.
Entonces comprendi.

Con lentitud modul estas palabras:

-Yahvh, mi Dios, que me ha concedido un sabio corazn, me dice que t, Balkis, Reina
de Saba, hermosa entre las hermosas, y despiadada, has soado con un tiempo que vendr.

Cuentan que a su regreso, en Saba, Balkis se quedaba pensativa al anochecer, y sus


esclavos eran menos azotados que antes. [39]

La visita
Recostado contra la pared, el catre apenas cubierto se llenaba de la arenisca del revoque
descascarado y spero; bajo la repisa deshabitada una silla se perda bajo el desorden de sus
ropas; y en la penumbra del espacio restante: una mesa mohosa y rstica. Marciana
extendi los brazos desperezando su morena indolencia. Con un cordn blanco se anud el
pelo, se pas el dedo mojado en saliva sobre las cejas para alisarlas, mientras le sonaban en
los odos las mismas palabras de siempre: No puedo creer que la quieras, si no te ocups de
ella para nada. Los rayos del sol se filtraban incisivos por las grietas del ventanuco,
moteando de luz las sbanas radas; su almohada flaca, donde el vaho caliente de la cabeza
an no se haba disipado. Segua acosndola la vieja voz: Es una vergenza, teniendo todo
puesto. Claro, no pods salir los domingos por su causa, y por eso te molesta. Buscale otra
madre que la cuide, si no la vas a tener como se debe. Afuera, la luminosidad encandilaba
la maana. El brillo desmemoriado de sus ojos la escrut desde la reprisada imagen del
espejo, como perdido en una antigua quebrada de silencio. Era intil hablar. Slo el eco la
golpeaba con su montona insistencia: Para hacer el hijo estuviste lista; pero ahora, que se
pudra en las meadas de la noche; total, a vos qu te importa. Toda llagada est la pobre, y
cmo no va a ser as, si no la cambis nunca, y despus le pegs cuando llora. [40]

Lade la cabeza mirndose la nuca, donde colgaba con barata coquetera el cierre de la
cadenilla que le regalaron la otra noche. Un resplandor aguachado se le col entre los
prpados, que al entornarse se tragaron la luz. Se qued all, a oscuras, un ratito, donde
nadie pudiera pedirle cuentas. Despus de todo, era su cuerpo, y ella poda hacer lo que
quisiera con l; pens encogindose de hombros con indiferencia. El peine juguete con
desgano una vez ms entre la cascada renegrida de su pelo, y en el agua fra de la palangana
se sumieron los restos adormilados del sueo. Su contacto le calm los picotazos en las
sienes, las horas trasnochadas. No recordaba bien, salvo sus carcajadas desparramndose
sobre la mesa de aquel club de barrio: el Atltico; los vasos ultrajando el mantel de vino
tinto cuando se volcaron. Eran dos, de eso se acordaba, pero ahora ni saba con cul pas la
noche. Es de plata, le dijo, ni bien se la puso. Chucheras, pens, pero parece. Creen que
una es idiota por completo.

De una fiambrerita arrinconada sac el paquete de yerba; prendi el calentador y esper


que hirviera el agua para cebar el cocido del desayuno: Cocido negro y galleta, eso sera
todo nuevamente. Le dolan todava en la cara aquellos reproches, como escupitajos
ensuciando su memoria: No te echo a la calle por esa inocente, si no, ahora mismo te
mandaba. Pobre criatura, ni siquiera su madre quiere cuidarla. Sorbi poco a poco, casi
quemndose. Viva en esa pieza desde aquella tarde que la despach la patrona con la
consabida retahla de que no cuidaba bien a la criatura, y fue a pedirle ayuda a una prima de
Andrs, que era su amiga. Andrs. Distanci la mirada del recuento repetido de sus das y
record las tardes de domingo, cuando la esperaba, recostado contra la muralla de la casa:
las manos atrevindose sobre sus redondos pechos apretados, apenas caminaban unos
pasos. [41]

En ese casero todas las piezas eran iguales, demasiado estrechas y sin ventilacin; las
goteras se multiplicaron con las lluvias y ahora, a pesar del calor, el piso de ladrillo le
enfriaba los tobillos con sus hmedas lenguas ascendentes. Por las rendijas de la puerta se
colaba el ajetreo de la noche, la gritera del conventillo en la maana. Manejarse sin luz y
traer agua de los vecinos eran cosa corriente desde haca tiempo. Slo lo pasaba bien
cuando sala. La plata se la gastaba casi toda en empaquetarse un poco, para que la mirase
alguien, claro. Su madre acept finalmente atenderle la criatura; la visitaba de cuando en
cuando, por supuesto, si le quedaba tiempo; a veces le llevaba algo tambin, pero ya no la
reconoca, ni le deca mam como al principio.

En su mente los recuerdos seguan un desorden paralelo. No importaba realmente cmo


haba sucedido todo, porque los hechos cabalgaban simultneos, atropellndose unos a
otros, adelantndose a veces, atrasndose otras, entreverndose siempre. Son esas cosas que
suceden de repente porque se dan las circunstancias: Unos das en el campo con la patrona,
un tiempito sin verlo, y pasa. Pero le quemaban todava el amor propio las risotadas de los
personales cuando lo vieron salir de su cuarto aquella noche, y ella lo escuch todo tendida
an sobre la cama. Una semana pas antes de enterarse de la apuesta de Raimundo: que la
echara en la primera vez sin problema. Le jug sucio, simplemente. Al poco tiempo
comprob que estaba embarazada. Habr sido en la estancia, durante las vacaciones de
invierno, sentenci la patrona. Es la cara de Raimundo, decan todos; hasta el patrn se dio
cuenta del parecido, cuando la vio en el lavadero, sentadita en una silla. Desde entonces la
arrumb en el cuarto de servicio; no la sacaba ni cuando el sol arda en las baldosas del
patio. Su intento de culpar del embarazo a [42] Andrs ni siquiera tuvo un comienzo; en
cuanto lo supo desapareci sin entrevero de palabras. La patrona la despidi despus, de
todos modos, porque no cuidaba bien a la criatura. Te perd la confianza, le dijo, y as
comenz a andar por los bares. Trag un pedazo de galleta embebido en el turbio consuelo
de la maana. Por suerte comi bien la noche antes; ella no se iba a la cama con ninguno
sin que le diera de cenar primero. Aquel trabajo fue el nico en casas de familia, y
seguramente el ltimo. Prefera pasar hambre a escuchar todo lo que es bueno que se haga
cada da.

Varios cuartos abran sus puertas desvencijadas a un patio de arena fina, bien barrida,
donde de tarde en tarde se sentaba con las vecinas a charlar de cosas nunca sucedidas, y
callar otras de triste recuerdo. Una enramada, renegrida por la intemperie y el tiempo,
sostena un jazminero que embriagaba el viento con sus corolas blancas. Le gustaba
demorarse sobre la taza, con la ventana abierta mirando hacia afuera, rememorar los
encuentros candentes con Andrs durante aquel verano de siestas cegadoras y retornos
crepusculares. Da de salida entre sus brazos; la ida al cine, como cualquiera; la milanesa a
caballo con cerveza en algn bar de los suburbios, por la noche. Esas cosas se le antojaban
ahora placeres irremediablemente perdidos. Acompaada de Andrs olvidaba los plagueos
incansables de la patrona, las rdenes en remesas sucesivas; las veladas injurias; hasta el
retorno al trabajo se volva placentero al da siguiente, con la alegra del deseo satisfecho y
el desparpajo de la juventud reventndole la blusa fresca. Sentirse mujer, y divertirse; ser
joven y amar: era todo lo que deseaba. Luego vinieron aquellas vacaciones en la estancia, la
imposibilidad de hacer algo a tiempo, y el hecho irreversible de ser madre. [43]

Se puso el vestidito de algodn con flores grandes que le daba ese aire de decencia que
convena. Ahora no tena hombre, ni lo quera. Para lo que sirve tener uno. Lentamente se
prendi los botones; orillando recuerdos la cara se le cubri de sombras. La dej sola, antes
de saber siquiera que no era suyo. Ahora poda elegir a cualquiera, y ya no le importaba.
Mir largamente su rostro partido por la grieta del espejo, que la miraba. De un clavo tom
el bolsoncito de cuero manoseado, revis si tena cambio suficiente para el pasaje, y sali a
la desnuda claridad. Luego de cerrar la puerta con llave se demor cortando jazmines.
Siempre elega los ms tupidos y a punto de abrir, para que durasen. Aspir el aire
perfumado con los ojos velados por una envejecida tristeza, y se dej ir lentamente calle
abajo con aquel ramito blanco entre las manos. Ese da era domingo, y como todos los
domingos, desde que la perdi, haca una visita a la tumba de su hija. [44] [45]
Nilo
De la primera vez que me arrearon tengo un vago recuerdo. Ahora en el corral, entre
tantos como yo, se escucha el bufido de las madres que protestan por los atropellos. Nos
apretamos todos bajo un sol que nos recorta; seguimos la voz de los peones, sus gritos
largos; enceguecidos de polvo y sudor entramos al torn. Tengo un miedo pavoroso de
seguir adelante. Entonces entr sin resistir porque no saba nada, pero ahora apenas puedo
dominar mi miedo. Por un lado me aprietan los portones y por otro me clavan una picana
cerca de la nariz.

Recuerdo que aquella vez, al salir del brete, me pialaron por detrs; prendidos de mi
cola, me tiraron al suelo. El humo empaaba las figuras que se movan a mi alrededor; me
picaban los ojos y me qued muy quieto. Un hombre se acerc y me cort una oreja, otro
me reban la cola; sent que alguien gritaba marca!, y me estamparon un dolor que me
lleg hasta adentro, quedndose ah durante varios das. Con habilidad me abrieron las
patas traseras, escuch a la misma voz anunciando mi sexo. Un pen imponente se acerc,
entrechocando los flecos de su piernera, probando el filo del cuchillo con la yema de los
dedos. Certeramente me hizo un corte y me estir una brinza, despus la otra. La sangre
caliente me fue acariciando la barriga al derramarse. El dolor era insoportable y mug largo.
Cuando aflojaron el lazo, me levant, sacudindome [46] el polvo. Aunque me dola mucho
lo disimul parndome con aire indiferente frente a la peonada. Iporit -decan-, y yo
aprend con el tiempo que era un animal de primera. La patrona me mir desde sus ojos
verdes. Se le notaba la admiracin en la cara sobre la tristeza de mi sangre. Despus supe
que me castraron porque era un flekviek, y en la estancia de mi patrn los toros padres son
todos nelore o mochos negros. Me mandaron al potrero con mi madre, que me lami las
heridas. Su lengua resignada les serva de consuelo.

Mi cara era buena y mi cuerpo rollizo. Me llamaron Nilo, aunque en un principio todos,
en broma, me decan Lente, porque mi cabeza era blanca pero mi cuerpo negro, y mis ojos
se perdan tambin en dos manchas negras.

Pronto comprob que yo nunca podra subirme a una vaca. Que no tendra nunca
compaera, ni siquiera por un tiempo. Me senta disminuido dentro de mi cuerpo sin sexo,
cuando los cebes, orgullosos y altivos, olisqueaban a las hembras. Al poco tiempo se los
apart para que estuvieran con ellas. Yo era un novillo y me qued en la manada.

En el campo, el viento y los pjaros, que se coman mis parsitos, me hacan la vida
agradable. Cuando el sol me envolva como un fuego, buscaba el monte; y si llova, dejaba
que la lluvia me lavase el pelo; aunque a veces, en invierno, tena fro. Siempre me gust la
luna porque convierte el campo en una distancia lechosa llena de murmullos ocultos.
Muchas veces, despus de aquello, me trajeron al corral. Me encontraba con los ojos de mi
patrona. Ella me haca fiestas y todos ponderaban mi porte.

Aquella tarde escuch que mi patrn le deca: De aqu puede salir el viaje a Europa. Yo
no saba de lugares [47] ms que los lindes de mi potrero, pero le vi en los ojos un brillo tan
intenso que me alegr con ella.
Nde estado por -decan los peones al mirarme-. Junto con otros me apartaron. Por una
vez me sent diferente y hasta tuve la loca ilusin de ser importante. Despus de pasar por
la bscula, sub al camin trasganado con los dems, y ahora me llevan lejos.

Al cabo de muchas horas nos detuvimos. Escuch voces, gritos. El olor de la sangre me
frunci la nariz. [48] [49]

La venganza
A
Chiqui

Ir a la oficina no era un suplicio precisamente, pero s, una lucha puntual, como un


lluvioso cansancio sin trmino.

Desde su rostro enjuto, los ojos oblicuos parpadeaban con refinada malicia oriental.
Tena las uas largas, agudamente pulidas, y en el ndice de la mano derecha un topacio
engarzado sobriamente en oro blanco. Vesta a la usanza occidental, con esa pulcritud que
no haca sino realzar su figura esbelta, casi evanescente cuando se lo miraba a contraluz.
Tena algo extrao sin que se pudiera afirmar qu. Nadie pudo precisar jams cuntos
otoos haban dejado su hojarasca sobre el rostro esttico y duro del Embajador, pero la
diferencia de edad entre los dos, evidentemente, se notaba. No obstante el tiempo que
llevaban juntos, sus relaciones eran distantes, aspticas, como obedeciendo a un esquema
misterioso. La eficiencia cronomtrica de ella y las exigencias excesivas de aquel carcter
singular los haban unido en una simbiosis perfecta, que goteaba, sin embargo, un peso
cada vez ms insoportable sobre su femenina condicin.

Era el Embajador un hombre fro, corts e incisivamente inteligente; aunque detrs de


esa reservada cordialidad no poda ocultar, ni se lo propona, su deseo ilimitado de
dominio. En la oficina todo llevaba el sello de su implacable severidad. Las cosas ms
nimias deban hacerse a su manera; los muebles permanecer exactamente [50] donde l lo
dispona; la mquina de escribir a una determinada altura; las ventanas entornadas en cierto
ngulo; hasta las flores se abran en su despacho con una infatigable regularidad. A su lado
toda iniciativa era imposible, un defecto tal vez, incluso un delito atroz. Semejantes
excentricidades, reidas en absoluto con el sentido comn, no tenan otra explicacin salvo
el placer desmesurado que le produca imponer su voluntad.

Cuando tom el empleo, estas rarezas no la molestaron siquiera; las consider manas de
un viejo acostumbrado a mandar, pero con el paso de los meses ese cmulo de mnimas
mezquindades fue socavando su resistencia, dejndole un persistente amargor. Aunque esta
rutina llevaba aos, nunca se haba tomado un da de vacaciones. Hasta pareca mentira! El
Embajador no se las negaba precisamente, pero ante la ms mnima insinuacin, siempre se
presentaba alguna reunin inesperada, un informe impostergable o una conferencia de
ltimo momento, y ella deshaca sus proyectos, as como fueron hechos, en silencio.
El Embajador tena sin embargo algunas deficiencias: su espaol era increblemente
pobre, no obstante el tiempo vivido en el pas. Por eso, ella lo acompaaba al mdico cada
vez que se senta enfermo; y ltimamente, lo estaba con frecuencia. Era grotesco verlo,
desprovisto de su diplomtica solemnidad, tendido en una camilla con la sabanita blanca
tapndole escasamente los esculidos miembros, mientras ella, ubicada prudentemente en la
penumbra, traduca con monocorde discrecin las dolencias de sus msculos cansados, su
fisiologa deficiente. La frecuencia de estas visitas la pusieron sobre el filo de la histeria,
haciendo rebasar la rectilnea medida de su estoica e imperturbable dedicacin. [51]

Tal fue la humillacin de participar activamente en las vicisitudes orgnicas de su


Embajador, que al verlo restablecido le comunic su decisin de tomar vacaciones. No fue
fcil arrancarle una respuesta afirmativa, pero vislumbrando un retiro definitivo, el viejo
opt por aceptar.

Desde ese da un postergado entusiasmo le bailaba en los pies, se volvi ms gil, ms


fresca; a los gestos aprendidos en el hbito de la eficiencia se sobrepuso una mirada, que a
pesar de la vigilancia del Embajador, se perda frecuentemente en los vidrios asoleados del
ventanal. Finalmente saldra de vacaciones. Su sistemtica renuncia le pareci entonces
algo remoto e incomprensible, como si nunca hubiese sucedido o tal vez le hubiera ocurrido
a otra persona. Aprovech el tiempo que le quedaba haciendo planes, comprndose ropa en
una casa de moda y soando con el mar.

Las relaciones con el Embajador durante los das anteriores a la partida fueron de una
lejana y congelada cordialidad. De la luz penetrante de sus ojos se desprenda un esttico
resentimiento, no manifiesto pero intuido, algo as como un turbio deseo de fracaso. Un
saludo breve y ceremonioso cerr la despedida.

Esa tarde, cuando sali del escritorio, el sol doraba los naranjos alineados en la vereda,
las casas parecan desmoronarse a su paso y todos los rostros le sonrean. Sinti en sus
tacos altos la urgencia de alejarse de ese lugar contaminado de opresin y sabore por
anticipado los veinte das que se le ofrecan como un pasaje hacia el reencuentro. Veinte
das tendida en la arena con el cuerpo salado de mar; veinte das cubierta de espuma: ella,
ella misma, limpiando los vestbulos de su memoria. Sin verlo, ni escucharlo, ni ajustarse a
sus deseos. Sola. Cerr los ojos y se dej ir por ese espacio libre hacia las dunas rubias de
la costa, hacia el olvido. [52]

Esa noche acomodara en la valija su ropa pulcramente planchada; en un bolsn pondra


la malla, unas toallas y algunos libros; en la cmoda esperaba el sombrero de playa y un
maletn de mano, con todo lo necesario para sentirse hermosa. Recost la cabeza en la
almohada hasta encallar en las mareas del abandono. Senta el agua en sus rodillas, las olas
salpicndole el pelo, y esas noches, tan noches, donde la urgencia se desvanece. Nada que
recordar al da siguiente, ninguna orden pendiente, ninguna reprimenda temblndole bajo el
calor de las mejillas. Nada, slo ella y el mar.

En la soledad de su cuarto de soltera, durmi bastante mal, por la excitacin de la


partida. La posibilidad de alejarse del Embajador aunque fuese por unos das le pareca
imposible. Antes de que sonara el despertador, el telfono la sobresalt, tensando cada uno
de sus msculos. Era el Tercer Secretario de la Embajada; peda disculpas por llamarla tan
temprano. Senta mucho molestarla, pero algo muy penoso haba sucedido aquella noche.
S, a las tres de la madrugada, lamentablemente, y de improviso, haba fallecido el
Embajador. Ella deba presentarse de inmediato a la oficina para ocuparse de los trmites
correspondientes.

A la tarde, cuando lo vio tendido sobriamente en el cajn de bano, elegido por ella con
tanta meticulosidad, se qued tiesa, anonadada de estupor. All estaba l con la muerte
adherida a su figura como un traje de calle, aunque detrs de su mscara oriental se le
antoj viva una mueca de sarcstica satisfaccin. [53]

Y... anda por ah noms


Las luces de la sala ya estaban encendidas, aunque evidentemente era demasiado
temprano. Recin llegada del centro con los bocaditos para la noche y justo ahora se
presenta la cocinera con su vieja historia. Desde haca tiempo lo saba: era inevitable que se
fuera. Cumpli su ciclo, deca Lalo. Bueno, haba que apurarse, tener todo listo para las
ocho.

La mesa vestida con el mantel bordado en punto cruz ofreca las bandejas y los vasos
brillando en lneas circulares. Con ojo crtico lo abarc todo. Las flores en los rincones, la
casa oliendo a limpio. Arriba se baaba Dieguito y dorma el beb. Una reunin... y justo
hoy que no estaba Lalo. Diligentemente form abanicos con las servilletas de papel en las
esquinas de la mesa dejando los bordados al descubierto para que lucieran, en tanto daba
rdenes a la cocinera, que no perda la ocasin de recordarle su retiro del da siguiente. Los
hombres seguramente no vendran... al no estar Lalo. Su madre, sus hermanas y las tas, eso
sera todo.

Era lindo reunirse de tanto en tanto, a comentar cmo andaban las cosas, aunque ahora
haba que tener cuidado: Se controlaban las reuniones; se deca que la situacin estaba fea;
hasta de revolucin se hablaba. Vaya uno a saber. Un miedo general se agazapaba detrs de
las persianas de las casas, aunque todo pareciera igual. Tal vez fue una imprudencia
invitarlas; tenerlas a todas [54] aqu; pero qu otra alternativa le quedaba siendo el
cumpleaos de mam.

Todo estaba dispuesto, como le gustaba. Un cosquilleo de satisfaccin se le subi a las


mejillas esparciendo su tibieza. No poda evitar ese orgullo de seora de su casa. Entonces
escuch los golpes. Pero quin podra ser a estas horas?

-La seora, viene una chica que dice que vos la conocs, que se llama Luisa.

-Quin? -No se acordaba, Luisa, Luisa-. Ah, Luisa. Bueno, decile que pase un ratito,
pero avisale que estoy apurada, que tengo gente a cenar, no sea cosa que se quede
demasiado. -Qu querr? Tanto tiempo sin venir por aqu y ahora me cae. Cuando
Dieguito tena tres aos trabaj en casa. Tambin estuvo conmigo la hermana, Gabina. Qu
chica linda; ingenua y pcara a la vez. No s. Tena algo delicioso. Fue niera de Diego un
tiempito. Record su cara redonda, donde los hoyuelos de una inusitada profundidad
desaparecan sin dejar huellas cuando estaba seria. Se le notaba la vocacin de amar en los
ojos. Haca tiempo que se fueron las dos, y ahora de repente se presenta Luisa. Qu raro.
Bueno, tendra que atenderla, aunque fuese un ratito. Se haban portado bien con ella, en
realidad.

-Cmo ests, la seora? Pas por ac y entr a saludarte. Vengo por si necesits
cocinera. Estoy sin trabajo.

-Ay, Luisa, qu casualidad, justamente la ma se va maana. Si te gusta pods quedarte


desde hoy mismo. Es el cumpleaos de mam y necesito una mano.

-Bueno. No tengo problema. Si quers me quedo.

-S, pon tus cosas en la pieza y...

-No traje nada todava, vine as noms, por si acaso. [55]

-Bueno, no importa; and poniendo las sillas alrededor de la mesa como vos ya sabs
mientras voy a baarme. -Entonces le pregunt por la hermana. No s por qu se sobresalt
y me desvi la mirada, pero me dijo:

-Y... anda por ah noms.

Iba a preguntarle algo cuando el reloj dio las siete y guard mi desconcierto para
despus. Mientras el agua de la ducha le adormeca la espalda, la respuesta de Luisa la
rondaba. Era extrao que no supiera dnde estaba la hermana y que le desviara la mirada.
De repente tuvo la sospecha de que algo no estaba claro. Gabina, independiente, siempre
fue, pero de ah a que anduviera metida en algo feo... No s. Se decan tantas cosas por ah.
Y si realmente estuviera en algo feo? Podra traerle problemas tener a la hermana en la
casa. Qu problema ni qu nada! Maana se va la cocinera y ya tengo reemplazante. Eso s
que es tener suerte. De cualquier forma haba que apurarse, estaban por llegar.

El saln rebosaba carcajadas, tintineo de vasos y conversacin. Que si las de Astarita,


que si las de Zubi. Sentadas alrededor de la mesa sus hermanas, mam y las tas parecan
intemporalmente dichosas. Como ella supona ningn cuado apareci, al no estar Lalo.
Y... qu iban a hacer entre tantas mujeres?

Una frenada junto al cordn de la vereda las sobresalt dejando sueltas, por aqu, por
all, una risa, una palabra. Pisadas apremiantes, golpes, voces en el zagun. Quin ser si
no falta nadie? Y entrar de esta manera.

-Polica! -gritaron.

-Qu! Qu pasa! No recuerdo cmo abr. Creo que ya estaban adentro cuando me di
cuenta.
-Permisooo! -dijo uno por mera frmula empujndola [56] mientras hablaba-. Sabemos
que ac est escondida una revolucionaria, seora.

-Qu! Cmo?

-Procedan -agreg dirigindose parcamente a sus hombres. Eran siete, vestidos de civil y
algunos guardias. Rodearon la mesa del comedor volviendo de cera los rostros de mi
madre, de las tas, del resto. Nadie se atreva a moverse, a susurrar siquiera un comentario,
y por supuesto, quin se servira nada en ese momento.

-Dnde est la muchacha, seora? -la increp otro.

-Qu muchacha?

-La que usted tiene escondida en su casa.

-En mi casa? Pero quin? De quin me est hablando?

-No se haga la tonta, seora. La vimos entrar hace un rato.

-Ah, Luisa. Se refieren a Luisa?

-El nombre no importa. Es la misma, est enredada con un tipo de la revolucin. Vamos,
vamos, diga, adnde est.

-Pero estar en la cocina, yo no s. Acaba de llegar pidiendo trabajo. Maana se va mi


cocinera y la tom. Ya estuvo conmigo. Pasen, pasen.

Indigna la obsecuencia que inconscientemente se adopta ante la autoridad. Que pasen,


que se la lleven, que acabe todo, qu s yo. Cmo iba a saber en qu andaba? Y yo
pensando en Gabina. Vaya problema, y justo ahora que no est Lalo.

-Aqu no hay nadie -voce uno.

-Ac tampoco -dijo otro desde el fondo. [57]

-Pero si estaba ah noms hace un momento. Debe andar por el cuarto de servicio.

-No est -grit un tercero.

-Tal vez subi a ver al beb. No lo conoce todava.

Precipitadamente se tragaron la escalera. Nada. Luisa no estaba por ningn lado.

-Tiene que acompaarnos, seora.


-Pero por qu? Yo no s nada. Vino a visitarme y la tom, maana se va mi cocinera...

-Explquele eso al jefe. La muchacha entr aqu y por algo ha de ser. No me va a decir
que una persona se mete en una casa porque s. Vamos.

-Voy por mi cartera y bajo.

-No la va a necesitar. Vamos -dijo un hombrn atenazndole el brazo por detrs. La


madre y las tas ahogaban sollozos y grititos de histeria en el espeso caldo del miedo. Mis
hermanas me miraban desde su asombro.

-Vuelvo enseguida. No se preocupen. No se vayan a ir. Voy a decirles cmo fue todo y
vuelvo. No hay ningn problema, ya van a ver; entretanto, srvanse. Con el apuro ni me
acord de recomendar que le dieran la leche al beb. [58] Cunto tiempo haba pasado
desde el cumpleaos de mam? Cunto? Cunto? Semanas, meses, aos. Qu importaba.
Ya no estaran alrededor de la mesa del comedor. Le daba vueltas un cubo en la cabeza con
ella adentro desvanecida, a veces recobrada. Cunto tiempo? Semanas, meses, aos. No
recordaba. Todo era igual. Semanas, meses, aos repitiendo que no saba, que no saba, que
no saba. Pero ellos no le creyeron que no saba dnde estaba Luisa y siguieron insistiendo,
insistiendo, y ella no saba. Entonces era el abismo, y los ojos en blanco, y el grito
prolongado, y el escape del cubo, y el alivio de la inconsciencia por un rato. Y despus otra
vez lo mismo, y no saba y no saba. Cmo iba a decirles si no saba?

La cocinera abri la puerta cuando llam. Se haba quedado despus de todo, pens
agradecida. Y Lalo, por lo visto, tampoco estaba. Entr en su casa como una sonmbula,
arrastrando torpemente los pies. El piso tena ese olor a fresco despus del repasado de la
maana. Dieguito la mir fijamente y dijo asustado:

-Mi mam no est en casa.

Arriba lloraba el beb. [59]

Helena
Las sbanas se le pegaban a las carnes que humedecidas giraban de un lado a otro sobre
el colchn apelmazado del camastro sin encontrar acomodo. Cuando se filtr el alba por las
rendijas, supo que se haba pasado otra noche sin dormir, y que pronto comenzaran las
mismas faenas desabridas de siempre.

El viento le golpeaba las mejillas, all en el patio, y las manos cuarteadas le dolan al
sumergirlas en el agua helada de la latona; le picaba el jabn en las cutculas y las yemas de
sus dedos flacos se le volvan rugosas como pasas de uva. De cualquier manera el tiempo
nos hace andar ligero. Pronto se despertaran sus hijos con los mocos colgando y para
entonces deba terminar el lavado del da.
Helena no era fea: descarnados los pmulos prominentes bajo la piel manchada, la boca
grande de sonrisa fugaz y unos ojos, muy adentro, que haban adquirido con el paso del
tiempo el tinte borroso de la tristeza. Viva en el conventillo del bajo con Ambrosio, y
aunque no estaban casados, nunca la dejaba del todo. Se haba arreglado para hacerle en el
vientre un hijo por ao, y a ella le pareca bien.

En su cuerpo delgado la barriga mostraba el ombligo saltn bajo la tela gastada del
vestido. Le gustaba lavar porque poda cerrar los ojos mientras refregaba la ropa, dejndose
estar ah un rato, como si no hiciera [60] nada. Slo sus manos continuaban el movimiento
silencioso. Aquel da no pudo terminar el lavado sin ir por agua al ro. Entonces, tom su
resignacin a cuestas, y despus de mirar a sus hijos que dorman entreverados en el catre,
se fue bamboleando lentamente su preez hacia el barranco, con un balde en cada mano.

El acarreo del agua por las calles arenosas fue siempre lo ms pesado para ella. En
verano, la tierra le calcinaba los pies, y ahora, el fro se le meta hasta el hijo que dorma
ovillado en su vientre. Ya de vuelta: hervir el puchero, barrer el cuarto, planchar los
guardapolvos, y todo con la golpiza y los celos de Ambrosio sobre la espalda. No le
importaba, aunque le doliera sus hijos iran como se debe a la escuela: bien comidos, y con
los delantales almidonados.

Helena no se aburra nunca. Cocinar, lavar, agenciarse su dinerito fregando pisos en


casas de familia no le dejaba tiempo para el tedio. Los das se sucedan sin alboroto, como
calcados, salvo cuando Ambrosio llegaba de madrugada destilando caa blanca. Entonces
se pona violento; le pegaba por un motivo que averiguaba al da siguiente o la posea sin
ms, semidormida, dejndole las carnes doloridas por las impetuosas arremetidas del deseo.
Y ella se quedaba ah, muy quieta, con las piernas laxas, semiabiertas, mirando el techo en
la oscuridad, y pensando que la quera, que eso deba ser el amor, y que as noms eran
estas cosas.

Ambrosio no era malo, en realidad: la usaba cada noche y slo la golpeaba de vez en
cuando, A veces, cuando ganaba en el truco, le traa un generito. Si estaba sin trabajo se la
pasaba recostado en la cama mirndola hundir los brazos hasta el codo en el agua jabonosa
de la palangana, mientras se limaba las uas con un cortaplumas. Varias veces la tuvo a la
intemperie toda la noche para usar el catre con otra, mientras dorman [61] sus hijos en un
rincn del cuarto; pero a eso ya estaba acostumbrada.

Listones de luz rayaron el aire de la celda. Acostada en su camastro del Buen Pastor
pens una vez ms en Ambrosio antes de que sonara la campana que levantaba al da.
Extraaba a los nios, las idas al ro, la charla crepuscular con las vecinas. Pareca que el
encierro le hubiera agrandado los ojos y oscurecido las manchas en la piel. En el fondo
estaba contenta. Cuanto ms pensaba, menos se arrepenta de haber forcejeado con
Ambrosio aquella noche, empujndolo con violencia hasta que cay dando con la nuca en
el bracero. A mis hijos, ni el propio padre les pega si vuelve borracho, se repeta. Por lo
menos mientras ella estuviera cerca. [62] [63]
La confesin
Agazapada en su rebozo negro, la mirada azorada entre los flecos, doa Matilde
esperaba junto al muro, adelantndose a los acontecimientos que ya saba por las pardas
habladuras de los sirvientes, y el llanto incontenible de Tan sobre su pecho. De pronto, la
descarga imprimi a su cuerpo tal sobresalto que dibuj en el aire candente de la maana un
brinco grotesco. Ms quieta que un tronco retorcido se qued despus por un momento,
hasta que ya repuesta, apretndose cada vez ms contra la pared de aquel sitio siniestro, se
escurri lentamente calle abajo, sintiendo sobre la piel el reverbero del sol y la mirada
inquisitiva de los dispersos transentes. Sigui la lbrega longitud de la muralla, tras la cual
se haba perpetrado instantes antes la ejemplar ejecucin, y lleg con paso vacilante hasta la
iglesia donde, persignndose con encorvada devocin, se hinc discretamente en el
confesionario.

Las lgrimas buscaban el cauce de sus arrugas que se ahondaron con la espera. Cuando
subi al poder, Carmelo, con una perspicacia que nunca sospech tan certera, le dijo:
Empiezan malos tiempos para nosotros Matilde, este hombre nos tiene atravesados en la
garganta. Y de eso, haca casi un ao. Con una madre correntina y un hermano en Buenos
Aires, su marido no poda sustraerse al estigma de porteista, y eso era para el Dictador la
afrenta ms espantosa de un paraguayo a la causa de la independencia. As comenz la
persecucin. [64] Un denso vaho de indiferencia se cerni sobre ellos, y poco a poco
empez a caer la cerrazn del desprecio: saludos congelados en bocas antes amigables,
persianas cerrndose a su paso para no verlos, hasta la delacin malintencionada y la crcel.

Se lo llevaron sin explicacin, a los tropezones; y ella se qued sola en la casona de alto
techo y patio amplio. All donde los crotos ponen a las maanas de verano su multiplicidad
de tonos, donde las madrugadas se contagian de fragancia y la picarda desgrana florecitas
rosadas sobre el cuchicheo con las vecinas cada tarde. Un viento inexorable barri las horas
apacibles, y con ellas la dicha conocida sin reservas. Luego vino el saqueo de aquellos
maleantes que escaparon a las tupidas redes del Dictador, inexplicablemente. Se lo llevaron
todo, excepto la cama, un ropero y el hermoso camafeo, regalo de su marido, que, sin duda,
por una sobrenatural premonicin enterr pocos das antes al pie del paraso que sombrea el
patio.

Desde el apresamiento iba puntualmente a la crcel para retornar sin verlo, envuelta en
su tristeza, salvo cuando el humor del Supremo dispona otra cosa. Aquella tarde
difcilmente disimul su estupor con lentas caricias, con palabras musitantes, entrecortadas
por una desconsolada piedad. Estaba irreconocible. Las heridas en los gruesos tobillos de
Carmelo le dolieron atrozmente en el recuerdo; sinti sobre s misma aquellos grillos
reventndole las venas de tan estrechos, inmovilizndole los pasos con su peso imponente.
Ya no puedo con ellos, le dijo sollozando; y ella tema que esas llagas purulentas se
llevaran para siempre a su Carmelo, tan rozagante y espacioso de carnes en el tiempo de su
antigua felicidad. Desde entonces se apost a la puerta de la Casa de Gobierno esperando
una audiencia que no le concedan. Pero ella deba obtener su libertad, pedir, suplicar, [65]
arrastrarse hasta que lo soltaran. Despus dejaran todo, se iran del pas, hasta los hijos
dejaran, si as lo decretaba el Dictador. Pero no a su Carmelo. La imagen sanguinolenta de
su marido, atestado de magulladuras y amargura, hicieron cada vez ms obsesiva su
insistencia. Estuvo siempre a la puerta, bajo el sol, bajo la lluvia, hasta que la recibi el
Dictador. Entonces le explic desde el fondo anegado de su voz que Carmelo era inocente.
Nunca se meti con nadie; ni siquiera opinaba; siempre obedeci lo que mandaba el
Gobierno; todo era una calumnia; una infame mentira, seor, para perjudicarlos. Esos
grillos eran demasiado estrechos para un hombre tan robusto como l, seguramente morira
a causa de esas pstulas. Bajo la mirada taladrante del Dictador era difcil no esconder los
ojos en los rincones, en cualquier punto desprendido de ese tiempo inexorable; pero ella la
soport con una quieta valenta, insistiendo, implorando, disminuyendo sus demandas,
conformndose con un cambio de grillos simplemente, unos grillos ms holgados que no le
comiesen la carne hasta los huesos. Aunque fuera eso, seor, para que no sufra tanto, para
que no se me muera en la crcel.

El Dictador, desde esa distante omnipotencia que lo distingua, acept finalmente el


cambio, con la sola condicin de que ella proveyese los nuevos grillos. Detrs de su mirada
impasible y glacial doa Matilde vislumbr una aguda irona, la certeza de que la
suplicante, insolvente y abandonada de todos, no los conseguira. El regodeo del poder
siendo magnnimo se le saltaba de las rbitas.

Con los ojos obsecuentes de agradecimiento, la sonrisa palpitando a escondidas detrs


de su amargura, doa Matilde sali dispuesta a esperar el momento propicio; y slo
entonces, bajo el amparo de una noche sin [66] luna, desenterr con sigilo el antiguo
camafeo escondido en el fondo del patio. La emocin de la bsqueda, mezcla de excitacin
por la proximidad del encuentro, y miedo atroz de ser descubierta y llevada ella tambin a
las mazmorras del Dictador, la tuvieron en vilo ms de una hora. Una vez en la casa, con la
joya entre las manos, espi tras las cortinas de encaje alguna posible presencia inoportuna.
Tan slo el silencio merodeaba entre los rboles; la quietud solamente sobre las aguas del
aljibe, en esa noche de desentierro y esperanza. Cuando estuvo a resguardo de tanto
sobresalto limpi el camafeo con cario; encontr nuevamente el rostro de Carmelo pintado
en esa miniatura largamente acariciada, y le pareci que ya estaban sentados a la sombra
agujereada de los rboles, tomndose unos mates despus de clarear el da. Ella y l
siempre juntos, hasta que la muerte los separe. Con la venta del medalln pagara al herrero
los grillos nuevos, se curaran los tobillos de Carmelo; volvera a caminar muy pronto: tal
vez el Dictador lo dejara en libertad; se iran a la campaa, donde nadie se acordase de
ellos; o quizs a Buenos Aires, si tenan la suerte de conseguir pasaporte. Contempl la
imagen con ternura despidindose del rostro amado. Era un hombre hermoso, fornido y
sonrosado bajo el pelo claro; slo en la crcel, la humillacin y los padecimientos
aniquilaron su figura dejndole los msculos desalentados y un borrn de tristeza en los
ojos. Ya no era el mismo, y nunca lo sera.

De cualquier manera habl con Timoteo, el antiguo agregado de aquellos aos


largamente prsperos. Record el da en que fue entregado con la orden de sujetarlo al
trabajo y estar a la mira de su conducta. Era un pardo libre de ancha frente, un vago sin
tierra, como deca el documento, pero mocetn recio y de buen corazn. Un ao deba
permanecer con ellos, mas la sumisin [67] y el cario extendieron ese tiempo hasta
convertirlo en parte de la familia; un esclavo voluntario, incondicional, para todo servicio.
Cmo no acudir a Tomoteo que se cas en su casa entre la abundancia de dulces y la sopa
del festejo; cuya mujer, Tan, tuvo su hijo con ella cuando no dio tiempo de llamar a la
comadrona. A quin recurrir sino al antiguo agregado Timoteo. El peso tremendo de
aquella decisin caa ahora en su pecho como gotas de plomo derretido, agujerendole la
conciencia.

No bien tuvo el dinero, doa Matilde le encarg los grillos y en cuanto estuvieron listos
se present ante el Supremo solicitando permiso para que el herrero hiciese el cambio. La
mirada del Dictador se obscureci, alejndose hacia el fondo de s misma por un tnel
tenebroso y profundo. Desde all asinti por fin, y ella sali enceguecida de esperanza con
el consentimiento. Con esos grillos Carmelo mejorara porque, adems de ms holgados
como mand el Dictador, eran mucho ms livianos. No fue fcil convencer a Timoteo de
que los hiciera de ese modo. El miedo galopaba en su respiracin convulsa cada vez que le
hablaba del asunto. Tuvo que rogrselo por el hijo que naci con ella; por los aos que
estuvo en su casa salvndose del trabajo forzado en obras pblicas; por el patrn que le dio
el oficio. Al cabo, qued convenido bajo el mayor secreto que los grillos seran ms
livianos.

La densa tensin de los ltimos das arduamente se fue deshaciendo. Las llagas
mejoraban en los tobillos de Carmelo; daba ya unos cortos pasos y hasta sala al sol de vez
en cuando. Pero entonces lo supo. Como un latigazo le cay la noticia en la cara cuando se
lo confirm Tan aquella maana que hubiera querido borrar del tiempo. Ojos acechantes
tras los postigos, odos escondidos bajo el yunque informaron al Dictador de [68] aquellos
ajetreos solapados, de su ir y venir a la herrera, siempre suplicando. En cuanto se enter, el
Dictador firm la sentencia. La ejecucin sera por la maana. Ms temprano que el sol
lleg aquel da con su carga de tragedia y desconsuelo, y ahora Timoteo yaca sin vida
junto al naranjo siniestro, prisionero de una fidelidad indestructible.

Del otro lado de la mirilla del confesionario doa Matilde escuch un mecnico Ave
Mara Pursima, y respondiendo Sin pecado concebida, empez la confesin. [69]

El ovillo
Frente a la claridad que recortaba la ventana, donde le colocaron la mecedora, sinti la
puerta de calle al cerrarse y los pasos de su hija que volva sobre el eco de las palabras
preocupadas.

-Qu le pasa a mi madre, doctor?

-Trastornos de la vejez, seorita.

La escuch reunirse con las dems en la salita, mientras se meca blandamente; los
dedos concentrados en el tejido: meter la aguja por ac, envolverla correctamente con la
lazada, sacarla por debajo, pasarla para all y reincidir incansablemente en el mismo punto.

Haca tiempo que tena telaraas en las paredes de los ojos, dejndole la mirada borrosa.
Meses que no pronunciaba una palabra, provista de aquella beatfica sonrisa en los labios
apretados. Desde entonces no cesaba de hamacarse en el silln, ni siquiera cuando se
apagaban las lmparas en el resto de la casa. Tampoco dejaba de tejer aquel pullver tan
extrao, salvo que se quedara dormida sin darse cuenta. Unas manos separaban en su mente
aquellas telaraas suavecitas, pegajosas y delgadas, como si nadasen entre los recuerdos. Se
obstinaba en el silencio, resistindose a que la metieran en la cama. Tuvieron que dejarla en
el silln; colocarle una almohada detrs de la nuca; llevarla al bao cada vez; darle la
comida. En la cmara silenciosa de su mente, las palabras de sus hijas rebotaban de un lado
a otro. [70]

-Es demasiado prematuro, doctor. Hace apenas unos meses estaba perfectamente.

-No siempre se puede saber por qu suceden las cosas. Clnicamente doa Melina no
tiene nada.

-Pero no nos habla. Slo sonre. Se niega a comer por s misma. Y se hamaca y se
hamaca continuamente, empujndose con un pie, mientras teje ese pullver. Haga algo,
doctor. No puedo verla as.

Haga algo, doctor. No puedo verla as. Haga algo, doctor. No puedo verla as. Doa
Melina marcaba levemente el comps sobre el piso moviendo el silln. Todos corren ahora.
No pueden verme as. Se perdi nuevamente en el trayecto de ese viaje hacia el fondo de s
misma. Mam, donde estn mis cuadernos? Mam, esta comida no me gusta. Mam, que
voy a llegar tarde. Este vestido es espantoso. Me est estirando el pelo. Pero si me dijo
idiota. Basta. Basta. No ven que llega pap? Hagan como si nada. Siempre trat de que
hicieran como si nada.

-Por qu ser que mam slo sonre?

-No lo comprendo.

-No parece triste, pero est hermtica.

Cmo van a comprender, si todava no vivieron lo suficiente. An no saben lo que es


adecuarse a las circunstancias, aunque a una, las circunstancias la sofoquen. Melina,
preparame el caf. Melina, este caf est fro. Melina, mis alpargatas. Nunca ponen las
cosas donde se debe. Melina, a esta camisa le falta un botn. No te ocups de nada, Melina.
No atends los detalles. Siempre fui un poco distrada para los detalles. Para otras cosas, sin
embargo, serva. Me usaban para todo y yo les dejaba hacer. Mam, abrochame los zapatos.
Mam, servime la leche, Mam, ayudame a estudiar. Lo mims [71] demasiado, Melina.
Siendo el nico varn deberas tratarlo como a un hombre. Lo vas a convertir en un marica
entre tantas mujeres. Es como si hubiera sabido que lo perdera pronto. Despus, slo me
quedaron las nenas, y el consuelo de llorar a solas. Melina, otra vez llorando. Lo que no
tiene remedio, no tiene remedio. Tu hijo est muerto, y la vida contina. Y la vida sigui
arrastrando esa ausencia irremediable sobre el rebote de sus pasos. Melina. Melina. Melina.
Cmo te pudiste olvidar de comprar escarbadientes? Yo siempre me olvidaba de comprar
escarbadientes.
Las voces de sus hijas como amarras tendidas hasta el borde de la habitacin la volvan
a la realidad de cuando en cuando.

-Recuerdo la noche en que mam se qued as.

-Fue algo horrible.

-Desde entonces no nos habla.

-Pero sonre.

-S, sonre, desesperadamente igual en todo momento. Es como si se hubiera puesto una
mscara de felicidad.

-Y teje, y teje ese pullver tan extrao.

Por la ventana entreabierta se colaba el aroma lozano de los malvones quebrados por el
perro, una mezcla indefinida de perfume a pasto hmedo y atardecer. La blusa de batista de
doa Melina navegaba sobre su respiracin sosegada. El matrimonio es una larga batalla
contra la rutina: una lucha cuerpo a cuerpo hasta que la muerte nos separa. Los momentos
se tropiezan, entreverndose los malos con los buenos. Ven para ac, Melina. Sentate a mi
lado. Nunca me hacs compaa. Siempre ocupada con las nenas. Y cuando uno se est
dejando ir, la calma se resquebraja y hay que alzar la [72] guardia. Las telas! Melina, por
qu no miras el techo de vez en cuando y sacs las telas de araa. Yo soy el nico que ve
las cosas en esta casa. Las araas, esas enemigas implacables de la mujer, trabajan ms que
cualquiera... pero ellas slo tejen, en tanto que nosotras... Melina, Melina. Melina. Por qu
llors, Melina? Los das se prolongan como babas pegajosas. La luz apagada acenta un
cansancio de plomo. Melina, sacate el camisn, que para eso fue el trato.

-Es extrao que mam se quede mirando siempre al jardn, la vista quieta en el aire, y
tejiendo de memoria ms abajo.

-Te acords cmo pona madreselvas por toda la casa? Nos inundaba de fragancias al
entrar.

-Sola cantar cuando estaba contenta.

-Siempre estaba contenta.

-Siempre estaba ocupada, dira yo,

De la maana a la noche siempre estuve ocupada, trajinando, rebotando de una voz a


otra voz, como si no hiciera nada, pero ocupada. Melina, no te olvides de las compras.
Melina, este cuello est arrugado. Melina, arregl este desorden. Melina. Melina. No te
olvides. No te olvides. Se hacen muchas cosas, pero slo se notan las que se olvidan.
Las que se olvidan. Las que se olvidan. Doa Melina continuaba empujndose
mansamente con un pie. Y las nenas fueron creciendo. El dinero empez a escasear cuando
Pancho perdi el empleo. Las exigencias se hicieron mayores. Mam, comprame un vestido
para el cumpleaos de Rosita. A m tambin, mam, s buena. Melina, se gasta demasiado
en esta casa. Es todo lo que hay y arreglate como sea. Cuando las nenas se hicieron
mujercitas hubo que celarlas. Melina, dnde estn tus [73] hijas? Te dije mil veces que no
quiero que vuelvan tarde. Y ellas me saltaban como perros cuando les deca algo. No nos
tienen confianza, siempre estn pensando que vamos a hacer algo malo. Sobre todo la
mayor, que siempre tuvo carcter. Otra vez husmeando en mis cosas, mam. Si quiero
hacer algo lo voy a hacer sin tu permiso. Ustedes los viejos no saben nada. Vos tens la
culpa, Melina. Sos una floja. No te hacs respetar. No sabs cuidar a tus hijas. Y cmo vas
a saberlo, acaso no te acostaste conmigo cuando yo quise? Si les pasa algo te rompo la cara.
Me faltaban el respeto, todos me faltaban el respeto.

La conversacin le llegaba como en sordina desde la salita.

-Por qu mam no deja de tejer?

-Se entretiene.

-Pero podra hacer otras cosas, o tejer algo con sentido. Ese pullver es una aberracin.

-El doctor dice que ella puede levantarse.

-Pero no quiere.

-Es penoso verla mirar siempre hacia el jardn.

Mirar hacia el jardn, disolverse en el jardn. No sentir la desconfianza como una marca
a fuego sobre las espaldas. De dnde vens, Melina? Adnde vas, Melina? No me vas a
decir que de siesta... A m no me gusta que mi mujer ande por la calle como una cualquiera.
Tens que estar en casa con tus hijas. Quin te mira, Melina? A quin mirs, Melina? Me
enfurece que andes de charla por ah. Para que sepas. Disculpame, Melina. No le cuentes a
las nenas que yo te pegu. Pero yo no miraba a nadie; nunca mir prolongadamente a nadie
al fondo de los ojos. Tema ser libre. Ahora soy libre. No quiero que me oigan, ni que me
usen, o me [74] desusen. A m no me vas a decir cundo tengo que salir. Yo soy el hombre
de la casa. Salgo cuando quiero y vuelvo cuando me da la gana, y no quiero escenas
ridculas y celos estpidos. Y si no te gusta ya sabs lo que tens que hacer: ah est la
puerta y hasta luego.

Y hasta luego, y hasta luego, y hasta luego todos estos aos. An lo vea hacindole
aquella venia con los dedos apretados.

El tejido haba progresado mucho desde la noche que doa Melina empez a hamacarse
en el silln. Desde entonces sus hijas le ponan flores en el cuarto todas las maanas, y
nunca se olvidaban de traerle lana para tejer. Todava las escuchaba hablar en voz baja.
-Pero qu le pas realmente a mam? Fue aquella noche que nos regalaron el gato y
ella estaba tejiendo frente al televisor.

-S, de pronto se qued muy quieta, mirando fijamente cmo jugaba el animal con el
ovillo. La mirada se le agrand como cuando se comprende algo de repente. Segua con los
ojos azorados ese ovillo, que pareca como si le hablase. El gato lo traa y lo llevaba para
todas partes, enredando la lana con sus zarpas suavecitas. Era un ovillo mediano y blando
que se dejaba manejar. Se acuerdan?

-S. Nos estaba haciendo un pullver a cada una, y el gato se apoder del ovillo. Lo
tiraba para aqu, lo llevaba para all, aflojando la lana por un lado para estrangularla por
otro.

-Nos remos.

-Todos nos remos. Y ella lanz un grito. Se qued muy tiesa mirando el gato mientras
gritaba y el ovillo iba y vena para todas partes; rebotando de una pared [75] a otra, de una
silla a otra, y su grito no terminaba y temimos que se muriera gritando.

-Ahora ya no le tiene miedo al gato. Slo lo acaricia con el pie de vez en cuando, sin
perder el comps mientras se hamaca. Lo mira con una dulzura humedecida que me hace
acordar la manera en que nos miraba a nosotras cuando empezamos a hacernos seoritas.

-Y teje, y teje ese pullver tan extrao.

-Es como si se hubiera ido.

Como si se hubiera ido. Como si se hubiera ido. Por la ventana llegaba, desde el jardn,
el aroma de azcar desvalida de los laureles rosados, llenando la habitacin con un olor a
muertecito amanecido. Doa Melina sonrea mientras segua tejiendo ese pullver para
nadie. Ya llevaba hecho el cuerpo y ahora iba por las mangas. Era un pullver
desproporcionado, descomunalmente desproporcionado y grotesco, con las mangas tan
largas que llegaban al suelo. S, con las mangas largas, muy largas, para abrazarlos a todos,
para abrazarlos a todos, para abrazarlos a todos.

Cuando se apagaron las voces, doa Melina continu hamacando sus pensamientos en el
silln. [76] [77]

Santa
Santa no quiso entrar en razones. Aunque sus hijos eran tan hombres como para portar
fusil, seguan siendo de dominio para ella. Tena que estar donde deba. Una urgencia
visceral la impulsaba a compartir las vicisitudes en el frente. Otras cosas tambin. La
sangre de su viejo fertilizando los campos de Uruguayana hizo germinar en sus ojos un
odio feroz.
A medida que se enlutaban los campos, la guerra se meta con su acerada realidad en las
entraas de todo paraguayo. Ya no quedaba un hogar que no tuviera alguien a quien rezarle
los domingos, nadie sin un charco de venganza en el corazn. No haba alternativa, tenan
que pelear; si no, esclavos de los camb noms seran. Desde una semana atrs se cavaban
las trincheras, all en Curupayty: tajo ancho abierto sobre la tierra roja, con el pico, con los
ojos, con la rabia. No saba an en qu ala pelearan sus hijos pero estaba all: entregada a
los quehaceres de preparar el rancho para la tropa, consolar a los enfermos y velar por ellos.

Como enredadera celosa prenda en el pueblo el entusiasmo. Santa no fue la nica en


abandonar su rancho, que sera ya tapera en las caadas de Aldana. La guerra se tomaba
como una contienda personal e irreductible, a la que era necesario ofrecerle hasta la vida.
Antes de florecer quedaron mustias las esperanzas de Yatayty Cor, y con la resignacin de
un pueblo parco en lamentos haba que seguir luchando. [78]

Del caldero humeante fue sirviendo en platos de barro la racin del da. Se mezclaban
con el caldo flores que le pona al santo en la repisa de su cuarto; la tranquera que cerraba
cada noche para que las ovejas no se comieran los rosales. A veces le parta la frente la
imagen de aquel hijo que se fue: Gumersindo. La capuera le qued chica, su llanto intil.
Gente, al volver de Buenos Aires, le cont que se haba alistado en las fuerzas aliadas. La
vergenza le explotaba en la garganta como una fruta podrida cada vez que se acordaba.
Verdad que era un infeliz, y tan lindo cuando chico. Para ella era como si estuviera muerto.
Atolondrado haba sido siempre. La boca apret su amargura y las arrugas le llegaron hasta
el fondo del alma. All estaban los otros dos, dando la vida por la patria. Dios los proteja,
Virgen Santa.

No poda demorarse la batalla, all en Curupayty. La consigna era defender la fortaleza


costara lo que costase, y aunque tuviera que dejar los huesos a blanquear en esa fosa, as lo
hara. Las trincheras aguardaban con su lecho de pas, y ella ya saba que Gernimo
peleara a la izquierda y Serviliano a la derecha.

Con el amanecer se desplom el bombardeo de los acorazados desde el umbral del ro.
Un sol meridiano caa a plomo sobre los campos, dejando el miedo estrangulado un poco
ms abajo de la voz. Todo lo rememor Santa cuando son la primera descarga, y junto con
las otras mujeres empu el arma en el entrevero de fogonazos y alaridos.

Los aliados arrastraban su ensaamiento, intentando intilmente llegar hasta el corazn


del combate: la ferocidad como esculpida en las caras. Con bravura, Santa defenda lo suyo:
su tapera, sus hijos, sus recuerdos. Vengaba finalmente la sangre compaera. De pronto a
su lado salt un hombre, de los pocos que lograron [79] vomitar coraje en las trincheras.
Durante un segundo lo mir a la cara. Se le empequeecieron los ojos, se le desplom el
corazn, y dispar maldiciendo. Slo entonces comprendi que lo haba reconocido a
tiempo y an as lo mat. Poco despus del alba, Gernimo y su hermano enterraron al
legionario, pero su madre ya no estaba para rezar con ellos. [80] [81]
Biopsia
A Rosa
Mara

Consult su reloj. Eran las nueve en punto. Faltaba ms de una hora para conocer el
resultado y entre tanto haba que seguir trabajando como si nada. Dispuso en su escritorio
los borradores de la correspondencia, el memorndum detallando las actividades del da y
en el florero de porcelana una rosa semiabierta, como le gustaba al jefe. Pens en Alicia y
una secreta desazn se le infiltr desde la garganta. Alicia, con su cascada de rulos grandes
dorndole el rostro, su piel tostada, siempre elegante, siempre con algo nuevo, y ese
desplante de mujer de mundo exhalando seguridad y vida. Se haba reintegrado al trabajo
un mes atrs, luego de un viaje bastante largo. No cualquiera puede darse el lujo de ser
mantenida en Europa durante un ao, y encontrar su puesto de Jefe de Personal a la vuelta
como si tal cosa.

Se arregl una mechita de pelo lacio, arratonado, que rebelde le cubra los ojos a cada
momento, y puso un papel en la mquina para empezar cuanto antes aquella carta urgente
que le encarg el jefe. Un gesto involuntario tens la comisura de sus labios, pero nadie lo
advirti, porque ella no se demor en serenarse.

Alicia, siempre de tacos altos, siempre estrenando un vestido. Los ojos se le


empequeecan al recordarla. Se mir con desgano la annima falda recta y gris, ceida a
sus caderas demasiado anchas. Alicia ascendi rpido; ms rpido que cualquiera en la
empresa. Ahora, [82] haca una semana que estaba internada en el mejor sanatorio de
Asuncin, y ella tena muchsimo trabajo, porque la cubra, naturalmente. No le faltaba
capacidad, pero el puesto importante era de la otra. Ella en cambio, desde su cargo de
ayudante de contabilidad no pasaba de ser el comodn de la oficina. Y bien que la usaba
todo el mundo, hasta Alicia, con una sonrisa y su tonito gentil. Record el da en que volvi
de Europa; la expresin de alegra en la cara de los compaeros; los halagos del gerente
ante su garbo tan francs, buscando con los ojos una aprobacin que ella se apresur a
manifestar calurosamente, desde luego. Aquella escena se le derramaba todava como un
jarabe de mal gusto en la memoria.

Los minutos caan como goterones de un tiempo retrasado. No hay nada que fragmente
tanto el tiempo como la espera, lo deshace, lo detiene, lo desmenuza, y en sus pedazos
quedan flotando, como en una dimensin invisible, los pensamientos, los deseos. La
maana enmudeca bajo el peso de aquella preocupacin que los ganaba a todos. Esa
operacin los tom tan de sorpresa, sobre todo a Alicia que no se enfermaba nunca. Pens
con rencoroso deleite que por fin su buena estrella se saldra de la ruta rectilnea y
ascendente a que estaba acostumbrada. Un viraje, un signo, que poda ser fatal, pondra un
recodo de sombra en la resplandeciente sucesin de sus das. Todo cambiara desde ahora.

Se esperaba el resultado con ansiedad. Naturalmente ella estaba tan preocupada como
los otros. Era su compaera, y su superior, adems. Una semana, y todava no se saba si
aquello era algo feo. Pero se sospechaba, casi se tena la certeza. Faltaba, eso s, la
confirmacin definitiva del facultativo.
Srdidos recovecos los de la mente. La vela sonrer desde su ltima bufanda haciendo
juego con todo lo [83] dems. No se explicaba para qu trabaja cierta gente. Para darse
tono, seguramente. Sus padres la mantenan, por supuesto, pero ella tena que trabajar. Esa
gente le saca el empleo a los que verdaderamente necesitan. Para ella s, era indispensable
el trabajo, si no quin le pasara un centavo, a menos que se casara, y con alguien pudiente.

El papel esperaba en la mquina su decisin de teclear las primeras letras. Un


desasosiego no la dejaba empezar, la golpeaba como si ella fuera la mquina. Eran las
nueve y media, y se esperaba el resultado de la biopsia. Se la imagin una vez ms en
aquella cama asptica, con el resultado entre las manos, la desesperacin escapndosele de
los prpados. Ni sus padres podran hacer nada entonces. El destino se cansa a veces de ser
benvolo con cierta gente que siempre lo tuvo todo. La vio aferrndose al mdico,
suplicando una mentira; rodeada de regalos superfluos e impotentes para exorcizar el mal.
Ya nada podra rescatarla de ese tnel sin salida en el que estaba atrapada. Perdera el brillo
cobrizo de su pelo; sus largas piernas torneadas se volveran demasiado lnguidas, y dentro
de la ropa, que le colgara sin elegancia, su cuerpo se ira debilitando. Pobre Alicia.

El papel esperaba pacientemente en la mquina de escribir. En la sala de al lado el


gerente hablaba por telfono y enfrente sus compaeros se encorvaban cada cual sobre su
escritorio, abocados a una tarea que se saban incapaces de realizar. Alicia era el alma de la
oficina, y ellos la queran. Sinti que su carucha desabrida se sonrojaba ante los ojos de
Carlos que la estaba mirando, como si pudiera desenmaraar sus pensamientos.
Alternativamente se consultaban los relojes, mientras la maana prosegua en una
desordenada sucesin de suspiros y silencios. De pronto se abri la puerta y el gerente
pregunt: Hay novedad? Negaron sombramente: [84] Estamos esperando. Todos estaban
esperando. Era como si ya estuviera confirmada la noticia, aunque nadie se atreva a
afirmarlo categricamente.

Esa noche tena clase en la Facultad. Desde su casita de Lambar era casi una hora de
traqueteo en mnibus. Tal vez no fuese. Estaba tan cansada. Si tuviera un auto sera
distinto: ninguna ausencia, pero as... Seguramente Alicia tendra que vender el suyo, si
decaa pronto. Se tendra que quedar en su casa a esperar el desenlace. El taller de su to,
con quien viva, se le present entonces, con su devastada coleccin de motores
desmantelados, como el peor sitio donde vivir sobre la tierra. Se pregunt quin ocupara el
puesto de Alicia. Al fin y al cabo ella era la ms antigua, y la ms capaz; haba comenzado
mucho antes, pero claro, ella no tena esa desenvoltura sin rodeos, su porte bronceado de
modelo, ni un padre relacionado con la gerencia. Tal vez le diesen el puesto, despus de
todo; porque los dems, evidentemente, no tenan su experiencia. Tantos aos trabajando
para seguir en lo mismo le pona la boca pegajosa de amargura.

Alguna gente nace para ser feliz, pero de repente una mano implacable la toca y todo se
acaba. Alicia la sentira ahora. Mir su reloj. Dijeron a las diez y media. Faltaban treinta
minutos. Qu hacer con este tiempo separado del otro, con esta antesala que retardaba el,
tantas veces ansiado, cambio trascendental?
Nadie trabajaba esa maana en la oficina. Sus compaeros se movan incmodos sobre
sus tareas comenzadas, y ella tampoco poda disimular la tensin. Se volvi hacia la puerta
cerrada del despacho de Alicia, donde una plaquita de bronce ostentaba su nombre y sus
funciones. Habra que cambiar esa plaquita; y le dira a la limpiadora que se la tuviera
siempre brillante. [85]

Son el telfono. El rostro inescrutable de Carlos los mantuvo en la otra margen de su


hermtica concentracin. No dej traslucir el menor indicio hasta que colg el tubo.
Entonces, con una alegra que le desbordaba la voz les grit: Negativo, negativo; el
resultado de la biopsia fue negativo. Abrazos, efusivos apretones de manos, llamadas
telefnicas, todo junto. Pasado aquel momento ella comenz a escribir la carta pendiente
con su eficiencia acostumbrada. [86] [87]

El delator
Lo que le voy a contar le servir seguramente para enriquecer ese ensayo suyo sobre la
indignidad del hombre; pero tambin puede ayudarle a meditar sobre cmo el destino,
cuyos designios permanecen indescifrables a nuestro humano entendimiento, parece a
veces responder a la ley de la causa y el efecto, aunque en estos intervenga,
independientemente, el caprichoso azar.

Yo tena hace tiempo un campito en las afueras adonde iba ms por aliviar tensiones,
que de otra manera me hubieran puesto irremediablemente horizontal, que por motivos de
trabajo. Mis idas recurrentes a la colonia me llevaron a un bar donde hice unos pocos
amigos. Soy hombre de palabra escueta y me intimida entrar en confianza, pero la mirada
incisiva y penetrante de don Pantalen, la parca discrecin de su lengua, me ganaron
enseguida. Usted no se imagina lo difcil que fue para m el encuentro que tuve con l hace
poco ms de diez aos.

Cuando me sent a su lado, aquella tarde, candente an de retardado sol, don Pantalen
inclin la cabeza sobre el vaso de caa en la mesa de un bar despoblado de conversacin y
testigos. Se hundi en un mutismo extrao; fijos los ojos sobre una mancha azucarada,
donde se hacinaban las moscas enturbiando el aire con sus giros zumbadores. La voz no le
sala, aunque la present revolcndosele adentro, pugnando por liberar sin saber cmo su
densa carga de congoja. A m tampoco [88] las cosas se me hacan fciles, pues guardaba
tras mi reserva un secreto nefasto. Ninguno habl durante largo rato, aunque un evidente
deseo de confidencia nos tensaba a los dos.

Al cabo me dijo que se senta ruin, que no pudo evitarlo, ni entenda por qu lo haba
hecho. Desde su tono cavernoso me llegaban las palabras con una demorada pesadumbre,
golpeando el laberinto oscurecido de mi mente, que tambin tena su preocupacin
escondida. Cualquiera hubiera dicho que no lo escuchaba, o tal vez que lo haca con
demasiada atencin. Le musit unas frases que se le pasaron inadvertidas. Cre que no me
oy cuando le anunci que tena algo que decirle, atormentado como estaba por aquella
culpa atroz. Slo despus comprend que prefiri hablar primero.
Las pausas se demoraban sobre los dispersos transentes que entraban en la noche
inminente, cargada de aguaceros. La indecisin espesaba aquella vez el dilogo habitual de
los domingos. La muchacha encargada de servir paseaba su aburrimiento con aire
adormilado entre las mesas vacas, haciendo ms patente la quietud; y en el retazo de
campo encuadrado en la ventana, el tiempo goteaba ininterrumpidamente su carga de
silencios.

Como regresando de un sueo me mir. Tengo que contrselo a alguien, me repeta con
angustiada insistencia. Y yo tambin, aunque me costase, deba decrselo. Mentalmente lo
haca cada vez que l vacilaba; pero el sonido de mi voz se apeaba a ltimo momento de
mis labios. Era como si sobre dos lneas paralelas jugase la confesin su contrapunto.

Empez recordando a un malevo, amigo suyo: el Trampero. Haban sido compaeros en


el Chaco durante la conscripcin, donde la camaradera del cuartel [89] entreteji su
urdimbre de afectos y confianza. La vida los llev despus por caminos divergentes: Don
Pantalen era hombre de bien, establecido desde haca muchos aos en un paraje cercano;
un campesino de ley, como l mismo se autocalificaba con orgullo; y el otro, un cuatrero de
esos que hacen historia, a quien el temor, o la secreta admiracin de la gente envolvi con
la aureola de intocable. En el mismo valle haba robado la caballada de don Miguel Rotela
haca unos meses; poco despus se alz con un centenar de novillos de don Emeterio,
matando al capataz; despobl retiros; asol estancias; sin contar los parajes norteos, desde
donde llegaba, bordeando pulperas trasnochadas, la sombra de sus hazaas. No haba quien
no hubiera puesto alguna cabeza a su servicio.

El hombre dilataba la conversacin evitando el meollo del asunto. El calor impregn de


vahos aguardentosos la voz que pareca complacerse en la tardanza del rodeo. Yo
interiormente se lo agradeca, porque de ese modo demoraba aunque fuese un poco la
noticia que le tena reservada. Me cont que das atrs, por una desgraciada casualidad se
enter de que el Trampero tena pensado robarse La Agraciada. En rueda de truco se col la
infidencia, justo frente a l, que generalmente no jugaba y esa noche se haba arrimado de
puro hasto. Posedo por una malsana inquietud se cercior de los detalles, indag da, hora,
lugar exacto del abigeo, e impulsado por una fuerza incomprensible, se lo cont todo al
comisario.

No puedo perdonrmelo, me deca una y otra vez. El Trampero adems de ladrn era su
amigo. Aquel viejo vnculo pesaba ahora sobre su delacin para ahondar remordimientos y
recuerdos. Trat de justificarlo, aliviarle la quemazn de la conciencia con razones que yo
mismo desmereca. Tal vez fue su intencin congraciarse [90] con el Jefe Poltico; comprar
la vigilancia de los conscriptos para su campo o sentirse importante compartiendo un
secreto con la autoridad. Quin puede en realidad bucear con acierto en la confusa marea
de los mviles inconscientes?

Nada de eso me justifica, me respondi cortante, avergonzado, visiblemente arrepentido.


Encerrado en el rancho se pas el da, evitando el encuentro con la gente, hasta que no
aguant ms, y me busc en el bar.
En el techo se encendi un foco mortecino, que alguna vieja batera ayudaba a
parpadear. Su voz me llegaba como desde lejos. Del da y lugar estaba seguro, pero no de
quienes lo acompaaran esta vez. Los matones de siempre, seguramente los que hacen el
trabajo ingrato y se aprovechan de paso de cuanta mujercita encuentran desprevenida. A
estas horas el robo estara consumado; prefera no saberlo, esperanzado an en cualquier
imprevisto que torciera los planes.

Fjese, yo lo escuchaba cada vez ms alarmado con mi noticia amordazada todava. Me


asegur que esa vileza no se le despegara ya de la piel. Cuando concluy me escrut desde
sus ojos aguachados esperando a su vez mi confidencia.

No s cmo pude mantenerle la mirada hasta el final. Con reticencia se derramaron mis
palabras. Empec dicindole que saba lo del Trampero. El robo de La Agraciada se vena
gestando desde haca tiempo, y cada cual tena su sospecha. El Trampero era un hombre
que se regodeaba con el riesgo de ser descubierto y la certeza de que ninguna delacin lo
pondra en la crcel. Quera robar a sabiendas de todo el mundo y salir indemne como era
hbito en su trajinada vida de malevo impvido. El robo se produjo, como estaba previsto,
la noche antes. Se lo llevaron todo, salvo las ovejas y los [91] chanchos. Algunos incautos
del valle se plegaron, animados por jugosas promesas de reparto. Pero esta vez hubo tiroteo
y hubo sangre. Ni un solo parpadeo le delataba el pensamiento. El Comisario estaba
advertido y en el entrevero murieron dos. Tuve que decirle entonces que el ms joven era
su hijo.

Aquella noche una lluvia torrencial esfum los contornos de los montes arrastrando los
restos de recientes incendios. Se empap la paja de los techos y en el rancho de don
Pantalen la viga ms alta gimi largamente bajo el peso de un balanceo siniestro. [92] [93]

Crnica de una muerte


Sinti la lanza y el chasquido de los huesos a un costado de la espalda; su grito
suspendido tensamente en el aire; y despus, el eco, como si rodase dando tumbos por una
pendiente dilatada. Y all en el fondo la impaciencia de verlo, el coqueteo de los pliegues
de su vestido al moverse bajo los caireles lucientes, el murmullo almidonado de los
miriaques.

La sangre empapaba sus andrajos; y lejos, muy lejos recobr, sobre la trmula mano
extendida, el calor de sus labios; el dilogo prolongado de sus ojos. Ese lquido pegajoso
que corra siguiendo la huella de la columna vertebral, las caderas y las piernas la devolvi
al corro apretujado que la miraba en silencio. Una irremediable tristeza le desterr la
sonrisa cuando se enter de la orden. Faltando tan poco para la boda, el General lo mand
comisionado a la campaa: las amonestaciones ledas en la iglesia y su ajuar perfumado de
azahares en el arcn.

El dolor de la carne abierta le retard la respiracin y vio cmo giraban, nebulosos, los
rostros de las mujeres, los oficiales y la tropa, alrededor del descampado donde se
desatinaban sus pasos. Se dej ir tras el dolor rozando un tiempo envejecido. Las tertulias
sin l se contagiaron de sombras. El General la acechaba como antes del viaje, tal vez ms,
a pesar de la mujer que se trajo consigo. sta lo observaba todo desde una distancia altiva.
S, el General se le acerc varias veces: galante, [94] impetuoso, pero ella no era mujer para
compartir lechos, ni era propenso al olvido su corazn.

Otro golpe, y de nuevo los gritos que se le escapaban sin que se diera cuenta. Cmo
tardaba en llegar, cmo tardaba en llegar la muerte compasiva. Capricho firme el del
General, o tal vez fuese cierto, pero no le hicieron vacilar su voz grave ni su jadeo
trabajoso. Aquella fogosidad impetuosa dio paso al hosco resentimiento del hombre
omnipotente desdeado. No le import.

Y seguan hacindole agujeros en la carne. La guerra con sus patticas ausencias la


inund como a todos. Poco a poco se despoblaron los salones y se fueron entornando de
duelo las persianas. Sus pasos buscaban diariamente la huella de la casa paterna al Hospital
de Sangre, del hospital a su casa, con el tembloroso y contradictorio deseo, siempre a
cuestas, de encontrar al ausente una maana, tendido entre los lienzos blancos.

Reconoci el olor caliente de la sangre, derramndose densa esta vez desde un hombro.
El dolor perduraba en su piel como aislado, de tan intenso; como si fuese ajeno, y ella
pudiera presenciar desde afuera su propia muerte. Le gust al General desde muy joven, eso
siempre lo supo: insinuaciones veladas primero, francas proposiciones despus, la avidez
de su mirada, no dejaban dudas al respecto. Alguna invitacin se reiteraba tercamente de
vez en cuando, ahondando la afrenta del rechazo. Ella se complaca en el desdn.

Un nuevo desgarramiento la restituy al centro de ese crculo donde, cada vez ms


vertiginosamente, giraban los rostros, los harapos, los esculidos sobrevivientes de aquella
macabra caminata. Sentada a la mesa del Mariscal comi vidamente una noche. En la
negrura de sus ojos relumbraba an el deseo insatisfecho ante su cuerpo marchito. Reiter a
la vista de todos su viejo [95] galanteo. La subira a las carretas. No ms cscaras de
naranja agria para saciar el hambre, ni espinas desgarrndole los pies. Los labios de la
Madama estrangularon una mueca. El Mariscal insista. Jams, jams de l; jams del
hombre que invent su desdicha. Con el ajuar perfumado de azahares y las amonestaciones
ledas frente al altar.

Perdi el equilibrio cuando otra lanza le destroz un tobillo. La arena se le adhiri a los
labios; un barro oscuro se le pegote en los cabellos cuando se qued echada cara al suelo,
rogando que acabaran de una vez de matarla. Tan mala puntera en lanceros veteranos le
revel una crueldad demasiado siniestra para ser fortuita. Sinti que el alma se le iba
escapando de las carnes. Los ojos de la Lynch refulgan como acero cuando se levant de la
mesa, insultando el mantel con el vino derramado. El temor fue rodando sobre las miradas
hasta que el silencio se estacion sobre la concurrencia. Los enojos de la Madama
arrastraban consigo negros presagios. El asedio del Mariscal dur hasta el alba. Jams,
jams del hombre que invent su desdicha.

La orden de lancearla fue dada a la maana siguiente, pero Pancha Garmendia nunca
supo quin firm la sentencia. [96] [97]
La sentencia
A
Milita

Haca bastante tiempo que no iban a Montevideo y esta vez, el motivo de la visita no fue
precisamente el turismo; si bien Celia, aprovechando la ocasin, quera visitar la casa
donde vivi cuando era chica.

Al nacer su hermana menor la mandaron a pasar una temporada con sus abuelos. Vivan
entonces en la calle Lima, en esa casa que se le qued un poco agazapada en la retina. Altas
las paredes, enmarcando la escalera que conduca al piso de arriba; hmedos los escalones
de mrmol, con ese olor caracterstico de limpieza que le prestaba su abuela; plcida la
sombra de los rboles en la vereda.

Los recuerdos de aquel ao se sucedan, salpicados de ancdotas que desovillaba con


nostlgica ternura. Claudio la escuchaba con satisfaccin. Para Celia las escenas de su
infancia eran fogonazos esplndidos rescatados del olvido, detalles intrascendentes y
queridos que se haban vuelto recurrentes.

-Estoy segura de que la encontraremos -le deca con terco convencimiento mientras l,
dubitativamente, doblaba una esquina.

La casa comparta esa tranquilidad amable de que gozaban en aquel tiempo algunos
barrios de Montevideo. La calle de lustrosos adoquines, partida en dos por una va, se
llenaba muy temprano con el sonido cadencioso del tranva. [98]

Tena la certeza de estar cerca, bastante cerca; pero no recordaba bien. Una diagonal
recortaba por ah una pequea plazoleta donde los harapientos bichicomes se acurrucaban
al sol, escarbando en platos de hojalata el esculido almuerzo del da, mientras el aroma de
una panadera cercana les estrujaba las tripas.

Claudio, quien despus de la operacin trataba de complacerla en todo, segua su


monlogo con deleite. Le pareca increble esa meticulosidad retrospectiva, cuando l no se
acordaba casi nada de su infancia.

La tarde dejaba transcurrir con indolencia su declinante esplendor. Claudio manejaba


despacio porque, a pesar de tener un plano de la ciudad a la vista, no daban con la calle
Lima.

-La casa tena dos plantas, y nosotros vivamos arriba -insisti Celia.

Dos hermanas que rondaban los cincuenta alquilaban el piso de abajo. Alta una, melena
lacia y nuca estrecha; baja y rolliza la otra, con tan poco pelo que se le poda ver el redondo
y rosado cuero cabelludo. Le gustaba ir a visitarlas de tardecita, entrar en el dormitorio de
Mara, husmear entre sus figuritas de porcelana; o sentarse junto a Coca, siempre estirada y
compuesta, a escuchar los gorjeos del canario rompindose como hilos de cristal en la paz
tornasolada de la habitacin.

Sobre la calle, su cuarto de juguetes y el dormitorio de su to remataban en dos sobrios


balcones de hierro. Desde all se poda tocar el follaje de los rboles y dejar caer cosas a la
vereda, sorprendiendo a los distrados transentes. Ms atrs, dando a un corredor, estaba la
pieza de sus abuelos, donde le colocaron una camita, para tenerla cerca.

Las reminiscencias de Celia fluan con una frescura encantadora. En el amplio descanso
de la escalera, que [99] iluminaba un tragaluz, un solitario sof languideca ante un
rectngulo de vidrio verde mar, por donde se filtraba el sol hacia el piso de abajo. Esas
claras baldosas diminutas la haban incitado siempre a saltar en un pie evitando las ranuras,
con el secreto temor de caer desplomada sobre las vecinas y matar al canario. Luego, en el
comedor, una mesita de planchar escondida en un rincn rescataba la imagen de su abuela,
y con ella, el olor de las tortillas de papa salindose del plato.

Claudio conduca como husmeando el hilo de sus recuerdos, cuando ella reconoci la
calle.

-Es sta: por aqu debe andar la casa. En la esquina se vendan helados y enfrente haba
un puesto de golosinas.

Nada quedaba ya de todo eso, pero la casa estaba ah. Con su desteida amarillez, sus
dos puertas iguales y la intimidad de los de abajo salindose por la ventana en cuanto se
descorran las cortinas. Todava conservaba el llamador de bronce en una hoja y la entrada
del buzn en la otra. Ms arriba, a un costado, haban colocado un timbre.

Se qued contemplndola presa de una galopante excitacin. Le dola el deterioro de sus


paredes, las tablitas inclinadas de las persianas.

-Bueno, ya la viste -le dijo Claudio, sacndola de su ensimismamiento, al cabo de unos


minutos-. Volvamos al hotel.

-Quiero bajar -exclam Celia.

-Pero para qu? Ya la viste.

-Quiero bajar, no comprendes? Es como recuperar todo aquel tiempo de pronto,


sumergirme en l. Voy a tocar el timbre -anunci con determinacin.

-Me parece una tontera, sinceramente. [100]

-Pero, qu te cuesta? Quiero sentir el olor a mrmol otra vez, mirar ese rectngulo de
vidrio verde claro, como un pedazo de mar detenido, all arriba; el sol abriendo en el
tragaluz su abanico de colores.
-Es ridculo molestar a la gente slo porque viviste aqu una vez. Qu les vas a decir?

-La verdad: que quiero ver la casa; que viv aqu una vez.

Haca mucho que los abuelos haban muerto y Celia, despus de la operacin, qued
particularmente sentimental. La imagen de su cuerpo dormido camino del quirfano, afloj
en Claudio el ltimo vestigio de resistencia.

Celia baj, toc el timbre y esper. Nadie contestaba. No se desanim. Insisti,


presionando varias veces el botn negro. Claudio, impaciente, le comunic que iba a
comprar cigarrillos a la otra esquina. Se dilataban los minutos con la espera. Evidentemente
la casa estaba vaca. El descuido exterior y el persistente silencio as lo confirmaban. Pero
ella entrara lo mismo: para eso tena la llave que su abuelo le regal como recuerdo de
aquel retazo de niez, la ltima vez que estuvieron juntos. Claudio no lo saba, y
seguramente desaprobara la idea; pero sera slo un momento. Abrir, escuchar ese silencio
que envuelve a las cosas cuando no hay nadie, y cerrar. Eso sera todo. Introdujo la llave
con cuidado, complacida de que la cerradura no hubiera sido cambiada despus de tantos
aos.

Cuando la puerta estuvo abierta ya no pudo sustraerse al influjo de los escalones de


mrmol, a su humedad antigua, penetrante. La entorn con suavidad y muy despacio, como
si el pasamanos la estirase hacia arriba, subi. En la penumbra, una pasmosa quietud se le
enrosc a la garganta y por un momento le recorri [101] la espalda un fugitivo escalofro.
Entre las paredes flotaba una calma absoluta. Pareca que ah no viva nadie. Sigilosamente
lleg a su trozo de mar, donde continuaba filtrndose la luz hacia el piso de abajo. Tuvo el
impulso de pegar el rostro a esa fra claridad, para escuchar si cantaba el canario, pero
permaneci en el mismo lugar, varada en sus recuerdos, como ausente. Cuando se diriga a
su cuarto de juguetes un hombre la sobresalt.

-Qu hace usted aqu? Quin es?

-Yo viv aqu una vez -alcanz a decir su voz.

-Vamos, arriba, arriba. A ver qu dice el Comandante.

Slo entonces not que era joven y que vesta con descuido.

-Cmo pudo entrar aqu? Diga -la interpel otra vez, intimidndola con su punzante
mirada inquisitiva.

-Llam. Nadie abri y entr. Tengo una llave.

-Arriba, arriba, vamos.


Casi a rastras la llev por la escalera que conduca al altillo. Al pasar, Celia pudo ver
cajas, papeles, libros apilados contra las paredes, pero ni un mueble, ni el ms leve indicio
de hogar.

El tiempo se precipit velozmente. De pronto se encontr en el altillo, presa del mismo


temor indefinido, como cuando lo atravesaba para llegar al tendedero donde lavaba su
abuela. Pero ahora, bajo un foco mortecino, all se trabajaba febrilmente. En el medio del
cuartito haban instalado una imprenta, y nadie se demoraba en conversar.

-Entr. No s cmo. Dice que tiene una llave.

Los otros levantaron las caras, sorprendidos, dejando la vista quieta sobre su figura.
Celia iba a comenzar su [102] historia cuando la puerta de calle se abri con estrpito,
golpeando contra la pared. Un tropel de voces ascendi amenazante y contagi de premura
los rostros estticos.

-Es la polica, nos pescaron! -grit uno. El comandante sac un arma.

-Al suelo -orden.

-Escapemos por el techo.

-Imposible, no hay tiempo; seguro que nos tienen rodeados.

-Al suelo -reiter framente el comandante, y cada cual desenfund sin ms rplicas.

Los agentes estaban en el pasillo; su urgencia se atropellaba en la escalera de caracol:


Celia lo saba por el sonido de los pasos sobre el hierro, aunque segua petrificada contra la
pared sin entender muy bien lo que pasaba. Las voces, cada vez ms voluminosas, no
podan tardar en llegar. Cuando abrieron la puerta, todo se ilumin. Un tiroteo quebr el
suspenso, devolviendo el comps a las respiraciones contenidas, y Celia pens con alivio
que despertara en su cuarto del hotel, empapada en sudor, pero a salvo. En lugar de eso, un
hombre se desplom a sus pies; y ms lejos, otro se contorne hasta quedar doblado y tieso
sobre el suelo. Con diligente prontitud la polica los rode, esposndolos.

-Yo no s quines son. Estaba aqu por casualidad. Realmente por casualidad, pueden
creerlo -protestaba Celia, con un reiterado balbuceo ineficaz.

-Afuera, afuera. Vamos, afuera todos.

Con las mandbulas endurecidas fueron saliendo a empujones del cuarto de trabajo,
donde el ltimo resplandor de la tarde iluminaba an la imprenta silenciada.

Claudio consigui los cigarrillos. Mezclado con un grupo de mirones pugnaba


intilmente por acercarse al [103] lugar. Cuando la vio, endeble y desorientada, entre dos
oficiales. Los ojos se le volaron del rostro en un afn desesperado de retenerla: sus manos
agitaron en el aire una urgente pregunta anonadada. Con esfuerzo intent zafarse del gento,
atravesar la lnea de los guardias para llegar hasta ella, cuando alguien lo tom del brazo
por atrs:

-No se precipite, amigo, deben ser tupamaros. Por lo visto los tenan vigilados. Parece
que en la casa funcionaba una imprenta clandestina.

-Mataron un polica -escuch por otro lado.

-Tambin cay uno de ellos -agreg alguien.

Impotente, Claudio la vio desaparecer en la camioneta policial con los dems. Su


nombre le ara la garganta cuando el golpe de la portezuela la borr, dejndole los ojos
desorbitados.

-Mi esposa est con ellos -grit desaforadamente, una y otra vez, sin que nadie le
prestara atencin. Al fin alguien le dijo:

-Si est con ellos, amigo, olvdela. No hay nada que usted pueda hacer ahora.

Los diarios informaron abundantemente sobre el xito de la operacin. Las fuerzas del
orden haban realizado un trabajo preciso y eficaz, y eso deba destacarse, desde luego, para
tranquilidad de la poblacin.

Cada maana, embotado por el insomnio, barba crecida, prpados rojos, Claudio
buscaba con avidez las noticias sobre cierto proceso que, segn decan, tena lugar a puertas
cerradas en un tribunal indeterminado que nadie ubicaba con certeza y cuya existencia
vacilaba en el escepticismo de la gente. No saba dnde la tenan recluida -de eso no
hablaban los peridicos-, ni cundo la dejaran libre. Deseaba tranquilizarla, asegurarle que
[104] el error quedara aclarado muy pronto, y esta circunstancia fortuita se disolvera como
una pesadilla absurda una maana; pero no poda encontrarla.

Vagaba por las oficinas policiales: recababa informes, datos aislados, algn indicio
sobre su paradero, para aliviar la espera. Las horas dilataban interminablemente su vaco,
amargndole los tragos en alguna mesa apartada de cualquier bar del centro. Le
atormentaban la mirada opaca del conserje del hotel, donde rebotaban irremediablemente
sus preguntas cuando trataba de conocer su opinin, y las frases optimistas de los
funcionarios del orden, para quienes todo era cuestin de tiempo, nada ms. No se
preocupe. En antesalas interminables naufragaba la esperanza cotidiana, y con el ltimo
empleado, sala l tambin, arrastrando cabizbajo su bsqueda infructuosa. El tumulto de la
incertidumbre le abri por dentro un hueco que se agrandaba con la desazn de reiteradas
audiencias postergadas.

Despus de un tiempo termin todo. Con grandes titulares, un da le golpe la noticia:


La sentencia fue colectiva. [105]
La seca
En un lugar desolado del trpico haba un pueblo parecido a Luvina, por su tristeza
polvorienta y porque haca aos que no llova. La gente vagaba por las calles como
husmeando el tiempo, con un sabor persistente a tierra en la boca y los ojos redondos como
platos trancados en la claridad demasiado intensa. Los campos ardan por combustin
espontnea y en los troncos de palmeras desmochadas, ennegrecidos por los incendios, se
paraban los cuervos taciturnos hasta que se les evaporaban las carnes y los derribaba el
viento. Haca tiempo que era un pramo ese pueblo borroneado en la desolacin del trpico.
Fantasmales los rostros se pegaban a los huesos tomando la expresin esttica de las
mscaras. Se beban los orines y las lgrimas, y cuando naca un nio rara vez sobreviva a
la lactancia, porque no faltaba un hermano o el propio padre para tomarse la leche de la
madre. Se moran noms, sin dar trabajo: los nios con el grito detenido en la sequedad de
los labios: los viejos, de puro resecos, bajo el alero de los ranchos. No haba entierros desde
la seca, porque la tierra, cada vez ms dura, no se abra ya al golpe de los picos. El sol, por
otra parte, no daba tiempo a que se pudriesen las carnes; al poco rato del deceso la piel
quedaba tensa como cuero estaqueado y los muertos cobraban el aspecto de momias
desenterradas.

En las orillas del pueblo se escurra hasta el horizonte una va por donde, de tanto en
tanto, un tren aguatero [106] dejaba sentir su rtmico traqueteo. No resultaba tan pavorosa
la tristeza como la esperanza, el da del paso. Hacinada al costado de la va, la gente lo
aguardaba tratando de encaramarse a las lisas paredes de su tanque, lo miraba pasar
despus, e irse sin remedio con su fresca y custodiada resonancia. Bocas abiertas y manos
implorantes nunca pararon el tren. Se anunciaba desde lejos con un breve pitar entrecortado
y se perda como haba aparecido, llevndose las esperanzas muertas.

Esa tarde volvi ms cansado que nunca. El calor lo asaba en su piel. La frente, las
axilas, le hervan como a todos desde la seca. Afiebrados y enloquecidos de sed ya no
contaban los aos. l saba que no haban muerto hasta entonces porque aprendieron a
beberse las heridas; se tajeaban las piernas y los brazos cuando ya no podan, y as llevaban
los miembros listados de rojas aberturas. No era fea la sangre despus de todo. Cuestin de
acostumbrarse, no pensar en el agua. Recordaba el ao de la seca cuando los rboles
dejaron de brotar y los que haba se agacharon como amedrentados, para protegerse de un
sol locamente enardecido. Se fueron secando poco a poco, salvo algunos que sobrevivieron.
retorcidos y espectrales, donde se poda hallar de vez en cuando alguna fruta sin pulpa, pura
cscara y carozo, donde posar los labios lentamente para beber del jugo inexistente un
sabor olvidado.

El tren pas esa tarde despus de tres meses; y l tena tres hijos desparramados sobre el
catre. Con este calor era preferible estarse quieto. Pobres hijos con sus ojos como pozos
vacos en la cara, y la boca agrietada bamboleando de un lado a otro. El ms chico nunca
conoci la lluvia. El pueblo se qued como estacionado en un tiempo sin agua, sin nubes,
sin viento. Los que continuaron vivos fueron perdiendo esos recuerdos bajo el aire
recalcitrante que se cerna compacto sobre las [107] calles, los corredores y los cuartos. Un
sol despiadado se inmiscua dentro de los ranchos, donde cada rendija era de acero. Las
cobijas ardan al menor descuido y los utensilios se enrojecan sin necesidad del fogn.
Nadie cocinaba en ese pueblo parecido a Luvina desde que faltaba el agua. Se coman las
races, los pjaros, las ratas que quedaban.

En los rostros dormidos de sus hijos se vean las vertiginosas bolitas de los ojos,
movindose bajo los prpados. El menor casi muri cuando l le chup los pezones a la
madre. Despus le tuvo pena; pero ella se fue enseguida, de todos modos. Al principio
apilon los huesos contra una tapia; los orden una y otra vez cuando se desarreglaban,
pero cuando vio que era intil, dej que sus hijos jugaran con ellos, y as terminaron
desperdigados por el patio.

La gente haba perdido la nocin del tiempo y aquello duraba ya bastante, pero l saba
que el tren haba pasado nueve veces con intervalos regulares. Lo malo era que no paraba y
les revolva las esperanzas. Tantas seas que le hicieron esa tarde, para nada. Vena y se iba
pitando hasta perderse en la ltima raya de los campos con la fresca agitacin que ellos
saban encerrada en su vientre de metal. Las secuelas de su paso eran nefastas. Silvano
muri de desesperacin la tercera vez que lo vio alejarse; Marcelina no tuvo tiempo de
salirse de enfrente cuando se interpuso en la va; y as tantos otros. Ahora faltaban tres
meses. Parece tan largo el ciclo de la noche y el da cuando se est esperando.

Desde la seca nunca ms sopl el viento en este pueblo tan parecido por su congoja a
Luvina; no haba ramalazos quebrando la quietud ardiente. Por las noches la luna eyaculaba
su luz sobre los ranchos convirtindolos en sombras encanecidas. Faltaban tres meses; y
tena tres hijos. Ya no quedaban muchos en el pueblo. [108] La sed los fue matando,
aunque todava nacan algunos infelices engendrados con la esperanza de la leche. Y se
moran noms los recin nacidos sin que sus madres opusieran resistencia: o no tenan
fuerzas o les daba lo mismo. Una vida es una vida. Hijos, padre, compaero, palabras cuyo
sentido se perdi con la seca. Todo era igual ahora. Se volvieron de piedra, cada vez ms
insensibles y esquelticos. Se seguan bebiendo los orines y las lgrimas. Era ya costumbre.
Pero el tren reapareca escrupulosamente con la fresca agitacin de su vientre y los
enajenaba. Les devolva el recuerdo de otras aguas, de lluvias estivales, del arroyo sorbido
por la tierra. Ese tren les pona desoladas las mejillas e impotentes los brazos. Era una
maldicin cada tres meses; como la seca inacabable; como el primer angelito que se qued
sin leche.

Alternancias de sol y luna; rueda de hbitos que no cesa; algunos muertos ms y algn
aislado nacimiento. As pasaron los meses; y tena tres hijos. Por aquel tiempo trataba de
mantenerlos siempre cerca, por si escuchaba algo de improviso.

Aquella siesta, cuando sinti el silbato, estaban en el patio como de costumbre. Los
tom como pudo a los tres por los brazos; los forz a caminar a paso rpido hasta la va;
sac una cuerda que llevaba bajo la camisa y los at muy juntos uno al otro sobre los
durmientes. Los vecinos se aglomeraron a su lado esperando la primera imagen. La
esperanza les aceleraba el pulso mientras los nios miraban el cielo, enmudecidos, con los
ojos tremendamente grandes. Lo vieron entrar en la distancia, cobrar forma, acercarse,
parar de a poco como si dudara todava.
El asalto fue rpido. El maquinista tard un poco ms en morir porque Eleuterio era
inexperto en el manejo [109] del cuchillo y tuvo que clavar dos veces. Se atolondraron
contra el tanque, le buscaron la tapa a tientas con los dedos crispados; entre empujones y
codazos se asfixiaron unos cuantos. El pueblo entero se apretuj para beber primero. Se
saciaron de agua, de frescura, de lquida transparencia, y se fueron muriendo revolcados en
el dolor del exceso, sin acordarse de desatar a los nios que seguan mirando fijamente el
cielo. [110] [111]

La coleccin de relojes
A
Esther

Aquella era la hora en que se enloquecan los relojes, cuando los rayos del sol caan sin
dejar sombra y llegaba a trmino la maana. Isabel se levantaba temprano, como antes,
cuando viva en su casa: aquella casa con los pisos oscuros y detestables y los grandes
ambientes, donde tres juegos de estilo invitaban a los grupos, que naturalmente se forman
en cualquier reunin, a la conversacin o la confidencia. Recordaba su piano de cola en un
ngulo privilegiado del saln, sonriendo cuando lo abra.

Omar, sentado a oscuras junto al piano, evoc las manos de su mujer sobre el teclado
haciendo sonar los acordes hasta que llorasen; sus ojos de un gris acerado con matices
verdes no eran grandes, pero s rasgados y brillaban con gran intensidad en su cara angulosa
de blancura alabastrina. ntimamente Omar se culp de lo sucedido. En la casa vaca la
imagen de su mujer lo persegua continuamente.

Los movimientos de Isabel tenan una mesura tal que rara vez se la escuchaba llegar.
Slo su voz delataba su presencia que, como sus maneras, era ingenua. S, su voz era
ingenua y delgada, y aunque al correr de la conversacin se notaran en ella mltiples
variaciones, persista detrs un tono quebradizo, como el susurro de un cristal que se
disculpa. Cuando se alteraba, sin embargo, saba ser sarcstica e incisiva y su voz, tan
delicada, [112] se converta en una mano pronta a cruzar la cara de su interlocutor.

Muchas veces Isabel pens decirle a Omar por qu la atemorizaban los relojes, pero no
se atrevi. No fue difcil callar al principio, porque slo se amedrentaba cuando daban las
doce y era medioda y se achicharraban las flores en el patio y el perro ladraba de aquel
modo prolongado. Entonces se senta extraa, escapaba del saln y mandaba encerrar al
perro con una voz seca y terminante. Sentada en la galera, tras los helechos que colgaban
de las vigas exteriores, donde se filtraba el sol para tocarla apenas, aguardaba la llegada de
su hijo, presionndose las sienes con los dedos, sin importarle cun larga pudiera ser la
espera. Isabel tena un solo hijo, y siempre lo esperaba.

Paradjicamente Omar empez a volver temprano desde que ella falt. La extraaba. El
buen gusto de Isabel se notaba en la casa, como en su figura, donde nada obedeca al azar.
Isabel siempre se visti respetando una perfecta unidad cromtica: pantalones y blusas
de tonos similares, los accesorios haciendo juego, los zapatos y la cartera tambin, y el
armazn de los lentes, y el carmn de los labios, y el esmalte de las uas e incluso el
bolgrafo que cambiaba cada da. Tena un vestuario variadsimo y nunca se la vea
despeinada. Su pelo era una cascada roja y abundante, pero de un rojo suave que no llegaba
a lastimar la vista; evocaba ms bien a una salvaje gacela en movimiento. Ella saba qu
colores le sentaban y se complaca en usarlos. A veces apareca toda de gris, o lila, o
marrn; de vez en cuando se deleitaba con los contrastes o se dejaba cubrir por los
indolentes tornasolados, pero siempre dentro de la gama de tonos que combinaban con su
pelo. Detrs de toda esa meticulosa seleccin resplandeca la dama. [113]

Porque Isabel, por sus maneras, la modulacin de su voz y el lenguaje pulido de su


conversacin, era una dama. Le apasionaban la literatura, la pintura y la msica, y adems
enseaba en la universidad. Isabel era peculiar por sus contrastes y la inmensa carga de
misterio que encerraba la paradoja de su comportamiento. Nunca se terminaba de
conocerla, porque as como le encantaba coser o preparar una cena para doce personas con
manjares de su propia invencin, le fascinaba el griego, la poesa rabe o las mltiples
formas de los caracoles alineados en las repisas del bao.

Isabel no slo gozaba de la belleza, sino tambin de la razn. Su pasin era llegar al fondo
de las cosas, desentraar las motivaciones recnditas de cada escritor, hasta encontrar la
esencia ltima del verbo. Su mente analtica se complaca en esas cosas; por eso le
perturbaba tanto que la atemorizaran los relojes al dar las doce. Propensa a una claridad
geomtrica, se llenaba de sombras cuando la sacudan las campanadas de los relojes, como
si la llamaran todos al mismo tiempo, estirndola hacia ngulos opuestos hasta deshacerla.
S, era intolerable el momento en que las cosas no tenan sombra y la llamaban los relojes.

Slo cuando se fue, Omar not cun vital haba sido su presencia. La buscaba. Se sinti
solo entre tantos objetos hermosos; porque las cosas bellas, si bien son una grata compaa,
no nos hablan, ni nos consuelan cuando necesitamos afecto, slo estn ah, dndose,
derramando su plenitud esttica ante nuestros ojos, sin comprendernos.

Antes, Isabel siempre estaba sola al medioda, contemplando las cosas hermosas. Su hijo
no volva hasta las tres de la tarde y su marido casi nunca estaba en la casa. Las
obligaciones lo retenan siempre afuera: viajes, interminables reuniones del Consejo,
conferencias, [114] cenas. No poda negarse al orden establecido, a las mltiples exigencias
de su cargo, si quera seguir ascendiendo y para Omar nada era tan importante en la vida
como su carrera. Quera probarse a s mismo y llegar muy alto. Implacable consigo lo era
por reflejo con los dems.

Omar no se conform fcilmente de la ausencia de Isabel aunque ella, como l casi no


estaba, haba organizado su vida al margen de su persona. Algunos das se encerraba a
pintar y se olvidaba del almuerzo; otros lea hasta terminar un libro, pero casi siempre se
sentaba al piano entregndose a la msica, a los Nocturnos de Chopin o las dificultosas
Fugas de Bach. Perda entonces el contacto con la realidad, encontrndose de pronto a
trasmano del tiempo, dispersa en el espacio, embriagada y plena. En esos momentos Isabel
no era ella, sino msica fluyendo sobre el fro marfil del teclado.
Las horas se colmaron cuando naci Diego. Vivan entonces en un apartamento cercano
al centro, donde volc la tibieza de su corazn sobre el tibio cuerpecito de su hijo, y puso
todo su empeo en ser una madre perfecta. Porque Isabel tena la mana de hacerlo todo
perfectamente. No se toleraba un error, ni una omisin, ni un olvido. Lloraba, s,
naturalmente, cuando estaba sola, pero frente a los dems, y sobre todo ante su marido,
mantena una expresin de felicidad imperturbable, como de continua complacencia.

Omar nunca comprendi el silencio de su mujer. Acaso el gran poder de dominio que
Isabel tena sobre s misma le impidi decirle a su marido por qu le daban miedo los
relojes. Una flaqueza semejante le pareca, seguramente, despreciable. Ese silencio fue un
error. Pero Isabel era extraa, misteriosa, desconcertante. [115]

El temor naci despus de la mudanza a aquella casa, donde su marido comenz a


coleccionar relojes. En la vida de Isabel la soledad fue tomando cuerpo como un jarabe
espeso que se derrama; acaso sin notarlo la fue ganando poco a poco, porque a fuerza de
estarlo le empez a gustar permanecer sola. Si bien la casa nueva le pareci muy grande, le
agrad. Llen de helechos la galera y aquel garaje donde su marido guardaba como
reliquia diversos objetos reacondicionados cuidadosamente. A Isabel siempre le deleit el
trmulo verdor de los helechos. Le gustaba recorrer el jardn cuando se aplacaba el calor y
el jardinero terminaba el riego del da, aspirar el aroma de sus hojas recin lavadas y el
vaho penetrante de la tierra humedecida. Se escapaba as de la penumbra que Omar
impona a la casa con sus exigencias de mantener las persianas cerradas, para conservar el
frescor de la noche y sentir la diferencia de temperatura al volver de la calle.

En este lugar no haba helechos. Slo corredores prolongados. No poda esconderse a la


sombra de nada. Ni una planta suavizaba la spera frialdad de las paredes o la arenosa
longitud del patio. An ms que antes aquella vieja inquietud progresaba en su interior. Por
lo general Isabel conservaba la calma, recordando juiciosamente las recomendaciones de la
tarde anterior y se comportaba de la manera conveniente; slo al filo del medioda se pona
tensa y no poda dominarse. Entonces la ganaba el miedo y todo recomenzaba. No debi
callar. El silencio, ese pozo angosto e interminable que nos traga, borrndonos para
nosotros mismos y para los dems, el silencio la haba superado.

Todo era ms doloroso ahora que no estaba en la casa, donde su piano de cola acaso la
estuviera esperando. El lcido recuerdo de su antigua rutina se le pegaba a la piel y haca
ms penosa la comparacin: los primeros [116] aos de matrimonio, Diego, la mudanza.
Ms tarde las investigaciones literarias, el cuarto donde pintaba, las horas frente al teclado,
las progresivas ausencias. De pronto era medioda y se le nublaba la mente. Seres
desconocidos aparecan y desaparecan disgregndole la conciencia y el sol achicharraba
las flores y el ladrido del perro sonaba de aquel modo tan extrao. Despus de apaciguada,
retomaba sus pensamientos: la sonrisa de Omar salindosele de la cara mientras deshaca el
paquete. Sus llamadas desde la puerta. Haba trado algo muy especial, porque saba que le
iba a gustar. Era un reloj cuc con los cuernos de caza entrelazados en la parte superior y
unas perdices colgando. No como los que se venden en los bazares y uno puede conseguir
con facilidad porque estn hechos en serie. No, un autntico reloj cuc, de aquellos que
nicamente quedan algunos para enriquecer colecciones muy valiosas.
Isabel, sensible como era a los objetos hermosos, qued encantada. La decisin sobre el
lugar indicado para una pieza tan antigua se demor. Finalmente Omar resolvi que el
saln era indiscutiblemente el mejor sitio, aunque el cuc era un relojito pequeo. Lo
colgaron sobre la pared que enmarcaba al piano, haciendo un ngulo con el comedor. Omar
no le dio cuerda ese da. Deseaba revisarlo primero con atencin y no permiti que nadie lo
tocara. Un mecanismo tan delicado debe ser manipulado por una sola persona, una sola
debe despertarlo y mantenerle la vida. Cuando tuviera tiempo revisara la maquinaria y le
dara cuerda. Isabel se extasiaba ante el reloj mientras tocaba el piano. Deploraba la quietud
de las agujas, y aunque deseaba ponerlo en movimiento no se atrevi a contrariar a Omar.
El reloj cuc pas bastante tiempo parado, pese a sus ruegos, a la oculta necesidad de verlo
palpitar. [117]

Omar parti a Buenos Aires en viaje oficial sin darle cuerda al reloj. A su vuelta le trajo
de regalo a su mujer otro reloj. Ante el arrobado entusiasmo de Isabel, levant orgulloso la
delicada mquina inglesa de un siglo atrs, cuya caja color guinda brillaba intensamente
bajo las luces del saln, A ella le gust ese reloj, aunque no comprenda para qu
necesitaban dos, teniendo el cuc en la sala y otro a pila en la cocina. Pero era tan hermoso
que ni se lo mencion a su marido. Por otra parte, las cosas hermosas no necesitan servir
para algo, su perfeccin ejerce de por s un placer tan gratificante, un apaciguamiento tan
completo sobre los temperamentos sensitivos, que justifican ampliamente su existencia. Se
qued feliz.

Pasaron varios meses sin que Omar se diera un minuto de respiro. Isabel insisti en que
deban colgar el reloj ingls. Lo quera alejado del cuc, para que luciera, pero su marido
prefiri que estuvieran juntos. Ella se qued contemplando los relojes largo rato. Algo
suceda, si bien no pudo precisar qu; acaso fuera el desacuerdo que haba entre ambos:
pequeo uno y recargado de adornos ingenuos; de tamao regular el otro y demasiado
aristocrtico y solemne. No quedaron del todo mal, sin embargo, frente al piano. Omar se
neg a darles cuerda sin antes revisar los mecanismos e Isabel tuvo que esperar.

Finalmente una maana los control. El reloj ingls estaba descompuesto y lo envolvi
con cuidado para llevarlo a un relojero. Luego, con toda suavidad gir la cuerda del cuc y
ste comenz a latir. Al sesgo de la despedida, le pidi a su mujer que controlara la
exactitud de su funcionamiento. Isabel estuvo la mayor parte de la maana en el saln, con
la vista detenida sobre las agujas. El canto del cuc era estridente e incisivo, pero muy
preciso. Cuando dio las doce sucedi algo extrao; [118] una quiebra del tiempo. Una
mera ilusin? Tuvo un sobresalto y la impresin de que alguien la estaba mirando desde el
fondo de la habitacin. Se dio vuelta sorprendida de que la empleada hubiera entrado sin
llamar, pero no vio a nadie. La sensacin persisti slo un momento; despus, se ahond el
silencio.

Los das pasaban como de costumbre, entre las entradas y salidas apresuradas de Omar y
las ausencias de Diego, cada vez ms ocupado en sus estudios. Isabel se volc a sus clases
de literatura, tratando de borronear las horas vacas. Pint sus mejores cuadros; se sumergi
en curiosas lecturas. Sentarse al piano todas las maanas se convirti en su ritual preferido.
Entre tanto miraba fijamente los relojes.
Aquel ao, cuando estuvieron en Europa, Omar recorri inslitos lugares en busca de
relojes antiguos, y si bien pag un precio exorbitante, volvieron con una pieza rarsima: un
reloj italiano. Ambos sentan una vanidosa satisfaccin al considerar los tres relojes como
una coleccin. Las sensaciones extraas, sin embargo, se repetan. Una presencia indefinida
se instalaba en alguna parte del saln cuando daban las doce e inmediatamente despus
sobrevena el vaco. La mente de Isabel se detena por un momento como obedeciendo a
algo.

Omar colg enseguida el nuevo reloj. Sus finas columnas de madera lustrosa realzaban
las guardas de flores sobre el vidrio esmerilado; y al fondo, casi perdindose en la
oscuridad de la caja, el pndulo marcaba el comps con un vaivn abierto e hipnotizador.
Omar estaba orgulloso de sus relojes, y sobre todo impaciente por aumentar la coleccin.

El primer da que el reloj italiano dio las doce, Isabel not que retrasaba unos minutos,
pero como la diferencia se estacion no le dijo nada a su marido. Este son desde entonces
un poco despus que el cuc, sobre el silencio del ingls. [119]

Aquel fue el da que empez a tenerle realmente miedo a los relojes. Recordaba esa
maana entregada al piano, interrumpida como desde lejos por los cuartos, las medias y las
horas. Nada presagiaba lo que iba a suceder, cuando a las doce en punto, levant
bruscamente las manos del teclado y lanz un grito, porque alguien le oprima la garganta
con los dedos hacindole dao. Cuando acudi la empleada todo haba pasado y ella le
orden que buscara una laucha que se haba escurrido entre las patas del piano hacia el
comedor.

Aquella noche, no bien se sent frente al espejo le pareci ver en su cuello unas
manchas ovaladas y violceas, sombras quizs de los caireles de la araa encendida. No
pudo conciliar el sueo durante horas; las campanadas avanzaban por la escalera cada
cuarto de hora, seccionando el tiempo, desde abajo.

Una acrecentada inquietud la oprimi cuando su marido viaj en misin oficial al


Uruguay a principios de un mes de octubre, pensando que pudiera traer otro reloj. Desde
aquel extrao acontecimiento evit sentarse al piano, para no verlos. Una intranquilidad
espesa deambulaba por la casa. La persecucin se repiti.

Cuando Omar volvi, el alivio de verlo entrar sin paquetes se desvaneci pronto. El reloj
de pie lleg a la semana siguiente. Por supuesto lo colocaron en el saln, a un costado del
piano, como haciendo guardia. Y ella, sin saber por qu no le dijo a Omar que adelantaba
unos minutos. A Isabel le gust ese reloj ms que ninguno. Sonaba antes que los dems y le
produca una alegra adolescente. Luego todo se repeta dejndola exhausta. En el verde
acerado de sus ojos se encendi un brillo misterioso. Silenciados los pndulos, la
normalidad se acomodaba nuevamente en el saln y ella recobraba su delicada placidez de
porcelana. [120]

A esta altura de la vida, nada le gustaba tanto a Isabel como estar sola. Habituada
dolorosamente a prescindir de los que amaba se hizo un mundo de palabras, pinceles y
sonidos del cual sala rara vez. No obstante tener ms de cuarenta aos Isabel pareca un
capullo que demor en florecer. Era imposible develar su edad como no fuera a travs de su
propia confesin. Hay mujeres que carecen de edad, cuyo cuerpo no sigue el ritmo de la
generalidad, y cuando tienen cuarenta parecen haber vivido treinta y tener la sagacidad de
los cincuenta. Son las que se embellecen con los aos. Isabel era joven, no importa la edad
que tuviera.

Las cosas transcurran como si Isabel no le tuviera miedo a los relojes. Ella segua
preparando cenas para agasajar a los invitados de su marido, colocndose la encantadora
sonrisa conveniente, cumpliendo con exquisita perfeccin su ritual de anfitriona deliciosa.
Omar tena sobrados motivos para estar orgulloso de su mujer. Era una perla. Una perla con
un velo nacarado que ocultaba su acurrucado corazn. Omar era obsequioso, siempre lo
fue. De donde viniera le traa un regalo: una piel, una joya, un libro, un vestido y, desde
haca un tiempo, relojes. Compr la casa con el secreto propsito de compensar su soledad,
de tenerla entretenida, y ella se complaca en ser la duea. Algo sin embargo subyaca.

La casa de Isabel march siempre con la precisin de un mecanismo de reloj. Todo


estaba minuciosamente planeado. Ella no tena que ocuparse de las compras en el
supermercado, el men de cada da, la limpieza de tantas habitaciones o el cuidado del
jardn. Tena quien le hiciera todo eso. Su tiempo sigui siendo suyo, y adems de
embellecerse, lo empleaba en muchas cosas.

Pero el miedo a los relojes la oprimi cada vez ms. Una noche estuvo a punto de
contrselo todo a Omar. [121] Dud. No se atreva. Y sus conversaciones siguieron
diluyndose como siempre entre las novedades anodinas del despacho, las actividades
literarias de ella y las infaltables discusiones sobre Diego.

A Omar no le pas desapercibida la fijeza de los ojos de su mujer, sus ojeras cada vez
ms oscuras. Lo malo fue cuando empez a adelgazar y no pudo dejar las manos quietas en
ningn lado. Omar insisti en que viera a un mdico. La visita, sin embargo, se pospuso. En
los dos meses que pasaron recorriendo el Lbano, las mejillas de Isabel adquirieron
nuevamente la transparencia de las uvas maduras. Pero si estaba sola, a las doce del da,
una incierta incomodidad le velaba la sonrisa.

Pocos das antes del regreso, hurgando en los estantes de un mercado de baratijas y
cosas inslitas, encontraron una verdadera joya oriental. Isabel se sobresalt, pero no pudo
resistir el extico encanto del reloj. Le pidi a su marido que lo comprara. Haba
pertenecido a una dinasta, que el vendedor no supo precisar, y en l las horas sonaban
como notas de una ctara que se duele del paso del tiempo. A Isabel le fascin. Cuando
dieron las doce, el reloj oriental son exactamente al mismo tiempo que el cuc, y mientras
ella senta la mirada penetrante taladrarle la nuca tuvo el irreprimible deseo de desvestirse.
Presa de un impulso irracional se desabroch la blusa, hasta que cay al vaco, y lanz un
grito, y sinti que se ahogaba y la empleada la sacudi y se la llev arriba para acostarla en
la cama matrimonial.

Cuando Omar lleg a la noche, la empleada se lo cont todo. Tras los ojos sellados por
el sedante Isabel escuch la conversacin, como de lejos; tuvo que tolerar los comentarios,
las insinuaciones. Sinti con plena lucidez el molesto ajetreo de la mujer alrededor de su
cama y el distanciamiento de su marido. En cuanto se [122] repusiera se lo dira. l tena
que creerle. Pero la alegra que le vena con la primera campanada demor la confesin.
Todo era tan intenso y tan breve: esa cua de alegra y despus, los temores. Tal vez la
solucin fuera deshacerse de la coleccin. S, tal vez...

Isabel trat de convivir con el mltiple murmullo de los relojes rastrillando el silencio.
Aquel ao Diego se fue a estudiar al Brasil. Ella esperaba sus cartas con vida impaciencia.
Pero ahora, desde que estaba ah, no le daban las cartas de Diego. Por qu no le daban las
cartas de Diego? Haca tanto tiempo que dejaron de entregarle las cartas de Diego. Y esa
mujer se haca la tonta y tampoco se las daba a pesar de su insistencia. Era cruel que no le
diesen las cartas de Diego.

Cuando empeor, Omar le prohibi tocar el piano; pens que la excesiva concentracin
sobre el teclado era la causa de todo. Pero ella entraba a escondidas y se dejaba ir tras la
msica hasta que gritaba y acuda la empleada. La consulta al doctor se volvi
impostergable. El facultativo no encontr ningn desarreglo fisiolgico. Solamente le llam
la atencin el ensimismamiento en que encontraba a la seora al final de la maana. El
peligro de la depresin era inminente. No se la deba dejar sola.

Isabel cambi mucho. Ya no se sentaba al piano. No poda tolerar la cercana de los


relojes con sus mecanismos en marcha. En la cabeza le lata un multiplicado corazn. Tuvo
que dejar las clases en la universidad y casi no lea. Su pelo fue perdiendo aquel brillo
salvaje y sus ojos se fueron quedando fros e imperturbables. Tena demasiado tiempo libre,
y el tiempo cuando est vaco es el peor compaero de una mujer, sobre todo si le tiene
miedo a los relojes. [123]

Omar, ajeno a eso, aument considerablemente la coleccin. Por fortuna no todos


funcionaban. Consigui el reloj de un barco, que le produca un mareo intenso y fugaz;
otro, de una iglesia destruida, la suma en un alucinante misticismo. Pero ninguno le daba
tanto miedo a Isabel como el reloj que estuvo a la entrada de un burdel de Pars, porque le
provocaba un deseo irresistible de conocer otros hombres.

Una esperanza penetr en su mente cierta vez. Si dejaba la casa al medioda tal vez
pudiera escapar de los relojes. Decidi ir a comer a cualquier parte. Tom un bao; se pint
las uas; eligi cuidadosamente un conjunto color violeta; con un pauelo al tono se anud
el pelo; deline sus labios cuidadosamente; eligi un perfume penetrante; tras los lentes
oscuros subi al auto y arranc. La maana estaba deslumbrante.

Mientras el mozo le traa la carta consult su reloj. Faltaba media hora para las doce.
Pidi algo de tomar, orden el almuerzo y esper. Cuando las agujas coincidieron se supo
observada desde atrs. Volvi la cabeza y encontr los ojos de un hombre que la miraba
con intensidad. Le sonri. No se sabe qu pas despus, pero Isabel volvi ms tranquila.
Repiti las salidas. Al da siguiente fue al puerto donde los barcos se mecan sobre el ro
picado. Al inclinarse desde el pontn para mirar el agua, turbia y espesa por el aceite que
flotaba, le dio un vrtigo repentino y se hubiera cado a no ser por un marinero que al verla
vacilar la detuvo por detrs. Ese incidente la azor. Pens en el reloj marino colgado frente
al piano en los oscuros compartimentos de una trampa.

Al da siguiente no sali. Era indiscutible que los relojes iban con ella. Las salidas se
sucedieron, sin embargo, y los acontecimientos. Alguna vez un encuentro; otras el deseo de
entrar a una iglesia y estarse ah contemplando las imgenes; a veces las caminatas por el
[124] parque, contagiada de alegra, bajo la avenida de eucaliptos. Estas inslitas aventuras
no seguan un orden riguroso. Cierto da huy despavorida ante el ataque de alguien que le
atenaz la garganta con los dedos y otro, el peor de todos ellos, sinti el deseo irresistible
de un hombre, de cualquier hombre, y se meti en un burdel.

Por fin lo comprendi. Todo era intil. Estuviera donde estuviera la perseguiran los
relojes. Apret el acelerador y al pasar frente a la iglesia de la Encarnacin pudo ver sobre
la esfera azul las agujas paradas. Fren bruscamente y se qued mirndolas. All estaba la
clave del enigma. Ya tena la forma de burlar a los relojes. Haba que detenerlos,
silenciarlos, dejar de darles cuerda.

Una esperanza se instal en ella poco a poco. A medida que avanzaba la tarde la
seguridad de burlar a los relojes se acrecent. Le pedira a su marido que dejase de darle
cuerda a los relojes. Esa noche Omar lleg ms temprano de lo acostumbrado. Isabel tena
un brillo penetrante en la mirada. Sin prembulo alguno le pidi que dejara de darle cuerda
a los relojes. Para Omar darle cuerda a esos relojes formaba parte de una ceremoniosa
costumbre. Cada quince das se meta en el saln, cerraba la puerta y con una gamuza,
especialmente reservada para el efecto, los limpiaba uno a uno por dentro y por fuera; luego
haca girar las llavecitas y la vida de sus relojes estaba asegurada por dos semanas ms.
Pedirle que dejara de dar cuerda a los relojes era inslito y hasta ridculo. Sobre todo sin
darle ninguna explicacin. Isabel insisti. l quiso saber el motivo. Ella solloz, suplic,
pero no se lo dijo. El pedido degener en discusin y termin en silencio.

Omar no comprenda la actitud de su mujer, por lo general tan criteriosa. Siempre trat
de complacerla. Generoso, gentil, demasiado ocupado como estaba, se [125] lo permiti
todo. En realidad nunca quiso hijos, pero le dio uno. No puso reparos a las cosas que le
gustaban; la liber de las obligaciones domsticas, salvo cuando traa invitados; le compr
el piano de cola, la biblioteca, la casa llena de objetos exticos, hasta comenz a
coleccionar relojes cuando vio su entusiasmo. Y ahora le peda que dejara de darles cuerda.
As, simplemente, sin ninguna explicacin. Era un capricho demasiado excntrico para
tenerlo en cuenta. No transigi.

Cules fueron los recnditos motivos de su conducta? Hubiera sido mejor confesarlo
todo, pero prefiri el silencio. Al principio no le dio importancia y despus la amordazaron
los encuentros subrepticios, su conducta inusitada, y aquellos lugares a los que fue
arrastrada. Ahora era demasiado tarde. Estaba all irremediablemente, sin saber an por qu
la llevaban y traan los relojes de un lugar a otro, de una vida a otra, siempre a la misma
hora. Ya nada tena importancia.

Record la ltima vez que se sent al piano despus de mucho tiempo. Su deseo de
abstraerse sobre el teclado, de olvidarlo todo, ignorar el murmullo acompasado de los
minutos, caminando como escarabajos dentro de sus sienes. Cuando empez a tocar, la
msica la rescat de esa pesadilla alucinante, se la llev lejos, muy lejos, a un tiempo fuera
del tiempo; entonces escuch el primer tono dando las doce y se pobl de alegra; de
inmediato la misteriosa mirada se le prendi a la espalda; cay a ese vaco anterior al deseo
de muchos hombres, de ciertos hombres; al misticismo; al mareo; y a los dedos en la
garganta cortndole la respiracin, y el grito que por fin atrajo a Omar que volva en ese
momento por un motivo fortuito y le separ las manos cuando casi se estaba ahogando y
perdi el conocimiento. [126]

Ahora estaba ah, con el mismo miedo a los relojes, pero sin salida. Nada haba
cambiado en cierta forma, aunque tena la clave del enigma. Lo ms tremendo era esa
lucidez que la habitaba, salvo cuando sonaban las doce en los relojes y perda el control y
venan las mujeres de blanco, y los hombres la sujetaban y se la llevaban a aquella pieza
vaca donde el sedante la tumbaba hasta el da siguiente.

En la casa donde los helechos derramaban como siempre su trmulo verdor, Omar nunca
se olvidaba de darle cuerda a los relojes cada quince das.

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