Los Muertos
Los Muertos
Los Muertos
Los muertos
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Titivillus 30.08.16
Título original: The Dead
Claro está que aquella noche tenían sobrada razón para estar inquietas. Eran
ya más de las diez y Gabriel y su mujer no habían dado aún señales de vida.
Además tenían miedo de que Freddy se presentara borracho y no querían por
nada del mundo que ninguna de las alumnas de Mary Jane lo viera en ese
estado. Era muy difícil hacer carrera de él cuando estaba así. Freddy Malins
siempre llegaba tarde, pero no comprendían qué les había podido pasar a
Gabriel y a su mujer. Y ésa era la razón por la que se asomaban por el
pasamanos de la escalera: para preguntarle a Lily si Gabriel o Freddy habían
llegado.
—¡Oh, señor Conroy! —le dijo Lily a Gabriel al abrirle la puerta—. La señorita
Kate y la señorita Julia estaban ya impacientes esperando su llegada. Buenas
noches, señora Conroy.
Kate y Julia bajaron tambaleándose, pero a toda velocidad, por las escaleras.
Ambas le dieron un beso a la mujer de Gabriel, afirmaron que debía de estar
helada de frío y le preguntaron si Gabriel había venido con ella.
—Aquí me tienes, sano y salvo, tía Kate —dijo Gabriel desde la penumbra del
vestíbulo.
Continuó restregándose los pies para quitarse de ellos los restos de la nieve,
mientras las tres mujeres subían las escaleras entre risas, en dirección al
tocador que se había acondicionado para las damas. Una delgada capa de
nieve estaba posada como una esclavina sobre los hombros del abrigo de
Gabriel y le cubría las extremidades de los chanclos como la puntera de un
zapato. Al desabrocharse el abrigo, los botones rechinaron al rozar con la
nieve endurecida que ribeteaba los ojales, y el aroma fragante del aire fresco
de la calle se escapó por los pliegues y aberturas.
Había guiado sus pasos al cuarto ropero para ayudarle a quitarse el abrigo.
Gabriel no pudo reprimir una sonrisa al notar cómo pronunciaba su apellido,
atribuyéndole tres sílabas, y la miró de soslayo. Era una muchacha delgada
aún adolescente, de tez pálida y cabello rubio pajizo. La luz de gas que
alumbraba el ropero acentuaba la palidez de su rostro. Gabriel la conocía
desde niña, cuando solía verla sentada en el escalón más bajo, sosteniendo en
su regazo una muñeca de trapo.
Alzó los ojos hacia el techo del cuartito al oír cómo éste retumbaba con los
taconazos y el deslizarse de los pies en el piso de arriba, y miró después a la
muchacha, que estaba doblando cuidadosamente su abrigo para colocarlo en
el extremo de uno de los estantes.
—Dime una cosa, Lily —comenzó a decirle en tono afectuoso—: ¿sigues yendo
a la escuela?
—Entonces —continuó Gabriel con tono jovial—, supongo que un día de estos
asistiremos a tu enlace matrimonial con el hombre de tus sueños ¿no es así?
—A los hombres de ahora lo único que les interesa es darle palique a las
chicas y sacar de ellas todo lo que puedan.
Gabriel se sonrojó pensando que había metido la pata y, sin mirarla, se quitó
los chanclos y empezó a frotar vigorosamente con su bufanda sus zapatos de
charol negro.
En ese preciso momento sus tías y su mujer salían del tocador de las damas.
Sus tías eran dos mujeres de edad avanzada, vestidas con mucha sencillez. La
tía Julia era algo más alta. Su cabello, que llevaba recogido por encima de las
orejas, era gris, y gris era también, con sombras de tono más oscuro, su
ancho y fláccido rostro. Aunque era de constitución robusta y se mantenía
erguida, sus ojos lánguidos y sus labios entreabiertos le daban la apariencia
de una mujer que no sabía dónde estaba ni adónde iba. La tía Kate era más
vivaz. Su cara, más saludable que la de su hermana, estaba llena de arrugas y
bultos, como una manzana roja que se está empezando a pudrir, y su cabello,
sujeto de la misma manera anticuada que el de su hermana, no había perdido
aún su color de nuez madura.
—Tienes razón, Gabriel, tienes toda la razón —le dijo—. Hay que extremar los
cuidados.
Soltó una carcajada y miró de reojo a su marido. Los ojos de éste la habían
estado contemplando con una expresión de admiración, yendo desde el traje
al rostro y el cabello. Las dos tías rieron también de buena gana, porque la
solicitud de Gabriel era objeto de afectuosa broma entre ellas.
—No es que sean ninguna maravilla, pero Gretta cree que tienen mucha
gracia porque la palabra le recuerda a los Minstrels de Christy.
—Sin duda alguna es lo mejor que has podido hacer. Y los niños, Gretta, ¿no
estás preocupada por ellos?
Gabriel estaba a punto de hacerle alguna pregunta sobre esto, pero Kate dejó
repentinamente de hablar para mirar a su hermana, que había descendido las
escaleras y estaba estirando el cuello sobre el pasamanos.
—¿Se puede saber ahora —exclamó, casi enojada— adónde se ha ido Julia?
¡Julia, Julia! ¿Adónde vas?
—Freddy ha llegado.
—Gabriel, sé buen chico y vete a ver si está como Dios manda. Y no le dejes
subir si está borracho. Estoy segura de que lo está, completamente segura.
—Es un alivio tener aquí a Gabriel —le dijo la tía Kate a la señora Conroy—.
Yo estoy siempre mucho más tranquila cuando está él aquí… Julia, aquí están
la señorita Daly y la señorita Power, a las que les gustaría tomar un refresco.
Muchas gracias por su bellísimo vals, señorita Daly. Una armonía y un ritmo
incomparables.
El señor Browne llevó allí a las jóvenes cuya protección se había arrogado y
las invitó a todas ellas, en broma, a beber un ponche especial para las damas,
caliente, fuerte y dulce. Al contestarle que no tenían costumbre de beber nada
fuerte, abrió para ellas tres botellas de limonada. Entonces le pidió a uno de
los jóvenes que se apartara y, cogiendo la licorera de cristal tallado, se sirvió
una buena ración de whisky. Los jóvenes le observaron respetuosamente
mientras él tomaba un sorbo para comprobar su calidad.
—Que Dios nos ayude —dijo sonriéndose—, pero esto sabe a la medicina que
me receta el médico.
Su rostro atezado se iluminó con una franca sonrisa y las tres muchachas
rompieron a reír, todas a una. Con la risa, sus cuerpos se mecían de un lado a
otro y los hombros se les movían espasmódicamente. La más atrevida de ellas
dijo:
—Es que sepan ustedes que yo soy como la famosa señora Cassidy, de la que
se cuenta que dijo: «Vamos, Mary Grimes, si yo no lo tomo, házmelo tomar,
porque sé que lo necesito».
—¡Cuadrillas! ¡Cuadrillas!
—Aquí están el señor Bergin y el señor Kerrigan —dijo Mary Jane—. Señor
Kerrigan, ¿le importaría a usted tomar a la señorita Power como pareja?
Señorita Furlong, ¿puedo ofrecerle a usted un compañero, el señor Bergin?
Con eso basta de momento.
Los dos jóvenes preguntaron a las damas si les concederían el honor de ser
sus parejas, y Mary Jane se volvió a la señorita Daly.
—Oh, señorita Daly, ha sido un ángel. Le agradecemos que nos haya tocado el
piano en los dos últimos bailes. Pero estamos tan escasos de damas esta
noche…
—Pero tengo una encantadora pareja para usted, el señor Bartell D’Arcy, el
tenor. Le diré que cante después. Todo Dublín se hace lenguas de él.
—¿Qué pasa, Julia? —preguntó la tía Kate con inquietud—. ¿Qué sucede?
Freddy Malins les deseó buenas noches a las señoritas Morkan de una
manera que podría haber parecido casual, debido a su forma entrecortada de
hablar, y a continuación, viendo que el señor Browne le estaba haciendo
señas desde el aparador, cruzó la habitación con pasos inseguros y empezó a
repetir en voz baja la historia que le acababa de contar a Gabriel.
Las cejas de Gabriel eran oscuras, pero las elevó rápidamente y contestó:
—Es una vergüenza que se tenga que comportar así —continuó la tía Kate—.
Y su pobre madre, que el día de Nochevieja le hizo prometer que no volvería a
beber. Pero vamos, Gabriel, entra en el salón.
Antes de salir de la habitación con Gabriel le hizo una seña al señor Browne
frunciendo el entrecejo y sacudiendo el dedo índice a modo de advertencia. El
señor Browne bajó la cabeza en señal de asentimiento y, cuando vio que ella
se había ido, le dijo a Freddy Malins:
—Vamos, Teddy, te voy a llenar ahora hasta los bordes un buen vaso de
limonada para que te animes.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Gabriel era incapaz de escuchar a Mary Jane cuando ésta tocaba su pieza
académica, llena de fermatas y pasajes difíciles, para un auditorio silencioso
sentado en el salón. Le gustaba la música, pero la composición que ahora
estaba tocando no tenía melodía para él y dudaba que la tuviera para los
demás, aunque hubieran rogado a Mary Jane que tocara algo. Cuatro hombres
jóvenes que habían venido del cuarto donde estaban las bebidas y se habían
detenido junto a la puerta al oír los acordes del piano se habían vuelto a
marchar de dos en dos y sin hacer ruido unos minutos después. Las únicas
personas que parecían estar interesadas en la música eran la propia Mary
Jane, cuyas manos se deslizaban velozmente por el teclado o se levantaban de
él en las pausas que exigía la composición, como las de una sacerdotisa en
actitud de súplica, y la tía Kate, que estaba de pie, apoyada en el codo, para ir
dándole la vuelta a las páginas.
Los ojos de Gabriel, irritados por el suelo cuyo brillo de muchas capas de cera
de abejas se veía hoy acentuado por la pesada araña que colgaba del techo, se
dirigieron a la pared por encima del piano. Un cuadro representando la
escena del balcón de Romeo y Julieta colgaba de ella y junto a él había otra
reproducción, ésta de los dos príncipes ejecutados en la Torre de Londres,
que la tía Julia había bordado en lanas de colores rojos, azules y marrones,
cuando era una niña. Seguramente en el colegio a donde habían ido de niñas
se les enseñaba a hacer estas cosas, porque un año su propia madre le había
regalado, hecho por sus propias manos, un chaleco de tabinete color púrpura,
con pequeñas cabezas de zorro bordadas en él, forrado de raso marrón y
abrochado con botones redondos imitando moras. Era extraño que su madre
no hubiera tenido talento musical alguno, aunque la tía Kate solía llamarla el
cerebro de la familia Morkan. Ambas, ella y Julia, se habían sentido siempre
orgullosas de su hermana, que era una mujer seria y con aires de matrona. Su
fotografía ocupaba un lugar de importancia, frente al espejo de cuerpo
entero. Tenía un libro abierto sobre las rodillas y le estaba señalando algo en
él a Constantine, que, vestido de marinero, estaba sentado a sus pies. Fue ella
quien escogió los nombres de sus hijos porque se sentía muy consciente de la
dignidad de la familia. Gracias a ella, Constantine era ahora cura en la
parroquia de Ballbriggan y, gracias a ella también, Gabriel se había graduado
en la Universidad Real. Una sombra pasó por la cara de Gabriel al recordar la
obstinada oposición de su madre a su matrimonio. Conservaba aún en su
memoria algunos comentarios desdeñosos: se había referido a Gretta como a
una astuta muchacha de provincias, y eso no era ni verdadero ni justo. Fue
precisamente Gretta quien le cuidó durante su última y larga enfermedad, en
la casa en que ellos vivían en Monkstown.
Sabía que Mary Jane tenía que estar forzosamente a punto de acabar su pieza
musical, porque estaba tocando otra vez la obertura con escalas ascendentes
y descendentes después de cada compás y, mientras esperaba el final, el
resentimiento hacia su madre desapareció de su corazón. La pieza musical
concluyó con un triple quiebro de octavas y una octava final grave. Una cálida
ronda de aplausos celebró la actuación de Mary Jane, que, azorada y
recogiendo su partitura con dedos nerviosos, salió apresuradamente de la
habitación. Los aplausos más vigorosos procedían de los cuatro jóvenes de la
puerta, que se habían retirado al bar al principio de la pieza, pero habían
regresado cuando cesaron los acordes del piano.
Cuando habían ocupado los lugares que les correspondían, la joven le dijo
abruptamente:
—¡Oh, joven inocente! He descubierto que escribe usted para The Daily
Express . ¿No se avergüenza de hacerlo?
Una mirada de perplejidad se asomó a los ojos de Gabriel. Era cierto que
escribía una columna literaria todos los miércoles en The Daily Express , por
la que le pagaban quince chelines. Pero eso no quería decir que fuera
anglófilo. Los libros que recibía para reseñar eran para él más importantes
que el cheque insignificante que pagaba su trabajo. Le gustaba palpar la
cubierta y pasar las páginas de un libro que se acababa de imprimir. Casi
todos los días, cuando terminaba sus clases en el colegio, vagabundeaba por
las librerías de segunda mano en los muelles, Hickey en el de Bacherlor,
Webb o Massey en el de Aston, o Clohissy en una bocacalle. Frente a este
ataque, Gabriel no supo cómo reaccionar. Le habría querido decir que para él
la literatura estaba por encima de la política. Pero eran viejos amigos y sus
carreras habían sido paralelas, primero en la universidad, y después en su
labor docente. No podía darle una lección con una frase rimbombante.
Continuó parpadeando y tratando de sonreír y murmuró sin convicción que no
veía que el escribir reseñas de libros pudiera albergar intenciones políticas.
—Señor Conroy ¿le gustaría a usted tomar parte en una excursión a las islas
Aran el verano que viene? Vamos a pasar allí un mes. Será magnífico, frente
al Atlántico. Debe usted venir. Va a venir el señor Clancy y también vendrán
el señor Kilkelly y Kathleen. Sería fantástico que Gretta pudiera venir
también. Ella es de Connacht ¿no?
—El hecho es que —dijo Gabriel— ya he organizado las cosas para ir…
—Bueno, todos los años unos cuantos amigos hacemos una ruta en bicicleta,
así que…
—Bien —dijo Gabriel—, ya que hablamos de eso, y como bien sabe usted, el
gaélico no es mi lengua.
Las personas que estaban a su alrededor se habían vuelto para escuchar este
interrogatorio. Gabriel miró a derecha e izquierda, inquieto, y trató de no
perder su buen humor ante esta prueba que le estaba haciendo arder la
frente.
—¿Y no tiene usted una tierra propia que visitar —continuó, persistente, la
señorita Ivors—, una tierra de la que no sabe usted nada, su propia gente, su
propio país?
—¡Anglófilo!
Vio a su mujer que se acercaba a él, abriéndose camino por entre las parejas
que bailaban el vals. Cuando llegó a su lado, le dijo al oído:
—Va a hacer entrar primero a los más jóvenes, tan pronto como se termine
este vals, para que así tengamos nosotros la mesa libre.
—Claro que he bailado. ¿No me has visto? Y tú, ¿de qué discutías con la
señorita Ivors?
—De nada. ¿Por qué lo preguntas? ¿Ha dicho ella que hemos discutido?
—Algo parecido. Estoy tratando de convencer al señor D’Arcy para que cante.
Me parece que es muy presumido.
—¡Oh, Gabriel! ¿por qué no? —exclamó—. Me encantaría ir a Galway otra vez.
—Tú puedes ir, si así lo deseas —contestó Gabriel con cierta frialdad.
Mientras Gretta regresaba abriéndose paso por entre los invitados que
estaban en el salón, la señora Malins, sin aludir a la interrupción, siguió
contándole a Gabriel los sitios tan preciosos que había en Escocia y lo bonito
que era el paisaje. Su yerno las llevaba todos los años a la región de los lagos
y solían ir a pescar. Su yerno era un pescador excelente. Un día pescó un pez,
un pez enorme y precioso, y el dueño del hotel se lo guisó para la cena.
Gabriel apenas podía oír lo que estaba diciendo. Ahora que se acercaba la
hora de la cena, empezó a reflexionar de nuevo acerca de su discurso y acerca
de las citas. Cuando vio que Freddy Malins atravesaba la habitación para
venir a ver a su madre, Gabriel le dejó la silla en la que estaba sentado y se
retiró al alféizar de la ventana. No había ya nadie en la habitación y de la de
detrás llegaba el ruido de platos y cuchillos. Los que quedaban en el salón
parecían estar ya cansados de bailar y conversaban relajadamente en
grupitos. Los dedos cálidos y temblorosos de Gabriel tamborilearon sobre los
fríos cristales de la ventana. ¡Qué bien se debía de respirar fuera! ¡Qué
agradable sería caminar solo, primero a lo largo de la orilla del río y después
a través del parque! La nieve estaría posada en las ramas de los árboles y
formaría una capa brillante sobre el monumento de Wellington. ¡Cuánto mejor
se estaría allí que en la mesa donde iba a tener lugar la cena!
—Le estaba diciendo ahora mismo a mi madre —dijo— que nunca la había
oído a usted cantar tan bien, nunca jamás. No, su voz ha resultado esta noche
más bella que nunca. ¿Me lo va usted a creer? Porque ésa es la pura verdad.
Palabra de honor que es la verdad. Nunca oí a su voz emitir sonidos tan
cristalinos y tan… tan cristalinos y frescos, nunca jamás.
La tía Julia sonrió abiertamente y murmuró algo que tenía que ver con los
cumplidos y los halagos mientras soltaba su mano de la de Freddy Malins.
Entonces el señor Browne extendió la palma de la suya hacia ella y les dijo a
los que estaban cerca de él, imitando el estilo de un empresario de feria que
presenta un niño prodigio a su auditorio:
—Yo siempre le dije a Julia —intervino la tía Kate enfáticamente— que estaba
malgastando su talento musical en ese coro. Pero nunca me hizo caso.
Se volvió como apelando al sentido común de los demás para que la ayudaran
a hacer carrera de un niño rebelde, mientras que Julia miraba hacia adelante
y una vaga sonrisa de nostalgia iluminaba su rostro.
—Bueno ¿no es por la gloria de Dios, tía Kate? —preguntó Mary Jane, dándose
la vuelta en el taburete del piano y sonriendo.
—Sé todo eso de la gloria de Dios, Mary Jane, pero no me parece que el Papa
esté haciendo nada muy glorioso haciendo salir de los coros a mujeres que
han trabajado en ellos toda su vida y poniendo en su lugar a esos
mequetrefes. Supongo que será para mayor gloria de Dios si es el Papa quien
lo hace. Pero ni es justo, Mary Jane, ni está bien hecho.
—Vamos, tía Kate ¿no ves que estás escandalizando al señor Browne, que
tiene creencias diferentes?
La tía Kate se volvió hacia el señor Browne, que recibió esta alusión a sus
creencias religiosas con una sonrisa, y le dijo apresuradamente:
—Pero si son sólo diez minutos, Molly —insistió la señora Conroy—. Eso no la
retrasará mucho.
—Qué menos que probar un bocado —añadió Mary Jane— después de todo lo
que ha bailado.
—Me parece que no lo ha pasado muy bien —dijo Mary Jane, con cierto
desaliento.
—He de decir que es usted una muchacha muy particular, Molly —dijo la
señora Conroy con franqueza.
—¡Aquí estoy, tía Kate! —gritó Gabriel con súbita animación, dispuesto a
trinchar una manada de gansos, si fuera preciso.
—Y ahora, si alguien quiere algo más de lo que la gente vulgar llama relleno,
que levante la voz.
Un coro de voces le incitó a que empezara a cenar y Lily se acercó con tres
patatas que le tenía reservadas.
—Está bien —dijo Gabriel de buen talante mientras se echaba otro trago antes
de empezar la cena—. Ahora, señoras y caballeros, tengan la bondad de
olvidarse por unos minutos de mi existencia.
—¿Le ha oído usted cantar? —le preguntó al señor Bartell D’Arcy, que estaba
sentado al otro lado de la mesa.
—Porque tengo curiosidad por saber lo que opina usted de él —explicó Freddy
Malins—. A mi juicio tiene una gran voz.
—Bueno —replicó el señor Bartell D’Arcy—, supongo que hoy en día hay
cantantes tan buenos como los de entonces.
—Tal vez —replicó el señor Browne—. Pero permítame que le diga que lo
dudo mucho.
—Yo daría un ojo de la cara por oír cantar a Caruso —dijo Mary Jane.
—Un tenor inglés con una voz bella, pura, dulce y suave —prosiguió la
señorita Kate con entusiasmo.
Una vez que Gabriel hubo terminado de comer, se llevó a la mesa el enorme
pudín de Navidad. Empezó de nuevo el ruido de tenedores y cucharas. La
mujer de Gabriel sirvió trozos del pudín y fue pasando los platos por la mesa.
A medio camino, Mary Jane los detenía para completarlos con gelatina de
frambuesas o de naranja, o con crema de vainilla y mermelada. El pudín lo
había hecho la tía Julia y todo el mundo se lo alabó. Pero ella dijo que no le
había salido suficientemente oscuro.
Todos los caballeros, excepto Gabriel, probaron algo del pudín, como un acto
de cortesía hacia la tía Julia. Como Gabriel no tomaba cosas dulces, se le
habían dejado tallos de apio. Freddy Malins tomó también uno. Le habían
dicho que el apio era muy bueno para la sangre y estaba entonces
precisamente bajo tratamiento médico. La señora Malins, que no había dicho
una palabra durante la cena, dijo entonces que su hijo iba a ir a Mount
Melleray dentro de una semana más o menos. Todo el mundo empezó
entonces a hablar de Mount Melleray, de lo tonificante que era allí el aire, de
lo acogedores que eran los monjes y de cómo jamás exigían ni un penique de
sus huéspedes.
—Bueno, la mayoría de los que van allí le dan una limosna al monasterio antes
de marcharse —dijo Mary Jane.
La tía Kate repitió que ésa era la regla y nada más. El señor Browne parecía
seguir sin entenderlo. Freddy Malins le explicó lo mejor que pudo que los
monjes estaban tratando de expiar los pecados cometidos por todos los
pecadores del mundo. La explicación no fue muy convincente, porque el señor
Browne sonrió y dijo:
—La idea me gusta mucho, pero ¿no haría el mismo servicio una cómoda
cama de muelles que un ataúd?
Se pasaron entonces alrededor de la mesa las pasas y las almendras, los higos
y las naranjas, los bombones y los caramelos. La tía Julia ofreció a todos los
invitados una copita de oporto o de jerez. Al principio el señor Bartell D’Arcy
rehusó ambos, pero uno de los comensales le dio un codazo y le susurró algo,
y a consecuencia de ello permitió que se le llenara la copa. Poco a poco,
conforme se iban llenando las copas, cesó la conversación. A esto siguió una
corta pausa, interrumpida tan sólo por el ruido del vino y el movimiento de las
sillas. Las señoritas Morkan inclinaron la cabeza las tres a la vez y miraron al
mantel. Alguien tosió una o dos veces y entonces unos cuantos caballeros
dieron unos golpecitos en la mesa pidiendo silencio. Se hizo el silencio y
Gabriel empujó su silla hacia atrás y se puso de pie.
Entonces empezó.
—Señoras y caballeros:
—Sea como fuere, lo único que puedo hacer es suplicarles a ustedes esta
noche que tomen lo dicho por lo hecho y que presten atención unos momentos
mientras trato de expresarles en palabras cuáles son mis sentimientos en una
ocasión como ésta.
»Señoras y caballeros. No es la primera vez que nos hemos reunido bajo este
techo hospitalario, alrededor de esta mesa hospitalaria. No es tampoco la
primera vez que hemos sido los beneficiarios, o tal vez sería mejor decir las
“víctimas”, de la hospitalidad de ciertas bondadosas damas.
Trazó un círculo en el aire con la mano e hizo una pausa. Todo el mundo se
rió o le dirigió una sonrisa a la tía Kate, a la tía Julia y a Mary Jane, que se
ruborizaron de placer. Gabriel continuó, ya con más atrevimiento:
—Señoras y caballeros:
—¡Eso es, eso es! —exclamó el señor Browne en voz muy alta.
—Dice que somos las Tres Gracias, tía Julia —le dijo Mary Jane.
—Señoras y caballeros:
»No voy a tratar de desempeñar esta noche el papel que desempeñó Paris en
otra ocasión. No intentaré escoger una entre ellas. La tarea sería odiosa y
sobrepasaría mi capacidad de elección. Porque cuando las contemplo una por
una, ya sea a nuestra principal anfitriona de esta noche, cuyo buen corazón,
cuyo, digamos, excesivo buen corazón, se ha convertido en algo con lo que
todos sus amigos están bien familiarizados, o a su hermana, que parece
dotada de una juventud eterna y cuya excelencia en el canto ha debido de ser
una sorpresa y una revelación para todos nosotros esta noche, o en último
pero no por ello en peor lugar, cuando pienso en nuestra anfitriona más joven,
dotada de gran talento, alegre, trabajadora y la mejor de las sobrinas, he de
confesar, señoras y caballeros, que no sé a quién le otorgaría el premio.
Gabriel bajó la vista para mirar a sus tías y, viendo la abierta sonrisa en el
rostro de tía Julia y las lágrimas que se asomaban a los ojos de tía Kate, se
apresuró a terminar su discurso. Levantó su copa de oporto galantemente,
mientras todos los comensales sostenían la copa en actitud expectante, y dijo
en voz muy alta:
—Brindemos por las tres juntas. Brindemos por su salud, bienestar, larga
vida, felicidad y prosperidad, y que continúen por mucho tiempo manteniendo
la digna y bien merecida posición que ocupan en su profesión, y el puesto de
honor y afecto que ocupan en nuestros corazones.
La aclamación que siguió fue acogida más allá de las puertas del comedor por
muchos otros invitados y repetida una y otra vez, con Freddy Malins de
maestro de ceremonias enarbolando su tenedor.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
—Que alguien cierre esa puerta, la señora Malins va a coger una pulmonía.
—No ha salido de aquí —dijo la tía Kate en el mismo tono— en todas las
Navidades.
Se rió ella también, esta vez con benevolencia, y enseguida añadió:
—Pero dile que entre, Mary Jane, y que cierre la puerta. Espero que no me
haya oído.
—Seguro que Teddy ha hecho venir a todos los coches de punto de Dublín.
—No, tía Kate —dijo Mary Jane—. Bartell D’Arcy y la señorita O’Callaghan no
se han ido aún.
—Me da frío ver a dos caballeros abrigados hasta el cuello. La verdad es que
no me gustaría tener que marcharme a casa a estas horas de la madrugada.
—Bueno, Gabriel —interrumpió la tía Kate, riéndose—, lo que tenía era una
fábrica de almidón.
—Así sea —replicó Gabriel—. Así que el viejo caballero, como he dicho,
enjaezó a Johnny y se puso él su mejor sombrero de copa y su mejor cuello
almidonado y salió con el coche y con gran pompa de su mansión solariega
que estaba en algún lugar cerca de Back Lane, me parece.
Todo el mundo se estaba riendo, hasta la señora Malins, del tono jocoso de
Gabriel, y la tía Kate dijo:
—Vamos, vamos, Gabriel, el abuelo no vivía en Back Lane. Lo que estaba allí
era el molino.
Gabriel se puso a dar vueltas alrededor del vestíbulo con los chanclos
puestos, imitando el trote del caballo, entre las carcajadas de la concurrencia.
—Dio vueltas y más vueltas —continuó Gabriel— y el viejo caballero, que era
muy pomposo, estaba indignado a más no poder. «¡Vamos, señor! Pero ¿qué
está usted haciendo, señor? ¡Johnny, Johnny! ¡Qué comportamiento más
extraordinario! ¡No puedo comprender lo que le pasa a este caballo!»
—Pues bien, siga hasta toparse con la verja de Trinity College —dijo el señor
Browne— y entonces le diremos por dónde puede ir. ¿Me comprende usted
ahora?
Gabriel no había salido a la puerta con los demás. Estaba en la parte más
oscura del vestíbulo mirando hacia arriba. Cerca del primer rellano de la
escalera, también en sombras, había una mujer de pie. No podía verle la cara
pero sí podía distinguir los godets de su falda en color terracota y rosa
asalmonado, que las sombras hacían parecer negro y blanco. Era su mujer.
Estaba apoyada en el pasamanos de la escalera, escuchando algo. A Gabriel le
sorprendió su inmovilidad y aguzó el oído para escuchar también. Pero no
podía oír casi nada, a no ser el ruido de risas y discusiones en la escalinata de
entrada, unos cuantos acordes del piano y unas notas de algo cantado por una
voz de hombre.
La puerta principal se cerró y tía Kate, tía Julia y Mary Jane regresaron al
vestíbulo, riéndose aún.
Gabriel no dijo nada sino que señaló hacia las escaleras donde estaba de pie
su mujer. Ahora que la puerta de entrada estaba cerrada se podían oír mejor
la voz y el piano. Gabriel levantó la mano, suplicando silencio. La canción
parecía tener la tonalidad de un viejo aire irlandés y el que la cantaba no
parecía estar muy seguro ni de las palabras ni de su propia voz. La voz, a la
que la distancia y la afonía del cantante daban un tono quejumbroso,
alumbraba débilmente la cadencia de la melodía con palabras que expresaban
dolor.
Mary Jane se abrió paso rozando a los demás y corrió hacia las escaleras,
pero antes de llegar a ellas, la voz del cantante enmudeció y el piano se cerró
abruptamente.
—¡Oh, qué pena! —exclamó—. ¿Va a bajar el señor Bartell D’Arcy, Gretta?
—¡Oh, señor D’Arcy —exclamó Mary Jane—, no nos desilusione usted así,
cerrando de repente el piano cuando todos estábamos arrobados
escuchándole!
—Sí, todo el mundo está resfriado —se apresuró a decir la tía Kate—, todo el
mundo.
—Se dice —añadió Mary Jane— que no ha nevado así desde hace treinta años;
y he leído esta mañana en los periódicos que nieva por toda Irlanda.
—Pero al pobre señor D’Arcy no le gusta la nieve —dijo la tía Kate, sonriendo.
—Señor D’Arcy —dijo Gretta—, ¿cómo se llama esa canción que estaba usted
cantando?
—Es una linda tonada —dijo Mary Jane—. ¡Qué pena que no estuviera usted
con voz esta noche!
Viendo que estaban todos preparados para salir, los acompañó hasta la
puerta, donde empezaron las despedidas:
—Bueno, buenas noches, tía Kate, y gracias por una deliciosa velada.
—Buenas noches, tía Kate, y un millón de gracias. Buenas noches, tía Julia.
Todavía era de noche. Una luz amarillenta y opaca se cernía sobre las casas y
el río, y el cielo parecía descender sobre ellos. El suelo estaba fangoso y sólo
vetas y retazos de nieve yacían sobre los tejados, los muros del muelle y las
rejas y barandillas de las casas de los alrededores. Los faroles despedían aún
una luz rojiza en el aire turbio y, al otro lado del río, el edificio de los
Tribunales de Justicia se erguía, amenazador, contra el pesado firmamento.
Ella iba andando delante de él con el señor Bartell D’Arcy, con sus zapatos
debajo del brazo, envueltos en un papel de estraza y sus manos sujetando la
falda para que no se le ensuciara de barro. No irradiaba ya la misma
elegancia de actitud de una hora antes, pero los ojos de Gabriel brillaban aún
de felicidad. La sangre le palpitaba en las venas y los pensamientos se
amontonaban en su cerebro: orgullosos, regocijados, tiernos, valerosos.
Ella caminaba delante de él tan liviana y tan erguida que le consumía el deseo
de correr detrás de ella sin hacer ruido, cogerla por los hombros y susurrarle
algo insignificante y afectuoso. Le parecía tan frágil que ansiaba defenderla
contra algo y quedarse después a solas con ella. Momentos de la vida íntima
que compartían irrumpieron como estrellas en su memoria. Un sobre color de
heliotropo al lado de su taza de desayuno y la mano de él acariciándolo.
Pájaros gorjeando entre la hiedra y la luminosa trama de la cortina
arrastrando sus trémulos reflejos por el suelo: era tan feliz que no podía
comer. Estaban los dos de pie en el abarrotado andén y él le estaba poniendo
un billete de tren en la cálida palma de la mano enguantada. Estaba de pie
con ella en un día frío, mirando a través de los barrotes de la ventana a un
hombre que hacía botellas en un horno que lanzaba llamas. Hacía mucho frío.
Su rostro, fragante del aire fresco, estaba cerca del suyo; y de repente le gritó
al hombre que estaba junto al horno:
Pero el hombre no la podía oír con el rugido del fuego. Mejor era así. Tal vez
le habría contestado con brusquedad.
Una oleada de una alegría aún más tierna se le escapó entonces del corazón
y, como una cálida corriente, corrió por sus arterias. Como dulces
relampagueos de estrellas, momentos de su vida en común que nadie conocía
ni conocería nunca centellearon súbitamente en su memoria y la iluminaron.
Sentía un deseo irresistible de recordarle esos momentos, de hacerle olvidar
los años monótonos de la vida que compartían, para acordarse sólo de sus
momentos de éxtasis. Porque los años, pensó, no habían colmado la sed de su
alma ni de la de ella. Sus hijos, los escritos de él, las labores del hogar de ella,
no habían logrado extinguir el fuego de sus almas. En una carta que le había
escrito a ella entonces, le había dicho: «¿Cuál es la razón de que palabras
como éstas me resulten tan torpes y tan frías? ¿Será que no hay palabra
suficientemente tierna para describirte?»
Como una música distante, estas palabras que le había escrito hacía años
acudieron a su memoria desde las sombras del pasado. Deseaba
ardientemente quedarse a solas con ella. Cuando los otros se hubieran ido,
cuando ella y él estuvieran solos en la habitación del hotel, entonces estarían
solos, juntos. Pronunciaría dulcemente su nombre:
—¡Gretta!
—Dicen que nadie cruza el puente de O’Connell, sin ver un caballo blanco.
—Lo que yo estoy viendo esta vez es un hombre blanco —dijo Gabriel.
Ella se apoyó un momento en su brazo para salir del coche y mientras, de pie
en el bordillo de la acera, se despedían de los otros. Se apoyó levemente en su
brazo, con la misma liviandad con que había bailado con él hacía unas horas.
Se había sentido orgulloso y feliz entonces, feliz de saber que era suya,
orgulloso de su elegancia y compostura de esposa. Pero ahora, después de
avivar tantos recuerdos, el primer contacto con su cuerpo, musical, exótico,
perfumado, hizo brotar dentro de él una ardiente llamarada de deseo. Al
amparo del silencio de ella, Gabriel le apretó suavemente el brazo contra su
cuerpo y, ya en la puerta del hotel, experimentó la sensación de que habían
escapado de sus propias vidas y de sus obligaciones, de su hogar y de sus
amigos, de que habían huido juntos, con sus corazones radiantes e indómitos,
camino de una nueva aventura.
—No necesitamos ninguna luz. Entra suficiente luz de la calle. Es más —dijo
señalando la palmatoria—, puede usted llevarse ese hermoso objeto, si no le
importa.
Una luz fantasmal que venía de los faroles de la calle pasó como un rayo de
claridad de una de las ventanas a la puerta. Gabriel arrojó su abrigo y su
sombrero sobre un sofá y cruzó la habitación hacia la ventana. Miró a la calle,
tratando de calmar un poco su agitación. Entonces se volvió y se apoyó contra
una cómoda, de espaldas a la luz. Ella se había quitado el sombrero y la capa
y se había quedado de pie ante un espejo giratorio de cuerpo entero,
desabrochándose la falda. Gabriel permaneció inmóvil unos momentos,
observándola, y entonces exclamó:
—¡Gretta!
Ella se dio la vuelta lentamente y caminó por el haz de luz hacia él. Su rostro
estaba tan serio y revelaba tal cansancio que Gabriel no dejó escapar de sus
labios una sola palabra. No, no era todavía el momento.
—A propósito, Gretta…
—¿Qué pasa?
—Gretta, dime lo que es. Creo que sé de qué se trata. ¿Lo sé?
Se separó de él, se fue corriendo a la cama y, echando los brazos sobre los
pies de ésta, ocultó la cara entre ellos. Gabriel permaneció de pie un instante,
totalmente inmóvil y atónito, y después la siguió. Al pasar por el espejo
giratorio, se vio a sí mismo de cuerpo entero, su ancho tórax cubierto por la
camisa, ese rostro cuya expresión le sorprendía siempre cuando lo veía en un
espejo y sus gafas de montura dorada, relucientes. Se detuvo a unos pasos de
ella y le dijo:
Gretta levantó la cabeza de entre sus brazos y se secó los ojos con el dorso de
la mano, como un niño. Se apoderó de la voz de él una nota más compasiva de
la que habría querido manifestar.
—Era una persona que conocía en Galway cuando vivía allí con mi abuela —
dijo Gretta.
Gabriel no dijo nada. No quería que ella creyera que a él le interesaba ese
muchacho delicado.
—¡Le puedo ver ahora con tanta claridad…! —prosiguió ella pasado un
instante—. ¡Qué ojos tenía: grandes y oscuros! ¡Y qué expresión tenía en
ellos… una expresión…!
—Tal vez fuera ésa la razón por la que querías ir a Galway con Molly Ivors —
dijo con frialdad.
—¿Para qué?
—Pero si está muerto —dijo al fin—. Murió cuando sólo tenía diecisiete años.
¿Verdad que es terrible morirse tan joven?
—Supongo que estabas enamorada de ese Michael Furey, Gretta —le dijo a
ella.
Su voz sonaba velada por la tristeza. Gabriel, dándose cuenta ahora de que
sería inútil encaminarla adonde había tenido intención de hacerlo, acarició
una de sus manos y le dijo, tristemente también:
Tal vez Gretta no le hubiera contado toda la historia. Sus ojos se detuvieron
en la silla donde había arrojado parte de su ropa. La cinta de una enagua
colgaba hasta el suelo. Una de sus botas permanecía de pie, con su fláccido
empeine caído; su compañera yacía a su lado. Pensó con extrañeza en el
tropel de emociones que se había adueñado de él hacía sólo una hora. ¿De
dónde procedía? ¿Qué lo había provocado? La cena de su tía, su propio
ridículo discurso, el vino y el baile, las risas y las bromas al darse unos a otros
las buenas noches en el vestíbulo, el placer de la caminata por la orilla del río
bajo la nieve… ¡Pobre tía Julia! Ella también sería pronto una sombra, junto a
la sombra de Patrick Morkan y su caballo. Había percibido por espacio de un
segundo la consunción en su rostro cuando estaba cantando Ataviada para la
boda . Pronto, tal vez, él estaría sentado en ese mismo salón, vestido de
negro, con su sombrero de seda en las rodillas. Las persianas estarían
corridas y la tía Kate estaría sentada a su lado, sollozando y sonándose la
nariz, y contándole cómo había muerto Julia. Él buscaría en su mente frases
de consuelo y no encontraría más que palabras débiles e inútiles. Sí, sí, eso
iba a pasar muy pronto.
Las otras obras publicadas son dos libros de poesía, Poemas manzanas (1927)
y Collected Poems (1936). Stephen, el héroe , publicada en 1944, es una
primera versión de Retrato . Además, en 1968, su biógrafo Richard Ellman
publicó un original inédito, Giacomo Joyce , pequeña obra considerada el
antecedente del Ulises . Joyce empleaba símbolos para expresar lo que llamó
«epifanía», la revelación de ciertas cualidades interiores. De esta manera, sus
primeros escritos describen desde dentro modos individuales y personajes, así
como las dificultades de Irlanda y del artista irlandés a comienzos del siglo
XX. Las dos últimas obras, Ulises y Finnegans Wake , muestran a sus
personajes en toda su complejidad de artistas y amantes desde diversos
aspectos de sus relaciones familiares. Al emplear técnicas experimentales
para comunicar la naturaleza esencial de las situaciones reales, Joyce
combinó las tradiciones literarias del realismo, el naturalismo y el simbolismo
plasmándolos en un estilo y una técnica únicos. Después de vivir veinte años
en París, cuando los alemanes invadieron Francia al principio de la II Guerra
Mundial, Joyce se trasladó a Zúrich, donde murió el 13 de enero de 1941.