Rosaldo
Rosaldo
Rosaldo
Renato Rosaldo
En: Rosaldo, Renato, Cultura y Verdad. Nueva propuesta de análisis social. Ed.
Grijalbo, México, 1989. Introducción, pp. 15-31.
En lo que sigue, quiero hablar sobre cómo hablar de la fuerza cultural de las
emociones. La fuerza emocional de una muerte, por ejemplo, deriva menos del hecho,
en bruto abstracto, que de la ruptura permanente de una relación íntima particular. Se
refiere al tipo de sentimientos que uno experimente al enterarse de que el niño que
acaban de atropellar es propio y no de un extraño. Más que hablar de la muerte en
general, debe considerarse la posición del sujeto dentro del área de relaciones
sociales, para así comprender nuestra experiencia emocional.
Permítanme hacer una pausa para presentarles a los ilongotes, con quienes mi
esposa, Michelle Rosaldo, y yo vivimos y dirigimos investigaciones de campo durante
treinta meses (196769, 1974). Son alrededor de 3500 y residen en una meseta, 145
kilómetros al noreste, de Manila, Filipinas. Subsisten mediante la caza de venado y
cerdo salvaje, y con el cultivo de huertos regados por la lluvia de temporada, de arroz,
patatas, dulces, mandioca y verduras. Sus relaciones familiares (bilaterales) se
suponen por hombres y mujeres. Después del matrimonio, los padres con sus hijas
casadas viven en la misma casa o en una adyacente. La unidad más grande dentro de
la sociedad, un grupo descendiente de amplio dominio territorial, llamado el bertan, se
hace patente sobre todo en el contexto del feudo. Para ellos, sus vecinos y sus
etnógrafos, la cacería de cabezas persiste como la práctica cultural más prominente.
La fuerza del dilema enfrentado por los ilongotes se me escapó entonces. Aun
cuando grabé sus declaraciones sobre la aflicción y la necesidad de desechar su ira,
no comprendí la importancia de sus palabras. En 1974, por ejemplo, cuando Michelle
Rosaldo y yo vivíamos entre ellos, un bebé de seis meses murió, quizá de neumonía.
Esa tarde visitamos al padre y lo encontramos desecho. "Sollozaba y miraba fijamente
con sus ojos vidriosos e inyectados de sangre, la manta de algodón que cubría a su
bebé." El hombre sufría intensamente ya que era el séptimo hijo que perdía. Sólo unos
años antes, tres de sus hijos murieron uno tras otro en cuestión de días. En ese
entonces, la situación era sombría ya que la gente presente hablaba tanto de la
cristiandad evangélica (la posible renunciación a cortar cabezas) como de sus
rencores contra los Ilaneros (la contemplación de las incursiones de caza de cabezas
en los valles circundantes).
En los días y semanas subsecuentes, la aflicción del hombre lo afectó de
manera no anticipada. Poco después de la muerte del bebé, el padre se convirtió a la
cristiandad evangélica. Salté a la conclusión apresurada de que el hombre creía que la
nueva religión de alguna forma evitaría más muertes en su familia. Cuando expresé
mis pensamientos a un amigo ilongote, me reprendió diciendo que me había
equivocado: "Lo que el hombre busca en realidad en la nueva religión no es la
negación de nuestra muerte inevitable, sino una forma de superar su aflicción. Con el
advenimiento de la ley marcial, la cacería de cabezas no da una posibilidad para
ventilar su ira y con ello reducirla. Si continuara con su forma de vida ilongota, el dolor
de su pena sería insoportable". Mi descripción de 1980 ahora me parece tan apta, que
me pregunto cómo pude escribir las palabras y fracasar en la apreciación de la fuerza
del penoso deseo del hombre por ventilar su ira.
Desde mi posición actual, es evidente que la grabación del alarde del hombre
muerto evocaba poderosos sentimientos de aflicción, sobre todo ira y el impulso de
cazar cabezas. En ese entonces sólo pude sentir aprehensión y percibí difusamente la
fuerza de las emociones que experimentaban Insan, Tukbaw, Wagat y los otros.
Que quede claro que la aflicción no debe reducirse a ira, ni por mí ni por nadie.
Los estados de emociones profundas y poderosas me abrumaron a veces juntas, a
veces separadas. Experimenté el profundo dolor desgarrador de la pena casi
insoportable, el frío cadavérico al percatarme de la finalidad de la muerte, el comienzo
trémulo en mi abdomen que después se extendía a todo mi cuerpo, los lamentos
tristes que salían sin quererlo y los frecuentes sollozos. Es por esto que mi propósito
actual de revisar las comprensiones previas sobre la cacería de cabezas de los
ilongotes y no un punto de vista general de la pena, se enfoca en la ira más que en
otras emociones en la aflicción.
Los escritos en inglés necesitan especialmente enfatizar la ira en la aflicción.
Aunque los terapeutas de la aflicción alientan por lo general a ser consciente de la ira
entre el afligido, la cultura angIoamericana de clase media superior tiende a ignorar la
ira que pueden provocar las pérdidas devastadoras. Paradójicamente, este
conocimiento convencional de la cultura, niega casi siempre la ira en la aflicción al
mismo tiempo que los terapeutas alientan a los miembros de la comunidad invisible del
afligido a hablar en detalle sobre la ira que sienten por sus pérdidas. La muerte de mi
hermano, en combinación con lo que aprendí de la ira con los ilongotes (para ellos es
un estado emocional que se celebra públicamente en vez de negarse), me permitió
reconocer la experiencia de la ira.
La ira ilongote y la mía se traslapan, más bien como dos círculos en parte
sobrepuestos y en parte separados. No son idénticos. Junto con las similitudes
asombrosas, las diferencias importantes en tono, forma cultural y consecuencias
humanas distinguen la "ira", animando nuestras respectivas formas de afligirnos. Mis
vívidas fantasías, por ejemplo, sobre un agente de seguros de vida que se negó a
reconocer que la muerte de Michelle estaba relacionada con su trabajo, no me llevó a
matarlo, a cortarle la cabeza y celebrar después. De esta forma ilustro la precaución
metodológica de la disciplina contra la atribución temeraria de las experiencias y
categorías de uno mismo con los miembros de otra cultura. No obstante, dichas
advertencias contra las nociones superficiales de la naturaleza humana universal
pueden llevarse demasiado lejos y endurecerse en la doctrina también perjudicial de
que todo ser humano me es ajeno, excepto por mi propio grupo. Uno espera alcanzar
un equilibrio entre reconocer diferencias humanas grandes y el modesto axioma de
que dos grupos humanos cualesquiera deben tener ciertas cosas en común. Sólo una
semana antes de terminar el borrador inicial de una primera versión de esta
introducción, encontré la anotación en mi diario, escrita unas seis semanas después
de la muerte de Michelle, en la que me juré que si volvía a escribir sobre antropología,
lo haría empezando con "Aflicción e ira de un Cazador de cabezas." Mi diario
continuaba con una reflexión más amplia sobre la muerte, la ira y a cacería de
cabezas, mediante mi “deseo por una solución ilongote” se encuentran más en
contacto con la realidad que los cristianos. Por ello, necesito encontrar un lugar para
mi ira... y ¿podemos decir que una solución nuestra es mejor que la de ellos?
¿Podemos condenarlos cuando nosotros bombardeamos ciudades? ¿Es nuestra
razón de ser más fuerte que la de ellos?" Todo esto fue escrito con desesperación e
ira.
Alrededor de quince meses después de la muerte de Michelle, pude volver a
escribir sobre antropología. Escribir la versión inicial de " Aflicción e ira de un cazador
de cabezas" fue en verdad catártico, aunque no en la forma que uno imaginaría. La
catarsis ocurrió antes, no después del término de la composición. Cuando la versión
inicial de esta introducción se hallaba en mi mente, durante el mes anterior de
comenzar a escribir, me sentía difusamente deprimido y enfermo con fiebre. Entonces,
un día, una niebla casi literal se levantó y las palabras fluyeron. Parecía más bien que
las palabras se escribían solas a través de mí.
LA MUERTE EN ANTROPOLOGÍA
Las etnografías que de esta forma eliminan las emociones intensas, no sólo
distorsionan sus descripciones, sino que también descartan variables potenciales
clave de sus explicaciones. Cuando el antropólogo William Douglas, por ejemplo,
anuncia su proyecto en Death in Murelaga, explica que su objetivo es usar a la muerte
y al ritual funerario '(como un dispositivo heurístico para abordar el estudio de la
sociedad rural vasca".15 En otras palabras, el objetivo principal de estudio es la
estructura social, no la muerte y por lo tanto la aflicción tampoco. El autor comienza su
análisis diciendo: “La muerte no siempre es fortuita e imprevisible”. Continúa
describiendo cómo una vieja mujer, aquejada por las dolencias de su edad, recibe de
buena gana a la muerte. La descripción carece de la perspectiva de los sobrevivientes
más afligidos, y vacila en cambio entre aquellos de la vieja mujer y un observador
indiferente.
Sin duda, algunas personas llevan una vida plena y sufren tanto en su
senectud, que aceptan con gusto el alivio que la muerte puede proporcionarles. Sin
embargo, el problema en la creación del estudio de un caso principal en una
etnografía, concentrado en “una muerte muy fácil” (empleo el título de Simone de
Beauvoir con ironía, al igual que ella) no es sólo la falta de exposición, sino que
también hace que la muerte, en general, parezca como una rutina para los
sobrevivientes como supuestamente lo fue para el difunto. ¿Los hijos e hijas de la vieja
mujer no se conmovieron con su muerte? El estudio del caso muestra menos sobre
cómo se enfrenta la gente con la muerte, que cómo la muerte puede parecer un ritual;
por lo tanto se ajusta al punto de vista del autor respecto de ritual funerario como un
despliegue mecánico programado de actos prescritos. “Para el vasco”, dice DougIas,
“el ritual es orden y la orden es ritual”. Douglas captura sólo un extremo en el rango de
posibles muertes. Si acentuamos los aspectos rutinarios del ritual se encubre de forma
conveniente la agonía de muertes inesperadas, como los padres que pierden a un hijo
o una madre que muere durante el parto. En esas descripciones se esconden las
agonías de los sobrevivientes que salen de la confusión, cambiando poderosos
estados emocionales. Aunque Douglas reconoce la distinción entre los miembros
afligidos del grupo familiar del difunto y el grupo ritualista más público, escribe la
narración, en su mayor parte, desde el punto de vista de este último. Encubre la fuerza
emocional de la aflicción, reduciendo el ritual funerario a una rutina de orden.
Con seguridad los seres humanos se duelen tanto en escenas rituales como en
marcos informales de la vida cotidiana. Consideremos la prueba clara y contundente
en el relato antropológico clásico de Godfrey Wilson sobre “convenciones de
sepultura” entre los nyakyusa de Sudáfrica:
Vea que todos los casos que Wilson presenció o escuchó, suceden fuera de la
esfera limitada del ritual formal. La gente conversa entre sí, camina sola y llora en
silencio, o en un impulso comete suicidio. La labor de afligirse, quizá universal, ocurre
dentro de actos rituales obligatorios, así como en marcos más cotidianos donde la
gente se halla sola o con parientes cercanos.
A pesar de excepciones como Wilson, la regla general parece ser que uno
debería ordenar las cosas, secando las lágrimas e ignorando los berrinches. La
mayoría de los estudios antropológicos sobre la muerte eliminan las emociones,
asumiendo la posición de observadores indiferentes. Por lo general esos estudios
fusionan el proceso ritual con el proceso del duelo, igualan el ritual con lo obligatorio e
ignoran la relación entre ritual y vida diaria. La inclinación que favorece al ritual formal
pone en riesgo la suposición de respuestas a preguntas esenciales. Por ejemplo, ¿los
rituales siempre revelan la profundidad cultural?
La mayoría de los analistas que ponen al mismo nivel la muerte con el ritual
funerario, asumen que los rituales almacenan sabiduría encerrada como si fuera un
microcosmos de su macrocosmos cultural envolvente. Un estudio reciente de la
muerte y el duelo, por ejemplo, comienza por afirmar con seguridad que los rituales
engloban “la sabiduría colectiva de muchas culturas”. Aun así, esta generalización
debe requerir una investigación detallada contra un rango más amplio de hipótesis
alternas.
Antes de una incursión, los hombres describen su estado vital, diciendo que las
cargas de la vida los han hecho pesados y enmarañados, como un árbol con
enredaderas. Explican que una incursión exitosa los hace sentir ligeros de paso, y
vigorosos de complexión. La energía colectiva de la celebración con sus canciones,
música y danzas les proporciona a los participantes una sensación de bienestar. El
ritual expiatorio incluye la depuración y catarsis.
RESUMEN
Así mismo, los rituales no siempre encierran una sabiduría cultural profunda. A
veces contienen la sabiduría de Polonio. Aunque ciertos rituales reflejan y crean
valores fundamentales, otros sólo acercan a la gente y proporcionan trivialidades que
les permiten continuar Con sus vidas. Los rituales sirven como vehículos para
procesos que ocurren tanto antes como después dcl periodo de su realización. Los
rituales funerarios, por ejemplo, no “contienen” todos los procesos complejos de la
aflicción. El ritual y la aflicción no deben chocar uno contra otro porque ni se encierran
ni se explican por completo. En cambio, los rituales son a menudo puntos a lo largo de
un número de trayectorias procesales más largas; de ahí mi imagen del ritual como
una encrucijada donde se interceptan los distintos procesos de la vida.