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Los Muertos

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Uno

de los máximos exponentes del impulso renovador de la prosa que se dio


a principios de siglo y que dejó una impronta indeleble en la literatura
posterior es James Joyce (1882-1941), autor de la novela Ulises , uno de los
hitos literarios del siglo XX. Incluido en Dublineses —colección de quince
relatos centrados en su ciudad natal, Dublín, que tiene como objetivo
«denunciar el alma de esa hemiplejía o parálisis que algunos llaman
ciudad»—, «Los muertos» constituye una pequeña obra maestra de la
narrativa contemporánea.
James Joyce

Los muertos

ePub r1.1

Titivillus 30.08.16
Título original: The Dead

James Joyce, 1914

Traducción: María Isabel Butler de Foley, 1994

Editor digital: Titivillus

Corrección de erratas: saramon401

ePub base r1.2


La pobre Lily, la hija del vigilante, tenía los pies literalmente deshechos.
Apenas había hecho pasar a un caballero al cuartito ropero de detrás de la
oficina de la planta baja, y le había ayudado a quitarse el abrigo, cuando se
volvía a oír el sonido estridente del timbre de la puerta principal y tenía que
volver a cruzar corriendo el vestíbulo para abrirle la puerta a otro invitado. Y
menos mal que no tenía que ocuparse de las señoras. Porque la señorita Kate
y la señorita Julia, pensando en ello, habían convertido el cuarto de baño de
arriba en un tocador para las invitadas. Allí estaban las dos, la señorita Kate y
la señorita Julia, chismorreando y riendo, atareadas y pisándose los talones la
una a la otra para situarse estratégicamente en el descansillo de la escalera,
asomarse por encima del pasamanos y preguntarle desde allí a Lily quién
acababa de entrar.

La velada anual de las señoritas Morkan era invariablemente un gran


acontecimiento. Acudían a él todos sus conocidos, parientes y viejos amigos
de la familia, miembros del coro de Julia, cualquiera de las alumnas de Kate
que tuviera ya edad para asistir a esas veladas y hasta algunas de las alumnas
de Mary Jane. Nunca había salido mal. Todos los que habían asistido a ella,
año tras año, la recordaban como se recuerda un acontecimiento de
indiscutible elegancia y esplendor desde que Kate y Julia habían dejado la
casa de Stoney Batter, después de la muerte de su hermano Pat, y se habían
llevado a vivir con ellas a su única sobrina, Mary Jane. Habían alquilado el
piso de arriba de una casa oscura y de aspecto severo en la Isla de Usher a un
tal señor Fulham, el tratante de grano que tenía su negocio en el piso bajo.
Hacía de eso más de treinta años. Mary Jane, que en aquel entonces era sólo
una niña, todavía vestida de corto, era ahora el principal sostén de la familia,
porque se ganaba la vida tocando el órgano en la iglesia de la calle
Haddington. Había cursado estudios en la Academia de Música y organizaba
todos los años un concierto que estaba a cargo de los propios alumnos y que
se celebraba en el salón de arriba de las Antiguas Salas de Concierto. Muchas
de sus alumnas pertenecían a familias de la clase alta de los barrios de la ruta
de Kingstown y Dalkey. A pesar de que ya no eran jóvenes, sus tías ponían
también su granito de arena en pro del mantenimiento del hogar. Julia,
aunque ya muy canosa, era aún la soprano principal en la iglesia de Adán y
Eva, y Kate, demasiado endeble para ir correteando de un lado a otro, daba
clases particulares de música a principiantes, utilizando para ello el viejo
piano vertical que tenían en la habitación de detrás. Lily, la hija del vigilante,
les hacía la limpieza y otros menesteres. Aunque vivían modestamente,
comían y bebían bien. Sus alimentos eran de primera calidad: solomillo de la
mejor clase, té de a tres chelines y la mejor cerveza negra embotellada. Lily
les traía lo que le encargaban sin cometer nunca una equivocación, así que se
llevaba muy bien con sus tres señoritas. Es verdad que eran exigentes, pero
nada más. Lo único que no toleraban era que se les contestara mal.

Claro está que aquella noche tenían sobrada razón para estar inquietas. Eran
ya más de las diez y Gabriel y su mujer no habían dado aún señales de vida.
Además tenían miedo de que Freddy se presentara borracho y no querían por
nada del mundo que ninguna de las alumnas de Mary Jane lo viera en ese
estado. Era muy difícil hacer carrera de él cuando estaba así. Freddy Malins
siempre llegaba tarde, pero no comprendían qué les había podido pasar a
Gabriel y a su mujer. Y ésa era la razón por la que se asomaban por el
pasamanos de la escalera: para preguntarle a Lily si Gabriel o Freddy habían
llegado.

—¡Oh, señor Conroy! —le dijo Lily a Gabriel al abrirle la puerta—. La señorita
Kate y la señorita Julia estaban ya impacientes esperando su llegada. Buenas
noches, señora Conroy.

—Seguro que lo estaban —respondió Gabriel—. Pero se olvidan de que mi


mujer necesita tres horas largas para arreglarse.

Se quedó de pie sobre el felpudo de la entrada, quitándose la nieve de los


chanclos, mientras Lily acompañaba a su mujer al pie de la escalera y
exclamaba, mirando hacia arriba:

—Señorita Kate, aquí está la señora Conroy.

Kate y Julia bajaron tambaleándose, pero a toda velocidad, por las escaleras.
Ambas le dieron un beso a la mujer de Gabriel, afirmaron que debía de estar
helada de frío y le preguntaron si Gabriel había venido con ella.

—Aquí me tienes, sano y salvo, tía Kate —dijo Gabriel desde la penumbra del
vestíbulo.

Continuó restregándose los pies para quitarse de ellos los restos de la nieve,
mientras las tres mujeres subían las escaleras entre risas, en dirección al
tocador que se había acondicionado para las damas. Una delgada capa de
nieve estaba posada como una esclavina sobre los hombros del abrigo de
Gabriel y le cubría las extremidades de los chanclos como la puntera de un
zapato. Al desabrocharse el abrigo, los botones rechinaron al rozar con la
nieve endurecida que ribeteaba los ojales, y el aroma fragante del aire fresco
de la calle se escapó por los pliegues y aberturas.

—¿Está nevando otra vez, señor Conroy? —preguntó Lily.

Había guiado sus pasos al cuarto ropero para ayudarle a quitarse el abrigo.
Gabriel no pudo reprimir una sonrisa al notar cómo pronunciaba su apellido,
atribuyéndole tres sílabas, y la miró de soslayo. Era una muchacha delgada
aún adolescente, de tez pálida y cabello rubio pajizo. La luz de gas que
alumbraba el ropero acentuaba la palidez de su rostro. Gabriel la conocía
desde niña, cuando solía verla sentada en el escalón más bajo, sosteniendo en
su regazo una muñeca de trapo.

—Sí, Lily —replicó—. Y tengo la impresión de que no va a dejar de hacerlo en


toda la noche.

Alzó los ojos hacia el techo del cuartito al oír cómo éste retumbaba con los
taconazos y el deslizarse de los pies en el piso de arriba, y miró después a la
muchacha, que estaba doblando cuidadosamente su abrigo para colocarlo en
el extremo de uno de los estantes.
—Dime una cosa, Lily —comenzó a decirle en tono afectuoso—: ¿sigues yendo
a la escuela?

—¡Oh, no señor! —contestó Lily—. He dejado de ir este año y ya para siempre.

—Entonces —continuó Gabriel con tono jovial—, supongo que un día de estos
asistiremos a tu enlace matrimonial con el hombre de tus sueños ¿no es así?

La muchacha le miró, ladeando ligeramente la cabeza por encima del hombro


y dijo con profunda amargura:

—A los hombres de ahora lo único que les interesa es darle palique a las
chicas y sacar de ellas todo lo que puedan.

Gabriel se sonrojó pensando que había metido la pata y, sin mirarla, se quitó
los chanclos y empezó a frotar vigorosamente con su bufanda sus zapatos de
charol negro.

Era un hombre joven, corpulento y bastante alto. El color arrebatado de sus


mejillas ascendía hasta la frente, donde se dispersaba formando unas
manchas de color rojo más pálido y de contornos imprecisos; en su rostro sin
vello relucían incesantemente los brillantes cristales y la montura dorada de
sus gafas, que protegían unos ojos delicados e inquietos. Peinaba su cabello,
negro y brillante, con raya en medio y se lo cepillaba formando una larga
curva por detrás de las orejas, donde se rizaba levemente por debajo de la
señal que le dejaba el borde del sombrero.

Cuando le hubo sacado suficiente brillo a los zapatos, se incorporó y se


arregló el chaleco, estirándoselo por encima de su cuerpo rollizo. Entonces se
sacó del bolsillo una moneda.

—¡Oh, Lily! —dijo, poniéndosela en las manos—, es Navidad ¿verdad? Aquí


tienes… bueno, simplemente un pequeño obsequio…

Se dirigió rápidamente hacia la puerta.

—¡Oh, no señor! —exclamó la muchacha, caminando velozmente detrás de él


—. No quisiera aceptarlo.

—¡Navidad, Navidad! —insistió Gabriel, dirigiéndose a toda prisa hacia las


escaleras y haciendo un gesto con la mano como si se excusara, pero
aludiendo al mismo tiempo a la insignificancia de su ofrenda.

La muchacha, viendo que había llegado ya a las escaleras, exclamó:

—Bueno, pues muchas gracias, señor.

Gabriel esperó en la puerta del salón a que terminara el vals, escuchando el


frufrú de las faldas y el rítmico deslizarse de los pies sobre el entarimado del
suelo. Estaba aún desconcertado por la reacción súbita y amarga de la
muchacha. Le había entristecido. Trató de disipar esta momentánea sensación
de pesar ajustándose los puños de la camisa y el lazo de la corbata. Sacó
entonces del bolsillo del chaleco un pedazo de papel y le echó una ojeada más
a los puntos principales que había considerado dignos de mención para su
discurso. Estaba indeciso acerca de los versos de Robert Browning porque
temía que no estuvieran a la altura de sus oyentes. Tal vez una cita de
Shakespeare o de las Melodías de Thomas Moore sería mejor. La forma
descortés en que los hombres hacían ruido con los tacones de sus zapatos y
arrastraban las suelas por el entarimado le hacía pensar una vez más que
tenían un nivel de cultura diferente. Haría el ridículo recitando una poesía
que ellos no pudieran apreciar. Y además creerían que estaba tratando de
presumir de una formación intelectual superior. Fracasaría con ellos como
había fracasado con Lily en el cuartito ropero. Había adoptado un tono
equivocado. Todo su discurso era una equivocación desde el principio hasta el
fin, un auténtico fracaso.

En ese preciso momento sus tías y su mujer salían del tocador de las damas.
Sus tías eran dos mujeres de edad avanzada, vestidas con mucha sencillez. La
tía Julia era algo más alta. Su cabello, que llevaba recogido por encima de las
orejas, era gris, y gris era también, con sombras de tono más oscuro, su
ancho y fláccido rostro. Aunque era de constitución robusta y se mantenía
erguida, sus ojos lánguidos y sus labios entreabiertos le daban la apariencia
de una mujer que no sabía dónde estaba ni adónde iba. La tía Kate era más
vivaz. Su cara, más saludable que la de su hermana, estaba llena de arrugas y
bultos, como una manzana roja que se está empezando a pudrir, y su cabello,
sujeto de la misma manera anticuada que el de su hermana, no había perdido
aún su color de nuez madura.

Ambas besaron a Gabriel afectuosamente. Era su sobrino favorito, el hijo de


Ellen, su hermana mayor, ya difunta, que se había casado con T. J. Conroy de
los Muelles y Puertos.

—Gabriel, me dice Gretta que no vais a regresar esta noche a Monkstown —


dijo la tía Kate.

—No —respondió Gabriel, mirando a su mujer—, ya tuvimos bastante con lo


del año pasado, ¿no crees? ¿No te acuerdas, tía Kate, del resfriado que cogió
Gretta? Las portezuelas del coche de caballos traquetearon durante todo el
camino y sopló un endemoniado viento del este desde que pasamos Merrion.
Una delicia. Gretta cogió un catarro terrible.

La tía Kate arrugó severamente el ceño e inclinó la cabeza en señal de


asentimiento.

—Tienes razón, Gabriel, tienes toda la razón —le dijo—. Hay que extremar los
cuidados.

—Eso sí —dijo Gabriel—, pero Gretta se habría echado a andar a través de la


nieve si se lo hubiéramos permitido.

La señora Conroy se rió.

—No le hagas caso, tía Kate —dijo—. Es increíblemente precavido, le hace


ponerse a Tom viseras verdes para proteger los ojos cuando lee de noche y le
obliga a que haga gimnasia de pesas. Y a la pobre Eva la obliga a comer
potaje. ¡La pobrecita! ¡Con lo que lo odia!… ¿A que no sabes lo que me hace
llevar ahora a mí?

Soltó una carcajada y miró de reojo a su marido. Los ojos de éste la habían
estado contemplando con una expresión de admiración, yendo desde el traje
al rostro y el cabello. Las dos tías rieron también de buena gana, porque la
solicitud de Gabriel era objeto de afectuosa broma entre ellas.

—¡Chanclos! —dijo la señora Conroy—. El último grito. Cuando el suelo está


húmedo, tengo que ponerme los chanclos. Hasta quería que me los pusiera
hoy, pero yo me negué. Lo siguiente que me va a comprar es un traje para
bucear.

Gabriel se rió tímidamente y se tocó la corbata para tranquilizarse mientras


que la tía Kate se moría de risa, tanta gracia le había hecho la ocurrencia. Del
rostro de la tía Julia desapareció pronto la sonrisa y sus ojos dirigieron una
mirada de incertidumbre a la cara de su sobrino. Tras una breve pausa,
pregunto.

—Y dime, Gabriel, ¿qué son unos chanclos?

—¡Chanclos, Julia! —exclamó su hermana—. ¿Será posible que no sepas lo


que son unos chanclos? Se ponen encima de… encima de las botas, ¿verdad,
Gretta?

—Sí —confirmó la señora Conroy—. Están hechos de gutapercha. Los dos


tenemos ahora un par cada uno. Gabriel dice que todo el mundo los lleva en la
Europa continental.

—¡Ah, sí, en el continente! —murmuró la tía Julia, asintiendo con un lento


movimiento de cabeza.

Gabriel frunció el ceño y añadió, como si estuviera ligeramente enojado:

—No es que sean ninguna maravilla, pero Gretta cree que tienen mucha
gracia porque la palabra le recuerda a los Minstrels de Christy.

—Pero dime ahora, Gabriel —interrumpió la tía Kate, cambiando


discretamente la conversación—, creo que te has ocupado de la cuestión de la
habitación, Gretta me estaba diciendo…

—Sí, sí, la cuestión de la habitación está ya resuelta —replicó Gabriel—. He


reservado una en el hotel Gresham.

—Sin duda alguna es lo mejor que has podido hacer. Y los niños, Gretta, ¿no
estás preocupada por ellos?

—No, tratándose sólo de una noche. Además, Bessie cuidará de ellos.


—Por supuesto —reiteró la tía Kate—. ¡Qué tranquilidad tener una muchacha
como Bessie, en la cual puedes confiar! Porque ahí tienes a Lily, no me
explico qué le ha podido ocurrir recientemente, pero ya no es la misma de
antes.

Gabriel estaba a punto de hacerle alguna pregunta sobre esto, pero Kate dejó
repentinamente de hablar para mirar a su hermana, que había descendido las
escaleras y estaba estirando el cuello sobre el pasamanos.

—¿Se puede saber ahora —exclamó, casi enojada— adónde se ha ido Julia?
¡Julia, Julia! ¿Adónde vas?

Julia, que había descendido ya un tramo de escaleras, volvió y anunció


suavemente.

—Freddy ha llegado.

En ese mismo momento, un aplauso y un floreo final del pianista anunciaron


que había terminado el vals. Se abrió desde dentro la puerta del salón y
salieron algunas parejas. La tía Kate se llevó a Gabriel a un lado y le susurró
en el oído:

—Gabriel, sé buen chico y vete a ver si está como Dios manda. Y no le dejes
subir si está borracho. Estoy segura de que lo está, completamente segura.

Gabriel se dirigió al rellano de la escalera y escuchó, oculto por la barandilla.


Podía oír las voces de dos personas en el cuarto de servicio. Y reconoció
enseguida la risa de Freddy Malins. Bajó entonces las escaleras haciendo
mucho ruido.

—Es un alivio tener aquí a Gabriel —le dijo la tía Kate a la señora Conroy—.
Yo estoy siempre mucho más tranquila cuando está él aquí… Julia, aquí están
la señorita Daly y la señorita Power, a las que les gustaría tomar un refresco.
Muchas gracias por su bellísimo vals, señorita Daly. Una armonía y un ritmo
incomparables.

Un hombre alto, de rostro apergaminado, con un bigote gris muy tieso y un


cutis atezado, que pasó por donde ellas estaban con su compañera de baile,
dijo:

—¿Podemos nosotros tomar también un refresco, señorita Morkan?

—Julia —dijo la tía Kate brevemente—, aquí tienes al señor Browne y a la


señorita Furlong. Haz el favor de llevártelos con la señorita Daly y la señorita
Power.

—Yo soy el hombre encargado de las damas —dijo el señor Browne,


frunciendo los labios hasta que se le erizó el bigote, y exhibiendo una sonrisa
que acentuaba todas sus arrugas—. La razón, señorita Morkan, por la que las
damas me aprecian tanto es…
No terminó la frase, pero al ver que la tía Kate se había alejado y no podía
oírle, condujo a las tres jóvenes a la habitación de detrás. En el centro de la
habitación había dos mesas cuadradas juntas y sobre estas mesas la tía Julia y
el guarda estaban colocando y alisando un gran mantel. En el aparador había
fuentes, platos y vasos, y cuchillos, tenedores y cucharas agrupados en haces.
La parte superior del piano vertical, que estaba cerrado, hacía también las
veces de aparador para las viandas y los postres. Junto a un mueble más
pequeño, colocado en un rincón, dos hombres jóvenes estaban bebiendo
cerveza amarga.

El señor Browne llevó allí a las jóvenes cuya protección se había arrogado y
las invitó a todas ellas, en broma, a beber un ponche especial para las damas,
caliente, fuerte y dulce. Al contestarle que no tenían costumbre de beber nada
fuerte, abrió para ellas tres botellas de limonada. Entonces le pidió a uno de
los jóvenes que se apartara y, cogiendo la licorera de cristal tallado, se sirvió
una buena ración de whisky. Los jóvenes le observaron respetuosamente
mientras él tomaba un sorbo para comprobar su calidad.

—Que Dios nos ayude —dijo sonriéndose—, pero esto sabe a la medicina que
me receta el médico.

Su rostro atezado se iluminó con una franca sonrisa y las tres muchachas
rompieron a reír, todas a una. Con la risa, sus cuerpos se mecían de un lado a
otro y los hombros se les movían espasmódicamente. La más atrevida de ellas
dijo:

—Vamos, vamos, señor Browne, estoy segura de que el médico no le recetó


nunca una cosa así.

El señor Browne tomó otro sorbito de whisky y dijo, como imitando


cautelosamente a alguien:

—Es que sepan ustedes que yo soy como la famosa señora Cassidy, de la que
se cuenta que dijo: «Vamos, Mary Grimes, si yo no lo tomo, házmelo tomar,
porque sé que lo necesito».

Su rostro acalorado se había inclinado un poquito demasiado


confidencialmente y había adoptado un acento de la clase baja de Dublín, de
manera que las jóvenes, siguiendo las tres un mismo instinto, escucharon sus
palabras en silencio. La señorita Furlong, que era una de las discípulas de
Mary Jane, le preguntó a la señorita Daly cuál era el nombre del bonito vals
que acababa de tocar; el señor Browne, al ver que no se le hacía caso, se
dirigió sin perder tiempo a los dos muchachos jóvenes, que apreciaban más su
compañía.

Una mujer joven, de rostro encendido, vestida de color violeta, entró en la


habitación, batiendo palmas en un estado de gran excitación y gritando:

—¡Cuadrillas! ¡Cuadrillas!

Inmediatamente después llegó la señorita Kate, gritando:


—¡Dos caballeros y tres damas, Mary Jane!

—Aquí están el señor Bergin y el señor Kerrigan —dijo Mary Jane—. Señor
Kerrigan, ¿le importaría a usted tomar a la señorita Power como pareja?
Señorita Furlong, ¿puedo ofrecerle a usted un compañero, el señor Bergin?
Con eso basta de momento.

—Tres damas, Mary Jane —dijo la tía Kate.

Los dos jóvenes preguntaron a las damas si les concederían el honor de ser
sus parejas, y Mary Jane se volvió a la señorita Daly.

—Oh, señorita Daly, ha sido un ángel. Le agradecemos que nos haya tocado el
piano en los dos últimos bailes. Pero estamos tan escasos de damas esta
noche…

—No se preocupe usted en absoluto, señorita Morkan.

—Pero tengo una encantadora pareja para usted, el señor Bartell D’Arcy, el
tenor. Le diré que cante después. Todo Dublín se hace lenguas de él.

—¡Una voz bellísima, una voz bellísima! —corroboró la tía Kate.

Mientras el piano empezaba por segunda vez el preludio para el segundo


movimiento de la danza, Mary Jane sacó rápidamente de la habitación a los
que había reclutado para el baile. No había hecho más que salir de allí cuando
la tía Julia entró lentamente, mirando hacia atrás.

—¿Qué pasa, Julia? —preguntó la tía Kate con inquietud—. ¿Qué sucede?

Julia, que llevaba en los brazos un montón de servilletas, se volvió a su


hermana y le dijo, simplemente, como si la pregunta la hubiera sorprendido:

—No es más que Freddy, Kate. Gabriel está con él.

En efecto, inmediatamente detrás de ella se podía ver a Gabriel guiando a


Freddy por el pasillo. Este último, un hombre joven de unos cuarenta años,
tenía la misma estatura y constitución que Gabriel, sólo que con unos
hombros muy redondos. Su rostro era carnoso y pálido, con sólo unos toques
de color en los espesos lóbulos de las orejas, que le colgaban hacia abajo, y en
las anchas aletas de la nariz. Tenía los rasgos muy toscos, la nariz roma, la
frente abultada y alta, los labios hinchados y salientes. Sus ojos, de párpados
pesados, y su cabello escaso y desordenado le daban un aspecto soñoliento.
Se estaba riendo estentóreamente de una historia que él mismo le había
estado contando a Gabriel en las escaleras, y al mismo tiempo se estaba
frotando los nudillos de su puño izquierdo hacia adelante y hacia atrás contra
su ojo izquierdo.

—Buenas noches, Freddy —dijo la tía Julia.

Freddy Malins les deseó buenas noches a las señoritas Morkan de una
manera que podría haber parecido casual, debido a su forma entrecortada de
hablar, y a continuación, viendo que el señor Browne le estaba haciendo
señas desde el aparador, cruzó la habitación con pasos inseguros y empezó a
repetir en voz baja la historia que le acababa de contar a Gabriel.

—No está mal, ¿verdad? —le preguntó la tía Kate a Gabriel.

Las cejas de Gabriel eran oscuras, pero las elevó rápidamente y contestó:

—¡Oh, no, apenas se le nota!

—Es una vergüenza que se tenga que comportar así —continuó la tía Kate—.
Y su pobre madre, que el día de Nochevieja le hizo prometer que no volvería a
beber. Pero vamos, Gabriel, entra en el salón.

Antes de salir de la habitación con Gabriel le hizo una seña al señor Browne
frunciendo el entrecejo y sacudiendo el dedo índice a modo de advertencia. El
señor Browne bajó la cabeza en señal de asentimiento y, cuando vio que ella
se había ido, le dijo a Freddy Malins:

—Vamos, Teddy, te voy a llenar ahora hasta los bordes un buen vaso de
limonada para que te animes.

Freddy Malins, que estaba a punto de llegar al momento culminante de su


historia, desdeñó el ofrecimiento con imprudencia, pero el señor Browne, que
había llamado anteriormente la atención a Freddy Malins en relación con
cierto desorden en su indumentaria, le llenó un vaso de limonada y se lo
ofreció. La mano izquierda de Freddy Malins aceptó el vaso mecánicamente,
mientras que la derecha se dedicaba a arreglar, también mecánicamente, el
desorden de su ropa. El señor Browne, cuyo rostro resplandecía de gozo una
vez más, se sirvió a sí mismo un vaso de whisky, mientras que Freddy Malins,
antes de llegar al momento culminante de su historia, estallaba en un ataque
de estridente risa bronquial y, depositando sobre la mesa el vaso lleno hasta
los bordes que ni siquiera había probado, empezaba a frotarse los nudillos del
puño izquierdo contra el ojo izquierdo, repitiendo una y otra vez las palabras
de su última frase con toda la claridad que su ataque de risa le permitía.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Gabriel era incapaz de escuchar a Mary Jane cuando ésta tocaba su pieza
académica, llena de fermatas y pasajes difíciles, para un auditorio silencioso
sentado en el salón. Le gustaba la música, pero la composición que ahora
estaba tocando no tenía melodía para él y dudaba que la tuviera para los
demás, aunque hubieran rogado a Mary Jane que tocara algo. Cuatro hombres
jóvenes que habían venido del cuarto donde estaban las bebidas y se habían
detenido junto a la puerta al oír los acordes del piano se habían vuelto a
marchar de dos en dos y sin hacer ruido unos minutos después. Las únicas
personas que parecían estar interesadas en la música eran la propia Mary
Jane, cuyas manos se deslizaban velozmente por el teclado o se levantaban de
él en las pausas que exigía la composición, como las de una sacerdotisa en
actitud de súplica, y la tía Kate, que estaba de pie, apoyada en el codo, para ir
dándole la vuelta a las páginas.
Los ojos de Gabriel, irritados por el suelo cuyo brillo de muchas capas de cera
de abejas se veía hoy acentuado por la pesada araña que colgaba del techo, se
dirigieron a la pared por encima del piano. Un cuadro representando la
escena del balcón de Romeo y Julieta colgaba de ella y junto a él había otra
reproducción, ésta de los dos príncipes ejecutados en la Torre de Londres,
que la tía Julia había bordado en lanas de colores rojos, azules y marrones,
cuando era una niña. Seguramente en el colegio a donde habían ido de niñas
se les enseñaba a hacer estas cosas, porque un año su propia madre le había
regalado, hecho por sus propias manos, un chaleco de tabinete color púrpura,
con pequeñas cabezas de zorro bordadas en él, forrado de raso marrón y
abrochado con botones redondos imitando moras. Era extraño que su madre
no hubiera tenido talento musical alguno, aunque la tía Kate solía llamarla el
cerebro de la familia Morkan. Ambas, ella y Julia, se habían sentido siempre
orgullosas de su hermana, que era una mujer seria y con aires de matrona. Su
fotografía ocupaba un lugar de importancia, frente al espejo de cuerpo
entero. Tenía un libro abierto sobre las rodillas y le estaba señalando algo en
él a Constantine, que, vestido de marinero, estaba sentado a sus pies. Fue ella
quien escogió los nombres de sus hijos porque se sentía muy consciente de la
dignidad de la familia. Gracias a ella, Constantine era ahora cura en la
parroquia de Ballbriggan y, gracias a ella también, Gabriel se había graduado
en la Universidad Real. Una sombra pasó por la cara de Gabriel al recordar la
obstinada oposición de su madre a su matrimonio. Conservaba aún en su
memoria algunos comentarios desdeñosos: se había referido a Gretta como a
una astuta muchacha de provincias, y eso no era ni verdadero ni justo. Fue
precisamente Gretta quien le cuidó durante su última y larga enfermedad, en
la casa en que ellos vivían en Monkstown.

Sabía que Mary Jane tenía que estar forzosamente a punto de acabar su pieza
musical, porque estaba tocando otra vez la obertura con escalas ascendentes
y descendentes después de cada compás y, mientras esperaba el final, el
resentimiento hacia su madre desapareció de su corazón. La pieza musical
concluyó con un triple quiebro de octavas y una octava final grave. Una cálida
ronda de aplausos celebró la actuación de Mary Jane, que, azorada y
recogiendo su partitura con dedos nerviosos, salió apresuradamente de la
habitación. Los aplausos más vigorosos procedían de los cuatro jóvenes de la
puerta, que se habían retirado al bar al principio de la pieza, pero habían
regresado cuando cesaron los acordes del piano.

Se organizaron las parejas de lanceros. Gabriel se encontró emparejado con


la señorita Ivors. Era una joven abierta y locuaz, con la cara pecosa y unos
ojos castaños y saltones. No llevaba un traje escotado y en el gran broche
prendido en la parte delantera de su cuello se representaba un motivo
irlandés.

Cuando habían ocupado los lugares que les correspondían, la joven le dijo
abruptamente:

—Hay un asunto que quiero aclarar con usted.

—¿Conmigo? —dijo Gabriel.


Ella hizo un gesto afirmativo con la cabeza, al que confirió gran seriedad.

—¿De qué se trata? —preguntó Gabriel, sonriendo ante la gravedad de su


tono.

—¿Quién es G. C.? —contestó la señorita Ivors, mirándole directamente a los


ojos.

Gabriel se sonrojó y estaba a punto de fruncir las cejas, como si no supiera de


qué se trataba, cuando ella dijo bruscamente:

—¡Oh, joven inocente! He descubierto que escribe usted para The Daily
Express . ¿No se avergüenza de hacerlo?

—¿Y por qué habría de hacerlo? —preguntó Gabriel, parpadeando y tratando


de sonreír.

—Pues bien, yo sí me avergüenzo de usted —replicó la señorita Ivors,


contundente—. ¡Pensar que contribuye a las páginas de un periódico así! No
creí que fuera usted simpatizante de los ingleses.

Una mirada de perplejidad se asomó a los ojos de Gabriel. Era cierto que
escribía una columna literaria todos los miércoles en The Daily Express , por
la que le pagaban quince chelines. Pero eso no quería decir que fuera
anglófilo. Los libros que recibía para reseñar eran para él más importantes
que el cheque insignificante que pagaba su trabajo. Le gustaba palpar la
cubierta y pasar las páginas de un libro que se acababa de imprimir. Casi
todos los días, cuando terminaba sus clases en el colegio, vagabundeaba por
las librerías de segunda mano en los muelles, Hickey en el de Bacherlor,
Webb o Massey en el de Aston, o Clohissy en una bocacalle. Frente a este
ataque, Gabriel no supo cómo reaccionar. Le habría querido decir que para él
la literatura estaba por encima de la política. Pero eran viejos amigos y sus
carreras habían sido paralelas, primero en la universidad, y después en su
labor docente. No podía darle una lección con una frase rimbombante.
Continuó parpadeando y tratando de sonreír y murmuró sin convicción que no
veía que el escribir reseñas de libros pudiera albergar intenciones políticas.

Cuando les llegó el tumo de cruzarse, seguía aún perplejo y distraído. La


señorita Ivors le cogió enseguida la mano, cálidamente, y le dijo en un tono
suave y afectuoso:

—Por supuesto estaba hablando en broma. Venga, vamos a cruzarnos ahora.

Cuando se encontraron juntos otra vez, ella habló de la cuestión universitaria


y Gabriel se sintió más a gusto. Un amigo de ella le había enseñado su reseña
de los poemas de Browning. Así fue como se enteró del secreto; pero la
reseña le gustó enormemente. Entonces dijo súbitamente:

—Señor Conroy ¿le gustaría a usted tomar parte en una excursión a las islas
Aran el verano que viene? Vamos a pasar allí un mes. Será magnífico, frente
al Atlántico. Debe usted venir. Va a venir el señor Clancy y también vendrán
el señor Kilkelly y Kathleen. Sería fantástico que Gretta pudiera venir
también. Ella es de Connacht ¿no?

—Su familia lo es.

—Pero vendrá ¿verdad? —continuó la señorita Ivors, poniéndole una mano


cálida e insistente sobre el brazo.

—El hecho es que —dijo Gabriel— ya he organizado las cosas para ir…

—¿Ir adónde? —preguntó la señorita Ivors.

—Bueno, todos los años unos cuantos amigos hacemos una ruta en bicicleta,
así que…

—¿Una ruta en bicicleta dónde? —inquirió la señorita Ivors.

—Generalmente vamos a Francia o a Bélgica, o tal vez a Alemania —replicó


Gabriel, incómodo.

—Y ¿por qué va usted a Francia y Bélgica —dijo la señorita Ivors—, en lugar


de visitar su propio país?

—Bueno —respondió Gabriel—, es en parte para no olvidar los idiomas y en


parte para cambiar de ambiente.

—¿Es que no tiene usted ya un idioma propio que conservar, el gaélico? —


preguntó la señorita Ivors.

—Bien —dijo Gabriel—, ya que hablamos de eso, y como bien sabe usted, el
gaélico no es mi lengua.

Las personas que estaban a su alrededor se habían vuelto para escuchar este
interrogatorio. Gabriel miró a derecha e izquierda, inquieto, y trató de no
perder su buen humor ante esta prueba que le estaba haciendo arder la
frente.

—¿Y no tiene usted una tierra propia que visitar —continuó, persistente, la
señorita Ivors—, una tierra de la que no sabe usted nada, su propia gente, su
propio país?

—Si quiere que le diga la verdad —contestó Gabriel súbitamente—, ¡estoy


harto de mi propio país, harto hasta más no poder!

—¿Por qué? —preguntó la señorita Ivors.

Gabriel no contestó porque su propia reacción le había hecho perder la calma.

—¿Por qué? —repitió la señorita Ivors.

Ahora les tocaba hacer la ronda de visitas juntos y, como él no le había


contestado, la señorita Ivors dijo efusivamente.

—Por supuesto, no tiene usted nada que contestar.

Gabriel intentó disimular su agitación tomando parte en el baile con toda su


energía. Esquivó su mirada porque había notado una expresión desabrida en
su rostro. Pero cuando se volvieron a encontrar en la larga cadena, se
sorprendió al notar la firme presión de su mano. Ella le miró un momento,
burlonamente, hasta hacerle sonreír. Entonces, justo en el momento en que la
cadena se había vuelto a poner en movimiento, se puso de puntillas y susurró
a su oído:

—¡Anglófilo!

Cuando concluyó el baile de los lanceros, Gabriel se retiró a un rincón alejado


de la sala, donde estaba sentada la madre de Freddy Malins. Era una mujer
corpulenta pero de aspecto delicado, con el pelo blanco. Tenía en la voz un
deje igual que el de su hijo y tartamudeaba ligeramente. Le habían dicho que
Freddy había llegado y que no estaba muy mal. Gabriel le preguntó si había
tenido una travesía agradable. Vivía con su hija casada en Glasgow y venía a
Dublín de visita una vez al año. Contestó plácidamente que sí, que el viaje en
barco había sido perfecto y que el capitán la había colmado de atenciones.
Habló también de la hermosa casa que su hija tenía en Glasgow y de todos los
simpáticos amigos que tenía también allí. Mientras le daba rienda suelta a la
lengua, Gabriel trató de desterrar de su mente los recuerdos del
desagradable incidente con la señorita Ivors. Verdad era que la joven o mujer,
o lo que fuera, era una fanática, pero para todo había un momento adecuado.
Tal vez no debió haberle contestado como lo hizo. Pero ella no tenía derecho a
llamarle anglófilo delante de la gente, aunque fuera en broma. Había hecho
todo lo posible por ponerle en ridículo delante de todo el mundo,
interrumpiéndole y mirándole fijamente con sus ojos de conejo.

Vio a su mujer que se acercaba a él, abriéndose camino por entre las parejas
que bailaban el vals. Cuando llegó a su lado, le dijo al oído:

—Gabriel, la tía Kate quiere saber si no te importa trinchar el ganso, como lo


has hecho otros años. La señorita Daly trinchará el jamón y yo me ocuparé del
postre.

—Muy bien —contestó Gabriel.

—Va a hacer entrar primero a los más jóvenes, tan pronto como se termine
este vals, para que así tengamos nosotros la mesa libre.

—¿Has bailado? —le preguntó Gabriel.

—Claro que he bailado. ¿No me has visto? Y tú, ¿de qué discutías con la
señorita Ivors?

—De nada. ¿Por qué lo preguntas? ¿Ha dicho ella que hemos discutido?
—Algo parecido. Estoy tratando de convencer al señor D’Arcy para que cante.
Me parece que es muy presumido.

—No hubo ninguna discusión —dijo Gabriel, algo malhumorado—.


Simplemente ella quería que fuera con un grupo a una excursión al oeste de
Irlanda y yo le dije que no quería.

Su mujer dio unas palmadas y un saltito, llena de excitación.

—¡Oh, Gabriel! ¿por qué no? —exclamó—. Me encantaría ir a Galway otra vez.

—Tú puedes ir, si así lo deseas —contestó Gabriel con cierta frialdad.

Gretta le miró un momento y después se volvió a la señora Malins y dijo:

—Esto es lo que se llama un marido agradable, señora Malins.

Mientras Gretta regresaba abriéndose paso por entre los invitados que
estaban en el salón, la señora Malins, sin aludir a la interrupción, siguió
contándole a Gabriel los sitios tan preciosos que había en Escocia y lo bonito
que era el paisaje. Su yerno las llevaba todos los años a la región de los lagos
y solían ir a pescar. Su yerno era un pescador excelente. Un día pescó un pez,
un pez enorme y precioso, y el dueño del hotel se lo guisó para la cena.

Gabriel apenas podía oír lo que estaba diciendo. Ahora que se acercaba la
hora de la cena, empezó a reflexionar de nuevo acerca de su discurso y acerca
de las citas. Cuando vio que Freddy Malins atravesaba la habitación para
venir a ver a su madre, Gabriel le dejó la silla en la que estaba sentado y se
retiró al alféizar de la ventana. No había ya nadie en la habitación y de la de
detrás llegaba el ruido de platos y cuchillos. Los que quedaban en el salón
parecían estar ya cansados de bailar y conversaban relajadamente en
grupitos. Los dedos cálidos y temblorosos de Gabriel tamborilearon sobre los
fríos cristales de la ventana. ¡Qué bien se debía de respirar fuera! ¡Qué
agradable sería caminar solo, primero a lo largo de la orilla del río y después
a través del parque! La nieve estaría posada en las ramas de los árboles y
formaría una capa brillante sobre el monumento de Wellington. ¡Cuánto mejor
se estaría allí que en la mesa donde iba a tener lugar la cena!

Repasó otra vez los jalones de su discurso: hospitalidad irlandesa, tristes


recuerdos, las Tres Gracias, París, la cita de Browning. Se repitió a sí mismo
una frase que había escrito en su reseña: «Uno tiene la sensación de estar
escuchando una música atormentada por el pensamiento». La señorita Ivors
había elogiado la reseña. ¿Era sincera? ¿Tenía acaso una vida propia que
trascendía su obsesión por la propaganda? Jamás había habido un
antagonismo entre ellos hasta esta noche. Le ponía nervioso pensar que
estaría presente en la cena, mirándole, mientras hablaba, con esos ojos suyos
tan críticamente inquisitivos. Tal vez se alegrara de que su discurso fuera un
fracaso. Le acudió a la mente una idea que le animó. Diría, refiriéndose a las
tías Kate y Julia: «Señoras y caballeros: la generación que ha pasado ya su
época dorada y de la que tenemos algún ejemplo entre nosotros, puede haber
tenido sus defectos, pero yo personalmente creo que tenía ciertas cualidades
de hospitalidad, humor y humanidad de que la nueva, profundamente seria y
sumamente instruida generación actual que va creciendo a nuestro alrededor,
parece carecer». Muy bien: eso iría por la señorita Ivors. ¿Qué le importaba a
él que sus tías no fueran más que dos ancianas ignorantes?

Un murmullo en la habitación atrajo su atención. El señor Browne avanzaba


desde la puerta escoltando galantemente a la tía Julia, que se apoyaba en su
brazo, sonriendo y con la cabeza baja. Hasta el piano la escoltó una salva
desigual de aplausos que, mientras Mary Jane se sentaba en el taburete y la
tía Julia, dejando de sonreír, se volvía un poco para graduar el tono de su voz
de manera que todos la oyeran en el salón, cesó poco a poco. Gabriel
reconoció el preludio. Era el de una vieja canción de la tía Julia, Ataviada para
la boda . Su voz, poderosa y clara en el tono, atacaba con gran vigor los
floreos que embellecían la canción y, aunque cantaba muy deprisa, no se
saltaba ni una floritura. Seguir la voz sin mirar el rostro de la cantante era
sentir y compartir la excitación de un vuelo ascendente, rápido y seguro.
Gabriel aplaudió ruidosamente con todos los demás al final de la canción y
desde la invisible mesa de la cena llegó también un sonoro aplauso. Sonaba
tan sincero que en el rostro de la tía Julia se percibió un ligero arrebol al
inclinarse para volver a poner en el atril el viejo libro de canciones
encuadernado en cuero con sus iniciales en la tapa. Freddy Malins, que la
había estado escuchando con la cabeza inclinada para oírla mejor, estaba
todavía aplaudiendo cuando todo el mundo había dejado ya de hacerlo y
hablando con gran animación con su madre, que inclinaba la cabeza grave y
seriamente en señal de asentimiento. Al fin, cuando ya no pudo aplaudir más,
se puso de pie súbitamente y, cruzando la habitación, se precipitó hasta
donde estaba la tía Julia, cuyas manos cogió entre las suyas, moviéndolas
cuando le faltaban las palabras y la emoción le entrecortaba excesivamente la
voz.

—Le estaba diciendo ahora mismo a mi madre —dijo— que nunca la había
oído a usted cantar tan bien, nunca jamás. No, su voz ha resultado esta noche
más bella que nunca. ¿Me lo va usted a creer? Porque ésa es la pura verdad.
Palabra de honor que es la verdad. Nunca oí a su voz emitir sonidos tan
cristalinos y tan… tan cristalinos y frescos, nunca jamás.

La tía Julia sonrió abiertamente y murmuró algo que tenía que ver con los
cumplidos y los halagos mientras soltaba su mano de la de Freddy Malins.
Entonces el señor Browne extendió la palma de la suya hacia ella y les dijo a
los que estaban cerca de él, imitando el estilo de un empresario de feria que
presenta un niño prodigio a su auditorio:

—¡La señorita Julia Morkan, mi último descubrimiento!

Se reía a carcajadas de su gracia cuando Freddy Malins se volvió hacia él y le


dijo:

—Bueno, Browne, si hablas en serio podrías haber hecho un descubrimiento


peor. Lo único que puedo decir es que nunca la he oído cantar ni la mitad de
bien en los muchos años que llevo viniendo aquí. Y ésa es la pura verdad.

—Ni yo tampoco —replicó el señor Browne—. Creo que su voz ha mejorado


considerablemente.

La tía Julia se encogió de hombros y dijo con mal disimulado orgullo:

—Hace treinta años yo no tenía mala voz.

—Yo siempre le dije a Julia —intervino la tía Kate enfáticamente— que estaba
malgastando su talento musical en ese coro. Pero nunca me hizo caso.

Se volvió como apelando al sentido común de los demás para que la ayudaran
a hacer carrera de un niño rebelde, mientras que Julia miraba hacia adelante
y una vaga sonrisa de nostalgia iluminaba su rostro.

—No —continuó la tía Kate—, no se dejaba aconsejar ni guiar por nadie,


trabajando como una negra en ese coro, día y noche, día y noche. ¡A las seis
de la madrugada el mismo día de Navidad! Y todo eso ¿para qué?

—Bueno ¿no es por la gloria de Dios, tía Kate? —preguntó Mary Jane, dándose
la vuelta en el taburete del piano y sonriendo.

La tía Kate se volvió como una fiera hacia su sobrina y le dijo:

—Sé todo eso de la gloria de Dios, Mary Jane, pero no me parece que el Papa
esté haciendo nada muy glorioso haciendo salir de los coros a mujeres que
han trabajado en ellos toda su vida y poniendo en su lugar a esos
mequetrefes. Supongo que será para mayor gloria de Dios si es el Papa quien
lo hace. Pero ni es justo, Mary Jane, ni está bien hecho.

Se había exaltado y habría continuado con gusto defendiendo a su hermana


porque era éste un asunto que le producía gran irritación, pero Mary Jane,
viendo que regresaban todas las parejas de baile, intervino para pacificarla:

—Vamos, tía Kate ¿no ves que estás escandalizando al señor Browne, que
tiene creencias diferentes?

La tía Kate se volvió hacia el señor Browne, que recibió esta alusión a sus
creencias religiosas con una sonrisa, y le dijo apresuradamente:

—No, yo no estoy poniendo en duda la manera de proceder del Papa. Yo soy


solamente una anciana estúpida y no osaría hacer nunca una cosa así. Pero
hay algo que se llama simplemente cortesía y gratitud. Y si yo fuera Julia se lo
diría al padre Healy en la mismísima cara…

—Y además, tía Kate —dijo Mary Jane—, estamos hambrientos y, cuando


estamos así, saltamos por cualquier cosa.

—Como lo estamos también cuando tenemos sed —añadió el señor Browne.

—Así que vamos a cenar —dijo Mary Jane— y ya terminaremos la discusión


después.
En el pasillo, a la salida del salón, Gabriel se encontró con su mujer y con
Mary Jane, que trataban de convencer a la señorita Ivors para que se quedara
a cenar. Pero la señorita Ivors, que se había puesto ya el sombrero y se estaba
abrochando la capa, no se quería quedar. No tenía hambre y ya se había
quedado más tiempo del que debía.

—Pero si son sólo diez minutos, Molly —insistió la señora Conroy—. Eso no la
retrasará mucho.

—Qué menos que probar un bocado —añadió Mary Jane— después de todo lo
que ha bailado.

—De verdad que no puedo —contestó la señorita Ivors.

—Me parece que no lo ha pasado muy bien —dijo Mary Jane, con cierto
desaliento.

—Lo he pasado estupendamente, se lo aseguro —replicó la señorita Ivors—,


pero me tiene usted que permitir que me vaya ahora.

—Y ¿cómo va a ir usted a su casa? —preguntó la señora Conroy.

—Está sólo a dos pasos, muelle arriba.

Gabriel vaciló un momento y dijo:

—Si usted me lo permite, señorita Ivors, la acompañaré a su casa, si es que de


verdad tiene que irse.

Pero la señorita Ivors se separó unos pasos de ellos.

—No lo consentiré —exclamó—. Por lo que más quieran, vayan a cenar y no se


preocupen de mí. Soy capaz de cuidar perfectamente de mi persona.

—He de decir que es usted una muchacha muy particular, Molly —dijo la
señora Conroy con franqueza.

—Beannacht libh —exclamó la señorita Ivors, riéndose, mientras bajaba


corriendo las escaleras.

Mary Jane se quedó mirándola con una expresión de asombro en el rostro,


mientras que la señora Conroy se asomaba por encima de la barandilla
esperando oír el ruido de la puerta principal al abrirse y cerrarse. Gabriel se
preguntó a sí mismo si sería él la causa de su súbita marcha. Pero no parecía
estar de mal humor: se había marchado riendo. Se quedó con la mirada fija en
las escaleras, como absorto.

En aquel mismo momento la tía Kate salió tambaleándose de la habitación


donde se iba a servir la cena, retorciéndose las manos desesperada.

—¿Dónde está Gabriel? —exclamó—. ¿Dónde se ha metido Gabriel? ¡Todo el


mundo está esperando, todo está preparado y no tenemos quien nos trinche el
ganso!

—¡Aquí estoy, tía Kate! —gritó Gabriel con súbita animación, dispuesto a
trinchar una manada de gansos, si fuera preciso.

Un ganso pardo y rollizo descansaba en un extremo de la mesa y en el otro,


sobre un lecho de papel plegado salpicado de ramitas de perejil, había un
enorme jamón al que se le había quitado la capa de grasa que lo cubría y que
estaba cubierto con migas de pan tostadas. Alrededor de la canilla le habían
puesto flecos de papel artísticamente recortados y a su lado se veía un
redondo de carne de vaca condimentado con especias. Entre estos extremos,
que parecían rivalizar el uno con el otro, se habían colocado filas paralelas de
fuentes más pequeñas; dos cerros de gelatina, una roja y otra amarilla; una
fuente llana repleta de cuadrados de crema de vainilla y jalea roja, una gran
fuente verde, con forma de hoja y un asa que imitaba el peciolo, en la que
yacían montones de pasas de color púrpura y almendras peladas, otra fuente
haciendo juego que contenía un sólido rectángulo de higos de Esmirna, una
fuente de natillas sobre la que se había espolvoreado nuez moscada rallada,
un bol pequeño lleno de bombones y caramelos envueltos en papeles dorados
y plateados, y un jarrón de cristal que contenía tallos de apio. En el centro de
la mesa se veían, a guisa de centinelas de un frutero que exhibía una pirámide
de naranjas y manzanas americanas, dos licoreras achatadas, antiguas, de
cristal tallado. Una contenía oporto y la otra jerez dulce. Sobre el piano
vertical cerrado, esperaba su turno un pudín de Navidad en una enorme
fuente amarilla, y detrás de él se podían ver tres pelotones de botellas de
cerveza negra, cerveza ordinaria y refrescos, puestos en fila según el color de
sus uniformes, los dos primeros negros, con etiquetas marrones y rojas, el
tercer pelotón, que era también el más pequeño, blanco, con bandas verdes
alrededor de las botellas.

Gabriel ocupó su puesto a la cabecera de la mesa sin vacilación y hundió el


tenedor de trinchar con firmeza en la carne del ganso. Se sentía ahora
totalmente seguro porque trinchaba con pericia y no había nada que le
gustara más que encontrarse a la cabeza de una mesa bien abastecida.

—Señorita Furlong ¿qué le sirvo a usted? —preguntó—. ¿Un alón o un trozo


de pechuga?

—Un trozo de pechuga, pero pequeño, por favor.

—¿Y para usted, señorita Higgins?

—Cualquier cosa, señor Conroy.

Mientras Gabriel y la señorita Daly intercambiaban platos de ganso, de jamón


y de carne especiada, Lily pasaba de un invitado a otro con una fuente de
patatas muy calientes, envueltas en una servilleta blanca. Esto había sido una
idea de Mary Jane, que había sugerido también salsa de manzana para el
ganso, pero la tía Kate dijo que había comido siempre el ganso asado sin
ninguna salsa y le había parecido tan sabroso que esperaba no tener que
comer nunca nada peor. Mary Jane atendía a sus discípulas y trataba de
conseguir para ellas las tajadas mejores, y la tía Kate y la tía Julia abrían y
traían del piano botellas de ambas clases de cerveza para los caballeros y
botellas de bebidas sin alcohol para las damas. Había mucho revuelo, y risa, y
ruido, el ruido de órdenes y contraórdenes, de cuchillos y tenedores, de
corchos y tapones de cristal. Gabriel pronto tuvo que empezar a trinchar más
carne para los que querían repetir, tan pronto como hubo terminado la
primera ronda y sin haberse servido aún él. Todo el mundo protestó
ruidosamente, así que tuvo que llegar a un acuerdo, que consistió en echarse
un buen trago de cerveza negra, porque la tarea de trinchar le tenía muy
acalorado. Mary Jane se sentó y empezó a cenar, pero las tías Kate y Julia
seguían yendo de un lado a otro de la mesa, con sus andares vacilantes,
pisándose los talones, tropezándose la una con la otra y dándose mutuas
órdenes a las que ni una ni otra hacían caso. El señor Browne les rogó que se
sentaran y empezaran a comer, y lo mismo hizo Gabriel, pero ellas dijeron que
tenían tiempo de sobra para hacerlo, así que, al fin, Freddy Malins se puso de
pie, agarró a la tía Kate y la hizo sentarse a la fuerza en su silla, entre el
jolgorio general.

Cuando todo el mundo estuvo bien servido, Gabriel dijo, sonriendo:

—Y ahora, si alguien quiere algo más de lo que la gente vulgar llama relleno,
que levante la voz.

Un coro de voces le incitó a que empezara a cenar y Lily se acercó con tres
patatas que le tenía reservadas.

—Está bien —dijo Gabriel de buen talante mientras se echaba otro trago antes
de empezar la cena—. Ahora, señoras y caballeros, tengan la bondad de
olvidarse por unos minutos de mi existencia.

Empezó a cenar y no tomó parte en la conversación que acompañó a las idas y


venidas de Lily quitando la mesa. El tema de la conversación era la compañía
de ópera que actuaba en el Teatro Real. El señor Bartell D’Arcy, el tenor, un
hombre joven de cutis cetrino con un elegante bigote, elogió sin reservas la
actuación de la contralto principal de la compañía, pero la señorita Furlong
opinó que su estilo era algo vulgar. Freddy Malins dijo que había un jefe de
tribu negro que cantaba en la segunda parte de la pantomima del teatro
Gaiety, que tenía una de las mejores voces de tenor que él había oído en su
vida.

—¿Le ha oído usted cantar? —le preguntó al señor Bartell D’Arcy, que estaba
sentado al otro lado de la mesa.

—No —replicó el señor Bartell D’Arcy, sin darle mucha importancia a la


pregunta.

—Porque tengo curiosidad por saber lo que opina usted de él —explicó Freddy
Malins—. A mi juicio tiene una gran voz.

—Típico de Teddy el enterarse de lo que realmente es bueno —dijo el señor


Browne, dirigiéndose con familiaridad a la concurrencia.
—Y ¿por qué no va a poder tener él también una buena voz? —preguntó
Freddy, agresivo—. ¿No será porque es simplemente un negro?

La pregunta se quedó sin respuesta y Mary Jane hizo volver la conversación a


la ópera que todos consideraban legítima. Una de sus alumnas le había dado
una entrada gratuita para Mignon . Por supuesto la representación estuvo
muy bien pero a ella le hizo pensar en la pobre Georgina Burns. El señor
Browne podía remontarse aún más lejos, a los viejos tiempos en que famosas
compañías italianas solían venir a Dublín: Tietjens, lima de Murzka,
Campanini, el gran Trebilli, Giuglini, Ravelli, Aramburo. Aquéllos eran buenos
tiempos, decía, cuando se podía oír en Dublín buen canto. Les contó también
cómo la galería más alta del viejo Teatro Real solía estar abarrotada noche
tras noche, cómo una noche un tenor italiano había tenido que repetir cinco
veces, a petición del público, fragmentos de Déjame caer como cae un
soldado , dando en todas ellas el do de pecho, y cómo los chicos de la galería
solían, a veces, en su entusiasmo, desenganchar los caballos de los coches de
alguna prima donna y tirar ellos mismos del coche por las calles de Dublín
para llevarla a su hotel. ¿Por qué no se representaban ahora las grandes
óperas de antaño, preguntó, como Dinorah o Lucrezia Borgia ? Porque no
podían encontrar voces para cantarlas: ésa era la razón.

—Bueno —replicó el señor Bartell D’Arcy—, supongo que hoy en día hay
cantantes tan buenos como los de entonces.

—¿Y dónde están? —preguntó el señor Browne, retador.

—En Londres, en París, en Milán —dijo el señor Bartell D’Arcy, con


entusiasmo—. Supongo que Caruso, por ejemplo, es tan buen cantante, si no
mejor, que cualquiera de esos señores que ha mencionado usted.

—Tal vez —replicó el señor Browne—. Pero permítame que le diga que lo
dudo mucho.

—Yo daría un ojo de la cara por oír cantar a Caruso —dijo Mary Jane.

—Para mí —dijo la tía Kate, que había permanecido hasta el momento en


silencio, chupando con fruición un hueso—, hubo sólo un tenor. Un tenor que
me llenara por completo, quiero decir. Pero supongo que ninguno de ustedes
habrá oído hablar de él.

—¿Quién era, señorita Morkan? —preguntó cortésmente el señor Bartell


D’Arcy.

—Se llamaba Parkinson —replicó la tía Kate—. Le oí cantar cuando estaba en


su apogeo y creo que tenía entonces la más pura voz de tenor que existió
jamás en la garganta de un hombre.

—Extraño —dijo el señor Bartell D’Arcy—. Ni siquiera he oído hablar de él.

—Sí, sí, la señorita Morkan tiene razón —interrumpió el señor Browne—.


Recuerdo haber oído cantar a Parkinson, pero se remonta a unos tiempos
demasiado lejanos para mí.

—Un tenor inglés con una voz bella, pura, dulce y suave —prosiguió la
señorita Kate con entusiasmo.

Una vez que Gabriel hubo terminado de comer, se llevó a la mesa el enorme
pudín de Navidad. Empezó de nuevo el ruido de tenedores y cucharas. La
mujer de Gabriel sirvió trozos del pudín y fue pasando los platos por la mesa.
A medio camino, Mary Jane los detenía para completarlos con gelatina de
frambuesas o de naranja, o con crema de vainilla y mermelada. El pudín lo
había hecho la tía Julia y todo el mundo se lo alabó. Pero ella dijo que no le
había salido suficientemente oscuro.

—Bueno, señorita Morkan —dijo el señor Browne—, yo sinceramente espero


que, con un nombre como el de Browne, que significa moreno u oscuro, me
encuentre usted lo suficientemente oscuro, porque yo, sabe usted, soy todo
oscuridad.

Todos los caballeros, excepto Gabriel, probaron algo del pudín, como un acto
de cortesía hacia la tía Julia. Como Gabriel no tomaba cosas dulces, se le
habían dejado tallos de apio. Freddy Malins tomó también uno. Le habían
dicho que el apio era muy bueno para la sangre y estaba entonces
precisamente bajo tratamiento médico. La señora Malins, que no había dicho
una palabra durante la cena, dijo entonces que su hijo iba a ir a Mount
Melleray dentro de una semana más o menos. Todo el mundo empezó
entonces a hablar de Mount Melleray, de lo tonificante que era allí el aire, de
lo acogedores que eran los monjes y de cómo jamás exigían ni un penique de
sus huéspedes.

—¿Y quieren ustedes decir —preguntó el señor Browne con incredulidad—


que un tipo puede presentarse allí como si fuera a un hotel, vivir como un rey
y regresar sin haber pagado un céntimo?

—Bueno, la mayoría de los que van allí le dan una limosna al monasterio antes
de marcharse —dijo Mary Jane.

—¡Ojalá tuviéramos una institución así en nuestra religión! —comentó


cándidamente el señor Browne.

Se quedó sorprendido de oír que los monjes no hablaban nunca, se levantaban


a las dos de la madrugada y dormían en sus ataúdes. Preguntó para qué lo
hacían.

—Son las reglas de la orden —contestó la tía Kate con firmeza.

—Sí, pero ¿por qué?

La tía Kate repitió que ésa era la regla y nada más. El señor Browne parecía
seguir sin entenderlo. Freddy Malins le explicó lo mejor que pudo que los
monjes estaban tratando de expiar los pecados cometidos por todos los
pecadores del mundo. La explicación no fue muy convincente, porque el señor
Browne sonrió y dijo:

—La idea me gusta mucho, pero ¿no haría el mismo servicio una cómoda
cama de muelles que un ataúd?

—El ataúd —dijo Mary Jane— es para recordarles su último destino.

Como el tema se había vuelto algo fúnebre, se le enterró en uno de los


silencios de la mesa, interrumpiendo el cual se podía oír la voz de la señora
Malins diciéndole a la persona que estaba a su lado, en un tono bajo y no muy
claro:

—Son hombres muy buenos esos monjes, hombres muy piadosos.

Se pasaron entonces alrededor de la mesa las pasas y las almendras, los higos
y las naranjas, los bombones y los caramelos. La tía Julia ofreció a todos los
invitados una copita de oporto o de jerez. Al principio el señor Bartell D’Arcy
rehusó ambos, pero uno de los comensales le dio un codazo y le susurró algo,
y a consecuencia de ello permitió que se le llenara la copa. Poco a poco,
conforme se iban llenando las copas, cesó la conversación. A esto siguió una
corta pausa, interrumpida tan sólo por el ruido del vino y el movimiento de las
sillas. Las señoritas Morkan inclinaron la cabeza las tres a la vez y miraron al
mantel. Alguien tosió una o dos veces y entonces unos cuantos caballeros
dieron unos golpecitos en la mesa pidiendo silencio. Se hizo el silencio y
Gabriel empujó su silla hacia atrás y se puso de pie.

Los golpecitos en la mesa crecieron en intensidad con la intención de


estimular al conferenciante y cesaron poco después. Gabriel apoyó sus diez
dedos temblorosos sobre el mantel y dirigió una nerviosa sonrisa a los
concurrentes. Al enfrentarse con una fila de caras que miraban hacia él,
levantó la vista a la araña de cristal. El piano estaba tocando un vals y podía
oír el roce de las faldas contra la puerta del salón. Tal vez habría alguien de
pie sobre la nieve, en el muelle fuera de la casa, mirando hacia las ventanas
iluminadas y escuchando la música del vals. Allí el aire era puro. A lo lejos
estaba el parque donde los árboles se inclinaban bajo el peso de la nieve. El
monumento a Wellington ostentaba un gorro de nieve reluciente que lanzaba
sus destellos hacia el oeste sobre las blancas praderas de los Quince Acres.

Entonces empezó.

—Señoras y caballeros:

»Me ha tocado en suerte este año, lo mismo que en años anteriores,


desempeñar una misión muy agradable. No obstante temo que mis pobres
cualidades oratorias no sean lo suficientemente adecuadas para llevar a cabo
esta misión.

—¡Tonterías! —exclamó el señor Browne.

—Sea como fuere, lo único que puedo hacer es suplicarles a ustedes esta
noche que tomen lo dicho por lo hecho y que presten atención unos momentos
mientras trato de expresarles en palabras cuáles son mis sentimientos en una
ocasión como ésta.

»Señoras y caballeros. No es la primera vez que nos hemos reunido bajo este
techo hospitalario, alrededor de esta mesa hospitalaria. No es tampoco la
primera vez que hemos sido los beneficiarios, o tal vez sería mejor decir las
“víctimas”, de la hospitalidad de ciertas bondadosas damas.

Trazó un círculo en el aire con la mano e hizo una pausa. Todo el mundo se
rió o le dirigió una sonrisa a la tía Kate, a la tía Julia y a Mary Jane, que se
ruborizaron de placer. Gabriel continuó, ya con más atrevimiento:

—Con el paso de los años se fortalece en mí la creencia de que nuestro país


no posee tradición que le honre más y que más celosamente deba conservar
que la de su hospitalidad. Es una tradición que en mi experiencia es única (y
he visitado bastantes lugares en el extranjero) entre las naciones modernas.
Tal vez algunos opinen que, entre nosotros, esta cualidad es más bien un
defecto y no algo de lo que debamos enorgullecemos. Pero aun así, y
suponiendo que sea cierto, es un noble defecto, que espero se conserve y
mantenga por mucho tiempo en nuestro país. Estoy seguro al menos de una
cosa. En tanto que este techo cobije a las buenas damas de que antes hablé, y
deseo de todo corazón que así sea por muchos años, la tradición de la sincera,
cálida y cortés hospitalidad irlandesa que hemos recibido de nuestros padres
y que nosotros, por nuestra parte, debemos legar a nuestros hijos, seguirá
viva entre nosotros.

Un caluroso murmullo de asentimiento se difundió por la mesa. Pasó por la


mente de Gabriel que la señorita Ivors no estaba allí y que se había ido de
manera descortés, y dijo, cada vez con más confianza en sí mismo:

—Señoras y caballeros:

»Una nueva generación crece y se desarrolla entre nosotros, una generación


motivada por nuevas ideas y nuevos principios. Es una generación seria y
entusiasmada por estas nuevas ideas y su entusiasmo, aun cuando esté mal
dirigido es, creo yo, esencialmente sincero. Pero vivimos en una época
escéptica y, si se me permite la expresión, atormentada por las ideas, y a
veces temo que a esta nueva generación, instruida y bien preparada, a veces
hasta el exceso, le puedan faltar esas cualidades de humanidad, hospitalidad
y benévolo humor que pertenecían a otros tiempos. Al oír esta noche los
nombres de aquellos grandes cantantes del pasado, me parecía, he de
confesar, que vivíamos en una edad menos espaciosa. Aquellos días podrían
ser llamados, sin exagerar, días espaciosos y holgados, y si se han ido sin que
podamos hacerlos volver, esperemos al menos que en reuniones como ésta
podamos hablar de ellos con orgullo y afecto, atesorar en nuestros corazones
la memoria de aquellos grandes seres que se llevó la muerte, pero cuya fama
permanecerá en el mundo porque éste no permitirá que desaparezca.

—¡Eso es, eso es! —exclamó el señor Browne en voz muy alta.

—No obstante —continuó Gabriel, dejando que su voz adoptara inflexiones


más suaves—, pensamientos más tristes acudirán a nuestra mente en
reuniones como éstas: pensamientos del pasado, de la juventud, de los
cambios, de rostros ausentes que esta noche echamos de menos. El sendero
que atraviesa nuestra vida está sembrado de tristes recuerdos como éstos; si
nos dedicáramos a meditar continuamente sobre ellos, no tendríamos valor
para seguir desempeñando nuestras tareas entre los vivos. Todos nosotros
tenemos deberes cotidianos y vivos afectos que reclaman, y tienen derecho a
hacerlo, nuestros más tenaces esfuerzos.

»Por consiguiente no me voy a detener en el pasado. No permitiré que


ninguna lúgubre reflexión moralizante trastorne la armonía de esta noche.
Estamos reunidos aquí por un breve espacio de tiempo, huyendo del ajetreo y
premura de la rutina diaria. Nos hemos encontrado aquí como amigos, en
espíritu de compañerismo, como colegas también hasta cierto punto, en un
auténtico espíritu de camaradería y, por último como invitados de, ¿cómo las
llamaré?, las Tres Gracias del mundo musical de Dublín.

La mesa prorrumpió en calurosos aplausos y risas ante esta ocurrencia. La tía


Julia pidió en vano a los que estaban cerca de ella, uno tras otro, que le
contaran lo que Gabriel acababa de decir.

—Dice que somos las Tres Gracias, tía Julia —le dijo Mary Jane.

La tía Julia no lo comprendió, pero levantó la cabeza, sonriente, y miró a


Gabriel, que continuó en la misma vena:

—Señoras y caballeros:

»No voy a tratar de desempeñar esta noche el papel que desempeñó Paris en
otra ocasión. No intentaré escoger una entre ellas. La tarea sería odiosa y
sobrepasaría mi capacidad de elección. Porque cuando las contemplo una por
una, ya sea a nuestra principal anfitriona de esta noche, cuyo buen corazón,
cuyo, digamos, excesivo buen corazón, se ha convertido en algo con lo que
todos sus amigos están bien familiarizados, o a su hermana, que parece
dotada de una juventud eterna y cuya excelencia en el canto ha debido de ser
una sorpresa y una revelación para todos nosotros esta noche, o en último
pero no por ello en peor lugar, cuando pienso en nuestra anfitriona más joven,
dotada de gran talento, alegre, trabajadora y la mejor de las sobrinas, he de
confesar, señoras y caballeros, que no sé a quién le otorgaría el premio.

Gabriel bajó la vista para mirar a sus tías y, viendo la abierta sonrisa en el
rostro de tía Julia y las lágrimas que se asomaban a los ojos de tía Kate, se
apresuró a terminar su discurso. Levantó su copa de oporto galantemente,
mientras todos los comensales sostenían la copa en actitud expectante, y dijo
en voz muy alta:

—Brindemos por las tres juntas. Brindemos por su salud, bienestar, larga
vida, felicidad y prosperidad, y que continúen por mucho tiempo manteniendo
la digna y bien merecida posición que ocupan en su profesión, y el puesto de
honor y afecto que ocupan en nuestros corazones.

Todos los invitados se pusieron de pie, con las copas en la mano y,


volviéndose hacia las tres damas que permanecían sentadas, cantaron a coro,
dirigidos por el señor Browne:

Que son joviales y alegres,

Que son joviales y alegres,

Que son joviales y alegres,

¿Quién lo podrá negar?

La tía Kate estaba utilizando abierta y descaradamente su pañuelo y hasta la


tía Julia parecía conmovida. Freddy Malins seguía el compás con su tenedor
de postre y los cantores se volvían unos a otros, como si estuvieran tomando
parte en una melodiosa conferencia, mientras cantaban con gran énfasis:

A no ser que esté mintiendo

A no ser que esté mintiendo.

Entonces, volviéndose una vez más a sus anfitrionas, cantaron:

Que son joviales y alegres,

Que son joviales y alegres,

Que son joviales y alegres,

¿Quién lo podrá negar?

La aclamación que siguió fue acogida más allá de las puertas del comedor por
muchos otros invitados y repetida una y otra vez, con Freddy Malins de
maestro de ceremonias enarbolando su tenedor.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

El penetrante aire de la madrugada entró en el vestíbulo donde estaban de


pie, y la tía Kate dijo:

—Que alguien cierre esa puerta, la señora Malins va a coger una pulmonía.

—Browne está ahí, tía Kate —dijo Mary Jane.

—Browne está en todas partes —replicó la tía Kate, bajando la voz.

Mary Jane se rió del volumen que había empleado.

—Hay que reconocer que es muy atento —dijo con sorna.

—No ha salido de aquí —dijo la tía Kate en el mismo tono— en todas las
Navidades.
Se rió ella también, esta vez con benevolencia, y enseguida añadió:

—Pero dile que entre, Mary Jane, y que cierre la puerta. Espero que no me
haya oído.

En aquel mismo momento se abrió la puerta principal y el señor Browne


atravesó el umbral, riéndose como si estuviera a punto de reventar. Iba
ataviado con un largo gabán verde con puños y cuello de piel de imitación de
astracán y llevaba en la cabeza un sombrero de piel de forma ovalada. Señaló
con la mano el muelle cubierto de nieve de donde venía un agudo y
prolongado sonido de silbidos.

—Seguro que Teddy ha hecho venir a todos los coches de punto de Dublín.

Gabriel salió del cuartito ropero de detrás de la oficina, poniéndose el abrigo


y, mirando en redondo el vestíbulo, dijo:

—¿No ha bajado Gretta todavía?

—Está recogiendo sus cosas, Gabriel —contestó la tía Kate.

—Y ¿quién está tocando el piano?

—Nadie. Se han ido todos.

—No, tía Kate —dijo Mary Jane—. Bartell D’Arcy y la señorita O’Callaghan no
se han ido aún.

—Alguien está tecleando el piano, sin duda.

Mary Jane miró a Gabriel y al señor Browne y dijo, tiritando:

—Me da frío ver a dos caballeros abrigados hasta el cuello. La verdad es que
no me gustaría tener que marcharme a casa a estas horas de la madrugada.

—En este momento —dijo el señor Browne enfáticamente— lo que más me


gustaría es darme un rápido paseo por el campo o ir en un coche con un veloz
caballo entre las varas.

—Nosotras solíamos tener en casa un coche ligero tirado por un excelente


caballo —dijo la tía Julia, melancólica.

—El inolvidable Johnny —añadió Mary Jane, riéndose.

La tía Kate y Gabriel se rieron también.

—Y ¿qué tenía de maravilloso e inolvidable el tal Johnny? —preguntó el señor


Browne.

—Nuestro difunto abuelo, Patrick Morkan, cuya muerte tanto lamentamos —


explicó Gabriel—, vulgarmente conocido en sus últimos años como el viejo
caballero, era fabricante de cola.

—Bueno, Gabriel —interrumpió la tía Kate, riéndose—, lo que tenía era una
fábrica de almidón.

—Fuera cola o almidón —dijo Gabriel—, el viejo caballero tenía un caballo


llamado Johnny. Y Johnny solía trabajar en el molino del viejo caballero, dando
vuelta tras vuelta para hacerlo funcionar. Todo iba muy bien, pero ahora
viene la parte trágica acerca de Johnny. Un buen día al viejo caballero se le
ocurrió la idea de que le gustaría ir con la gente de rumbo a un desfile militar
en el parque.

—Que Dios se apiade de su alma —dijo la tía Kate, rebosando compasión.

—Así sea —replicó Gabriel—. Así que el viejo caballero, como he dicho,
enjaezó a Johnny y se puso él su mejor sombrero de copa y su mejor cuello
almidonado y salió con el coche y con gran pompa de su mansión solariega
que estaba en algún lugar cerca de Back Lane, me parece.

Todo el mundo se estaba riendo, hasta la señora Malins, del tono jocoso de
Gabriel, y la tía Kate dijo:

—Vamos, vamos, Gabriel, el abuelo no vivía en Back Lane. Lo que estaba allí
era el molino.

—Salió, pues, con Johnny de la mansión de sus antepasados —continuó


Gabriel—. Y todo fue bien hasta que Johnny vio la estatua del rey Billy. Y,
fuera que se enamoró del caballo sobre el que está sentado el rey Billy, o que
creyó que había regresado al molino, la cosa es que empezó a dar vueltas
alrededor de la estatua.

Gabriel se puso a dar vueltas alrededor del vestíbulo con los chanclos
puestos, imitando el trote del caballo, entre las carcajadas de la concurrencia.

—Dio vueltas y más vueltas —continuó Gabriel— y el viejo caballero, que era
muy pomposo, estaba indignado a más no poder. «¡Vamos, señor! Pero ¿qué
está usted haciendo, señor? ¡Johnny, Johnny! ¡Qué comportamiento más
extraordinario! ¡No puedo comprender lo que le pasa a este caballo!»

Un aldabonazo en la puerta interrumpió las carcajadas que siguieron a la


imitación que estaba haciendo Gabriel del incidente. Mary Jane corrió a
abrirla y le franqueó la entrada a Freddy Malins. Freddy Malins, con el
sombrero echado hacia atrás y los hombros encogidos a causa del frío, estaba
resollando y bufando a causa de sus esfuerzos.

—Sólo he podido encontrar un coche de punto —dijo.

—No importa, encontraremos otro en el muelle —replicó Gabriel.

—Sí —dijo la tía Kate—. Es mejor no dejar a la señora Malins esperando en


una corriente.
Su hijo y el señor Browne ayudaron a la señora Malins a bajar los escalones
de la entrada y, después de mucho maniobrar, lograron sentarla en el coche.
Freddy Malins subió trepando detrás de ella y pasó un buen rato
acomodándola en su asiento, mientras que el señor Browne le ayudaba con
profusión de consejos. Al fin estuvo cómodamente sentada y Freddy Malins
invitó al señor Browne a subir al coche. Hubo cierta confusión al hablar unos
y otros al mismo tiempo, pero al fin el señor Browne entró en el coche. El
cochero se puso la manta sobre las rodillas e inclinó la cabeza para preguntar
la dirección. Aumentó la confusión, pues Freddy Malins y el señor Browne,
asomando cada uno de ellos la cabeza por una ventanilla distinta del coche
daban direcciones diferentes. La dificultad consistía en saber en qué parte del
trayecto debían dejar al señor Browne, y la tía Kate, la tía Julia y Mary Jane
tomaban parte en la discusión desde el umbral sugiriendo rutas
contradictorias, y todo esto en medio de abundantes carcajadas. En cuanto a
Freddy Malins, no podía ni hablar de la risa. Metía y sacaba la cabeza por la
ventana cada dos minutos, con gran peligro de su sombrero, para tener al
corriente a su madre de cómo iba la discusión, hasta que al fin el señor
Browne gritó al desconcertado cochero tratando de hacerse oír por encima
del jolgorio y de las risas:

—¿Sabe usted dónde está Trinity College?

—Sí, señor —respondió el cochero.

—Pues bien, siga hasta toparse con la verja de Trinity College —dijo el señor
Browne— y entonces le diremos por dónde puede ir. ¿Me comprende usted
ahora?

—Sí, señor —repitió el cochero.

—Pues, ¡adelante! Vaya volando como un pájaro en dirección a Trinity


College.

—De acuerdo, señor —gritó el cochero.

Le dio un latigazo al caballo y el coche traqueteó a lo largo del muelle, entre


un coro de risas y adioses.

Gabriel no había salido a la puerta con los demás. Estaba en la parte más
oscura del vestíbulo mirando hacia arriba. Cerca del primer rellano de la
escalera, también en sombras, había una mujer de pie. No podía verle la cara
pero sí podía distinguir los godets de su falda en color terracota y rosa
asalmonado, que las sombras hacían parecer negro y blanco. Era su mujer.
Estaba apoyada en el pasamanos de la escalera, escuchando algo. A Gabriel le
sorprendió su inmovilidad y aguzó el oído para escuchar también. Pero no
podía oír casi nada, a no ser el ruido de risas y discusiones en la escalinata de
entrada, unos cuantos acordes del piano y unas notas de algo cantado por una
voz de hombre.

Permaneció en silencio en la penumbra del vestíbulo, tratando de captar el


aire de lo que la voz estaba cantando y mirando hacia arriba, a su mujer.
Había gracia y misterio en su actitud, como si fuera el símbolo de algo. Se
preguntó a sí mismo de qué puede ser símbolo una mujer que está de pie en
las escaleras entre sombras, escuchando una música distante. Si fuera pintor,
la pintaría en esa actitud. Su sombrero de fieltro azul haría resaltar el color
de bronce de su cabello y los godets oscuros de su falda harían destacar los
más claros. Música distante , llamaría al cuadro si hubiera sabido pintarlo.

La puerta principal se cerró y tía Kate, tía Julia y Mary Jane regresaron al
vestíbulo, riéndose aún.

—¡Este Freddy es terrible! —dijo Mary Jane—. ¿No es realmente terrible?

Gabriel no dijo nada sino que señaló hacia las escaleras donde estaba de pie
su mujer. Ahora que la puerta de entrada estaba cerrada se podían oír mejor
la voz y el piano. Gabriel levantó la mano, suplicando silencio. La canción
parecía tener la tonalidad de un viejo aire irlandés y el que la cantaba no
parecía estar muy seguro ni de las palabras ni de su propia voz. La voz, a la
que la distancia y la afonía del cantante daban un tono quejumbroso,
alumbraba débilmente la cadencia de la melodía con palabras que expresaban
dolor.

Oh, la lluvia cae sobre mis pesados rizos

Y el rocío empapa mi piel,

Mi niño yace helado de frío…

—¡Oh, pero si es Bartell D’Arcy cantando, y no ha querido cantar en toda la


noche! Le pediré que cante una canción antes de irse.

—Hazlo, Mary Jane —dijo la tía Kate.

Mary Jane se abrió paso rozando a los demás y corrió hacia las escaleras,
pero antes de llegar a ellas, la voz del cantante enmudeció y el piano se cerró
abruptamente.

—¡Oh, qué pena! —exclamó—. ¿Va a bajar el señor Bartell D’Arcy, Gretta?

Gabriel oyó a su mujer respondiendo que sí y la vio descender la escalera


hacia ellos. Unos pasos detrás de ella venían el señor Bartell D’Arcy y la
señorita O’Callaghan.

—¡Oh, señor D’Arcy —exclamó Mary Jane—, no nos desilusione usted así,
cerrando de repente el piano cuando todos estábamos arrobados
escuchándole!

—Le he estado persiguiendo toda la noche —dijo la señorita O’Callaghan— y


lo mismo ha hecho la señora Conroy. Pero nos dijo que tenía un catarro
terrible y que no podía cantar.

—Vamos, señor D’Arcy —dijo la tía Kate—, eso era un embuste…


—Pero ¿es que no se da usted cuenta de que estoy muy ronco? —replicó el
señor D’Arcy ásperamente.

Se dirigió presurosamente al cuarto de servicio y se puso el abrigo. Los


demás, asombrados por su descortesía, no sabían qué decir. La tía Kate
arrugó las cejas e hizo señas a los otros para que cambiaran de conversación.
El señor D’Arcy permaneció de pie dándole varias vueltas a su bufanda
alrededor del cuello y frunciendo el ceño.

—Es el tiempo —dijo la tía Julia, después de una pausa.

—Sí, todo el mundo está resfriado —se apresuró a decir la tía Kate—, todo el
mundo.

—Se dice —añadió Mary Jane— que no ha nevado así desde hace treinta años;
y he leído esta mañana en los periódicos que nieva por toda Irlanda.

—A mí me gusta mucho la nieve —dijo la tía Julia, melancólica.

—A mí también —corroboró la señorita O’Callaghan—. Yo creo que la Navidad


no es Navidad si no hay nieve.

—Pero al pobre señor D’Arcy no le gusta la nieve —dijo la tía Kate, sonriendo.

El señor D’Arcy salió del cuarto de servicio, bien arropado y abotonado, y,


compungido, les contó la historia de su resfriado. Todos le dieron consejos, le
dijeron que lo sentían mucho y le recomendaron que cuidara bien de su
garganta protegiéndola del aire frío. Gabriel observaba a su mujer, que no
tomaba parte en la conversación. Estaba de pie debajo del polvoriento
montante y la llama del gas iluminaba el rico bronce de su cabello, que él le
había visto secar junto al fuego unos días atrás. Continuaba en la misma
actitud y no parecía darse cuenta de lo que pasaba a su alrededor. Al fin se
volvió hacia ellos y Gabriel vio que había color en sus mejillas y que le
brillaban los ojos. Una súbita oleada de gozo le inundó el corazón.

—Señor D’Arcy —dijo Gretta—, ¿cómo se llama esa canción que estaba usted
cantando?

—Se llama La joven de Aughrim —contestó el señor D’Arcy—, pero no me


podía acordar bien de la letra. ¿Por qué me lo pregunta? ¿La conoce usted?

—La joven de Aughrim —repitió ella—. No recordaba el nombre.

—Es una linda tonada —dijo Mary Jane—. ¡Qué pena que no estuviera usted
con voz esta noche!

—Vamos, vamos, Mary Jane —reprendió la tía Kate—. No le des la lata al


señor D’Arcy. No estoy dispuesta a permitir que nadie le moleste.

Viendo que estaban todos preparados para salir, los acompañó hasta la
puerta, donde empezaron las despedidas:
—Bueno, buenas noches, tía Kate, y gracias por una deliciosa velada.

—Buenas noches, Gabriel. Buenas noches, Gretta.

—Buenas noches, tía Kate, y un millón de gracias. Buenas noches, tía Julia.

—¡Oh, buenas noches, Gretta! No te había visto.

—Buenas noches, señor D’Arcy. Buenas noches, señorita O’Callaghan.

—Buenas noches, señorita Morkan.

—Buenas noches de nuevo.

—Buenas noches a todos. ¡Buen viaje!

—Buenas noches. Buenas noches.

Todavía era de noche. Una luz amarillenta y opaca se cernía sobre las casas y
el río, y el cielo parecía descender sobre ellos. El suelo estaba fangoso y sólo
vetas y retazos de nieve yacían sobre los tejados, los muros del muelle y las
rejas y barandillas de las casas de los alrededores. Los faroles despedían aún
una luz rojiza en el aire turbio y, al otro lado del río, el edificio de los
Tribunales de Justicia se erguía, amenazador, contra el pesado firmamento.

Ella iba andando delante de él con el señor Bartell D’Arcy, con sus zapatos
debajo del brazo, envueltos en un papel de estraza y sus manos sujetando la
falda para que no se le ensuciara de barro. No irradiaba ya la misma
elegancia de actitud de una hora antes, pero los ojos de Gabriel brillaban aún
de felicidad. La sangre le palpitaba en las venas y los pensamientos se
amontonaban en su cerebro: orgullosos, regocijados, tiernos, valerosos.

Ella caminaba delante de él tan liviana y tan erguida que le consumía el deseo
de correr detrás de ella sin hacer ruido, cogerla por los hombros y susurrarle
algo insignificante y afectuoso. Le parecía tan frágil que ansiaba defenderla
contra algo y quedarse después a solas con ella. Momentos de la vida íntima
que compartían irrumpieron como estrellas en su memoria. Un sobre color de
heliotropo al lado de su taza de desayuno y la mano de él acariciándolo.
Pájaros gorjeando entre la hiedra y la luminosa trama de la cortina
arrastrando sus trémulos reflejos por el suelo: era tan feliz que no podía
comer. Estaban los dos de pie en el abarrotado andén y él le estaba poniendo
un billete de tren en la cálida palma de la mano enguantada. Estaba de pie
con ella en un día frío, mirando a través de los barrotes de la ventana a un
hombre que hacía botellas en un horno que lanzaba llamas. Hacía mucho frío.
Su rostro, fragante del aire fresco, estaba cerca del suyo; y de repente le gritó
al hombre que estaba junto al horno:

—Señor, ¿está el fuego muy caliente?

Pero el hombre no la podía oír con el rugido del fuego. Mejor era así. Tal vez
le habría contestado con brusquedad.
Una oleada de una alegría aún más tierna se le escapó entonces del corazón
y, como una cálida corriente, corrió por sus arterias. Como dulces
relampagueos de estrellas, momentos de su vida en común que nadie conocía
ni conocería nunca centellearon súbitamente en su memoria y la iluminaron.
Sentía un deseo irresistible de recordarle esos momentos, de hacerle olvidar
los años monótonos de la vida que compartían, para acordarse sólo de sus
momentos de éxtasis. Porque los años, pensó, no habían colmado la sed de su
alma ni de la de ella. Sus hijos, los escritos de él, las labores del hogar de ella,
no habían logrado extinguir el fuego de sus almas. En una carta que le había
escrito a ella entonces, le había dicho: «¿Cuál es la razón de que palabras
como éstas me resulten tan torpes y tan frías? ¿Será que no hay palabra
suficientemente tierna para describirte?»

Como una música distante, estas palabras que le había escrito hacía años
acudieron a su memoria desde las sombras del pasado. Deseaba
ardientemente quedarse a solas con ella. Cuando los otros se hubieran ido,
cuando ella y él estuvieran solos en la habitación del hotel, entonces estarían
solos, juntos. Pronunciaría dulcemente su nombre:

—¡Gretta!

Tal vez no lo oyera enseguida: estaría desnudándose. Pero entonces algo en la


voz de él llamaría su atención. Se daría la vuelta y le miraría…

En la esquina de la calle de Winetavern encontraron al fin un coche de punto.


Gabriel se alegró de su traqueteo porque así no tenía que hablar. Ella miraba
por la ventanilla y parecía cansada. Los otros no dijeron más que unas
palabras señalando un edificio o una calle. El caballo seguía trotando
cansinamente bajo el turbio cielo de la mañana, arrastrando la vieja caja que
crujía tras sus cascos, y Gabriel se vio otra vez en un coche con ella,
galopando para no perder el barco, galopando hacia su luna de miel.

Cuando el coche cruzaba el puente de O’Connell, la señorita O’Callaghan dijo:

—Dicen que nadie cruza el puente de O’Connell, sin ver un caballo blanco.

—Lo que yo estoy viendo esta vez es un hombre blanco —dijo Gabriel.

—¿Dónde? —preguntó el señor Bartell D’Arcy.

Gabriel señaló la estatua de Daniel O’Connell, sobre la que se habían posado


los copos de nieve. Después la saludó con familiaridad, haciendo un gesto con
la mano.

—Buenas noches, Dan —dijo alegremente.

Cuando el coche de punto paró delante del hotel, Gabriel salió de él de un


salto y, a pesar de las protestas del señor Bartell D’Arcy, pagó al cochero. Le
dio un chelín de propina. El hombre le saludó y le dijo:
—Próspero Año Nuevo, señor.

—Lo mismo le deseo —contestó Gabriel cordialmente.

Ella se apoyó un momento en su brazo para salir del coche y mientras, de pie
en el bordillo de la acera, se despedían de los otros. Se apoyó levemente en su
brazo, con la misma liviandad con que había bailado con él hacía unas horas.
Se había sentido orgulloso y feliz entonces, feliz de saber que era suya,
orgulloso de su elegancia y compostura de esposa. Pero ahora, después de
avivar tantos recuerdos, el primer contacto con su cuerpo, musical, exótico,
perfumado, hizo brotar dentro de él una ardiente llamarada de deseo. Al
amparo del silencio de ella, Gabriel le apretó suavemente el brazo contra su
cuerpo y, ya en la puerta del hotel, experimentó la sensación de que habían
escapado de sus propias vidas y de sus obligaciones, de su hogar y de sus
amigos, de que habían huido juntos, con sus corazones radiantes e indómitos,
camino de una nueva aventura.

Un hombre viejo estaba dormitando sentado en un enorme sillón de cuero en


el vestíbulo. Encendió una vela en la oficina y subió delante de ellos por las
escaleras. Le siguieron en silencio, sus pies hollando apenas los escalones
mullidamente alfombrados. Ella subió las escaleras detrás del portero, con la
cabeza baja por el esfuerzo del ascenso, sus frágiles hombros encorvados
como si soportaran una carga y su falda recogida en torno al cuerpo. Él sintió
un deseo irresistible de echarle los brazos alrededor de las caderas y
detenerla, porque le temblaban los brazos del deseo de poseerla y sólo la
presión de las uñas contra las palmas de sus manos controlaba los violentos
impulsos de su cuerpo. El portero se paró en mitad de las escaleras para
enderezar la vela, que estaba goteando. Ellos se pararon también detrás de él.
Gabriel podía oír en el silencio la caída de la cera derretida en la palmatoria y
los latidos de su propio corazón contra su pecho.

El portero los condujo a lo largo de un pasillo y abrió una puerta. Entonces


colocó su vela, que seguía inclinándose, sobre un tocador y preguntó a qué
hora deseaban que se los despertase.

—A las ocho —contestó Gabriel.

El hombre señaló el interruptor de la luz y empezó a murmurar excusas, pero


Gabriel le interrumpió.

—No necesitamos ninguna luz. Entra suficiente luz de la calle. Es más —dijo
señalando la palmatoria—, puede usted llevarse ese hermoso objeto, si no le
importa.

El portero volvió a coger la vela lentamente, como sorprendido de una idea


tan original. Después les dio entre dientes las buenas noches y se marchó.
Gabriel cerró la puerta con llave.

Una luz fantasmal que venía de los faroles de la calle pasó como un rayo de
claridad de una de las ventanas a la puerta. Gabriel arrojó su abrigo y su
sombrero sobre un sofá y cruzó la habitación hacia la ventana. Miró a la calle,
tratando de calmar un poco su agitación. Entonces se volvió y se apoyó contra
una cómoda, de espaldas a la luz. Ella se había quitado el sombrero y la capa
y se había quedado de pie ante un espejo giratorio de cuerpo entero,
desabrochándose la falda. Gabriel permaneció inmóvil unos momentos,
observándola, y entonces exclamó:

—¡Gretta!

Ella se dio la vuelta lentamente y caminó por el haz de luz hacia él. Su rostro
estaba tan serio y revelaba tal cansancio que Gabriel no dejó escapar de sus
labios una sola palabra. No, no era todavía el momento.

—Pareces cansada —le dijo.

—Sí, lo estoy un poco —contestó ella.

—No es que te encuentres enferma o débil, ¿verdad?

—No, solamente cansada.

Se dirigió a la ventana y permaneció de pie allí, mirando a la calle. Gabriel


esperó de nuevo, y entonces, temeroso de que la timidez se apoderara de él
dijo bruscamente:

—A propósito, Gretta…

—¿Qué pasa?

—¿Conoces a ese pobre diablo, Malins? —dijo, hablando con prisa.

—Sí, ¿qué le pasa?

—Nada en particular. Después de todo —prosiguió Gabriel forzando la voz—,


no es un mal tipo. Me devolvió aquel soberano que le presté y yo realmente
no esperaba que me lo devolviera. Es una pena que ande siempre con ese tal
señor Browne, porque en el fondo es un tipo decente…

Un sentimiento de enojo le hacía temblar. ¿Por qué estaba Gretta tan


abstraída? No sabía cómo empezar. ¿Estaba ella también enojada por algo?
¡Si al menos se volviera hacia él, o se aproximara espontáneamente a él!
Apoderarse de ella, tal y como estaba, sería brutal. No, tenía que percibir
primero cierto ardor en sus ojos. Sentía un intenso deseo de averiguar la
razón de su extraño estado de ánimo y de ayudarla.

—¿Cuándo le prestaste la libra? —preguntó ella, después de una corta pausa.

Gabriel tuvo que dominarse para no prorrumpir a hablar, en juramentos y


maldiciones, del beodo Malins y su famosa libra. Anhelaba poderse dirigir a
ella con palabras que se le escapaban del alma, aplastar su cuerpo contra el
suyo, adueñarse de ella. Pero dijo:
—¡Oh!… en Navidad, cuando abrió esa tiendecita de tarjetas de Navidad en la
calle de Henry.

Se había apoderado de él una fiebre tal de rabia y de deseo que ni siquiera la


oyó venir hacia él desde la ventana. Se quedó de pie delante de él un instante,
mirándole de una manera extraña. Y entonces, de repente, se puso de
puntillas y, apoyando las manos levemente en los hombros, le besó.

—Eres una persona muy generosa, Gabriel —le dijo.

Gabriel, estremecido ante su beso inesperado y la extraña delicadeza de su


frase, le puso las manos sobre el cabello y empezó a alisárselo hacia atrás,
tocándolo apenas con los dedos. El lavado había acentuado su finura y su
brillo. El corazón de Gabriel desbordaba de felicidad. Precisamente cuando él
lo anhelaba, ella había venido a él por su propia voluntad. Tal vez los
pensamientos de ella hubieran ido en la misma dirección que los suyos. Tal
vez se hubiera dado cuenta del deseo impetuoso que abrigaba en su pecho y
el ansia de entregarse se hubiera apoderado también de ella. Ahora que había
sucumbido tan fácilmente a sus anhelos, se preguntó por qué se había sentido
antes tan inseguro.

Se quedó de pie, sosteniendo la cabeza de Gretta entre sus manos. Entonces,


pasándole un brazo por la cintura y atrayéndola hacia sí, le dijo tiernamente:

—Gretta, amor mío, ¿en qué estás pensando?

Ella no contestó ni se entregó totalmente a su abrazo. Él volvió a decir, con


suavidad:

—Gretta, dime lo que es. Creo que sé de qué se trata. ¿Lo sé?

Ella no le respondió enseguida. Pasados unos instantes dijo entre súbitos


sollozos:

—Estoy pensando en esa canción, La joven de Aughrim .

Se separó de él, se fue corriendo a la cama y, echando los brazos sobre los
pies de ésta, ocultó la cara entre ellos. Gabriel permaneció de pie un instante,
totalmente inmóvil y atónito, y después la siguió. Al pasar por el espejo
giratorio, se vio a sí mismo de cuerpo entero, su ancho tórax cubierto por la
camisa, ese rostro cuya expresión le sorprendía siempre cuando lo veía en un
espejo y sus gafas de montura dorada, relucientes. Se detuvo a unos pasos de
ella y le dijo:

—¿Qué pasa con la canción? ¿Por qué te hace llorar?

Gretta levantó la cabeza de entre sus brazos y se secó los ojos con el dorso de
la mano, como un niño. Se apoderó de la voz de él una nota más compasiva de
la que habría querido manifestar.

—¿Por qué, Gretta? —preguntó.


—Porque estoy pensando en una persona de hace muchos años que solía
cantar esa canción.

—Y ¿quién era esa persona de hace muchos años? —preguntó Gabriel,


sonriente.

—Era una persona que conocía en Galway cuando vivía allí con mi abuela —
dijo Gretta.

La sonrisa desapareció del rostro de Gabriel. Una sorda irritación empezó a


crecer de nuevo en el fondo de su cerebro y los extinguidos fuegos de su
deseo comenzaron a arder furiosamente en sus venas.

—¿Alguien de quien estabas enamorada? —preguntó con un deje de ironía.

—Era un muchacho muy joven que yo conocía entonces —contestó ella—. Se


llamaba Michael Furey. Solía cantar esa canción, La joven de Aughrim .
Estaba muy delicado.

Gabriel no dijo nada. No quería que ella creyera que a él le interesaba ese
muchacho delicado.

—¡Le puedo ver ahora con tanta claridad…! —prosiguió ella pasado un
instante—. ¡Qué ojos tenía: grandes y oscuros! ¡Y qué expresión tenía en
ellos… una expresión…!

—Entonces es que estabas enamorada de él, ¿no es así? —dijo Gabriel.

—Solía ir de paseo con él cuando vivía en Galway —respondió Gretta.

Un pensamiento cruzó por la mente de Gabriel.

—Tal vez fuera ésa la razón por la que querías ir a Galway con Molly Ivors —
dijo con frialdad.

Le miró y le preguntó, sorprendida.

—¿Para qué?

Su mirada hizo que Gabriel se sintiera incómodo. Se encogió de hombros y


dijo:

—¿Cómo lo voy a saber yo? Tal vez para verle.

Apartó su mirada de él y la dejó vagar por el rayo de luz hacia la ventana.

—Pero si está muerto —dijo al fin—. Murió cuando sólo tenía diecisiete años.
¿Verdad que es terrible morirse tan joven?

—¿Qué hacía? —preguntó Gabriel, aún con ironía.


—Trabajaba en la fábrica del gas —replicó Gretta.

Gabriel se sintió humillado por el fracaso de su ironía y por la evocación de


este ser que moraba en el reino de los muertos, un muchacho que trabajaba
en la fábrica del gas. Mientras habían acudido a su mente en tropel recuerdos
de su vida íntima, llenos de ternura y alegría y deseo, ella le había estado
comparando en su mente con otro hombre. Le asaltó una conciencia de sí
mismo como persona que le hacía sentirse avergonzado. Se vio a sí mismo
como una figura ridícula, actuando de recadero para sus tías, un nervioso
pero bien intencionado sentimental que soltaba discursos a ignorantes e
idealizaba su cósmica lujuria, el lamentable tipo presuntuoso cuya imagen
había visto hacía poco reflejada en el espejo. Instintivamente se apartó más
de la luz para ocultar la vergüenza que le abrasaba la frente.

Trató de mantener el mismo tono de frío interrogatorio, pero su voz, cuando


empezó otra vez a hablar, era humilde e indiferente.

—Supongo que estabas enamorada de ese Michael Furey, Gretta —le dijo a
ella.

—En aquellos días me encontraba muy a gusto con él —contestó.

Su voz sonaba velada por la tristeza. Gabriel, dándose cuenta ahora de que
sería inútil encaminarla adonde había tenido intención de hacerlo, acarició
una de sus manos y le dijo, tristemente también:

—¿Y de qué murió tan joven, Gretta? ¿Tuberculosis?

—Creo que murió por mí —contestó ella.

Ante esta respuesta se apoderó de Gabriel un vago terror como si en aquella


hora en que él había esperado triunfar, algo intangible y vengativo se
dirigiera contra él, haciendo acopio de fuerzas en ese mundo suyo vago y en
sombras, preparado para atacarle. Pero se quitó este pensamiento de la
cabeza con un esfuerzo de la razón y siguió acariciando su mano. No le hizo
más preguntas porque sabía que ella se lo contaría todo. Su mano estaba
cálida y húmeda. No respondía al contacto de la de él, pero él continuaba
acariciándola como había acariciado su primera carta aquella mañana de
primavera.

—Fue en el invierno —dijo—, al principio del invierno, cuando iba a dejar la


casa de mi abuela y venir al colegio de monjas. Y él estaba todo el tiempo
enfermo en su casa de huéspedes en Galway y no le dejaban salir a la calle.
Escribieron a su familia en Oughterard. Estaba cada vez más débil, decían, o
algo así. Nunca lo supe bien.

Hizo una pausa momentánea y suspiró.

—Pobre chico —continuó—. Sentía mucho afecto por mí y era un muchacho


tan agradable. Solíamos salir juntos, a dar un paseo, ya sabes, Gabriel, como
se hace en el campo. Habría estudiado canto si no hubiera sido por su salud.
Tenía una voz preciosa, pobre Michael Furey.

—Bien, ¿y entonces? —preguntó Gabriel.

—Entonces cuando llegó el día en que yo tenía que marcharme de Galway y


venir aquí al colegio, él había empeorado considerablemente y no quisieron
que fuera a verlo, así que le escribí una carta diciéndole que me iba a Dublín,
que volvería en el verano y que esperaba que entonces estuviera mejor.

Se detuvo un momento para controlar la emoción de su voz y continuó:

—La noche antes de salir de Galway estaba yo en casa de mi abuela en la Isla


de las Monjas, haciendo el equipaje, cuando oí que alguien tiraba unos
guijarros a los cristales de mi ventana. Los cristales de la ventana estaban tan
mojados que no podía ver, así que bajé corriendo las escaleras y salí al jardín
por la puerta de atrás. Y ahí estaba el pobre chico, al final del jardín, tiritando
de frío.

—¿Y no le dijiste que se marchara? —preguntó Gabriel.

—Sí, y se marchó a su casa. Murió cuando yo llevaba sólo una semana en el


colegio de monjas y lo enterraron en Oughterard, de donde era su familia.
¡Oh, el día que me enteré de que se había muerto!

Dejó de hablar porque la ahogaban los sollozos y, vencida por la emoción, se


tiró boca abajo en la cama, sollozando sobre el edredón. Gabriel le sujetó la
mano un momento más, indeciso, y entonces, no queriendo entrometerse en
su pena, la dejó caer suavemente y se dirigió despacio a la ventana.

Estaba profundamente dormida.

Gabriel, apoyándose en el codo, la contempló unos instantes y miró sin


resentimiento su pelo enredado y su boca entreabierta, escuchando el sonido
de su profunda respiración. Así que ella había tenido ese romántico momento
en su vida: un hombre había muerto por ella. Apenas le preocupaba pensar en
el papel tan insignificante que él, su marido, había desempeñado en esa
misma vida. La observó mientras dormía como si él y ella no hubieran vivido
nunca como marido y mujer. Su mirada curiosa se detuvo un largo rato en su
rostro y en su cabello; y al pensar en cómo había debido de ser entonces, en
los días de su adolescencia en flor, una compasión extraña y afectuosa le
invadió el alma. No quería decir, ni siquiera decírselo a sí mismo, que su
rostro ya no era hermoso, pero sabía que no era ya el rostro por el que
Michael Furey había desafiado a la muerte.

Tal vez Gretta no le hubiera contado toda la historia. Sus ojos se detuvieron
en la silla donde había arrojado parte de su ropa. La cinta de una enagua
colgaba hasta el suelo. Una de sus botas permanecía de pie, con su fláccido
empeine caído; su compañera yacía a su lado. Pensó con extrañeza en el
tropel de emociones que se había adueñado de él hacía sólo una hora. ¿De
dónde procedía? ¿Qué lo había provocado? La cena de su tía, su propio
ridículo discurso, el vino y el baile, las risas y las bromas al darse unos a otros
las buenas noches en el vestíbulo, el placer de la caminata por la orilla del río
bajo la nieve… ¡Pobre tía Julia! Ella también sería pronto una sombra, junto a
la sombra de Patrick Morkan y su caballo. Había percibido por espacio de un
segundo la consunción en su rostro cuando estaba cantando Ataviada para la
boda . Pronto, tal vez, él estaría sentado en ese mismo salón, vestido de
negro, con su sombrero de seda en las rodillas. Las persianas estarían
corridas y la tía Kate estaría sentada a su lado, sollozando y sonándose la
nariz, y contándole cómo había muerto Julia. Él buscaría en su mente frases
de consuelo y no encontraría más que palabras débiles e inútiles. Sí, sí, eso
iba a pasar muy pronto.

El aire frío de la habitación le hizo sentir un estremecimiento en los hombros.


Se metió cuidadosamente entre las sábanas y se echó al lado de su mujer.
Uno por uno todos se iban convirtiendo en sombras. Era mejor irse a ese otro
mundo en plena gloria de una pasión, que desvanecerse y marchitarse con los
años. Pensó en cómo la mujer que dormía a su lado había guardado
celosamente en su corazón durante muchos años la imagen de los ojos de su
amante cuando le dijo que no tenía deseos de vivir.

Lágrimas de generosidad arrasaron los ojos de Gabriel. Nunca había tenido


sentimientos así por ninguna mujer, pero sabía que eso debía de ser amor.
Las lágrimas se hicieron más copiosas y en la penumbra de la alcoba se
imaginó que veía la forma de un hombre de pie bajo un árbol que goteaba.
Cerca había otras formas. Su alma se había aproximado a esa región donde
moran las huestes de los muertos. Se sentía consciente de su voluble y
vacilante existencia, pero no lograba comprenderla. Su propia identidad se
iba disipando hasta formar parte de un mundo gris e impalpable; el mismo
sólido mundo en que estos muertos un buen día se criaron y vivieron, se iba
disolviendo y desapareciendo.

Unos golpes ligeros en los cristales le hicieron dirigir la vista a la ventana.


Había empezado a nevar otra vez. Medio dormido contempló los copos,
plateados y oscuros, cayendo oblicuamente contra los faroles. Había llegado
la hora de ponerse en camino hacia el oeste. Sí, los periódicos tenían razón: la
nieve se extendía por toda Irlanda. Estaba cayendo por todas partes en la
oscura llanura central, sobre las colinas sin árboles, cayendo suavemente
sobre el pantano cenagoso de Allen y más hacia el oeste, cayendo para unirse
a las olas de las sombrías y rebeldes aguas del río Shannon. Caía también
sobre el desolado cementerio de la colina, donde estaba enterrado Michael
Furey. Se posaba, espesa, sobre las cruces y lápidas torcidas, sobre los
barrotes de la verja, sobre los yermos espinos. Su alma se fue desvaneciendo
poco a poco mientras oía el ruido de la nieve cayendo levemente sobre el
universo y cayendo levemente también, como el descenso de su final postrero,
sobre los vivos y los muertos.
JAMES JOYCE. Novelista y poeta irlandés cuya agudeza psicológica e
innovadoras técnicas literarias expresadas en su novela épica Ulises le
convierten en uno de los escritores más importantes del siglo XX. Joyce nació
en Dublín el 2 de febrero de 1882. Hijo de un funcionario acosado por la
pobreza, estudió con los jesuitas, y en la Universidad de Dublín. Educado en
la fe católica, rompió con la Iglesia mientras estudiaba en la universidad. En
1904 abandonó Dublín con Nora Barnacle, una camarera con la que acabaría
casándose. Vivieron con sus dos hijos en Trieste, París y Zúrich con los
escasos recursos proporcionados por su trabajo como profesor particular de
inglés y con los préstamos de algunos conocidos. En 1907 Joyce sufrió su
primer ataque de iritis, grave enfermedad de los ojos que casi le llevó a la
ceguera.

Siendo estudiante universitario, Joyce logró su primer éxito literario poco


después de cumplir 18 años con un artículo, «El nuevo drama de Ibsen»,
publicado en la revista Fortnightly Review de Londres. Su primer libro,
Música de cámara (1907), contiene 36 poemas de amor, muy elaborados, que
reflejan la influencia de la poesía lírica isabelina y los poetas líricos ingleses
de finales del siglo XIX. En su segunda obra, un libro de 15 cuentos titulado
Dublineses (1914), narra episodios críticos de la infancia y la adolescencia, de
la familia y la vida pública de Dublín. Algunos de estos cuentos fueron
encargados para su publicación por la revista The Irish Homestead , pero el
director decidió que la obra de Joyce no era adecuada para sus lectores. Su
primera novela, Retrato del artista adolescente (1916), muy autobiográfica,
recrea su juventud y vida familiar en la historia de su protagonista, Stephen
Dedalus. Incapaz de conseguir un editor inglés para la novela, fue su
mecenas, Harriet Shaw Weaver, directora de la revista Egoist , quien la
publicó por su cuenta, imprimiéndola en Estados Unidos. En esta obra, Joyce
utilizó ampliamente el monólogo interior, recurso literario que plasma todos
los pensamientos, sentimientos y sensaciones de un personaje con un
realismo psicológico escrupuloso. También de esta época data su obra de
teatro Exiliados (1918).

Joyce alcanzó fama internacional en 1922 con la publicación de Ulises , una


novela cuya idea principal se basa en la Odisea de Homero y que abarca un
periodo de 24 horas en las vidas de Leopold Bloom, un judío irlandés, y de
Stephen Dedalus, y cuyo clímax se produce al encontrarse ambos personajes.
El tema principal de la novela gira en torno a la búsqueda simbólica de un
hijo por parte de Bloom y a la conciencia emergente de Dedalus de dedicarse
a la escritura. En Ulises , Joyce lleva aún más lejos la técnica del monólogo
interior, como medio extraordinario para retratar a los personajes,
combinándolo con el empleo del mimetismo oral y la parodia de los estilos
literarios como método narrativo global. La revista estadounidense Little
Review empezó en 1918 a publicar los capítulos del libro hasta que fue
prohibido en 1920. Se publicó en París en 1922. Finnegans Wake (1939), su
última y más compleja obra, es un intento de encarnar en la ficción una teoría
cíclica de la historia. La novela está escrita en forma de una serie
ininterrumpida de sueños que tienen lugar durante una noche en la vida del
personaje Humphrey Chimpden Earwicker. Simbolizando a toda la
humanidad, Earwicker, su familia y sus conocidos se mezclan, como los
personajes oníricos, unos con otros y con diversas figuras históricas y míticas.
Con Finnegans Wake , Joyce llevó su experimentación lingüística al límite,
escribiendo en un lenguaje que combina el inglés con palabras procedentes
de varios idiomas.

Las otras obras publicadas son dos libros de poesía, Poemas manzanas (1927)
y Collected Poems (1936). Stephen, el héroe , publicada en 1944, es una
primera versión de Retrato . Además, en 1968, su biógrafo Richard Ellman
publicó un original inédito, Giacomo Joyce , pequeña obra considerada el
antecedente del Ulises . Joyce empleaba símbolos para expresar lo que llamó
«epifanía», la revelación de ciertas cualidades interiores. De esta manera, sus
primeros escritos describen desde dentro modos individuales y personajes, así
como las dificultades de Irlanda y del artista irlandés a comienzos del siglo
XX. Las dos últimas obras, Ulises y Finnegans Wake , muestran a sus
personajes en toda su complejidad de artistas y amantes desde diversos
aspectos de sus relaciones familiares. Al emplear técnicas experimentales
para comunicar la naturaleza esencial de las situaciones reales, Joyce
combinó las tradiciones literarias del realismo, el naturalismo y el simbolismo
plasmándolos en un estilo y una técnica únicos. Después de vivir veinte años
en París, cuando los alemanes invadieron Francia al principio de la II Guerra
Mundial, Joyce se trasladó a Zúrich, donde murió el 13 de enero de 1941.

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