Análisis y Gestión de Políticas Públicas
Análisis y Gestión de Políticas Públicas
Análisis y Gestión de Políticas Públicas
ISBN: 978-84-344-
Parte II
¿por qué en un lugar o ámbito determinado una ley se aplica al pie de la letra,
mientras que la misma ley, en el mismo momento, no se aplica en otro sitio?. El
descubrimiento de los déficits de implementación llevó a los juristas a cuestio-
narse acerca de las «desigualdades de tratamiento», y al mismo tiempo interpeló
a los políticos en relación a la utilidad de las legislaciones que habían generado.
De hecho esta preocupación sigue estando presente hoy cuando se habla de «ren-
dimiento legislativo» o de «impacto normativo»
Más tarde, los analistas trataron de encontrar una explicación a los citados
fenómenos de déficit, los cuales, como se demostró ampliamente por diversos es-
tudios empíricos, no eran en absoluto episódicos o marginales. Buscando facto-
res explicativos, se centraron en el rol de los actores públicos y privados
involucrados en la legislación y en su implementación. Tales actores son perso-
nas físicas o jurídicas, con sus valores, intereses, mecanismos de defensa y con
capacidad de innovación y adaptación. Capaces por tanto de utilizar las políticas
públicas para la consecución de sus propios fines. En la práctica, las investiga-
ciones que se realizaron, mostraron que las organizaciones y sus representantes,
gozaban de hecho de una amplia autonomía y de suficiente margen de maniobra
para tratar de influir en las políticas públicas en el sentido de sus propios intere-
ses. Pero, las investigaciones mostraron asimismo que el margen de autonomía
variaba de manera importante si se consideraba a un actor o a otro. De esta ma-
nera, apareció la clásica cuestión del poder , mostrando la artificialidad de la ba-
rrera creada entre análisis de la «política» y análisis de las «políticas». Los
investigadores han ido identificando, de manera más o menos simultánea, la dis-
ponibilidad y la accesibilidad de que gozan los diferentes tipos de actores con re-
lación a los recursos de políticas públicas, así como el rol crucial que juegan las
instituciones (parlamento, gobierno, administración, poder judicial) en ese esce-
nario de implementación de las políticas.
Actualmente, el análisis de los recursos de los actores se beneficia de una
gran cantidad de disciplinas académicas que trabajan el sector público engloba-
das en el término gestión pública, mientras que el análisis institucional se ha visto
reforzado por la aproximación neoinstitucionalista (Hall y Taylor, 1996), pers-
pectiva fuertemente implantada en las ciencias económicas y políticas, así como
en la sociología.
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Capítulo 2
ción política de los grupos afectados, entre otras posibles causas) o porque nin-
guna de las alternativas de intervención pública es viable y goza de consenso su-
ficiente (por ejemplo, impactos electorales potencialmente negativos, ausencia de
instituciones político-administrativas disponibles para implementar las medidas
de respuesta, impotencia para realmente modificar la conducta de algunos acto-
res privados, etc). Conviene por tanto no seguir imaginando esa especie de Es-
tado-ventanilla que responde de manera igualitaria y automática a todas las
«demandas sociales», como a veces sugiere la visión pluralista a la que ha hemos
hecho referencia.
Este punto suscita asimismo cuestiones relacionadas con la forma en la que
un problema social se define (Dery. 1984; Weiss, 1989), como accede a la agenda
gubernamental (Kingdon 1984; Rochefort y Cobb, 1993), como se definen los
grupos-objetivo (target groups), y la posible decisión de no inmiscuirse en el
tema o de no propiciar una solución colectiva (Bachrach-Baratz, 1962). En cada
uno de estos niveles existen múltiples mecanismos de filtro, que a su vez son
oportunidades para que algunos actores organizados que quieren oponerse al re-
conocimiento político de un problema o cambio social, logren mantener dicho
tema fuera del ámbito político-administrativo.
Por otra parte, ciertas políticas públicas pueden interpretarse no como una
acción colectiva para tratar de resolver o aliviar un problema social (adaptación
o anticipación a un cambio social), sino como un simple instrumento para el ejer-
cicio del poder y la dominación de un grupo social sobre otro. Como hemos men-
cionado, esa idea de control o «captura» de las instituciones públicas, es
compartida, desde distintas perspectivas, por diversas corrientes ya menciona-
das. Nos situamos en un punto intermedio entre la visión del Estado-ventanilla
neutro y atento a todas las reivindicaciones sociales, y la del Estado «cautivo» y
manipulado por un grupo organizado. Desde esta óptica las políticas públicas
constituyen una respuesta a un problema público que refleja un problema social
(cambiante) que se ha articulado a través de mediadores (por ejemplo, medios de
comunicación, nuevos movimientos sociales, partidos políticos y/o grupos de in-
terés) para debatirse posteriormente en el proceso democrático de toma de deci-
siones (Muller, 1990). El problema social es, desde este punto de vista, una
construcción social y política. Y ello creemos que es así incluso en el caso de su-
cesos excepcionales (por ejemplo el accidente nuclear de Tchernobyl, (Czada,
1991), las consecuencias en los humanos de la enfermedad de las vacas locas, los
episodios de sequía en España, o, en un caso específico de Suiza, la llamada cri-
sis de los fondos judíos), dado que dichos problemas y su conceptualización
como tales, dependerá siempre de las percepciones, representaciones, intereses
y recursos de los diferentes actores públicos y privados que intervienen en el pro-
ceso (Vlassoupoulou, 1999).
No existe una respuesta institucional lineal, mecánica y que pueda sólo
entenderse como el resultado de la importancia o presión objetiva que genera
un problema colectivo. Esta respuesta, de darse, se plantea siempre en el
marco de un ejercicio «redistributivo» (con ganadores y perdedores), en el
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25. En alemán se utiliza el término «öffentliche Politik(en)» , mientras que las expresiones italiana «po-
lítica(che) pubblica(che)» o francesa «politique publique» se asemejan a la española.
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listado tan amplio, podemos recordar algunas de esas definiciones. Así, de la más
abstracta a la más operacional, citamos las siguientes:
Aunque estas definiciones son muy diversas, todas tienden a acentuar algún
factor, sean los actores investidos de poderes públicos, (Dye, Mény y Thoenig
entre los que acabamos de citar, así como Sharansky 1970:1; Simeon 1976:548;
Heclo, 1972:85); sean los problemas públicos a resolver (Anderson, 1984: 3; Pal,
1992 :2); sean las soluciones estatales adoptadas (véase especialmente Laswell
y Kaplan, 1950:71; Jenkins, 1978:15; Brooks, 1989:6). Wildavsky de manera
más envolvente la viene a definir como puzzle modelado por la inevitable tensión
entre «recursos y objetivos, planificación y política, escepticismo y dogma» (Wil-
davsky, 1979:17).
Los especialistas en políticas públicas concuerdan en que se requiere una de-
finición «operacional» para calificar el objeto y el campo de estudio de esta dis-
ciplina26. Es en esta dirección que apunta la definición que aquí proponemos y
que retiene los principales elementos sobre los que existe un cierto consenso en
la bibliografía.
Así, desde la perspectiva que postulamos, una política pública se definiría
como
26bis. Véase al respecto, y como ejemplo de este cambio, el artículo 9.2 de la Constitución Española
cuando afirma «Corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igual-
dad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impi-
dan o dificulten su plenitud...»
27. Los términos « políticas públicas» y «políticas» (o «políticas gubernamentales») son utilizados aquí
como sinónimos. Sin embargo, ciertos autores hacen una diferenciación explícita entre ellos: «en lo referente
a los actores gubernamentales, las políticas se refieren a acciones específicas que tienen un marchamo oficial.
Para los académicos y los investigadores, las políticas públicas, hacen referencia a un conjunto de acciones cuya
mayor parte no son consideradas muchas veces como tales por los actores gubernamentales» (Lemeiux, 1995:
1-2).
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SECUENCIA 1ª. fase 2ª. Fase 3ª. fase 4ª. fase 5ª. Fase
TERMINOLOGÍA Surgimiento de los pro- Inclusión en la agenda Formulación y decisión Implementación de la Evaluación de la política
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CONTENIDO Surgimiento de un pro- Selección (filtro) de los Definición del «modelo Aplicación de las solu- Determinación de los posi-
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Percepción del problema Esquema de formulación Definición de la o las so- Acciones de los agentes Evaluación de la eficacia,
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PRINCIPALES ¿Cómo se ha tomado ¿Cuáles son los factores ¿Cuáles son las soluciones ¿Se han aplicado las de- ¿Cuáles han sido los efec-
CUESTIONAMIENTOS conciencia del pro- que han llevado al Go- propuestas y aceptadas cisiones del Gobierno y tos directos e indirectos
DEL ANALISTA blema? bierno a actuar ante el por parte del Gobierno y del Parlamento? de la política?
problema? del Parlamento?
¿Qué procesos se han se-
guido para formular di-
chas soluciones?
Fuente: adaptado de Jones (1970) y de Mény y Thoenig (1989).
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Sin embargo, el modelo del «ciclo de una política pública» presenta límites
desde el punto de vista analítico (véase por ejemplo Jenkins-Smith-Sabatier,
1993: 3-4).
En efecto:
Capítulo 3
31. Notemos que todo grupo es siempre una construcción social (y política). Al respecto véase la tipo-
logía de los grupos sociales elaborada por Schneider e Ingram (1997).
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y los objetivos que persigue. No podemos por tanto incorporar como actor a un
«ayuntamiento», si constatamos las divisiones internas sobre el problema y las
soluciones a adoptar entre los distintos concejales o servicios municipales.
Nuestra concepción de actor se inspira en la de Parsons. Según este autor,
para analizar una acción social es necesario llegar hasta la unidad mínima que re-
vista sentido, lo que Parsons denomina «uni-act». Este «acto elemental» es lle-
vado a cabo por, al menos, un actor en busca de un objetivo (o sea, un estado
futuro y deseable de las cosas hacia el que orienta su acción), a través de distin-
tos medios (Bourricaud, 1977:31). Así, la noción de actor hará alusión, según el
caso, a un individuo, a uno o varios grupos de individuos, o a una organización,
definida esta última en función de las ideas compartidas o del interés común que
unen a sus miembros. «Sin un interés común no hay grupo» nos recuerda Olson
en su libro sobre la lógica de la acción colectiva (Olson, 1978:29).
Todo individuo, persona jurídica o grupo social se considera un actor desde
el momento en que, por el sólo hecho de existir, pertenece a un campo social
considerado como pertinente para el análisis: «Un individuo en un marco deter-
minado no accede a la condición de actor en virtud de su comprensión y de su
control de los acontecimientos, ni tampoco debido a que haya tomado concien-
cia de sus intereses y de sus posibilidades de acción, ni, a posteriori, por el hecho
de que encarnara «el sentido de la historia» o el «movimiento social», o porque
participara en la «producción social» (Sergrestin, 1985:59). « Obtiene ese esta-
tuto por el simple hecho que forme parte del campo estudiado, en la medida que
el análisis de su comportamiento contribuye a estructurar ese campo. No es pues
un problema de conciencia, de lucidez o de identificación : es una simple cues-
tión de hecho, lo que implica que acaba siendo una cuestión de investigación »
(Friedberg, 1993 :199). En este sentido, todo individuo o grupo social implicado
en el problema colectivo que origina la política pública se considera un actor po-
tencial que podría formar parte del «espacio» de la mencionada política. En
efecto, el comportamiento más o menos activo de un actor influirá la manera en
la que acabe siendo concebida y puesta en práctica la intervención pública en
cuestión.
Una definición del concepto de actor tan amplia como la que aquí propo-
nemos tiene la ventaja de propiciar que el analista tenga en cuenta a todos los in-
dividuos y grupos sociales a quienes concierne un problema colectivo específico,
ya que esta perspectiva integra el hecho de que no todos los actores públicos y
privados intervienen de una manera activa y visible en todas y cada una de las eta-
pas de la política pública. A veces la intervención de los actores es directa y tan-
gible, en otras sólo es posible identificarla de manera indirecta. En algunos casos
su incorporación al entramado del tema es tardío. En otros casos la implicación
de algunos actores es inconstante. Ello dependerá, entre otras cosas, de lo cons-
ciente que sea el actor de sus propios intereses, de su capacidad para movilizar
recursos y construir coaliciones que le permitan defender sus derechos, así como
de su decisión estratégica de pasar a la acción o permanecer voluntariamente al
margen de la arena decisional. Adoptando el concepto de «actores empíricos»
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32. De la misma manera que una « no-decisión» es la expresión de una de las formas posibles de poder
(según la famosa tesis de Barach Baratz, 1970; veáse también Wollmann, 1980,34), una actitud pasiva («no-
acción»), es también una de las formas posibles de comportamiento para los actores de las políticas públicas.
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car individuos, grupos informales y organizaciones formales que, con los recur-
sos necesarios, participan de forma continua a la formación, adopción y puesta
en practica de una política pública.
sonal, tanto material como abstracta, y totalmente informados, tal como sugiere
el modelo del «homo oeconomicus» , tan apreciado por la economía neoclásica.
La racionalidad de los individuos y de los grupos sociales se encuentra siempre
«limitada» (Simon, 1957) por razones de orden cognitivo, afectivo, cultural, etc.
Por tanto, el comportamiento de un actor nunca podrá reducirse a su dimensión
puramente instrumental, es decir, al logro de un objetivo definido ex ante gracias
a una decisión basada únicamente en la reflexión y en la elección perfecta de la
mejor alternativa de acción posible. Los actores son en parte calculadores y se in-
teresan por la satisfacción de sus necesidades personales (racionalidad teleológica
o utilitaria, «Zweckrationalität», en palabras de Max Weber), pero, por otra parte,
orientan su acción también a partir de la defensa y la promoción de valores co-
lectivos (racionalidad axiológica, «Wertrationalität»). Es importante recordar esta
doble motivación al tratar de interpretar las conductas de los actores en el marco
de las políticas públicas.
Así, los funcionarios pueden, al mismo tiempo que tratan de mejorar las
condiciones de vida de los desempleados, trabajar con el interés de evitar la des-
aparición de su servicio (por ejemplo, si las funciones que realizan pueden aca-
bar siendo privatizadas). Los servicios sociales dependientes de la Iglesia
católica, pueden implicarse de manera altruista en la red pública de ayuda a do-
micilio para las personas de edad avanzada, y, de manera simultánea, pueden tra-
tar de fortalecer su presencia espiritual y ampliar el marco de su mensaje católico
(por ejemplo, frente a otras confesiones) en la comunidad (véase Gentile, 1995).
Consideramos que los actores son racionales, ya que se preocupan por las
consecuencias de sus propias decisiones y acciones, aunque no sean siempre ca-
paces de anticipar y controlar los efectos inducidos de sus acciones y, sobre todo,
los efectos negativos que resultan de la agregación de conductas individuales
(Boudon, 1977). Al mismo tiempo, sugerimos una interpretación muy amplia de
las intenciones e intereses que fundamentan toda actividad humana. Las moti-
vaciones de un actor son múltiples, sobre todo porque dependen de la biografía
del individuo o del grupo social en cuestión, así como de cada situación concreta
que genera tanto límites como oportunidades para la acción. Por ello hablamos
de «racionalidad situada». Será al analista al que le corresponderá interpretar las
acciones individuales y colectivas en función de los razonamientos y las antici-
paciones que resultan de cálculos estratégicos pero también, y de manera simul-
tánea, en función de la situación de ignorancia o del grado de intuición de los
actores, de sus emociones o sentimientos, o, incluso, del peso de los factores his-
tóricos en ciertos casos (Friedberg 1993:211).
Sintetizando, el perfil de un actor de una política pública puede establecerse
así (Crozier y Friedberg, 1977:55-56):
Sin embargo, es importante señalar que algunos actores privados en los que
el Estado delega una parte de sus prerrogativas, pertenecen de hecho, aunque sea
indirectamente, al sistema político-administrativo. A estos actores generalmente
se les designa con el término «administraciones parapúblicas» (o paraestatales).
Este fenómeno de interpenetración de los sectores público y privado lo encon-
tramos en múltiples ámbitos de intervención en toda Europa (Mény y Thoenig,
1989; Linder, 1987: 113-116; Germann, 1987; Malaret, 1993).
Entes públicos creados por ley y que gozan de una cierta autonomía y li-
bertad de iniciativa, tal es el caso de las universidades, los entes (públicos) de ra-
diotelevisión, las agencias que controlan los aeropuertos, entre otros muchos.
Para definir los actores públicos implicados en una política pública, recu-
rrimos a la noción de acuerdo político-administrativo (APA –véase el capítulo
8.2), entendido como el conjunto de actores públicos, estructurado por las reglas
de derecho que rigen las competencias y los procesos administrativos así como
por otras reglas institucionales más informales, implicados en la elaboración y
ejecución de una política pública. Esta noción se basa en la existencia de una
responsabilidad pública y el correspondiente control gubernamental directo sobre
tales actores, por lo que no incluye los actores privados. Es distinto, por tanto, de
la noción de «redes de políticas públicas» o «redes de actuación pública» (policy
networks) (Le Gales, Tatcher, 1995; Richardson- Jordan 1979; Rodhes, 1981;
Marin-Mayntz ,1991; y Atkinson-Coleman , 198934). Sin embargo, esta noción
se utiliza aquí desde una perspectiva de análisis de política pública, es decir, el
entramado o acuerdo político-administrativo se analiza en función de su impacto
34. Véase la presentación del concepto de Clivaz (1988). En España ver Jordana, 1995, y Chaques,
2004.
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la red de tráfico y consumo de heroína, así como el perfil y las conductas de los
toxicómanos, no son totalmente visibles para el observador externo.
siendo compatibles con los objetivos políticamente planteados. Los poderes pú-
blicos pueden imponerles a estos grupos una modificación de sus conductas de
manera coercitiva (por ejemplo a través de obligaciones, prohibiciones, sistemas
de autorizaciones previas, etc.), inducirla a través de incentivos económicos po-
sitivos o negativos (por ejemplo impuestos, exenciones fiscales, subvenciones),
o incluso sugerirla a través del cambio de referentes, de percepciones, o modifi-
cando-manipulando símbolos e información (por ejemplo campañas de sensibi-
lización, programas de formación). La eficacia de cada una de las formas de
acción estatales, o su combinación, para la solución de un problema colectivo, de-
pende, entre otras cosas, de la pertinencia práctica de la hipótesis «behaviorista»
o de cambio de conducta en la que se sustenta. En la política de reducción del nú-
mero de accidentes de circulación, se ha supuesto que el elemento central era
modificar la conducta de aquellos automovilistas más reacios a cumplir con las
normas de circulación, y para ello se ha introducido el llamado «carnet por pun-
tos» en algunos países, prefiriendo esta opción a otras medidas alternativas que
podrían afectar a los constructores de automóviles o al diseño de las carreteras.
En la lucha contra la drogodependencia, los instrumentos de acción que los ac-
tores privados y públicos escojan puede cambiar sensiblemente en función de
que se perciba a los drogodependientes como «desviados» y criminales a los que
se debe someter con sanciones policíacas y judiciales, o, partiendo de la idea de
«reducción de daños», como enfermos a los que se les debe facilitar apoyo mé-
dico y favorecer su reinserción social. El Estado está de alguna manera obligado
a anticipar las reacciones posibles de los grupos-objetivo sobre los que se foca-
liza, si desea modificar la conducta de los mismos de una forma más o menos pre-
visible.
A fin de que esta previsión sea posible, las instituciones públicas pueden
realizar (como hacen en algunos países) un proceso de consulta y negociación
(preparlamentario) con las partes involucradas y/o ponen en marcha una imple-
mentación más o menos participativa de la política pública. Estas dos estrategias
tienen como objetivo aumentar la aceptación y la legitimidad de la intervención
estatal desde la perspectiva de los grupos-objetivo pero también desde la de los
beneficiarios finales y los grupos terceros. Podríamos decir que, en la práctica,
ello convierte el proceso en una cierta «coproducción» de políticas públicas, lo
cual, a nivel de la implementación, llevará a que diversas tareas concernientes a
la ejecución se deleguen en organizaciones paraestatales o privadas. Son ejem-
plo de ello, la ayuda a los enfermos del SIDA en España, la administración de las
cuotas lácteas en la mayoría de países europeos, el control del origen de los fon-
dos bancarios en Suiza, o el apoyo psicológico y material a las personas sin do-
micilio fijo en Francia.
Postular que una política pública reposa en un modelo causal (es decir, en
hipótesis causales y de intervención), frecuentemente implícito, parcial e incierto,
es el resultado de una interpretación instrumental y racionalista de las interven-
ciones públicas. Esta visión puede evidentemente ser objeto de críticas. Sin em-
bargo, debemos subrayar que, aun en el caso de que una política pública fuera
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Capítulo 4
Los recursos
En este capítulo presentaremos los recursos que los actores públicos y pri-
vados utilizan para tratar de conseguir que se tomen en cuenta sus valores e in-
tereses en las diferentes etapas de una política pública. De hecho, una política
pública no se crea ni se lleva a cabo en el vacío. Los recursos de que dispone
cada actor y todos ellos en su conjunto, influyen, desde el principio y de manera
significativa, en los resultados intermedios y finales de una política pública. Antes
incluso que se haya realizado el primer esquema de intervención, el funcionario,
el político o los actores privados deberán pensar y afrontar como llevar a cabo ese
proceso, cuales serán las «condiciones de producción» de la acción pública pre-
vista, de la política pública.
Tradicionalmente, los analistas identificaban como recursos únicamente el
derecho (las bases legales y reglamentarias), y los recursos económicos y perso-
nales. Sin embargo, en recientes investigaciones de diversos académicos y ana-
listas de la ciencia de la administración (en temas como teoría organizacional,
recursos humanos y sistemas de información) se ha puesto de relieve que la in-
formación, la organización, las infraestructuras públicas, el tiempo y el consenso
pueden considerarse también como recursos de políticas públicas. Por su parte,
los politólogos insisten en la capacidad de movilización política como recurso es-
pecífico de algunos actores.
La dotación en recursos de los diferentes actores de una política pública,
así como su producción, su gestión, su explotación (más o menos continuada), su
combinación, e, incluso su intercambio, pueden tener una gran influencia sobre
el proceso, los resultados y los efectos de una política pública. Por ello, la dis-
tribución y la gestión de los recursos de una política pública deben considerarse
como decisiones políticas que no pueden depender exclusivamente de la volun-
tad de los poderes públicos (lo que haría dudar de su carácter democrático). Sin
embargo, en algunas ocasiones, hemos visto como ciertas propuestas proceden-
tes del campo de la Nueva Gestión Pública («New Public Management») sugie-
ren o aconsejan dejar en manos de órganos ejecutivos el monopolio de la
explotación de recursos tan importantes como la organización, el tiempo, el con-
senso, etc., a fin de limitar la influencia de Parlamento o de otros órganos repre-
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Al compararlos con los otros recursos, los recursos de carácter jurídico, sur-
gidos desde el derecho, se distinguen por estar principalmente (aunque no ex-
clusivamente) a disposición de los actores públicos. Como sabemos, el derecho
constituye la fuente de legitimación por excelencia de toda acción pública (Ber-
noux, 1985:161). En este sentido, proporciona bajo la forma de «bases legales y
reglamentarias», un recurso importante a los actores públicos sin el cual los actos
administrativos pueden ser cuestionados, e incluso anulados por las decisiones de
los tribunales administrativos. El derecho ocupa un lugar preponderante en el
conjunto de los recursos que se ponen en juego en el desarrollo de una política
pública, ya que constituye la columna vertebral normativa del programa de ac-
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ejemplo los fondos específicos creados para compensar los daños generados por
la ubicación de instalaciones de tratamiento de residuos de los que se benefician
los municipios afectados), o en el ámbito de la energía (por ejemplo, las com-
pensaciones obtenidas por los municipios en los que se implantan centrales nu-
cleares).
36. Los otros tres recursos de las organizaciones son, de acuerdo a estos autores : el control de las re-
laciones con el medioambiente, la comunicación y la utilización de normas organizacionales. Nosotros reto-
mamos estos recursos diversos en nuestra tipología, aunque bajo formas relativamente distintas.
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Este recurso es sin lugar a dudas uno de los más evidentes para cualquier ob-
servador de las decisiones públicas. Su movilización y asignación no se restringe
al caso de las políticas distributivas o redistributivas, sino que también se utiliza
cuando se trata de políticas regulativas o constitucionales. De hecho es impen-
sable que una política pública pueda llevarse a cabo adecuadamente sin los me-
dios financieros que permitan pagar los salarios del personal, los locales o el
equipo de oficina o informático. Y ello vale tanto para los actores públicos como
para los privados. Además, un gran número de organismos públicos de cualquier
esfera de gobierno, utilizan el «outsourcing», adquiriendo fuera de su ámbito ad-
ministrativo labores de consultoría, de análisis, de producción, de asesoramiento
o cualquier otro servicio ofrecido por empresas privadas, gabinetes de estudio,
grupos universitarios de investigación, organizaciones sociales, laboratorios, etc.
Finalmente, algunas políticas se valen de diversos incentivos que se otorgan a
personas privadas o colectividades públicas a fin de conseguir que adecuen su
conducta al objetivo deseado. Esta práctica es particularmente frecuente en los
países descentralizados de tipo federal: así, cerca del 60% del presupuesto de la
Confederación Suiza lo constituyen subvenciones ( que revisten la forma de con-
tribuciones financieras o indemnizaciones) que se otorgan a diversas entidades a
cambio de la ejecución de políticas públicas de carácter federal (en función del
llamado «federalismo cooperativo»). Esta práctica tiende a desarrollarse también
en Francia, país más centralizado, a través de la conclusión de contratos entre
entes públicos (sobre todo el Estado y las instituciones descentralizadas: Contrato
del Plan Estado Región, Contratos de Ciudad, etc.) (Gaudin, 1999). En España
estas mismas prácticas son habituales en un sistema como el español que sin ser
formalmente federal tiene un alto nivel de descentralización. Un ejemplo claro
de ello es el uso de las subvenciones y ayudas a (y desde) gobiernos autonómi-
cos, ayuntamientos y entidades sociales para la implementación de políticas so-
ciales.
Por todas las razones citadas, la dotación en recursos financieros de los ac-
tores públicos (y, ocasionalmente, privados) de las políticas públicas se considera
un acto político importante en el cual participa de manera regular y concreta el
legislador.
Desde nuestra perspectiva, este tipo de recursos de los actores públicos de-
bería figurar en el programa de actuación político-administrativo correspondiente
a la política pública fijado por el parlamento. Sin embargo, frecuentemente el
nexo entre las políticas públicas y las decisiones presupuestarias es bastante in-
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directo. Las partidas del presupuesto reflejan sólo de manera parcial las políticas
y sus prestaciones específicas dado que las mismas se presentan en relación del
tipo de gasto (clasificación presupuestaria por naturaleza del gasto) y no en fun-
ción de la producción de una política pública específica (clasificación presu-
puestaria de carácter funcional). Además, en muchos casos, tales partidas se
aplican al conjunto de administraciones (en forma de salarios, dotación para equi-
pos, estudios, subvenciones, etc.). El proceso presupuestario tradicional no per-
mite manejar ni conocer de manera precisa las dotaciones financieras de las
diversas políticas públicas efectuadas por las administraciones. El carácter anual
del proceso presupuestario (a pesar de los intentos cada vez más frecuentes de
elaboración de una planificación financiera plurianual) y la quasi-imposibilidad
de cambiar partidas de un capítulo presupuestario a otro, dificultan sobremanera
toda modificación de envergadura a lo largo del proceso (aunque la contabilidad
analítica se haya ido introduciendo de manera experimental) y raramente per-
mite combinar los recursos provenientes de partidas presupuestarias diferentes.
Diversos especialistas en finanzas públicas han ido criticando la rigidez de este
sistema presupuestario y, recientemente, los defensores de la Nueva Gestión Pú-
blica proponen que tal sistema se remplace por contratos de prestación, así como
por partidas financieras plurianuales establecidas de manera ad-hoc para cada
política pública en función de los servicios a prestar. Es demasiado pronto para
juzgar en qué medida esta nueva propuesta se generalizará más allá de los con-
tados ámbitos en los que ya se aplica, tales como los hospitales, universidades,
escuelas especializadas, transportes públicos, etc. (Mastronardi-Schedler, 1998;
Zapico, xxx ).
El cambio hacia a una contabilidad analítica (elaborada en base a una es-
timación del costo de cada «producto» o actuación administrativa a partir del
conjunto de gastos de producción y gestión tanto directos como indirectots)
puede inducir a cambios profundos en el funcionamiento y la organización de
la administración pública (por ejemplo, su estructuración en base a los entes o
agencias encargados de generar los diversos servicios o productos administra-
tivos). Tales cambios alcanzarían también la política financiera del Estado, dado
que la contabilidad analítica si bien tiene ventajas en el análisis específico de
cada actuación administrativa, tiende a obstaculizar el control por parte de los
legisladores de los diferentes tipos de gastos acumulados, los cuales represen-
tan dimensiones importantes para la conducción de las políticas económicas,
fiscales o de emergencia, siendo estas últimas especialmente sensibles para el le-
gislador en tiempos de recesión económica o de crisis financiera. Por otra parte,
el parlamento acostumbra a interesarse más por la forma de utilización de los re-
cursos del Estado (especialmente el monto global de dinero en juego) que por
la finalidad del gasto en cuestión (objetivo de una política pública). Por ejem-
plo, el programa federal suizo de construcción de estaciones de depuración —
inducido por la legislación de 1972 sobre la protección del agua contra la
contaminación— y el de construcción de carreteras nacionales y cantonales sub-
vencionadas por la Confederación Helvética, gozaron de un apoyo casi unánime
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debido en mucho mayor medida a los efectos positivos que se pensó tendrían
sobre la economía pública regional que específicamente por el interés que des-
pertaba la calidad del agua o la ampliación de la red de carreteras. En Francia,
el fracaso de las tentativas recientes de introducción de un control parlamenta-
rio sobre la pertinencia de los gastos públicos da prueba de las dificultades que
enfrenta una reforma en la materia (Migaud, 2000). En España, el lentísimo des-
arrollo de la reforma administrativa promovida en los primeros años 90 que in-
troducía el concepto de agencia y de gestión por objetivos, ha sido debido, sobre
todo, a los recelos que despertaba el nuevo modelo en el sector más preocupado
por el control del gasto que abogaba por mantener el sistema presupuestario tra-
dicional y de control previo y posterior de legalidad contable (Zapico,xxxx; Su-
birats-Gallego; Gallego,).
Si lo comparamos con otros recursos, el recurso monetario es el más fácil-
mente medible, intercambiable o sustituible. Sin embargo, también es probable-
mente el que está distribuido de manera más desigual entre los actores privados,
cuestión que reviste gran importancia toda vez que este recurso está entre los que
más influencia y poder político confieren a los actores de una política pública.
41. Pierre Moor entiende que no es el Estado de derecho el que exige la participación, sino más bien el
déficit de Estado de derecho, lo cual, bajo la influencia de corrientes democratizadoras, ha provocado una es-
pecie de «compensación» a través del procedimiento (véase Moor, P., 1994, p. 300ss).
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tiempo, que sólo aquéllas que requieren muy poco este recurso tiempo para ser
ejecutadas llaman nuestra atención.
La distribución de este recurso temporal entre los actores es generalmente
desigual. Los actores públicos, dadas sus funciones, disponen de más tiempo que
los representantes de grupos sociales, quienes muchas veces se ven presionados
por el esquema de voluntariado que les nutre. Por ello, los primeros tienden a
subestimar este recurso en sus cálculos y, en consecuencia a «agobiar» a los no-
profesionales que deben enfrentarse a la falta de tiempo. Las disfunciones de este
tipo podrían evitarse procediendo a una distribución más equitativa de este re-
curso dotando de plazos temporales más largos a los actores no públicos.
Finalmente, debemos señalar que al referirnos a los recursos temporales,
nos estamos refiriendo también a los retos y a los problemas de sincronización
internos que requiere una política pública, sobre todo si tenemos en cuenta los ci-
clos electorales. Ello permite a los actores públicos y privados servirse del tiempo
al supeditar su acción –según sus intereses—a que la actuación de los otros ac-
tores se dé de manera previa, simultánea o posterior.
1945. Empresas del sector químico en 1982, por ejemplo). Las olas de liberali-
zación y de privatización que surgieron hacia finales de los años 1980 –espe-
cialmente incentivadas por la Unión Europea y la Organización Mundial del
Comercio cuestionaron seriamente esta opción estratégica.
La segunda «utilidad» concierne a la capacidad de comunicación que tales
infraestructuras permiten a los actores del sistema político-administrativo. El pa-
trimonio administrativo incluye un amplio conjunto de equipamientos físicos ne-
cesarios para gobernar y, en la jerga del análisis de políticas públicas, para
producir los actos de aplicación en la interfase de contacto entre el Estado y la
sociedad civil. Las características de tales infraestructuras dependen en gran me-
dida del uso que los actores que administran los recursos organizacional y cog-
nitivo les quieran dar. Así, los edificios administrativos representan un área de
producción que permite llevar a cabo una multiplicidad de comunicaciones entre
los individuos miembros de la organización administrativa en cuestión con los
grupos-objetivo y los beneficiarios finales. Un gran abanico de equipamientos ad-
ministrativos facilita así la comunicación en las administraciones modernas, y
ello se hace a través de todo tipo de recursos e instalaciones: papel, formularios,
programas para ordenadores y equipos de informática, objetos de arte, plantas,
servicios de restauración o de seguridad, equipos antiincendio o conserjerías.
Todo lo cual, al menos desde la perspectiva de su uso oficial, sirve para facilitar
la comunicación entre los actores públicos y la sociedad.
Sin embargo, este recurso patrimonial no se limita a las infraestructuras o
equipo material. Los edificios administrativos constituyen también la encarnación
física de la interfase entre las políticas públicas y el mundo real. El edificio es,
por decirlo de algún modo, el lugar en el que se efectúa la comunicación entre el
Estado y sus ciudadanos. Si lo entendemos así, forman parte también de los re-
cursos de infraestructura los instrumentos de comunicación externa tales como
los sistemas de (tele)comunicaciones individuales (teléfonos, correo, correo elec-
trónico, fax) y colectivas (salas de reunión, salas de conferencia, redes de difu-
sión televisiva, etc.). Estas infraestructuras administrativas son cada vez más
complejas y su gestión, como recurso público, resulta cada vez más importante.
Esto se debe, entre otras cosas, al hecho que un número creciente de políticas
públicas opera a través de instrumentos de tipo persuasivo y que, además, gran
cantidad de actos administrativos formales deben actualmente acompañarse de
una comunicación explicativa.
La disponibilidad de los recursos logísticos, patrimoniales y comunicativos
varía en el tiempo y el espacio. Su ausencia puede, sobre todo en situaciones de
catástrofe o crisis, poner en peligro una política pública en su totalidad (por ejem-
plo ante la incapacidad de los servicios públicos, dada la falta de medios de te-
lecomunicación, de anunciar u ordenar la evacuación de una región afectada
imaginemos por la repentina llegada de un huracán, como de hecho ocurrió no
hace demasiado tiempo en New Orleans). Asimismo, el no disponer de una sala
o de un programa informático, que en un momento o lugar determinados sean ne-
cesarios para la puesta en marcha de negociaciones con los actores que se opo-
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nen a una política, puede hacer peligrar seriamente el éxito de la misma (lo que
puede ocurrir cuando por ejemplo se carece de una sala para albergar simultáne-
amente a varios cientos de personas que se oponen a la construcción de una ca-
rretera, o cuando no se dispone de un programa de ordenador que permita
mostrarles rápidamente un diseño alternativo para un tramo de la carretera en
cuestión). Asimismo, la ausencia de una adecuada representación de la adminis-
tración central en los distritos/ provincias/ barrios/ etc. o si esa red territorial es
inapropiada, puede alejar a los ciudadanos (grupos-objetivo y/o beneficiarios fi-
nales) de su administración creando así un distanciamiento físico entre la política
pública y el mundo real, situación que puede acabar siendo muy perjudicial para
el éxito de las negociaciones.
Todos estos ejemplos demuestran el rol crucial que juegan los recursos pa-
trimoniales en las políticas públicas. Este hecho ha ido siendo ampliamente re-
conocido por las administraciones públicas en los últimos años, y vienen creando
por tanto, desde hace tiempo, funciones específicas tales como los servicios (cen-
tralizados o descentralizados) de informática, de prensa, de construcción de edi-
ficios administrativos (civiles y militares), de telecomunicaciones propios del
Estado (civiles y militares), etc.
Si bien podríamos afirmar que una buena dotación de este recurso permite
economizar otros recursos alternativos o complementarios, al revés, la falta de
apoyo político acostumbra a conllevar el uso e incluso el abuso de los demás re-
cursos públicos. Así, una política pública que goza de un amplio apoyo político
puede (momentáneamente) prescindir del recurso consenso (por ejemplo la po-
lítica nuclear en Francia en los años 1970), del recurso derecho (caso de la polí-
tica de defensa), o del recurso tiempo (a través de una intervención rápida
eliminando procesos demasiado costosos en tiempo) o del recurso información
(cuando la convicción de que existe una amplia mayoría de apoyo sustituye la in-
vestigación seria sobre las causas de un problema colectivo).
Todas estas substituciones muestran la importancia primordial del recurso
«apoyo político», especialmente durante la primera fase de una política pública,
en la que se (re) define el problema público a resolver y la identificación de sus
causas. De hecho, los símbolos utilizados sirven en muchos casos como vehí-
culo para hipótesis causales implícitas ampliamente compartidas por la mayoría
política, sin que en muchas ocasiones se requiera un razonamiento específico.
Por ejemplo, en Suiza no es necesario probar que todo lo que es ecológico es
bueno, o que todos los que contribuyen a la defensa nacional contribuyen al bien-
estar del país, toda vez que la ecología y la defensa nacional forman parte de los
valores comúnmente aceptados por la mayoría del pueblo suizo. Pero no es este
el caso de España, dada la tradición carencialista del país que tiende aún a pri-
mar desarrollo versus ecología, o (en sentido contrario) la reacción frente a los
temas de defensa, ya que el militarismo franquista erosionó notablemente ese
«recurso» justificador en la nueva fase democrática.
blema colectivo a resolver, una evaluación de los resultados y de los efectos indu-
cidos por las actividades político-administrativas, una capacidad estratégica de
combinación y de explotación de los recursos disponibles, así como una gestión
continuada y cuidadosa de cada uno de los recursos utilizados.
Subrayemos que el concepto recurso como aquí lo definimos nos permite
distinguir claramente entre los recursos de los actores, los medios de acción (o
herramientas, «policy tools») utilizados en las políticas públicas y las acciones
producidas (outputs) por éstas:
• los recursos representan así un activo de materias primas de las que los
actores públicos y privados se sirven para llevar a cabo sus acciones;