Hernández El Arte Como Construcción Cultural
Hernández El Arte Como Construcción Cultural
Hernández El Arte Como Construcción Cultural
EL ARTE COMO CONSTRUCCIÓN CULTURAL: REFLEXIÓN TEÓRICA SOBRE LA CONSTITUCIÓN DEL SISTEMA
MODERNO DEL ARTE. Por Carmen Hernández
Publicado en Relea - Revista Latinoamericana de Estudios
Avanzados, Nro. 29, Caracas, enero-junio de 2009, pp. 51-80.
El interés por estudiar el campo del arte como construcción cultural responde a la necesidad de
comprender las tensiones que se experimentan en la actualidad entre el campo social y las diferentes
instituciones asociadas al arte cuando se quiere definir, estudiar y promover una práctica visual como
"artística", afiliada a la noción de “arte moderno” o “arte contemporáneo”, diferenciada de otras prácticas
culturales.
En el imaginario colectivo existe una amplia gama de apreciaciones sobre la noción de “arte” en materia
visual, sin embargo, predominantemente se acepta como “artístico” a todo aquello que es exhibido o
difundido como tal por las instituciones especializadas del área –los museos, las escuelas de arte y la
historia del arte, entre las más importantes. Se puede observar que no existen amplios acuerdos sociales
sobre el reconocimiento de lo “artístico” en la vida cotidiana, en los medios de comunicación, en los
centros académicos, en los museos y entre los artistas.
Dos ejemplos pueden contribuir a mostrar estas tensiones. Manuel Quintana Castillo, reconocido pintor
venezolano, en una entrevista, cuestiona la ampliación de lo artístico que representan las prácticas del
arte contemporáneo:
“El Arte Plástico es lo que le confiere dignidad estética a lo visual. Si lo visual carece de dignidad plástica no es Arte. Y es
precisamente lo que está pasando ahora: cualquier cosa es “Arte Visual”. Una instalación, un Performance, un tipo fumándose
un cigarro, un video proyectado sobe una pared, etc. ¿Qué es eso? ¡Lo “Visual” ha desplazado lo “Plástico” para remplazarlo
con nada en concreto!” (Quintana Castillo, s.f., s.p.).
Un artista venezolano contemporáneo, como Carlos Zerpa, también puede cuestionar la ausencia de
criterios valorativos cuando una convocatoria no es selectiva, como sucedió con la segunda edición de la
Página |2
Megaexposición, presentada en 2005 en todos los museos caraqueños, que incluyó todos los trabajos
recibidos:
“Nos quejábamos de que siempre el arte estaba en la última gaveta, pero hoy en día ni siquiera existe la gaveta, porque esta
gente lo que ha hecho es un juego de populismo con sus megaexposiciones, que son un megafraude para relegar a los
verdaderos artistas.” (Zerpa, 2006, s.p.)
No sólo los propios artistas defienden lo “verdadero”, sino que además parece existir una idea
generalizada que percibe el “arte contemporáneo” como una producción cultural para “especialistas”,
que no puede ser comprendida fácilmente por personas no adiestradas. Frente a este tipo de situaciones,
que no solamente se presentan en Venezuela sino en otros países, la museología se ha propuesto diversas
estrategias de seducción para aumentar el índice del público, aproximándose a lo que se ha llamado la
“cultura del espectáculo”. Jean Baudrillard, por ejemplo, a fines de los años 90 acusaba al arte
contemporáneo de haber creado un “complot” sostenido sobre la complicidad del propio campo artístico:
“el arte ha entrado (no sólo desde el punto de vista financiero del mercado del arte, sino hasta en la
gestión de los valores estéticos) en el proceso general del delito de iniciados” (Baudrillard, 2007 [1997-
2005]: 67) [Cursivas mías, C.H.].
Desde las disciplinas especializadas –teoría, crítica e historia del arte– se han gestado reflexiones sobre
el distanciamiento paulatino del llamado “público espectador” frente al consumo del arte contemporáneo,
quedando éste cada vez más reducido a grupos específicos que asisten de manera sistemática a museos,
galerías, ferias y subastas. Existen planteamientos que cuestionan el propio campo del arte y a la vez, se
observan también posturas que defienden su tradicional conformación, creándose una idea de “crisis”
que afecta a buena parte del tejido social. Es así como el campo del arte está constantemente expuesto a
las tensiones que ejercen los actores sociales desde sus diversos roles –individuales o colectivos y a la
vez como instituciones o sujetos activos dentro de una institución o fuera de ella– en una constante lucha
por el sentido. Esto obedece a que los actores sociales producen y circulan representaciones específicas
en sus respectivos campos y en diferentes niveles de intensidad (o poder), tal como han descrito Michel
Foucault (con relación a la locura y la prisión), Pierre Bourdieu (sobre la economía de los intercambios
simbólicos) y Daniel Mato (acerca de las negociaciones entre actores locales y transnacionales).
El concepto “arte” es una construcción etnocéntrica [3] que ha sido aplicada, en la práctica y en lo teórico,
en la llamada “civilización occidental”, incluyendo América Latina. Esta expansión epistemológica
representa la visión de algunos grupos sociales dominantes que han favorecido unos rasgos por sobre
otros, especialmente aquellos basados en el culto a la individualidad creativa, sostenida sobre una estética
heroica y clásica, que define un modelo de “belleza” que se quiere “universal” y “trascendental”. La
emergencia de la noción de arte como un campo especializado está asociada a la centralización de la
sociedad moderna sustentada en una compleja división del trabajo, según plantea Ernst Gellner cuando
Página |3
estudia las características del nacionalismo como el espíritu que anima la modernidad [4]. Este autor
advierte que en los nuevos proyectos de nación el factor esencial a considerar es el poder, cuyo rol es el
mantenimiento del orden social.
El modelo del estado-nación requería de una compleja división del trabajo y de una cultura compartida.
Gellner aclara que el acceso a la educación o a un modelo viable de alta cultura fue fundamental en este
proceso, y aunque lo cultural se entienda en un sentido amplio, antropológico, finalmente las diferencias
establecidas entre los miembros de la nación, debían responder a la distinción que encierra la
denominación “alta cultura” que permitió definir jerarquizaciones sociales. Según aclara Gellner, frente
a la noción de “cultura” como civilización, se erigió la noción de “Cultura” como campo diferenciado:
“Kultur”, alta cultura o gran tradición, un estilo de conducta y comunicación definido como superior,
que se considera una norma a seguir, aunque a menudo no puede ser satisfecha en la vida real, y cuyos
roles son usualmente codificados por un juego de normas dadas por los respetados especialistas dentro
de la sociedad (Gellner, 1983: 89-92).
Cabe señalar que dentro de la historia del arte existen pocas reflexiones que se preocupen de abordar el
arte como una categoría articulada a los cambios sociales que han fundado las instituciones culturales.
En general, el llamado “arte” es comprendido como prácticamente un lenguaje que se basta a sí mismo,
si tomamos en cuenta la moderna historia del arte fundada por Johann Joachim Winckelmann, en 1764,
que sostiene una evolución racional de las formas visuales, dando paso a la idea de los “estilos” y que
influyó en el desarrollo de la disciplina desde una perspectiva formalista [5].
El abordaje crítico sobre el sistema del arte ha encontrado mejor acogida en otras disciplinas asociadas
al estudio del arte y de la cultura, como las ciencias sociales, la antropología cultural y la filosofía, en
especial en las investigaciones realizadas por Pierre Bourdieu, Clifford Geertz, Arthur Danto, Larry
Shiner y James Clifford [6]. Estos autores contribuyen a comprender que el arte como “lugar” o segmento
que se ocupa de una parte específica del quehacer cultural solamente puede ser comprendido como un
fenómeno histórico marcado por un proceso de secularización y autonomía. Aunque estas condiciones
fueron asumidas inicialmente por la llamada “vanguardia artística” como rechazo al gusto de la
burguesía, finalmente contribuyeron a conformar un campo especializado y asociado también con el
gusto de determinada clase social que, en ocasiones, le ha otorgado a la supuesta autonomía un carácter
particular como instrumento de dominación y de control ideológico, pues su objetivo final sería sostener
las diferencias sociales que le otorgan privilegio a la cultura “erudita” o “docta” por sobre las demás
prácticas culturales asociadas al gusto popular.
Para Clifford Geertz el arte es un segmento de lo que se llama en un amplio sentido, el sistema cultural,
lo cual permite abordarlo más allá de su disciplina específica: “una teoría del arte es al mismo tiempo
una teoría de la cultura, y no una empresa autónoma (Geertz, 1994 [1983]: 133).
De manera particular se distingue el trabajo del estadounidense Larry Shiner, orientado específicamente
a estudiar la noción de "arte" desde una perspectiva sociológica que él llama “historia cultural” [7]. Este
investigador amplía el estudio más allá de la historia de la producción artística a la historia de la “idea de
arte”, relacionándose con la teoría de la producción de representaciones sociales, pues contribuye a
reconocer unidades de sentido en las luchas ejercidas por los diversos actores sociales que interactúan en
el campo cultural. Shiner describe el “sistema moderno del arte” como campo de clasificación que
incluye a las prácticas sociales asociadas a él. Según este autor:
Página |4
Los conceptos regulativos, los ideales del arte y los sistemas sociales del arte son recíprocos: los conceptos y los ideales no
pueden existir sin un sistema de prácticas e instituciones (orquestas sinfónicas, museos y colecciones de arte, cánones y
derechos de autor) así como tampoco pueden funcionar las instituciones sin una red de conceptos e ideales formativos (artista
y obra, creación y obra maestra) (2004 [2001]: 31).
Este investigador plantea que la categoría “arte” ha modelado nuestro imaginario occidental y por ello,
un objeto perteneciente a otra cultura puede ser apreciado por nosotros de manera “artística” aunque para
la cultura de origen responda a otras necesidades (ya sean religiosas, de diferenciación social, de uso,
etc.).
La categoría “bellas artes” forma parte del sistema moderno del arte, sustentado en una bipolaridad que
se construye a partir de la separación entre “arte” y “artesanía”, lo cual se impone sobre una tradición de
más de dos mil años en la cual no existía esta división. Es solamente en el siglo XVIII cuando se
convierten en segmentos diferenciados y contrapuestos. El desplazamiento que sufre el término "arte" es
una de las señales a considerar:
La noción de arte deriva del latín ars y del griego techné, términos que se refieren a cualquier habilidad humana, ya sea montar
a caballo, escribir versos, remendar zapatos, pintar vasijas, o gobernar. Según lo antiguos modos de pensar, lo opuesto al arte
humano no es la artesanía sino la naturaleza. Cuando hablamos de la medicina como un arte, o del arte culinario, usamos el
concepto en un sentido que se aproxima al antiguo (Shiner, 2004 [2001]: 23).
Para un observador inadvertido en la actualidad, el término arte “naturaliza” a una serie de actividades
especializadas y tal vez por ello, se presenta la lucha por ser reconocido con éste atributo que distribuye
lugares de privilegio. Daniel Mato advierte que las adjetivaciones que experimenta el término “arte” no
se ajustan a problemas estructurales de la forma sino a las “características sociales y/o culturales que
diferencian a quienes la(s) producen de los dueños de la palabra, de la civilización dominante que se
reserva –y a la que se le consiente- el derecho de “nombrar” (Mato, 1993: 43).
Es así como los derivados que incluso atañen al campo más restringido del interior del sistema, como
arte “expresionista”, “conceptual”, “feminista”, incluyendo las clasificaciones en inglés como “body art”,
“land art”, o las especificaciones de lugar como arte “latinoamericano”, de alguna manera distribuyen
lugares de poder con respecto al lugar central e indiscutible que ocupa el “arte” a secas. Resulta común
encontrar textos celebratorios sobre algún reconocido productor que simplemente recurre al término
“artista”, pero cuando se quieren ejercer diferencias de grado con respecto al valor mismo del arte, se le
añaden algunos calificativos que definen su posición dentro del sistema y esto alcanza incluso a
diferencias relacionadas con la trayectoria, por ello no es extraño que se establezcan diferencias entre un
“joven artista” y un “maestro”. Y aunque resulta obvio reconocer que no existe una forma única de hacer
arte, de alguna manera se conserva como referente un modelo abstracto y genérico que apunta hacia esa
noción ya naturalizada.
Estas adjetivaciones no deberían sostenerse sobre valoraciones discriminatorias. Mato aclara que:
Unas y otras son –por igual– formas alternas. Ellas encuentran sentidos culturalmente análogos en relación con sus respectivos
contextos culturales globales, universos de sentido de los cuales cada una de ellas forma parte. Universos de sentido cuya
relación es por definición de alteridad y no de superioridad o inferioridad. Esto será así al menos hasta que alguien logre
demostrar fehacientemente la superioridad de algunas “razas” y/o culturas con respecto a otras, o la tendencia unilineal en la
evolución de la especie humana y con ello la relación de precedencia de unas culturas con respecto a otras (Mato, 1993: 44).
Página |5
Debido a esta diferenciación de orden discriminatorio, resulta necesario tomar en cuenta la necesidad de
emplear con cuidado algunos términos naturalizados en el lenguaje corriente, como sucede con la noción
de “arte”, que contienen una larga trayectoria de dominación.
La categoría “arte” es un elemento clave dentro del sistema moderno del arte y su consolidación se debe
en parte al hecho de otorgarle un poder dominante a la “manera” de representar por sobre los referentes
o por sobre el sujeto de la representación, lo cual resulta evidente en el auge que tuvo la llamada
“abstracción” en las artes visuales durante todo el siglo XX.
Lo que me interesa resaltar es que la categoría “arte”, además de definir un segmento específico de la
producción cultural, determinó un campo especializado dentro de los parámetros de la “alta cultura”.
Según Shiner, el "arte" como lo entendemos hoy en día, se consolidó como sistema cultural a mediados
del siglo XVIII, sobre tres conceptos básicos: 1) la categoría de arte constituida por la delimitación de
disciplinas específicas que privilegiaron prácticas menos utilitarias, dejando de lado la retórica, la
óptica y la historia, entre otras[8]; 2) la noción del artista como un modelo; y 3) la experiencia estética
como un acuerdo común sobre "principio (s)" o criterios para distinguir este grupo de otros. En esa época
fue común que se describieran estas artes como "elegantes" "nobles", o "superiores", pero fue el término
francés "beaux arts" el favorecido y luego fue traducido a varios idiomas como el alemán, el italiano y el
español. Fue interpretado por el inglés como "polite arts" o "fine arts" (Shiner, 2004 [2001]: 129-131).
En el idioma español quedó traducido como “bellas artes”. “La nueva categoría y el término se
extendieron por toda Europa entre 1750 y 1780” (Shiner, 2004 [2001]: 131).
Estos tres conceptos –arte, artista y estética– a su vez estimularon la fundación de museos en toda Europa,
la emergencia de un público y un mercado especializados que fortalecieron los nuevos conceptos de
"bellas artes", de artista y de estética.
La convergencia de ciertos cambios sociales, institucionales e intelectuales constituyó el sistema
moderno de las bellas artes. Su consolidación está determinada por la coherencia dada por la fundación
de museos en toda Europa, el surgimiento de la crítica de arte y la historia del arte como campos
especializados, la emergencia de un público y un mercado que fortalecieron los nuevos conceptos de
"bellas artes", de artista y de estética.
Para que se constituyera este sistema, era necesario que existieran las condiciones institucionales e
intelectuales capaces de sostener un campo conceptual específico que aglutinara una serie de problemas
que se habían ido suscitando a lo largo de varios siglos y que respondían básicamente a ordenamientos
de orden social de modernización y secularización que reclamaban atención desde finales de la Edad
Media. Se reemplazó un sistema regulativo por otro como respuesta a las exigencias de una nueva clase
social en ascenso que requería identificarse con nuevos modelos de representación que actuaban como
reacción a un rol expandido del mercado y a las nuevas instituciones y prácticas.
Este proceso de autonomización que experimenta el campo artístico va a definir lo que Bourdieu
denomina “campo intelectual” y que se constituye básicamente por la paulatina división del trabajo en el
campo de lo social y que en el ámbito de los saberes, corresponde a la consolidación de las diferentes
disciplinas con sus respectivas parcelas de dominio.
Página |6
A pesar de los cambios que se fueron suscitando a lo largo del siglo XVII en torno a las delimitaciones
del campo de la literatura y de la música, así como las facultades humanas que intervenían en el proceso
de conocimiento, no sería sino hasta que el viejo esquema de la separación entre artes liberales y artes
mecánicas se reorganizara, que se establecería la nueva categoría de arte. En este sentido, se puede
concordar con Régis Debray que: “No es el artista el que ha hecho el arte, es la noción de arte la que ha
hecho del artesano un artista” (1994 [1992]: 129). En este proceso, tuvo que transformarse la noción de
ciencia como un distintivo campo del conocimiento y práctica y una transformación en la comprensión
de la retórica[9] que fue desplazada como forma de conocimiento a una materia de estilo y ornamento
(Shiner, 2004 [2001]: 112). Aunque a fines del siglo XVII ya se asociaban la pintura, la escultura y la
arquitectura como "artes del diseño" o “artes figurativas" e incluso se las reconocía como "bellas artes",
de manera hegemónica todavía las artes eran vistas desde múltiples perspectivas, como instrucción,
prestigio, acompañamiento, decoración y diversión.
Según Shiner, lo más importante que dejó el siglo XIX con la elevación del arte fue la degradación de
las artesanías y las artes populares, lo cual contribuyó a que muchos artesanos quedaran reducidos a
operarios industriales y a la vez, se incrementó la separación entre la audiencia culta y la popular. Desde
entonces el sistema se mueve entre dos tensiones: asimilación y resistencia. Para Shiner, la asimilación
de otras modalidades puede ser considerada una resistencia hacia las divisiones del sistema del arte:
“algunas veces en beneficio de la artesanía en el sentido de las artes funcionales o populares, otras veces
en beneficio de la vieja unión de arte y artesanía en el sentido de intentar de reintegrar el arte y la sociedad
o el arte y la vida” (Shiner, 2004 [2001]: 308). A pesar del optimismo de Shiner, tengo mis diferencias
de grado sobre la capacidad de cambio de las asimilaciones, pues considero que estos intentos realmente
no alteran significativamente la estructura del sistema y siguen sosteniendo condiciones de desigualdad.
Durante el siglo XVII se fueron elaborando reinterpretaciones de la noción de talento como ingenio
(talento natural) y comenzó a ser desplazada por la de genio (como un espíritu guardián), aunque tenían
significados diferentes. Se tradujo ingenio como "espíritu", un término que iba a ser muy importante en
la filosofía y la literatura en los siglos XVII y XVIII. También se fueron asociando a la idea de genio las
nociones ya secularizadas de entusiasmo o de inspiración. En este proceso se suma la reinterpretación de
la idea de imaginación que superó su tradicional condición de retener imágenes para ser asociada a la
invención y fantasía, ganando terreno como una habilidad característica de los poetas. La noción de
invención, tomada de la retórica, también comenzó a ser asimilada como originalidad y libertad
individual.
Según Shiner, toda esta serie de desplazamientos de significados que sufren las nociones de talento,
imaginación e invención no se articulan en la nueva noción de artista moderno sino hasta mediados del
siglo XVII cuando el arte dejó de ser techné (un trabajo técnico o manual) que estaba ajustado al
tradicional esquema de las artes liberales y mecánicas. Tal vez el hecho más significativo fue la creación
de la Academia Real de Pintura y de Escultura en Francia, en 1648, porque se le otorgó una nueva
condición al trabajo artístico de tipo “artesanal”, comenzando por el privilegio de estas dos modalidades
por sobre otras. Muy pronto se fundó la Academia Real de Arquitectura (1671) lo cual también
contribuyó a perfilar la moderna figura del arquitecto, más alejada también de la tradición artesanal.
Página |7
La noción de artista, a medida que se fue distanciando de la idea de artesano, se fue perfilando a lo largo
del siglo XIX como una condición casi “metafísica”, sustentada en un supuesto poder creador, dado por
una subjetividad alejada de la relación funcional con la producción. Esta particularidad se refuerza con
la institucionalidad representada por los lugares de exhibición (como galerías y museos) y espacios de
consagración (academias y salones), que otorgan reconocimientos o premios según parámetros de valor
previamente fijados a las “mejores obras”.
Por ello, entre los inventos que acompaña la emergencia de un campo de producción, uno de los más importantes es sin duda
la elaboración de un lenguaje propiamente artístico: para empezar, una manera de nombrar al pintor, de hablar de él, de la
naturaleza y de la forma de remuneración de su labor, a través de la cual se va elaborando una definición autónoma del valor
propiamente artístico, irreductible, como tal, al valor estrictamente económico; y también, en la misma lógica, una manera de
hablar de la pintura en sí, con los términos apropiados, a menudo parejas de adjetivos, que permiten expresar la especificidad
de la técnica pictórica, la manifattura, incluso a la forma particular de un pintor, a cuya existencia social se contribuye sólo
con nombrarla (Bourdieu, 1995 [1992]: 429).
Esta categoría de artista se complementa con la función de “autor” reconocida por Foucault, que presenta
por lo menos cuatro funciones: el nombre de autor, la relación de apropiación, la relación de atribución
y la posición del autor.
El nombre de autor es un nombre propio que describe y designa: “ejerce un cierto papel con relación al
discurso: asegura una función clasificatoria” (Foucault, 1984 [1969]: 60), que también posibilita otras
relaciones filiatorias con otros textos. El nombre de autor identifica un cierto tipo de comportamiento
discursivo, que recibe un estatuto privilegiado dentro de una cultura. Foucault aclara que la función de
autor no es universal y en la actualidad se requiere para cierto tipo de textos. Por ejemplo, se debilita en
el campo científico porque los discursos pertenecen a una dimensión que posee legitimidad en sí misma.
En cambio, en el campo humanístico, la función de autor permite legitimar un discurso y el anonimato
se acepta sólo en: "calidad de enigma" (Foucault, 1984 [1969]: 62).
Según este filósofo, se construye la noción de autor a partir de una serie de requerimientos: se exige una
condición de valor que determina la selección de determinados discursos en favor de otros; es necesario
que exista una cierta coherencia de pensamiento, así como una unidad de estilo y una posición frente al
momento histórico social. Bourdieu complementa la descripción legitimadora, de supuesta coherencia,
unidad y estilo de la “autoría”, señalando que la biografía cumple un papel celebratorio, porque
constituye al productor como un personaje memorable: “digno del relato histórico, como los hombres de
Estado y los poetas” (Bourdieu, 1995 [1992]: 429). En el caso las artes visuales, hoy en día los agentes
productores son reconocidos como artistas en parte por su “currículo”. Este documento crediticio debe
contener:
- exposiciones individuales dedicadas especialmente a mostrar parte de su trabajo (de obra reciente,
antológicas o retrospectivas);
- exposiciones colectivas en que ha participado (junto a otros reconocidos artistas y mejor si son
organizadas o “curadas” por figuras también de cierta relevancia);
- sus reconocimientos (premios y becas);
- sus coleccionistas (privados o públicos)
- y su bibliografía.
El estatuto será mayor si las exhibiciones en que el sujeto ha participado se han realizado en reconocidos
espacios culturales, sobre todo museos de “prestigio” de importantes ciudades. Asimismo ocurre si sus
obras forman parte de colecciones también reconocidas, y más todavía, si sobre su trabajo han escrito
Página |8
críticos de arte y/o “curadores” de cierta visibilidad en el campo del arte, en revistas o libros
especializados de editoriales de renombre.
Para que las artes fueran distanciándose de su funcionalismo como una noción autónoma, y el artista
adquiriera esa condición de “autor”, legítimo y prestigioso, tuvieron que crearse los museos de arte como
las instituciones encargadas por resguardar este nuevo orden [10].
El antecesor del museo de arte fue el coleccionismo privado de pinturas y esculturas, y el gabinete de
curiosidades que fue extendiéndose desde el siglo XVII como mecanismo para dar a conocer a otras
culturas, pues reunían todo tipo de elementos exóticos. Hoy en día los gabinetes de curiosidades pueden
ser comprendidos también como los precursores de los museos de historia natural o museos de ciencias,
pues básicamente reunían elementos botánicos, animales y objetos antropológicos curiosos que ofrecían
información de culturas lejanas.
Cuando se habla de museo inmediatamente asociamos este organismo con el pasado, con la figura del
mausoleo, y aunque esa asociación no es del todo errónea, estamos reduciendo su objetivo a la
conservación de objetos sin tomar en cuenta su función básica y principal: la construcción de futuro.
Según Huyssen: “La modernidad es inconcebible sin su proyecto museal” (1994 [1992]: 153). Además
de coleccionar elementos del pasado con la finalidad de no perder sus vestigios ante los procesos de
modernización, el museo también prefigura modelos. Huyssen reconoce esta condición dialéctica que en
el fondo se sustenta sobre la estrategia expositiva de recontextualización simbólica de elementos capaces
de activar acciones interpretativas.
Jean-Louis Déotte, para explicar el rol que ha tenido el museo en la cultura occidental moderna recurre
a la figura de la nación para recordarnos que la activación de este imaginario implicaba la idea de un
patrimonio común, de una tradición gloriosa a la cual recurrir y en este sentido, coincide con los
señalamientos de Gellner antes comentados sobre la diferencia entre “cultura” y “Cultura”. Déotte se
pregunta: “La afectividad de la adhesión, ¿no supone la existencia de una experiencia común, cuyos
marcos permanecerían incambiados para todos, tanto en el momento mismo como en el devenir?” (1998
[1994]: 23).
La tradición es un “acuerdo” producido por la selección de determinados datos por sobre otros y esta
tarea exige institucionalizar una memoria por medio de instituciones específicas. Los elementos que van
a constituir la “historia” son entonces acuerdos que definen el pasado a ser recordado y que corresponde
a ciertos elementos simbólicos –religiosos, étnicos, territoriales– a los cuales se les ha atribuido el valor
de “lo propio”.
El museo es una institución que permite construir el imaginario civilizatorio de “lo propio”, dejando
fuera, por omisión, los signos de “lo otro”. Los primeros museos, sobre todo de arte, se sostuvieron sobre
las nociones de “universalismo artístico” y de las “bellas artes” diferenciadas de las artes populares o no-
cultas. El museo ha sido concebido entonces como el lugar de resguardo de una memoria seleccionada y
de una memoria por construir sobre un modelo cultural previamente diseñado o en proceso de
elaboración. El museo está ligado estrechamente a la noción moderna de un progreso evolutivo y
sistemático de la sociedad y por ello, se inscribe en el más clásico pensamiento positivista. Para construir
una sociedad nueva, moderna, había que revisar la tradición –y a la vez construir la “tradición de lo
nuevo”–, y en esta tarea participó el arte con su optimismo y carácter de vanguardia, aunque a la vez
Página |9
mostró ciertas distancias con algunos de los efectos de la modernidad y de la modernización. Pero
también es cierto que el arte de vanguardia cree en el progreso, y el museo, aunque en principio estaba
divorciado de este tipo de arte, asume esta fe evolutiva porque su teoría y práctica van a relacionarse con
el deseo de las élites dominantes.
Una de las estrategias clave del museo es la puesta en escena que representa la exposición. Siguiendo a
Eric Hobsbawm, se puede plantear que las exposiciones forman parte del proyecto moderno de
“invención de la tradición”[11] como del diseño de nuevos modelos asociados al progreso. Las
exposiciones, tal como hoy las conocemos, tienen su origen en los festivales religiosos presentados en
Francia e Italia en el siglo XV, que incluían exhibiciones temporales de pinturas. Este mecanismo fue
introducido luego en las academias de arte, especialmente en la Academia Real de Pintura y de Escultura
de Francia [12] que desde 1667 lo implementó como parte de su programa académico. A partir de 1737
las exposiciones se institucionalizaron como eventos anuales, inaugurando así la historia de los “salones”.
Debray aclara que en 1748 se comenzó a nombrar un jurado para seleccionar las obras a exhibirse en el
salón anual y enumera la cadena de elementos que intervienen en este proceso de institucionalización del
arte como un sistema autónomo sustentado en la privatización o diferenciación del gusto:
El salón suscita la crítica de arte que hace sistema con lo periódico, lo periódico con el catálogo (el primero apareció en
Holanda en 1616), el catálogo con el marchante, el marchante o la galería con una clientela de gustos variados. Esta
diferenciación, o privatización del gusto, corre pareja con la caída de la jerarquía de los géneros fijados en la edad clásica por
la Academia Real: la pintura de historia en la cima, después el retrato, a continuación el paisaje seguido de la pintura de
animales y finalmente, en último lugar, el bodegón o naturaleza muerta. Ése es el precio del libre ejercicio profesional, cuando
el monopolio académico se encuentra en claro retroceso (1994 [1992]: 201).
La transformación del mecanismo expositivo –desde la exhibición de los objetos en las ferias a la
creación de salones definidos por un jurado y registrados en un catálogo– corre de manera paralela a las
transformaciones que experimenta lo que hoy conocemos como coleccionismo, y en especial, al
coleccionismo como patrimonio museístico.
El principio de colección o de agregación –principio de genealogía que se crea por olvido activo y por la
supuesta continuidad de elementos en común– es siempre problemático porque implica discontinuidades
dadas a priori. Se debe aplicar una selección como una clave para clasificar y organizar, y en esta labor,
se omiten muchos elementos, que a pesar de poder formar parte de ese universo, atentan en contra del
ordenamiento de cualquier colección que se intenta coherente. Este mecanismo de organización
“forzada” finalmente se ve cuestionado porque todo aquello que no ha sido inscrito en ese orden, termina
por volver y mostrar la discontinuidad.
El desplazamiento constante que experimentan los objetos, sobre todo cuando ingresan al espacio
museológico, no fue siempre así, nos advierte Clifford. Con el gabinete de curiosidades se mezclaba todo
a modo de los bestiarios borgianos o de las descripciones que elabora Foucault de las taxonomías
dominantes en el medioevo. Los objetos compartían un mismo estatus de conocimiento y representaban
a zonas geográficas completas sin hacer distinciones específicas de razas o culturas. Es con la
instauración de lo que Clifford llama el sistema de arte-cultura moderno [13] que se crean las condiciones
para que los objetos puedan ser apreciados con juicios de valor intercambiables: valores culturales
(científico), artísticos (estético), y de mercado (económico), que van a responder a los parámetros
hegemónicos vigentes en cada grupo social.
Para comprender cómo un objeto cualquiera se convierte en un elemento coleccionable dentro del campo
del arte, es importante considerar las reflexiones de Baudrillard sobre las connotaciones simbólicas de
P á g i n a | 10
los objetos, que para él, construyen un “sistema de objetos” asociado al capitalismo en desarrollo. Los
objetos son asumidos como “coleccionables” cuando son apreciados por un sujeto que le otorga un valor
más allá de su posible funcionalidad, pero no de manera aislada sino vinculados con un universo mayor,
ya sea un conjunto o serie que conforma una organización capaz de establecer relaciones entre sí y estar
asociadas a una idea de prestigio. La colección se sostiene sobre una discontinuidad en lo real, sobre la
selección, descontextualización, recontextualización y jerarquización de los objetos que actúan en
función de la creación de un modelo que, finalmente, estimula en el sujeto un sentido de trascendencia
(Baudrillard, 1997 [1968]: 110).
Es sobre la activación de esa supuesta reversibilidad del tiempo –al detener el proceso evolutivo a que
están expuestos los objetos en tanto condicionantes de nuevas interpretaciones y valoraciones sociales–
que se sostienen las creencias acerca de la existencia de unos valores culturales superiores a otros,
capaces de ser fijados y sostenidos como modelo ejemplar.
En la conformación del coleccionismo como en la organización de exposiciones, hoy en día tiene especial
importancia la figura del “curador”, que se puede describir como un mediador cultural, cuyas
herramientas derivan de la crítica de arte, pues conceptualiza exposiciones y discursos artísticos en
general a partir de un andamiaje teórico previamente elaborado [14].
Los términos “curador” y “curaduría” son de origen latín y etimológicamente están asociados con la
palabra “cura”, que entre 1220 y 1250 se comprendía como “asistencia que se presta a un enfermo
(Corominas, 1996 [1961]: 186). En 1330 aparece el término “cura” para identificar al párroco encargado
de cuidado espiritual de las almas de sus feligreses. El término “curaduría” aparece en 1495 asociado al
campo jurídico para describir el cuidado de personas (niños menores o deficientes mentales) y de bienes.
El término curaduría se desplazó del campo jurídico al campo artístico en los países de habla inglesa
como curator o curatorship, para denominar la actividad y el campo profesional asociados al cuidado del
coleccionismo en los museos. En las prácticas museísticas en España se emplea el término “conservador”
para describir la labor curatorial dentro de los museos, y la de “comisario” para describir al organizador
de una exposición. En América Latina [15] se ha preferido castellanizar el término anglosajón curator
para designar como “curador”, al estudioso de una colección de manera temporal y geográfica, en lo
concerniente a su evaluación, exposición, difusión y análisis teórico, y hacer la diferencia con el
conservador, encargado de las tareas de preservación física de las obras. El término se ha ido
transformando para identificar a las personas que diseñan conceptualmente una exposición, seleccionan
las obras a exhibir y elaboran textos críticos, aunque no tengan a su cargo el resguardo de una colección
en particular. Hoy en día la figura del curador representa una autoridad dentro de la división social del
trabajo en el campo artístico, pues asume una intermediación social significativa al atender los procesos
de circulación e interpretación, que no están exentos de atribuciones valorativas.
En resumen, las categorías “arte” y “artista”, las exposiciones, el coleccionismo, el museo y los curadores
han contribuido a diferenciar productos y grupos culturales entre sí, como mecanismos valorativos y
jerárquicos.
En la consolidación del sistema moderno del arte también tiene un rol importante la transformación de
la noción del "gusto". Aunque ya era conocida en el Renacimiento por pequeñas comunidades de
conocedores, en el siglo XVII se amplía para hacer diferenciaciones de orden social y artístico, en
asociación con la noción de estilo.
P á g i n a | 11
La creación de una facultad distintiva del juicio para el arte era necesaria en la consolidación de la
moderna categoría de arte y en esta vía, la razón unida al sentimiento fue importante, puesto que la razón
por sí misma quedaba limitada a la apreciación de lo puramente ornamental o afectivo. En este sentido,
el conjunto de creencias reconocidas como clasicismo, que privilegiaban la belleza de la naturaleza,
comenzó a ser superada por una preferencia por la expresión de los sentimientos que favoreció la
expresión más subjetiva de un “yo” ensimismado y trascendente que va a ser ampliamente referido por
algunos planteamientos filosóficos (Shiner, 2004 [2001]: 113-117).
Para poder tener acceso al disfrute de la obra de arte, se debe contar con lo que Bourdieu denomina un
“capital cultural adquirido” que forma la disposición estética a partir de un aprendizaje sostenido sobre
una serie de condiciones previamente constituidas. En el estudio liderado por este sociólogo, titulado El
amor al arte. Los museos europeos y su público, aclara que: “El código artístico como sistema de los
principios de división posibles en clases complementarias del universo de las representaciones ofrecidas
por una sociedad determinada, en un momento dado, posee el carácter de una institución social”
(Bourdieu y Darbel, 2004 [1969]: 81). Este sistema de percepción, que es producido históricamente y
expuesto a cambios, no depende de las voluntades individuales, sino de acuerdos sociales: “Cada época
organiza el conjunto de las representaciones artísticas según un sistema institucional de clasificación que
le es propio” (Bourdieu y Darbel, 2004 [1969]: 81), que en el caso del arte occidental, tiene como
referentes su propia historia del arte con sus clasificaciones y jerarquizaciones, o su propio “archivo”[16]
en términos foucaultianos.
La disposición estética es un acuerdo social previamente construido por una hegemonía cultural, cuya
historia que alcanza un punto culminante con la constitución del sistema moderno del arte.
Basándose en Edwin Panofsky, teórico del arte asociado al estructuralismo, Bourdieu trata de descifrar
si es la obra la que impone esa condición y termina reconociendo que esto no es posible sin la
configuración de un campo artístico relativamente autónomo. Y apunta que la disposición estética
vigente es producto de la hegemonía de la condición moderna:
El modo de percepción estética, en la forma «pura» que ha adoptado en la actualidad, corresponde a un estado determinado
de producción artística: un arte que, como por ejemplo toda la pintura post-impresionista, es producto de una intención artística
que afirma la primacía absoluta de la forma sobre la función (Bourdieu, 2000 [1979]: 27).
Se puede entender que aquí Bourdieu está empleando la idea de “función” en términos clásicos de valor
de uso, debido a que la disposición estética se sustenta en la dicotomía “interés/desinterés” o en su
supuesto equivalente “espiritual/funcional”. Para quienes han asumido los valores estéticos como una
disposición supuestamente superior, la “forma” en sí misma representa la “autonomía” o la entidad ideal
de esta concepción. Con la modernidad, el “funcionalismo” tradicional del arte –el reconocimiento de
sus condiciones sociales– se vio afectado.
La disposición estética permite que ciertos grupos sociales se identifiquen entre sí y a la vez se distancien
de otros grupos, atribuyéndose a sí mismos el alto valor de esta distinción. Además de las instituciones
específicas como la educación formal y los museos, el concepto de habitus [17] de Bourdieu contribuye
a explicar esta transmisión casi “naturalizada”.
Este mismo autor también aclara que la interpretación de una obra de arte depende de la interacción entre
el nivel de emisión y el nivel de recepción. Esta relación puede ser insatisfactoria para el receptor cuando
los códigos de la obra exceden su campo de conocimiento y: “éste no consigue ya dominar un mensaje
P á g i n a | 12
que le parece desprovisto de toda necesidad (Bourdieu y Darbel, 2004 [1969]: 83). De acuerdo a esta
relación, se observa que las prácticas artísticas pueden dialogar con la tradición precedente y describir
momentos clásicos –de perfección de determinados códigos– o momentos rupturales donde se inventan
otros nuevos. Aunque las propuestas rupturales, por su condición de rechazo a la tradición, no exigen
claves previas de lectura, paradójicamente son apreciadas mejor por los sujetos que poseen mayor capital
simbólico, pues se manifiestan más dispuestos al cambio. En resumen, todo bien cultural es susceptible
de ser interpretado en diferentes niveles, desde la expresividad fenoménica (o perceptual) hasta una
integrada (perceptual, icónica y social).
A lo largo del siglo XX, muchos artistas reconocieron las paradojas que se gestaban al interior del sistema
del arte y por ello, quisieron burlarlo o ridiculizarlo, a partir de gestos provocadores, como la selección
de La Fuente de Marcel Duchamp, que desestabilizó temporalmente el campo del arte[18], pues años
más tarde, esta acción abriría un campo para la valoración de los llamados ready-made (el objeto
completamente hecho o de origen industrial que es insertado en el campo del arte).
La noción de “arte contemporáneo” debe mucho al gesto transgresor de Duchamp y está asociada a la
crítica del sistema moderno del arte, relacionada con la emergencia del llamado arte conceptual en los
años 60 del siglo XX, que mostró una enorme tendencia a la desmaterialización de la obra de arte. Se fue
sustituyendo la materia sensible (la pintura, el mármol, el bronce y otros materiales) y el oficio (las
técnicas especializadas), por la creación de propuestas visuales (bidimensionales o tridimensionales,
como las instalaciones [19] o las intervenciones de espacios existentes llamadas también site-specific
[20]), con elementos que apuntaban a reflexiones sobre diferentes problemas culturales. Se comenzó a
privilegiar la introducción de textos e imágenes de variados orígenes, como ensamblajes y collages
fotográficos. La apropiación, como estrategia que permitía emplear todo tipo de recursos ya elaborados,
fue en detrimento de la noción de “estilo” y de la figura de autoridad del artista con su supuesta condición
de “iluminado” y realizador de objetos “originales”, “únicos” y “universales” (según los parámetros
identificados por la disciplina de la estética).
Transcurridas varias décadas de la emergencia del llamado arte conceptual, se puede plantear que la
noción “obra de arte” ha experimentado algunas transformaciones irreversibles y que introducen
paradojas en el sistema. Entre ellas, se encuentra la condición “efímera” o temporalmente transitoria de
muchas prácticas artísticas que afectan la conservación de la llamada “obra de arte” y, por ende, del
coleccionismo.
Las prácticas artísticas que se identifican con la noción de arte contemporáneo, de manera deliberada o
no, cuestionan al sistema moderno del arte como representación que ejerce un rol diferenciador en lo
social (cuando asigna una diferencia distintiva entre los sujetos) y en el sistema valorativo de mercado
(cuando jerarquiza los objetos culturales). Estas prácticas pueden ser identificadas como discursividades
que asumen una lucha por la redistribución del poder en la medida en que desconstruyen los saberes
instituidos y plantean nuevas relaciones sociales. Su acción política o de intervención puede ser entendida
como la manera de ofrecer visibilidad a aquellas formas que han quedado postergadas por los modelos
dominantes de ciudadanía, ya sea como mecanismo de memoria o de problematización de las
representaciones instituidas.
Las prácticas artísticas identificadas con la noción de arte contemporáneo ponen en duda la idea de la
historia del arte como una posible evolución de las formas (sobre la base de una idea de progreso) y las
P á g i n a | 13
categorías de “obra de arte” y autoría”. De este modo privilegian el trabajo artístico como “proceso” a
partir de una actitud que favorece la “desmaterialización” de la obra de arte y su condición efímera. Como
consecuencia de esta postura crítica también se ponen en duda las categorías derivadas de la idea de “obra
de arte” como “originalidad”, “trascendencia” y “universalidad” de los códigos artísticos. Por esa razón,
entre las estrategias empleadas se encuentran las hibridaciones técnicas y la apropiación de diferentes
discursividades, por medio del uso de textos, instalaciones, intervenciones espaciales, acciones
corporales, registros y proyecciones en fotografía y video, creación de situaciones diversas que pueden
incluir materiales orgánicos o de desecho, entre otras modalidades.
A partir de todo este recorrido por la instauración del sistema moderno del arte, resulta necesario
comprender las tensiones que se han gestado entre prácticas artísticas, agentes diversos e instituciones
para ampliar por un lado este sistema, y por otro, sostenerlo para que no se funda en el amplio mundo de
lo social. Pero la naturalización de la categoría arte ha contribuido a que las prácticas artísticas
contemporáneas, a pesar de sus reacciones contra la “belleza”, la “universalidad”, entre otros estatutos
tradicionales, sigan siendo juzgadas según criterios de una estética modernista que sostiene su hegemonía
en la práctica.
Desde una mirada retrospectiva, hoy podemos reconocer que la autonomía del arte, como campo
especializado y autosuficiente, les otorgó libertad de acción a los artistas, a la vez que contribuyó,
paradójicamente, a fortalecer el mercado y a escindir la esfera de lo cultural, signando al arte con la marca
diferenciadora en lo social y en lo valorativo. Esta reflexión sobre el sistema moderno del arte aún vigente
como campo modelizador, se propone estimular negociaciones que favorezcan la comprensión del
sistema artístico como campo de conocimiento asociado a las políticas de representación, y que ofrece
muchos elementos para el análisis de las dinámicas sociales.
NOTAS
[1] Este es un resumen del capítulo II de la tesis doctoral titulada: La conformación del campo y el canon del arte
contemporáneo en Venezuela. Los grandes museos nacionales, su teoría y su práctica, FACES, UCV, Caracas: junio de 2008.
[2] Curadora de arte latinoamericano, Dra. En Ciencias Sociales, UCV; Coordinadora Adjunta, Programa Cultura,
Comunicación y Transformaciones Sociales, Centro de Investigaciones Postdoctorales, Facultad de Ciencias Económicas y
Sociales, Universidad Central de Venezuela, carmenhrnandezm@gmail.com
[3] “El mecanismo primero que funciona en la valoración de la cultura es el etnocentrismo. Etnocentrismo es el punto de
vista según el cual el propio modo de vida de uno es preferible a todos los demás. Como dimana del proceso primitivo de
endoculturación, este sentimiento es connatural a la mayor parte de los individuos, ya sea que lo expresen o no” (Melville
Herskovits citado por Mato, 1992: 41).
[4] “El nacionalismo es una especie de patriotismo que se distingue por muy pocos rasgos importantes: las unidades con las
cuales este tipo de patriotismo, llamado nacionalismo, se favorece de lealtad, son culturalmente homogéneas, basadas sobre
una cultura que está forzada a ser alta cultura (letrada); ellas deben sostener el sistema educacional el cual puede resguardar
una cultura de letrados; son pobremente dotadas con rígidas sub-agrupaciones internas; sus poblaciones son anónimas, fluidas
y móviles, y son no mediadas; el individuo pertenece a ellas directamente, en virtud de su estilo cultural, y no en virtud de su
membresía de afiliación a los sub-grupos. Homogeneidad, instrucción, anonimato son rasgos claves” (Gellner, 1983: 138).
[5] Bajo su influjo surgieron las posturas de Hippolyte Taine, Alois Riegl, Jacob Burckhardt, Heinrich Wölfflin, Wilhelm
Worringer, quienes instauraron las características metodológicas de la disciplina, interpretando las ideas kantianas o
hegelianas sobre la “belleza”, la contemplación y su condición evolutiva asociada a una voluntad, empatía o disposición
(Einfühlung) inscrita en la percepción visual. Cfr. Gellner, 2003 [1987]; Ocampo y Peran. 2002 [1991].
P á g i n a | 14
[6] Cfr. Bourdieu, 1983 [1971]; Bourdieu, 1990 [1984]; Bourdieu, 1995 [1992]; Bourdieu, 1999 [1995]; Bourdieu, 1999
[1997]; Bourdieu, 2000 [1979]; Clifford, 1994 [1988]; Clifford, 1999;Danto, 1999 [1997]; Danto, 2002 [1981]; Danto, 2005
[2003]; Geertz, 1994 [1983]; Shiner, 2004 [2001].
[7] Según Shiner, su abordaje intenta superar los límites de la historia de las ideas que concentra su estudio en el campo
intelectual. Para él, más que una determinación social de las ideas, cree que se produce una “dependencia mutua de ideales y
los cambios sociales” (Shiner, 2004 [2001]: 31-32).
[8] Antes de definirse el repertorio de las bellas artes: poesía, pintura, escultura, arquitectura música, estas prácticas formaban
parte del término “matemáticas mixtas”, que incluía a las artes hidráulicas, la navegación, junto a la poesía, la gramática y la
retórica. En esta época en que se estaba reorganizando el conocimiento bajo el impulso de La Enciclopedia, se creaban nuevas
disciplinas como el conocimiento “Científico o Natural” que agrupaba la aritmética, la geometría, junto a la física, la
minerología y la zoología. Cfr. Shiner, 2004 [2001]: 123-134.
[9] Por influencia de las reflexiones de Descartes, la retórica quedó más asociada a la poesía, separándose de la lógica, la cual
quedó mejor agrupada con la geometría y las ciencias físicas.
[10] En el campo de la música tienen su equivalente en el concierto secular ofrecido en salas de concierto y en la literatura
estarían representadas por el libro.
[11] Para este autor: “la «tradición inventada» implica un grupo de prácticas normalmente gobernadas por reglas aceptadas
abierta o tácitamente y de naturaleza simbólica o ritual, que buscan inculcar determinados valores o normas de
comportamiento por medio de su repetición, lo cual implica automáticamente continuidad con el pasado. De hecho, cuando
es posible, normalmente intentan conectarse con un pasado histórico que les sea adecuado. Un ejemplo sorprendente es la
elección deliberada del estilo gótico para la reconstrucción del Parlamento británico” (Hobsbawm, 2002 [1983]: 8).
[12] Esta academia fue fundada en París en 1648 sobre la premisa de una separación entre las artes nobles y las artes
mecánicas. Desde 1661, durante la dirección de Colbert y Lebrun, la renovación que experimentó la Academia Real de Pintura
y de Escultura en Francia influyó en la organización que adquiriría el resto de las academias europeas existentes y en vías de
fundación. Cfr. Pevsner, 1982 [1940]: 66-85.
[13] Y que en este trabajo se ha asumido como “sistema moderno del arte”.
[14] Personalmente, por mi propia experiencia como curadora de arte latinoamericano en el MBA (desde 1990 a 1999) prefiero
describir la curaduría como la construcción de sentido que se produce en el diseño conceptual de una exposición, cuya ética
debe ajustarse a las propias condiciones del campo del conocimiento artístico y de sus alcances en lo social, y no responder a
un orden moral de otra índole. La curaduría de arte contemporáneo debe reflexionar entonces sobre las pertinencias de las
prácticas artísticas tomando en cuenta que el “arte” es un campo de saberes instituido como sistema.
[15] El término curador no tiene muchas décadas de uso en América Latina. Más bien se fue expandiendo en los años 80 del
siglo XX, y no cuenta con la misma inclinación idiomática en todos los países del continente. Por ejemplo, en Chile se usan
“curador” y Curatoría”, en cambio en Venezuela se emplean “curador” y “curaduría”.
[16] El archivo y el a priori histórico constituyen una positividad relacionada con la condición de realidad de los enunciados
y de las formaciones discursivas. El a priori histórico actúa como una historia ya dada, como “el conjunto de reglas que
caracterizan una práctica discursiva” (Foucault, 1997 [1970]: 217), y el archivo representa el volumen o sistema de esos
enunciados, es “la ley de lo que puede ser dicho” (Foucault, 1997 [1970]: 219).
[17] Para Bourdieu la noción de habitus: es un producto de los condicionamientos que tiende a reproducir la lógica objetiva
de dichos condicionamientos, pero sometiéndola a una transformación; es una especie de máquina transformadora que
posibilita reproducir las condiciones sociales de nuestra propia producción, pero de manera relativamente imprevisible, de
manera tal, que no puede pasar sencilla y mecánicamente del conocimiento de las condiciones de producción al conocimiento
de los productos” (1990 [1984]: 154-155).
[18] En 1917 este artista fue invitado por la galería Grand Central de Nueva York a ser jurado en una exposición de arte
independiente. Debido a su particular escepticismo por las condiciones valorativas del arte que le exigían a las piezas la
condición de “originalidad” y “trascendencia”, Duchamp, con el seudónimo “R. Mutt”, quiso participar en este salón y envió
un urinario (un producto industrial) como obra de arte, el cual fue rechazado, motivo por el cual, renunció a su condición
P á g i n a | 15
como jurado. Este hecho creó un escándalo en la época. Hoy esta pieza es considerada como una de las obras más importantes
del arte moderno. Aunque el original se encuentra actualmente desaparecido, actualmente varias réplicas forman parte de las
colecciones de importantes museos, como: Tate Gallery, Londres; Museum of Modern Art, Nueva York; y Philadelphia
Museum of Art, Filadelfia.
[19] Como instalaciones podrían definirse aquellas prácticas artísticas que despliegan en un espacio (ya sea determinado o
no) elementos diversos (es decir, diferentes entre sí y posiblemente desplazables), siguiendo un orden predeterminado o no,
tomando en consideración el contexto físico. La aproximación de los objetos entre sí y a la vez con el espacio, exige una
especial actividad del artista y del espectador quien, finalmente, debe organizar perceptivamente el conjunto y darle un sentido.
[20] Este término describe la intervención de un espacio específico y previamente escogido, exigiéndole al artista su
interpretación histórica y física de las condiciones simbólicas y de uso, del lugar para adecuar su propuesta a esas
características. Generalmente se toman en cuenta las representaciones del sitio de acuerdo a su relación con lo social.