El Abominable Hombre de Las Nieves
El Abominable Hombre de Las Nieves
El Abominable Hombre de Las Nieves
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R. L. Stine
ePUB v1.0
nalasss 15.08.12
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Título original: Goosebumps #38: The Abominable Snowman of Pasadena
R. L. Stine, 1995.
Traducción: Pablo di Masso
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Toda mi vida había deseado ver la nieve.
Mi nombre es Jordan Blake y he pasado mis doce años de existencia disfrutando
del sol, la arena y el cloro. Nunca he sentido frío, salvo el que pueda llegar a sentirse
en los supermercados provistos de aire acondicionado donde, corno todo el mundo
sabe, no nieva.
Así es, nunca había sentido frío, al menos hasta el momento en que viví la más
insólita de las aventuras.
Algunos me consideran un chico afortunado por vivir aquí, en Pasadena,
California, donde siempre brilla el sol y disfrutamos de un clima cálido durante todo
el año. Supongo que está bien. Sin embargo, si uno no ha visto la nieve, acaba
pensando que no es más que el producto de una película de ciencia ficción.
¿Agua helada, esponjosa y blanca que cae blandamente del cielo, que se
amontona en el suelo, y con la que se pueden formar muñecos y, lo más divertido,
arrojadizas bolas de nieve?
Hay que admitir que parece realmente extraño.
Sin embargo, un día mi deseo se convirtió en realidad y por fin pude ver la nieve,
lo que sin duda fue una experiencia mucho más extraña de lo que había supuesto.
—Niños, prestad atención porque lo que voy a deciros os complacerá…
El rostro de papá parecía brillar a la luz roja del cuarto de revelado.
Mi hermana Nicole y yo le observábamos mientras desenrollaba un carrete. Con
un par de pinzas sumergió una hoja de papel especial en una bandeja que contenía
líquido revelador.
He visto a mi padre repetir la misma operación a lo largo de toda mi vida.
Es fotógrafo profesional, de modo que no resulta nada inusual. Sin embargo,
nunca lo había visto tan entusiasmado como con aquella serie de fotografías, lo cual
es mucho decir…
Papá toma fotografías que podríamos denominar… «naturales», aunque la verdad
es que fotografía todo aquello que se pone al alcance de su máquina.
Lo hace todo el tiempo. Mi madre dice que en cierta ocasión, cuando yo era sólo
un bebé, vi a mi padre y me eché a llorar. Al parecer, no le había reconocido con
aquella enorme y negra cámara fotográfica cubriéndole el rostro.
También recuerdo que a menudo pensaba que su nariz era un zoom, un
teleobjetivo, ya sabéis… una de esas largas lentes.
Nuestra casa está llena de fotografías mías que me resultan embarazosas… En
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algunas aparezco con pañales y el rostro cubierto de papilla, llorando después de
haberme lastimado una rodilla o golpeando a mi hermana…
En fin, será mejor que volvamos a lo nuestro. Papá acababa de regresar de un
viaje al Parque Nacional de los Grand Tetons, una cadena montañosa de Wyoming
que forma parte de las Rocosas, y estaba trabajando con el material que había
fotografiado.
—Chicos, me hubiera encantado que vierais a esos osos… —dijo papá—. Una
familia al completo. Los oseznos me recordaron a vosotros dos, no dejaban de jugar y
bromear.
Bromear… Papá cree que Nicole y yo sólo bromeamos. Es una forma amable de
decirlo, pero lo cierto es que Nicole, la señorita sabelotodo, me vuelve loco.
A veces desearía que no hubiese nacido, y reconozco que una misión fundamental
de mi vida consiste en hacer que se sienta de esa manera… ¿Comprendéis a qué me
refiero? Veréis, procuro que desee no haber nacido.
—Debiste llevarnos contigo a los Grand Tetons, papá —le dije, afligido.
—En esta época del año hace demasiado frío en Wyoming —objetó Nicole.
—¿Y tú cómo lo sabes, señorita Einstein? —pregunté, propinándole un codazo en
las costillas—. Jamás has estado en Wyoming.
—Leí sobre ello mientras papá estuvo ausente —respondió con naturalidad—.
Hay un libro de fotografías sobre Wyoming en la biblioteca… Lo digo por si quieres
saber algo más del asunto, Jordan. Es ideal para alguien como tú, incluso los niños
más pequeños pueden entenderlo.
No se me ocurrió nada que responder. Éste es mi problema: soy demasiado lento
para dar respuestas rápidas e ingeniosas. Así pues, opté por propinarle otro codazo.
—Eh, vamos —murmuró papá—. Nada de peleas que estoy trabajando, ¿vale,
chicos?
Qué tonta es Nicole. Bueno, en realidad es muy lista, pero parece tonta, al menos
ésta es mi opinión. Sin embargo, es tan inteligente que se saltó un curso y… ¡aterrizó
directamente en mi clase! Es un año menor que yo, está en mi clase… ¡y siempre
saca las mejores notas!
Las fotografías de papá flotaban en el baño químico, haciéndose cada vez más
claras.
—Dime, papá, ¿nevaba en las montañas mientras estabas allí? —le pregunté.
—Por supuesto —respondió concentrado en su trabajo.
—¿Has podido esquiar? —inquirí.
Mi padre negó con la cabeza y repuso:
—No, estaba demasiado ocupado trabajando.
—¿Y qué me dices de ir a patinar, papá? —le preguntó Nicole.
Nicole siempre actúa corno si lo supiera todo. Sin embargo, al igual que yo,
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tampoco ha visto la nieve. Jamás nos hemos alejado del sur de California, lo que sin
duda salta a la vista, ya que los dos estamos bronceados todo el año. El cabello de
Nicole tiene un tono rubio verdoso debido al cloro de la piscina pública; el mío es
castaño con mechones más rubios. Ambos formamos parte del equipo de natación del
instituto.
—Apuesto a que en este instante está nevando en la casa de mamá —dijo Nicole.
—Es posible —convino papá.
Nuestros padres están divorciados. Mamá acaba de mudarse a Pensilvania y
nosotros iremos a pasar el verano con ella. Entretanto, mi hermana y yo nos
quedamos en California para acabar el curso.
Mamá nos envió algunas fotografías de su nueva casa y en ellas ésta aparecía
cubierta de nieve. Las miré fijamente y traté de imaginar cómo sería el frío.
—Me hubiera gustado que nos quedáramos con mamá mientras tú estabas de
viaje —dije.
—Jordan, ya hemos hablado de ese asunto —repuso papá, y noté en su voz un
atisbo de impaciencia—. Puedes ir a visitar a tu madre cuando esté definitivamente
instalada. Ni siquiera ha comprado los muebles para la casa. ¿Dónde dormiríais?
—Preferiría dormir en el suelo antes que escuchar a la señora Witchens roncando
en el sofá —refunfuñé.
La señora Witchens se quedó con nosotros mientras papá estuvo ausente. Fue una
verdadera pesadilla. Cada mañana teníamos que limpiar nuestra habitación y luego
ella aparecía para inspeccionarla en busca de alguna mota de polvo. Cada noche nos
preparaba la misma cena, hígado, coles de Bruselas y sopa de cabeza de pescado con
un gran vaso de leche de soja.
—Su nombre no es Witchens[1] —me corrigió Nicole—. Se llama señora
Hitchens.
—Ya lo sé, Witchcole-Nicole —le repliqué despectivamente. Bajo la luz rojiza
del cuarto oscuro las fotografías comenzaron a aclararse. Papá se sentía entusiasmado
con su trabajo.
—Si estas fotografías han salido bien, podría publicarlas en un libro —dijo con
alegría—. Lo llamaré Los osos pardos de Wyoming, por Garrison Blake. Sí, señor, es
un título con gancho…
Se interrumpió para sacar una de las fotografías de la cubeta y sostenerla en el
aire, mientras la examinaba con atención.
—¡Qué extraño! —murmuró.
—¿Qué es extraño? —preguntó Nicole.
Papá nos mostró la fotografía sin añadir una sola palabra. Nicole y yo nos
inclinamos para observarla mejor.
—Papá —objetó Nicole—, odio tener que decirlo, pero parece un oso de peluche.
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Sin duda era la fotografía de un oso de peluche, un oso de juguete, blando, relleno
de estopa y con una mueca extraña en el rostro, sentado en la hierba. Por supuesto, no
se trataba de la clase de criatura que suele encontrarse en los Grand Tetons.
—Tiene que tratarse de un error —comentó papá—. Esperad a que revele el resto
de las fotografías. Ya lo veréis… ¡es sorprendente!
Extrajo con las pinzas otra fotografía de la bandeja y la examinó atentamente.
—¿Eh…?
Cogí la fotografía. Se trataba de otro oso de peluche.
Papá observó otras dos fotografías, moviéndose cada vez más deprisa.
—¡Más osos de peluche! —gritó, frenético.
Incluso allí dentro, en el cuarto oscuro, pude ver con claridad el pánico que
reflejaba su rostro.
—¿Qué sucede? —inquirió—. ¿Dónde están las fotografías que yo saqué ?
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—Papá —comenzó a decir Nicole—, ¿estás seguro de que esos osos que viste…
eran reales?
—¡Por supuesto! —respondió con voz atronadora—. ¡Conozco perfectamente la
diferencia entre un oso pardo y un oso de peluche! —Comenzó a caminar por el
cuarto de revelado mientras murmuraba, rascándose la cabeza—: ¿Habré perdido la
película sin darme cuenta? ¿Acaso pudieron robármela en algún momento?
—Lo más extraño de este asunto es que tú estabas sacando fotografías de osos
auténticos —comentó Nicole—. Y acabaste con un montón de osos de peluche.
Papá golpeó con furia la mesa, completamente desconcertado.
—¿Quizá perdí la película en el avión durante el vuelo de regreso? ¿O tal vez
intercambié las maletas con alguien sin darme cuenta?
Di la espalda a mi padre con los hombros temblorosos.
—¿Jordan…? ¿Qué sucede? —preguntó papá, cogiéndome por los hombros—.
¿Te sientes bien?
Me obligó a volverme y exclamó:
—¡Jordan! Pero si… ¡te estás riendo!
Nicole cruzó los brazos y me miró fijamente. Luego preguntó:
—¿Qué has hecho con las fotografías de papá?
Papá frunció el entrecejo y dijo con voz serena:
—Está bien, Jordan, ¿dónde está la gracia?
Traté de recuperar el aliento y dejar de reír como un poseso.
—No te preocupes, papá. Tus fotografías están perfectamente.
Puso ante mis ojos una de las fotografías que acababa de realizar en el
laboratorio, donde aparecía un oso de peluche, y espetó:
—¿Que están perfectamente? ¿Llamas a esto estar perfectamente?
—Verás, papá —le expliqué—, cogí tu cámara antes de que partieras hacia
Wyoming y saqué unas cuantas fotografías de mi viejo oso de peluche… para gastarte
una broma. Seguro que el resto de la película contiene las fotografías verdaderas, las
que sacaste a los osos pardos.
La verdad es que no puedo evitar gastar una buena broma en cuanto veo la
ocasión de hacerlo.
—Papá, te juro que no tuve nada que ver con ello —dijo Nicole con seriedad.
Doña perfecta trataba de excusarse por si acaso.
Papá meneó la cabeza e inquirió:
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—¿Una broma…?
Se volvió hacia las bandejas para seguir revelando fotografías.
La siguiente toma mostró a un verdadero osezno pescando en la corriente de un
río.
Papá se echó a reír.
—¿Sabéis una cosa? —preguntó, colocando la fotografía del osezno junto a las de
los osos de peluche—. No son tan distintos como pensáis.
Sabía que papá no estaría enfadado mucho tiempo. Ésa es una de las razones por
las que me entusiasma gastarle bromas. A él también le encanta gastarlas.
—¿Os he explicado alguna vez la broma que le gasté a Joe Morrison? —
preguntó.
Joe Morrison es un fotógrafo, amigo de papá.
—Veréis, Joe acababa de regresar de África, donde había pasado varios meses
fotografiando gorilas. Estaba entusiasmado con el resultado de su trabajo, una serie
estupenda de fotografías de grandes gorilas en plena selva. Yo vi el material y os
aseguro que era fabuloso.
»Bien, Joe tenía una cita con la editora de una revista especializada en temas de la
naturaleza. Pensaba entrar en su despacho y mostrarle aquel material. Estaba seguro
de que prácticamente se lo arrebatarían de las manos.
»Pero Joe ignoraba que la editora y yo habíamos sido compañeros en la
universidad. De modo que la telefoneé y la persuadí de que le gastara una pequeña
broma al bueno de Joe.
»Cuando Joe entró en su despacho y le mostró el material, ella lo observó en
silencio. Joe no pudo soportar aquel suspense y le preguntó: “¿Y bien? ¿Le gustan o
no?” Es un tipo muy impaciente, ¿sabéis?
—¿Y qué respondió ella? —pregunté, ansioso por conocer el desenlace de la
historia.
—La editora frunció el entrecejo y dijo: «Usted es un buen fotógrafo, señor
Morrison. Pero me temo que le han engañado. Las criaturas que ha fotografiado no
son gorilas…»
»La mueca de sorpresa que reflejó el rostro de Joe fue tan exagerada que su
mandíbula casi se desencajó. “¿Qué insinúa con eso de que no son gorilas?”, le
preguntó.
»Y la editora, con expresión severa, le contestó: “Son personas disfrazadas de
gorila. ¿Acaso es incapaz de distinguir un verdadero gorila de un hombre disfrazado,
señor Morrison?”.
Me eché a reír entre dientes.
—¿Qué sucedió después? —inquinó Nicole.
—Joe estuvo a punto de sufrir un colapso nervioso. Recogió las fotografías y las
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examinó con atención. Luego exclamó: «¡No lo entiendo! ¿Cómo ha podido suceder
algo así? ¿Insinúa que he pasado seis meses de mi vida estudiando a personas
disfrazadas de gorila?»
»Finalmente, la editora se echó a reír y le explicó que se trataba de una broma. Le
aseguró que le encantaban las fotografías y que deseaba publicarlas. Al principio, Joe
no podía creerlo y mi amiga estuvo más de quince minutos tratando de que se
calmara.
Mi padre y yo reímos de buena gana ante el desenlace de aquella historia.
—Papá, creo que fue una broma muy pesada —objetó Nicole con seriedad.
He salido a papá en lo que se refiere a mi afición a las bromas. Nicole, en cambio,
ha heredado el espíritu práctico que caracteriza a nuestra madre.
—Cuando se calmó y superó la conmoción, el propio Joe comentó que se trataba
de una broma muy divertida —añadió papá—. Además, os aseguro que él también
me ha gastado más de una broma.
Papá sumergió una nueva fotografía en la cubeta y luego la sostuvo en alto con
las pinzas de plástico. Sonrió con satisfacción ante el resultado. En ella se veía a dos
oseznos pequeños luchando entre sí.
—Bueno, esto marcha estupendamente —dijo—. Sin embargo, todavía me queda
mucho trabajo que hacer, chicos. Dejadme solo un rato, ¿de acuerdo?
Apagó la luz roja y encendió la luz del techo. Nicole abrió la puerta.
—Escuchad, chicos, no quiero que hagáis tonterías ni que dejéis la casa hecha un
lío, ¿vale? —comentó—. Esta noche saldremos a cenar. Quiero celebrar la suerte que
he tenido con mi trabajo sobre los osos pardos.
—Tendremos mucho cuidado —le aseguró Nicole.
—¡Habla sólo por ti! —puntualicé.
—Lo digo en serio, Jordan —me advirtió papá.
—Sólo estaba bromeando.
Una ola de calor nos recibió en cuanto abrimos la puerta del cuarto oscuro. Nicole
y yo salimos al patio trasero, parpadeando ante el fulgor del intenso sol del verano.
Cuando paso algún tiempo en el cuarto oscuro de revelado, mis ojos tardan
bastante en adaptarse a la claridad del exterior.
—¿Qué te gustaría hacer? —me preguntó Nicole.
—No lo sé —repuse—. Me estoy asando… Hace demasiado calor para jugar a
algo.
Nicole cerró los ojos y permaneció inmóvil y pensativa por unos minutos.
—¿Nicole…? —la llamé, propinándole un codazo—. ¿Qué haces, Nicole?
—Estoy pensando en las fotografías de papá… Ya sabes… en toda esa nieve que
cubría los Grand Tetons. Pensé que si me concentro en la nieve tal vez consiga
librarme de este calor.
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La observé, erguida e inmóvil, con los ojos cerrados. Una gota de sudor le perlaba
la frente.
—¿Y bien? —inquirí—. ¿Funciona?
Abrió los ojos y negó con la cabeza.
—No. ¿Cómo puedo imaginar la nieve si jamás la he visto ni tocado?
—Tienes razón —convine yo con un suspiro, echando un vistazo alrededor.
Vivimos en un distrito de los suburbios de Pasadena.
En nuestro barrio sólo hay tres clases de casas, cuyo estilo arquitectónico se repite
miles de veces a lo largo y ancho de muchos kilómetros a la redonda.
Por tanto, mirar alrededor no es algo particularmente divertido, sino todo lo
contrario. En realidad, resulta tan aburrido que casi produce una sensación mayor de
calor y agobio.
Cada casa cuenta con un par de palmeras, una cantidad insuficiente para
proporcionar algo de sombra.
Al otro lado de la calle, junto a la casa de los Miller, hay un solar vacío.
El rasgo más excitante de nuestro patio trasero, y quizá de toda la manzana, es el
desagradable montón de abono que papá suele acumular allí.
Permanecí unos momentos observando el monótono paisaje que me rodeaba. Bajo
la intensa e implacable luz del sol todo parecía teñido de un color blanco refulgente,
incluso la hierba.
—Estoy tan aburrido que me pondría a gritar —me lamenté.
—Vamos a dar un paseo en bici —sugirió Nicole—. Tal vez la brisa nos refresque
un poco.
—¿Por qué no? Quizás a Lauren le apetezca venir con nosotros —dije.
Lauren Sax vive en la casa contigua a la nuestra. Vamos juntos a la misma clase.
Nicole y yo dejamos las bicicletas junto a su casa y nos encaminamos hacia la
parte trasera, donde encontramos a Lauren en el patio, tumbada en una toalla bajo una
palmera. Nicole se sentó a su lado, en la toalla. Yo me recliné y apoyé un hombro en
el tronco de la palmera.
—¡Qué calor hace! —gimió Lauren, ajustándose su pequeño pantalón corto de
color amarillo. Es alta y musculosa. Tiene el cabello largo, castaño, y en la frente luce
un flequillo.
Su voz, de tono nasal, resulta ideal a la hora de proferir lamentaciones.
—Se supone que estamos en invierno, ¿verdad? Es invierno en todas partes. ¿Y
cómo es un invierno normal…? Pues, un invierno normal tiene nieve, hielo,
tormentas, aguanieve y frío, mucho frío y aire helado. Pero ¿qué tenemos nosotros?
¡Sólo este terrible sol! ¿Por qué tendrá que hacer tanto calor?
De repente, sentí un dolor punzante en la espalda.
—¡Ayyy! —exclamé, apartándome de la palmera.
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Era como si algo afilado y frío como el hielo me hubiese picado. Mi rostro se
torció en una mueca de dolor.
—¡Jordan! —exclamó Nicole, sorprendida—. ¿Qué te ocurre? ¿Qué te ocurre?
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Noté una especie de aguijón frío clavado en la espalda.
—¿Qué es esto? —grité—. [Está helado!
Nicole se levantó de un salto y me examinó la espalda.
—Jordan, acaban de dispararte! —dijo entonces—. Con una pistola de agua roja.
Mientras me volvía oí una risa conocida.
De pronto, los gemelos Miller aparecieron desde el otro lado de la palmera.
Debí haberlo supuesto.
Los gemelos Miller… Kyle y Kara, con su nariz respingona e idéntica, los ojos
como abalorios, el cabello pelirrojo muy corto. Ambos llevaban pistolas de agua de
color rojo.
A los gemelos Miller les encanta gastar bromas a la gente. Son peores que yo, y
mucho más traviesos.
En el barrio todo el mundo les teme. Suelen caer como aves rapaces sobre los
niños más pequeños que aguardan la llegada del autocar escolar y les arrebatan el
dinero para la merienda. En cierta ocasión hicieron volar el buzón del correo de los
Sax con una bomba fétida.
El año pasado, Kyle me propinó un buen golpe en la nariz durante un partido de
baloncesto. Pensó que sería divertido ver cómo se ponía colorada.
Por alguna razón, a los gemelos Miller les gusta meterse conmigo más que con
cualquier otra persona.
Por su parte, Kara resulta tan aterradora como su hermano Kyle. Odio tener que
admitirlo, pero Kara puede ponerme fuera de combate de un solo golpe. El verano
pasado me puso un ojo morado.
—¡Oh, hace tanto calor…! —exclamó Kara, burlándose de la voz de Lauren.
Kyle deslizó su pistola de una mano a la otra detrás de su espalda, tratando de que
aquel movimiento diera la impresión de ser muy complicado.
—Arnold me enseñó a hacerlo —dijo, jactándose.
Kyle pretendía que pensáramos que se refería al propio Arnold Schwarzenegger.
Decía que conocía personalmente a Arnold, aunque obviamente yo tenía mis dudas al
respecto.
Nicole me cogió por la parte de atrás de la camisa y tiró de mí.
—Papá va a matarte, Jordan —dijo.
—¿Por qué?
Volví la cabeza, para mirar mi espalda y vi que mi polo lucía una gran mancha de
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color rojo.
—Oh, esto es fantástico… —murmuré, desolado.
—Papá nos advirtió de que no nos ensuciáramos ni nos metiéramos en líos —me
recordó Nicole, como si yo necesitara que lo repitiera.
—No te preocupes, Jordan —dijo Kyle—. Nosotros nos ocuparemos de limpiarte
la mancha.
—Oh, no, no es necesario… —murmuré, retrocediendo para apartarme de ellos.
Fuera lo que fuera lo que Kyle quería decir, sabía que no iba a gustarme.
Y estaba en lo cierto. Él y Kara alzaron sus pistolas de agua y nos rociaron a los
tres.
—¡Basta ya! —exclamó Lauren—. ¡Nos estáis empapando!
Kyle y Kara nos dedicaron una de sus carcajadas de verdaderos dementes.
—¡Dijisteis que teníais calor!
Al cabo de unos segundos, mi camisa estaba totalmente empapada.
Miré fijamente a los gemelos. Kyle se encogió de hombros y dijo:
—Sólo tratábamos de echaros una mano.
Debí sentirme agradecido de que sólo nos mojaran. No era nada comparado con
lo que podían haber elucubrado sus mentes maliciosas.
No entiendo a los gemelos Miller; Lauren y Nicole tampoco. Les consideran
atractivos sólo porque han cumplido trece años de edad y tienen una piscina en el
patio trasero de su casa.
El padre de los gemelos trabaja en un estudio cinematográfico y ellos se pasan la
vida jactándose de que les invitan a los preestrenos y se codean con las estrellas de
cine.
Sin embargo, no he visto a una sola estrella de cine acercarse por su casa.
—Oh, estáis completamente mojados —dijo Kara, con una risa sardónica—. ¿Por
qué no vais a dar un paseo en bici para secaros al sol?
Nicole y yo intercambiamos una mirada de complicidad. Cuando estamos solos,
no nos llevamos tan bien. Sin embargo, cuando los Miller están cerca, tenemos que
mantenernos muy unidos. Los conocemos demasiado bien. Sin duda no habrían
mencionado las bicicletas de no tener una buena razón para ello, mejor dicho… una
mala razón.
—¿Qué habéis hecho con nuestras bicicletas? —preguntó Nicole.
Los Miller abrieron mucho los ojos fingiendo una expresión de inocencia.
—¿Quiénes? ¿Nosotros? No hemos hecho nada a vuestras preciosas bicicletas. Si
no nos creéis, podéis ir a comprobarlo con vuestros propios ojos.
Nicole y yo dirigimos la mirada hacia donde habíamos dejado las bicicletas.
—Desde aquí parecen estar bien —comentó Nicole.
—Pues creo que algo les ha sucedido —dije yo—. Parecen… no lo sé…
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extrañas…
Nos dirigimos hacia nuestras bicicletas, y realmente parecían distintas. Alguien
había torcido los manillares hasta dejarlos del revés.
—Espero que tengáis marcha atrás —comentó Kyle, mofándose.
No soy uno de esos chicos que suele meterse en problemas. Sin embargo, en esta
ocasión algo dentro de mí perdió el control.
Kyle y Kara habían ido demasiado lejos.
Salté sobre Kyle y caímos al suelo, rodando. Luchamos durante un momento,
mientras yo trataba de inmovilizarlo con una rodilla. Pero fue él quien consiguió
ponerme de costado.
—¡Basta, deteneos! —gritó Nicole—. ¡Basta!
Kyle me hizo girar hasta ponerme de espaldas contra el suelo.
—¿Creías que podías sorprenderme, Jordan? ¡No eres más que un bocazas!
Le di una patada. Él puso una rodilla sobre mi hombro y me apretó contra el
suelo.
—¡Cuidado, Jordan! —me advirtió Nicole, histérica.
Levanté la mirada. Kara estaba de pie a mi lado y sostenía una roca tan grande
como su cabeza.
Una sonrisa maligna le iluminaba el rostro.
—¡Arrójasela, Kara! —ordenó Kyle.
Traté desesperadamente de rodar sobre mi cuerpo para esquivar la roca, pero no
podía moverme. Kyle me había inmovilizado en el suelo.
Kara alzó aún más la roca y luego la dejó caer… sobre mi cabeza.
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Cerré los ojos con fuerza.
La roca cayó sobre mi frente y rebotó a un lado.
Abrí los ojos. Kara parecía una hiena. Recogió la roca y volvió a arrojarla contra
mi rostro, rebotando como antes.
Lauren la cogió del suelo y exclamó, apretándola con la mano.
—¡Es de goma espuma! ¡Es una roca falsa!
De inmediato, Kyle se echó a reír.
—Claro que es falsa. Se utiliza en las películas, tonta.
—Debías haberte visto la cara —se mofó Kara—. Menudo gallina estás hecho.
Empujé a Kyle apartándolo de mí y volví a arrojarme sobre él. Esta vez estaba tan
furioso que tenía la fuerza de dos Kyles. Por fin conseguí inmovilizarlo en el suelo.
—¿Qué sucede, chicos?
¡Era papá!
Me puse en pie de un salto.
—Hola, papá. Sólo estábamos jugando y divirtiéndonos un poco.
Kyle se sentó, frotándose el codo.
Papá no parecía haberse enterado de que estábamos en medio de una pelea. No
obstante, se comportaba de un modo extraño. Estaba muy excitado.
—Escuchad, chicos, tengo grandes noticias para vosotros —dijo—. La revista
Vida Salvaje acaba de ponerse en contacto conmigo. ¡Quieren que vaya a Alaska!
—Oh, papá, es fantástico —ironicé—. Acabas de conseguir otro viaje estupendo
mientras nosotros debemos quedarnos aquí y morir de aburrimiento.
—Y de calor —añadió Nicole.
Papá sonrió, complacido.
—Telefoneé a la señora Hitchens para preguntarle si podía quedarse con
vosotros… —comenzó a decir.
—¡Oh, no, por favor, otra vez la señora Hitchens…! —me lamenté—. Papá, es
una mujer espantosa. ¡No soporto su comida! ¡Si se queda con nosotros, me moriré
de hambre!
—No, Jordan, no lo harás —intervino Nicole—. Aunque sólo tomaras pan y agua
podrías sobrevivir durante una semana sin problemas.
—¿Nicole? ¿Jordan? —agregó papá, golpeándonos suavemente en la cabeza—.
¿Podéis escucharme un momento, por favor? Aún no he terminado.
—Lo siento, papá.
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—De todos modos, la señora Hitchens no puede quedarse con vosotros, así que
no hay más remedio de que vengáis conmigo…
—¿A Alaska? —pregunté, demasiado excitado para creer que aquello fuera
cierto.
—¡Hurra! —exclamó Nicole, y los dos comenzamos a dar saltos de alegría.
—Chicos… qué suerte tenéis… —dijo Lauren.
Kara y Kyle permanecían inmóviles y en silencio.
—¡Nos vamos a Alaska! —grité—. ¡Por fin vamos a ver nieve! ¡Toneladas de
nieve! ¡Auténtica nieve de Alaska!
Estaba realmente emocionado, y eso que papá todavía no nos había contado la
parte más interesante.
—Se trata de un proyecto muy raro —prosiguió papá—. Quieren que siga la pista
de una extraña criatura que aparentemente vive en la nieve; le llaman el Abominable
Hombre de las Nieves.
—¡Uau! —exclamé.
Kyle y Kara lanzaron un bufido. Nicole meneó la cabeza e inquirió:
—¿Alguien ha visto realmente a ese Abominable Hombre de las Nieves?
Papá hizo un gesto de asentimiento.
—Así es. Algunos testigos afirman haber visto una extraña criatura, aunque nadie
sabe de qué se trata en realidad. Pero sea lo que sea, la revista quiere que viaje allí y
saque algunas fotografías de ella. Estoy seguro de que se trata de un animal, claro. No
existe nada parecido a un Abominable Hombre de las Nieves.
—En ese caso, ¿por qué vas? —insistió Nicole.
Le di un codazo en las costillas y espeté:
—¿A quién le importa? ¡Nos vamos a Alaska!
—La revista me paga muy bien —explicó papá—. Y aunque no encontremos a
esa extraña criatura podré sacar algunas fotografías muy interesantes de la tundra.
—¿Qué es la tundra? —preguntó Lauren.
Papá comenzó a responder, pero Nicole dio un paso adelante.
—Yo se lo explicaré, papá —le interrumpió.
Me entraron ganas de cerrarle la boca. En el instituto mi hermana hace siempre lo
mismo.
—Una tundra es una planicie muy grande y helada. Existe en el Ártico, en Alaska
y en Rusia. La palabra tundra proviene del ruso y significa…
Le tapé la boca con la mano y pregunté:
—¿Alguna otra pregunta, Lauren?
Lauren negó con la cabeza y repuso:
—No, eso es todo cuanto quería saber.
—Aquí, la señorita Cabeza de Huevo es capaz de continuar con su perorata
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indefinidamente si alguien no la detiene —dije, quitando la mano de la boca de
Nicole, que me sacó la lengua—. ¡Este viaje será fabuloso! ¡Veremos hielo y nieve de
verdad! ¡Iremos tras las huellas del Abominable Hombre de las Nieves! ¡Es
asombroso!
Una hora antes estábamos a punto de volvernos locos de aburrimiento, pero de
pronto todo había cambiado.
Papá sonrió y dijo:
—Bueno, chicos, tengo que volver al trabajo. No olvidéis que esta noche
cenaremos fuera.
En cuanto papá se encaminó hacia la casa cruzando el césped del patio trasero,
Kara comenzó a reír maliciosamente.
—¡El Abominable Hombre de las Nieves…! ¡Menudo chiste!
Típico de Kara… era demasiado gallina para abrir la boca en presencia de papá.
Kyle comenzó a dar saltos, imitándome y gritando:
—¡Alaska! ¡Alaska! ¡Voy a ver la nieve!
—Quizás os pongáis morados de frío y acabéis congelados —dijo Kara, con su
eterna sonrisa burlona.
—No te preocupes, estaremos bien —replicó Nicole—. ¡Ahora eres tú quien va a
congelarse!
Nicole cogió la pistola de agua de Kara, apuntó y lanzó un chorro al rostro de la
gemela.
—¡Detente! —bramó Kyle, dirigiéndose hacia Nicole, pero mi hermana se echó a
reír y corrió alejándose de ellos, para detenerse al cabo de unos metros y lanzarles
chorros de agua fría.
—¡Devuélveme eso! —le ordenó Kara.
Los Miller perseguían a Nicole. Kyle levantó su pistola de agua y apuntó a la
espalda de mi hermana.
Lauren y yo corrimos tras ellos. Nicole entró en nuestro patio, se volvió y roció
una vez más a los Miller.
—¡No podéis atraparme! —repuso, disparando y retrocediendo sin cesar.
Se dirigía, de espaldas, directamente hacia el montón de abono maloliente que
papá había reunido en nuestro jardín.
¿Debía advertirle lo que estaba a punto de suceder? De ninguna manera.
—¡Chúpate ésta! —volvió a gritar, empapando a los Miller con un nuevo chorro
de agua.
Luego resbaló y cayó hacia atrás… sobre la montaña de abono.
—¡Ajjj! —exclamó Lauren.
Nicole se incorporó lentamente.
Una especie de repugnante cieno verdoso rezumaba entre sus cabellos y goteaba
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sobre su espalda, sus brazos y piernas.
—¡Ajjj! —chilló con una mueca de asco, procurando quitarse el abono de sus
manos.
Todos nos quedamos quietos, observándola. Parecía una especie de Abominable
Mujer de las Nieves, aunque… ¡cubierta de abono!
Todavía estábamos observándola cuando papá asomó la cabeza por la puerta
trasera de la casa.
—Chicos —nos dijo—, ¿estáis listos para salir a cenar?
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—¡Allí está! —exclamó papá por encima del rugido del motor del pequeño avión
en que volábamos—. Iknek… Ésa es la pista de aterrizaje.
A través de la ventanilla distinguí el estrecho margen de terreno en el que nos
disponíamos a aterrizar. Durante la última media hora no había visto más que
kilómetros y kilómetros de nieve, que refulgía espectacularmente bajo la luz del sol.
Me recordó a los villancicos de Navidad y no pude quitarme de la cabeza la melodía
de Winter Wonderland…
Durante el vuelo estuve muy atento por si divisaba huellas gigantes impresas en la
nieve. ¿Qué tamaño alcanzarían las huellas del Abominable Hombre de las Nieves?
¿Se distinguirían desde un avión que no volara a demasiada altura?
—Espero que allí abajo haya un restaurante —dijo Nicole—. Me muero de
hambre.
Papá le dio una afectuosa palmadita en el hombro.
—Te prometo que disfrutaremos de una estupenda comida caliente antes de
iniciar la aventura, pero después tendrás que conformarte con los alimentos propios
de un campamento.
—¿Cómo vamos a encender un fuego en la nieve? —preguntó Nicole.
—Verás, nos alojaremos en una pequeña cabaña que suelen utilizar los tramperos
y los conductores de trineos tirados por perros —le respondió papá—. Hay que
recorrer un largo trecho a través de la tundra para llegar hasta ella, pero es mucho
mejor que dormir en tiendas de campaña. En la cabaña tendremos una estufa. Al
menos… eso espero.
—¿Crees que podremos construir un iglú y dormir dentro? —pregunté—. ¿O
cavar una cueva en la nieve?
—No puedes construir un iglú así como así, Jordan —intervino Nicole secamente
—. No es lo mismo que levantar un refugio de nieve o algo por el estilo, ¿verdad,
papá?
Papá quitó el protector del objetivo de su cámara y comenzó a tomar fotografías a
través de la ventanilla del avión.
—Seguro —repuso con tono ausente, concentrado en su trabajo.
Nicole también se volvió hacia la ventanilla, mientras yo, a su espalda, me
divertía haciéndole muecas.
—No puedes construir un iglú así como así —murmuré imitándola.
Mi hermana a veces actúa como si fuera mi maestra o algo parecido, y la verdad
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es que resulta embarazoso cuando lo hace en la escuela, delante de otras personas.
—¿Cómo encontraremos la cabaña? —preguntó Nicole—. En medio de la nieve
todo el paisaje es igual.
Papá se volvió y le sacó una fotografía.
—¿Qué decías, Nicole?
—Me preguntaba cómo encontraremos la cabaña —repitió Nicole—. ¿Sabes
utilizar un compás, papá?
—¿Un compás? No, pero eso no tiene importancia.
»Se supone que un hombre llamado Arthur Maxwell estará esperándonos en el
aeropuerto. Él será nuestro guía en la tundra.
—¡Conozco a Arthur! —intervino el piloto, volviéndose en su asiento—. Es un
verdadero experto en expediciones sobre la nieve. Lo sabe todo acerca de perros,
trineos y cosas así. En mi opinión, Arthur conoce esta parte de Alaska mejor que
nadie.
—Tal vez haya visto al Abominable Hombre de las Nieves —sugerí.
—¿Cómo sabes que esa cosa existe? —preguntó Nicole con tono burlón—. No
tenemos el menor indicio de su existencia.
—Nicole, hay gente que le ha visto con sus propios ojos —repuse—. Y si el
famoso Abominable Hombre de las Nieves no existe… ¿qué estamos haciendo aquí?
—Lo único que sabemos realmente es que algunas personas creen haber visto a
esa criatura. Sin embargo, yo no lo creeré hasta que tenga pruebas.
El avión describió un amplio círculo alrededor del poblado mientras yo me
distraía jugando con la cremallera de mi nueva chaqueta polar.
Unos minutos antes estaba hambriento, pero ahora me sentía demasiado excitado
para pensar en la comida.
«Realmente existe un Abominable Hombre de las Nieves allí abajo —pensé
convencido—. Sé que está allí.»
Un escalofrío recorrió mi cuerpo a pesar del ambiente cálido de la cabina,
generado por la calefacción del avión.
¿Qué sucedería si dábamos con él? ¿Qué ocurriría si al famoso Abominable
Hombre de las Nieves no le apetecía que le fotografiaran?
El avión volaba con lentitud, disponiéndose a aterrizar.
Tomó tierra con un ligero golpe y, cuando el piloto activó los frenos, se deslizó a
lo largo de la pista con grandes sacudidas.
En aquel momento un ser enorme y amenazador surgió en el extremo de la pista
de aterrizaje. Era muy grande, blanco y monstruoso.
—¡Papá, mira! —exclamé—. ¡Le he visto! ¡Es el Abominable Hombre de las
Nieves!
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Las ruedas del aparato chirriaron hasta detenerse delante del enorme monstruo.
Papá, Nicole y el piloto se echaron a reír al unísono.
Odio que me ocurran estas cosas. Pero no podía culparles. El enorme monstruo
blanco era un oso polar, es decir, la estatua de un oso polar.
—El oso polar es el símbolo del pueblo —nos explicó el piloto, sonriendo.
—Ya —murmuré, azorado.
Era consciente de que me había ruborizado, de modo que me volví para ocultar
mi rostro.
—Jordan lo sabía —dijo papá—. Sólo estaba gastándonos una de sus bromas.
—Sí, claro —murmuré, siguiéndole el juego—. Sabía que se trataba de una
estatua.
—No es cierto, Jordan —repuso Nicole—. ¡Estabas aterrorizado!
Enojado, le di un golpe en el brazo y exclamé:
—¡Te equivocas! ¡No tenía miedo, fue sólo una broma!
Papá pasó afectuosamente los brazos por encima de nuestros hombros y preguntó
al piloto:
—¿No es estupendo comprobar lo mucho que se quieren estos niños tan
encantadores?
—Si usted lo dice…
Saltamos del avión a tierra.
El piloto abrió la compuerta de carga y Nicole y yo cogimos nuestras mochilas.
Papá había traído un gran baúl, completamente hermético, para transportar los
suministros, es decir, las películas, las cámaras, la comida, los sacos de dormir y otros
pertrechos para la expedición.
El piloto le ayudó a descargarlo. Aquel baúl era tan grande que papá podría
meterse en su interior. Me recordaba a un féretro de sólido material plástico de color
rojo.
El aeropuerto de Iknek no era más que una pequeña casa de madera con un par de
habitaciones. Dos pilotos, ataviados con chaquetas de piel, estaban sentados a una
mesa jugando a cartas.
Un hombre alto, musculoso, de cabello negro y abundante barba, con la piel
curtida —sin duda por pasar toda la vida al aire libre—, se puso en pie y cruzó la
habitación para darnos la bienvenida.
Llevaba su chaqueta gris abierta, sobre una gruesa camisa de franela y pantalones
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de cuero.
«Debe de ser nuestro guía», pensé.
—¿El señor Blake…? —preguntó a mi padre con voz baja y ronca—. Soy Arthur
Maxwell, su guía. ¿Necesita que le eche una mano? —Sin esperar respuesta, cogió el
extremo del baúl que sostenía el piloto y comentó—: Ha traído un baúl muy grande e
incómodo. ¿Realmente necesita todo esto?
Papá se ruborizó.
—He traído varias cámaras, trípodes y cosas que… En fin, tal vez me haya
pasado…
Arthur nos miró a Nicole y a mí y frunció el entrecejo.
—Creo que sí.
—Puede llamarme Garry —dijo papá y con un gesto de la cabeza, añadió—:
Éstos son mis hijos, Jordan y Nicole.
—Hola —le saludó Nicole.
—Encantado de conocerle —añadí yo. Cuando me lo propongo, puedo ser muy
educado.
Arthur nos miró detenidamente y lanzó un gruñido sordo.
—Usted no mencionó que traería a los niños —refunfuñó al cabo de un momento.
Todos guardaron silencio. A continuación salimos por la puerta del pequeño
edificio del aeropuerto y echamos a andar por la calle llena de lodo.
—Tengo hambre —dije—. Vamos al pueblo a comer algo.
—¿A qué distancia se encuentra el pueblo, Arthur? —preguntó mi padre.
—¿A qué distancia? —repitió Arthur—. El pueblo, como usted dice, es lo que
está viendo.
Sorprendido, eché un vistazo alrededor. Sólo había una calle, que comenzaba en
el pequeño aeropuerto y terminaba en una montaña de nieve situada a un par de
manzanas de distancia. A ambos lados de la calle se erigían unos cuantos edificios de
madera.
—¿Esto es todo? —pregunté, notando que mi voz se quebraba.
—No estamos en Pasadena —gruñó Arthur—. Pero es nuestra casa, nuestro
hogar.
El guía nos condujo a lo largo de la calle fangosa hasta un restaurante llamado
Betty’s.
—Supongo que tendréis hambre —murmuró—. Tal vez sea una buena idea que
comáis algo caliente antes de que emprendamos la marcha.
Entramos en una especie de barraca y nos sentamos junto a la ventana. Nicole y
yo pedimos hamburguesas, patatas fritas y refrescos. Papá y Arthur encargaron café y
carne estofada.
—Tengo un trineo y cuatro perros listos para partir —dijo Arthur—. Los perros
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pueden arrastrar su baúl y los demás suministros, pero nosotros tendremos que ir
andando junto al trineo.
—No importa —dijo papá.
—¡Eh, un momento! —protesté—. ¿Ha dicho que iremos andando? ¿Qué
distancia?
—Unos quince kilómetros —repuso Arthur.
—¡Quince kilómetros! —exclamé. Jamás había tenido que caminar una distancia
semejante—. ¿Por qué tenemos que ir andando? ¿No podemos coger un helicóptero o
algo así?
—No, Jordan. Quiero sacar fotografías a lo largo del camino —me explicó papá
—. El paisaje es fascinante. Nunca se sabe qué podemos encontrar.
«Tal vez encontremos al mismísimo Abominable Hombre de las Nieves», pensé,
esperanzado.
Al cabo de unos minutos, empezamos a comer en silencio. Arthur evitó mirarme a
los ojos. En realidad, no miró a nadie, ya que mientras engullía pedazos de carne,
mantuvo la vista fija más allá de la ventana.
Fuera, en la calle, pasó un jeep.
—¿Ha visto alguna vez a la criatura que estamos buscando? —preguntó papá.
Arthur pinchó un trozo de carne con el tenedor y se lo llevó lentamente a la boca.
Masticó un momento y luego… continuó masticando.
Papá, Nicole y yo le observamos con atención mientras aguardábamos su
respuesta. Finalmente, tragó el bocado y respondió:
—Jamás le he visto. Sin embargo, he oído hablar de él… De hecho, he oído
muchas historias.
Esperaba que nos explicara alguna, pero Arthur siguió comiendo en silencio. Yo
estaba cada vez más nervioso, la curiosidad me estaba matando.
—¿Qué clase de historias? —pregunté por fin.
Arthur rebañó el plato con un trozo de pan, se lo llevó a la boca y masticó con
calma. Cuando volvió a tragar, contestó:
—Un par de tipos del pueblo… han visto al monstruo.
—¿Dónde? —inquirió papá.
—Lejos, en la gran cordillera de nieve. Más allá de la cabaña en que dormiremos.
—¿Qué aspecto tiene? —pregunté yo, excitado.
—Dicen que es muy grande —me respondió Arthur—; muy grande y cubierto de
un pelaje marrón. Podría pasar por un oso pardo, pero no lo es. Camina erguido sobre
dos piernas, como un hombre.
Me estremecí.
El Abominable Hombre de las Nieves se parecía al espantoso monstruo que en
cierta ocasión había visto en una película de terror, una criatura terrible que vivía en
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una cueva.
Arthur negó con la cabeza y comentó:
—En lo que a mí respecta, espero que jamás nos crucemos con él.
Perplejo, papá abrió la boca y masculló:
—Pero… ésa es la razón por la que hemos venido hasta aquí. Mi trabajo consiste
en encontrar a esa criatura… si es que realmente existe.
—Por supuesto que existe —agregó Arthur con convicción—. Un buen amigo
mío, guía de montaña como yo, se hallaba un día en medio de una ventisca y de
repente… casi se dio de bruces con el monstruo.
—¿Y qué sucedió entonces? —pregunté.
—No quieras saberlo, chaval —replicó Arthur, llenándose la boca de pan.
—Por supuesto que queremos saber qué le sucedió a su amigo —insistió papá.
Arthur se alisó la barba.
—El monstruo atrapó a uno de los perros y se lo llevó. Mi amigo lo persiguió
para intentar salvar al perro. Pudo escuchar los aullidos de dolor del animal. No
sabemos qué le ocurrió al pobre perro… pero debió de ser verdaderamente espantoso.
—Tal vez sea carnívoro —intervino Nicole—. Un devorador de carne. La
mayoría de los animales de esta zona son carnívoros. Hay tan poca vegetación que…
Le propiné un codazo para que se callara.
—Quiero escuchar las historias acerca del Abominable Hombre de las Nieves y
no tus aburridos comentarios sobre la flora y la fauna de este lugar.
Arthur miró a Nicole con acritud. Supongo que se preguntaba de qué planeta
había llegado mi hermana, al menos es lo que yo me pregunto la mayoría de las
veces.
Se aclaró la garganta antes de proseguir con su relato.
—Mi amigo regresó al pueblo y, junto con otro tipo, salieron para intentar
capturar al monstruo de la nieve. En mi opinión, fue una verdadera tontería.
—¿Qué les sucedió? —pregunté.
—No lo sé —repuso Arthur—. Jamás regresaron.
—¿Qué…? —exclamé, con la mirada fija en el robusto guía. Tragué con
dificultad y luego añadí—: Disculpe… ¿Ha dicho que jamás regresaron al pueblo?
Arthur asintió con un gesto solemne.
—Así es. Jamás regresaron.
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—Tal vez se extraviaron en la tundra —sugirió papá.
—Lo dudo —dijo Arthur—. Esos dos sabían lo que hacían. El monstruo les mató.
Eso fue lo que sucedió.
El guía hizo una pausa para untar de mantequilla otra rebanada de pan.
—Cierra la boca, Jordan —dijo Nicole—. No tengo el menor interés en ver las
patatas fritas que estás masticando.
Supongo que las palabras de Arthur me habían causado una gran impresión. Así
que cerré la boca y tragué las patatas.
«Arthur parece un tipo extraño —pensé—. Pero no está mintiendo. Realmente
cree en el Abominable Hombre de las Nieves.»
—¿Alguien más ha visto al monstruo? —preguntó mi hermana.
—Sí, un par de tipos de la televisión que vinieron de Nueva York. Se enteraron de
lo de mi amigo y aparecieron por aquí para investigar el asunto. Fueron a explorar la
tundra… y tampoco regresaron. Encontramos a uno de ellos. Había muerto congelado
y estaba convertido en un bloque de hielo. Quién sabe lo que le sucedió a su
compañero. Además… está la señora Cárter, que vive al final de la calle principal.
Ella vio al monstruo unos días más tarde. —Arthur hablaba con su característico tono
de voz, bajo y ronco—. Estaba mirando a través de su telescopio y lo vio a lo lejos,
en la tundra. Dijo que la criatura estaba masticando unos huesos. Si no me creéis,
podéis ir a verla y averiguar lo que sabe por vosotros mismos.
Papá hizo un extraño ruido. Le miré y vi que hacía grandes esfuerzos para
contener la risa.
No entendía qué era lo que le resultaba tan gracioso. En mi opinión, aquel
monstruo era un ser aterrador.
Arthur también miró a mi padre. Luego dijo:
—No tiene por qué creerme si no lo desea, señor Blake.
—Puede llamarme Garry —le recordó papá.
—Le llamaré como me parezca conveniente, señor Blake —replicó Arthur con
acritud—. Todo cuanto he dicho es la verdad. Ese monstruo es real… ¡y es un
verdadero asesino! Y usted corre un gran peligro si decide ir tras él. Nadie ha sido
capaz de cogerle. Todos los que le persiguen… desaparecen para siempre.
—Correremos el nesgo —dijo papá—. Ya he escuchado historias como ésta en
otras partes del mundo. Historias sobre monstruos de la jungla o extrañas criaturas
que viven en el océano. Por lo que yo sé, esas historias nunca se demuestran. Tengo
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el presentimiento de que este asunto no tiene por qué ser diferente de todo cuanto he
escuchado antes.
Una parte de mí deseaba ver a la criatura de las nieves, pero otra tenía la
esperanza de que papá estuviera en lo cierto. Pensé que no merecía morir sólo por
desear ver… ¡la nieve!
—Bueno —dijo mi padre, limpiándose la boca con la servilleta—. Pongámonos
en marcha. ¿Estáis preparados?
—Sí, papá —respondió Nicole.
—Yo también —dije.
Ardía en deseos de salir de allí y echar a andar por la nieve de la tundra.
Arthur no dijo nada.
Papá pagó la cuenta y aguardamos a que nos trajeran el cambio.
—Papá ¿qué sucederá si el Abominable Hombre de las Nieves es una criatura
real? ¿Qué sucederá si nos topamos con él? ¿Qué haremos en ese caso? —le
pregunté.
Mi padre metió la mano en el bolsillo de su abrigo y sacó un objeto pequeño y
oscuro.
—Esto es un radiotransmisor —nos explicó—. Si nos encontramos en algún
apuro allí fuera, en medio de la naturaleza salvaje, puedo comunicarme por radio con
la estación de guardabosques. Ellos enviarán un helicóptero a rescatarnos.
—¿A qué clase de apuro te refieres, papá? —inquirió Nicole.
—Estoy seguro de que no tendremos problemas, chicos —nos aseguró papá—.
Sin embargo, es conveniente ir preparado para afrontar cualquier emergencia. ¿No es
así, Arthur?
Arthur chasqueó los dedos y se aclaró la garganta, pero no respondió.
Pensé que estaba enojado porque papá no creía en las horribles historias que había
relatado acerca del monstruo de las nieves.
Mi padre volvió a guardar el radiotransmisor en el bolsillo de su abrigo, dejó una
propina a la camarera y salimos del precario local, al frío aire de Alaska, dispuestos a
adentrarnos en la tundra helada.
¿Estaba el Abominable Hombre de las Nieves allí, en alguna parte, esperando a
que diéramos con él? No pasaría mucho tiempo antes de que encontráramos la
respuesta a aquel interrogante.
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¡Plaf!
¡Diana! Lancé la bola de nieve y conseguí un blanco perfecto en el centro de la
mochila de Nicole.
—¡Papá! —gritó Nicole, irritada—. ¡Jordan me ha tirado una bola de nieve!
Papá sostenía su cámara con firmeza y, como siempre, sacaba una fotografía tras
otra.
—Muy bien, Nicole —dijo, completamente abstraído.
Nicole puso los ojos en blanco, bajó la cremallera de mi capucha, la llenó de
nieve y la aplastó contra mi cabeza.
La nieve resbaló por mi rostro y me quemó la piel.
Al principio pensé que la nieve era estupenda. Podía moldearla con las manos y
formar bolas, dejarme caer sobre ella sin sufrir el menor daño, o meterme un poco en
la boca y chuparla hasta derretirla… Sin embargo, pronto comencé a sentir frío, los
dedos de los pies y de las manos perdían sensibilidad, como si se entumecieran.
Nos habíamos alejado unos cuatro kilómetros del pueblo y, al mirar hacia atrás,
no vi rastro de él. Todo cuanto se divisaba era un paisaje uniforme e infinito de cielo
y nieve.
«Sólo faltan otros diez u once kilómetros para llegar a la cabaña», pensé, mientras
movía los dedos dentro de los mitones.
¡Diez kilómetros! Tuve la impresión de que tardaríamos toda una vida en recorrer
esa distancia. Además, estábamos rodeados por kilómetros y kilómetros de nieve.
Mi padre y Arthur caminaban dificultosamente junto al trineo. Arthur había
llevado cuatro huskies, los maravillosos perros de Alaska, que se llamaban Binko,
Rocky, Tin-tin y Lars, el favorito de Nicole.
Los perros tiraban de un largo trineo, donde llevábamos el baúl de suministros de
papá y otros pertrechos.
Nicole y yo cargábamos a la espalda con las mochilas repletas de alimentos de
reserva y diversos objetos. «Sólo por si acaso…», había dicho papá.
«Por si acaso… ¿qué?», me pregunté. ¿Por si nos perdíamos? ¿Por si los perros
huían con el trineo cargado? ¿Por si el Abominable Hombre de las Nieves nos
capturaba?
Entretanto, papá sacaba fotografías de los perros, de nosotros, de Arthur, del
paisaje nevado…
De pronto, Nicole se dejó caer de espaldas sobre un montículo de nieve y
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exclamó, moviendo los brazos y las piernas como si fueran las aspas de un molino:
—¡Mirad qué he hecho! ¡Es un ángel!
Se incorporó de un salto y observamos la huella que había dejado su cuerpo sobre
el impoluto manto blanco.
—¡Qué bonito! —admití y también me dejé caer para hacer mi propio ángel.
Cuando Nicole se acercó a mí para inspeccionarlo, le arrojé una bola de nieve.
—¡Eh! —gritó—. ¡Me las pagarás!
De inmediato, me puse en pie y corrí alejándome de ella. La nieve era profunda y
crujía debajo de mis botas. Nicole venía tras de mí, y ambos llegamos a la carrera
hasta el trineo.
—¡Chicos, tened cuidado! —nos advirtió papá—. ¡No os metáis en líos!
En aquel momento tropecé y Nicole cayó sobre mí, pero empecé a rodar por el
suelo para librarme de ella.
«¿En qué lío podemos meternos en un sitio como éste?», pensé mientras
continuaba avanzando y sentía el especial crujido que producía la nieve a cada paso.
Nos encontrábamos en un paraje desierto rodeados de nieve. Por un momento me
dije que en un sitio así era imposible incluso perderse.
Por fin me volví y emprendí el regreso hacia el trineo, burlándome de Nicole.
—¡A ver si me coges, señorita sabionda! —me mofé, haciéndole muecas.
—¡Eres un inmaduro! —exclamó mi hermana, furiosa, y echó a correr para
alcanzarme.
Súbitamente se detuvo y señaló hacia algún lugar situado a mi espalda.
—¡Jordan, cuidado!
—¡Vamos, no creerás que me tragaré esa triquiñuela! —le respondí y seguí
retrocediendo sin dejar de mirarla, ya que temía que me alcanzara con una bola de
nieve.
—¡Jordan, lo digo en serio! —insistió—. ¡Detente!
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¡Cataplaf!
Tropecé con un montículo de nieve y caí violentamente de espaldas.
—¡Ayyy! —grité, sorprendido.
Luché por recuperar el aliento y luego eché un vistazo alrededor.
Había caído por una especie de profunda grieta. Tembloroso me senté en el suelo,
rodeado de estrechos acantilados de hielo y rocas de tono azulado.
Cuando me levanté y miré hacia arriba, comprobé que la entrada de la grieta se
hallaba a unos seis metros por encima de mi cabeza.
La situación era desesperada, y decidí tratar de trepar por la pared helada,
sujetándome a un saliente rocoso y buscando un punto de apoyo para el pie.
Conseguí ascender casi un metro, pero de pronto resbalé en el hielo y me deslicé
nuevamente hacia el fondo de la grieta.
Era inútil. ¿Cómo saldría de aquel lugar? ¿Dónde estaban papá y Nicole? ¿Por
qué no venían a rescatarme?
«¡Voy a congelarme en este maldito agujero!», pensé.
La cabeza de Nicole asomó en lo alto de la grieta. Jamás en toda mi vida me sentí
tan feliz de ver a mi hermana.
—¿Estás bien, Jordan?
—¡Sacadme de aquí!
—No te preocupes —dijo Nicole—. ¡Ahora mismo viene papá!
Me recliné contra la pared helada. La luz del sol no llegaba hasta el fondo.
Tenía los dedos de los pies cada vez más entumecidos y comencé a saltar para
preservar el poco calor que aún conservaba en el cuerpo.
Unos minutos más tarde escuché la voz de mi padre.
—¿Jordan? ¿Estás herido?
—¡No, papá! —respondí.
Mi padre, Nicole y Arthur estaban allí, en la boca de la grieta, mirándome desde
lo alto.
—Escúchame, hijo… Arthur te lanzará una cuerda. Sujétate con fuerza y te
izaremos hasta aquí. ¿De acuerdo?
Me eché a un lado cuando Arthur arrojó el extremo de una cuerda dentro de la
grieta. Luego me agarré a ella con fuerza, con las manos protegidas por los mitones.
—¡Sujétate bien, chico! —exclamó Arthur.
Papá y el guía comenzaron a tirar de la cuerda. Yo trataba de ayudarles apoyando
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los pies en las pequeñas fisuras que encontraba en el hielo y la roca, izándome cuanto
podía y presionando contra las paredes de la grieta.
De vez en cuando la cuerda se deslizaba entre mis dedos, de modo que tuve que
sujetarla con todas mis fuerzas. Hasta el último de mis músculos estaba en tensión.
—¡Aguanta un poco más, Jordan! —me animó papá.
Mientras tiraban de la cuerda, tuve la sensación de que mis brazos iban a
desprenderse del tronco.
—¡Ayyy! —sollocé—. ¡Tened cuidado!
Me izaron lentamente hasta la boca de la grieta. La verdad es que no les serví de
demasiada ayuda porque a pesar de mis esfuerzos, mis pies resbalaban en las
brillantes y pulidas paredes de hielo. Por fin papá y Arthur me agarraron de las manos
y me sacaron del agujero. Exhausto, luchando por recuperar el aliento, me dejé caer
sobre la nieve.
Papá me examinó los brazos y las piernas para comprobar que no tenía fracturas
ni contusiones graves.
—¿Seguro que estás bien, hijo? —inquirió.
Hice un gesto de asentimiento y Arthur comentó con acritud:
—Es un error traer niños a un lugar como éste. La nieve no es tan sólida como
parece, ¿verdad, chicos? Si no te hubiésemos visto caer, jamás habríamos podido
encontrarte.
—Es cierto, hemos de tener más cuidado —convino papá—. Quiero que
permanezcáis junto al trineo.
Luego se inclinó sobre la entrada de la grieta, enfocó su cámara y sacó una
fotografía.
—Prometo que a partir de ahora tendré más cuidado —dije, quitándome la nieve
que tenía adherida a los pantalones.
—Está bien —aceptó papá.
—Será mejor que no perdamos más tiempo y continuemos la marcha —indicó
Arthur.
Reemprendimos el camino avanzando sobre el paisaje nevado. En una ocasión
Nicole y yo nos empujamos, pero eso fue todo. Creo que tras aquel inesperado
accidente ambos nos sentíamos más serenos, ya que no deseábamos acabar
congelados en el fondo de una grieta.
—¿Cuánto falta para llegar a la cabaña? —preguntó papá al cabo de un rato.
—Otros tres kilómetros —respondió Arthur, y señaló hacia una escarpada
montaña que se alzaba en la distancia—. ¿Ve esa ladera nevada, a unos quince
kilómetros de aquí? Allí es donde fue visto el monstruo por última vez.
«El Abominable Hombre de las Nieves ha sido visto en esas cumbres nevadas.
¿Dónde estará ahora?», me pregunté.
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¿Vería cómo nos acercábamos a su territorio? ¿Estaría escondido en algún lugar,
vigilándonos?
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los ojos en blanco.
Arthur encerró a los perros en un cobertizo, adosado a la pared posterior de la
cabaña.
El cobertizo estaba lleno de paja para que los animales pudieran dormir abrigados
y cómodos. En un rincón descubrí un viejo y oxidado trineo, apoyado contra la pared
de troncos.
Más tarde, Arthur encendió un buen fuego y comenzó a preparar algo de comer.
—Mañana saldremos en busca de ese supuesto monstruo —anunció papá—. De
modo que será mejor que descansemos esta noche.
Después de cenar, nos metimos dentro de los sacos de dormir. Yo permanecí
despierto durante mucho tiempo, escuchando el silbido del viento, tratando de oír las
pisadas del Abominable Hombre de las Nieves mientras se acercaba a la cabaña…
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—¡Es increíble! —exclamó mi padre, mirando fijamente la nieve.
Arthur llegó corriendo desde el cobertizo y se detuvo al ver las huellas.
—¡No! ¡Ha estado aquí!
El rostro rudo y duro del guía empalideció y su mandíbula tembló de terror.
—¡Debemos salir de aquí ahora mismo! —ordenó a papá con voz sofocada.
—Un momento —dijo mi padre, tratando de calmarlo—. Será mejor que no
saquemos conclusiones precipitadas.
—¡Corremos un terrible peligro! —insistió Arthur—. ¡El monstruo está cerca y si
nos coge, nos hará trizas!
Nicole se arrodilló en la nieve y observó detenidamente las huellas.
Luego inquirió:
—¿Creéis que realmente se trata de las huellas del Abominable Hombre de las
Nieves?
«Ella cree que son reales. Por fin cree en el monstruo», pensé, satisfecho.
Papá se arrodilló a su lado y respondió:
—A mí me parecen muy reales.
En aquel momento advertí un brillo amenazador en los ojos de mi hermana, que
levantó la mirada y la clavó en mí con suspicacia. De inmediato, retrocedí
instintivamente.
—¡Jordan! —exclamó Nicole.
No pude contener la risa más tiempo.
—Jordan, debí haber supuesto que había sido idea tuya —dijo papá, negando con
la cabeza.
—¿Qué? —vociferó Arthur con el rostro contraído en una expresión confusa que
se convirtió en una mueca de furia—: ¿Insinúa que este mocoso ha falsificado las
huellas? ¿Que no es más que una broma?
—Eso me temo, Arthur —contestó papá, suspirando.
Arthur frunció el entrecejo y me miró fijamente. Oculto tras la barba, su rostro
enrojeció de ira.
No pude evitar sentir un estremecimiento de terror ante aquella expresión. Arthur
me atemorizaba. Estaba seguro de que no le gustaban los niños, y en especial los que
solían gastar bromas.
—Tenemos mucho trabajo que hacer —murmuró Arthur, volviéndose para
alejarse a grandes zancadas.
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—Jordan, eres realmente tonto —dijo Nicole—. ¿Cuándo lo hiciste?
—Esta mañana. Me desperté muy temprano y salí a hurtadillas de la cabaña —
admití, orgulloso—. Vosotros dormíais. Excavé las huellas sobre mis propias huellas
utilizando los mitones. Luego retrocedí pisando sobre ellas para cubrir mi rastro. Pero
os lo creísteis —añadí, señalando a Nicole con un dedo—. Por un momento, todos
creísteis en la existencia del monstruo de la nieve.
—¡Yo no! —replicó Nicole.
—Claro que sí. Estoy seguro de que creías que las huellas eran reales.
Miré el rostro malhumorado de Nicole y luego la expresión severa de mi padre.
—¿No os ha parecido divertido? —les pregunté—. ¡Sólo ha sido una broma!
Ya sabéis que a papá le divierten mis bromas, pero no en esta ocasión.
—Jordan, no estamos en nuestra casa de Pasadena. Nos encontramos muy lejos,
en el centro de ninguna parte, en las regiones salvajes de Alaska, y las cosas pueden
resultar muy peligrosas si no prestamos atención a lo que hacemos. Ayer pudiste
comprobar por ti mismo lo que intento explicarte, cuando caíste por aquella grieta en
la nieve.
Arrepentido, bajé la cabeza.
—Hablo en serio, Jordan —me advirtió papá—. Basta de bromas. He venido aquí
para trabajar y no quiero que os ocurra nada malo a ti o a tu hermana. ¿Lo has
entendido?
—Sí, papá.
Durante un largo minuto nadie dijo una sola palabra. Luego papá me dio una
palmada en la espalda y comentó:
—Bien, si estamos de acuerdo, será mejor que entremos a desayunar.
Arthur regresó a la cabaña al cabo de un momento y se sacudió la nieve de las
botas sin dejar de mirarme.
—Te crees muy gracioso, ¿verdad? —me preguntó en voz muy baja—. Sin
embargo, espera a ver al Hombre de las Nieves. ¿Crees que también te reirás?
Tragué saliva con dificultad. La respuesta a aquella pregunta era que no.
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Después del desayuno atamos los perros al trineo y emprendimos la marcha,
ascendiendo por una larga cuesta.
Arthur no me miraba y apenas me dirigía la palabra, aunque sospechaba que los
demás me habían perdonado. Al fin y al cabo, ¿por qué no iban a hacerlo?
Nicole y yo corríamos junto a los perros, en la parte delantera del trineo. A
nuestra espalda, escuchábamos el incesante sonido de la cámara de papá, que no
dejaba de sacar fotografías, lo que significaba que había encontrado algo interesante.
Cuando me volví para comprobar de qué se trataba, vi un gran rebaño de alces
acercándose hacia nosotros. Nos detuvimos para observarles.
—Mirad ese rebaño —nos susurró papá—. Es asombroso.
Cambió de carrete y volvió a disparar la cámara, fotografiando a aquellos altivos
animales de hermosa estampa.
El rebaño pasó tranquilamente junto al trineo. Los alces llevaban la cabeza muy
erguida, mostrando su imponente cornamenta. Se detuvieron a comer en una zona
poblada de arbustos.
Arthur tiró de la cuerda que sujetaba al perro guía del trineo para impedir que
ladrara. De repente, uno de los alces levantó la cabeza. Al parecer, había oído algo.
Otro alce imitó al primero. Luego todos se volvieron y echaron a galopar a través de
la tundra. Sus pezuñas atronaban sobre la nieve.
Papá dejó caer la cámara sobre el pecho y exclamó:
—¡Qué extraño! Me pregunto qué habrá ocurrido.
—Algo les ha asustado —comentó Arthur con tono sombrío—. Y no hemos sido
nosotros. Y tampoco los perros.
Papá oteó el horizonte.
—Así pues, ¿qué fue lo que les asustó? —inquirió papá, oteando el horizonte.
Todos aguardamos la respuesta de Arthur.
—Debemos dar la vuelta y regresar al pueblo sin perder un minuto —repuso el
guía, lacónico.
—No vamos a regresar —contestó papá—. No después de haber hecho todo este
camino.
—¿Está dispuesto a seguir mi consejo o no? —insistió Arthur.
—No. He venido aquí a realizar un trabajo. Y le he contratado para que usted
haga el suyo. No regresaremos a menos que haya una buena razón para ello.
—Tenemos una buena razón —comentó Arthur—. Sólo que no desean verla.
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—Sigamos adelante —ordenó papá con voz firme.
Arthur frunció el entrecejo y ordenó a los perros que emprendieran la marcha
empleando la palabra característica:
—¡Mush!
El trineo comenzó a moverse y nos dirigimos hacia una pronunciada pendiente.
Nicole caminaba unos metros delante de mí. Cogí un puñado de nieve, hice una
bola y, cuando me disponía a lanzársela, decidí no hacerlo, ya que nadie parecía estar
de humor para iniciar una alegre batalla de bolas de nieve.
Avanzamos por la tundra durante un par de horas. Al cabo de un rato, me quité
los mitones y moví los dedos para desentumecerlos. Una película de escarcha se
había adherido a mi labio superior y la retiré con la mano.
Al llegar a una zona cubierta de pinos en la base de una ladera, los perros se
detuvieron en seco y comenzaron a ladrar.
—¡Mush! —les ordenó Arthur, pero los perros se negaron a avanzar.
Nicole corrió hacia Lars, su perro favorito.
—¿Qué sucede, Lars? ¿Qué ocurre?
Lars lanzó un aullido.
—¿Qué pasa con los perros? —preguntó mi padre, acercándose al guía.
Arthur volvió a palidecer y tenía las manos temblorosas. Trataba de ver algo entre
los árboles, pero el resplandor de los rayos del sol sobre el húmedo manto nevado lo
cegaba. Por fin respondió, inquieto:
—Allí hay algo que atemoriza a los perros. Mirad cómo se les ha erizado el pelo.
Acaricié a Lars, que efectivamente parecía asustado y no dejaba de gruñir.
—No hay muchas cosas que atemoricen a estos perros —agregó Arthur—. Sea lo
que sea, les produce verdadero terror.
Todos los perros aullaban inquietos. Nicole corrió hacia papá y se apretó contra
él.
—Hay algo muy peligroso en esa ladera de nieve, entre los árboles —dijo el guía
—. Algo realmente maligno… y está muy cerca.
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—Se lo advierto, señor Blake —dijo Arthur—. Tenemos que volver.
—De ninguna manera —repuso papá—. No vamos a regresar, y le aseguro que
hablo en serio.
Atemorizados, los perros ladraban incesantemente.
—No pienso ir más lejos. Y los perros tampoco lo harán.
—¡Mush! —gritó papá a los perros, pero éstos ignoraron la orden y siguieron
ladrando, hasta que de repente comenzaron a retroceder—. ¡Mush!
En vez de avanzar, los perros intentaron girar el trineo para alejarse de allí.
—Los está confundiendo —dijo Arthur a mi padre—. Podemos regresar a la
cabaña antes de que sea demasiado tarde.
—¿Qué vamos a hacer, papá? —pregunté.
Papá frunció el entrecejo y respondió:
—Tal vez Arthur tenga razón. Allí hay algo que sin duda aterroriza a los perros.
Es posible que se trate de un oso o algo parecido.
—No es un oso, señor Blake —le insistió el guía—. Estos perros están asustados,
y yo también.
A continuación Arthur emprendió el regreso a través de la nieve en dirección a la
cabaña.
—¡Arthur! —gritó mi padre—. ¡Regrese aquí, Arthur!
Pero el guía ni siquiera se volvió. Simplemente se alejó en silencio.
«Debe de estar realmente aterrorizado», pensé alarmado, y de inmediato sentí un
escalofrío helado que me recorría la espalda.
Sin dejar de ladrar, los perros hicieron girar el trineo y corrieron tras el guía.
Papá observó atentamente el bosquecillo de pinos y comentó:
—Me gustaría saber qué hay allí.
—Echemos un vistazo —propuse con entusiasmo—. Sea lo que sea, podrás sacar
una fotografía extraordinaria —añadí, pensando que mi padre no podría resistir la
tentación.
Papá miró a Arthur y a los perros, que avanzaban decididamente hacia la cabaña.
Luego dijo:
—No. Es demasiado peligroso. No tenemos otra elección. Vámonos de aquí,
chicos.
Así pues, derrotado, regresamos a la cabaña.
—Tal vez mañana consiga persuadir a Arthur de que regresemos —murmuró
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papá.
No dije nada, aunque tenía el presentimiento de que no sería fácil convencer a
Arthur de que nos guiara en la ascensión de aquella ladera. Además, quizá tuviera
razón, me dije. Los perros estaban realmente aterrorizados. Sin duda había sido un
momento horrible.
Cuando llegamos a la cabaña, Arthur estaba desenganchando a los perros del
trineo, ya mucho más tranquilos.
De inmediato, me quité la mochila para tumbarme sobre el saco de dormir.
—Será mejor que comamos algo —refunfuñó mi padre, malhumorado—. Jordan,
¿por qué no vais tú y tu hermana en busca de un poco de leña para encender el fuego?
»Y, por favor, id con cuidado.
—Por supuesto, papá —le prometió Nicole.
Me puse en pie y me encaminé hacia la puerta de la cabaña.
—¡Jordan! —exclamó papá—. Coge la mochila contigo. No quiero que salgáis de
la cabaña sin vuestro equipo, ¿de acuerdo?
—Pero papá… si sólo vamos por un poco de leña —objeté—. Estoy cansado de
cargar con ella. Sólo estaremos fuera unos minutos… Además, Nicole lleva la suya…
—No discutas —me interrumpió papá—. Si te pierdes, la comida que llevas en tu
mochila puede mantenerte con vida hasta que demos contigo. Si sales de la cabaña,
coge la mochila… ¿Está claro?
«Está muy enfadado», pensé.
—Sí, papá —contesté, ajustándome de nuevo la pesada mochila en la espalda.
Nicole y yo avanzamos hacia unos árboles, que formaban una línea en la cresta de
una pequeña colina.
A cada paso la nieve crujía bajo nuestras botas, mientras trepábamos con esfuerzo
por la ladera nevada. Yo fui el primero en llegar a la cima.
—¡Nicole, mira!
Al otro lado de la colina, al pie de la ladera, descubrí un riachuelo helado. Era la
primera vez que veía agua desde que habíamos emprendido la expedición.
Nicole y yo nos deslizamos colina abajo y contemplamos la corriente helada. Con
sumo cuidado, tendí un pie para comprobar la resistencia del hielo.
—¡No camines sobre el hielo, Jordan! —me advirtió Nicole—. Podría romperse y
caerías al agua.
Golpeé el hielo con la punta de la bota y dije:
—Es sólido.
—Aun así, no lo hagas, Jordan —repitió Nicole con firmeza—. Sabes que no
debes correr riesgos. Papá te matará si sufres otro accidente.
—Me pregunto si habrá peces nadando bajo el hielo —comenté, sin dejar de
observar la superficie gélida del riachuelo.
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—Tenemos que decirle a papá que hemos descubierto este sitio —decidió Nicole
—. Tal vez quiera sacar algunas fotografías.
Abandonamos el riachuelo para ir en busca de ramas secas debajo de los árboles.
Recogimos una cantidad razonable y regresamos a la cabaña cruzando la colina.
—Gracias, chicos —dijo papá cuando entramos en la cabaña, y cogió la leña para
encender la estufa—. ¿Qué os parece si esta noche cenamos unos pastelillos?
«Vaya, ha mejorado un poco su humor», pensé, aliviado.
Nicole le contó a papá lo de la corriente helada que habíamos descubierto al otro
lado de la colina.
—Magnífico —le dijo papá—. Creo que iré a echar un vistazo después de cenar.
Debo encontrar algo interesante que fotografiar, además del hielo y la nieve.
Los pastelillos contribuyeron a recuperar nuestro ánimo, salvo el del adusto guía.
Arthur comió mucho pero no habló demasiado.
Parecía nervioso. Se le cayó el tenedor al suelo y, con un murmullo de fastidio, lo
recogió y siguió comiendo sin limpiarlo.
Cuando terminamos de cenar, Nicole y yo ayudamos a papá a limpiarlo todo. En
ese momento los perros comenzaron a ladrar.
Vi que Arthur se estremecía.
—¿Qué ocurre? —pregunté—. ¿Por qué vuelven a ladrar los perros?
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Los perros ladraban y aullaban.
¿Había alguien allí fuera? ¿Quizás un animal o… un monstruo?
—Voy a echar un vistazo —masculló Arthur con expresión grave. Luego, se puso
el abrigo, el gorro de lana y se apresuró a salir de la cabaña.
Papá también cogió su abrigo y nos ordenó antes de seguir al guía:
—Quedaos aquí.
Mi hermana y yo nos miramos mientras escuchábamos el alboroto que armaban
los animales en el cobertizo. Unos segundos más tarde, los perros dejaron de ladrar.
Papá asomó la cabeza dentro de la cabaña.
—No pasa nada —nos informó—. No sabemos qué pudo asustarlos, pero Arthur
está con ellos y se han calmado. —Papá cogió la cámara y añadió—: Y ahora
vosotros dos a dormir, ¿de acuerdo? Yo iré a echar un vistazo a ese riachuelo helado
que habéis descubierto. No tardaré en volver.
Papá sacó la cámara de su funda de cuero y, al cabo de un momento, salió de la
cabaña.
Escuchamos los pasos de papá alejándose sobre la nieve crujiente. Luego todo
quedó en silencio y Nicole y yo nos metimos en nuestros sacos de dormir.
Me volví buscando la posición más confortable. No tenía sueño, sólo eran las
ocho de la tarde y el sol todavía se filtraba a través de la ventana.
Aquella luz me recordó mi tierna infancia, cuando mamá trataba de que durmiera
la siesta.
Sin embargo, jamás fui capaz de dormir durante el día.
Cerré los ojos y volví a abrirlos. Era inútil. Volví la cabeza y miré a Nicole.
Estaba echada de espaldas, con los ojos muy abiertos.
—No puedo dormir —le dije.
—Yo tampoco —respondió ella. Luego inquirió—: ¿Dónde está Arthur?
—Creo que está ocupándose de los perros. Al parecer, le gustan más que
nosotros.
—De eso no hay duda —convino Nicole.
Nos revolvimos una y otra vez en los sacos de dormir. La luz del día iluminaba
con fuerza el interior de la cabaña.
—No puedo dormir —insistí, al cabo de un rato—. Salgamos a jugar. Podríamos
construir un muñeco de nieve o algo…
—Papá dijo que no nos moviéramos de aquí.
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—No nos alejaremos, Nicole. Nos quedaremos junto a la cabaña —le aseguré,
deslizándome fuera del saco de dormir para vestirme.
Nicole se sentó y me advirtió.
—No deberíamos hacerlo.
—Vamos, Nicole… ¿qué puede suceder?
Por fin se incorporó y se puso el jersey.
—Si no hago algo, me volveré loca —admitió.
Nos vestimos deprisa y abrí la puerta de la cabaña.
—¡Jordan, espera! —exclamó—. Olvidas tu mochila.
—No nos alejaremos de la cabaña.
—Jordan, papá ha dicho que no saliéramos de aquí sin la mochila. Se pondrá
furioso si nos ve jugando en la nieve, y se enfurecerá todavía más si no llevas la
mochila.
—¡Oh, está bien! —gruñí y sujeté la mochila nuevamente a mi espalda—. Pero si
no va a pasarnos nada…
Salimos al exterior y di un puntapié a la nieve. De pronto, Nicole me cogió de la
manga del abrigo y me susurró al oído:
—¡Escucha!
Escuchamos claramente unos pasos en la parte trasera de la cabaña.
—Es Arthur —le dije y ambos nos dirigimos hacia allí.
Al llegar, descubrimos que había enganchado dos perros al trineo y estaba a punto
de terminar de sujetar al tercero.
—¡Arthur! ¿Qué sucede? —le pregunté.
Alarmado, se volvió hacia nosotros, pero no respondió a mi pregunta, sino que
subió al trineo de un salto.
—¡Mush! —ordenó a los perros a voz en grito, y el trineo comenzó a deslizarse
lentamente, alejándose del cobertizo.
—¡Arthur! ¿Adónde va? —exclamé—. ¡Vuelva!
El trineo ganó velocidad.
—¡Arthur! ¡Arthur! —gritamos Nicole y yo corriendo detrás del trineo, que se
alejaba rápidamente de nosotros.
Arthur ni siquiera se dignó a mirar atrás.
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Nicole y yo corrimos tras el trineo, observando con impotencia cómo se alejaba.
Sin embargo, no podíamos permitir que nos abandonase.
—¡Arthur! ¡Regrese!
—¡Se ha llevado nuestra comida! —exclamé.
El trineo subió por una pronunciada cuesta.
—¡Deténgase! ¡Deténgase! —gritó Nicole—. ¡Por favor!
—No podemos competir con los perros —dije, exhausto.
—Tenemos que intentarlo —señaló Nicole—. ¡No podemos permitir que Arthur
nos abandone en este lugar!
El trineo desapareció en lo alto de la cuesta. Segundos más tarde, mi hermana y
yo llegamos a lo alto y vimos que Arthur y los perros ya estaban muy lejos.
Horrorizados comprobamos que no tardarían en desaparecer en el horizonte de la
tundra.
Me desplomé sobre la nieve y farfullé, sofocado por el esfuerzo:
—Se han ido.
—¡Jordan, levántate! —me ordenó Nicole.
—Le hemos perdido —gemí.
—¿Dónde estamos? —preguntó Nicole con un hilo de voz.
Me puse en pie y eché un vistazo alrededor. Sólo había nieve, ni rastro de tierra, o
árboles… y, aún peor, ni el menor indicio de la cabaña.
Las nubes cubrían el sol y el viento soplaba con fuerza. Comenzó a nevar.
No tenía la menor idea de dónde estábamos. Nos habíamos perdido.
—¿En qué dirección está la cabaña? —dije a Nicole—. ¿Por dónde hemos llegado
hasta aquí?
Miramos a lo lejos a través de la cortina de nieve, pero no pude ver la cabaña.
Nicole me tiró del brazo y exclamó:
—¡La cabaña está en esa dirección! ¡Vamos!
—¡No! —repliqué. La nieve caía con mayor intensidad. Los ojos me escocían.
Grité por encima del aullido del viento—: ¡Te equivocas, Nicole! ¡La cabaña está en
esa otra dirección!
—¡Mira! —exclamó Nicole, señalando hacia abajo—. ¡Es nuestro rastro! Sólo
tenemos que seguirlo hasta llegar a la cabaña.
Comenzamos a descender por la ladera, siguiendo nuestras huellas en la nieve.
El viento soplaba cada vez con mayor fuerza.
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Seguimos nuestro rastro durante un corto período de tiempo, ya que era difícil ver
algo en medio de aquella tormenta. Todo era blanco y gris. El mundo entero se había
vuelto de color blanco.
Nicole me miró a través de la espesa cortina de nieve y masculló:
—¡Apenas puedo verte, Jordan!
Avanzamos con lentitud, buscando el rastro cada vez más imperceptible de las
huellas.
—¡Han desaparecido! —exclamé, horrorizado al comprobar que la nieve las
había cubierto por completo.
—Jordan, tengo miedo —susurró Nicole, agarrándose a mi brazo.
Yo también estaba asustado, pero no iba a decírselo a Nicole.
—Encontraremos la cabaña. No te preocupes. Apuesto a que en este mismo
instante papá está buscándonos.
Deseaba creer en mis propias palabras, aunque no era fácil. El viento nos lanzaba
fragmentos de nieve dura y helada. Traté de mirar hacia delante, entrecerrando los
ojos para protegerlos de la nieve. Era inútil. No conseguía ver nada.
—¡No te sueltes de mí! —grité a Nicole.
—¿Qué?
—¡He dicho que no te sueltes de mí! ¡Podríamos perdernos en medio de esta
tormenta!
Se asió con más fuerza a mi brazo, indicándome que había comprendido mis
palabras.
—¡Tengo mucho frío! —sollozó a mi lado—. ¡Será mejor que echemos a correr!
Intentamos correr sobre la profunda alfombra de nieve, avanzando a trompicones
contra el viento.
—¡Papá! ¡Papá! —gritamos una y otra vez.
No tenía la menor idea de hacia dónde nos dirigíamos, pero sabía que debíamos
avanzar en alguna dirección.
—¡Mira! —exclamó Nicole, señalando un punto a través de la densa cortina de
nieve—. ¡Creo que hay algo!
Alentado por las palabras de Nicole, me esforcé cuanto pude, pero no conseguí
ver nada.
Nicole tiró de mí con fuerza y dijo:
—¡Vamos!
Corrimos a ciegas y, de pronto, el suelo desapareció bajo nuestros pies.
Todavía sujeto a Nicole, noté que me precipitaba al vacío.
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Caímos violentamente, envueltos en una espiral enloquecida de blancura helada.
La nieve nos devoraba en medio de ráfagas y remolinos… enterrándonos.
«Otra grieta —pensé—. Otro agujero en la nieve.»
Mientras caíamos, gritarnos desesperados hasta estrellarnos contra el suelo.
—¡Apártate! —exclamó Nicole—. ¿Dónde estamos?
Me puse en pie, aturdido, y luego cogí a Nicole por las manos para ayudarla a
incorporarse.
—¡Oh, no! —exclamó mi hermana. Miramos hacia arriba y apenas distinguimos
la mancha gris del cielo por encima de nuestras cabezas.
Los enormes muros de hielo que nos rodeaban desprendían fragmentos de nieve y
rocas, cayendo sobre nosotros.
Eché un vistazo a la entrada de la grieta y pensé que en cualquier momento
quedaríamos sepultados.
—¡Estamos atrapados! —gimió Nicole—. ¡Papá nunca podrá encontrarnos!
¡Jamás!
La cogí por los hombros y en ese momento un gran pedazo de hielo cayó
pesadamente sobre mis botas.
—Cálmate —le dije, aunque mi propia voz era insegura.
—¿Que me calme? ¿Cómo puedes pedirme eso? —me preguntó, sin dejar de
gemir.
—Papá nos encontrará —le aseguré.
La verdad es que no estaba seguro de ello. Tragué con dificultad luchando por
controlar el pánico.
—¡Papáaa! —gritó Nicole, frenéticamente.
Colocó las dos manos junto a la boca, alzó la cabeza mirando hacia el lejano cielo
gris y volvió a gritar con todas sus fuerzas.
—¡Papáaa!
Me precipité sobre ella y me apresuré a cubrirle la boca con uno de los mitones.
Era demasiado tarde. Un sonido atronador retumbó en la grieta. Al cabo de unos
segundos el estruendo inicial se convirtió en un poderoso rugido y advertí que los
gigantescos muros de nieve que nos rodeaban comenzaban a resquebrajarse,
desplomándose… sobre nosotros.
Horrorizado, supe qué estaba ocurriendo.
Nicole había provocado una avalancha.
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Cogí con fuerza a Nicole en el momento en que grandes láminas de nieve, como
mantas pesadas y frías, se precipitaban sobre nosotros con violencia. La empujé
contra la pared de la grieta y luego me apreté contra el muro.
El estruendo era ensordecedor.
Me apreté aún más contra la pared y, para mi confusión, ¡el muro se abrió!
Al instante, Nicole y yo nos precipitamos a través de una de las paredes laterales
de la grieta y caímos hacia delante, envueltos en la más absoluta oscuridad.
Oí un chasquido escalofriante a mis espaldas y, con el corazón latiendo con
fuerza, me volví justo a tiempo de ver cómo la abertura de la pared volvía a cerrarse,
obturada por la nieve acumulada.
Estábamos atrapados en un agujero profundo y oscuro. La única salida posible
había desaparecido.
Nos acurrucamos en aquel túnel oscuro, temblando y gimiendo de terror.
—¿Dónde estamos? —me preguntó Nicole con voz ahogada—. ¿Qué haremos
ahora?
—No lo sé —respondí, mientras palpaba la pared con las manos.
Al parecer nos hallábamos en una especie de pasadizo estrecho. Las paredes ya
no eran de nieve, sino de roca firme. Cuando mis ojos se adaptaron a la oscuridad,
distinguí una luz muy débil en el extremo del pasadizo.
—Vamos a ver qué hay allí, en el fondo del corredor —propuse a Nicole.
Avanzamos a gatas, sobre las manos y las rodillas, a lo largo del túnel, en
dirección a la tenue luz que titilaba en la distancia. Al cabo de un momento
conseguimos ponernos en pie. Nos encontrábamos dentro de una enorme cueva, cuyo
techo apenas se veía en lo alto. Las paredes estaban mojadas.
—Esa luz debe de provenir del exterior —comentó Nicole—. Y eso significa que
hay un modo de salir de aquí.
Avanzamos lentamente a través de la cueva. El único sonido que se escuchaba era
el goteo, producido por los carámbanos que se derretían.
«Pronto estaremos fuera de aquí», pensé, esperanzado.
—¡Jordan, mira! —exclamó Nicole.
En el suelo de la cueva vi con claridad el contorno de una huella gigantesca,
mucho más grande que la que yo había dibujado en la nieve aquella misma mañana.
Avancé unos pasos y encontré otra huella.
Nicole me cogió de un brazo y comenzó a preguntar:
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—¿Crees que se trata de…? —Sabía exactamente en qué pensaba mi hermana.
Seguimos el rastro de aquellas huellas gigantescas a lo largo del suelo de la cueva
y nos condujeron directamente hacia un rincón sombrío en el fondo de la estancia.
Nos detuvimos y levantamos la mirada.
Nicole lanzó un gemido. Los dos le vimos al mismo tiempo… Era la criatura, ¡el
Abominable Hombre de las Nieves!
Estaba en pie, erguido amenazadoramente sobre nosotros, y tenía el cuerpo
cubierto de un pelaje marrón. Sus ojos negros brillaban en el rostro horrible, mitad
humano, mitad gorila.
No era muy alto, quizá me sacaba una cabeza, pero su cuerpo era robusto y
poderoso, con unos pies enormes y las manos peludas y grandes como guantes de
béisbol.
—¡Estamos atrapados! —exclamó Nicole, y su cuerpo se estremeció de espanto.
Tenía razón.
La entrada había sido sepultada por la avalancha de nieve, y no había sitio alguno
por el que pudiéramos deslizamos para evitar a la criatura. Así pues, estábamos
atrapados.
El Abominable Hombre de las Nieves bajó la mirada, la clavó en nosotros y
comenzó a moverse…
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El castañeteo de mis dientes se hizo insoportable. Tembloroso, cerré con fuerza
los ojos y esperé a que el monstruo nos atacara.
Pasó un segundo; luego otro, pero no sucedió nada.
Por fin abrí los ojos y vi que el Abominable Hombre de las Nieves no se había
movido.
Nicole avanzó hacia él y exclamó:
—¡Está congelado!
—¿Qué? —farfullé, envuelto en aquella luz tenue, con un parpadeo de
incredulidad.
Era cierto. El Hombre de las Nieves estaba allí, de pie, inmóvil, congelado en un
bloque de hielo translúcido.
Toqué el féretro de hielo.
El monstruo permanecía en su interior como si fuera una estatua.
—Si está congelado en el bloque de hielo, incapaz de moverse… ¿quién ha
dejado esas gigantescas huellas en la nieve? —pregunté.
Nicole se agachó para examinar de cerca las huellas. Advertí que se estremecía al
comprobar el impresionante tamaño de las huellas.
—Conducen directamente al bloque de hielo —dijo—. Ha sido la criatura,
Jordan. De alguna manera ha sido el propio Hombre de las Nieves quien ha dejado
esas huellas en el suelo nevado.
—Tal vez regresó andando hasta aquí y se congeló —sugerí.
Me acerqué a la pared de la cueva y la toqué con la mano.
Una especie de cortina de agua gélida, procedente de lo más alto, se deslizaba a lo
largo del muro.
—O quizá se resguardó aquí dentro para descansar —reflexioné en voz alta—. Ya
sabes, como el conde Drácula… que al anochecer se refugia dentro de su ataúd.
Retrocedí un paso.
Estar tan cerca de aquella criatura monstruosa resultaba aterrador, aunque
permanecía completamente inmóvil dentro del grueso bloque de hielo.
Nicole se inclinó para ver de cerca a la criatura. Luego dijo:
—¡Mira sus manos, o garras… o lo que sean!
Al igual que el resto de su cuerpo, las manos estaban cubiertas de un espeso pelo
de color marrón. Sus dedos eran gruesos y sólidos, como los de un hombre, aunque
del extremo sobresalían unas garras largas y afiladas.
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Un escalofrío recorrió mi cuerpo ante la visión de aquellas garras letales. ¿Para
qué las utilizaría? ¿Para destrozar a sus presas? ¿Para desgarrar a quienes se cruzaran
en su camino?
Tenía las piernas robustas y musculosas, con unas garras más pequeñas, pero
igualmente letales, en los dedos de los pies.
Observé su rostro con atención. Toda la cabeza estaba cubierta de pelo, excepto
un pequeño círculo que abarcaba los ojos, la nariz y la boca. La piel tenía un color
rojizo. Los labios, anchos, carnosos y blancos, se curvaban en una mueca mezquina.
—Sin duda se trata de un mamífero —aseguró Nicole—. El pelaje lo delata.
—Oh, vamos, Nicole, no es el momento más oportuno para una lección de
biología, ¿vale? Espera a que papá vea esto. ¡Se volverá loco! ¡Si consiguiera sacar
una fotografía de esta criatura, se haría famoso!
—Sí —convino Nicole con un suspiro—. Si es que podemos encontrar a papá, y
conseguimos salir de aquí.
—Tiene que haber una salida —comenté, convencido.
Me acerqué a los muros laterales de la cueva y presioné sobre ellos con las dos
manos, buscando un agujero, una grieta en la roca, lo que fuera.
Al cabo de unos minutos, encontré una pequeña fractura en la roca.
—¡Nicole! —exclamé—. ¡He encontrado algo!
Mi hermana corrió hacia mí y le indiqué la pequeña grieta en la pared de la cueva.
Nicole frunció el entrecejo y dijo, apesadumbrada:
—Es una grieta muy pequeña.
—No entiendes nada —protesté, indignado—. Tal vez haya una puerta secreta, un
pasadizo oculto o algo por el estilo, no lo sé.
—Bueno… supongo que esto no es peor que recibir un disparo en el pecho —se
burló con su suspiro.
A pesar de su desaliento, trabajamos juntos. Hicimos fuerza contra la pared en el
lugar donde se abría la estrecha fisura.
Introdujimos los dedos en ella y presionamos hacia los lados. La golpeamos
varias veces e incluso intenté practicar con ella algunos golpes de kárate. Todo
resultó inútil.
—Siento tener que decir esto, porque estoy segura de que va a desanimarte,
Jordan —comentó Nicole—. Pero, como de costumbre, yo estaba en lo cierto. No es
más que una simple grieta en la pared.
—Pues seguiré buscando —repliqué con un gruñido—. ¡Tenemos que salir de
aquí!
Proseguí con mi exploración y recorrí con mis manos cada palmo de los muros,
dando la espalda al horrible monstruo congelado.
De pronto, me pareció oír una especie de crujido.
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—¡Nicole! —grité—. ¿Has encontrado algo?
Me volví con rapidez… sólo para comprobar que Nicole no era la responsable de
aquel crujido.
Mi hermana estaba completamente inmóvil mirando al monstruo con una
expresión de terror.
—¿Qué ocurre, Nicole? —le pregunté yo—. ¿Algo va mal?
Escuché otro crujido.
¡Crack!
—¡El hielo se está rompiendo! —exclamó Nicole—. ¡El monstruo está a punto de
salir de su prisión!
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¡Crack!
El bloque de hielo se agrietó.
Nicole y yo nos acurrucamos contra la pared, observando horrorizados lo que
sucedía ante nuestros ojos.
El Abominable Hombre de las Nieves brotó del hielo en medio de una lluvia de
fragmentos helados que estallaban contra el suelo.
El monstruo se sacudió violentamente y gruñó como si fuera un lobo rabioso.
—¡Corre! —grité a Nicole.
Nicole y yo iniciamos la fuga, sólo que no había sitio alguno adonde ir. Nos
arrastramos hasta el otro extremo de la cueva, alejándonos de la criatura tanto como
nos fue posible.
—¡El pasadizo! —recordé en voz alta.
Y de inmediato me agaché para avanzar por el estrecho túnel, apoyado en las
manos y las rodillas.
Nicole me detuvo, sujetándome frenéticamente.
—¡Espera, Jordan! ¡El pasadizo está bloqueado! ¿Recuerdas la avalancha…?
Era cierto, la salida de la cueva estaba obturada por toneladas de nieve.
Al otro lado de la caverna el monstruo lanzó un rugido espantoso que hizo
temblar las paredes.
Nicole y yo nos acurrucamos en un rincón, presos del terror.
—Tal vez no nos haya visto —susurré al oído de Nicole, que no dejaba de
temblar.
—¿Y por qué ruge de ese modo? —inquirió con un murmullo apenas audible.
El monstruo levantó su nariz de gorila en el aire, olfateando en todas direcciones.
«¡Oh, no! ¿Podrá olfatearnos desde el otro extremo de la cueva?», pensé,
desolado.
La criatura movió la enorme cabeza hacia ambos lados.
Comprendí que estaba buscándonos. Sin duda era capaz de detectar nuestra
presencia en su morada.
—¡Arggg! —rugió y dirigió la mirada hacia el extremo de la cueva… donde nos
encontrábamos.
—¡Oh, no! —gimió Nicole—. ¡Nos ha visto!
El monstruo de las nieves se encaminó hacia nosotros. Avanzaba con pasos
tambaleantes y, con cada zancada, lanzaba uno de sus temibles rugidos.
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Apreté mi cuerpo contra la pared de la caverna deseando con todas mis fuerzas
que aquel muro nos engullera.
¡Cualquier cosa era preferible a que aquella bestia nos devorara!
El monstruo continuaba acercándose. Su poderoso avance hacía estremecer el
suelo de la cueva.
¡Boom, boom, boom…!
Nos echamos al suelo, procurando pasar inadvertidos.
El Hombre de las Nieves se detuvo a unos centímetros de nosotros y volvió a
rugir.
—¡Mira sus dientes! —chilló Nicole.
Yo también los había visto. La criatura tenía unas grandes fauces donde brillaban
dos hileras de dientes enormes y afilados como navajas.
El monstruo rugió y se lanzó sobre nosotros.
Sus garras, largas como puñales, brillaron levemente ante nuestros ojos.
Me lanzó un golpe, pero conseguí evitarlo. El monstruo gruñó de frustración y
volvió a intentarlo… De repente, su enorme garra impactó contra la cabeza de Nicole.
—¡Socorro! —exclamó Nicole—. ¡Va a destrozarme!
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—¡Déjala en paz! —vociferé, aterrorizado y enfurecido, aunque sabía que todos
mis esfuerzos serían inútiles.
El Abominable Hombre de las Nieves lanzó otro rugido y con un violento golpe
hizo que Nicole se volviera. Luego se inclinó sobre ella, le arrancó la mochila que
llevaba sujeta a la espalda y, de un golpe preciso y feroz, cortó limpiamente las
correas que la sujetaban a sus hombros.
—¡Eh! —chillé, horrorizado.
Utilizó una de sus afiladas garras para abrir la lona impermeable de la mochila,
dejó al descubierto lo que había en su interior y cogió algo de ella.
Perplejos, Nicole y yo observamos cómo engullía una bolsa de cereales.
—¡Es increíble! —exclamé, estupefacto—. Le gustan los cereales.
El monstruo estrujó la bolsa, la arrojó a un lado y se inclinó nuevamente sobre la
mochila de Nicole.
—¡Es todo lo que tenía! —susurró mi hermana.
Con un rugido de furia el monstruo apartó de un zarpazo la mochila de Nicole.
—¿Y ahora qué? —preguntó ella en voz baja.
Busqué frenéticamente en mí propia mochila y extraje mi bolsa de cereales.
Luego se la arrojé al monstruo.
La bolsa se deslizó hasta los pies de la criatura, que se inclinó para cogerla, la
rasgó y tragó de un bocado el contenido.
Cuando hubo terminado, le lancé mi mochila.
Una vez más, gruñó y vació todo el contenido de la mochila sobre el suelo, a sus
pies. Pero los cereales se habían terminado.
Aquel horrible ser se incorporó y rugió con fuerza. Luego se inclinó y con sus
gigantescos dos brazos nos levantó en el aire para observarnos atentamente. Pudimos
ver sus dientes afilados de cerca. Estaba dispuesto a engullirnos.
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Luché contra él con todas mis fuerzas, pero era demasiado fuerte. Le golpeé el
pecho con los puños y los pies, pero la criatura no parecía inmutarse, mientras nos
mantenía suspendidos en el aire como si fuéramos un par de muñecos.
—¡Por favor, no nos comas! —le supliqué—. ¡Por favor!
El monstruo volvió a rugir. Agarrándonos con un solo brazo, echó a andar,
cruzando la cueva.
Le golpeé en el costado, pero no hubo la menor reacción.
—¡Déjanos! —exclamé—. ¡Déjanos en el suelo!
—¿Adónde nos lleva? —preguntó Nicole, balanceándose al compás del andar de
la criatura.
«Tal vez quiera asarnos —pensé amargamente—. Tal vez no le gusten los chicos
crudos.»
Nos llevó hasta la parte posterior de la cueva. Con un poderoso zarpazo apartó
una enorme roca y detrás de ella apareció un estrecho pasadizo.
—¿Por qué no lo vimos antes? —se lamentó Nicole—. Podríamos haber
escapado.
—Ahora ya es demasiado tarde —repuse con un gemido de frustración.
El Hombre de las Nieves nos condujo a través del pasadizo hasta una cueva más
pequeña e iluminada.
Miré hacia arriba y vi el cielo gris.
¡Una salida!
Sujetándonos con un solo brazo, el monstruo escaló la pared de la cueva y
alcanzó la entrada de la grieta.
El aire helado me fustigó el rostro. Sin embargo, no tenía frío. El cuerpo de la
criatura despedía mucho calor. Además, la ventisca había amainado y un manto de
nieve fresca y pura cubría la tundra.
El monstruo avanzó a trompicones a través de la superficie blanca, gruñendo a
cada paso. Sus pies gigantescos se hundían profundamente en la nieve, pero cada una
de sus zancadas cubría una gran distancia.
¿Adónde nos llevaba?
«Tal vez tenga otra cueva —pensé yo, estremeciéndome—. Una cueva repleta de
otros monstruos como él. Y se darán un festín con nosotros.»
Una vez más traté de librarme del abrazo de la criatura de las nieves. Le golpeé y
me retorcí tanto como pude, pero no conseguí zafarme.
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El monstruo gruñó y clavó ligeramente su garra en mi costado.
—¡Ayyy! —exclamé, y dejé de luchar. Si me movía, sus garras me rasgarían la
piel y se clavarían en mi carne.
«Pobre papá —pensé con tristeza—. Jamás sabrá qué ha ocurrido con nosotros, a
menos que encuentre nuestros huesos enterrados en la nieve.»
Súbitamente un ladrido rompió el silencio.
¡Un perro!
El Abominable Hombre de las Nieves se detuvo, gruñó y alzó la enorme cabeza
para olfatear el aire. Luego, con gran delicadeza, nos depositó en el suelo.
Nicole me miró con una expresión de sorpresa y echamos a correr, hundiendo los
pies en la nieve blanda y profunda.
—¿Nos persigue? —preguntó Nicole.
No estaba muy seguro. Miré hacia atrás, pero no pude verlo. Allí sólo había un
infinito paisaje blanco.
—¡Sigue corriendo!
En aquel momento vi en la distancia algo que me resultó familiar.
Di a Nicole una palmada de aliento y exclamé:
—¡La cabaña!
Corrimos aún más deprisa.
Si sólo pudiéramos llegar hasta la cabaña…
Desde el precario refugio de madera nos llegaban unos ladridos furiosos. Era el
perro que Arthur no había tenido tiempo de llevarse al huir.
—¡Papá, papá! —gritamos con desesperación, precipitándonos dentro de la
cabaña—. ¡Le hemos encontrado! ¡Hemos encontrado al Abominable Hombre de las
Nieves!
—¿Papá…?
La cabaña estaba vacía.
Papá se había marchado.
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Recorrí con la mirada la cabaña desierta.
—¿Papá?
Mi corazón latía con fuerza y sentí la garganta seca y áspera.
¿Adónde había ido? ¿Estaría fuera, en la tundra, buscándonos? ¿Se habría perdido
en la nieve?
—Estamos… completamente solos —murmuré yo.
Nicole y yo corrimos hacia la ventana. Una fina película helada cubría el cristal.
Echamos un vistazo al exterior, iluminado por la brillante luz del sol.
No había la menor señal de papá.
—Al menos el Hombre de las Nieves no nos ha seguido —comenté, aliviado.
—¿Jordan, por qué crees que nos dejó escapar? —inquirió Nicole.
—Bueno, creo que le asustaron los ladridos —respondí, preguntándome qué
habría hecho el monstruo con nosotros de no ser por el perro.
Mientras buscaba una respuesta a aquel interrogante, oí que el perro comenzaba a
ladrar otra vez.
Nicole y yo nos estremecimos.
—¡El Hombre de las Nieves! ¡Ha vuelto! ¡Escóndete, Nicole!
Desesperados, buscamos con la mirada un lugar donde ocultarnos. Sin embargo,
la cabaña era tan pequeña que sin duda no tardaría en dar con nosotros.
—¡Detrás de la estufa! —propuso Nicole.
De inmediato, nos escondimos detrás de la pequeña estufa.
Fuera de la cabaña escuchamos claramente los pasos lentos y pesados del
monstruo.
Nicole me asió la mano con fuerza.
Un frío de muerte nos recorrió el cuerpo mientras aguardábamos inmóviles,
escuchando con atención.
«Por favor, no entres en la cabaña —supliqué en silencio—. Por favor, no vuelvas
a capturarnos…»
Los pasos se detuvieron ante la puerta de la cabaña.
Cerré los ojos con fuerza.
La puerta se abrió de golpe y una corriente de aire gélido recorrió la estancia.
—¿Jordan? ¿Nicole?
¡Era papá!
Salimos de nuestro escondite y vimos a papá, con la cámara colgando de su
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cuello.
Los dos corrimos hacia él y le abrazamos con fuerza.
—¡Papá! ¡Cómo me alegro de que seas tú!
—¡Hola! —nos saludó papá—. ¿Qué pasa aquí, chicos? Esperaba encontraros
dormidos —añadió, recorriendo con la mirada el interior de la cabaña—. ¿Dónde está
Arthur?
—¡Arthur se largó! —respondí furioso—. Huyó hace horas en el trineo. Cogió
toda la comida y se llevó a tres de los perros.
—Corrimos tras él —añadió Nicole—. Intentamos detenerle, pero consiguió huir.
Papá esbozó una expresión de sorpresa y luego de horror.
—Será mejor que trate de comunicarme con el radiotransmisor para pedir ayuda.
No resistiremos mucho tiempo sin alimentos.
—Papá, escúchame… —le dije, interponiéndome en su camino—. Nicole y yo…
encontramos al Abominable Hombre de las Nieves.
Papá dio un rodeo para eludirme y repuso:
—¡No es momento para bromas, Jordan! ¡Si no conseguimos ayuda, podríamos
morir de hambre en este lugar perdido de la tundra!
—Jordan no está bromeando —insistió Nicole, tirando de la manga de papá—. Es
cierto, encontramos al Hombre de las Nieves. Vive en una cueva, debajo de la tierra.
Papá permaneció unos segundos inmóvil, mirando detenidamente a Nicole.
Siempre había creído a mi hermana, pero esta vez no estaba seguro.
—¡Es la verdad! —exclamé—. ¡Síguenos y te lo demostraremos!
Nicole y yo nos encaminamos hacia la puerta para que nos siguiera.
—Jordan, te lo advierto, si se trata de una de tus triquiñuelas, te verás envuelto en
un verdadero problema —dijo papá con tono amenazador—. Estamos en una
situación muy delicada en este lugar y yo…
—¡Papá, no es una broma! —vociferó Nicole con impaciencia—. ¡Ven con
nosotros!
Salimos y le guiamos hasta el sitio en que el Hombre de las Nieves nos había
liberado. No fue difícil encontrar las enormes huellas que había dejado impresas en el
suelo.
—¿Por qué habría de creer que estas huellas son reales? —preguntó papá—. Tú
mismo falsificaste las huellas del monstruo esta misma mañana, Jordan. Estas sólo
son un poco más grandes. Eso es todo.
—¡Papá, te lo juro…! ¡No he sido yo!
—Ven, papá, te mostraremos la cueva —le prometió Nicole—. Sigamos las
huellas y podrás comprobarlo con tus propios ojos. ¡Es increíble!
Sabía que papá había accedido a seguirnos sólo porque era Nicole quien insistía
en ello.
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Confiaba en mi hermana porque jamás gastaba bromas…
Luchando contra el viento seguimos el rastro de las huellas en la nieve. Papá no
pudo resistir la tentación de sacar fotografías, por si nuestra historia resultaba
verídica.
El rastro nos condujo al agujero abierto en el suelo, la entrada de la cueva.
—Ahí está. Se entra por ese agujero —expliqué a papá, señalando la entrada.
Creo que fue en ese momento cuando papá creyó en nuestra historia.
—Bien. Inspeccionémosla —dijo.
—¿Qué? ¿Quieres bajar ahí y encontrarnos con el monstruo?
Papá ya había comenzado a deslizarse a través del agujero de la entrada. Se
detuvo un momento para tender los brazos y ayudar a Nicole a entrar con él.
Yo dudé un instante e imploré a mi padre:
—Espera, por favor. No lo comprendes. Allí abajo hay un verdadero monstruo.
—Vamos, Jordan —dijo mi padre con tono apremiante—. Quiero verlo con mis
propios ojos.
No tenía otra elección.
Papá pensaba entrar en la cueva sin importarle lo que le dijera, y yo no quería
quedarme solo allí fuera, aguardándoles. Así pues, me agaché para introducirme en la
guarida de la espeluznante criatura.
Los tres recorrimos el largo y estrecho túnel hasta que alcanzamos la entrada de la
amplia caverna.
Mi padre y Nicole, marchando juntos, se adentraron en la fría estancia
subterránea. Yo me detuve en la entrada para inspeccionar el lugar.
—¡Jordan, ven! —me susurró papá.
«Allí dentro hay un monstruo, un monstruo enorme con garras afiladas y dientes
como puñales —pensé con un estremecimiento de terror—. Nicole y yo conseguimos
escapar de él en una ocasión. ¿Por qué hemos vuelto? ¿Qué nos ocurrirá cuando nos
descubra?»
Tenía un mal presentimiento.
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Papá me cogió de la mano y tiró de ella para obligarme a entrar en la cueva.
Percibí con claridad el goteo del agua contra la pared del fondo. Traté de adaptar mi
visión a la oscuridad, pero no vi nada extraño.
¿Dónde estaba el monstruo? ¿Dónde se había metido el Abominable Hombre de
las Nieves?
Escuché el sonido de la cámara de papá, que continuaba fotografiando cuanto
veía…
Sin separarme de él, lancé un alarido de espanto al ver a la criatura.
Esperaba escuchar sus rugidos en cualquier momento… antes de lanzarse sobre
nosotros.
Sin embargo, permaneció inmóvil, mirando fijamente hacia delante.
De nuevo yacía congelado en el interior del bloque de hielo.
Nicole se acercó e inquirió asombrada.
—¿Cómo lo ha hecho?
—¡Es sorprendente! —exclamó papá, sacando una fotografía tras otra—.
¡Increíble!
Alcé la mirada y miré atentamente el rostro de la criatura, que parecía
observarnos desde su ataúd de hielo. Los ojos negros brillaban y la boca de grandes
dientes exhibía una expresión semejante a la que hacía cuando gruñía.
—¡Éste es el descubrimiento más sorprendente de la historia! —comentó papá,
muy excitado—. ¿Os dais cuenta de lo famosos que vamos a ser?
Dejó de sacar fotografías durante un momento y se dedicó a inspeccionar el
terrible y misterioso espécimen de pelaje marrón.
—¿Por qué detenernos aquí? —murmuró entonces—. ¿Por qué regresar a casa
sólo con fotografías de esta criatura increíble? ¿Por qué no nos lo llevamos a
California con nosotros? ¿Podéis imaginar qué significaría? ¡Sería sensacional!
—Pero… ¿cómo lo haremos? —le preguntó Nicole.
—Papá, la criatura está viva dentro del hielo. Nos crees, ¿verdad? Quiero decir
que puede romper el bloque que lo aprisiona y salir de ahí en cualquier momento. Y
cuando lo hace, te aseguro que es verdaderamente terrorífico. No creo que puedas
controlarle.
Papá golpeó suavemente la superficie helada, comprobando su solidez.
—Sé lo que debemos hacer, chicos. Veréis, no dejaremos que escape del bloque
de hielo. Al menos hasta que lo tengamos bajo control.
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Mi padre rodeó el monstruo congelado, rascándose la barbilla.
—Si conseguimos recortar un poco este enorme bloque de hielo… podríamos
introducirlo en el baúl de los suministros —reflexionó—. Y así no sería difícil llevar
al fabuloso Hombre de las Nieves a California sin sacarlo del hielo. Lo
transportaremos encerrado en el baúl. Recordad que se trata de un baúl totalmente
hermético, de modo que el hielo no se derretirá.
Papá se acercó aún más a la criatura y sacó vanas fotografías de su rostro feroz.
—Venid conmigo, chicos… Vamos a buscar el baúl.
—Papá… espera, por favor… —supliqué. Aquella idea no me gustaba en
absoluto—. No lo comprendes. Escúchame… el Abominable Hombre de las Nieves
es muy fuerte y peligroso. Puede hacernos trizas de un zarpazo. Ya nos dejó marchar
en una ocasión… ¿Por qué vamos a arriesgarnos otra vez? —dije.
—Mira sus dientes, papá, son como navajas —le suplicó Nicole—. Es realmente
fuerte. Nos llevó a los dos debajo de un brazo como si no pesáramos nada.
—Vale la pena correr el riesgo —insistió papá—. Ninguno de vosotros ha salido
herido, ¿no es verdad?
Nicole y yo asentimos.
—Sí, pero…
—¡Vamos! —ordenó papá, que ya había tomado una decisión y no estaba
dispuesto a escuchar nuestras advertencias.
Jamás había visto a mi padre tan excitado como en aquel momento. Mientras
salíamos a toda prisa de la cueva, se volvió hacia el Hombre de las Nieves y susurró:
—No te muevas. Volveremos a buscarte dentro de unos minutos.
Corrimos hasta la cabaña a través de la tundra. Papá sacó el baúl de los
suministros. Era muy grande… debía de medir unos dos metros de longitud por uno
de ancho.
—Podremos meterlo aquí dentro —dijo papá—. Sin embargo el baúl resultará
demasiado pesado.
—Necesitamos un trineo para trasladarlo —dijo Nicole.
—Sí, pero Arthur se lo llevó —les recordé—. De modo que supongo que esto
acaba con la cuestión. Tendremos que regresar a casa sin el Abominable Hombre de
las Nieves. ¡Es una verdadera lástima!
—Tal vez haya otro trineo por aquí, en algún lugar… —comentó papá—. A fin de
cuentas ésta es una vieja cabaña que servía de refugio a los exploradores y tramperos.
Y ellos viajaban en trineo, ¿no es así, chicos?
Entonces recordé el viejo trineo que había visto en el cobertizo de los perros.
Nicole también lo había visto y, por supuesto, condujo a papá hasta allí.
—¡Fantástico! —exclamó papá—. Será mejor que vayamos por el Hombre de las
Nieves antes de que escape.
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Enganchamos a Lars, nuestro único perro, al viejo trineo y llevamos el baúl hasta
la cueva.
Entramos en el túnel y tirarnos del baúl, arrastrándolo hasta el interior de la
guarida.
—Ten cuidado, papá —le advertí—. Es posible que haya roto el bloque de hielo y
esté libre.
Pero mis temores eran infundados. El Abominable Hombre de las Nieves
continuaba inmóvil donde le habíamos dejado, congelado en su témpano translúcido.
Papá comenzó a cortar el bloque de hielo con una sierra para reducir su tamaño,
mientras yo no dejaba de caminar de un lado a otro, envuelto en un manojo de
nervios.
—¡Deprisa! —susurré—. ¡Puede despertar y salir en cualquier momento!
—Esto no es fácil —repuso papá—. Voy tan rápido como puedo.
Cada segundo me parecía una hora. Vigilé atentamente al Hombre de las Nieves
para detectar cualquier señal de movimiento.
—¿Es necesario que hagas tanto ruido, papá? —me lamenté—. Puedes
despertarlo.
—Tranquilo, Jordan —dijo papá, aunque su voz sonó tensa y nerviosa.
En ese momento oí un crujido.
—¡Cuidado! —exclamé—. ¡Está saliendo del hielo!
Papá se irguió con una expresión exasperada y murmuró:
—Vamos, Jordan. He sido yo con la sierra.
Volví a mirar al monstruo, que seguía inmóvil.
—Bueno, chicos —dijo papá—. Ya está. Ayudadme a meterlo dentro del baúl.
Papá había cortado el bloque de hielo hasta convertirlo en un rectángulo de dos
metros de altura.
Abrí la tapa del baúl y Nicole y yo ayudamos a mi padre a inclinar el bloque de
hielo para introducirlo dentro del baúl.
Deslizamos el baúl sobre el suelo helado y tiramos de él a lo largo del pasadizo,
hasta alcanzar la entrada de la cueva.
Papá ató el baúl con una cuerda y salió por el agujero.
—Voy a sujetar el baúl al trineo —nos dijo papá—. De ese modo Lars podrá
ayudarme a sacarlo de allí.
—Eh, Nicole, metamos un poco de nieve en el baúl, sólo para divertirnos —
propuse a mi hermana—. Podremos arrojárselas a Kyle y a Kara cuando lleguemos a
casa.
»¿Te lo imaginas? ¡Bolas de nieve de la guarida del Abominable Hombre de las
Nieves…! ¡Jamás podrán superar nuestra hazaña!
—No, por favor. No abras el baúl —me suplicó Nicole—. Nos ha costado mucho
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introducir en él al monstruo.
—Oye, estoy seguro de que habrá sitio donde colocar unas pocas bolas de nieve
—insistí.
Y rápidamente puse manos a la obra e hice varias bolas de nieve, bien apretadas.
Luego abrí la tapa del baúl y las introduje en él, junto al bloque de hielo.
Observé al monstruo por última vez, buscando signos de vida. El hielo continuaba
entero y sólido. Estábamos a salvo.
—Las bolas de nieve tampoco se derretirán —dije, colocando nuevamente la tapa.
Luego pusimos el cerrojo y lo atamos con una cuerda muy resistente.
Estaba seguro de que el Hombre de las Nieves no sería capaz de salir de allí…
aunque pudiera romper el bloque de hielo que lo contenía.
—¿Estáis listos? —nos preguntó papá—. ¡Empujad!
Empujamos con todas nuestras fuerzas.
—¡Es muy pesado! —se lamentó Nicole.
—¡Vamos, chicos! —nos animó papá—: ¡Empujad con fuerza!
Empujamos el baúl y papá y Lars consiguieron sacarlo de la cueva.
Papá se desplomó sobre la nieve.
—¡Fiuuu! —exclamó, enjugándose el sudor que le cubría la frente—. Bueno,
hijos, la peor parte ya ha pasado.
Papá nos ayudó a salir y descansamos unos minutos. Luego colocamos el baúl
sobre el trineo y papá lo sujetó firmemente con una cuerda. Obediente, Lars tiró del
trineo y llevamos el baúl hasta la cabaña.
Una vez dentro papá nos abrazó y exclamó:
—¡Menudo día!, ¿verdad, chicos? ¡Sí, señor, un gran día! —Y volviéndose hacia
mí añadió—: ¿Lo ves, Jordan? No ha sucedido nada terrible.
—Hemos tenido mucha suerte —admití.
—Tengo sueño —dijo Nicole, metiéndose en su saco de dormir.
Yo eché un vistazo a través del cristal de la ventana. El sol, como siempre, estaba
muy alto en el cielo. Sin embargo, sabía que debía de ser muy tarde.
Papá miró su reloj de pulsera y comentó.
—Es casi medianoche. Será mejor que durmáis un poco, hijos —dijo, frunciendo
el entrecejo—. Me enfurece saber que mañana por la mañana, cuando despertemos,
no habrá nada que comer. Voy a pedir ayuda por radio. Cuando regresemos al pueblo,
dormiréis con mayor comodidad, os lo aseguro.
—¿Podremos alojarnos en un hotel? —pregunté a papá—. ¿Dormir en una
cama…?
—Si encontramos un hotel en ese sitio, sí —prometió mi padre, y a continuación
abrió su mochila en busca del radiotransmisor.
Sacó todo cuanto llevaba, un compás, otra cámara fotográfica, varios carretes y
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un par de calcetines limpios…
No me gustó la expresión de su rostro.
Dio vuelta a la mochila y dejó que el resto de cosas cayera al suelo. Las apartó
una a una con nerviosismo.
—Papá, ¿qué ocurre?
Cuando se volvió hacia mí, tenía una expresión terrible en el rostro.
—La radio… —murmuró—. Ha desaparecido.
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—¡No! —gritamos Nicole y yo al unísono.
—¡No puedo creerlo! —exclamó papá, golpeando con el puño su mochila vacía
—. Arthur debió de llevarse la radio para que no pudiéramos denunciarle.
Me sentía atemorizado y furioso. Nuestros perros, nuestra comida, nuestro
trineo… Arthur se lo había llevado todo, incluyendo la radio.
¿Acaso nos había abandonado en aquel lugar para que muriéramos de hambre o
quizá congelados?
—Cálmate, Jordan —dijo papá.
—Pero, papá… —le interrumpió Nicole.
Mi padre le indicó que guardara silencio.
—Un momento, Nicole. Tengo que pensar una manera de arreglar esta situación
—dijo papá, mientras buscaba en el interior de la cabaña—. No hay que dejarse llevar
por el pánico. No hay que dejarse llevar por el pánico… —repetía una y otra vez,
tratando de relajarse.
—Pero papá… —insistió Nicole, tirando de la manga de su chaqueta.
—¡Nicole! —grité, exasperado—. Estamos en un lío muy grande. ¡Podemos
morir!
—¡Papá! —repitió Nicole—. ¡Escúchame! La noche pasada vi cómo envolvías el
radiotransmisor para que no se congelara. ¡Está en tu saco de dormir!
Sorprendido, papá abrió los ojos desorbitadamente y exclamó:
—¡Tienes razón!
Corrió hasta su saco de dormir, lo cogió y buscó ansiosamente en su interior. Por
fin, con una expresión de alivio, sacó el aparato, envuelto en una bufanda de lana.
Encendió la radio y comenzó a mover los diales mientras hablaba ante el
micrófono.
—Iknek. Iknek, conteste, Iknek…
No tardó en establecer comunicación y solicitó al aeropuerto de Iknek que
enviaran un helicóptero, indicándoles el sitio aproximado en que nos hallábamos.
Nicole y yo nos miramos, somnolientos.
—¡Nos vamos a casa! —dijo Nicole con alegría—. ¡Nos vamos todos a casa,
volvemos al hogar, a nuestra tierra maravillosa y soleada, a la cálida Pasadena!
—¿Sabéis qué pienso hacer en cuanto llegue a casa? Voy a dar un beso a la
primera palmera que vea —declaré—. No quiero volver a ver nieve el resto de mi
vida.
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Claro que entonces no tenía la menor idea de que nuestra aventura en la nieve no
había hecho más que empezar.
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—¡Ahhh! —suspiré con infinito placer—. ¿Podéis sentir el sol? ¡Qué calor tan
agradable…!
—La radio anuncia altas temperaturas para hoy —informó Nicole.
—¡Me encanta! —exclamé, aplicándome crema bronceadura en el pecho—. ¡Me
encanta!
Nuestro viaje a Alaska parecía algo completamente irreal ahora que estábamos de
regreso en Pasadena. El frío, la nieve, el viento soplando embravecido sobre la tundra
inmensa y blanca, el Abominable Hombre de las Nieves, tosco, ceñudo y cubierto de
pelo, todo parecía un sueño.
Sin embargo, yo sabía que no había sido un sueño.
Papá había escondido el baúl que contenía al Abominable Hombre de las Nieves
dentro del cuarto oscuro de revelado, en el patio trasero de nuestra casa.
Cada vez que pasaba por allí, recordaba el viaje… y la criatura que yacía allí
dentro, congelada e inmóvil… No podía evitar estremecerme.
Nicole y yo nos habíamos puesto el bañador y estábamos tomando nuestro viejo y
querido sol de Pasadena… donde jamás nieva.
Lauren vino a casa para que le explicáramos cómo había ido el viaje. Deseaba
contarle toda la historia, pero papá nos ordenó que mantuviéramos la boca cerrada, al
menos hasta que el Hombre de las Nieves estuviera seguro y a salvo en algún lugar
apropiado.
—¡No creo una sola palabra de lo que decís! —replicó Lauren—. Hace tan sólo
una semana no hablabais más que de la nieve y ahora estáis aquí, desnudos bajo el
sol, tratando de convertiros en carne asada.
—Bueno, hemos disfrutado del frío y ahora ha llegado el momento de disfrutar
del calor —le expliqué—. De todos modos, he visto suficiente nieve para no echarla
de menos durante el resto de mi vida.
—Pero ¿qué ocurrió? —insistió Lauren—. ¡Contádmelo todo sin omitir un solo
detalle!
—Es un gran secreto —dijo Nicole, y los dos intercambiamos una mirada de
complicidad.
—¿Un secreto? ¿Qué clase de secreto? —preguntó Lauren.
Antes de que pudiéramos responder, papá salió del cuarto oscuro. Llevaba una
chaqueta de invierno, un gorro de esquiador y guantes.
Al parecer, había conectado el aparato de aire acondicionado y cubierto el baúl
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con bolsas de hielo para mantener al Hombre de las Nieves a una temperatura
adecuada a sus necesidades.
—Chicos, voy a la ciudad —anunció, quitándose la chaqueta.
Papá tenía una cita en Los Ángeles con un grupo de científicos y expertos
especializados en la vida salvaje.
Tenía la intención de entregar al Hombre de las Nieves a la gente adecuada.
Quería asegurarse de que tratarían bien a aquella extraña criatura.
—¿Estaréis bien durante mi ausencia? —nos preguntó.
—Por supuesto —respondió Nicole—. Hemos sobrevivido a la tundra de Alaska,
de modo que podremos sobrevivir a una sencilla tarde de sol en el jardín de nuestra
propia casa, ¿no es así, Jordan?
Asentí con un gesto.
—Mi madre está en casa —comentó Lauren—. Lo digo por si necesitáramos
alguna cosa.
—Estupendo —nos dijo papá—. Bueno, me marcho. Pero recordad lo que os he
dicho… ¿Jordan, Nicole, lo habéis oído? No toquéis el baúl de los suministros.
Manteneos alejados de él… ¿de acuerdo?
—Sí, papá —respondí—. Lo prometo.
—Muy bien. Traeré una pizza para cenar.
—¡Buena suerte, papá! —le deseó Nicole.
Le vi subir al coche y alejarse.
—Bueno chicos, ahora decidme… ¿cuál es ese secreto tan importante? —inquirió
Lauren en cuánto papá se hubo marchado—. ¿Qué hay dentro del baúl de
suministros?
Nicole y yo nos miramos.
—Vamos, hablad… —nos apremió Lauren—. No pienso dejar de incordiaros
hasta que me digáis de qué se trata.
No pude resistir más. Tenía que contárselo a alguien.
—¡Lo encontramos! Lo encontramos y lo hemos traído aquí desde Alaska.
—¿Qué habéis encontrado?
—¡Al Hombre de las Nieves! —exclamó Nicole—. ¡Hemos encontrado al
Abominable Hombre de las Nieves!
Lauren puso los ojos en blanco e ironizó:
—Sí, claro. ¿También habéis encontrado a la bruja malvada de Blancanieves?
—Por supuesto —repliqué, enojado.
—En este momento se encuentra en el cuarto de revelado de papá —añadió
Nicole.
Lauren esbozó una mueca de confusión.
—¿Quién? ¿La bruja mala de Blancanieves?
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—No. El Abominable Hombre de las Nieves. Y te aseguro que es real —dije—.
Está atrapado dentro de un bloque de hielo. —«Junto con cuatro o cinco bolas de
nieve que te lanzaré en cuanto pueda», pensé.
—Demostrádmelo —nos desafió Lauren—. Os lo estáis inventando todo. Os
creéis muy graciosos, ¿verdad?
Nicole y yo volvimos a mirarnos. Sabía que estaba pensando en papá y en su
advertencia de que nos mantuviéramos alejados del cuarto oscuro y el baúl.
—Sois tan malvados como los gemelos Miller —se lamentó Lauren, y en ese
momento tomé la decisión.
—Acompáñanos —dije—. Te lo enseñaremos.
—Será mejor que no, Jordan —intervino Nicole.
—No le causaremos el menor daño —le prometí—. Sólo abriremos un poco la
tapa del baúl para que Lauren pueda verlo. La cerraremos de inmediato. Nadie saldrá
perjudicado.
Me incorporé en la tumbona, me puse en pie y me dirigí hacia el cuarto de
revelado de papá, mientras Nicole y Lauren me seguían.
Abrí la puerta y encendí la luz. Una ráfaga de aire helado azotó mi pecho desnudo
y se me puso la carne de gallina.
Nicole dudó un instante antes de entrar.
—Jordan, quizá no debamos hacerlo.
—Oh, vamos, Nicole —la animó Lauren—. El Abominable Hombre de las
Nieves no existe. Sois tan… ¡ridículos!
—¡No somos ridículos! —replicó Nicole.
—Creo que debemos mostrar el monstruo a nuestra buena amiga Lauren, Nicole.
¿Qué me dices? —propuse.
Nicole no respondió. Entró en el cuarto oscuro y cerró la puerta a sus espaldas.
Vestido sólo con el bañador, me encontré temblando de frío. Era como estar de
nuevo en Alaska.
Me arrodillé junto al enorme baúl y quité los cerrojos que lo mantenían
herméticamente cerrado. A continuación, lenta y cuidadosamente comencé a levantar
la pesada tapa.
Eché un vistazo al interior y dejé escapar un espeluznante alarido de horror.
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Nicole y Lauren gritaron de espanto y se echaron hacia atrás.
Mi hermana se golpeó la espalda contra la pared, mientras que Lauren se
escondió debajo de la mesa de revelado.
No pude mantener el control y seguir disimulando. Me eché a reír.
—¡Sensacional! —exclamé, complacido por haberles dado un susto de muerte.
Lauren y Nicole estaban más rígidas que el propio Abominable Hombre de las
Nieves, que yacía congelado en el interior del bloque de hielo.
—¡Jordan, eres tonto! —dijo Nicole, furiosa, dándome un golpe en la espalda.
Lauren también me golpeó, y luego las dos se acercaron al baúl para echar un
vistazo.
—¡Es real! ¡No… estabais bromeando! —farfulló Lauren, estupefacta.
Observé que respiraba con dificultad, presa de una gran emoción.
—Está bien, Lauren, no te preocupes. No puede hacerte el menor daño —le
aseguré—. Está congelado.
Nuestra amiga se acercó y miró detenidamente a la criatura inmóvil.
—¡Es enorme! —exclamó, asombrada—. Y tiene… los ojos abiertos. ¡Es como si
realmente pudiera verme!
—Cierra el baúl, Jordan —intervino Nicole—. ¡Rápido! Ya hemos visto lo
suficiente.
—¿Ahora nos crees? —pregunté a Lauren.
Ella asintió con un gesto y dijo, negando con la cabeza como si quisiera apartar la
visión de su mente:
—¡Es… horrible!
Antes de cerrar nuevamente el baúl cogí dos bolas de nieve y, sonriendo con
malicia, entregué una de ellas a Nicole.
—¿Qué os parece tan gracioso? —inquirió Lauren.
—Nada —repuse. Cerré la tapa y volví a colocar los cerrojos en su sitio.
«Está bien sujeto —pensé—. Estamos a salvo. Papá jamás sabrá que hemos
echado un vistazo al monstruo de las nieves.»
Salimos del cuarto oscuro y cerramos cuidadosamente la puerta a nuestras
espaldas.
—¡Esa criatura resulta tan… imponente! —exclamó Lauren—. ¿Qué piensa hacer
vuestro padre con ella?
—Todavía no estamos seguros —repuso Nicole—. Papá está buscando una
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solución.
Nicole tenía las manos detrás de la espalda para que Lauren no viera la bola de
nieve. De repente exclamó:
—¡Eh, Lauren, coge esto!
Y le lanzó la bola de nieve que, en lugar de impactar en Lauren, dio de lleno
contra un árbol.
—¡Buen tiro, hermanita! —ironicé.
En ese momento advertí lo que sucedía en el árbol… La bola de nieve no había
caído al suelo, sino que había comenzado a crecer. Al cabo de unos segundos el árbol
quedó completamente cubierto de nieve.
—¡Uauuu! —exclamó Lauren—. Nicole… ¿cómo lo has hecho?
Perplejos, Nicole y yo contemplábamos el árbol cubierto de nieve.
Estaba tan sorprendido que la bola de nieve que aún sostenía entre mis manos
cayó al suelo. Instintivamente salté hacia atrás y vi que la nieve comenzaba a
extenderse.
—¡Es increíble! —dije, mientras la nieve cubría el césped del jardín como una
alfombra blanca, alcanzando nuestros pies desnudos, la entrada asfaltada para coches
e incluso la calle.
—¡Está helada! —gimió Nicole, saltando, de un pie al otro para evitar el frío.
—¡Esto es muy extraño! —exclamé, confuso—. Hace mucho calor y la nieve no
se derrite, sino que sigue extendiéndose y cada vez se hace más profunda. —Me volví
y vi que Lauren saltaba, loca de alegría.
—¡Nieve! ¡Nieve! ¡Esto es maravilloso! ¡Nieve en Pasadena!
—Jordan… —susurró Nicole—. Esto no es normal. Debimos dejar la nieve en
aquella cueva. Esta nieve es… muy extraña.
Sin duda tenía razón. Una cueva que albergara a un ser como aquél tenía que ser
un lugar extraño, pero ¿cómo íbamos a suponer que ocurriría algo semejante…?
—Hagamos un muñeco de nieve —propuso Lauren, eufórica.
—… ¡No! —replicó Nicole—. ¡No la toques! No hagas nada, Lauren. No hasta
que hayamos descubierto qué está ocurriendo.
No creo que Lauren oyera a mi hermana. Estaba demasiado excitada. Cogió un
puñado de nieve y lo lanzó contra un arbusto, que de inmediato se congeló.
—¿Qué vamos a hacer? —le pregunté a Nicole—. ¿Qué sucederá cuando papá
vuelva a casa? ¡Nos matará!
Nicole se encogió de hombros y respondió:
—Esta situación es superior a mis fuerzas. Simplemente no lo entiendo.
—¡Pero… se supone que eres el cerebro de la familia! —espeté.
—¡Es fantástico! —gritó Lauren—. ¡Sí! ¡Tenemos nieve en Pasadena!
Cogió un puñado de nieve y comenzó a arrojarlo al aire, pasándolo de una mano a
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otra.
—¡Batalla de bolas de nieve! —exclamó.
—¡Lauren, basta ya! —le ordené furioso—. Tenemos un problema espantoso. ¿Es
que no lo comprendes…?
Lauren lanzó una bola de nieve a Nicole, y una gruesa capa de hielo cubrió por
completo su cuerpo, convirtiéndola en… ¡una Mujer de las Nieves!
—¡Nicole! —grité, corriendo hacia ella—. ¿Estás bien, Nicole?
Le cogí un brazo… ¡Estaba congelada, sólidamente congelada!
—¿Nicole? —insistí, mirando fijamente a sus ojos cubiertos de hielo—. ¿Me
oyes? ¡Nicole! ¡Nicole! ¡Vamos, contesta!
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—¡Oh, no! —se lamentó Lauren, desesperada—. ¿Qué he hecho?
Mi hermana se había convertido en una estatua de hielo.
—Nicole, lo siento mucho —dijo Lauren entre sollozos—. ¿Puedes oírme? ¡Oh,
lo siento tanto…!
—Metámosla dentro de casa —sugerí, desesperado—. Tal vez allí… podamos
descongelarla…
Lauren cogió a Nicole por uno de los brazos y yo la sujeté por el otro.
Lentamente, con sumo cuidado, arrastramos su cuerpo inerte hasta la casa. Los dedos
desnudos de sus pies, duros como el hielo, dejaron un largo y profundo rastro en la
nieve que cubría el jardín.
—¡Está congelada! —gritó Lauren, fuera de sí—. ¿Cómo fundiremos la nieve?
—Llevémosla junto a la estufa —propuse yo—. Tal vez así la nieve se derrita.
La dejamos de pie delante de la estufa y encendí todos los quemadores.
—Esto debería ser suficiente —comenté.
Una capa de sudor cubría mi rostro. ¿Sería a causa de la calefacción… o del
miedo?
Lauren y yo observamos a Nicole y aguardamos pacientemente.
No me moví. Mi hermana ni siquiera respiraba y la nieve no se fundía.
—¡Esto no funciona! —gimió Lauren—. ¡Es inútil!
Toqué el brazo de Nicole, que seguía helado.
Procuré mantener la calma, pero me sentía como si cientos de mariposas volaran
enloquecidas dentro de mi estómago.
—De acuerdo, esto no funciona. Tenemos que intentar otra cosa. Otra cosa…
Lauren se echó a llorar y preguntó con voz temblorosa:
—¿Qué podemos hacer?
—Bueno… —dije mientras me devanaba los sesos, tratando de hallar un lugar
aún más caliente—. ¡La caldera! ¡Llevémosla junto a la caldera!
Arrastramos a mi hermana hasta el cobertizo, donde teníamos la caldera. El hielo
que la cubría daba la impresión de pesar una tonelada y tuvimos que recurrir a todas
nuestras energías para transportarla hasta allí.
Encendí la caldera al máximo, mientras Lauren sostenía a Nicole delante de la
portezuela abierta de la caldera.
Una corriente de aire caliente hizo que Lauren y yo retrocediéramos, alejándonos
de aquel calor insoportable.
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—Si esto no funciona, nada lo hará —repuso Lauren entre sollozos.
El calor brotaba con un rugido sordo del interior de la caldera y observé el reflejo
de las llamas sobre el rostro congelado de Nicole.
Sentía el corazón latiendo con fuerza en mi pecho. De pronto, advertí
esperanzado que la presión gélida de mi hermana comenzaba a gotear.
Sin embargo, el hielo no se derretía y Nicole continuaba rígida como un
carámbano… humano.
—Jordan… ¿qué vamos a hacer? —me preguntó Lauren, sin dejar de sollozar.
Ladeé la cabeza tratando de pensar con rapidez.
—La caldera tampoco sirve. ¿Qué otra cosa que produzca calor podemos utilizar?
Me sentía demasiado aterrado para pensar con claridad.
—No te preocupes, Nicole —susurró Lauren a mi hermana—. Te sacaremos de
ésta… De alguna manera lo conseguiremos, ya lo verás…
Súbitamente recordé que el cuerpo del Abominable Hombre de las Nieves
desprendía calor cuando nos llevó bajo su brazo a través de la tundra, en Alaska, a
pesar de encontrarnos, a diez grados bajo cero y rodeados por montañas de nieve.
—Vamos, Lauren, ven conmigo —le ordené—. La llevaremos al cuarto oscuro.
Con gran esfuerzo, empujando y tirando de ella, conseguimos llevar a Nicole al
jardín y luego al cuarto oscuro de papá.
—Espera aquí, Lauren. Volveré enseguida.
Corrí hasta la cocina y comencé a abrir todos los cajones y las alacenas buscando
desesperadamente cereales.
«Por favor, tiene que haber cereales en casa, por favor…», rogué en silencio.
—¡Sí!
Finalmente encontré una bolsa de plástico llena de cereales detrás de una vieja
caja de espaguetis.
La cogí y volví a toda prisa al cuarto oscuro.
Lauren miró la bolsa que traía en la mano.
—¿Qué es eso?
—Cereales.
—¿Cereales…? Jordan, no es un momento oportuno para comer.
—No es para mí… ¡es para él! —repuse, dirigiéndome hacia el baúl.
—¿Qué?
Quité los cerrojos del baúl y abrí la tapa. El Abominable Hombre de las Nieves
yacía en su interior, inmóvil, congelado en su bloque de hielo.
Cogí un puñado de cereales y lo esparcí sobre el rostro de la criatura cubierto de
hielo.
—¡Despierta! —le supliqué—. ¡Por favor, despierta! Mira, te he traído unos
cereales.
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—¡Jordan!, ¿te has vuelto loco? —inquirió Lauren—. ¿Qué estás haciendo?
—¡No se me ocurre otro modo de salvar a Nicole! —respondí, irritado.
Mi mano temblaba sin control mientras esparcía los cereales sobre el rostro del
Hombre de las Nieves.
—¡Vamos! ¡Sabes que te encantan! ¡Despierta! ¡Por favor, despierta! ¡Sal de ahí y
ayúdanos!
Me recliné sobre el baúl y miré fijamente los ojos del monstruo, con la esperanza
de detectar algún signo de vida.
Pero sus ojos no parpadearon. Tenía la mirada clavada en mí a través del hielo.
No obstante, me negaba a darme por vencido.
—¡Yum, yum, está buenísimo! —exclamé, desesperado—. ¡Cereales, muchacho,
y están muy buenos! —continué, metiendo un puñado en mi boca—. ¡Es delicioso!
¡Vamos, despierta y prueba un poco! ¡Está buenísimo…!
—No se mueve —dijo Lauren entre sollozos—. Déjalo ya, Jordan, no va a
funcionar.
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Un repentino y sofocado sonido me sobresaltó. ¡Crack!
Observé atentamente el bloque de hielo. ¿El monstruo se había movido?
No. Todo estaba en silencio.
Los ojos negros del Abominable Hombre de las Nieves me miraban fijamente, sin
vida, completamente vacíos.
¿Quizá mi imaginación me había gastado una broma cruel?
«Lauren tiene razón —pensé sumido en la tristeza—. Mi plan no funciona. Todo
es inútil.»
Toqué cariñosamente el brazo congelado de mi hermana. Tal vez cuando papá
regresara a casa podríamos… Quizás a él se le ocurriría una manera de salvar la vida
a Nicole.
—¿Qué vamos a hacer? —repetía Lauren, sollozando amargamente.
La verdad… su actitud no me era de gran ayuda.
¡Crack!
Volví a escuchar el mismo chasquido, pero en esta ocasión fue mucho más fuerte.
Y de pronto sucedió… Ante nosotros, el enorme bloque de hielo se agrietó y el
Abominable Hombre de las Nieves lanzó un rugido.
Lauren dio un salto hacia atrás y gritó, aterrorizada:
—¡Está vivo!
El hielo se rompió y el Hombre de las Nieves se incorporó gruñendo.
Lauren dio un alarido, apretándose contra la pared del cuarto oscuro.
—¿Qué va a hacernos? —balbuceó, aterrada.
—¡Chssss! —susurré—. ¡Silencio!
El monstruo se sacudió algunos fragmentos de hielo que tenía pegados a los
hombros y salió del baúl, emitiendo un rugido atronador.
—¡Jordan! ¡Cuidado! —exclamó Lauren.
La criatura avanzó hacia mí sacudiendo su cuerpo poderoso.
Mi corazón estaba a punto de estallar. Quería apartarme de él, retroceder… salir
corriendo. Pero no podía hacerlo. Tenía que quedarme allí para ayudar a Nicole.
—¡Arggg! —gruñó el Hombre de las Nieves, y me lanzó un poderoso zarpazo.
Lauren, completamente aterrorizada, gritó:
—¡Salgamos de aquí! ¡Va a acabar contigo!
Deseaba seguir su consejo y huir de allí, pero no podía olvidar a Nicole…
El monstruo blandió de nuevo su enorme garra y esta vez me arrebató la bolsa de
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cereales.
De repente comprendí que eso era todo cuanto deseaba. No tenía intención de
atacarme, sólo pretendía hacerse con la bolsa.
Vertió el contenido en su imponente boca, masticando con fuerza y tragando
ruidosamente. Luego estrujó la bolsa y la arrojó al suelo.
Lauren presionó la espalda contra uno de los rincones del cuarto oscuro y gimió:
—¡Haz que regrese al baúl!
—¿Te has vuelto loca? ¿Cómo quieres que lo haga?
El Hombre de las Nieves rugió y se tambaleó mientras cruzaba la habitación.
Sus pasos, pesados y ruidosos, hacían temblar el suelo. Se detuvo delante de
Nicole, extendió los brazos, rodeó su cuerpo congelado y la apretó con fuerza.
—¡Detenle! —exclamó Lauren—. ¡Va a destrozarla!
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No pude moverme. Me limité a observar la escena, aterrorizado.
La enorme criatura abrazó a Nicole con tanta fuerza que incluso la levantó del
suelo.
—¡Detente! —le ordené—. ¡Le haces daño!
Sin pensar en el peligro, salté sobre él, lo agarré de sus peludos brazos y tiré
tratando de apartarlo de mi hermana.
Se deshizo de mí fácilmente y lanzó un gruñido colérico. Tropecé y caí encima de
Lauren.
Me volví para observar a la criatura, que seguía sosteniendo a Nicole entre sus
brazos.
—¡Jordan, mira allí! —exclamó Lauren, y señaló el suelo.
En ese momento vi que a los pies del cuerpo congelado de Nicole se había
formado un pequeño charco. El agua goteaba de su cuerpo y se acumulaba en el
suelo, evaporándose al instante.
De repente me pareció que Nicole movía los dedos de los pies.
Di unos pasos hacia la criatura para observar de cerca el rostro de mi hermana y
advertí que sus mejillas estaban coloradas.
Fragmentos de hielo se desprendían de su cuerpo y producían un ruido sofocado
al caer al suelo antes de fundirse.
Me volví hacia Lauren.
—¡Funciona! —grité, entusiasmado—. ¡Está descongelándola!
Una sonrisa temblorosa iluminó el rostro preocupado de nuestra amiga. Al cabo
de unos segundos el monstruo soltó a Nicole. Toda la nieve y el hielo habían
desaparecido.
El Hombre de las Nieves lanzó un gruñido de satisfacción y retrocedió.
Nicole movió rígidamente los brazos y se frotó el rostro como si estuviera
despertando de un largo y profundo sueño.
—¡Nicole! —exclamé, cogiéndola por los hombros—. ¿Estás bien?
Ella meneó la cabeza, aturdida.
—¿Qué ha sucedido?
Lauren corrió hacia Nicole y la abrazó con ternura.
—¡Estabas congelada! —le explicó—. ¡Como el Hombre de las Nieves! ¡Pero
ahora, gracias a Dios, ya estás bien!
Me volví. El Abominable Hombre de las Nieves nos observaba.
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—Gracias —le dije sinceramente.
No sé si me comprendió, pero emitió un suave gruñido.
—Salgamos de aquí —me dijo Lauren con voz apremiante—. Hace mucho frío.
—Sí. El sol nos calentará —le dije.
Abrimos la puerta del cuarto oscuro y salimos al exterior.
El sol seguía allí, brillando con fuerza. El aire era sofocante, pero el jardín, el
patio y la entrada de coches estaban cubiertos de nieve.
—Había olvidado la nieve —comentó Lauren.
—¡Se escapa! —grité al ver que la extraña criatura también salía del cuarto
oscuro.
—¡Papá nos matará! —dijo Nicole.
Los tres gritamos al monstruo que se detuviera, que regresara, pero nos ignoró y
continuó avanzando a grandes zancadas.
De pronto miró el árbol cubierto de nieve y se dirigió hacia él, lo rodeó con sus
poderosos brazos y lo apretó con fuerza tal como había hecho con Nicole.
La nieve que cubría el árbol comenzó a derretirse, hasta que no quedó un solo
vestigio en sus grandes ramas.
El árbol volvía a verse espléndido bajo los rayos del sol.
—¡Uauu! —exclamé, llevándome las manos a las mejillas, incapaz de creer lo
que veía.
Sin embargo, la enorme criatura todavía nos reservaba otras sorpresas.
Con un rugido poderoso se dejó caer al suelo y, ante nuestra mirada atónita,
comenzó a revolcarse sobre la nieve.
Daba la impresión de que la nieve se adhería a su pelaje y que de inmediato se
desvanecía bajo su cuerpo musculoso.
A continuación se revolcó sobre el césped… y fundió la nieve.
Se puso en pie de un salto, abrió los ojos desorbitadamente y lanzó un poderoso
grito de dolor.
—¿Qué le ocurre? —preguntó Lauren.
Aturdido, el Abominable Hombre de las Nieves miró a su alrededor; el césped
verde, las palmeras… Luego alzó la mirada y contempló el sol deslumbrante que
ardía en el cielo.
Se llevó las manos a la cabeza y dejó escapar un alarido de terror.
Por un momento dio la impresión de que estaba atemorizado, pero de repente
volvió a rugir y salió a la calle. Sus enormes garras resonaban con fuerza sobre el
pavimento mientras se alejaba.
Corrí tras él.
—¡Espera! ¡Regresa!
Saltó una cerca, atravesó el patio ajardinado de una casa vecina y prosiguió la
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huida.
Finalmente dejé de perseguirle, era imposible darle alcance. Nicole y Lauren
llegaron corriendo a mi lado.
—¿Adónde va? —preguntó Nicole.
—¿Cómo quieres que lo sepa? —respondí irritado, luchando por recuperar el
aliento.
—Creo que va en busca de algún lugar frío —comentó Lauren.
—Sí, creo que tienes razón —convino Nicole—. Debe de tener mucho calor.
Pasadena no es un buen lugar para el Abominable Hombre de las Nieves.
—Quizás encuentre una cueva en las montañas —dije—. Allí arriba hace frío.
Espero que también encuentre cereales.
Regresamos al patio de nuestra casa. Todo volvía a estar verde y resplandeciente.
Hacía un calor infernal.
Sabía que Nicole y yo no podíamos dejar de pensar en papá.
Nos había dado instrucciones muy precisas acerca del baúl. Y habíamos ignorado
su advertencia. Además, el Hombre de las Nieves, el gran descubrimiento de papá, su
gran oportunidad para alcanzar la fama, se había marchado.
Y todo por nuestra culpa.
—Al menos papá tiene sus fotografías —murmuré—. Esas fotografías por sí solas
resultarán sorprendentes para todo el mundo.
—Supongo que sí —dijo Nicole con amargura, pellizcándose nerviosamente el
labio inferior.
Entramos en el cuarto oscuro para cerrar el baúl de suministros. Eché un vistazo a
su interior y descubrí que todavía quedaban un par de bolas de nieve, bolas mágicas,
nieve embrujada…
—Es peligroso. Será mejor que nos deshagamos de ellas —me advirtió Nicole.
—No pienso tocarlas —repuso Lauren, apartándose del baúl.
—Tienes razón —le dije a mi hermana—. Tenemos que ocultarlas en alguna
parte. Son demasiado peligrosas para que permanezcan al alcance de cualquier
irresponsable…
Nicole corrió hasta la casa y regresó con una bolsa de basura.
—¡Rápido, ponías aquí dentro!
Con sumo cuidado cogí una a una las bolas de nieve y las metí en la bolsa. Luego
la cerré con un fuerte nudo.
—¿Y ahora qué hacemos? —inquirió Lauren.
—Deberíamos enviarlas al espacio exterior —dijo Nicole—. Si alguien las
encuentra y comienza a producir nieve por todas partes… nos encontraremos en un
verdadero problema. Sólo nuestro amigo, el Abominable Hombre de las Nieves es
capaz de deshacerse de la nieve… y se ha marchado.
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—¡Pasadena podría convertirse en un centro de deportes de invierno! —ironicé
—. Podríamos patinar sobre hielo en la piscina de los gemelos Miller.
Me estremecí. No quería pensar en Kyle ni en Kara, y tampoco en la nieve.
—Creo que deberíamos enterrar las bolas de nieve —propuse—. La pregunta
es… ¿dónde?
—Pues no será en mi jardín —replicó Lauren.
Por supuesto, tampoco quería enterrarlas en nuestro patio.
¿Qué sucedería con las bolas de nieve cuando estuvieran enterradas? ¿Acaso
extenderían la nieve también bajo la tierra? ¿Y si la nieve emergía a la superficie?
Salimos del cuarto oscuro y examinamos los alrededores en busca de un lugar
donde deshacernos de las bolas mágicas.
—¿Qué me decís de ese solar vacío? —sugirió Nicole.
Al otro lado de la calle, contiguo a la casa de Kyle y Kara Miller, los tres nos
quedamos mirando el solar desierto, donde sólo había unas cuantas botellas vacías y
un montículo de arena.
—Es perfecto —respondí—. Nadie encontrará jamás las bolas de nieve en ese
sitio.
Nicole corrió hasta el garaje y cogió una pala. Cruzamos la calle comprobando
que nadie veía lo que hacíamos.
—No hay moros en la costa —dije.
Cavé un profundo hoyo en la arena. Tardé más tiempo del que había previsto
porque a cada palada la arena se desplomaba por los bordes.
Cuando por fin tuvo la profundidad adecuada, Nicole arrojó la bolsa de basura
que contenía las dos bolas de nieve mágica.
—Adiós, bolas de nieve —dijo Nicole—. Adiós, Alaska.
Cubrí el hoyo con arena.
Lauren alisó la superficie para que no se notara que alguien había estado cavando
en el montículo.
—¡Por fin! —exclamé, secándome el sudor del rostro—. Me alegro de que todo
haya terminado. Vamos a casa a refrescarnos un poco —propuse, aliviado.
Dejé la pala en el garaje y luego Nicole, Lauren y yo nos preparamos un zumo de
manzanas bien frío y nos desplomamos delante del televisor.
Poco después oímos el coche de papá que avanzaba por la entrada del garaje.
—Oh, oh —murmuró Lauren con voz sofocada—. Creo que será mejor que me
marche a mi casa. Hasta luego, chicos. ¡Buena suerte! —Y salió deprisa por la puerta
trasera.
Miré a Nicole con ansiedad.
—¿Crees que papá se enfadará mucho? A fin de cuentas… ¿qué ha sucedido?
Sólo ha encontrado una criatura increíble, consigue traerla a casa, nosotros la
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dejamos salir del baúl hermético y la criatura huye. No es tan malo, ¿no crees?
Nicole se estremeció.
—Tal vez si le contamos toda la historia, se alegrará de que no nos haya sucedido
nada malo, de que a pesar de todo tú y yo estemos bien…
—Sí, tal vez —convine sin el menor convencimiento.
La puerta de entrada se abrió y papá entró en casa.
—¡Hola, chicos, ya he llegado! ¿Cómo está nuestro Hombre de las Nieves?
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Esa noche cenamos muy temprano. Fue una cena serena y silenciosa.
—Chicos, me alegro mucho de que estéis bien —insistió papá por quinta vez—.
Y eso es lo que cuenta.
—Sí… —repuso Nicole, dando un bocado a su porción de pizza.
Suelo comer tres porciones de pizza, pero esa noche apenas pude terminar una, y
dejé un trozo en el borde del plato. Pobre papá… Se esforzaba por disimular su
decepción ante la pérdida del Abominable Hombre de las Nieves. Sin embargo,
Nicole y yo sabíamos cómo se sentía…
Papá dejó en el plato su trozo de pizza a medio comer.
—Informaré a los responsables del Museo de Historia Natural de que tendrán que
arreglarse sólo con las fotografías.
—Sí, las fotografías son mejor que nada —convine.
—¿Mejor que nada? ¿Te has vuelto loco? —preguntó Nicole—. ¡Esas fotografías
sorprenderán a todo el mundo!
Papá se acomodó en la silla, halagado por las palabras de mi hermana.
—Es cierto —comentó—. Mencioné las fotografías a algunos productores de
televisión y se mostraron entusiasmados con ese material. —Se puso en pie y llevó su
plato al fregadero. Luego agregó—: Creo que iré ahora mismo a revelar esas
fotografías. Estoy seguro de que me levantarán el ánimo. ¡Son históricas…!
Me alegraba comprobar que papá superaba su decepción. Nicole y yo le seguimos
al cuarto oscuro, tan ansiosos como él por ver las fotografías.
Nos sentamos en silencio bajo la luz roja, mientras papá desenrollaba los
negativos. Por fin sacó de la cubeta la primera hoja de pruebas de contacto. Nicole y
yo nos inclinamos para ver el resultado.
—¿Qué…? —exclamó papá, estupefacto.
Nieve… Diez fotografías donde sólo se veía nieve.
—Qué raro —dijo mi padre—. No recuerdo haber sacado estas fotografías.
Nicole me miró maliciosamente. Sabía con exactitud en qué estaba pensando.
Levanté las manos con un gesto de inocencia.
—No es una de mis bromas, lo juro.
—Será mejor que digas la verdad, Jordan, porque no estoy de humor.
Papá se volvió para revelar otro carrete. Cuando sacó de la cubeta de revelado las
copias de contacto, nos apresuramos a mirarlas. Más nieve…
—¡Esto no puede estar sucediendo! —exclamó papá—. El Abominable Hombre
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de las Nieves tendría que estar aquí, en este lugar —dijo señalando un punto en la
fotografía.
Sus manos temblaban a medida que iba revelando el resto de carretes y los
sostenía bajo la luz roja.
—Las fotografías de la tundra han salido perfectas —dijo, pensativo—. El trineo,
los perros, el rebaño de alces… todo está aquí, perfecto. Pero las fotografías que
saqué en la cueva del monstruo…
Su voz se debilitó repentinamente y meneó la cabeza amargamente.
—No lo entiendo. Sencillamente no lo entiendo. ¿Cómo es posible? No hay una
sola fotografía de la criatura. Ni una sola.
Suspiré hondo. Me sentía fatal por mi padre, y por todos nosotros.
No había una sola fotografía del Abominable Hombre de las Nieves. Era como si
jamás hubiese existido, como si aquella aventura nunca hubiese sucedido.
Nicole y yo salimos del cuarto oscuro. Papá se quedó allí, terminando el trabajo.
Rodeamos la casa hasta llegar al porche. De pronto, Nicole lanzó un gemido y me
cogió por un brazo.
—¡Oh, no, mira allí!
Al otro lado de la calle, en el solar vacío, vi a los gemelos Miller cavando en el
montículo de arena.
—¡Están desenterrando las bolas de nieve! —dije con voz ahogada.
—¡Esos tontos! —gruñó Nicole—. ¡Deben de haber estado espiando y nos vieron
enterrarlas!
—¡Tenemos que detenerles! —exclamé, decidido.
Cruzamos la calle a toda prisa.
Vi a Kyle cuando abría la bolsa de basura y sacaba de ella una de las bolas de
nieve. Balanceó el brazo y apuntó directamente a su hermana Kara.
—¡No, Kyle! ¡Detente! —exclamé—. ¡No arrojes esa bola de nieve! ¡Detente,
Kyle! ¡No lo hagas!
¡PLAF!
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Notas
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[1] Juego de palabras: witch, en inglés, significa «bruja». (N. del T.) <<
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