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La aflicción y la ira de
un cazador de cabezas
* Una versión anterior de este capítulo apareció como “La aflicción y la ira de un
cazador de cabezas: sobre la fuerza cultural de las emociones”, en Text, Play, and
Storye: The Construction and Reconstruction of Self and Society, ed. Edward M.
Bruner (Washington, D.C.: American Ethnological Society, 1984), pp.178-95.
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Marcos declarara la ley marcial en 1972, corrieron entre los ilongot ru-
mores de que pelotones de fusilamiento castigarían a todo aquel que
practicara la cacería de cabezas, de tal suerte que los hombres decidie-
ron declarar una moratoria en la cacería de cabezas. En épocas pasadas,
cuando la cacería de cabezas se volvió imposible, los ilongot permitie-
ron que su ira se disipara, de la mejor manera, en el transcurso de la vi-
da cotidiana. En 1974 tenían otra opción: empezaron a considerar una
posible conversión al cristianismo evangélico, como una forma de en-
frentar su aflicción. Al aceptar la nueva religión, decía la gente, se aban-
donaban las viejas costumbres, incluida la cacería de cabezas. Así mis-
mo, el duelo se volvía menos agonizante porque entonces los deudos
creían que el difunto había partido para un mundo mejor; tampoco te-
nían que confrontar el espantoso fin de la muerte.
En ese entonces, la fuerza del dilema al que se enfrentaban los
ilongot se escapaba a mi razón. Aunque había registrado correctamen-
te sus declaraciones acerca de la aflicción y la necesidad de arrojar fue-
ra su ira, simplemente no valoraba la importancia de sus palabras. En
1974, por ejemplo, mientras Michelle Rosaldo y yo vivíamos entre los
ilongot, falleció un bebé de seis meses, probablemente a causa de neu-
monía. Esa tarde visitamos al padre y lo encontramos terriblemente
abatido. “Sollozaba y miraba fijamente la manta de algodón que cubría
a su hijo, con los ojos vidriosos y sanguinolentos”5. El hombre sufría
intensamente, porque aquel era el séptimo hijo que había perdido; ape-
nas hacía pocos años, tres de sus hijos habían muerto, uno tras otro, en
cuestión de días. Para entonces, la situación era tanto más desoladora
porque la gente hablaba al mismo tiempo del cristianismo evangélico
(la posible renuncia a la cacería de cabezas) y de su rencor hacia los ha-
bitantes de las tierras bajas (la posibilidad de organizar cacerías de ca-
bezas en los valles colindantes).
En los días y semanas siguientes, la aflicción del hombre lo con-
movió de una manera tal que yo no pude anticipar. Poco después de la
muerte de su hijo, el padre se convirtió al cristianismo evangélico. Con
demasiada premura, concluí que el hombre creía que la nueva religión
podía, de alguna manera, evitar más muertes en su familia. Cuando re-
ferí mi opinión a un amigo ilongot, me respondió bruscamente dicien-
do que “mi opinión estaba fuera de lugar, ya que lo que de verdad bus-
caba el hombre con su nueva religión no era negar la muerte inevita-
ble, sino una forma de enfrentar su aflicción. Con el advenimiento de
CULTURA Y VERDAD / 27
sus veintisiete años. Al sufrir esta pérdida, junto con mi madre y mi pa-
dre, tuve alguna idea del trauma de un padre por la pérdida de su hijo.
Esta idea dio forma a la historia, antes descrita parcialmente, sobre un
hombre ilongot y sus reacciones hacia la muerte de su séptimo hijo. Al
mismo tiempo, mi duelo no fue tan grande como el de mis padres, por
lo que no pude entonces imaginarme la abrumadora fuerza de la posi-
ble ira que existe en la aflicción por la pérdida de alguien. Mi anterior
posición probablemente se asemeja a la de muchos antropólogos. Se
debe reconocer que el conocimiento etnográfico suele tener los pros y
los contras que le dan los jóvenes investigadores, quienes, en su mayor
parte, no han sufrido serias pérdidas y no podrían, por ejemplo, tener
un conocimiento personal de cuán devastadora es la pérdida de una
compañera.
En 1981, Michelle Rosaldo y yo empezamos a hacer investiga-
ción de campo entre los ifugaos de Luzón, en Filipinas. El 11 de octu-
bre de ese año, Michelle caminaba con dos compañeros ifugao por un
sendero, cuando perdió el equilibrio y cayó veinte metros abajo a las
aguas de un torrentoso río. Inmediatamente, cuando hallé su cuerpo,
me puse iracundo. ¿Cómo pudo abandonarme? ¿Cómo pudo ser tan
torpe para caer al precipicio? Intenté llorar. Sollocé, pero la ira impidió
que brotara cualquier lágrima. Menos de un mes después, describía es-
te momento en mi diario con las siguientes palabras: “me sentía como
en una pesadilla, todo el mundo en torno a mí se expandía y contraía,
jadeando la vista y las vísceras. Al bajar, encuentro a un grupo de hom-
bres, tal vez siete u ocho, de pie, en silencio; suspiro profundo repetidas
veces y sollozo, pero no hay lágrimas”. Una experiencia anterior, con
motivo del cuarto aniversario de la muerte de mi hermano, me había
enseñado a reconocer estos sollozos sin lágrimas, como una forma de
ira. Esta ira, de varias maneras, me ha sobrevenido en muchas ocasio-
nes desde entonces, y ha durado horas e incluso días seguidos. Estos
sentimientos pueden ser despertados por los rituales, pero más a me-
nudo emergen de recuerdos inesperados (no algo así como el exaspe-
rante encuentro de los ilongot con la voz de su tío muerto).
A menos que haya algún malentendido, el duelo por la pérdida
de un ser querido no debe reducirse a la ira, ni en mi caso ni en el de
cualquier otra persona12. Poderosos y viscerales estados, emocionales
me abrumaban, en ocasiones por separado, otra veces en conjunto. Ex-
perimenté el profundo dolor cortante de la pena, casi más allá de lo so-
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Resumen
Notas:
también, por ej., Aaron Cicourel, Method and Measurement in Sociology (Glen-
coe, Ill.: The Free Press, 1964) y Gerald Berreman, Behind Many Masks: Ethno-
graphy and Impression Management in a Himalayan Village, Monograph No. 4
(Ithaca, N.Y.: Society for Apllied Anthropology, 1962). Ver un temprano artícu-
lo antropológico sobre cómo los sujetos diferentemente posicionados interpre-
tan la “misma” cultura de maneras diferentes, en John W. Bennet, “The Interpre-
tation of Pueblo Culture”, Southwestern Journal of Anthropology 2 (1946): 361-
74.
11. Clifford Geertz, The Interpretation of Cultures (New York: Basic Books, 1974) y
Local Knowledge: Further Essays in Interpretative Anthropology (New York: Basic
Books, 1983).
12. Aunque la ira aparece con tanta frecuencia en el duelo como para ser práctica-
mente universal, sí se dan algunas notables excepciones. Por ejemplo, Clifford
Geertz describe así los funerales en Java: “El ambiente de un funeral en Java no
es de duelo histérico, sollozos incontrolables y hasta gritos formalizados de aflic-
ción por la partida del difunto. Más bien, es un dejar pasar las cosas calmada y
casi lánguidamente, sin demostraciones emocionales; una breve renuncia ritua-
lizada de una relación que ya no es posible” (Geertz, The Interpretation of Cul-
tures, p.153). Desde una perspectiva intercultural, la ira en la aflicción se presen-
ta a sí misma en diferentes grados (incluido el cero), en diferentes formas y con
diferentes consecuencias.
13. La noción que tienen los ilongot sobre la cólera (liget) se considera peligrosa en
sus excesos violentos, pero también realzadora de la vida, en el sentido de que,
por ejemplo, proporciona energía para trabajar. Ver la amplia exposición de M.
Rosaldo, en Knowledge and Passion.
14. William Douglas, Death in Murelaga: Funerary Ritual in a Spanish Basque Villa-
ge (Seattle: University of Washington Press, 1969); Richard Hungtington y Peter
Metcalf, Celebrations of Death: The Anthropology of Mortuary Ritual (New York:
Cambridge University Press, 1979); Metclaf, A Borneo Journey into Death.
15. Douglas, Death in Murelaga, p. 209.
16. Ibid., p.19.
17. Simone de Beauvoir, A Very Easy Death (Harmondsworth, United Kingdom:
Penguin Books, 1969).
18. Douglas, Death in Murelaga, p.75.
19. Godfrey Wilson, Nyayusa Conventions of Burial (Johannesburg: The University
of Witwatersrand Press, 1939), pp. 22-23. (Reprinted from Bantu Studies.)
20. Ibid., p.13.
21. En su revisión de los trabajos sobre la muerte, publicados durante los años 60,
por ejemplo, Johannes Fabian encontró que las cuatro revistas antropológicas
más importantes sólo contenían nueve artículos sobre el tema, la mayoría de los
cuales “trataban solamente de los aspectos puramente ceremoniales de la muer-
te ” (Johannes Fabian, “How Others Die - Reflections on the Anthropology of
Death”, en Death in American Experience, ed. A. Mack [New York: Schocken,
1973], p.178).
22. Hungtington y Metcalf, Celebrations of Death, p.1.
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23. Es discutible que el ritual funciona de diferente manera para los más afligidos
por una muerte en concreto, que para los menos afligidos por ella. Los funera-
les pueden distanciar a los primeros de sobrecogedoras emociones, mientras que
pueden llevar a los segundos a sentir más de cerca fuertes emociones (Ver T.J.
Scheff, Catharsis in Healing, Ritual, and Drama [Berkerley: University of Califor-
nia Press, 1979]. Tales asuntos pueden investigarse mediante la noción del suje-
to posicionado.
24. Para una exposición de los motivos culturales que tiene la cacería de cabezas, ver
Robert McKinley, “Human and Proud of It! A Structural Treatment of Head-
hunting Rites and the Social Definition of Enemies”, in Studies in Borneo Socie-
ties: Social Processes and Anthropological Explanation, ed. G. Appel (DeKalb, Ill.:
Center for Southeast Asian Studies, Northern Illinois University, 1976), pp. 92-
126; Rodney Needham, “Skulls and Causality”, Man 11 (1976): 71-88; Michelle
Rosaldo, “Skulls and Causality”, Man 12 (1977): 168-70.
25. Pierre Bourdieu, Outline of a Theory of Practice (New York: Cambridge Univer-
sity Press, 1977), p.1
PRIMERA PARTE
CRITICA
1 | EL DESGASTE DE LAS
NORMAS CLÁSICAS
Érase una vez Etnógrafo Solitario, que viajó desde muy lejos,
hasta donde el sol se oculta, en busca de “su nativo”. Después de una se-
rie de pruebas, encontró finalmente lo que buscaba en una tierra dis-
tante. Allí tuvo su rito de paso, y soportó las últimas ordalías del “tra-
bajo de campo”. Después de recoger “los datos”, el Etnógrafo Solitario
regresó a casa y escribió un informe “verdadero” de “la cultura”.
Sea que odiara, tolerara, respetara, se hiciera amigo o se enamo-
rara de “su nativo”, el Etnógrafo Solitario era cómplice, quiéralo o no,
del dominio imperialista de su época. La máscara de inocencia del Et-
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gelinos o el ritual entre los ndembu de Africa Central, los estudios cul-
turales consideran que los mundos humanos se construyen a través de
procesos históricos y políticos, y no son puros hechos atemporales de
la naturaleza. Es maravillosamente fácil confundir “nuestra cultura lo-
cal” con la “naturaleza humana universal”. Si la ideología a menudo ha-
ce que los hechos culturales parezcan naturales, el análisis social inten-
ta reinvertir el proceso. Desarma lo ideológico con el fin de revelar lo
cultural, una mezcla peculiar de arbitrariedad objetiva (cosas humanas
que podrían ser de otra forma, y de hecho lo son en otros lugares) y
presuposición subjetiva (sólo es sentido común -¿cómo podrían ser las
cosas de otro modo?).
Al presentar la cultura como un sujeto de análisis y crítica, la
perspectiva etnográfica desarrolla una influencia mutua entre diferen-
ciación de lo familiar y familiarización de lo diferente. Las propias cul-
turas pueden parecer tan normales a sus miembros, hasta tal punto,
que su sentido común parezca basarse en la naturaleza humana univer-
sal. Las descripciones por, de y para los miembros de una cultura par-
ticular exigen un relativo énfasis en la des-familiarización, de suerte
que parecen -como de hecho ocurre- humanas y no naturales. Las cul-
turas diferentes, sin embargo, pueden parecer tan exóticas para quien
viene de fuera, que es como si la vida cotidiana flotara en una audaz
mentalidad primitiva. Las descripciones sociales acerca de las culturas
distantes, tanto para el escritor como para el lector, exigen un relativo
énfasis en la familiarización, de tal modo que parecen -como de hecho
ocurre- profundamente distintas en sus diferencias, aunque reconoci-
blemente humanas en su semejanza.
Paradójicamente, el éxito de la etnografía como perspectiva mo-
deladora de una amplia variedad de estudios culturales coincide con
una crisis en la disciplina misma. Los lectores de etnografías clásicas su-
fren cada vez más de un síndrome que yo llamo “el traje nuevo del em-
perador”. Las obras que una vez parecían completamente ataviadas,
aparecen ahora desnudas, incluso risibles. Las palabras que alguna vez
se consideraban como la “pura verdad” ahora son una parodia o, en el
mejor de los casos, constituyen uno de muchos puntos de vista. El cam-
bio en el pensamiento social - objeto, lengua y posición moral de sus
analistas- ha sido lo suficientemente profundo como para manifestar,
con toda claridad, el tedio que hoy causan ciertas formas de escritura
etnográfica que alguna vez fueron cultivadas y respetadas.
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Notas:
campo. Así, las formas sociales perdurables continuaban siendo objeto del co-
nocimiento antropológico. Ver Bronislaw Malinowski, The Sexual Life of Sava-
ges (London: George Routledge, 1929); Jack Goody, ed., The Developmental Cy-
cle of Domestic Groups (Cambridge: Cambridge University Press, 1958); Ed-
mund Leach, Political Systems of Highland Burma (Boston: Beacon Press, 1965).
8. T.O. Beidelman, Moral Imagination of Kaguru Modes of Thought (Bloomington:
Indiana University Press, 1986), p. xi.
9. Los movimientos políticos de finales de los 60 y principios de los 70 reconfigu-
raron la agenda intelectual de la antropología estadounidense, generalmente
mediante el trabajo de figuras como Laura Nader, Sidney Mintz, Karen Sacks,
Kathleen Gough, Sydel Silverman, Michelle Rosaldo, Gerald Berreman, Eric
Wolf, Rayna Rapp, June Nash, Dell Hymes, Joseph Jorgenson, Louise Lamphere
y David Aberle. El tenor de los tiempos puede percibirse con Dell Hymes, ed.,
Reinventing Anthropology (New York: Random House, 1969); Rayna Rapp Rei-
ter, ed., Toward an Anthropology of Women (New York: Monthly Review Press,
1975); Talal Asas, ed., Anthropology and the Colonial Encounter (London: Ithaca
Press, 1973); Michelle Zimbalist Rosaldo y Luise Lamphere, eds., Woman, Cul-
ture, and Society (Standford, Calif.: Standford University Press, 1974). Las mino-
rías étnicas han tenido así mucho menos impacto que las mujeres sobre la prin-
cipal corriente antropológica. La antropología francesa y británica de ese tiem-
po también influyó en los programas de investigación estadounidenses. Por
ejemplo, Pierre Bourdieu elaboró una teoría de la práctica, y Talal Asad un aná-
lisis de la dominación colonial. Algunas tendencias más amplias del pensamien-
to social también influyeron en el “reinvento de la antropología”: desde autores
como Antonio Gramsci y Michel Foucault, hasta Raymond Williams y E. P
Thompson, pasando por Anthony Giddens y Richard Bernstein.
10. Para ser más precisos, la insatisfacción con el énfasis del objetivismo sobre el pa-
trón y la estructura alcanzó proporciones epidémicas a principios de los 70. En
los años 70, la “historia” y la “política” se invocaban a menudo para describir
aquello que los cientistas clásicos habían pasado por alto. Pero incluso durante
el período clásico, ciertos críticos expresaron su insatisfacción con el objetivis-
mo. Sus articuladas críticas nunca se convirtieron en un movimiento intelectual
dominante, y por eso no pudieron ser programas de investigación convincentes.
Ver algunos trabajos críticos relativamente tempranos en, por ej., Kenelm Bu-
rridge, Encountering Aborigines (New York: Pergamon Press, 1973); Roy Wagner,
The Invention of Culture (Chicago: University of Chicago Press, 1975). Ver una
valoración histórica de tales perspectivas alternativas en: Dan Jorgenson, Taro
and Arrows (Ph.D. dissertation: University of British Columbia, 1981).
11 Richard Bernstein, The Restructuring of Social and Political Theory (Philadelp-
hia: University of Pennsylvania Press, 1978), p. xii.
12. Clifford Geertz. “Blurred Genres: The Refiguration of Social Thought”, en Local
Knowledge: Further Essays in Interpretative Anthropology (New York: Basic
Books, 1983), p.34.
13. Durante los años 80 han aparecido dentro de la antropología una serie de tra-
bajos sobre las “etnografías como textos”. Ver George Marcus y Dick Cushman,
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