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6 Rosaldo

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Introducción

La aflicción y la ira de
un cazador de cabezas

Si le preguntamos a un viejo ilongot del norte de Luzón, Filipi-


nas, por qué corta cabezas humanas, su respuesta es breve y desafía un
rápido análisis antropológico: según el ilongot, la ira, nacida de la aflic-
ción, le impulsa a matar a otros seres humanos. Necesita un lugar
“donde descargar su ira”. El acto de decapitar y arrancar la cabeza de la
víctima le permite, según dice, ventilar y, en lo posible, desfogar la ira
de su duelo por la muerte de un ser querido. Aunque el trabajo del an-
tropólogo es hacer inteligibles otras culturas, si continúa preguntando,
no logrará obtener más explicaciones para las expresivas palabras de
este hombre. Según el ilongot, la aflicción, la ira y la cacería de cabezas
van juntas de una manera evidente en sí misma. O se lo entiende así, o
no. Y, de hecho, por muchísimo tiempo yo no lo entendí.
A continuación, haré referencia a cómo hablar de la fuerza cul-
tural de las emociones1. La fuerza emocional de un deceso, por ejemplo,
nace no tanto de un hecho brutal abstracto, cuanto de la ruptura per-
manente de una relación íntima particular. Tiene que ver con los sen-
timientos que se experimentan al darse cuenta, por ejemplo, de que el
niño que acaba de ser atropellado por un automóvil es el propio hijo y
no un extraño. En lugar de hablar de la muerte en general, debemos
considerar la posición del sujeto dentro de un determinado campo de

* Una versión anterior de este capítulo apareció como “La aflicción y la ira de un
cazador de cabezas: sobre la fuerza cultural de las emociones”, en Text, Play, and
Storye: The Construction and Reconstruction of Self and Society, ed. Edward M.
Bruner (Washington, D.C.: American Ethnological Society, 1984), pp.178-95.
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relaciones sociales, con el fin de captar la experiencia emocional del in-


dividuo2.
Mi esfuerzo por mostrar la fuerza de una simple afirmación to-
mada literalmente va en contra de las normas clásicas de la antropolo-
gía, que prefieren explicar la cultura mediante la densificación gradual
de las redes simbólicas de significado. Con mucho, los analistas cultura-
les no utilizan la fuerza, sino términos como descripción densa, multivo-
calidad, polisemia, riqueza y textura. La noción de fuerza, entre otras co-
sas, cuestiona el supuesto antropológico de que el valor más grande del
ser humano radica en la densa maraña de símbolos y que el detalle ana-
lítico o la “profundidad cultural” equivale a la explicación ampliada de
una cultura o una “elaboración cultural”. ¿En realidad la gente siempre
describe con inmensa dificultad lo que considera más importante?

La ira en la aflicción de los Ilongot

Detengámonos por un momento para hablar sobre los ilongot,


entre los cuales mi esposa, Michelle Rosaldo, y yo vivimos y conduji-
mos una investigación de campo durante treinta meses (1967-69,
1974). Su número es de aproximadamente 3.500 sujetos y su territorio
ocupa un altiplano a 170 kilómetros al noreste de Manila, en las Filipi-
nas3. Subsisten mediante la cacería de venados y cerdos salvajes, y gra-
cias al cultivo de huertos regados por las lluvias (swiddens) de arroz, ca-
mote y vegetales. Sus relaciones (bilaterales) de parentesco, se cuentan
por la línea femenina y masculina. Después del matrimonio, los padres
y sus hijas casadas viven en la misma casa o en casas adyacentes. La uni-
dad social más grande, un grupo de descendencia de naturaleza terri-
torial llamado bertan, se manifiesta principalmente en el contexto de
las luchas. Para ellos, sus vecinos y sus etnógrafos, la cacería de cabezas
constituye la práctica cultural más sobresaliente entre los ilongot.
Cuando los ilongot me dijeron, como solían hacerlo, de qué ma-
nera la ira que nace del luto puede impulsar a los hombres a cazar cabe-
zas, dejé a un lado sus explicaciones, por considerarlas demasiado sim-
ples, oscuras, estereotípicas e insatisfactorias. Probablemente creía, con
demasiada candidez, que la aflicción y la tristeza eran lo mismo. Cierta-
mente, no disponía de ninguna experiencia personal que me permitiera
imaginar la poderosa ira que los ilongot afirman encontrar en el luto. Mi
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incapacidad de concebir la fuerza de la ira en la aflicción me condujo a


buscar otro nivel de análisis que pudiera proporcionarme una explica-
ción más profunda sobre el deseo de los ancianos por cazar cabezas.
Sólo catorce años después de haber escuchado las primeras pa-
labras de los ilongot sobre la aflicción y la ira que siente un cazador de
cabezas, empecé a comprender su fuerza abrumadora. Durante años
pensé que una mayor elaboración verbal (que no ocurría) u otro nivel
analítico (que seguía eludiéndome) podrían explicar mejor los motivos
que tienen los hombres mayores para cazar cabezas. Únicamente des-
pués de sufrir en carne propia una pérdida devastadora, pude entender
mejor lo que querían decir los ilongot cuando describían la ira genera-
da por el luto como la fuente de su deseo de cortar cabezas humanas.
Tomada en su valor nominal y sopesada cabalmente, su afirmación re-
vela mucho de lo que impulsa a estos hombres a cazar cabezas.
En mis intentos por encontrar una explicación “más profunda”
para la cacería de cabezas, exploré la teoría del intercambio, tal vez por-
que había influido decisivamente en muchos etnógrafos clásicos. Un
día, en 1974, expliqué el modelo de intercambio a un viejo ilongot de
nombre Insan. Qué pensaba, le pregunté, de la idea de que la cacería de
cabezas se basaba en que una muerte (la de la víctima decapitada) can-
celaba otra (la de un pariente cercano). Como me miró estupefacto,
continué explicándole que, según dicha teoría, la víctima de una deca-
pitación era intercambiada por la muerte de un pariente, lo que salda-
ba de este modo las cuentas, por así decirlo. Insan reflexionó por un
momento y me respondió que él comprendía que alguien pueda pen-
sar semejante cosa, pero que él y otros ilongot no pensaban de esa ma-
nera. Tampoco encontraba evidencia indirecta para mi teoría en el ri-
tual, los cantos, los alardes o la conversación casual4.
En retrospectiva, estos esfuerzos por imponer la teoría del inter-
cambio a un aspecto de la conducta ilongot parecen inútiles. Suponga-
mos que descubriera lo que buscaba: aunque la noción de saldar las
cuentas tiene una cierta coherencia elegante, uno se pregunta cómo es-
te dogma libresco pudo inspirar a un hombre cualquiera a tomar la vi-
da de otro, bajo su propio riesgo.
Mi experiencia no me había dado aún los medios para imaginar
la ira que puede surgir de una pérdida devastadora. Por lo mismo, tam-
poco podía apreciar a cabalidad el delicado problema de significado
que enfrentaban los ilongot en 1974. Poco después de que Ferdinand
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Marcos declarara la ley marcial en 1972, corrieron entre los ilongot ru-
mores de que pelotones de fusilamiento castigarían a todo aquel que
practicara la cacería de cabezas, de tal suerte que los hombres decidie-
ron declarar una moratoria en la cacería de cabezas. En épocas pasadas,
cuando la cacería de cabezas se volvió imposible, los ilongot permitie-
ron que su ira se disipara, de la mejor manera, en el transcurso de la vi-
da cotidiana. En 1974 tenían otra opción: empezaron a considerar una
posible conversión al cristianismo evangélico, como una forma de en-
frentar su aflicción. Al aceptar la nueva religión, decía la gente, se aban-
donaban las viejas costumbres, incluida la cacería de cabezas. Así mis-
mo, el duelo se volvía menos agonizante porque entonces los deudos
creían que el difunto había partido para un mundo mejor; tampoco te-
nían que confrontar el espantoso fin de la muerte.
En ese entonces, la fuerza del dilema al que se enfrentaban los
ilongot se escapaba a mi razón. Aunque había registrado correctamen-
te sus declaraciones acerca de la aflicción y la necesidad de arrojar fue-
ra su ira, simplemente no valoraba la importancia de sus palabras. En
1974, por ejemplo, mientras Michelle Rosaldo y yo vivíamos entre los
ilongot, falleció un bebé de seis meses, probablemente a causa de neu-
monía. Esa tarde visitamos al padre y lo encontramos terriblemente
abatido. “Sollozaba y miraba fijamente la manta de algodón que cubría
a su hijo, con los ojos vidriosos y sanguinolentos”5. El hombre sufría
intensamente, porque aquel era el séptimo hijo que había perdido; ape-
nas hacía pocos años, tres de sus hijos habían muerto, uno tras otro, en
cuestión de días. Para entonces, la situación era tanto más desoladora
porque la gente hablaba al mismo tiempo del cristianismo evangélico
(la posible renuncia a la cacería de cabezas) y de su rencor hacia los ha-
bitantes de las tierras bajas (la posibilidad de organizar cacerías de ca-
bezas en los valles colindantes).
En los días y semanas siguientes, la aflicción del hombre lo con-
movió de una manera tal que yo no pude anticipar. Poco después de la
muerte de su hijo, el padre se convirtió al cristianismo evangélico. Con
demasiada premura, concluí que el hombre creía que la nueva religión
podía, de alguna manera, evitar más muertes en su familia. Cuando re-
ferí mi opinión a un amigo ilongot, me respondió bruscamente dicien-
do que “mi opinión estaba fuera de lugar, ya que lo que de verdad bus-
caba el hombre con su nueva religión no era negar la muerte inevita-
ble, sino una forma de enfrentar su aflicción. Con el advenimiento de
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la ley marcial, la cacería de cabezas estaba fuera de toda discusión, co-


mo una vía alternativa para aplacar la ira y reducir la aflicción provo-
cada por el luto. Si seguía viviendo como ilongot, el dolor de su pena
simplemente se volvería insoportable”6. Mi descripción de 1980 me
parece ahora tan adecuada, que me pregunto cómo pude escribir las
palabras y, sin embargo, no lograr apreciar la fuerza del deseo que sen-
tía el hombre afligido por ventilar su ira.
Otra anécdota ilustra, de la manera más clara, mi incapacidad de
imaginar la ira surgida del luto ilongot. En esta ocasión, algunos ami-
gos ilongot nos pidieron insistentemente a Michelle Rosaldo y a mí que
reprodujéramos la cinta de una celebración de cacería de cabezas que
tuvimos ocasión de presenciar cinco años atrás. Tan pronto colocamos
la cinta y escuchamos los alardes de un hombre que había muerto ha-
cía poco, la gente repentinamente nos dijo que apagáramos la grabado-
ra. Michelle Rosaldo describió con estas palabras la tensa conversación
que siguió:
“Cuando Insan decidió hablar, la habitación otra vez se electrizó
misteriosamente. Los presentes levantaron la cabeza y la ira que sentían
se convirtió en nervios o en algo parecido al miedo, cuando vi que los
ojos de Insan estaban rojos. Tukbaw, el “hermano” ilongot de Renato,
irrumpió en lo que podría llamarse un frágil silencio, y dijo que él po-
día explicar las cosas. Nos dijo que era difícil escuchar una celebración
de cacería de cabezas, cuando la gente sabía que ya nunca más habría
otra. En sus palabras: ‘el canto nos empuja, nos arranca el corazón, nos
hace pensar en nuestro tío muerto’. Y otra vez: ‘sería mejor si hubiera
aceptado a Dios, pero aún sigo siendo un ilongot de corazón; y cuando
escucho el canto, me duele el corazón como cuando miro a aquellos
hombres solteros, que sé que ya nunca cortarán una cabeza’”7.
Desde mi posición actual, es evidente que la grabación evocó
poderosos sentimientos de luto, en particular de ira, y el impulso de ca-
zar cabezas. Para entonces, sólo podía sentirme aprensivo y experimen-
tar vagamente la fuerza de las emociones sentidas por Insan, Tukbaw,
Wagat y los demás presentes.
El dilema para los ilongot nacía de un conjunto de prácticas cul-
turales que, al quedar bloqueadas, eran insufribles de vivir. El término
de la cacería de cabezas, requería dolorosos ajustes hacia otros modos
de enfrentar la ira provocada por el luto. Se podía comparar su dilema
con la idea de que al no ejecutar rituales, se creaba ansiedad8. En el ca-
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so ilongot, la idea cultural de que cortar una cabeza humana disipa la


ira, crea un problema de significado cuando el ritual no puede ser rea-
lizado. De hecho, el clásico problema de significado de Max Weber en
The Protestant Ethic and the Spirit of Capitalism es precisamente de es-
te tipo9. En un plano lógico, la doctrina calvinista de la predestinación
parece impecable: Dios ha escogido a los elegidos, pero esta decisión
nunca puede ser conocida por los mortales. Entre aquellos cuyo último
interés es la salvación, la doctrina de la predestinación es tan fácil de
entender conceptualmente, como difícil es sobrellevarla en la vida co-
tidiana (a menos que se trate de “virtuosos de la religión”); para los cal-
vinistas y los ilongot, el problema de significado reside en la práctica, no
en la teoría. El dilema para ambos grupos implica el problema práctico
de cómo vivir con las propias creencias y no la perplejidad lógica pro-
ducida por la dificultad de la doctrina.

Cómo encontré la ira en la aflicción

Una parte de esta introducción tiene relación con el hecho de


que me tomó catorce años entender lo que me habían dicho los ilongot
acerca de la aflicción, la ira y la cacería de cabezas. Durante todos esos
años, no estaba en condición de comprender la fuerza de la ira que pue-
de nacer del luto, y ahora sí lo estoy. El hecho de adentrarme en esta
historia representa una cierta indecisión debido tanto al tabú de la dis-
ciplina como a su violación cada vez más frecuente por parte de ensa-
yos ligados con amalgamas convencionales de filosofía continental y
breves autobiográficos. Si el vicio de la autobiografía clásica fue el ha-
ber resbalado del ideal del desinterés a la indiferencia propiamente di-
cha, el de nuestros días es la tendencia a que el Yo, absorto en sí mismo,
pierda de vista al Otro culturalmente diferente. A pesar de los riesgos,
como etnógrafo, debo entrar en la discusión sobre este punto con el
propósito de dilucidar ciertas cuestiones metodólogicas.
El concepto clave aquí es el de sujeto posicionado (y re-posicio-
nado)10. En los procedimientos interpretativos de rutina, de acuerdo
con la metodología de la hermenéutica, podemos decir que los etnó-
grafos se re-posicionan conforme van entendiendo a otras culturas. Los
etnógrafos empiezan la investigación con un conjunto de preguntas, las
revisan durante el transcurso de la investigación y al final aparecen con
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nuevas preguntas distintas de aquellas con las que empezaron. En otras


palabras, la sorpresa frente a la respuesta a una pregunta nos exige que
revisemos la pregunta hasta encontrar cada vez menos sorpresas que
nos indiquen un punto en el cual detenernos. Este enfoque interpreta-
tivo ha sido desarrollado por Clifford Geertz dentro de la antropología
de la manera más influyente11.
El método interpretativo suele basarse en el axioma de que los
buenos etnógrafos aprenden su profesión preparándose tan amplia-
mente como sea posible. Para seguir el accidentado curso de la indaga-
ción etnográfica, los trabajadores de campo necesitan capacidades teó-
ricas generales y una fina sensibilidad. Después de todo, no podemos
predecir con anticipación lo que encontraremos en el campo. Un influ-
yente antropólogo, Clyde Kluckhohn, llegaba incluso a recomendar
una doble iniciación: primero, las ordalías del sicoanálisis, y luego, la
del trabajo de campo. Con demasiada frecuencia, sin embargo, esta
opinión se extiende hasta que ciertos requisitos previos de la investiga-
ción de campo parecen garantizar una etnografía erudita. Un conoci-
miento libresco de tipo ecléctico y una variedad de experiencias, junto
a una lectura edificante y la autopercepción, supuestamente destierran
los vicios de la ignorancia y la insensibilidad.
Aunque la doctrina de la preparación, el conocimiento y la sen-
sibilidad contiene muchas cosas dignas de admiración, es preciso tra-
bajar por deconstruir la falsa comodidad que puede brindar. ¿Hasta
qué punto la gente puede decir que ha completado su aprendizaje o su
experiencia de vida? El problema con este modo de preparación del et-
nógrafo radica en que puede dar una idea equivocada de seguridad, un
supuesto derecho a la certeza y la finalidad, cosa que nuestros análisis
no pueden tener, pues todas las interpretaciones son provisionales; es-
tán echas por sujetos posicionados que se han preparado para conocer
ciertas cosas y no otras. Aun cuando sean conocedores, sensitivos, flui-
dos en la lengua y puedan moverse fácilmente en un mundo cultural
extraño, los buenos etnógrafos tienen sus límites y sus análisis siempre
son incompletos. De este modo, empecé a vislumbrar la fuerza de lo
que los ilongot me habían dicho acerca de la pérdida de sus familiares,
a través de mis propias pérdidas, y no mediante una preparación siste-
mática para la investigación de campo.
Mi preparación para comprender una pérdida seria empezó en
1970 con la muerte de mi hermano, poco después de haber cumplido
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sus veintisiete años. Al sufrir esta pérdida, junto con mi madre y mi pa-
dre, tuve alguna idea del trauma de un padre por la pérdida de su hijo.
Esta idea dio forma a la historia, antes descrita parcialmente, sobre un
hombre ilongot y sus reacciones hacia la muerte de su séptimo hijo. Al
mismo tiempo, mi duelo no fue tan grande como el de mis padres, por
lo que no pude entonces imaginarme la abrumadora fuerza de la posi-
ble ira que existe en la aflicción por la pérdida de alguien. Mi anterior
posición probablemente se asemeja a la de muchos antropólogos. Se
debe reconocer que el conocimiento etnográfico suele tener los pros y
los contras que le dan los jóvenes investigadores, quienes, en su mayor
parte, no han sufrido serias pérdidas y no podrían, por ejemplo, tener
un conocimiento personal de cuán devastadora es la pérdida de una
compañera.
En 1981, Michelle Rosaldo y yo empezamos a hacer investiga-
ción de campo entre los ifugaos de Luzón, en Filipinas. El 11 de octu-
bre de ese año, Michelle caminaba con dos compañeros ifugao por un
sendero, cuando perdió el equilibrio y cayó veinte metros abajo a las
aguas de un torrentoso río. Inmediatamente, cuando hallé su cuerpo,
me puse iracundo. ¿Cómo pudo abandonarme? ¿Cómo pudo ser tan
torpe para caer al precipicio? Intenté llorar. Sollocé, pero la ira impidió
que brotara cualquier lágrima. Menos de un mes después, describía es-
te momento en mi diario con las siguientes palabras: “me sentía como
en una pesadilla, todo el mundo en torno a mí se expandía y contraía,
jadeando la vista y las vísceras. Al bajar, encuentro a un grupo de hom-
bres, tal vez siete u ocho, de pie, en silencio; suspiro profundo repetidas
veces y sollozo, pero no hay lágrimas”. Una experiencia anterior, con
motivo del cuarto aniversario de la muerte de mi hermano, me había
enseñado a reconocer estos sollozos sin lágrimas, como una forma de
ira. Esta ira, de varias maneras, me ha sobrevenido en muchas ocasio-
nes desde entonces, y ha durado horas e incluso días seguidos. Estos
sentimientos pueden ser despertados por los rituales, pero más a me-
nudo emergen de recuerdos inesperados (no algo así como el exaspe-
rante encuentro de los ilongot con la voz de su tío muerto).
A menos que haya algún malentendido, el duelo por la pérdida
de un ser querido no debe reducirse a la ira, ni en mi caso ni en el de
cualquier otra persona12. Poderosos y viscerales estados, emocionales
me abrumaban, en ocasiones por separado, otra veces en conjunto. Ex-
perimenté el profundo dolor cortante de la pena, casi más allá de lo so-
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portable, el frío cadavérico de darme cuenta del final de la muerte, mi


abdomen empezaba a temblar y luego todo mi cuerpo, el intenso senti-
miento de pena que empezaba sin que yo lo quisiera, y los repetidos so-
llozos. Por lo tanto, esta revisión de las diversas maneras en que enten-
día la cacería de cabezas de los ilongot, y no una visión general del due-
lo, gira en torno a la ira y no a otras emociones que produce la aflicción.
Las obras escritas en inglés necesitan dar un énfasis especial a la
ira que existe en la aflicción. Aunque las terapias suelen fomentar la
conciencia de la ira entre los deudos, la cultura angloamericana de las
clases medias-altas tiende a ignorar la ira que producen las pérdidas
devastadoras. Paradójicamente, el saber convencional de esta cultura
suele negar la ira que existe en la aflicción, al mismo tiempo que los te-
rapeutas motivan a los miembros de la invisible comunidad de los deu-
dos a que hablen con lujo de detalles acerca de cuánta ira les producen
sus pérdidas. La muerte de mi hermano, además de lo que aprendí de
los ilongot acerca de la ira (para ellos, un estado emocional que se cele-
bra públicamente en lugar de negarlo) me permitió reconocer inme-
diatamente la experiencia de la ira13.
La ira de los ilongot y la mía se sobreponían, como dos círculos,
parcialmente sobrepuestos y parcialmente separados. Pero su ira y la
mía tampoco son idénticas, pues junto a grandes similitudes se en-
cuentran también importantes diferencias en el tono, la forma cultural
y las consecuencias humanas, que distinguen la “ira” que anima nues-
tras propias formas de sentirnos afligidos. Por ejemplo, mis vivas fan-
tasías acerca de un agente de seguros de vida que se rehusaba a recono-
cer la muerte de Michelle como un percance laboral no me llevaron a
matarlo, cortarle la cabeza y celebrar un ritual. De esta manera, ilustro
la precaución metodológica de la disciplina, frente a una apresurada
atribución de categorías y experiencias propias a los miembros de otra
cultura. Estas advertencias de nociones facilistas sobre la naturaleza hu-
mana universal, sin embargo, pueden ser exageradas y crear una doctri-
na igualmente perniciosa, basada en la idea de que, aparte de mi propio
grupo, todo lo humano me es extraño. Se trata de alcanzar un equilibrio
entre el reconocer distintas diferencias humanas y la simple suposición
de que dos grupos humanos deben tener algunas cosas en común.
Sólo una semana antes de completar el primer borrador de una
versión anterior a esta introducción, redescubrí lo que había escrito en
mi diario algunas semanas después de la muerte de Michelle, donde me
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prometo a mi mismo que, si alguna vez vuelvo a escribir sobre antro-


pología, lo haré “escribiendo sobre la aflicción y la ira de un cazador de
cabezas...”. A continuación, reflexionaba con mayor amplitud respecto
a la muerte, la ira y la cacería de cabezas, y hablaba de mi “deseo de re-
solver las cosas como los ilongot, pues ellos están mucho más en con-
tacto con la realidad de los cristianos. De tal modo, que necesito un lu-
gar para descargar mi ira -¿podemos decir que una solución imagina-
ria es mejor que la suya? Podemos condenarlos cuando echamos fuego
a las aldeas? Son nuestros principios más sólidos que los suyos?” Todo
esto lo escribí en medio de la desesperación y la ira.
Sólo unos quince meses después de la muerte de Michelle, pude
nuevamente empezar a escribir antropología. Al escribir la versión ini-
cial de “La aflicción y la ira de un cazador de cabezas” experimenté en
realidad una catarsis, pero no de la manera en que normalmente uno
se imagina, ya que en lugar de que la catarsis surgiera al término de la
redacción, ocurrió anticipadamente. Cuando más tenía en la mente la
versión inicial de esta introducción, durante el mes anterior a la redac-
ción del manuscrito, me sentí difusamente deprimido y enfermé con
fiebre. Entonces, un día, casi puedo decir que la niebla se levantó y las
palabras empezaron a fluir. Parecía como si las palabras se estuvieran
escribiendo a través de mí y no era yo quien las escribía.
Utilizo mi experiencia personal como un ejemplo para hacer
más accesible a los lectores el tipo y la intensidad de la ira que sienten
los ilongot cuando están afligidos, en lugar de acudir a expresiones me-
nos comprometidas y más desinteresadas. Al mismo tiempo, al utilizar
la experiencia personal como una categoría analítica, corremos el ries-
go de ser rechazados al paso. Los lectores que no estén de acuerdo con
mi postura, seguramente reducirán esta introducción a un simple la-
mento, o a un mero informe sobre mi descubrimiento de la ira que
puede haber en el duelo por la pérdida de un ser querido. Francamen-
te, esta introducción es las dos cosas, pero también algo más. Un acto
de lamentación, un informe personal y un análisis crítico del método
antropológico; pero abarca, también, un conjunto de distintos proce-
sos, ninguno de los cuales excluye los demás. Así mismo, sostengo que
el ritual en general y la cacería de cabezas que practican los ilongot en
particular forman la intersección de múltiples procesos sociales coexis-
tentes. Aparte de revisar el registro etnográfico, me propongo, ante to-
do, mostrar cómo mi propio lamento por la muerte de un ser querido,
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así como la posterior reflexión sobre el luto, la ira y la cacería de cabe-


zas entre los ilongot, plantean problemas de interés general para la an-
tropología y las ciencias sociales.

La muerte, desde la antropología

La antropología favorece aquellas interpretaciones según las cua-


les la “profundidad” analítica es igual a la “elaboración cultural”. Mu-
chos estudios, giran en torno a espacios claramente definidos, donde se
pueden observar acontecimientos formales y repetitivos, como cere-
monias, rituales y juegos. Así mismo, los estudios sobre los juegos de
palabras probablemente se ocupan más de los chistes como monólogos
programados, que de los intercambios más espontáneos de las burlas
ingeniosas. La mayoría de etnógrafos prefieren estudiar eventos que
tienen localizaciones definidas; en el espacio, por centros marcados y
bordes externos; en el tiempo, por mitades y finales, y en la historia, pa-
recen repetir estructuras idénticas, al hacer hoy cosas que fueron he-
chas ayer. Esta definición y su certeza liberan dichos eventos de la con-
fusión de la vida cotidiana, de tal modo que pueden ser “leídos” como
artículos, libros, o, como decimos ahora, textos.
Guiadas por el énfasis en las entidades autocontenidas, las etno-
grafías escritas de acuerdo con las normas clásicas consideran la muer-
te desde la perspectiva del ritual y no desde el duelo o luto. De hecho,
incluso las sutilezas de las etnografías recientes sobre la muerte hacen
hincapié en el ritual. Death in Murelaga, de William Douglas, lleva el
subtítulo Funerary Ritual in a Spanish Basque Village; Celebrations of
Death, de Richard Huntington y Peter Metcalf, se subtitula The anthro-
pology of Mortuary Ritual; el subtítulo de la obra A Borneo Journey in-
to Death, de Peter Metcalf, es Berawan Eschatology from its Rituals14. El
ritual mismo está definido por su formalidad y rutina, y estos trabajos
describen la muerte más bien como una receta, un programa prefijado
o un libro de etiqueta, y no como un proceso humano abierto.
Las etnografías que de esta manera eliminan las emociones in-
tensas, no sólo distorsionan sus descripciones, sino también eliminan
de sus explicaciones, variables que son potencialmente importantes.
Cuando el antropólogo William Douglas, por ejemplo, anuncia su pro-
yecto en Death in Murelaga, nos explica que su objetivo es utilizar la
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muerte y el ritual funerario “como una herramienta heurística, con la


cual enfocar el estudio de la sociedad rural vasca”15. En otras palabras,
el objetivo principal de dicho estudio es la estructura social, pero no la
muerte, y mucho menos el luto. El autor empieza su análisis así: “La
muerte no siempre es fortuita o impredecible”16. Continúa describien-
do cómo una anciana, aquejada por la enfermedades propias de las se-
nectud, acepta la muerte. La descripción, en gran medida, ignora la
perspectiva de los deudos, y vacila entre los puntos de vista de éstos y
los de un observador indiferente.
Innegablemente, ciertas personas viven hasta la senectud y sufren
tanto en sus últimos años, que esperan con emoción el descanso que
trae consigo la muerte. Sin embargo, el problema de que un estudio et-
nográfico de caso se ocupe de “una muerte muy fácil”17 (utilizo aquí el
título de Simone de Beauvoir, irónicamente, tal como ella lo hizo) no
sólo demuestra una falta de representatividad, sino también hace de la
muerte en general una rutina para los deudos, como aparentemente fue
este deceso para los familiares de la mencionada. ¿Acaso los hijos e hi-
jas de la anciana no se vieron afectados por su muerte? Este estudio de
caso no muestra cómo la gente se enfrenta con la muerte, sino más bien
cómo la muerte puede parecer una rutina, acomodándose exactamen-
te a la opinión que tiene el autor del ritual funeral, como un desarrollo
mecánico y programado de actos prescritos. “Para los Vascos”, dice
Douglas, “el ritual es el orden y el orden es el ritual”18.
Douglas aborda solamente un aspecto en el amplio espectro po-
sible de los diferentes tipos de muerte. Al enfatizar a los aspectos ruti-
narios del ritual, oculta la agonía de muertes tempranas e inesperadas,
como la de los padres que pierden a su pequeño hijo, o de la madre que
muere al dar a luz. Oculta en dichas descripciones está la agonía de los
deudos, que pasan por conmovedores estados emocionales. Aunque
Douglas reconoce la distinción entre los deudos del grupo doméstico
del difunto y el grupo ritual público, adopta básicamente el punto de
vista de éste último. Enmascara la fuerza emocional del luto, y reduce
el ritual funerario a una rutina ordenada.
Seguramente, los seres humanos lamentan la pérdida de sus seres
queridos, tanto en ambientes rituales como en espacios informales de
la vida cotidiana. Considere el lector la evidencia que bien o mal apa-
rece en el clásico antropológico de Godfrey Wilson sobre las “conven-
ciones del entierro” entre los nyakyuska de Sudáfrica:
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“Es fácil determinar que al menos algunos de aquéllos que asis-


ten a un entierro nyakyusa se sienten afligidos. He escuchado de gente,
que habla con pesar durante la conversación cotidiana, sobre la muer-
te de un hombre; he visto cómo un hombre cuya hermana acababa de
morir caminaba sólo hacia su tumba y se lamentaba tranquilamente sin
ninguna muestra de aflicción; y he oído hablar de un hombre que se
suicidó por la aflicción que sentía por la muerte de su hijo”19.
Nótese que todos los casos que Wilson presenció o escuchó ocu-
rrieron fuera de la esfera circunscrita del ritual formal. La gente conver-
sa entre sí, camina sola y se lamenta en silencio, o bien se suicida im-
pulsivamente. La aflicción, probablemente a nivel universal, está pre-
sente tanto en los actos rituales obligatorios como en ambientes más
cotidianos, donde la gente se encuentra sola o con parientes cercanos.
Entre las ceremonias de entierro de los nyakyusa también se pre-
sentan fuertes estados, que son más que una serie de actos obligatorios.
Los hombres dicen que bailan las pasiones de su dolor, el cual com-
prende una compleja mezcla de ira, miedo y aflicción.
“Esta danza de la guerra (ukukina)”, decía un anciano, “es un la-
mento, porque lamentamos la muerte de alguien. Bailamos porque hay
guerra en nuestro corazón. Un fuerte sentimiento de aflicción y miedo
nos exaspera (ilyyojo likutusila)”...elyojo significa aflicción, ira o miedo;
ukusila significa molestar o exasperar hasta el cansancio. Para explicar
ukusila decimos que “si un hombre continuamente me insulta, enton-
ces me exaspera (ukusila) y quiero pelear con él”. La muerte es un acon-
tecimiento que produce miedo y aflicción y exaspera a los más allega-
dos al difunto e infunde en ellos el deseo de pelear”20.
Las descripciones del baile y las peleas que se producen a conti-
nuación, algunas de las cuales incluso desembocan en la muerte, nos
ofrecen una bien fundada evidencia de la intensidad emocional que es-
tá en juego. El testimonio de los informantes de Wilson pone de mani-
fiesto que los etnógrafos pueden estudiar, incluso, los sentimientos más
intensos.
No obstante, con excepción de Wilson, la regla general parece ser
que se deben poner las cosas en orden y de la mejor manera, e ignorar
el llanto y la ira. La mayoría de los estudios antropológicos sobre la
muerte eliminan las emociones, y asumen la posición de un observa-
dor absolutamente indiferente21. Estos estudios generalmente mezclan
el proceso ritual con el proceso del luto, e igualan el ritual con lo obli-
36 / RENATO ROSALDO

gatorio al ignorar la relación entre aquél y la vida cotidiana. El prejui-


cio que favorece al ritual formal corre el riesgo de asumir las respuestas
a preguntas que necesitan ser planteadas urgentemente. Por ejemplo,
¿los rituales siempre revelan profundidad cultural?
La mayoría de los analistas que igualan la muerte al ritual fune-
rario asumen que los rituales contienen conocimientos como una cáp-
sula, como si fueran un microcosmos de su macrocosmos cultural. Un
estudio reciente de la muerte y el luto, por ejemplo, empieza diciendo
que los rituales personifican “la sabiduría colectiva de muchas cultu-
ras”22. Sin embargo, esta generalización seguramente requiere de una
investigación, caso por caso, frente a un rango más amplio de hipótesis
alternativas.
En los polos extremos, los rituales despliegan profundidad cultu-
ral o bien rebosan de trivialidades. En el primer caso, los rituales abar-
can el saber de una cultura; en el segundo, actúan como catalizadores
que precipitan procesos, cuyos desarrollos ocurren en los meses o años
posteriores. Muchos rituales, claro está, hacen ambas cosas, pues combi-
nan una medida de sabiduría con una dosis semejante de trivialidades.
De acuerdo con mi propia experiencia con el luto y el ritual, el
modelo catalítico es más adecuado que el de una cultura profunda a ni-
vel microcósmico. Aun, un cuidadoso análisis de la lengua y la acción
simbólica, durante los dos funerales en los cuales fui un verdadero deu-
do, revelan algunas pequeñas y valiosas cosas sobre la experiencia del
luto23. Esta afirmación, claro está, no debe llevar a nadie a deducir del
conocimiento personal de otro individuo una posible tendencia uni-
versal. Más bien, debe lograr que los etnógrafos se pregunten si la sabi-
duría de un ritual es profunda o convencional, y si su proceso es de ca-
rácter transformativo, o simplemente un momento único dentro de
una larga serie de rituales y eventos cotidianos.
Al intentar comprender la fuerza cultural de la ira y otros estados
emocionales fuertes, tanto el ritual formal como las prácticas informa-
les de la vida cotidiana nos ofrecen una comprensión crucial. De esta
manera, las descripciones culturales deben buscar la fuerza tanto como
la densidad, e ir desde los rituales bien definidos hacia las numerosísi-
mas prácticas menos circunscritas.
CULTURA Y VERDAD / 37

Aflicción, ira y cacería de cabezas entre los ilongot

Cuando se aplica a la cacería de cabezas que practicaban los ilon-


got la idea del ritual como un cúmulo de sabiduría colectiva, relaciona
dicha cacería con el sacrificio expiatorio. Los atacantes convocan a los
espíritus de las potenciales víctimas, realizan su despedida ritual y bus-
can augurios favorables a lo largo del camino. Los hombres ilongot re-
cuerdan el hambre y la pobreza que deben sufrir durante varios días e
incluso semanas, antes de acercarse cautelosamente hacia el lugar don-
de tienden una emboscada y esperan a la primera persona que pase.
Una vez que los atacantes matan a su víctima, arrojan lejos la cabeza,
en lugar de conservarla como trofeo. Al arrojar la cabeza, afirman que
de esa manera aligeran el peso de su vida, incluida la ira que sienten en
su aflicción.
Antes de realizar una incursión, los hombres describen su esta-
do emocional, y manifiestan que los problemas de la vida les han he-
cho pesados y enredados, como un árbol cargado de bejucos. Dicen
que una incursión terminada con éxito aligera su paso y les colorea el
rostro. La energía colectiva de la celebración, con su música, cantos y
bailes, proporciona a los participantes un sentido de bienestar. El pro-
ceso ritual expiatorio entonces implica liberación y catarsis.
El análisis que acabamos de esbozar considera el ritual como un
proceso infinito y autocontenido; no obstante, sin negar la validez de
este enfoque, debemos también reconocer sus límites. Imagínense, por
ejemplo, los rituales de exorcismo descritos como si fueran autoconte-
nidos, en lugar de estar relacionados con procesos más grandes, que se
desarrollan antes y después del período ritual. ¿A través de qué proce-
sos la persona afligida se repone, o continúa afligida después del ritual?
¿Cuáles son las consecuencias sociales de la recuperación o de la falta
de ésta? El no responder a estas preguntas disminuye la fuerza de estas
aflicciones y terapias, de las cuales el ritual formal es apenas una fase.
Incluso, caben otras preguntas respecto a sujetos posicionados de dis-
tinta manera, entre ellos, la persona afligida, el curandero y la audien-
cia. En todos los casos, el problema implica la delineación de procesos
que ocurren antes, después y durante el momento ritual.
Llamemos idea microcósmica a la noción de esfera autoconteni-
da de actividad cultural profunda, y una visión alternativa del ritual co-
mo intersección ocupada. En este último caso, el ritual resulta un espa-
38 / RENATO ROSALDO

cio en el que convergen un grupo de procesos sociales distintos. La in-


tersección, simplemente ofrece un espacio para que transcurran distin-
tas trayectorias, en lugar de contenerlas de una forma encapsulada y
completa. Desde esta perspectiva, la cacería de cabezas de los ilongot se
halla en la confluencia de tres procesos, analíticamente separables.
El primer proceso tiene que ver con la disyuntiva de si es o no un
momento oportuno para atacar. Las condiciones históricas determinan
las posibilidades de ataque, que van desde muy propicias a absoluta-
mente imposibles. Estas condiciones incluyen los esfuerzos coloniales
norteamericanos por la pacificación, la Gran Depresión, la Segunda
Guerra Mundial, los movimientos revolucionarios en las tierras bajas
vecinas, las luchas entre los grupos ilongot y la declaración de la ley
marcial en 1972. Los ilongot utilizan la analogía de la caza para hablar
de tales vicisitudes históricas. Así como los cazadores ilongot dicen que
no pueden saber cuándo la caza cruzará su sendero, o si sus flechas da-
rán en el blanco, algunas fuerzas históricas que condicionan su existen-
cia permanecen fuera de su control. Mi libro ilongot Headhunting,
1883-1974 explora el impacto de los factores históricos en la cacería de
cabezas practicada por los ilongot.
En segundo lugar, los jóvenes que han crecido experimentan un
período prolongado de conmoción personal, durante el cual no hay na-
da que deseen tanto como cortar la cabeza a un enemigo. Durante este
difícil período, buscan una compañera y contemplan la dislocación
traumática de su vida, al dejar a su familia de origen y entrar como ex-
traños a la familia de su esposa. Los hombres jóvenes lloran, cantan y
estallan de ira por su intenso deseo de cortar cabezas y llevar los aretes
rojos de cálao que adornan a los hombres que ya lo han hecho (tibi),
como dicen los ilongot. Volátiles, envidiosos, apasionados (al menos de
acuerdo con su propio estereotipo cultural, del joven soltero o buin-
taw), arden en deseos de cazar cabezas. Michelle y yo empezamos nues-
tro trabajo de campo con los ilongot apenas un año después de casados;
por ello, sentíamos simpatía por la turbulenta juventud. Su libro sobre
las ideas que tienen los ilongot sobre el individuo aborda la intensa ira
de los hombres jóvenes cuando llegan a su mayoría de edad.
En tercer lugar, los hombres mayores están posicionados de ma-
nera distinta a la de los más jóvenes. Como ya han decapitado a alguien,
pueden llevar los aretes de cálao que tanto codician los jóvenes. Su de-
seo de cazar cabezas proviene no tanto de los difíciles años de la adoles-
CULTURA Y VERDAD / 39

cencia cuanto de la profunda agonía que sienten por la pérdida de sus


familiares. Después de la muerte de alguna persona con quien guarda-
ban una estrecha relación, los mayores suelen imponerse votos de abs-
tinencia, los cuales no concluyen hasta el día en que participan con éxi-
to en una cacería de cabezas. Estas muertes pueden ir desde la muerte
literal, por causas naturales o por decapitación, hasta la muerte social,
que ocurre cuando la esposa huye con otro. En todos los casos, la ira
que nace de la devastadora pérdida de un ser querido anima el deseo de
cazar cabezas. Esta ira por el abandono es irreductible en cuanto nada
hay a un nivel más profundo que pueda explicarla. Aunque algunos
analistas estén en contra de este último análisis, la relación entre aflic-
ción, ira y cacería de cabezas no tiene otra explicación conocida.
Mi primera idea acerca de la cacería de cabezas practicada por
los ilongot ignoraba la importancia de cómo experimentan los hom-
bres mayores la pérdida y la ira, y no los jóvenes, porque son aquéllos
quienes ponen en movimiento el proceso de cacería. Su ira es intermi-
tente, mientras que la de los jóvenes es continua. En tal ecuación, los
hombres mayores son la variable, y los jóvenes, la constante. Desde el
punto de vista cultural, los hombres mayores tienen el conocimiento y
la resistencia, que sus menores aún no han logrado; por ello, cuidan de
éstos (saysay) y los guían (bukur) cuando van de cacería.
En una búsqueda preliminar de la literatura sobre cacería de ca-
bezas, descubrí que el levantamiento de las prohibiciones que impone
el luto, a menudo ocurre después de decapitar a alguien. La idea de que
la ira juvenil, así como la de los hombres mayores, les impulsa a cazar
cabezas es más posible que aquellas “explicaciones” que consideran es-
ta práctica como una necesidad de adquirir una “substancia espiritual”
o nombres personales24. Dado que la antropología rechaza correcta-
mente los estereotipos del “salvaje sediento de sangre”, es preciso inda-
gar cómo generan los cazadores de cabezas un intenso deseo de deca-
pitar a su prójimo. Las ciencias humanas deben explorar la fuerza cul-
tural de las emociones, con miras a delinear las pasiones que animan
ciertas formas de la conducta humana.

Resumen

El etnógrafo, como sujeto posicionado, comprende ciertos fenó-


menos humanos mejor que otros. El o ella ocupa una posición o loca-
40 / RENATO ROSALDO

lización estructural, y observa con una perspectiva específica. Conside-


re el lector, por ejemplo, la manera en que la edad, el sexo, el hecho de
ser un forastero y el estar asociado con un régimen neocolonial influ-
yen en lo que aprende el etnógrafo. La noción de posición también se
refiere a cómo las experiencias de vida permiten e impiden ciertos tipo
de explicación. En el caso que nos ocupa, nada había en mi experiencia
que me permitiera imaginar la ira que puede existir en el dolor por la
pérdida de un ser querido, hasta después de la muerte de Michelle Ro-
saldo en 1981. Sólo entonces me hallaba en posición de entender la
fuerza de lo que me dijeron en repetidas ocasiones los ilongot sobre la
aflicción, la ira y la cacería de cabezas. A su vez, los así llamados nativos
son también sujetos posicionados que tienen una particular mezcla de
comprensión y ceguera. Consideremos las posiciones estructurales de
los deudos, frente a aquellos individuos menos afectados por el deceso.
Mi discusión acerca de los trabajos antropológicos sobre la muerte a
menudo alcanzaba sus metas, simplemente al cambiar de posición en-
tre ambos grupos.
La profundidad cultural no siempre equivale a la elaboración
cultural. Por ejemplo, el lenguaje utilizado por un aventurero puede so-
nar elaborado, pero con seguridad no es profundo. La profundidad de-
be separarse de la elaboración. A su vez, las explicaciones simplistas
pueden ser vacías o densas. El concepto de fuerza llama la atención a
una prolongada intensidad en la conducta humana, que puede ocurrir
con o sin la densa elaboración, que suele estar asociada con la profun-
didad cultural. Aunque muestra relativamente poca elaboración en el
lenguaje, el canto o el ritual, la ira de los ilongot que han sufrido pérdi-
das importantes resulta de enormes consecuencias en cuanto, entre
otras cosas, les impulsa a decapitar a otros seres humanos. De modo que
la noción de fuerza involucra tanto la intensidad afectiva como impor-
tantes consecuencias que se presentan por un largo período de tiempo.
De la misma manera, los rituales no siempre encierran una pro-
funda sabiduría cultural. En ocasiones contienen la sabiduría de Polo-
nio. Aunque algunos rituales reflejan y crean valores últimos, otros
simplemente congregan a la gente y despliegan un conjunto de triviali-
dades que les permiten continuar con su vida. Los rituales sirven como
un vehículo de procesos que ocurren antes y después de éstos. Los ri-
tuales funerarios, por ejemplo, no “contienen” todos los complejos pro-
cesos del duelo. El ritual y el duelo no deben reducirse en una instan-
CULTURA Y VERDAD / 41

cia, porque ni se encierran ni se explican plenamente entre sí. Más bien,


los rituales suelen ser puntos a lo largo de un conjunto de trayectorias
procesuales más largas; de aquí nace mi imagen del ritual como una in-
tersección donde convergen distintos procesos vitales 25.
La idea del ritual como una intersección, anticipa el juicio críti-
co sobre el concepto de cultura que desarrollaremos en los siguientes
capítulos. A diferencia de las ideas clásicas, que consideran la cultura
como un todo autocontenido y compuesto de patrones coherentes,
propongo que la cultura puede ser entendida como un conjunto de in-
tersecciones más permeable, en el que convergen distintos procesos
que vienen desde dentro y de más allá de sus límites. Estos procesos he-
terogéneos suelen originarse a partir de diferencias de edad, sexo, cla-
se, raza y orientación sexual.
Este libro sostiene que un cambio fundamental en los estudios
culturales ha desgastado las concepciones de verdad y objetividad que
alguna vez fueron dominantes. La verdad del objetivismo -absoluto,
universal, atemporal- ha perdido su estatus de monopolio. Ahora com-
pite, en más o menos las mismas condiciones, con las verdades de es-
tudios de caso enmarcados en contextos locales, modelados por intere-
ses locales y matizados por percepciones locales. El programa previsto
para el análisis social ha cambiado de tal modo, que ahora incluye no
sólo verdades eternas y generaciones nomotéticas, sino también proce-
sos políticos, cambios sociales y diferencias humanas. Términos como
objetividad, neutralidad e imparcialidad se refieren a posiciones subje-
tivas que alguna vez tuvieron gran autoridad institucional, pero que no
son más o menos válidas que las de actores sociales menos indiferen-
tes, igualmente perceptivos y conocedores. El análisis social ahora debe
enfrentarse con el hecho de que sus objetos de análisis también son su-
jetos que analizan e interrogan críticamente a los etnógrafos, sus escri-
tos, su ética y su política.

Notas:

1. Al contrastar las formas de misticismo de Marruecos y de Java, Clifford Geertz


consideró necesario distinguir la “fuerza” de los patrones culturales de su “alcan-
ce” (Clifford Geertz, Islam Observer [New Haven, Conn.: Yale University Press,
1968]. Distinguía, así, la fuerza y el alcance: “Por ‘fuerza’ entiendo la minuciosi-
dad con la cual un patrón tal se internaliza en las personalidades de los indivi-
42 / RENATO ROSALDO

duos que lo adoptan, la centralidad o marginalidad que tiene en sus vidas”


(p.111). “Por otro lado, por ‘alcance’ me refiero a la gama de contextos sociales
dentro de los cuales las consideraciones religiosas se consideran como de más o
menos relevancia directa” (p.112). En sus últimos trabajos, Geertz desarrolló la
noción de alcance más que la de fuerza. A diferencia de Geertz, quien enfatiza
los procesos de internalización dentro de las personalidades individuales, yo uti-
lizo el término fuerza haciendo énfasis en el concepto del sujeto posicionado.
2. Los antropólogos han estudiado ampliamente el vocabulario de las emociones
en otras culturas (ver, p.ej., Hildred Geertz, “The Vocabulary of Emotion: A
Study of Javanese Socialization Processes”, Psychiatry 22(1959): 225-37). Ver un
reciente ensayo de revisión sobre los escritos antropológicos acerca de las emo-
ciones, en Catherine Lutz y Geoffrey M. White, “The Anthropology of Emo-
tions”, Annual Review of Anthropology 15(1986): 105-36.
3. Las dos etnografías sobre los ilongotes son de Michelle Rosaldo, Knowledge and
Passion: ilongot Notions of Self and Social Life (New York: Cambridge University
Press, 1980), y Renato Rosaldo, Ilongot Headhunting, 1883-1974: A study in So-
ciety and History (Standford, Calif: Standford University Press, 1980). Una beca
predoctoral de la National Science Foundation, las subvenciones National Scien-
ce Foundation Research Grants GS-1509 y GS-40788 y un premio Mellon Award
para el profesorado del tercer año de la Universidad de Standford financiaron
nuestra investigación de campo entre los ilongotes. En 1981, un Fulbright Grant
financió una estadía de dos meses en las Filipinas.
4. Para que no parezca completamente inconveniente la hipótesis que Insan recha-
zó, deberíamos mencionar que al menos un grupo sí vincula una versión de la
teoría del intercambio a la cacería de cabezas. Peter Metcalf informa que entre
los Berawan de Borneo “la muerte tiene una cualidad de reacción en cadena. Hay
un considerable temor de que, salvo que se haga algo para romper la cadena, la
muerte seguirá a la muerte. La lógica de esto es ahora sencilla: el alma inquieta
mata y crea así más almas inquietas” (Peter Metcalf, A Borneo Journey into Death:
Berawan Eschatology from Its Rituals [Philadelphia: University of Pennsylvania
Press, 1982], p.127).
5. R. Rosaldo, ilongot Headhunting , 1883-1974, p.286.
6. Ibid., p.288.
7. M. Rosaldo, Knowledge and Passion , p.33.
8. Ver A. R. Radcliffe-Brown, Structure and Function in Primitive Society (London:
Cohen and West, Ltd., 1952), pp. 133-52.
Para un debate más amplio sobre las “funciones” del ritual, ver los ensayos de
Bronislaw Malinowski, A. R. Radcliffe-Brown y George C. Homans, en Reader in
Comparative Religion: An Anthropological Approach (4a ed.), ed. William A. Les-
sa y Evon Z. Vogt (New York: Harper and Row, 1979), pp.37-62.
9. Max Weber, The Protestant Ethic and the Spirit of Capitalism (New York: Charles
Scribner’s Sons, 1958).
10. Un antecedente clave para lo que he llamado el “sujeto posicionado” está en Al-
fred Schutz, Collected Papers , Vol.1, The Problem of Social Reality, con la edición
e introducción de Maurice Natanson (The Hague: Martinus Nijhoff, 1971). Ver
CULTURA Y VERDAD / 43

también, por ej., Aaron Cicourel, Method and Measurement in Sociology (Glen-
coe, Ill.: The Free Press, 1964) y Gerald Berreman, Behind Many Masks: Ethno-
graphy and Impression Management in a Himalayan Village, Monograph No. 4
(Ithaca, N.Y.: Society for Apllied Anthropology, 1962). Ver un temprano artícu-
lo antropológico sobre cómo los sujetos diferentemente posicionados interpre-
tan la “misma” cultura de maneras diferentes, en John W. Bennet, “The Interpre-
tation of Pueblo Culture”, Southwestern Journal of Anthropology 2 (1946): 361-
74.
11. Clifford Geertz, The Interpretation of Cultures (New York: Basic Books, 1974) y
Local Knowledge: Further Essays in Interpretative Anthropology (New York: Basic
Books, 1983).
12. Aunque la ira aparece con tanta frecuencia en el duelo como para ser práctica-
mente universal, sí se dan algunas notables excepciones. Por ejemplo, Clifford
Geertz describe así los funerales en Java: “El ambiente de un funeral en Java no
es de duelo histérico, sollozos incontrolables y hasta gritos formalizados de aflic-
ción por la partida del difunto. Más bien, es un dejar pasar las cosas calmada y
casi lánguidamente, sin demostraciones emocionales; una breve renuncia ritua-
lizada de una relación que ya no es posible” (Geertz, The Interpretation of Cul-
tures, p.153). Desde una perspectiva intercultural, la ira en la aflicción se presen-
ta a sí misma en diferentes grados (incluido el cero), en diferentes formas y con
diferentes consecuencias.
13. La noción que tienen los ilongot sobre la cólera (liget) se considera peligrosa en
sus excesos violentos, pero también realzadora de la vida, en el sentido de que,
por ejemplo, proporciona energía para trabajar. Ver la amplia exposición de M.
Rosaldo, en Knowledge and Passion.
14. William Douglas, Death in Murelaga: Funerary Ritual in a Spanish Basque Villa-
ge (Seattle: University of Washington Press, 1969); Richard Hungtington y Peter
Metcalf, Celebrations of Death: The Anthropology of Mortuary Ritual (New York:
Cambridge University Press, 1979); Metclaf, A Borneo Journey into Death.
15. Douglas, Death in Murelaga, p. 209.
16. Ibid., p.19.
17. Simone de Beauvoir, A Very Easy Death (Harmondsworth, United Kingdom:
Penguin Books, 1969).
18. Douglas, Death in Murelaga, p.75.
19. Godfrey Wilson, Nyayusa Conventions of Burial (Johannesburg: The University
of Witwatersrand Press, 1939), pp. 22-23. (Reprinted from Bantu Studies.)
20. Ibid., p.13.
21. En su revisión de los trabajos sobre la muerte, publicados durante los años 60,
por ejemplo, Johannes Fabian encontró que las cuatro revistas antropológicas
más importantes sólo contenían nueve artículos sobre el tema, la mayoría de los
cuales “trataban solamente de los aspectos puramente ceremoniales de la muer-
te ” (Johannes Fabian, “How Others Die - Reflections on the Anthropology of
Death”, en Death in American Experience, ed. A. Mack [New York: Schocken,
1973], p.178).
22. Hungtington y Metcalf, Celebrations of Death, p.1.
44 / RENATO ROSALDO

23. Es discutible que el ritual funciona de diferente manera para los más afligidos
por una muerte en concreto, que para los menos afligidos por ella. Los funera-
les pueden distanciar a los primeros de sobrecogedoras emociones, mientras que
pueden llevar a los segundos a sentir más de cerca fuertes emociones (Ver T.J.
Scheff, Catharsis in Healing, Ritual, and Drama [Berkerley: University of Califor-
nia Press, 1979]. Tales asuntos pueden investigarse mediante la noción del suje-
to posicionado.
24. Para una exposición de los motivos culturales que tiene la cacería de cabezas, ver
Robert McKinley, “Human and Proud of It! A Structural Treatment of Head-
hunting Rites and the Social Definition of Enemies”, in Studies in Borneo Socie-
ties: Social Processes and Anthropological Explanation, ed. G. Appel (DeKalb, Ill.:
Center for Southeast Asian Studies, Northern Illinois University, 1976), pp. 92-
126; Rodney Needham, “Skulls and Causality”, Man 11 (1976): 71-88; Michelle
Rosaldo, “Skulls and Causality”, Man 12 (1977): 168-70.
25. Pierre Bourdieu, Outline of a Theory of Practice (New York: Cambridge Univer-
sity Press, 1977), p.1
PRIMERA PARTE
CRITICA
1 | EL DESGASTE DE LAS
NORMAS CLÁSICAS

La antropología nos invita a ampliar nuestro sentido de las po-


sibilidades humanas, mediante el estudio de otras formas de vida. Esta,
a diferencia del aprendizaje de otra lengua, requiere tiempo y pacien-
cia. No hay atajos. Por ejemplo, no podemos utilizar nuestra imagina-
ción para inventar otros mundos culturales. Incluso los así llamados
reinos de pura libertad, nuestra fantasía y nuestros “pensamientos más
profundos”, son producidos y están limitados por nuestra propia cul-
tura local. La imaginación humana está formada culturalmente, al
igual que las distintas maneras de tejer, llevar a cabo un ritual, educar
a los hijos, llorar o curar; son propias de ciertas formas de vida, se tra-
te de balineses, angloamericanos, nyakyusa o vascos.
La cultura, otorga importancia a la experiencia humana, al se-
leccionar a partir de ella y organizarla. En general, se refiere a las for-
mas en las cuales la gente da sentido a su vida, más que a la ópera o a
los museos de arte. No habita en un mundo aparte, como por ejemplo,
la política o la economía. Desde las piruetas del ballet clásico hasta los
hechos más manifiestos, toda la conducta humana está mediada cultu-
ralmente. La cultura reúne la vida cotidiana y lo esotérico, lo munda-
no y lo insigne, lo ridículo y lo sublime. La cultura es ubicua, ni supe-
rior ni inferior.
La transferencia cultural nos exige que intentemos entender
otras formas de vida en sus propios términos. No debemos imponer
nuestras categorías a la vida de otra gente, porque es probable que no
sean aplicables, al menos no sin una seria revisión. Podemos aprender
48 / RENATO ROSALDO

acerca de otras culturas sólo leyendo, escuchando o estando allí. Aun-


que a menudo resultan extrañas, burdas para los forasteros, las prácti-
cas informales de la vida cotidiana tienen sentido en su propio contex-
to y en sus propios términos. Los seres humanos no pueden dejar de
aprender la cultura o las culturas de los lugares en los que crecen. Un
neoyorquino transferido en su nacimiento a la isla de Tikopia, en el Pa-
cífico, se volverá un tikopiano, y viceversa. Las culturas se aprenden, no
están codificadas genéticamente.
Permítame el lector referirme a una serie de anécdotas ilustrati-
vas acerca de los canes y los niños, con el propósito de discutir dos con-
cepciones distintas respecto a la tarea de los estudios culturales. Para
empezar en la misma Norteamérica, la mayoría de los angloamericanos
consideran que los perros son mascotas domésticas, animales que se
deben alimentar, cuidar y tratar con cierto afecto. La mayoría de fami-
lias con perros tienen uno o tal vez dos. Las relaciones entre los angloa-
mericanos y sus perros no son del todo distintas a sus relaciones con los
niños. Se trata a las mascotas con impaciencia, indulgencia y afecto.
Los ilongot de Luzón, en Filipinas, también tienen perros, pero
perderíamos mucho de la traducción si decimos simplemente que el
término ilongot para perro es atu, y nada más. En este caso, gran parte
de lo que pensamos acerca de las relaciones entre perros y seres huma-
nos sería incorrecto. Por ejemplo, los ilongot creen que es importante
mencionar que, a diferencia de sus vecinos, ellos no comen a sus perros.
El sólo hecho de pensarlo es aberrante. Además, no uno, ni dos, sino de
ocho a quince canes comparten el mismo techo con una familia que vi-
ve en casas sin divisiones. Entre los ilongot, los perros son utilizados en
la caza; son animales descarnados, aunque de extraordinaria fuerza; a
diferencia de otros animales domésticos (excepto los cerdos), se los ali-
menta con alimentos cocidos, generalmente camotes y vegetales. Los
ilongot consideran que los perros son animales útiles, no mascotas. Si
un perro queda mal herido en una cacería, su dueño le corta la cabeza
y regresa a casa con lágrimas de ira y frustración; le preocupa no saber
cómo reemplazará a su perro, pero tampoco muestra afecto por el ani-
mal. En cambio, la enfermedad de un cerdito conmueve tanto a su due-
ño que derrama lágrimas, acompañadas de arrullos, caricias y lenguaje
infantil. En este caso, nuestra idea de mascota se aplica más a las rela-
ciones de los ilongot con sus cerditos que con sus perros. Incluso el tér-
mino ilongot bilek se aplica no sólo a las mascotas (cerdos pequeños,
CULTURA Y VERDAD / 49

pero no muñecas), sino también a las plantas domésticas y a los jugue-


tes de los niños.
Este contraste entre la actitud de los ilongot y los angloamerica-
nos hacia los perros sigue el estilo antropológico de análisis, cuya prin-
cipal representante es Ruth Benedict y su obra Patterns of Culture1. De
acuerdo con el estilo clásico, cada modelo cultural es único y autocon-
tenido, como si fuera un diseño en un caleidoscopio. Debido a que la
variedad de posibilidades humanas es tan grande, no podemos prede-
cir modelos culturales de un caso a otro; sólo podemos decir que en
ningún caso concordarán. La mascota de una cultura será el medio de
producción en otra; un grupo adulará a las muñecas, mientras otro a
los cerditos. Donde un grupo ve el valor sentimental, otro encuentra el
valor utilitario.
Aunque la visión clásica de los modelos culturales únicos ha re-
sultado ser de gran importancia, también tiene serias limitaciones.
Otorga demasiada importancia a los modelos compartidos, en perjui-
cio de procesos de cambio e inconsistencias internas, conflictos y con-
tradicciones2. Al definir la cultura como un conjunto de significados
compartidos, las normas clásicas de análisis dificultan el estudio de zo-
nas de diferencia, tanto dentro de las culturas como entre ellas3. Desde
la perspectiva clásica, los límites culturales resultan excepciones per-
turbadoras, en lugar de importantes áreas de investigación.
Las normas clásicas de análisis social están condicionadas por
un mundo cambiante y se han ido desgastando desde finales de los
años sesenta, y han dejado el campo antropólogico en una crisis crea-
tiva de reorientación y renovación. Los cambios en el pensamiento so-
cial han vuelto cada vez más urgentes las cuestiones relativas al conflic-
to, el cambio y la desigualdad. Los analistas ya no buscan armonía y
consenso en la exclusión de las diferencias y sus inconsistencias. Para el
análisis social, los límites culturales han pasado desde los márgenes
hacia el centro. En ciertos casos, estos límites son literales. Las ciudades
de todo el mundo abrigan hoy cada vez más minorías raciales, étnicas,
lingüísticas, religiosas, sexuales, clasistas. El encuentro con la diferencia
atraviesa toda la vida cotidiana moderna en los ambientes urbanos.
Personalmente, debo decir que crecí oyendo hablar español a mi
padre, e inglés a mi madre. Considere el lector cuán pertinente fue, des-
de un punto de vista cultural, la reacción de mi padre, nacido y educa-
do en México, cuando llevó a mi perro Chico al veterinario, a finales de
50 / RENATO ROSALDO

los años cincuenta. Al llegar a casa con Chico, en un estado de ánimo


que combinaba el dolor con la diversión, riendo a más no poder, mur-
muró algo así como “¿y después, en qué pensarán estos americanos?”
Más tarde, nos explicó que al entrar a la oficina del veterinario una en-
fermera vestida de blanco le saludó en la puerta, le pidió que se sentara,
sacó un formulario y le preguntó: “¿cuál es el nombre del paciente?” En
opinión de mi padre, ningún mexicano llegaría jamás a confundir a un
perro con una persona. Para él, era impensable que una clínica para pe-
rros se asemejara en algo a una clínica para seres humanos, con sus en-
fermeras de blanco y sus formularios para los “pacientes”4. El choque
cultural y social le produjo un agudo caso de histeria. Sin embargo, el
concepto clásico de cultura busca afanosamente lo “mexicano” y lo “an-
gloamericano”, y otorga escasa importancia a los trastornos mundanos
que con tanta frecuencia irrumpen en los límites socioculturales.
Las zonas limítrofes aparecen no sólo en las fronteras de unida-
des culturales oficialmente reconocidas, sino también en intersecciones
menos formales, como las de género, edad, estatus y experiencias de vi-
da particulares. Después de la muerte de Michelle Rosaldo, por ejem-
plo, descubrí de un día para otro “la invisible comunidad de los deu-
dos”, frente a la de aquéllos que no habían sufrido mayores pérdidas.
Igualmente, mi hijo, Manny, encontró un límite interno no marcado,
cuando dejó su grupo de juegos, en el que sus actividades diarias casi
no estaban organizadas, y entró en una guardería, poco después de
cumplir su tercer año de vida. Cruzar esta barrera resultó tan traumá-
tico para él, que día tras días llegaba a casa con lágrimas en los ojos. Nos
rompimos la cabeza intentando descifrar lo que pasaba, hasta la noche
en que nos contó los acontecimientos diarios como una sucesión de
“tiempos”: tiempo de estar en grupo, tiempo de comer refrigerios,
tiempo de tomar una siesta, tiempo de jugar y tiempo de almorzar. En
otras palabras, estaba sufriendo las consecuencias de atravesar la fron-
tera entre un mundo con días de juego relativamente libres y otro dis-
ciplinado, muy diferente del que había conocido. En otra ocasión,
cuando entró al jardín, le ordenamos que evitara a todo tipo de extra-
ños, sobre todo a aquéllos que ofrecen caramelos, paseos, o incluso que
quieren hacer amistad. Poco después, en un cine, miró a la audiencia a
su alrededor y dijo: “Buena suerte. No hay extraños aquí”. Para él, los
extraños eran malos a simple vista, ladrones enmascarados y no gente
simplemente desconocida. El concepto cultural de “extraño”, evidente-
CULTURA Y VERDAD / 51

mente, sufrió ciertos cambios cuando atravesó el límite invisible que


separa a los profesores de sus estudiantes.
Todos nosotros cruzamos estas fronteras sociales en la vida dia-
ria. Incluso la así llamada unidad constitutiva de la sociedad, la familia
nuclear, está atravesada por diferencias de sexo, generación y edad.
Consideremos los distintos mundos por los que transitamos en la vida
diaria: el hogar, el restaurante, la oficina, las aventuras en “consumo-
landia”, y una variedad de relaciones que van desde la intimidad al
compañerismo colegial, la amistad y la enemistad. Los encuentros con
similitudes y diferencias culturales pertenecen a nuestra experiencia
mundana, no a un dominio especializado de investigación dentro de
un departamento de antropología. Sin embargo, las normas clásicas de
la antropología han prestado más atención a la unidad de los conjun-
tos culturales que a sus miles de intersecciones y fronteras.
El siguiente es un cuento mítico acerca del nacimiento del con-
cepto antropológico de cultura y su materialización en la etnografía
clásica. El uso de la caricatura me facilita el trabajo, porque caracteriza
claramente, con miras no a preservar sino a transformar la realidad que
describe. Esta “historia instantánea” describe percepciones actuales de
normas disciplinarias que han orientado la enseñanza hasta finales de
los años sesenta (y en algunos sectores, continúan haciéndolo) más que
las complejidades actuales de la investigación pasada5. Estas percepcio-
nes constituyen el punto de partida, según el cual los actuales esfuerzos
experimentales procuran rehacer la etnografía como una forma de aná-
lisis social. Sin más, escuchemos la historia del “Etnógrafo Solitario”.

El nacimiento de las normas clásicas

Érase una vez Etnógrafo Solitario, que viajó desde muy lejos,
hasta donde el sol se oculta, en busca de “su nativo”. Después de una se-
rie de pruebas, encontró finalmente lo que buscaba en una tierra dis-
tante. Allí tuvo su rito de paso, y soportó las últimas ordalías del “tra-
bajo de campo”. Después de recoger “los datos”, el Etnógrafo Solitario
regresó a casa y escribió un informe “verdadero” de “la cultura”.
Sea que odiara, tolerara, respetara, se hiciera amigo o se enamo-
rara de “su nativo”, el Etnógrafo Solitario era cómplice, quiéralo o no,
del dominio imperialista de su época. La máscara de inocencia del Et-
52 / RENATO ROSALDO

nógrafo Solitario (o como él mismo dice, su “imparcialidad desintere-


sada”) apenas ocultaba su función ideológica, en la perpetuación del
control colonial de pueblos y lugares “distantes”. Sus escritos represen-
taban los objetos humanos de la empresa global de la misión civiliza-
dora, como si fueran recipientes ideales del bagaje del hombre blanco.
Etnógrafo Solitario describió a los colonizados como miembros
de una cultura armoniosa, internamente homogénea y estática. Al ha-
cerlo, la cultura parecía “necesitar” progreso, progreso económico y
moral. Además, “la cultura tradicional atemporal” servía como una re-
ferencia autocomplaciente, en relación con la cual la civilización occi-
dental podía medir su progresiva evolución histórica. El viaje hacia la
civilización se entendía más como una elevación que como una caída,
un proceso de superación y no de degradación (un viaje largo y arduo
hacia arriba, un viaje que culmina en “nosotros”).
En el pasado mítico, una estricta división del trabajo separaba al
Etnógrafo Solitario de “su nativo”. Por definición, Etnógrafo Solitario
sabía leer y escribir, y “su nativo”, no. De acuerdo con las normas del
trabajo de campo, “su nativo” hablaba y Etnógrafo Solitario registraba
“palabras” en sus “notas de campo”6. Según las normas imperialistas,
“su nativo” le proporcionaba la materia prima (“los datos”) que debía
procesar en la metrópolis. Después de regresar al centro metropolitano
donde fue educado, Etnógrafo Solitario escribió su trabajo final.
El sagrado legado que Etnógrafo Solitario heredó a sus sucesores
incluye la complicidad con el imperialismo, un compromiso con el ob-
jetivismo y una creencia en el monumentalismo. El contexto del impe-
rialismo y el gobierno colonial dieron forma al monumentalismo de re-
señas sin tiempo sobre culturas homogéneas, y al objetivismo de una
división estricta del trabajo entre el etnógrafo “objetivo” y “su nativo”.
Las prácticas claves así transmitidas pueden resumirse bajo el término
de trabajo de campo, que a menudo se considera como una iniciación
en los misterios del conocimiento antropológico. El resultado del tra-
bajo de Etnógrafo Solitario, la etnografía, parecía un medio transpa-
rente. Describía una “cultura” lo suficientemente congelada para ser
objeto de conocimiento “científico”. Este género de descripción social
se convirtió, junto con la cultura que describía, en un artefacto digno
de las grandes colecciones museísticas.
El mito del Etnógrafo Solitario describe el nacimiento de la et-
nografía, un género de descripción social. Al utilizar modelos tomados
CULTURA Y VERDAD / 53

de la historia natural, estas reseñas solían tener un sentido ascendente,


desde el medio ambiente y la subsistencia, pasando por la familia y el
parentesco, a la religión y la vida espiritual. Producidas por y para es-
pecialistas, las etnografías aspiraban a la representación holística de
otras culturas; retrataban otras formas de vida, como totalidades. Las
etnografías eran almacenes de información supuestamente incontro-
vertibles, que más tarde serían examinados por teóricos de escritorio,
ocupados en estudios comparativos. Al parecer este género nos recuer-
da a un espejo que refleja otras culturas como “realmente” son.
Así como la rutina sigue al carisma y la codificación al entendi-
miento, la época teórica de Etnógrafo Solitario dio paso al período clá-
sico (digamos, para no ser imprecisos, pero con burlona precisión, en-
tre 1921-1971). Durante ese período, la idea objetivista dominante de
la disciplina afirmaba que la vida social era fija y obligatoria. En su re-
ciente etnografía, por ejemplo, la antropóloga Sally Falk Moor subraya
la claridad absoluta y la certidumbre del programa de investigación ob-
jetivista: “Hace una generación, la sociedad era un sistema. La cultura
tenía un modelo. El postulado de un todo coherente que podía ser des-
cubierto pedazo a pedazo sirvió para expandir la importancia de cada
particularidad observada”7. Los fenómenos que no pueden ser consi-
derados como sistemas o modelos, al parecer no pueden ser analizados;
son excepciones, ambigüedades o regularidades. No tienen interés teó-
rico porque no pueden ser parte del programa de investigación. Al asu-
mir las respuestas a las preguntas que se debían haber hecho, la disci-
plina afirma que las así llamadas sociedades tradicionales no cambian8.
Los etnógrafos clásicos, en particular en Gran Bretaña, suelen conside-
rar al sociólogo francés Emile Durkheim como su “padre fundador”. En
esta tradición, la cultura y la sociedad determinan las personalidades y
la conciencia individual; ambas gozan del estatus objetivo de los siste-
mas. Al estilo de una gramática, son autónomas, independientes de los
individuos que siguen sus reglas. Después de todo, como individuos,
nosotros no inventamos las herramientas que utilizamos o las institu-
ciones en las que trabajamos. Como las lenguas que hablamos, la cul-
tura y la estructura social ya existían antes, durante y después de cual-
quier vida individual. Aunque las ideas de Durkheim tienen un mérito
innegable, demuestran ser demasiado apresuradas en cuanto a los pro-
cesos de conflicto y cambio.
54 / RENATO ROSALDO

Junto con el objetivismo, el período clásico codificaba una no-


ción de monumentalismo. Hasta hace poco, de hecho, yo mismo acep-
taba sin mayor reflexión el dogma monumentalista de que la etnogra-
fía descansa sobre el sólido cimiento de las “etnografías clásicas”. Por
ejemplo, recuerdo que hace algunos años, durante una noche de nebli-
na, iba conduciendo en compañía de un físico por el estrecho monta-
ñoso de la ruta 17, entre Santa Cruz y San José. Ambos nos sentíamos
preocupados por el clima y también algo aburridos, de modo que em-
pezamos a discutir sobre nuestros respectivos campos de estudio. Mi
compañero me preguntó, como sólo un físico podía hacerlo, qué ha-
bían descubierto los antropólogos.
¿Descubierto?, pregunté, fingiendo sorpresa. Por un momento
me mostré indeciso; ya se me ocurriría algo.
“Sí, tú sabes, algo como las propiedades o las leyes de otras cul-
turas”.
“¿Quieres decir algo como e=mc2?”
“Exactamente”, dijo.
Repentinamente, me vino la inspiración y recuerdo haber dicho
algo como esto: “Hay una cosa que sabemos con seguridad. Todos co-
nocemos una buena descripción cuando la vemos. No hemos descu-
bierto leyes culturales, pero sabemos que hay etnografías clásicas, des-
cripciones realmente contundentes de otras culturas”.
Las obras clásicas servían de modelos para la inspiración de los
etnógrafos. Los clásicos se consideraban descripciones culturales ejem-
plares, mapas de investigaciones pasadas y al mismo tiempo modelos
para investigaciones futuras. De hecho, eran la única cosa que conocía-
mos con seguridad, especialmente cuando nos veíamos asediados por
un físico inquisidor. Los principales antropólogos continúan rezando el
credo monumentalista de que las teorías nacen y mueren, pero que las
buenas descripciones etnográficas representan logros duraderos. R.O.
Beidelman, por ejemplo, dice en la introducción de su último trabajo
etnográfico: “Las teorías pueden cambiar, pero la etnografía sigue ocu-
pando el núcleo de la antropología; es la prueba y la medida de toda
teoría”9. En efecto, las etnografías clásicas han resultado duraderas en
comparación con la corta vida de las escuelas del pensamiento, tales co-
mo el evolucionismo, el difusionismo, cultura y personalidad, el fun-
cionalismo, la etnociencia y el estructuralismo.
CULTURA Y VERDAD / 55

Para anticipar la discusión de las siguientes páginas, cabe men-


cionar que el monumentalismo mezcla un proyecto analítico más o
menos compartido y en continuo cambio con una lista canónica de et-
nografías clásicas. Aun si aceptáramos que el núcleo de la disciplina re-
side en sus “clásicos”, no se sigue de ello, como una base sólida, que es-
tas apreciadas obras siguen siendo las “mismas”. Los practicantes cons-
tantemente las reinterpretan a la luz de los nuevos proyectos teóricos y
las reanalizan según las nuevas evidencias disponibles. Desde el punto
de vista de su recepción, los artefactos culturales que llamamos etno-
grafías sufren un cambio constante, a pesar de que, como textos verba-
les, son fijos.
La investigación de los temas teóricos que surgen de los estudios
etnográficos y se materializan en ellos es el propósito de este libro.
Opino que los experimentos actuales con la etnografía reflejan y con-
tribuyen a un programa interdisciplinario permanente, que ha ido
transformando el pensamiento social. La reconstrucción del análisis
social proviene de los movimientos políticos e intelectuales que nacie-
ron durante el nuevo período postcolonial intensamente imperialista,
de finales de los años sesenta. En este contexto, ciertos pensadores so-
ciales reorientaron sus programas teóricos sobre la base de variables
discretas y generalizaciones nomotéticas, en busca de la interacción de
diferentes factores, conforme se desarrollan en casos específicos.

La política de la reconstrucción del análisis social

Si el período clásico reunió el legado de Etnógrafo Solitario -la


complicidad con el imperialismo, la doctrina del objetivismo y el cre-
do monumentalista-, la turbulencia política de finales de los sesenta y
principios de la década siguiente inició un proceso aclaratorio y de ree-
laboración, que continúa hasta la fecha. De manera semejante a las reo-
rientaciones en otros campos y en otros países, el ímpetu inicial por el
desplazamiento conceptual en la antropología fue la poderosa coyun-
tura histórica de la descolonización y la intensificación del imperialis-
mo norteamericano. Este desarrollo condujo a una serie de movimien-
tos, desde la lucha por los derechos civiles hasta la movilización en con-
tra de la Guerra de Vietnam. Durante este período, el tono político en
56 / RENATO ROSALDO

las universidades norteamericanas estuvo marcado por demostraciones


y huelgas.
Durante esta etapa, las reuniones anuales de la Asociación An-
tropológica Americana se convirtieron en un campo de batalla, en don-
de se debatían los temas más importantes de la actualidad. La investiga-
ción antropológica en Chile y Tailandia fue atacada desde el interior por
su posible utilización contra los sectores insurgentes. En otros lugares,
los nativos empezaron a acusar a los antropólogos de realizar investiga-
ciones que no servían para ofrecer resistencia a la opresión; en fin, los
acusaban de escribir de una forma que perpetuaba los estereotipos.
La Nueva Izquierda en los Estados Unidos ayudó a crear un es-
pectro de movimientos políticos que respondía a grupos imperialistas
internos, que se organizaban alrededor de formas de opresión basadas
en el género, las preferencias sexuales y la raza. Las mujeres, por ejem-
plo, empezaron a organizarse porque, entre otras razones, la Nueva Iz-
quierda las colocaba a menudo en posiciones secretariales y no de lide-
razgo. Pero como se dieron cuenta inmediatamente las primeras femi-
nistas, el sexismo no sólo inundaba la Nueva Izquierda en sus fases ini-
ciales, sino toda la sociedad. El racismo y la homofobia tuvieron el mis-
mo efecto en otros sectores de la sociedad. El llamado a un análisis so-
cial, que otorgara la debida importancia a las aspiraciones y demandas
de grupos que la ideología nacional dominante generalmente conside-
raba como marginados, lo lanzaron la contra-cultura, el ambientalis-
mo, el feminismo, los movimientos de homosexuales y lesbianas, el
movimiento de nativos norteamericanos, y las luchas de blancos, chi-
canos y portorriqueños10.
La visión que tengo respecto a las posibilidades y los fracasos de
la antropología está dada por mi participación en el movimiento chi-
cano, gracias al cual entendí que era necesario prestar mucha atención
a las percepciones y aspiraciones de los grupos subordinados. Mis inte-
reses abarcan el cambio histórico, las diferencias culturales y la desi-
gualdad social. La historia etnográfica, la traducción cultural y el criti-
cismo social ahora aparecen entrelazados como campos de estudio, lle-
nos de imperativos éticos.
La transformación de la antropología demostró que la noción
de cultura estática y homogénea no sólo era equivocada, sino también
relevante (para utilizar una palabra actual)11. Los marxistas y otros
grupos de discusión dieron a conocer sus ideas. Temas tales como la
CULTURA Y VERDAD / 57

conciencia política y la ideología pasaron a primer plano. Averiguar có-


mo la gente construye sus propias historias y cómo funciona el juego
de dominio y resistencia fueron asuntos más importantes que las dis-
cusiones académicas en torno a la conservación del sistema y la teoría
del equilibrio. Hacer una antropología comprometida tenía más senti-
do que intentar mantener la ficción del analista como un observador
imparcial. Lo que alguna vez fue un tema pasado de moda, a saber, la
emancipación humana, empezó a sonar con más insistencia.
La reorientación de la antropología formó parte de una serie de
movimientos sociales mucho más amplios y reformulaciones intelec-
tuales. En su libro The Restructuring of Social and Political Theory, por
ejemplo, Richard Berstein atribuye la reorientación del pensamiento
social norteamericano, después de finales de los años sesenta, en gran
parte a la renovación de corrientes intelectuales otrora rechazadas. En-
tre dichas corrientes, Berstein incluye la filosofía lingüística, la historia
y la filosofía de la ciencia, la fenomenología, la hermenéutica y el Mar-
xismo12. Berstein atribuye estos cambios en el proyecto del análisis so-
cial a las perspectivas críticas desarrolladas por jóvenes académicos que,
en calidad de antiguos líderes estudiantiles, descubrieron que su crítica
de la sociedad también les obligaba a lanzar agudos reparos a sus disci-
plinas de estudio. Aunque educada dentro de los métodos más avanza-
dos de investigación formal del momento, la nueva generación de estu-
diantes ejercía su crítica desde dentro, cosa que resultó ser muy efectiva,
ya que ésta iba dirigida a profesionales plenamente formados que de
otra forma habrían repelido los ataques desde más allá de las fronteras
disciplinarias, al calificar la crítica de defectuosa o llena de prejuicios.
En el interior de la antropología, Clifford Geertz habló con gran
elocuencia acerca de la “reconfiguración del pensamiento social” desde
finales de los años sesenta. Los científicos sociales, según Geertz, han
desviado cada vez más su atención de las leyes explicativas generales a
casos individuales y su respectiva interpretación. Para alcanzar sus ob-
jetivos, han diluido las fronteras entre las ciencias sociales y las huma-
nidades. Sus formas de descripción social utilizan inclusive palabras
claves tomadas de las humanidades: texto, historia y drama social. Des-
pués de caracterizar los cambios que actualmente están operándose en
las ciencias humanas, Geertz sostiene que los supuestos del objetivismo
acerca de la teoría, el lenguaje y la imparcialidad, ya no son válidos por
la manera en que el análisis social ha modificado su programa:
58 / RENATO ROSALDO

“Se están desafiando algunos supuestos de las ciencias socia-


les tradicionales. La separación estricta de la teoría y los datos, la
idea del ‘hecho puro’; el esfuerzo por crear un vocabulario formal
de análisis exento de toda referencia subjetiva, la idea del ‘lengua-
je ideal’; la neutralidad moral y la visión olímpica, la ‘verdad de
Dios’ -ninguna de estas ideas puede prosperar, cuando considera-
mos que la explicación procura conectar la acción con su sentido y
no la conducta con sus determinantes. La reconfiguración de la teo-
ría social representa un cambio, no tanto en nuestra idea de lo que
es el conocimiento, cuanto en lo que queremos conocer”13.

De acuerdo con Geertz, las ciencias sociales han sufrido profun-


dos cambios en su concepción (a) del objeto de análisis, (b) del lengua-
je de análisis y (c) de la posición del analista. El ideal otrora dominan-
te de un observador imparcial que utiliza un lenguaje neutral para ex-
plicar datos “puros” ha sido desplazado por un proyecto alternativo que
intenta comprender la conducta humana según se desarrolla a través
del tiempo y en relación con su significado para los actores.
La tarea pendiente es difícil. Tanto los métodos como la asigna-
tura de estudios culturales han sufrido grandes cambios, conforme su
proyecto analítico ha dado un nuevo giro. La cultura, la política y la his-
toria se han entrelazado, pasando a un primer plano que no ocupaban
durante el período clásico. Este nuevo giro ha transformado la tarea de
la teoría, la que ahora debe atender asuntos conceptuales que vieron la
luz gracias al estudio de casos particulares, y no restringirse a la bús-
queda de generalizaciones.
La “reconfiguración del pensamiento social” ha coincidido con
una crítica de las normas clásicas y un período de experimentación en
la forma de hacer etnografía. Al hablar apasionadamente de un “mo-
mento experimental”, un grupo de antropólogos ha optado deliberada-
mente por una nueva forma literaria14. Sus escritos celebran las posibi-
lidades creativas que se han abierto, gracias a la nueva flexibilidad de
los códigos que gobernaban la producción de etnografías durante el pe-
ríodo clásico. Sin embargo, más que un caso de pura experimentación
sin ningún otro fin, o el hecho de quedar atrapado entre los paradig-
mas de investigación, el actual “momento experimental” de la etnogra-
fía es el producto de cuestiones éticas y analíticas permanentes mas no
transitorias15. Los cambios en las relaciones globales de dominio han
CULTURA Y VERDAD / 59

condicionado tanto el pensamiento social como la etnografía experi-


mental.
La descolonización y la intensificación del imperialismo han he-
cho que, desde finales de los sesenta, el análisis social modifique su pro-
grama de investigación; este cambio, a su vez, ha ocasionado una crisis
en la etnografía. La dificultades que surgen al intentar utilizar formas
etnográficas clásicas para nuevos programas de investigación crean
problemas conceptuales, que a su vez, requieren una ampliación de los
modos de composición etnográfica. El “momento experimental” de la
etnografía y la reconstrucción del análisis social están íntimamente re-
lacionados. El análisis social ha buscado nuevas formas de escritura,
porque ha cambiado sus temáticas principales y lo que tiene que decir
acerca de ellas.

La reconstrucción de la etnografía como una forma de análisis


social

Posiblemente, la etnografía ha sido la contribución más impor-


tante que ha hecho la antropología cultural al conocimiento. La des-
cripción social fuera del campo de la antropología ha utilizado y refor-
mado la técnica etnográfica en sus formas de representación documen-
tal. James Clifford, por ejemplo, ha dicho muy convincentemente que
la etnografía se ha convertido en el punto neurálgico de “un fenómeno
interdisciplinario emergente” en los estudios culturales descriptivos y
analítico, fenómeno que abarca campos variados, que van desde la et-
nografía histórica a la crítica cultural, y del estudio de la vida cotidia-
na a la semiótica de lo fantástico16. En mi opinión, aún la extensa lista
de estudios culturales que menciona Clifford debe ir más allá de las
fronteras académicas hasta cubrir áreas conformadas por una sensibi-
lidad etnográfica, como los documentales y los ensayos fotográficos, el
nuevo periodismo, los docudramas televisados y algunas novelas histó-
ricas. Como forma de comprensión intercultural, la etnografía cumple
un papel importante para cierto grupo de académicos, artistas y gente
de los medios de comunicación.
Ya sea que se hable acerca de ir de compras a un supermercado,
las consecuencias de una guerra nuclear, las comunidades académicas
de físicos, un viaje por Las Vegas, las prácticas matrimoniales de los ar-
60 / RENATO ROSALDO

gelinos o el ritual entre los ndembu de Africa Central, los estudios cul-
turales consideran que los mundos humanos se construyen a través de
procesos históricos y políticos, y no son puros hechos atemporales de
la naturaleza. Es maravillosamente fácil confundir “nuestra cultura lo-
cal” con la “naturaleza humana universal”. Si la ideología a menudo ha-
ce que los hechos culturales parezcan naturales, el análisis social inten-
ta reinvertir el proceso. Desarma lo ideológico con el fin de revelar lo
cultural, una mezcla peculiar de arbitrariedad objetiva (cosas humanas
que podrían ser de otra forma, y de hecho lo son en otros lugares) y
presuposición subjetiva (sólo es sentido común -¿cómo podrían ser las
cosas de otro modo?).
Al presentar la cultura como un sujeto de análisis y crítica, la
perspectiva etnográfica desarrolla una influencia mutua entre diferen-
ciación de lo familiar y familiarización de lo diferente. Las propias cul-
turas pueden parecer tan normales a sus miembros, hasta tal punto,
que su sentido común parezca basarse en la naturaleza humana univer-
sal. Las descripciones por, de y para los miembros de una cultura par-
ticular exigen un relativo énfasis en la des-familiarización, de suerte
que parecen -como de hecho ocurre- humanas y no naturales. Las cul-
turas diferentes, sin embargo, pueden parecer tan exóticas para quien
viene de fuera, que es como si la vida cotidiana flotara en una audaz
mentalidad primitiva. Las descripciones sociales acerca de las culturas
distantes, tanto para el escritor como para el lector, exigen un relativo
énfasis en la familiarización, de tal modo que parecen -como de hecho
ocurre- profundamente distintas en sus diferencias, aunque reconoci-
blemente humanas en su semejanza.
Paradójicamente, el éxito de la etnografía como perspectiva mo-
deladora de una amplia variedad de estudios culturales coincide con
una crisis en la disciplina misma. Los lectores de etnografías clásicas su-
fren cada vez más de un síndrome que yo llamo “el traje nuevo del em-
perador”. Las obras que una vez parecían completamente ataviadas,
aparecen ahora desnudas, incluso risibles. Las palabras que alguna vez
se consideraban como la “pura verdad” ahora son una parodia o, en el
mejor de los casos, constituyen uno de muchos puntos de vista. El cam-
bio en el pensamiento social - objeto, lengua y posición moral de sus
analistas- ha sido lo suficientemente profundo como para manifestar,
con toda claridad, el tedio que hoy causan ciertas formas de escritura
etnográfica que alguna vez fueron cultivadas y respetadas.
CULTURA Y VERDAD / 61

La teórica literaria Mary Louise Pratt, por ejemplo, ha dicho que


“existen buenas razones para que los etnógrafos de campo se lamenten
tan a menudo de que sus escritos dejen fuera o empobrezcan irreme-
diablemente algunos de los más importantes conocimientos que han
alcanzado, incluido el conocimiento de sí mismo. Para alguien que no
conoce tanto como yo, la principal evidencia del problema es el simple
hecho de que la escritura etnográfica suele ser terriblemente aburrida.
¿Cómo, nos preguntamos a cada momento, personas tan interesantes
que hacen cosas tan interesantes, pueden escribir cosas y libros tan
aburridos?”17 Si bien nunca sus lectores se conmovieron al leerlas, las
etnografías escritas para una audiencia de profesionales alguna vez
fueron de tal autoridad que pocos se atrevían a decir en voz alta que
eran aburridas. Tampoco se les ocurría a los lectores preguntarse acer-
ca del tipo de conocimiento que eliminaban las estrictas normas de
composición de esta disciplina.
La crítica externa era más que compartida a nivel interno. Un fa-
moso etnógrafo, Víctor Turner, por ejemplo, se vio obligado a pronun-
ciarse en contra de la composición etnográfica tradicional, con las si-
guientes palabras: “Cada día se reconoce más que la monografía antro-
pológica es un género literario bastante rígido, que nació de la idea de
que, a nivel de las ciencias humanas, los informes debían seguir el mo-
delo de las ciencias naturales”18. Para Turner, las etnografías clásicas re-
sultaban medios increíblemente obsoletos, para descubrir de qué mane-
ra convergían en la vida cotidiana de las personas, la razón, los senti-
mientos y la voluntad. Dentro de una corriente de carácter más políti-
co, Turner aseguraba que las monografías al estilo tradicional separaban
el sujeto del objeto y presentaban otras vidas como espectáculos visua-
les, para el consumo de los habitantes de la metrópoli. “El dualismo car-
tesiano”, dice Turner, “insistía en separar el sujeto del objeto, a nosotros
de ellos. De hecho, el uso exagerado de la vista mediante macro y mi-
cro-instrumentos, hizo del voyeur occidental la mejor manera de apre-
hender las estructuras del mundo con ‘miras’ a su explotación”19. Tur-
ner asocia las “miras” de la etnografía con el “yo” del imperialismo.
De igual manera, el sicólogo Jerome Bruner sostiene que las des-
cripciones sociales de algunas etnografías respetadas inicialmente pare-
cían persuasivas, pero después, tras un análisis más cuidadoso, perdían
del todo su condición de plausibles. Bruner empieza así: “Tal vez ha
hubo sociedades, al menos por ciertos períodos de tiempo, que fueron
62 / RENATO ROSALDO

tradicionales en un sentido ‘clásico’, y donde el individuo actuaba a par-


tir de un conjunto de reglas más o menos fijas”20. Al leer acerca de la fa-
milia china en la época clásica, se percató que le recordaba a un ballet
que sigue meticulosamente determinadas reglas y papeles. Sin embargo,
más tarde leyó cómo los grandes guerreros chinos utilizaban la fuerza
bruta para obtener apoyo y alteraban de esa manera la vida de sus súb-
ditos; y así ocurría una y otra vez, conforme el gobierno legítimo pasa-
ba rápidamente de unas manos a otras. “Mi conclusión fue”, dice Bru-
ner, “que las explicaciones que optan por el equilibrio de las culturas
son útiles, principalmente para escribir etnografías al estilo tradicional,
o como instrumentos políticos que serán utilizados por los que están en
el poder, para subyugar a quienes deben ser gobernados”21. Aunque las
descripciones de las sociedades tradicionales, donde la gente sigue ser-
vilmente reglas sociales estrictas, tienen una cautivante formalidad,
ciertas descripciones alternativas respecto a las mismas sociedades hi-
cieron que Bruner llegara a una conclusión no muy agradable, muy pa-
recida a la mía. En su opinión, el retrato etnográfico de la sociedad tra-
dicional sin tiempo, tal como si fuera una ficción, solía ayudar en la
composición y legitimar la subyugación de las poblaciones humanas.
Las normas clásicas de composición etnográfica, cumplían un
importante papel en el fortalecimiento del salto acrobático de las hipó-
tesis de trabajo, a las profecías acerca de mundos sociales estáticos, en
los que la gente está capturada en una red de eterna repetición. La teo-
ría antropológica de moda estaba dominada por los conceptos de es-
tructura, códigos y normas; por su parte, desarrolló practicas descripti-
vas en gran parte implícitas, que prescribían una redacción en tiempo
presente. De hecho, los antropólogos han utilizado con orgullo la frase
“el presente etnográfico” para designar un modo lejano de escritura, que
normalizaba la vida, al describir actividades sociales como si todos los
miembros del grupo las repitieran siempre de la misma manera.
Las sociedades así descritas se asemejaban a la noción de “orien-
talismo”22 de Edward Said. Said subrayaba los vínculos entre el poder
y el conocimiento, entre el imperialismo y el orientalismo, y mostran-
ba cómo las formas de descripción social, aparentemente inocentes y
neutrales, reforzaban y producían, a la vez, ideologías que justificaban
el proyecto imperialista. En su opinión, el orientalismo registra obser-
vaciones acerca de una transacción en la esquina del mercado, el cuida-
do infantil bajo un techo de paja o un rito de paso, con el fin de hacer
CULTURA Y VERDAD / 63

generalizaciones que produzcan una entidad cultural mayor: el Orien-


te, que por definición, es espacialmente homogéneo y estático a través
del tiempo. De acuerdo con estas descripciones, el Oriente parece un
punto de referencia según el cual medir el “progreso” de la Europa oc-
cidental y un terreno inerte, en el cual se pueden imponer esquemas
imperialistas de “desarrollo”.
La noción clásica de que la estabilidad, el orden y el equilibrio
caracterizaban a las llamadas sociedades tradicionales nacía en parte de
la ilusión de atemporalidad creada por la retórica etnográfica. El si-
guiente pasaje, tomado del trabajo etnográfico clásico de Evans Prit-
chard sobre los nuer, un grupo de pastores sudaneses, ilustra las ten-
dencias que acabamos de mencionar: “Los cambios estacionales y lu-
nares se repiten año tras año, de modo que un nuer, en cualquier mo-
mento de su vida, posee los conocimientos conceptuales de lo que tie-
ne delante y puede predecir y organizar su vida de la misma manera. El
futuro estructural de un hombre ya está fijado y ordenado en diferen-
tes períodos, de tal suerte que se pueden prever los cambios sociales de
estatus por los que atravesará un niño, en su paso ordenado a través del
sistema social”23. El etnógrafo habla igual de los Nuer como de un
nuer, porque, dejando de lado las diferencias de edad (las cuestiones de
género apenas entran en el trabajo androcéntrico de Evans-Pritchard),
la cultura se considera uniforme y estática. Sin embargo, en el mismo
momento en que el etnógrafo realizaba su investigación, los nuer esta-
ban sometidos a cambios obligatorios por parte del régimen colonial
británico en su afán de supuesta pacificación.

El museo y la venta de garaje24

Consideremos un museo de arte como una imagen de las etno-


grafías clásicas y las culturas que éstas describen. Las culturas son vis-
tas como imágenes sagradas; tienen integridad y coherencia, lo que les
permite ser estudiadas, como se dice, en sus propios términos, desde
dentro, desde el punto de vista “nativo”. Más o menos como ocurre en
los grandes museos de arte, en este museo cada cultura está sola, como
un objeto estético digno de contemplación. Una vez abordadas, todas
las culturas parecen igualmente grandes. Las cuestiones de importan-
cia relativa sólo abundan como imponderables, incomparables e in-
64 / RENATO ROSALDO

conmensurables. Así como el crítico literario profesional no discute si


Shakespeare es más grande que Dante, el etnógrafo no debate los mé-
ritos relativos de los kwakiutl de la costa noroccidental frente a los isle-
ños trobriand del Pacífico Sur. Ambas culturas existen y merecen un
análisis cultural.
Sin embargo, el monumentalismo etnográfico no debe confun-
dirse con el del humanismo de alta cultura. A pesar de sus problemas,
el impulso etnográfico al considerar las culturas como grandes obras de
arte tiene un lado profundamente democrático e igualitario. Todas las
culturas son diferentes e iguales. Si una cultura domina a otra, no es
por su superioridad. Los monumentalistas de alta cultura, por el con-
trario, hablan de una herencia sagrada que se extiende directamente
desde Homero, pasando por Shakespeare hasta el presente. Para ellos,
nada hay de comparable con dicha herencia en la cultura popular o
fuera de “Occidente”. Los antropólogos de no importa qué filiación po-
lítica parecen subversivos (y de hecho, durante los ochenta recibieron
relativamente poco apoyo institucional) simplemente porque su traba-
jo valora otras tradiciones culturales.
En su densa discusión de las nuevas tendencias en antropología,
Louis A. Sass cita a un eminente antropólogo que se preocupaba de que
los últimos experimentos etnográficos pudieran conmover los cimien-
tos de la autoridad dentro de la disciplina y condujeran a su fragmen-
tación y eventual desaparición: “En una conferencia celebrada en 1980
sobre la crisis de la antropología, Cora Du Bois, una profesora retirada
de Harvard, habló de la distancia que sentía de la ‘complejidad y el de-
sorden de lo que alguna vez era una disciplina justificable y llena de de-
safíos... Ha sido como pasar de un famoso museo de arte a una venta
de garaje’”25. Las imágenes de museo para representar la situación del
período clásico y de venta de garaje para el presente me conmueven por
ser muy adecuadas, pero yo las interpreto de manera muy diferente a la
de Du Bois. Mientras ella siente nostalgia por el famoso museo de arte
que tiene todo en su debido lugar, yo lo considero una reliquia del pa-
sado colonial. Ella detesta el caso de la venta de cochera, pero yo lo con-
sidero una imagen muy precisa de la situación postcolonial, donde ar-
tefactos culturales circulan entre lugares insospechados, y nada es per-
manentemente sagrado, ni nada está dicho.
La imagen de la antropología como una venta de garaje describe
nuestra situación global en el presente. Las posturas analíticas desarro-
CULTURA Y VERDAD / 65

lladas durante la época colonial ya no pueden sostenerse. La nuestra es


definitivamente una época postcolonial. Pese a la intensificación del
imperialismo norteamericano, el “Tercer Mundo” ha invadido las me-
trópolis. Aun la política nacional conservadora de reserva, diseñada pa-
ra “escudarnos” de “ellos”, demuestra que es imposible mantener cultu-
ras selladas herméticamente. Consideremos una serie de esfuerzos: la
policía lucha contra los traficantes de cocaína, los guardias fronterizos
detienen a trabajadores indocumentados, la tarifas buscan mantener
fuera las importaciones japonesas y las bóvedas celestes prometen des-
viar los misiles soviéticos. Estos esfuerzos revelan, más que cualquier
otra cosa, cuán permeables se vuelven “nuestras” fronteras.
La ficción de los compartimentos culturales está desgastada. Los
llamados nativos no “habitan” un mundo completamente separado del
mundo donde “viven” los etnógrafos. Cuando jugamos a “etnógrafos y
nativos” es aún más difícil predecir quién usará el taparrabos y quién
tendrá el lápiz y el papel. Cada vez más personas hacen ambas cosas, y
cada vez hay más “nativos” entre los lectores del etnógrafo, a veces elo-
giosos, otras criticones. Cada día encontramos que los tewas, de Nor-
teamérica, los sinhalese, del sudeste asiático, y los chicanos están entre
quienes leen y escriben etnografías.
Si la etnografía alguna vez se imaginó que podría describir cul-
turas discretas, ahora lucha con los límites que cruzan un campo que
alguna vez fue fluido y estuvo saturado de poder. En un mundo donde
las “fronteras abiertas” parecen más importantes que las “comunidades
cerradas”, nos preguntamos de qué manera se puede definir un proyec-
to para los estudios culturales. Ni “seguir con el trabajo” y pretender
que nada ha cambiado, ni “protestar por el significado” y producir más
discurso sobre la imposibilidad de la antropología nos ayudarán a lle-
var a cabo el proyecto de reconstrucción del análisis social. En cual-
quier caso, ésta es la posición a partir de la cual desarrollo una crítica
de las normas clásicas para hacer etnografía.

Notas:

1. Ruth Benedict, Patterns of Culture (Boston: Houghton Mifflin, 1959


[orig.1934]).
66 / RENATO ROSALDO

2. Esta generalización admite excepciones, especialmente durante los años 20 y 30,


cuando una agenda “difusionista” de la antropología daba lugar a otras más
“funcionalistas”. Los difusionistas veían a la cultura como un conjunto de “ras-
gos” que los grupos se prestaban entre sí en ambas direcciones; hacían pregun-
tas sobre los grados de resistencia y la receptividad a los préstamos, y si los ras-
gos se difundían en grupo o no (“adhesiones necesarias versus adhesiones acci-
dentales”). Los difusionistas veían que la cultura tenía fronteras porosas, pero
restaban importancia a las cuestiones de los patrones internos. Conforme toma-
ba cuerpo la teoría funcionalista, las indagaciones sobre el grado de los patrones
culturales se deslizaban hacia suposiciones que no cabían en ese contexto. Ver al-
gunas críticas históricas serias, de la sobresistematización del concepto de cultu-
ra, durante el primer período clásico (1921-1945), en George W. Stocking, Jr.,
“Ideas and Institutions in American Anthropology. Thoughts toward a History
of the Interwar Years,” en Selected Papers from the American Anthropologist, 1921-
1945, ed. George W. Stocking, Jr. (Washington, D.C.: American Anthropological
Association, 1976), pp.1-49; James Clifford, “On Ethnographic Surrealism”, en
The Predicament of Culture: Twentieth-Century Ethnography, Literature and Art
(Cambridge, Mass.: Harvard Univeristy Press, 1988), pp. 117-51.
3. La distinción entre los patrones culturales y las fronteras culturales se asemeja
mucho, por supuesto, a la extraída en la introducción entre el ritual como mi-
crocosmos y el ritual como una intersección activa.
4. Mi informe de las normas clásicas no debe ser confundido con las etnografías
clásicas mismas. Los textos requieren lecturas más complejas. Ver, por ej., Clif-
ford Geertz, Works and Lives: The Anthropologist as Author (Standford, Calif.:
Standford University Press, 1988).
5. La forma mítica de mi informe imita la mística que los antropólogos mantienen
para el trabajo de campo. Ver un informe en primera persona que manifiesta esa
mística, en Claude Lévi-Strauss, Tristes Tropiques (New York: Athenaeum, 1975).
Ver una serie de ensayos históricos sobre trabajo de campo, en George W. Stoc-
king, Jr., ed., Observers Observed: Essays on Ethnographic Fieldwork (Madison:
University of Wisconsin Press, 1983). Ver un exhaustivo informe de antropolo-
gía durante el siglo XIX, en George W. Stocking, Jr., Victorian Anthropology (New
York: Free Press, 1987).
6. Sally Falk Moore, Social Facts and Fabrications: “Customary” Law on Kilimanja-
ro, 1880-1980 (New York: Cambridge University Press, 1986) p.4.
7. Aunque las etnografías clásicas hablan a menudo sobre el “análisis diacrónico”,
generalmente estudiaban el desplegamiento de las culturas, más que procesos
sin límites fijos. Bronislaw Malinowski introdujo, entre otros, el llamado méto-
do biográfico sólo para inventar el ciclo vital compuesto; Meyer Fortes estudió
unidades familiares a través del tiempo, sólo para reproducir el ciclo de desarro-
llo de los grupos domésticos; Edmund Leach alargó su perspectiva más allá del
tiempo de vida, sólo para reconstruir el móvil equilibrio de un sistema político.
En su mayoría, los llamados métodos diacrónicos se utilizaban para estudiar las
“estructuras de largo plazo” que se revelaban sólo en períodos de tiempo más ex-
tendidos que la duración de uno o dos años de la mayor parte del trabajo de
CULTURA Y VERDAD / 67

campo. Así, las formas sociales perdurables continuaban siendo objeto del co-
nocimiento antropológico. Ver Bronislaw Malinowski, The Sexual Life of Sava-
ges (London: George Routledge, 1929); Jack Goody, ed., The Developmental Cy-
cle of Domestic Groups (Cambridge: Cambridge University Press, 1958); Ed-
mund Leach, Political Systems of Highland Burma (Boston: Beacon Press, 1965).
8. T.O. Beidelman, Moral Imagination of Kaguru Modes of Thought (Bloomington:
Indiana University Press, 1986), p. xi.
9. Los movimientos políticos de finales de los 60 y principios de los 70 reconfigu-
raron la agenda intelectual de la antropología estadounidense, generalmente
mediante el trabajo de figuras como Laura Nader, Sidney Mintz, Karen Sacks,
Kathleen Gough, Sydel Silverman, Michelle Rosaldo, Gerald Berreman, Eric
Wolf, Rayna Rapp, June Nash, Dell Hymes, Joseph Jorgenson, Louise Lamphere
y David Aberle. El tenor de los tiempos puede percibirse con Dell Hymes, ed.,
Reinventing Anthropology (New York: Random House, 1969); Rayna Rapp Rei-
ter, ed., Toward an Anthropology of Women (New York: Monthly Review Press,
1975); Talal Asas, ed., Anthropology and the Colonial Encounter (London: Ithaca
Press, 1973); Michelle Zimbalist Rosaldo y Luise Lamphere, eds., Woman, Cul-
ture, and Society (Standford, Calif.: Standford University Press, 1974). Las mino-
rías étnicas han tenido así mucho menos impacto que las mujeres sobre la prin-
cipal corriente antropológica. La antropología francesa y británica de ese tiem-
po también influyó en los programas de investigación estadounidenses. Por
ejemplo, Pierre Bourdieu elaboró una teoría de la práctica, y Talal Asad un aná-
lisis de la dominación colonial. Algunas tendencias más amplias del pensamien-
to social también influyeron en el “reinvento de la antropología”: desde autores
como Antonio Gramsci y Michel Foucault, hasta Raymond Williams y E. P
Thompson, pasando por Anthony Giddens y Richard Bernstein.
10. Para ser más precisos, la insatisfacción con el énfasis del objetivismo sobre el pa-
trón y la estructura alcanzó proporciones epidémicas a principios de los 70. En
los años 70, la “historia” y la “política” se invocaban a menudo para describir
aquello que los cientistas clásicos habían pasado por alto. Pero incluso durante
el período clásico, ciertos críticos expresaron su insatisfacción con el objetivis-
mo. Sus articuladas críticas nunca se convirtieron en un movimiento intelectual
dominante, y por eso no pudieron ser programas de investigación convincentes.
Ver algunos trabajos críticos relativamente tempranos en, por ej., Kenelm Bu-
rridge, Encountering Aborigines (New York: Pergamon Press, 1973); Roy Wagner,
The Invention of Culture (Chicago: University of Chicago Press, 1975). Ver una
valoración histórica de tales perspectivas alternativas en: Dan Jorgenson, Taro
and Arrows (Ph.D. dissertation: University of British Columbia, 1981).
11 Richard Bernstein, The Restructuring of Social and Political Theory (Philadelp-
hia: University of Pennsylvania Press, 1978), p. xii.
12. Clifford Geertz. “Blurred Genres: The Refiguration of Social Thought”, en Local
Knowledge: Further Essays in Interpretative Anthropology (New York: Basic
Books, 1983), p.34.
13. Durante los años 80 han aparecido dentro de la antropología una serie de tra-
bajos sobre las “etnografías como textos”. Ver George Marcus y Dick Cushman,
68 / RENATO ROSALDO

“Las etnografías como textos”, en Annual Review of Anthropology 11 (1982):


25-69; James Boon, Other Tribes, Other Scribes: Symbolic Anthropology in the
Comparative Study of Cultures, Histories, Religions, and Texts (New York: Cam-
bridge University Press, 1982); James Clifford y George E. Marcus, eds., Writing
Culture: The Poetics and Politics of Ethnography (Berkerley University of Califor-
nia Press, 1986); George E. Marcus y Michael M.J. Fischer, Anthropology as Cul-
tural Critique: An Experimental Moment in the Human Sciences (Chicago: Uni-
versity of Chicago Press, 1986); Clifford Geertz, Works and Lives ; James Clifford,
The Predicament of Culture. Ver algunos trabajos relacionados de otras discipli-
nas en, por ej.: Hayden White, Metahistory: The Historical Imagination in Nine-
teenth-Century Europe (Baltimore: John Hopkins University Press, 1973); Ri-
chard H. Brown, A Poetic for Sociology: Toward a Logic of Discovery for the Hu-
man Sciences (New York: Cambridge University Press, 1977); Dominick LaCa-
pra, Rethinking Intellectual History; Texts, Contexts, Language (Ithaca, N.Y.: Cor-
nell University Press, 1983); John S. Nelson, Allan Megill y Donald N. McClos-
key, eds., The Rethoric of the Human Sciences: Language and Argument in Scho-
larship and Public Affairs (Madison: University of Wisconsin Press, 1987).
14. El libro de George E. Marcus y Michael M. Fischer, Anthropology as Cultural Cri-
tique (Chicago: University of Chicago Press, 1986), celebra el “momento expe-
rimental” de la antropología y al mismo tiempo proclama que no debería durar
mucho tiempo. Aunque favorecen la experimentación, Marcus y Fischer aceptan
que, a largo plazo, los excesos del eclecticismo y el libre juego de ideas bien po-
drían debilitar la disciplina. Su lectura mecánica del libro de Thomas Kuhn,
Structure of Scientific Revolutions (Chicago: University of Chicago Press, 2a. ed.,
1970) les lleva a afirmar que la corriente de experimentación antropológica está
destinada a terminar cuando el advenimiento de un nuevo paradigma marque
el nuevo reinado del próximo extenso período como “ciencia normal”. Según
ellos, la antropología, como le pasa a un niño revoltoso, sobrepasará su fase ac-
tual y el orden imperará sobre el caos; este mensaje parece tranquilizar a los an-
tiexperimentalistas. ¿Por qué molestarse en combatir los escritos experimentales,
cuando la profecía de Kuhn promete un nuevo dominio de las formas etnográfi-
cas estables? No creo que el “momento experimental” sea un esfuerzo inútil, por-
que el nuevo proyecto de la disciplina exige una colección más amplia de formas
retóricas de aquello que se utilizaba en el período clásico.
15. Para apreciar su extensión, es probable que la lista de Clifford deba citarse en-
teramente: “Si enumeramos sólo unas cuantas pespectivas en desarrollo, este
desdibujado alcance incluye la etnografía histórica (Emmanuel Le Roy Ladurie,
Natalie Davis, Carlo Ginzburg), la poética cultural (Stephen Greenblatt), la crí-
tica cultural (Hayden White, Edward Said, Frederic Jameson), el análisis del co-
nocimiento implícito y las prácticas cotidianas (Pierre Bourdieu, Michel de Cer-
teau), la crítica de las estructuras hegemónicas de sentimiento (Raymond Wi-
lliams), el estudio de las comunidades científicas (siguiendo a Thomas Kuhn), la
semiótica de los mundos exóticos y los espacios fantásticos (Tzvetan Todorov,
Louis Marin) y todos los estudios que se centran en los sistemas de significado,
CULTURA Y VERDAD / 69

las tradiciones cuestionadas o los productos culturales (James Clifford, “Intro-


duction: Partial Truths”, en Writing Culture, ed. Clifford y Marcus, p.3).
16. Mary Louise Peatt, “Fieldwork in Common Places,” en Writing Culture, ed. Clif-
ford y Marcus, p.33.
17. Victor Turner, “Dramatic Ritual/Ritual Drama: Performative and Reflexive
Anthropology”, en From Ritual to Theater: The Human Seriousness of Play (New
York: Performing Arts Journal Publications, 1982), p.89.
18. Ibid., p.100.
19. Jerome Bruner, Actual Minds, Possible Worlds (Cambridge, Mass.: Harvard Uni-
versity Press, 1986), p.123.
20. Ibid.
21. Edward Said, Orientalism (New York: Pantheon Books, 1978).
22. E. E. Evans-Pritchard, The Nuer (Oxford: Oxford University Press, 1940), pp. 94-
95. Ver también Renato Rosaldo, “From the Door of His Tent: The Fieldworker
and the Inquisitor”, en Writing Culture, ed. Clifford y Marcus, pp. 77-97.
23. Esto se refiere a la costumbre, en algunos países, de vender artículos propios,
usados, en el jardín o el garaje de la casa.
24. Louis A. Sass, “Anthropology’s Native Problems: Revisionism in the Field”, Har-
pers (May 1986), p.52.
25. Claro que el contraste entre un museo y un mercadillo informal de venta de ar-
tículos domésticos o personales, según las propias premisas del vendedor (en in-
glés: garage sale ), se asemeja al que percibimos anteriormente en este capítulo,
entre los patrones culturales y las fronteras culturales. Esta última distintión ar-
ticula a nivel geopolítico lo que la primera expresa en el plano del análisis social.
Mi tesis es que los cambios en el mundo han condicionado los cambios en la
teoría, lo que a su vez moldea cambios en la literatura etnográfica, que vuelven
a plantear nuevas cuestiones teóricas.

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