Fuga de Materiales Kohan Adelanto
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Martín Kohan
Fuga de materiales
Una cartografía literaria
Selección y edición Leila Guerriero
Hace un rato comí otra vez, igual que siempre, pensando en cualquier
cosa. Lo descubrí un poco después, al ver en la calle un aviso de manzanas
y sentirme de repente tentado, deseoso de comer una. Pero acababa de
comer una, porque tal fue mi sencillo postre, y ni siquiera reparé en que
lo hacía (mis ganas no fueron de comer otra manzana, sino de comer
una; no deseaba repetir, deseé como se desean las cosas lejanas). Así supe
que había comido como siempre, de nuevo sin saborear, sin disfrutar, sin
darme el gusto, muy con otra cosa en mente.
La cosa que tengo en mente hoy por hoy tiende a ser ésta: una idea
de novela; la de un tipo común que, cada tanto, se saca fotos con nenitos
desnudos. Lo hace como si fuera inocente, sin sentir ninguna culpa, sin
sentir que hace violencia; hasta que un día pasa algo, todavía no sé qué,
y ese mundo se le viene encima. Por ahora lo que tengo es nada más que
esa sola idea, que es lo mismo que no tener nada; porque una novela
no se hace con ideas, sino con tonos y palabras y formas, con narrador
o narradores, con tiempos verbales y con puntuación, y por ahora todo
eso me falta.
Nada tengo, entonces, solamente esa idea; pero bastan esa nada y esa
idea para ocupar casi siempre lo que pienso. Y por lo tanto así como,
por lo tanto así comí: disperso, desatento, desapegado, algo ido; y así
sigo nomás por la vida: aplicado a mis cositas, perdiéndome un poco de
todo, sin enterarme demasiado de nada.
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Migraciones
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el tiempo que sucedió a la era de las modernidades nacionales, la vigen-
cia de las fronteras había caducado. Yo sabía lo que todo el mundo sabe:
que Toni Negri, exilado en Francia, asilado en Francia, vivía en libertad;
pero que, valientemente resuelto, por razones estrictamente políticas, a
regresar a Italia, había sido puesto en prisión por el solo hecho de pisar
suelo italiano. ¿Cómo podía Toni Negri, me pregunté al leer, y me pre-
gunto todavía, proclamar la caducidad incluso política y jurídica de las
fronteras nacionales, cuando para él, para él mismo, la transposición de
una frontera de esa índole significó ni más ni menos que pasar del estado
de libertad a la condición de prisionero? ¿Cómo podía él, justamente él,
postular que esa diferencia (la que define al que emigra, la que define
al que inmigra) podía darse por perimida?
Ahora acontecía lo que pocas veces acontece, o lo que pocas veces me
acontece a mí: un hecho de la lectura se tocaba con un hecho de la vida.
Toni Negri, pasaporte en mano, se aprestaba a transponer el puesto de
migraciones. Negri pasó, como suele decirse, como por un tubo, y pronto
esa mitad del recinto quedó completamente despejada. Yo por mi parte
permanecí en el atascamiento del viboreo rectilíneo unos treinta o cuarenta
minutos más. Los dediqué a calcular el itinerario de Toni Negri: Negri
ante la cinta transportadora de los equipajes, Negri con luz verde en el
sorteo de la aduana, Negri en el hall del aeropuerto de Ezeiza, Negri en
remís por la autopista Ricchieri. Esa estimación imaginaria, ese ejercicio
conjetural, que se lo debía todo al nada-que-hacer de la larga espera,
me revelaba, en cierto modo, por contraste, el espesor, la densidad, la
duración de mi propia travesía migratoria-inmigratoria. Yo volvía apenas
de Porto Alegre, de un viaje de apenas dos días. No obstante vivía, con
insólita plenitud, en estado de paladeo, la experiencia gozosa del que
regresa por fin al lugar al que pertenece.
Ensayos de emigración
Dos días en Porto Alegre, o siete en México, o seis en Chile, o doce
en Francia: cada viaje, por sucinto que sea, es capaz de imponerse como
un ensayo de emigración. No importa qué tan corta resulte la distancia
del trayecto ni qué tan escasa la duración del no-estar: bastan siempre
para alterar el sueño (y no por el jet lag, que en definitiva es una afección
del sujeto, sino porque la hora, la realidad del tiempo, es objetivamente
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otra), para alterar el apetito (tener hambre se torna, como ocurre en
la infancia, un verbo transitivo: se tiene hambre de esto o de aquello,
y no hambre en general; se tiene hambre de las comidas faltantes, de
las comidas que no hay) y para alterar el lenguaje (y no por la eventual
obligación de desempeñarse en otros idiomas: es el castellano mismo el
que se transforma, sobre todo en los lugares en los que se habla también
en castellano; el mío, por ejemplo, a poco de estar en México, o en Chi-
le, o en Salta, o en Chubut, vira automáticamente hacia un porteñismo
cinematográfico, exagerado, agardelado más allá de mi voluntad).
Se parte con pena y se retorna con urgencia, siempre; incluso si se
trata de un viaje de dos días (más apretura, imposible: un día, el de llegar;
otro día, el de volver) no más que a Porto Alegre (donde se torna incluso
posible, en un gesto puramente defensivo, concebir al portugués como
si fuese “otro castellano”). Es falso lo que postula Marc Augé: que las
salas de espera y embarque de los aeropuertos son no-lugares, espacios
de desubjetivización; en realidad es ahí donde empieza la lucha interior
del viajero a contramano, el desafío de inventar la repetición donde im-
pera la diferencia (a Marc Augé lo vi una vez en Río Cuarto, Córdoba, y
ese contrapeso contextual me ayudó a poner reparos a sus hipótesis de
sobremodernidad).
Nada de esto afecta, aunque a simple vista pueda parecer lo contrario,
la cuestión de la clasificación nacional. Esa clasificación cuenta sin dudas
para los controles estatales, cuenta para la administración (incluida la
administración de justicia); pero no necesariamente es la que define los
modos de la pertenencia y el reconocimiento. Quien se haya embria-
gado de argentinidad, como yo lo hice, en torno del obelisco en junio
de 1978 y en torno de la pirámide de mayo en abril de 1982, precisa el
resto de su vida para desintoxicarse, y le queda para siempre un reflejo
cauteloso, un vade retro de prevención. Pero la pertenencia no tiene
por qué adoptar los parámetros nacionales para existir y ser eficaz. La
pertenencia: ese gusto de lo consabido que empieza a perderse ya en las
salas de embarque de los aeropuertos.
Griselda Mársico, traductora de alemán, ha destacado oportunamente
hasta qué punto Walter Benjamin, con una sutileza que las versiones cas-
tellanas no siempre acatan, prescinde del vocabulario de lo nacional para
definir su ámbito de pertenencia. Lo que Benjamin señala, en todo caso,
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por una parte, en lugar de la alemanidad, es una forma más amplia, pero
no menos precisa, de la tradición, para la que probablemente no exista
mejor definición que la que aporta la palabra “cultura”; y lo que señala
también, por otra parte, como expresión topográfica del lugar de donde
uno es, es la ciudad (pero la ciudad también dividida en partes, una ciu-
dad que también tiene fronteras: esta zona, y no aquella otra, de Berlín.
Y en esa zona de la ciudad, un tiempo en particular: el de la infancia).
La identificación nacional se presenta demasiado conectada con la
maquinaria estatal (no ya con una identidad culturalmente producida,
sino con una identificación policialmente suministrada y requerida) y
se presta con toda evidencia a los peores propósitos posibles (los de la
persecución, los de la represión, los de la guerra). En cambio una ciudad,
y en esa ciudad una determinada zona (un poco como en el tango: hay
un fervor de Buenos Aires, y hay un fervor duplicado de los barrios de
Buenos Aires: Pompeya, Almagro, Bajo Belgrano, Palermo), ofrecen una
fórmula perfectamente ajustada para la pertenencia y el reconocimien-
to. Un término de la legalidad preserva esa forma de arraigo: se dice
“ciudadanía”. Y un término de la coloquialidad alude a la deuda que ese
arraigo se cobra: cuando se vuelve, se vuelve al “pago”. Ese borde es más
concreto que el que propone la nación. Y el otro borde es más abstracto,
más amplio, más abarcativo; más general pero no por eso menos tangi-
ble: eso que Benjamin podía reencontrar en París, y hasta en Ibiza, o en
Marsella, o en Dinamarca con Brecht; pero no en Estados Unidos, no en
Nueva York, no con el transplante californiano de Frankfurt.
El sentido de una emigración depende de la manera en que se defina
la pertenencia. Los viajes me ponen, no solamente más porteño, sino tam-
bién más judío. No es al país adonde uno quiere volver, sino a la ciudad
(lo sabe quien dispuso el diccionario de las comunicaciones de avión:
los pilotos, las azafatas, los comisarios de a bordo, hablan siempre de
ciudades, nunca de países; dicen: “El aeropuerto de Ezeiza, de la ciudad
de Buenos Aires”, y no “de la República Argentina”; o peor, como sería
más exacto: “El aeropuerto Ministro Pistarini, de la ciudad de Ezeiza”,
lo que resultaría difícil de soportar: tanto viaje, tantas horas, tanto vuelo,
para no haber llegado todavía a Buenos Aires). La ciudad no entabla una
relación metonímica con el país, más bien funciona como su oportuna
alternativa (por eso Charly García compuso, en ocasión de la guerra
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de Malvinas justamente, “No bombardeen Buenos Aires” –y luego en el
tema dice: “No bombardeen Barrio Norte”: piensa en el barrio, el locus
cabal es el barrio).
Para despegar de esta particularidad urbana o suburbana, y para ex-
pandirla, la opción no es la argentinidad, sino el judaísmo. De repente,
como en el milagro de las revelaciones, me descubro judío. Un judío sin
Dios, según la fórmula adoptada por Peter Gay para referirse a Freud, y sin
Estado, porque Israel no entra en la definición (sin Dios y sin Estado: en
el judaísmo, aunque sólo en el judaísmo, funciono como un anarquista).
Un judaísmo completamente difuso y a la vez, si bien no por mi voluntad,
terriblemente concreto (esto es, inscripto en mi cuerpo). Del judaísmo
no se puede emigrar, entre otras cosas porque la emigración en buena
medida lo constituye, hace a su tradición, hace su tradición. En estado de
judaísmo, empiezo a distinguir a los judíos y empiezo a ser distinguido
por ellos. En julio de 1995, caminando por la Quinta Avenida de Nueva
York, fui abordado por un judío (él mismo se nombró así y me nombró
así, haciéndome saber hasta qué punto tengo cara de judío). Su objetivo
primordial, mediante una complicada argucia sobre cuentas bancarias y
tarjetas de crédito, era evidentemente el de enredarme en una estafa. No
obstante esta artimaña hostil, alargué cuanto pude nuestra conversación-
pulseada. No dejaba de ser una especie de performance de lo judío, una
actuación de estereotipos judaicos: el hábil negociante (él), el posible
prestamista (¿yo?), el avaro irreductible (yo). Quería estafarme, ya lo
sé, y lo supe al momento; pero para entonces yo llevaba ya quince días
faltando de Buenos Aires, y por eso no dejé de sentir aquel duelo verbal
y callejero como un gesto de fraternidad y un alivio más que oportuno
para la distancia y la ausencia.
Héroes de la emigración
De mis antiguas intoxicaciones nacionalistas, me quedó un lastre: el
culto de los héroes. Tengo héroes (lo digo como dicen, los que tienen
vicios, que tienen vicios), y los tengo en ámbitos ciertamente dispares:
héroes de la patria, héroes de la literatura, héroes de la crítica, héroes
del boxeo. Contemplados bajo el cristal de la emigración, los percibo
en conflicto, trabados, retorcidos, inseguros, vacilantes –pero héroes
incluso así.
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Mis héroes del boxeo son Justo Suárez, Luis Ángel Firpo (escribí una
novela donde aparece Firpo), el “Mono” Gatica, “Ringo” Bonavena. Todos
ellos campeones imbatibles que, sin embargo, perdieron las peleas res-
pectivas por el título mundial porque, teniendo que pelear en un ámbito
ajeno (el Polo Grounds, el Madison Square Garden), no se hallaban, se
deprimían, se debilitaban (ver “Torito” de Julio Cortázar, ver Gatica, el
mono de Leonardo Favio, donde todo esto aparece bien).
Mi héroe de la literatura es Esteban Echeverría (escribí una novela que
gira en torno de Echeverría), importador del romanticismo en Argentina,
escritor fundamental de esa generación (la del 37) que se erigió como
fundadora de la literatura nacional a mediados del siglo XIX. Con tal de
no emigrar, en tiempos de Rosas, Echeverría se recluyó largamente en
el sopor anodino de una casa de estancia, que todavía se conserva, en
las afueras de Luján. Y cuando por fin se vio obligado al exilio, cruzó al
Uruguay; murió en Montevideo en 1851, pero como su cuerpo nunca fue
hallado, se quedó para siempre sin el retorno postrero de la repatriación.
Su emigración forzada se volvió, a la par que inmaterial, definitiva. La
condición del emigrado se selló en Echeverría, no a causa de la muerte,
sino a causa del cuerpo perdido. La emigración se consuma en él como
un cuerpo que se pierde y del que no se sabe más.
Mi héroe de la patria es José de San Martín (escribí sobre San Martín,
o contra San Martín, o contra el sanmartinismo que anida en mí, una
novela, dos cuentos, una tesis doctoral, cinco o seis artículos y un libro de
ensayo). San Martín emigró a Europa en 1824, murió en Francia en 1850
y fue repatriado a Buenos Aires en 1880. Vivió como emigrado y murió
como emigrado. Y si regresó de la emigración, fue ya muerto (a diferen-
cia de Eva Perón, sobre la que también escribí un ensayo, que emigró ya
muerta). La emigración se revierte, en San Martín, como recuperación
de restos: como vuelta, no de una persona, sino de un cuerpo inerte:
de las cenizas. Mucho antes, en 1829, San Martín había vuelto a Buenos
Aires; el barco que lo traía llegó al puerto y amarró, pero San Martín
se negó a bajar a tierra. Atado literalmente a la ciudad, pero espacial y
técnicamente fuera de ella, en esa escena la emigración es suspensión,
borde, umbral, inminencia: casi una llegada, casi una vuelta, ni afuera
ni adentro, ni emigrado ni inmigrado, ni expatriado ni repatriado: el
grado cero de la migración.
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Mi héroe de la crítica y la teoría es Walter Benjamin (escribí un en-
sayo sobre Benjamin). Por momentos lo percibo como un emigrado
crónico: siempre fuera de lugar, boyando, un poco acá y un poco allá,
en fuga incesante, en desplazamiento continuo, itinerante sin reposo,
judío errante, el que nunca pudo volver a su lugar. Pero por momentos
lo percibo, en cambio, como el mártir de la no-emigración: el que no
se fue, el que no emigró, el que se empecinó en quedarse, el que no se
decidía a hacer lo que Adorno, o Horkheimer, o Marcuse, ya habían
hecho; el que vio Central Park tan sólo como título para un ensayo más
sobre Baudelaire, el que no embarcó y no salió de Europa; el que se
quedó, como ya sabemos, para siempre en un puesto de frontera, el que
detuvo el trance de la emigración con un suicidio, el que perdió la vida
–según se vea– porque quería emigrar y no podía, o porque pudiendo
emigrar no había querido. La emigración no es en él una decisión, sino
una indecisión, un estado de vacilación que se alarga dramáticamente,
y que concluye más dramáticamente aun. Esta es la manera en que la
emigración detona, como en un atentado, al chocar frontalmente contra
la voluntad de pertenencia.
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