Manual de Terapia Sistémica 2018
Manual de Terapia Sistémica 2018
Manual de Terapia Sistémica 2018
Principios y herramientas de
intervención [Moreno, A. ed.]
Publicado en la revista nº049
Autor: de Eusebio Castillo, Ana Altea
Introducción
La portada del Manual, una playa soleada con varios pares de chanclas clavadas
en la arena, nos invita a disfrutar de una lectura relajada y agradable. Y también
nos da una pista de lo que nos vamos a encontrar dentro: un conjunto de técnicas,
conceptos y nuevas perspectivas que podemos ir “probándonos”, como las
chanclas de distintos colores y tamaños, para encontrar, seguro, algunas con las
que nos sintamos más cómodos y nos permitan avanzar.
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El Manual está dividido en tres partes. La primera corresponde a los conceptos y
herramientas básicos del enfoque sistémico. Las bases teóricas y la perspectiva
del ciclo vital familiar y el género, recogidos en los tres primeros capítulos, nos
sirven para acercarnos conceptualmente a cualquier caso clínico desde el enfoque
sistémico. Los tres capítulos posteriores aportan conceptos y herramientas para
comenzar a intervenir: los métodos e instrumentos de evaluación, la guía para
analizar y configurar el contexto de intervención y un panorama amplio y detallado
de las distintas destrezas de intervención. (Esta reseña se centra en esta primera
parte del Manual (prólogo, introducción y capítulos 1 al 6) e irá seguida de una
segunda reseña sobre el resto de contenidos del libro, que aparecerá en el
próximo número de Aperturas Psicoanalíticas).
Carlos Sluzki en su prólogo valora la ardua tarea de la editora del Manual, Alicia
Moreno, al reunir en este volumen el trabajo de un amplio número de
colaboradores y conseguir una síntesis conceptual coherente de un campo tan
amplio y en permanente evolución. Según Sluzki, “cada lectura dejará al lector
nuevos sedimentos, pero además cada componente del campo de la terapia
sistémica” (abordado en los sucesivos capítulos) “está en continua evolución”, que
transita por el pasado, el presente y el futuro. De modo que nos invita “a gozar de
la lectura de este volumen” mientras finaliza la elaboración de su compañero, una
segunda compilación sobre la práctica de la terapia sistémica en distintas
problemáticas y contextos.
Prólogo. Carlos E. Sluzki (págs. 11-16)
La intervención con parejas y familias ha sido y sigue siento una de las señas de
identidad de este enfoque. Hacer terapia familiar sistémica no es invitar a sesión a
los familiares como “acompañantes” del paciente, sino enfocar la intervención en
la relación o el sistema en su conjunto. Esto ha supuesto un cambio radical
respecto al encuadre terapéutico exclusivamente individual. Además, el enfoque
sistémico va más allá y aporta al terapeuta una nueva “lente” para entender a las
personas y los problemas en su contexto relacional (independientemente de
quiénes estén presentes en la sesión) y le ayuda a verse a sí mismo como parte
del sistema.
En este capítulo se exponen la historia y los pilares teóricos básicos del paradigma
sistémico, mostrando su evolución a partir de sus comienzos en los años 60. El
enfoque sistémico surge en el encuentro interdisciplinar en torno a la Teoría
General de Sistemas y la Cibernética y su aplicación al campo de las relaciones
humanas. Los autores subrayan el trabajo pionero que se desarrolló en el Mental
Research Institute en California, donde tuvieron su origen la teoría del doble
vínculo y los axiomas de la comunicación, con gran influencia posterior en la
práctica de la terapia sistémica. Se expone también la evolución de la cibernética y
sus implicaciones clínicas y, por último, se presentan los desarrollos del enfoque
sistémico basados en el constructivismo y construccionismo social.
Uno de los artífices del paradigma sistémico fue Gregory Bateson, que en 1956
(Bateson et al., 1974) con su concepto de “doble vínculo”, describe cómo un
determinado proceso interaccional contribuye a generar patología en el individuo
afectado: un progenitor que transmite al hijo/a dos mensajes mutuamente
incompatibles, emitidos en distintos niveles de comunicación, situándole en una
trampa relacional de la que es imposible salir. Esto supuso un cambio radical en el
estudio del origen y tratamiento de las enfermedades mentales, al tener en cuenta
los aspectos relacionales y comunicacionales. El paradigma sistémico se enfocó
principalmente en estudiar los efectos que la conducta de un individuo tenía sobre
el otro, las reacciones de éste y el contexto en el que se daba esa interacción
(Watzlawick et al, 1971).
El primero de los pilares teóricos del paradigma sistémico, la Teoría General de
Sistemas, aporta una descripción de los sistemas y sus propiedades: un sistema
es un conjunto de elementos vinculados entre sí que constituyen una totalidad, de
forma que el todo es más que la suma de las partes (por lo que, para conocer el
sistema familiar, no basta con analizar por separado a cada uno de sus
miembros). Y a su vez, para conocer las características y funcionamiento de cada
componente, necesitamos situarlo en su contexto, comprender qué lugar y función
cumple en ese sistema. Al estar los componentes del sistema vinculados en un
todo, un cambio en cualquiera de las partes conllevará una modificación en el
sistema en su totalidad. Otra de las características de los sistemas es
la circularidad, que implica que hay una influencia recíproca (y no unilateral) entre
los componentes del sistema. Por último, la equifinalidad y equicausalidad indican
que a partir de unas determinadas condiciones iniciales pueden darse distintos
resultados y que, a su vez, se puede haber llegado a una determinada situación a
partir de condiciones iniciales muy diferentes. En la práctica clínica, esto implica
que nuestra observación e intervención deben centrarse en el funcionamiento del
sistema familiar aquí y ahora, puesto que es la propia organización del sistema la
que va a influir en su estado actual y evolución posterior.
En la parte final del capítulo se presentan las dos corrientes teóricas enmarcadas
en la segunda cibernética: el constructivismo (Maturana y Varela, 1990) y
el construccionismo social (Gergen, 1996; McNamee y Gergen, 1996). El primero
mantiene que los seres humanos damos sentido a la realidad a través de nuestros
propios mapas o modelos mentales y que la respuesta a los estímulos externos no
viene determinada por éstos, sino por nuestra propia estructura. El
construccionismo social subraya que estos mapas de la realidad no se crean en
cada individuo aisladamente, sino que son significados compartidos que se
construyen socialmente, en el contexto de la interacción social. Ambas
perspectivas han influido decisivamente en el desarrollo de la terapia sistémica, tal
como describen los autores.
Los autores de este capítulo han logrado la difícil tarea de condensar un extenso
conjunto de contenidos (que en sí mismo daría para un libro completo) y describir
numerosos conceptos complejos de una forma precisa, inteligible y didáctica,
buscando siempre su conexión con la práctica clínica. Estos conceptos teóricos
constituyen la puerta de entrada el mundo de la terapia sistémica e implican el reto
de dejar atrás anteriores versiones de la realidad (por ejemplo, el pensamiento
lineal en términos de causa-efecto), para adentrarnos en una nueva perspectiva
en la que nos incluimos a nosotros mismos en relación al objeto de estudio y nos
vemos formando parte de innumerables sistemas en constante interacción y
evolución.
El capítulo menciona los modelos del ciclo vital individual de Erikson y el del ciclo
vital familiar de Duvall como precursores del modelo del CVF de Carter y
McGoldrick (1999), que es uno de los más utilizados en el campo de la terapia
familiar sistémica y que se presenta detalladamente y ejemplificado en el capítulo.
Este modelo considera que cada sistema familiar se encuentra en la intersección
entre dos ejes: “uno vertical donde se aprecian patrones de relación y
funcionamiento que se transmiten a través de generaciones, como son las cargas
con las que nacemos, las actitudes, tabúes y expectativas de la familia” y un
flujo horizontal donde se sitúan las etapas previsibles por las que pasa la familia a
lo largo del CVF y los cambios del sistema familiar ante circunstancias
imprevisibles, como divorcios, enfermedades, muerte, etc. En el capítulo se
describen las características de las diferentes etapas del CVF: la del adulto joven
independiente, la formación de la pareja, la familia con hijos pequeños, la familia
con hijos adolescentes, la emancipación de los hijos y la familia en la vejez. En
cada etapa hay distintas tareas a llevar a cabo, cambios en la estructura familiar,
la composición y funciones de los subsistemas, la organización jerárquica, los
vínculos afectivos y en muchas ocasiones, la entrada y salida de algunos
miembros. Se da así un proceso de evolución de cada miembro paralelamente al
de la familia en conjunto.
El estudio del CVF puede resultar muy útil en terapia al proporcionar información
necesaria para entender la evolución del sistema familiar con el que intervenimos
y para obtener una visión histórica de las generaciones anteriores (pues el
mensaje que unos padres han recibido de los suyos sobre cómo debe ser la
familia y qué roles debe desempeñar cada uno tendrá un reflejo en la crianza de
sus hijos). Y es que el CVF delimita los papeles de cada miembro de la familia
según la etapa en la que esté (por ejemplo, a medida que los hijos van creciendo,
la diferencia jerárquica con los padres se reduce y flexibiliza). Además, esos
cambios en el ciclo vital se producen dentro de determinados contextos sociales,
culturales, económicos y con ciertas ideologías de género, que determinan
poderosamente lo que ocurre en el interior de cada familia. Nuestros modelos, por
tanto, deben adaptarse también a la nueva realidad social, en la que, por ejemplo,
cada vez son más frecuentes los divorcios, las familias monoparentales,
homoparentales, reconstituidas o multiculturales. Tener esto en cuenta contribuye
a que los terapeutas dejemos atrás nociones preconcebidas sobre modelos de
“familia normal”, tal como nos propone la autora el capítulo, y nos abramos a la
diversidad de formas en las que las personas pueden establecer relaciones
afectivas, de convivencia y de crianza de los hijos que resulten funcionales para
sus miembros.
En sus reflexiones finales del capítulo, la propia autora nos da claves de cómo
tener en cuenta la perspectiva del CVF en nuestra práctica clínica: “al redefinir los
problemas de nuestros pacientes en términos de evolución y etapas a superar,
atenuamos su ansiedad y sentimiento de culpa, contribuimos a percibir el
problema como algo transitorio” y nos enfocamos en las habilidades y recursos de
la persona o familia. El CVF permite “realizar hipótesis sobre la etapa de desarrollo
en la que se encuentra la familia, explorar cómo se ha enfrentado a etapas y crisis
anteriores, evaluar los niveles de estrés producidos en las transiciones previas” y
“discriminar si el problema planteado proviene del estrés esperable de una
situación familiar en evolución o bien de un problema con patología clínica”. Por
último es muy importante reconocer las nuevas problemáticas que enfrenta la
familia y aceptar que el modelo tradicional no es el único válido. “Esto nos libera
de juicios y estereotipos en los tratamientos psicoterapéuticos, facilitando así el
que podamos seguir pensando nuevos modelos que nos ayuden a elaborar
intervenciones terapéuticas más adecuadas a las características de nuestros
pacientes”.
Cristina Polo escoge la definición del concepto de género de Molina (2008) como
un conjunto de “representaciones, espacios, características, prácticas y
expectativas que se asignan a los hombres y (sobre todo) a las mujeres a partir de
su diferencia sexual y como si fuera algo que derivara naturalmente del hecho
biológico del sexo”. Dado que el género es una construcción social, los terapeutas
debemos ser capaces de reconocer cómo estos condicionamientos, que
establecen determinados modelos de comportamiento y relación para hombres y
mujeres, actúan sobre las personas que nos consultan y también sobre nosotros
mismos.
Dentro del campo de la terapia sistémica, se subraya la labor pionera de las cuatro
terapeutas feministas autoras de “La red invisible” (Walters, Papp, Carter y
Silverstein, 1996) al introducir una perspectiva de género para “detectar y abordar
explícitamente en terapia los supuestos patriarcales implícitos en las familias” y
considerar “si determinadas hipótesis explicativas o estrategias terapéuticas
sistémicas cuestionaban estereotipos de género limitantes, o los mantenían”.
El capítulo invita a una reflexión muy necesaria acerca de las propias creencias,
vivencias y sesgos de género de los propios terapeutas y a contemplar desde una
óptica de género todo lo que tiene que ver con el proceso terapéutico y nuestras
formulaciones sobre los casos. Es muy clarificadora la revisión que hace la autora
sobre algunos de los conceptos sistémicos tradicionales y son también muy útiles
y reveladores los numerosos y detallados ejemplos clínicos que ilustran la
exposición.
Este capítulo ofrece una guía para el establecimiento del contexto en el que se
realiza la intervención terapéutica sistémica. Comienza definiendo qué se entiende
por contexto y su implicación para la práctica clínica; describe específicamente las
características del contexto de consulta que se crea a partir del momento en que
se produce una solicitud de intervención; a continuación, presenta distintas
modalidades de diagnóstico contextual o sistémico y por último, plantea criterios
para delimitar el contexto operativo de la intervención, es decir, a qué personas se
va a incluir en las intervenciones.
La última parte del capítulo ofrece un mapa preciso y detallado de cómo delimitar
el contexto operativo, es decir, “qué personas vamos a invitar a participar en la
primera consulta, las siguientes de evaluación y a lo largo del tratamiento”. Para
Teresa Suárez, ésta no es una decisión banal ni arbitraria, sino estratégica, y a
veces el “pulso” con la familia sobre quiénes acuden a consulta o qué miembros
ésta intenta dejar al margen, puede ser indicativo de la propia disfunción familiar.
Para decidir a quiénes se va a ir convocando en las distintas fases del proceso, se
detallan en el capítulo algunas de las variables a tener en cuenta: la derivación, el
demandante, el grado de libertad o coerción de la demanda, las intervenciones
previas y las limitaciones por factores de realidad.
El contexto operativo está también muy ligado a la fase del ciclo vital en que se
produce la intervención. En el caso de problemas durante la infancia, y
dependiendo del tipo de problemática y funcionamiento familiar, se podrá trabajar
con la pareja de padres, con los padres y el paciente, con la familia nuclear
(incluyendo a los hermanos del “paciente identificado”) o con el contexto
extrafamiliar (la escuela). Interviniendo en la adolescencia, está indicado alternar
sesiones individuales con sesiones familiares, para mantener el equilibrio entre los
buenos resultados que se pueden obtener cuando la familia colabora y la
resolución de la independencia del adolescente (creando un espacio en el que
pueda compartir cuestiones más íntimas). En una intervención en la tercera edad,
la intervención familiar resulta más que recomendable, especialmente en casos de
depresión o de síndrome de nido vacío. Con respecto a los adultos, una
intervención familiar es coherente en los trastornos graves, pero también hay que
valorar la posibilidad de una intervención individual cuando los individuos tienen
patologías neuróticas y cierto nivel de autonomía y madurez. Distintas
modalidades de combinación de intervención individual y de pareja pueden ser
útiles cuando hay problemas individuales no resueltos que luego se llevan al
campo de la pareja (Willi, 2002), o cuando la sintomatología en uno de los
cónyuges oculta o protege una relación de pareja disfuncional.
En este capítulo Alicia Moreno e Isabel Fernández hacen una síntesis de las
principales destrezas terapéuticas sistémicas, ofreciendo un mapa general que
sirve de referencia para cualquier intervención sistémica y que engloba las
principales aportaciones de los distintos modelos de intervención (descritos con
detalle en los 7 capítulos posteriores del Manual). El capítulo comienza señalando
la importancia de “la persona del terapeuta y las actitudes o cualidades básicas
que éste debe desarrollar junto con su entrenamiento más técnico” y a
continuación revisa los distintos tipos de destrezas sistémicas: “(a) las destrezas
conceptuales, es decir, los principios teóricos y conceptos básicos comunes a
todos los modelos de intervención sistémicos, (b) las destrezas para el
establecimiento del contexto terapéutico, (c) las destrezas para la conducción de
la entrevista y (d) las destrezas de intervención emocionales, cognitivas y
pragmáticas más utilizadas en terapia sistémica".
Para empezar, las autoras del capítulo señalan que “el estilo de intervención del
terapeuta y su capacidad para establecer buenos vínculos con las personas a las
que atiende vienen determinados no sólo por su preparación teórica o práctica,
sino por sus características personales”. Es por ello que se hace vital el
autoconocimiento y la autoobservación, que permiten al terapeuta tener una visión
completa y realista de sus recursos y debilidades, reconocer sus propios marcos
de referencia y poder separarlos y distinguirlos de los de las personas que acuden
a consulta (Cormier y Cormier, 2000). A lo largo de su aprendizaje, el terapeuta
desarrolla y entrena un yo observador (Fernández Liria y Rodríguez Vega, 2002)
que le ayuda a ser consciente de su estilo de relación y reacciones emocionales,
pudiendo distinguir así si estas reacciones tienen más que ver con las
características de los pacientes o responden a una cuestión más personal del
propio terapeuta.
En el recorrido por las destrezas sistémicas, las autoras del capítulo comienzan
por describir las destrezas conceptuales, es decir, cuáles son las premisas de las
que parten los terapeutas sistémicos para abordar los problemas y el cambio. Se
proponen las siguientes: una visión relacional o contextual de los individuos y de
los problemas por los que consultan, incluyendo la familia nuclear y extensa, las
relaciones significativas y el entorno social; una perspectiva circular e
interaccional, que explora la influencia recíproca entre los miembros del sistema;
una visión desculpabilizante y despatologizante de los problemas, que se
considera que son mantenidos por los procesos de interacción y las creencias;
una intervención preferiblemente sobre el sistema familiar (por ser el sistema más
significativo), teniendo en cuenta su tendencia a la estabilidad y su capacidad de
cambio y evolución (homeostasis y morfogénesis, respectivamente); la inclusión
de múltiples perspectivas, significados o visiones de la realidad; y la atención
preferente al proceso más que al contenido de la comunicación, es decir, a los
aspectos pragmáticos o relacionales de la misma.
Por último, este capítulo describe y ejemplifica las destrezas de intervención más
representativas del enfoque sistémico, agrupándolas (siguiendo la clasificación de
Ceberio y Linares, 2005) en tres categorías: emocionales, cognitivas y
pragmáticas.
Este capítulo del libro resulta de gran interés para el terapeuta que quiere
formarse en terapia sistémica, porque detalla y ejemplifica las destrezas
sistémicas que son comunes a los distintos modelos de intervención y aporta una
clasificación muy clarificadora que incluye las herramientas más relevantes. Los
numerosos ejemplos y viñetas clínicas facilitan la lectura y acercan las ideas
expuestas a la práctica psicoterapéutica. Se ofrece así un abanico de diferentes
registros y estilos de intervención sobre los que ir construyendo o ampliando el
propio estilo terapéutico.
Comentario final
Al comenzar la lectura de la primera parte del Manual que hemos reseñado aquí,
cada lector puede haber partido de un punto diferente, con mayor o menor
conocimiento de la corriente sistémica y con una mayor o menor predisposición
hacia la misma. Después de esta lectura, quienes trajesen un bagaje propio han
podido afianzar y ampliar conocimientos previos, mientras que los que
desconocían este modelo han tenido la oportunidad de empezar a probarse esos
“anteojos” para ver a sus pacientes y a sí mismos desde nuevas perspectivas y
están ya más preparados para adentrarse poco a poco en la práctica.
Y es que esta primera parte, que recoge las bases conceptuales y principales
herramientas terapéuticas, invita al lector a una toma de contacto con el enfoque
sistémico de una forma eficaz y didáctica, pero sin resultar dogmática. No es
imprescindible estar sentado frente a toda la familia para abordar los aspectos
relacionales del problema, ni para que el terapeuta pueda estar aplicando los
principios sistémicos básicos. Con los seis capítulos aquí reseñados, el lector
cuenta con una introducción a las bases teóricas de este enfoque, una nueva
forma de mirar la realidad y tener una visión de contextual de los problemas y el
cambio; puede enfocar cualquier proceso terapéutico incorporando la perspectiva
de género y teniendo en cuenta la visión longitudinal y evolutiva del ciclo vital
familiar; tiene herramientas para realizar una evaluación familiar y un mapa claro y
detallado para aplicar esta visión contextual a las fases iniciales de cualquier
intervención. Y por último, cuenta con una visión de conjunto de todas las
herramientas de intervención que le aporta este enfoque. Y si esto le ha generado
interés y curiosidad por seguir ampliando sus recursos, encontrará en la segunda
parte del Manual la descripción detallada y práctica de los siete principales
modelos de terapia sistémica y una parte final para abordar la principal
“herramienta”: la propia persona del terapeuta.
El Manual puede parecer a primera vista un volumen vasto y pesado (casi 600
páginas). Sin embargo, la lectura es amena y se ve facilitada por el estilo de la
exposición y por la estructuración en bloques y contenidos que van
complementando y ampliando lo expuesto anteriormente, pero que también
pueden leerse independientemente. Son muy de agradecer los numerosos
ejemplos que se incluyen en cada capítulo para acompañar e ilustrar los
conceptos expuestos, de manera que éstos se van afianzando e integrando de
una manera más inmediata, a la vez que permite asociarlos con casos ya
conocidos por el lector. Además, los índices al inicio de cada capítulo dan una
perspectiva global de sus contenidos y permiten hacer una lectura rápida cuando
acudamos al Manual para consultar puntualmente alguna cuestión. Al final de
cada capítulo se incluye una sección de lecturas recomendadas y comentadas,
invitándonos a seguir profundizando en el tema y acceder a las fuentes originales.
Los veinte autores que componen esta obra aportan cada uno su propio estilo e
impronta personales, aunque sin llegar a perder el sentido de continuidad y
coherencia entre los distintos capítulos, lo que a veces es difícil de lograr cuando
se trata de obras colectivas de este tipo. Hay que destacar en este caso la amplia
trayectoria clínica y docente de todos ellos (resumida en la sección final del libro) y
la colaboración especial de Carlos Sluzki, uno de los artífices y protagonista de
muchos de los desarrollos teóricos y prácticos que se exponen en el Manual.
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