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Ariana

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"Degenerado" y el peor de los crímenes: una novela que espía la intimidad de la mente de un acusado

de pedofilia

Vive en Francia hace más de doce años y aunque la lectura y la formación tuvieron lugar en
Argentina, fue recién al otro lado del océano donde nació la escritora. Ariana
Harwicz (1977) es autora de novelas profundamente originales e inquietantes como La débil
mental, Matate amor y Precoz (todas publicada por Mardulce, historias duras de una
perversión feroz que se caracterizan, además, por haber llegado al teatro en diversas
versiones y por habitar una lengua que, al tiempo que cuenta, se lee como poema
narrativo. La literatura de Harwicz está siendo reconocida con traducciones en diversas
lenguas, y su nombre aparece con regularidad en las listas de grandes premios europeos, con
lo que en poco tiempo su obra, esa gran sorpresa, se viene consolidando de manera firme y a
puro talento.
Semanas atrás, Ariana Harwicz estuvo en Buenos Aires, adonde llegó para presentar su
última novela, Degenerado (Anagrama), una ficción cuyo protagonista es un hombre, un
perverso, acusado de violar y matar a una niña. La novela reproduce el discurso de esa
mente aberrante y afiebrada durante el juicio y también refleja todo lo que hay alrededor
de ese sujeto y ese momento: una sociedad cargada de Historia, historias de vida y su carga
de prejuicios y recelos. Lo que sigue es la reproducción de la conversación que tuvo lugar
en los estudios de Radio Nacional, durante la visita de Harwicz al programa Vidas
Prestadas.

— Tus mundos de ficción son siempre muy inquietantes. Acabás de publicar Degenerado y


antes publicaste tres ficciones en las que la perversión está presente, igual que la cuestión de
la maternidad: Matate amor, Precoz y La débil mental. En Degenerado por primera vez hay
a un protagonista masculino. En este caso, un hombre acusado de haber secuestrado, violado
y asesinado a una nena. Muy fuerte.
— Light no es.
— No.
— Lo digo porque en Babelia, en España, donde salió al mismo tiempo que acá en la
Argentina, lo recomendaron para lectura veraniega. Y yo digo "bueno, libro playero no es".

— ¿Cómo se mete un autor, una autora en este caso, en la cabeza de un perverso como el
protagonista de Degenerado?
— A ver. Cuando escribo no hago algo programático, no es que digo voy a transgredir, voy a
luchar contra la moral de una época. Eso no está en el a priori. Pero sí me impuse como
consigna no escribir otra vez con una mujer, un personaje femenino como
protagonista. En las novelas anteriores traté de ahondar lo más posible en la
complejidad, en la profundidad, en todos los vaivenes sentimentales. Y acá digo "bueno,
ya volveré a las mujeres", pero me interesaba mucho meterme en la mente de lo más
opuesto a mí posible, la otredad más lejana que es un hombre y con ese grado de
criminalidad, de perversión, de transgresión de la ley, el reo, el chivo expiatorio de un
pueblo, de una sociedad. Me interesó dar ese salto, ese cambio, ese gesto de decir "voy por
el camino de ripio", ¿viste el caminito más difícil? Yo vivo en zona de bosques, de campo,
de viñedos, y siempre te dicen por ahí los lugareños, los de la aldea: "por ahí no vayas, andá
por ahí porque ahí hay inundación". Bueno, quise ir por el lugar más difícil. Me pareció que
era interesante.

— ¿Tal vez pensaste que estabas demasiado cómoda en lo que venías haciendo? ¿Te
interesaba pensar en otra clase de desafío?
— Cómoda, te juro que no, desde la honestidad te lo digo, cómoda no. Precoz es la más
incómoda, la más marginal, digo yo. El hijo más marginal, más rebelde, más punk de las
tres. Es como la más oscura, lúgubre. Porque además, desde el punto de vista formal, es
como un poema largo, madre e hijo recontra marginales. No tienen ni papeles, están ahí,
de hecho van en cana. Cómoda no estaba para nada. Pero sí sentí cómo que al personaje
femenino lo entiendo, entiendo lo que le pasa, las locuras. A los hombres, no, y menos en
esta época como de guerra fría entre géneros. Que está en el aire, también en Francia, menos
que acá pero está esa tensión que se siente en el aire. Tensión entre, bueno, el lenguaje
inclusivo, los que no lo utilizan, por qué no lo usan, a veces te corrigen, chicos-chiques, está
en la lengua y si está en la lengua, está en todo. Y me interesaba meterme en el barro. No en
la guerra de géneros pero sí en la guerra sexual. Un hombre, un crimen sexual, un pedófilo
es…

— El peor de los crímenes.


— El peor. Y el enemigo Nº 1, wanted, buscado, ¿viste en el imaginario de las películas
americanas el buscado del pueblo?

— Cuando uno lee, curiosamente hay momentos en los cuales aunque se trata del crimen
más aberrante y del criminal más atroz, sin embargo hay algo en el linchamiento general que
hace que por momentos, con todo lo que esto incomoda, el lector casi se ponga del lado del
protagonista.

— Es la intención. En realidad habría que decir: vamos a hablar de la literatura. Es muy


importante, yo no trabajo en cárceles, no soy criminóloga.

— No sos una experta en eso.


— No, y además eso es la realidad, la vida. Esto es literatura, es mentira, es un constructo,
es todo ficción, ciencia ficción. Sí, la idea era desplegar una verdad, que es lo que hace el
teatro, por eso son tan afines, ¿no? Tan cercanos al teatro. Desplegar una verdad y tratar de
entender esa verdad, que no es la verdad de la vida.

— De hecho en un momento en la propia novela se dice: "Escribir no prueba nada del


hombre que escribe", en este caso escribir no prueba nada de la mujer que escribe.
— No. Y además es un monólogo y es un juicio, o sea una puesta en escena. Nada más
teatral que un juicio, cualquiera que haya estado en un juicio sabe, el banquillo de los
acusados… todo depende de la parla, del palabrerío, y la palabra miente, la palabra derrapa,
la palabra desplaza. Hablar es ya una puesta en escena: mirá lo que estoy haciendo ahora,
palabras, ruidos, ruidos. Entonces, es como una obra de teatro del bla, bla, bla. En un
momento él dice: "Dejo de hablar, dejo el palabroteo, bla, bla, bla", como si fuera por
momentos ruido, música, notas. Y encima tiene una lengua rara.

— Tenés un hijo chiquito y escribiste un texto como éste en un momento particular de la


vida de una mujer como es el embarazo o el puerperio. ¿Cómo hacés para compatibilizar tu
vida personal atravesando un momento tan delicado con la escritura de una novela tan
brutal?
— Cómo haría para no hacerlo, sería la pregunta. No, en serio, con toda la honestidad,
¿cómo haría para tener un hijo, dos, tres o cuatro, o estar embarazada o haber estado
embarazada hace poco, haber parido en mi caso y no hacer esto? Ahí creo que me
enloquecería. Me sirve el contraste, me sirve mucho ese estado de contraste entre un cuerpo
sensible o una maternidad y meterme, como te decía, en la boca del lobo, meterme a pensar
Chernobyl…

— Te resulta productivo, decís.


— Me gusta esa fricción entre la vida y la literatura. Todo el tiempo esa fricción que dialoga
desde los opuestos. Así que la vida va por un camino para mí pero la obra tiene otros
andares, otros recorridos, otras lógicas, y para mi equilibrio mental, justamente para no
enloquecer, necesito meterme en estos mundos aunque la vida vaya por otro lado. Y es
verdad que esta novela se llama Degenerado pero se podría haber llamado Solo contra
todos, como la película de Gaspar Noé, o La guerra de un solo hombre como el libro de
Edgardo Cozarinsky, y tiene mucho que ver con eso, o pensaba en Naked, la película de
Mike Leigh, que es el monólogo de un tipo marginal, filósofo, que detesta la sociedad, y
bueno, que se creen reyes.

— Es un rechazado total por la sociedad, además, porque una de las cosas que también
aparece por momentos para el lector es la sospecha. ¿Es realmente el responsable de lo que
se lo está acusando? Él representa lo peor, pero también representa el chivo expiatorio de
una sociedad.
— Sí, claro. No me interesa para nada cuando escribo esta división tan taxativa, esta
frontera tan delimitada con garitas y aduanas entre el que ejerce el mal, comete el crimen y
el que no lo hace, los que estamos del lado de no haber estado prisioneros, no haber ido a la
cárcel, no haber violado, no haber matado, no haber robado. Esa división taxativa para el
arte no es productiva, para la vida, sí. Pero para el arte lo que es interesante son las zonas
intersticias, intermedias. No cometí el crimen pero estuve a un minuto de cometerlo. Lo
cometí pero estuve a un minuto de no cometerlo.Las zonas grises son las productivas de la
dramaturgia. Y en este "degenerado" me interesaba, y lo vi mucho en casos reales, el tipo
que comete el crimen pero que un minuto antes estaba lavando el auto o poniendo nafta al
auto o cortándose el pelo, o con la nena, bueno, ese minuto antes era un ciudadano normal,
un buen padre. Hitler, estoy exagerando, Hitler era ecologista, amaba a su perro. Digo, el
maldito más grande de la historia del siglo XX puede haber tenido un gesto de solidaridad o
de ecología. Esas zonas grises, eso atraviesa el degenerado.

— Ahora que lo mencionas, la historia de tu novela atraviesa el nazismo, Stalin; también lo


judío aparece muy fuertemente vinculado con la propia familia del degenerado. Es
interesante cuando él dice algo así como que las víctimas no necesitan afecto porque les
sobra.
— "El siglo las eligió", dice, es una provocación. Por eso no quiero caer en la tentación que
sería hacer la concesión de aclarar, como si fuera la vida: la novela tiene otra lógica moral, y
él dice: las víctimas, que no hablen; que lloren, que gimoteen, no les den cabida, de hecho
casi no les da cabida el libro, las marginaliza, las corre, "no les den cabida porque el siglo
las eligió para ponerles el micrófono." Las víctimas ideales son las elegidas de este siglo con
el cinismo de este siglo. Denme el micrófono a mí…

— Vengan mis fans, dice.


— Claro, que tienen todos fans, bueno, es una obviedad lo que digo, el cantante de Noir
Désir, Bertrand Cantat -que mató a golpes a Marie Trintignant- tiene fans.Y obvio, Barreda.
Como casos de rock stars.

— Celebridades asesinas.
— Sí. Otro caso que no es un crimen sexual pero es un crimen, el de Bernard Madoff, el
financiero, que estafó y por ende mató a gente, porque los efectos son de muerte también,
los que se suicidan por haber sido estafados, es un criminal. Y tiene fans. Son rock stars de
la cárcel. Todos eh, desde los mayores, Mussolini, Hitler, hasta los más chiquititos. Cuando
cometen un crimen, lo explican bien los que estudian esto, despiertan una fascinación
erótica. Y él se mofa un poco de esto, "tuve más éxito con las mujeres después de haber
cometido la aberración de este siglo que antes."

— Recuerdo que cuando te entrevisté hace dos años te pregunté con qué autores te
identificabas y mencionaste a Néstor Perlongher, hablabas de Lamborghini, de Carlos
Correas. Tu trabajo con la lengua es un trabajo casi poético, que no es muy habitual en las
novelas. Uno puede detenerse en las frases; no es casual que tus textos sean pensados para
llevar al teatro, para ser pronunciados, quiero decir. ¿Cómo trabajas esto? ¿Cómo construís
esa lengua propia?
— Siempre trato de responder con la mayor verdad posible, pero sabiendo que en el fondo
uno no lo sabe del todo. No sé  cómo construyen una voz los otros escritores, cómo se arma
la música y cómo termina siendo un tema, porque yo veo a la novela como un tema, como
un disco… Por un lado estas referencias, Perlongher, Lamborghini, están, o Copi, en una
cosa más extrema de portuñol, del francés no francés, español no español, y la poesía
siempre está. Por otro lado, estos cuatro o cinco monólogos del cine, Taxi Driver de
Scorsese, esa oscuridad, esa xenofobia, esa cosa oscura, políticamente incorrecta de odio al
mundo, a los inmigrantes, y sin filtro político, Gaspar Noé, Mike Leigh, pero también
pensaba en El innombrable, de Beckett, esos monólogos fragmentados, lunáticos,
absolutistas, y también los discursos de guerra, sobre todo eso.
 Claro.
— Lo que más leí son libros de guerra, puede ser Churchill, la biografía, o héroes de guerra
anónimos también, soldados que murieron, dejaron cartas, en la época de las
correspondencias. Ahora todo es digital y va a ser difícil el siglo que viene y después
recuperar correspondencias eróticas, amorosas, o de guerra o políticas. La letra de la guerra,
toda esa retórica del prisionero, del reo, del que va a morir, Charles Manson, todo eso, de
ahí, de esa escritura me nutrí.
— Hay autores que dicen que vivir en otra lengua los ayuda a escribir mejor en la propia,
¿te pasa algo así?
— Yo nunca había escrito nada en Buenos Aires, en Argentina. Durante los casi 30 años que
viví acá en Buenos Aires nunca escribí nada, sí fragmentos, cositas, documentales, ensayos,
errores, pero yo siento que nunca dije nada.

— Te hiciste autora entonces en Francia.


— Sí, así que no es que mejoré mi prosa o la sofistiqué, no, no: la creé de la nada. Había
toda una gestación y me formé académicamente, toda mi formación es acá en Argentina, me
entrené acá y lucho allá, digamos. Así que tengo como, por ahí es una superstición, una
neurosis, pero bueno, cada escritor tiene sus supersticiones, sus rituales. Yo escribo allá.
Vengo acá pero acá no escribo ni una palabra, es curioso… Tampoco escribo nada en la
ciudad, en París, nada. Ni cuando voy a los hoteles… hay gente que se inspira viajando.

— Tenés entonces un lugar especial donde te sentás a escribir que es tu casa.


— Sí. Sí. Cada escritor tiene su hábito, ¿no? Los nocturnos, los diurnos, los de perro, los de
gato.

— ¿Y vos qué sos?


— Yo soy campestre, de ahí, de lugares remotos donde nadie te conoce, no conocés a nadie,
nadie te saluda. No hay pasado, es una obviedad lo que digo, pero voy caminando acá por
Scalabrini Ortiz y Córdoba y digo acá tuviste tu primer novio, acá fue la primera vez que tal
cosa, o cuando tal otra. Allá no hay pasado, no hay nostalgia, no hay melancolía, no hay
primeras veces de nada. Es la vida adulta, allá. No hay recuerdo, no hay esa cosa de ir hacia
el pasado.

— Pero hay hijos. ¿Cómo hacés con los chicos para sentarte a escribir? Es tan pragmático lo
que te estoy preguntando, pero me parece que hay autoras que pueden escribir con los
chicos dando vueltas, hay otras que no entonces y tienen que hacerse ese tiempo. ¿Cómo
hacés?
— Y hay autoras que toman la decisión de no tenerlos y es más fácil.

— También.
— Muchas. Bastantes de las que publican. Sería muchísimo más fácil escribir sin hijos. Casi
no sé qué sería escribir sin hijos porque Matate amor lo escribí con un hijo pegado a mí, así
que no sé cómo sería escribir con todo el tiempo del mundo. Esta es la lucha; para mí es una
especie de campo de batalla, yo lo veo como una lucha física. Todo el tiempo lo digo y me
quejo; entre la vida de ellos, generarles infancia, que no se caigan del balcón, que tengan
una vida, y crear la vida del degenerado, meterse ahí. Es todo el tiempo una fricción, una
pelea, una dificultad, pero bueno, es interesante también.

— Ariana, queda claro que lo que uno escribe no es lo que piensa, pero también es cierto
que incluso escribiendo uno hasta puede conmoverse con el monstruo. ¿Te conmoviste con
tu monstruo?
— Me permito pelearte, para mí no es un monstruo. Entiendo que se le dice monstruo, es un
hábito de la lengua, una convención, una automatización, pero para mí no hay nada, ni
siquiera el peor, eh, el peor demonio, que ya los nombramos antes, no vamos a nombrarlos
otra vez, no son monstruos. Justamente lo interesante es que no son monstruos.
Que Scilingo o el peor jerarca nazi llegan a la casa, se hacen de comer, duermen una siesta,
van al médico, tienen hijos. Entonces eso que te decía antes, qué pasa en los márgenes del
crimen, qué piensan, qué sienten. Y cuán cerca estoy yo, que no cometí un crimen, de
cometerlo. Yo ahora sí me pongo en primera persona, aunque esto no es literatura del yo.
Cuán cerca está mi mente de producir pensamientos que serían aberrantes. Entonces eso me
interesa del ser humano, no juzgarlo: el tribunal está montado en el libro, pero yo como
escritora no me permito juzgarlo. Si lo juzgo, estoy haciendo literatura maniquea, como bajo
el ala soviética, literatura censurada. Conocí un montón de escritores cubanos, antes, en
otras épocas más duras de censura en Cuba, no ahora, que me decían "tratamos de sortear la
censura como se puede, porque como no se puede criticar al sistema ni nada, edulcoramos el
lenguaje, tratamos de usar una metáfora que no sea entendida por el Estado". Yo trato de no
juzgar al personaje y escribir incluso dándome pudor, a veces escribo y me da pudor lo que
escribo. Me da angustia…

— Lo del pudor me interesa porque hay autores que no se animan o que los intimida incluso
a ellos mismos lo que piensan. Cuando uno te lee a vos, que justamente te introducís en lo
más tremendo y abrumador que puede tener que ver con la cuestión de las sexualidades más
aberrantes, incluso, no parece que tuvieras pudor. Y sin embargo decís que sí, ¿superás ese
umbral para poder escribir?
— Sí. Claro, la ética es muy difícil en la tarea de escribir. No me gusta la canchereada, ir ahí
a bardear, a provocar, transgredir por transgredir, después se nota eso, esa transgresión
vacía, efectista, como hacer un fuck you. Pero tampoco me gusta dejarme y está buenísima
la palabra intimidar, porque es una intimidación, como cuando alguien te mira y ya sabés
que te está diciendo "no hagas esto, no digas esto". Dejame someterme por mis propios
medios. La autocensura hay que combatirla porque es la peor. No es que el editor de
Anagrama o de Mardulce o el corrector te van a venir a decir "Ey, esto, ahora, en plena era
de…". Por ahí no te lo van a venir a decir, pero ya uno viene autocensurado de casa, ¿viste?
Trato de luchar, te juro que es una lucha, ahí otra vez la metáfora de la guerra. Trato de no
dejarme intimidar. Y cuando veo que me estoy yendo a menos y me estoy apichonando
digo: mi deber es decir lo que el personaje tiene que decir.
— Hablamos de incesto, de pedofilia, de tabúes de la humanidad y de crímenes aberrantes.
¿Cuánto de psicoanálisis hay en la vida de Ariana Harwicz, tanto en lo que tiene que ver con
la experiencia personal como la lectura? ¿Cuánto aparece de eso para poder escribir las
cosas que escribís?
— Lo menos posible. Me fascina Lacan, me fascina Freud, el gran escritor. Estoy rodeada
de psicoanalistas como de tiburones, estoy rodeada en todo sentido, en casa y en lo
familiar. Y además soy judía porteña, clase media. O sea, vengo de ahí. Porque otras
culturas, incluso la francesa, que han parido a todos los psicoanalistas, pero no está el tema
en el habla en el café; para nosotros está en todos lados, ese es nuestro discurso, nuestra
doxa. Pero te juro que trato de no psicoanalizar a los personajes, no invadirlos de la
semántica de la lengua, del psicoanálisis, casi no vas a encontrar nada de eso, ni
patologizarlo tampoco. No dice, por ahí si lo dice es irónico, pero no dice "histeria",
"simbiosis". Trato de no pensar así los vínculos filiales. Trato de ir como hacia algo más
despojado.

— Hay una frase que me resultó profundamente perturbadora y que dice: "Hay chicos que
nacen sin querer vivir".
— Sí, porque invierte. Cada frase, cada sentencia pareciera que se preguntara a sí misma
"cómo voy a decir esto". Tiene algo de esa lógica la lengua que armo. Porque hay algo del
aforismo, de la sentencia. Cómo voy a decir esto y cómo lo voy a reducir al máximo. Y
claro, se supone en esta era que lo más bendito que nos puede pasar son los hijos, la niñez
está santificada, nuestra sociedad, no digo en todas, también es cínico e irónico porque los
chicos trabajan. Van a la guerra, fuman, en otros países está permitido, trabajan, tienen
armas, van a las minas. Acá también. Y la venta de chicos, prostitución, todo. Pero desde el
discurso oficial digo que está bendecida y es lo más lindo y lo más sagrado. Los derechos de
los chicos, que es muy nuevo, de este siglo, el siglo pasado. Y bueno, atenta contra eso, es
una provocación del personaje, no mía.

— ¿Por qué te fuiste a Francia?


— Uno por razones personales de índole amorosa. Y otra, no lo analicé pero estaba cómoda
acá, había logrado tener clases, un trabajo, una casa, una vida, entre comillas, armada, tenía
casi 30 años, la típica vida armada de clase media, y esa no era la vida que yo quería para
mí, aunque fue un logro tener un trabajo y estar blanco y tener jubilación que ahora no
tengo, tener un aguinaldo. Y dije "no, bueno, lo voy a desarmar todo, todo". Y me parece
que ese desarmar todo, romper todo me sirvió también después para lo que sería la escritura.
Creo yo.
— ¿No vas a volver?
— Igual ya no puedo porque hay hijos franceses, ¿viste? Hablando de los hijos y las
ataduras y de lo que imprimen a la vida como fricción, como impedimento. Yo no me veo
volviendo, sí me veo en esto de ir y venir y que los libros también, de verdad, van y vienen.
— Si tuvieras que decirle a un lector que no te conoce qué va a encontrar
en Degenerado, ¿qué le dirías?
— Que difícil seducir al lector… Yo creo que va a encontrar una lengua barbárica, como te
decía, una lengua bárbara, una lengua que quizás está un poco desaparecida hoy. No es una
lengua de época, es una lengua de la lógica de la guerra. Y va a encontrar un hombre
solo espadeando contra el mundo.
Hace más de cincuenta años, Borges se quejaba con Bioy Casares de que la amistad,
uno de los mejores temas de la literatura, ya no podía tratarse porque sugería
pederastia. Borges se refería a la homosexualidad, pero hoy esa frase puede quedar
intacta porque el tabú se ha extendido también a la relación entre adultos y niños.
“Las mejores obras fueron imaginadas en siglos sin infancia ni sexo”, dice el
narrador de Degenerado, la reciente novela de Ariana Harwicz, en extraña sintonía
con las palabras de Borges anotadas por Bioy Casares en su diario. ¿Es posible que se
trate de una prohibición injustificada? Es lo que parece preguntarse el libro de
Harwicz. Y si fuera cierto, lo sería porque la sostiene una creciente ola puritana que se
cierne sobre una sociedad en guerra consigo misma.
La guerra, los tabúes y las transgresiones no son temas para nada ajenos a la obra de
Harwicz. En sus novelas, la estructura de la familia nuclear es desarmada e
invertida. Padres que sabotean a sus hijos, hombres ausentes o violentados, madres
que tienen el mando, relaciones incestuosas. Degenerado continúa lo anterior.
Aunque ahora por primera vez el narrador y protagonista es un hombre, el trasfondo
sigue siendo el mismo: la masculinidad debilitada. Mientras en las otras novelas esto
permitía explorar la libertad de sus mujeres, en este caso el foco está puesto del otro
lado. Como en Magnetizado, la novela de no ficción de Carlos Busqued, el que habla
ahora es el otro, el victimario.
“La verdad tiene la estructura de una ficción donde otro habla”, dijo alguna vez
Ricardo Piglia. Allí parece apuntar Harwicz: ver qué hay de verdadero en la mente del
mal, sobre todo, “si es que se puede decir algo sobre el deseo sin volverse un
criminal”. El libro en su totalidad es una puesta en escena, un juicio a un hombre que
no niega ni confirma que haya cometido un crimen, alguien que quizás sobrevivió a
los nazis y a los comunistas, alguien que quizás vio morir a los judíos. Lo que le
interesa a este hombre, y a la novela por extensión, es sacar a la luz su discurso
“filosóficamente de derecha, políticamente anarquista”. El monólogo, armado de las
más variadas referencias conservadoras, es apenas interrumpido por una jueza y por
un coro de vecinos. En esa línea, mucho más sutil y llena de matices es la lectura
de Magnetizado (e incluso la del último tomo de la serie Mi lucha, en las partes donde
Karl Ove Knausgård cede la voz al joven Adolf Hitler).
El problema de Degenerado es que es difícil despegarla de sus antecesoras. Esto
indica al menos dos cosas: por un lado, que la obra de Harwicz se desarrolla de
manera orgánica, cada libro suyo es una nueva representación de sus obsesiones,
vistas a través del prisma de su estilo. Y sobre esto último reposa su debilidad.
Porque, por otro lado, a punta de estilo no se puede sostener una obra. El argumento
de las novelas de Harwicz es cada vez más fino (en Degenerado, prácticamente
inexistente). Por lo tanto, lo que se puede decir de esta es casi lo mismo que lo que se
dijo de las otras dos o tres. Se habría llegado a un punto muerto. ¿Qué hay aquí si no
un lenguaje desaforado que cuenta poco o nada? Es posible que Harwicz sea una de
las estilistas más interesantes escribiendo hoy en día, lo cual, para bien o para mal, no
significa que Degenerado no sea una novela fallida. La mayor virtud de Harwicz, esa
sintaxis peculiar y feroz, se vuelve un recurso más; su lector habitual, por lo tanto,
demasiado autoconsciente como para ver a través de ella.
Si algo distingue la narrativa de Ariana Harwicz –argentina, radicada en Francia desde
2007– es la construcción de una voz desbordada, salvaje. Desde su primera novela, Matate
amor, publicada por Paradiso en 2012, reeditada por Mardulce en 2017, traducida y
nominada al Man Booker Prize, se mantiene fiel a un mismo programa: explorar a través
del monólogo interior personajes atravesados por la violencia de las relaciones familiares.
Al menos alrededor de este tema giraba no solo esta, sino también las dos nouvelles que le
siguieron: La débil mental (2014) y Precoz (2015).
En Degenerado da un paso más. Está la violencia. Está el paisaje bucólico que se vuelve

asfixiante: el bosque, el pequeño pueblo en el corazón de Europa –otra de sus constantes–,

pero ya no es solo el tema de la familia entendida como un sismo, sino además la

interioridad de un sujeto que incumple una de las leyes más elementales de la vida social.

El protagonista es un pedófilo culpable de abusar de una niña. Puesto así el argumento

podría resolverse rápidamente; no hay mucho más que declararlo culpable. Y sin embargo,

a partir del feroz monólogo del personaje, Harwicz logra poner en cuestión muchos de los

supuestos que regulan lo social.

La nouvelle –las novelas de Harwicz son breves– va y viene entre la subjetividad de

quien se describe como "un liquidado" y las voces de quienes lo inculpan: los

vecinos, la ley. "Dígalo admítalo, no hizo nada por no ser un monstruo", dice la jueza. El

protagonista es un monstruo, claro. Sin embargo, a medida que avanza en la narración –y

hay cierto detalle sobre los hechos que la autora se encarga de dosificar–, el lector no

puede dejar de preguntarse: ¿qué otra cosa podría haber engendrado la Europa que

describe? De la experiencia de la guerra que lo marcó, el narrador dice que no queda "ni un

solo rastro de los judíos excepto donde hay una placa conmemorativa indicando una fosa

común". Sobre la familia, señala: "Cada familia es un apetito incontrolable". Sobre el

deseo: "El deseo es el deseo, cómo va a ser legislado, es una puesta en absurdo

de vuestra legalidad, de vuestros pruritos". Sobre la vejez: "De la garganta para

afuera es todo tan vicioso pasados los setenta cuando el balde con tu excreción te cae, te

dicen aquí estamos abuelito, aquí está la sociedad ilustrada para ayudarte porque te

amamos".

Es un hallazgo que Harwicz haya pensado en un hombre viejo, algo así como un símbolo de

esta Europa política y culturalmente envejecida. ¿Y si la vejez fuese algo más que aceptar
los programas de bienestar social ofrecidos por un Estado que no es más que un lobo

disfrazado de cordero? ¿Si no hay tal cosa como la imagen del anciano inofensivo y

aletargado frente a la chimenea? Justo cuando el lector empieza a empatizar con la crítica

social que plantea el personaje, Harwicz recuerda los detalles aberrantes del delito de

manera casi taquigráfica y entonces el lector vuelve a acomodarse en la silla, a recordar el

marco legal que debe regir la vida en sociedad.

El lenguaje que maneja Harwicz es algo así como el reverso de toda convención social, su

lado B. Es al código comunicacional lo que su protagonista es a la sociedad que lo condena.

Lo afirma el personaje cuando señala que hablar es "una cuestión de rigor, hay que

reprimir, hay que guardarse, hay que ajustar el cinto de las palabras,

gobernar el timón"; por eso repite que él habla como si escribiera. Degenerado es la

novela más europea de Harwicz, una muestra más de la coherencia de un proyecto

narrativo que evidencia el artificio de las formas sociales (el lenguaje, la familia, el amor

maternal, la vida en sociedad). La autora suma así otro personaje a ese bestiario que le

permite exprimir el lenguaje poético al máximo.


Cuatro años después de Precoz, la última novela de su trilogía materno-filial, la escritora argentina Ariana
Harwicz publica Degenerado, una nouvelle que mantiene su prosa característica, entre poética y atroz, y que,
aunque lateralmente, también habla de la relación madre-hijo –todos tenemos un origen. ¿En qué difiere? En
que el narrador, por primera vez en la autora, es un hombre. Y algo más, ese hombre es un pedófilo y un
asesino.

El argumento: un inmigrante judío, ya entrado en años, vive apaciblemente en una zona rural francesa hasta que
un buen día gendarmería se presenta en su casa para detenerlo, acusado de haber violado y matado a una niña,
nada más y nada menos. La noticia da lugar al juicio legal a la persona, al monstruo, que lleva a cabo un
tribunal; y al juicio social, el moral, que llevan a cabo sus vecinos indignados. Y el monstruo, atrapado, en lugar
de quedarse callado, elige hablar, y con su palabra ataca.

Hay una elección audaz de la autora al dar voz a un pedófilo, porque uno, mientras lee ese soliloquio
enardecido, no puede olvidarse que está leyendo el discurso de un pedófilo, alguien que comete quizá el crimen
más aberrante que exista. Aquí el gran logro de la autora: que esa voz no repela, o mejor, que repela, que
angustie, pero a la vez absorba al lector. Harwicz logra que ese discurso atrape, que ante lo tenebroso que se
narra, el lector no se tape los ojos ni los oídos, sino que necesite escuchar qué es lo que tiene para decir ese
hombre trastornado.

En sus anteriores novelas la autora se caracterizó por trabajar con personajes femeninos (la madre violenta, la
hija perturbada), y, en el caso de los hombres, mostrarlos como figuras fuertes pero ausentes, que oprimían
desde afuera. En Degenerado esto cambia, aquí el hombre tiene cuerpo, tiene voz y voto. Es como si Harwicz
quisiera excavar del otro lado hasta ensuciarse las manos, remover el barro.

«La mente es como un trineo inmundo que nos arrastra por malos caminos dejando huellas para que nos
atrapen», empieza diciendo el protagonista. Y esa frase funciona como preludio de lo que vendrá, porque la
suya es una defensa que lastima los cimientos de su tiempo. El acusado va más allá, lleva la amoralidad al
extremo poniendo al deseo por sobre la ley (¿cómo puede legislarse el deseo?, se pregunta). Es una persona que
transgrede a conciencia, para demostrar que la ley no puede ser omnipresente. Degenerado es un libro
imprescindible que incomoda y atrapa con la misma fuerza.
En una nueva edición de las charlas mensuales que se realizan de la mano de Malena Rey en el MALBA,
Ariana Harwicz, escritora argentina radicada en Francia desde hace más de diez años, presentó su nueva
novela, Degenerado, una suerte de soliloquio de un hombre acusado de haber violado y asesinado a una
menor de edad; una obra que puede llegar a ser considerada controversial en esta época, y que sin lugar a
dudas ofrece una nueva perspectiva sobre el relato del victimario, que en estos tiempos o bien es
sobreficcionalizado y fetichizado, haciendo ver a los criminales como los nuevos galanes del mundo del
espectáculo, o bien es automáticamente ignorado y dejado de lado por considerarlo falso.

Madres no hegemónicas

Las novelas previas de Harwicz están relacionadas entre sí no sólo por compartir editorial (Mardulce, a
diferencia de Degenerado, editado por Anagrama) sino también porque las tres giran en torno al tema de la
maternidad y la relación entre madre e hijx. Narran historias de mujeres que, en un sentido u otro, sufren en
su condición de madres y no encajan en el estereotipo de mamá que todo lo puede y a quien la maternidad
completa. Ariana problematiza la maternidad, la crianza, la vida de madre; con su ya característica mirada
realista y crítica, intenta alejarse de cualquier tipo de romantización o idealización de las relaciones
humanas, y específicamente de las relaciones filiales. Estas novelas están narradas en primera persona,
desde el punto de vista de las mujeres, en un presente estricto, como constante relato de su día a día
dentro y fuera de su cabeza.

Su primera obra, Matate, amor, narra la vida de una mujer que tiene un hijo pequeño y sufre  rasgos
neuróticos y presenta altos niveles de insatisfacción con su vida y con la realidad, que se expresa en una
peligrosa violencia contenida. La segunda novela, La débil mental, describe la realidad de la madre de una
chica adolescente, su dinámica familiar y su vida privada usualmente sumidas en una ola de confusión,
desorden  e incluso destrucción.

En estas dos historias, la entrada y salida de diferentes parejas sexo-afectivas en la vida familiar es
constante, así como la crianza adaptada a estas condiciones “atípicas”.

En su tercera novela, Precoz, Harwicz presenta la vida de una mujer de bajos recursos que, junto con su hijo
preadolescente, habitan un rancho precario, roban comida en los supermercados y viven sumidos en la
miseria económica. La maternidad en contextos de marginalidad constituye uno de los ejes centrales
en Precoz.

De la maternidad a la perversión
Este año, en un novedoso giro, Harwicz nos invita a situarnos dentro de la cabeza de un pedófilo asesino,
quizás la acusación más repudiada socialmente y más gravemente condenada judicialmente.

Luego de investigar y estudiar la retórica de acusados reales en juicios y testimonios,  Ariana creó un
personaje frío, profundamente oscuro y sin rastros de empatía que construye un discurso inescrupuloso y
diametralmente opuesto a lo socialmente interpretado como correcto y ético; lo curioso es que, a pesar de
esto, el personaje nos resulta totalmente verosímil. Harwicz hizo especial hincapié en esta cuestión: sus
personajes tienen como elemento en común estar (en distintos grados) enajenados, fuera de sí, alejados
del modelo de cordura; aun así, resultan creíbles y no son difíciles de imaginar en la realidad caótica y
alienante que nos rodea.
Este nuevo libro significa un cambio radical para la escritora, ya que viró de un eje temático culturalmente
percibido como puro y bello como es la maternidad a la mente de un pedófilo, el cual causa odio y rechazo
generalizado. Además, pasó de escribir novelas en primera persona femenina a indagar en una voz
masculina.

Sin embargo, Harwicz mantuvo su intención de mostrar “el lado b” de lo humano, la faceta sombría muchas
veces ocultada por la sociedad y el arte: las contradicciones y alteraciones que se dan en la maternidad, en
las relaciones y en la sexualidad, que pueden resultar en personajes y situaciones turbios,
tan degenerados como un pedófilo asesino.

Las formas de estetizar el crimen

Es evidente que ninguna de sus novelas narra historias color de rosa ni compatibles con el modelo
idealizado de vivencias, sino que muestran este lado oscuro, una versión no aceptada como “normal” por la
sociedad (aunque en la realidad estos personajes no sean tan inusuales). Sin embargo,
con Degenerado Ariana dice haberse encontrado escribiendo desde un lugar mucho más oscuro, lúgubre e
incluso siniestro, podría decirse, que roza la línea del morbo y que lidia con un protagonista que, más que
confusión, como podría adjudicárseles a las madres de sus otras novelas, presenta maldad y perversión.

Degenerado no quiere mostrar a un criminal “cool”, canchero y galán como podría ser el caso de la
miniserie Historia de un clan o de la película El Ángel, sino el nivel de oscuridad, frialdad y falta de empatía
al que puede llegar un ser humano.
El sentido desviado

Degenerado subvierte los valores humanos más básicos para dar a entender
que la sociedad empuja al crimen contra niñas y mujeres. Pero el cuarto libro de
la escritora Ariana Harwicz reafirma algo que el feminismo viene diciendo de
tantas formas como le es posible: el cuerpo de las mujeres es el campo de
batalla patriarcal por excelencia. 
Pienso en Ariana, hace dos años, cuando todavía no existía este degenerado que nos reúne, recitando el
principio de Matate amor, su primera novela, en una lectura que organizamos juntas. Empieza así:

“Me recliné sobre la hierba entre árboles caídos y el sol que calienta la palma de mi mano me

dio la impresión de llevar un cuchillo con el que iba a desangrarme de un corte ágil en la

yugular”.

Ahí había un personaje del que Ariana podía apropiarse, podía ser tomada por ella, en su voz y

salir a flotar sobre las cabezas presentes. Y no solo porque fuera una voz femenina (ni tampoco

podría decirse que era, la de Matate amor, una voz accesible ni amable, para muestra vale el

pasaje anterior) sino porque esa música, la que se entonaba entre pañales sucios y animales

salvajes que le hacían de espejo, entraba en su boca, calzaba en su cuerpo, hablaba, de alguna

manera, como ella, una porteña trasplantada al corazón de Francia, una escritora que se vuelve

sus personajes, al decir de ella, de un modo tan teatral como espiritual en el proceso de

escritura. Siempre dije que para mí esa escena, la de la protagonista de Matate amordando

vuelta las páginas con un cuchillo y delirando de calentura, me era familiar: podía deambular

por el cacerío medieval que ella describe cuando le preguntan dónde vive o en el centro de

Córdoba, entre ollas heladas y sierras ahumadas. Y es desde ahí, en 2012, que esta autora

dispara una flecha a la oscuridad porque es desde entonces que cada vez sabemos menos de

sus personajes, ¿Dónde están? Casi nada es seguro pero en los márgenes caminan sus siluetas.

¿Cuándo viven? En esta época, eso sí es seguro.

Tres novelas después, y habiendo sofisticado ese procedimiento donde el lenguaje se retuerce

enervado, el que habla, el que nos habla, es un tipo, un señor, un viejo. Una corporalidad

castigada, lejos de la autora que lo pone en pie, pero también un grito de auxilio, el de la

masculinidad lastimada y arriada por una cultura que la apaña pero a la vez la castiga, o
consigue castigos ejemplares para ciertos sujetos con los que elige hablarles a los otros: tomar

a una niña como presa de placeres ocultos está mal, muy mal pero a la vez no tan mal para

perseguir a todos los que lo hacen, parece decir el Estado. ¿Qué puede ser más incómodo para

una mujer que calzarse esos zapatos? Y allí se ve la incomodidad en un comienzo mucho más

pedregoso que el de Matate amor, el de Degenerado:

“La mente es como un trineo inmundo que nos arrastra por malos caminos dejando huellas

para que nos atrapen, cállate y decí por qué la manoseaste”.

Nos habla la cultura dice el degenerado y con ella nos incita, nos invita, nos inflama para que

destrocemos a los débiles. ¿Pero quiénes son los débiles en esta diatriba? Todo se pone de

cabeza en este monologo. Es una mujer que escribe sobre un hombre que agredió a una niña

hasta lo insoportable pero a la vez es un hombre que se hace el niño, balbucea, recuerda a sus

padres y se queja como una criatura para devenir fiera y presa. ¿Y el lector? ¿Quién es el lector?

Esto es lo que yo soy, dice el degenerado, como si quien lo hubiera parido fuéramos todos, nos

toca el hombro, nos dice “ey vos no sos tan distinto que yo, de hecho puedo decirte algunas

cosas que te identifican, y entonces vas a reacomodar tu cuerpo en esa silla donde depositaste

tu culo para leer este libro”. “No te la voy a hacer fácil”, dice el degenerado. No la hace fácil

Ariana Harwicz, y por eso se ubica en un lugar particular, tanto como su ubicación geográfica,

para observar a todos esos victimarios que elige hacer sonar como coro en una sola voz tan

inoportuna como esperada. ¿Quién no quiere saber qué piensan los asesinos? ¿Por qué son tan

distintos de quienes no dañaríamos a nadie más que en nuestros pensamientos?

Y cuando decimos él, estamos pensando en una voz ¿desviada?, un artificio que despide a una

época, la literatura del yo, un periodo de aproximadamente 20 años donde la primera persona

fue casi siempre, una regla de estilo. Ella ya no narra a ellas, como en Matate amor, en La débil

mental, en Precoz, no narra maternidades atormentadas aunque sí hijos complicados por

madres que bordean la locura. Harwicz construye a un hombre y en él todo es tan verdad como

que la lengua es flexible, los valores son laxos, y el lado de los buenos tiene un límite borroso.
¿No son nuestras violencias crímenes colectivos? El degenerado confunde ese límite: culpa al

Estado, dice que estamos híper vigilados pero a la vez más solos y solas que nunca y señala a la

familia como núcleo del horror y el temblor. Allí donde había madres mellizas de sus hijes en

paisajes desolados pero de profunda belleza, Harwicz pone a un hombre solo que le habla al

mundo, y le dice algo parecido a lo que escuchamos tantas veces: yo no soy lo que creen, yo no

soy ese que dicen que hizo eso, yo no lastimo, yo fui lastimado, ustedes son los y las culpables.

Y el procedimiento es efectivo porque logra engañarnos, ponernos del lado de él por

momentos, entender el vértigo y el temor pero nunca claudicar en la certeza de que los

hombres han tenido certezas muy profundas sobre sus campos de batalla y el cuerpo de las

mujeres ha sido y sigue siendo uno de sus lugares preferidos para hundirse con furia. Por

suerte, acá hay una mujer para invertir los sentidos y narrar lo inenarrable y hacernos sentir,

degeneradamente, infelices. 
La escritora argentina da voz a un pedófilo asesino y se arriesga escribiendo contra la Historia

 “La mente es como un trineo inmundo que nos arrastra por malos caminos dejando huellas para que nos atrapen”. Así
da inicio este texto degenerado, violento, salvaje, celiniano y beckettiano, de imposible lectura para oídos finos
-abstengánse también moralistas- y que plasma la voz corrupta de un pedófilo acusado de matar a una pequeña. En una
novela de poco más de 100 páginas Ariana Harwicz (Buenos Aires, 1977) ha sabido mostrar el alegato final de un
hombre hacia su propio destino, pero el texto supera esta primera lectura. Porque 'Degenerado' pretende también
“escribir contra la Historia… contra los jueces que designan la Historia, hay que escribir todo al revés”. La lengua
tampoco goza de la imposible absolución, la lengua culpable, la lengua indecente, soez, impúdica gozosa de lo impuro.

Incrustar la mente del lector en el mismísimo corazón mental de un incestuoso asesino

bastaría para convertir esta novela en algo más que una de tantas novedades editoriales. Si no

fuera suficiente sepan que Harwicz ha sabido delinear el “deseo último, el más intestinal, el único

deseo genético [que] es haber vivido ese fantasma”. Haber vivido, entonces, que hay una distancia

sideral entre la escritura y lo real, sea lo que fuere porque “escribir no prueba nada del hombre que

escribe. Lo que escribe uno no lo escribe. Escribir no es vivir. Vivir no es nada”.


Conversamos con la escritora argentina Ariana Harwicz, quien radica en Francia y será una
de las participantes en la Feria Internacional del Libro de Lima 2020. Ella nos habla de su
última novela Degenerado (Anagrama, 2019), de sus intereses narrativos, así como de sus
próximos proyectos literarios.

Por Ricardo Flores Sarmiento

Son la 1 a.m. en Francia, donde reside desde el 2007. Ariana Harwicz nos contesta después de
haberte tenido otra entrevista en el marco de la promoción de la Feria Internacional del Libro de
Lima 2020. Desde la publicación de su primera novela Mátate, amor (2012) su obra se ha abierto
camino entre los lectores y la crítica por su voz narrativa que subvierte estereotipos familiares, las
relaciones madre e hijos, con un tono punzante y un lenguaje por momentos líricos. Esto también se
ve reflejado en sus novelas La débil mental (2014) y Precoz (2015), donde a un ritmo estremecedor
y a través de un monólogo continuo, las narradoras van cuestionándose su realidad. Todas estas
novelas son perturbadoras, escarban en la normalidad y nos presentan su otro lado.

En su más reciente novela Degenerado (Anagrama, 2019), da un vuelco y se distancia en la


temática de sus primeras obras. Sin embargo, mantiene el ritmo estremecedor y el ambiente
perturbador. Harwicz nos sitúa dentro de la cabeza de un pedófilo acusado de matar a una niña.
Este hombre trastornado y sin empatía es llevado a un tribunal, y a través de un soliloquio va
desentrañando sus motivaciones.

Hace tres años cuando viniste a Perú a presentar La débil mental, comentaste a esta
página que estabas escribiendo una novela que se iba a llamar Racista, por lo que se pude
deducir que esa novela terminó siendo Degenerado, ¿qué cambió para que esa idea inicial
vaya hacia a otra mirada? 
Es cierto se iba llamar Racista y era sobre un personaje que había cometido un crimen de índole
racial. Como pasa con la escritura que es incontrolable y uno no lo puede dominar por suerte. Me
parecía que ese crimen con la violencia que hay quedaba muy débil, no porque el racismo no sea un
gran crimen, pero para mi visión de la violencia me parecía que necesitaba ir a los más grosero, a
los más abyecto, hacia lo más radical y me pareció que el crimen sexual y más en esta época es
por antonomasia el crimen más aberrante y más hacia un niño.

En Degenerado a diferencia de tus tres novelas anteriores es un narrador hombre


desequilibrado, que mira la realidad de una manera trastocada, quería saber si para
trabajar este personaje realizaste algún tipo de investigación.  ¿O cómo fue que brotó él?
Fue bastante difícil, fue la novela que más me costó escribir, porque en las anteriores, la acción
venía a mi cabeza e iba corriendo ahí como al galope de un caballo, escribiendo. Las escenas venían,
las imágenes, los diálogos, pero en Degenerado no, fue como componerla de a cuadros, de a
monólogos, es un discurso frente a un tribunal, entonces fue como componerlos por discursos
políticos. Fue muy duro, muy difícil, además, la voz de un hombre nunca había escrito, fue mucho
más trabajo, mucho más doloroso, también más difícil.

Esta novela a pesar de no tener tan presente la relación de madre-hijo,


está internamente, en su monólogo habla de su madre cada cierto tiempo…
Sí, al principio pensé que no iba a ser un libro sobre la maternidad, que no lo es, que no iba tener
esa importancia de lo maternal, de lo filial, ese amor, pero también ese odio, de esa violencia de la
maternidad, pensé que no iba a estar, que se traba de otro tema y resulta que como pasa a veces,
subyacentemente, de manera muy subterránea, resulta que está la trama secundaria de él y sus
padres, y sobre todo de él y su mamá viejitos. Me di cuenta de que ahí estaba la otra dimensión de
este hombre acusado. Él drama con su madre, el drama privado, ahí son como escenas muchas más
íntimas.

Mientras investigaba para esta entrevista encontré que comenzaste


escribiendo Degenerado en francés y luego decidiste por el español, ¿cómo fue eso?
Sí, es verdad. Otra cosa que pasó, ahí te das cuenta de que fue realmente ardua y difícil de escribir,
que no fue como sentarse ahí y tocar el piano como en las anteriores, como que fluía, no solo no se
llamaba Degenerado, era un crimen racista, era un profesor, que los alumnos acusaban de racista y
la escribí mitad francés y mitad español argentino. Iba y venía, primero era un capítulo en una
lengua y otro en otra. Pasé por todo un periodo de experimentación de los dos idiomas como quien
hace muchos bocetos de un cuadro. Al final todo lo reescribí en español, pero quedó la lengua
extrañada.

¿Cuáles son tus disparadores para comenzar a trabajar una novela? Una imagen, una
frase…
En el caso de Mátate, amor, un estado anímico, un estado mental mío, un estado del alma, un
estado de cuestión, en ese momento qué es lo que te quita el sueño, qué te angustia, cuál es la
obsesión. Más allá de eso, tiene que haber un hecho puntual: una imagen, un suceso, pero también
tiene que haber algo que parta de la vida. No puede ser solo conceptos abstractos, tiene que haber
algo que lleve a la novela, en Mátate, amor fue una imagen y en La débil mental también.

Y en Degenerado…
Fue la más abstracta, la más conceptual, y en el peor de los sentidos, además, son todos como
alegatos. En Degenerado, creo que era la necesidad de ser un hombre, de salir de lo femenino. Y
también tuvo que ver con los atentados terroristas que hubo en Francia en 2015, que los viví
bastante de cerca y generaron esa noción de odio que se expandió en la novela, así que fue el odio
la que la incitó.

¿Qué te interesa plasmar a ti en tu escritura? Siento que el ritmo, la respiración es muy


importante, en tus obras, la voz…
A mí lo que me importa es tratar siempre de ir a ver lo que está oculto. Cuanto más estilo,
originalidad, profundidad pueda haber en la forma, cuanto más hallazgo pueda encontrar, en una
palabra, en un giro, o cuanta más música pueda tratar de encontrar en el texto, mejor, pero lo que
más me importante es ir al fondo de algo. Para mí escribir es como cavar con la pala en la tierra. Ir
siempre a ver eso que está, pero no se ve, ir corriendo para ver detrás del decorado. Esa pulsión de
ir a ver detrás de.

En tu columna “Editores y escritores de rodillas”, publicada en El País, comentabas sobre


algunos pedidos editoriales a autores para quitar de sus obras partes incómodas y que
luego tienen que pasar por una revisión de un abogado para evitar juicios, ¿para ti hasta
qué punto debe marcar lo políticamente correcto la escritura de un autor u autora? O
rotundamente no debería hacerlo. 
Es algo que pasa y aunque uno lo diga, al que no le conviene no lo va a escuchar. Hay mecanismos
más sutiles que decirte esto no lo publiques, el autor mismo se autocensura. Hay bajadas de líneas,
hay lineamientos, y por qué no corriges esta oración, mejor este capítulo no, hay modo de hacer
que el autor conceda cosas, empiece con una concesión, con una palabra, una expresión y ahí se
van lavando los libros, se van sacándole lo peligroso que pueden tener. Quedan inofensivos. Alguien
decía, que es una época muy paradójica para el arte, nada escandaliza: puedes matar a alguien,
poner a alguien defecando, a un bebé muriendo, se ha hecho todo en las artes plásticas, nada
escandaliza, pero a la vez todo escandaliza, cualquier cosa que pones ya pareciera
ser políticamente incorrecta, ser machista, hacer apología del crimen, en los cuadros también. Y
como se confunde el autor con la obra es también otro problema.

Quería consultarte por este periodo que estamos viviendo, por la pandemia, a ti como
escritora cómo te ha afectado, porque muchos escritores no han podido leer, otros han
dicho que no se podían sentar a escribir, ¿cómo has vivido este tiempo?
Mientras estuve encerrada pude escribir un librito de conversación que va a salir en Mardulce, este
año o el año que viene, que se llama Desertar, y que es una conversación con Mikaël Gómez
Guthart, un traductor franco-argentino, sobre ser inmigrante, la lengua del inmigrante, la lengua del
escritor, cambiar de idioma, cambiar de lengua. Escribir ese librito me salvó, porque si no me
hubiera deprimido muchísimo.

 
Me contabas que has estado trabajando un libro que va a salir pronto, tiene algún otro
proyecto o este es el proyecto que te tiene pensando y trabajando…
Este librito que es muy breve, como todo lo que escribo, son conversaciones no académicas. No es
un ensayo clásico, sobre otros temas, espero que sea algo que pueda ayudar a pensar un montón
de cosas de la lengua, este ya sale, pero lo que pienso hacer todo el tiempo que venga ahora, no lo
divido en años, porque ya no tenemos años, es escribir una novela sobre el divorcio sobre como si
fuera una novela del siglo XXI, pero con moral del Siglo XIX, como meterme un poco en el drama de
una pareja que se divorcia, pero no en un estilo realista, no en un género realista, no sé como si
fuera la continuidad de Mátate, amor, qué pasa después…

Para cerrar, en Lee por gusto, hay una tradición de preguntarle a los autores por cinco
libros que podrían recomendar a nuestros seguidores, pueden ser cinco títulos
importantes para ti…

Poesía de Gérard de Nerval. Me gustan todos los románticos franceses y todo el malditismo. Para
un narrador o novelista, no importa que nunca escribas poesía, que tu estilo no sea muy poético, es
fundamental ir hacia la poesía.

Cuentos de Katherine Mansfield. Me parece que tiene una escritura que no solo Virginia Woolf le
envidió, sino que yo también le envidio. Es una escritura terriblemente singular siendo ella muy
joven. Una escritura de observación del alma humana.

Cuentos de Antón Chéjov. Para mí que quería ser dramaturga, escribir teatro, los cuentos de
Chéjov son como mini obras de teatro.

Si esto es un hombre, de Primo Levi. Me parece fundamental que cualquier escritor lea filosofía o
lea sobre la historia. A veces me preguntan por novelistas, y yo lo que más aprendí o traté de
aprender para escribir, es partir de escritos más filosóficos, de ahí saqué la voz, por ejemplo,
de Degenerado.

–Pequeño mundo ilustrado, de María Negroni. Son como unas misceláneas, observaciones,
divididas en pequeños capítulos muy breve llenos de citas, porque citar también es un arte.
Ariana Harwicz: “’Degenerado’ fue la novela que más me costó escribir”

Martín Kohan y su mirada sobre el monólogo de un pedófilo

¿Vivimos tiempos de sexualidad reprimida o desaforada? El escritor arroja el guante


de esta polémica, al comentar la nueva novela de Ariana Harwicz, una ficción que
indaga en el helado monólogo del victimario.

Ella agrega una pieza más a esa colección de soliloquios de depravados que viene
componiendo a través de sus sucesivos libros. La clave, claro, está en la forma: el soliloquio.
Es lo que Ariana Harwicz mantiene constante y es donde en última instancia radica la cifra de
las depravaciones respectivas. Los materiales pueden variar: madres manoseadoras de hijos,
hijos que eyaculan donde no deberían, hartazgos brutales y desafectos crueles donde, por
convención, lo que se espera es ternura. Y ahora, con Degenerado, la historia del abusador
contada por él mismo, la turbia pasión helada del pedófilo contada por él mismo.

La depravación referida en el relato se activa como megalomanía, desvío y cinismo, como


violencia, en la indetenible parrafada del que habla y habla solo, del que habla y no puede
parar. El decir de lo desaforado se potencia de ese modo: en lo desaforado del decir. El
inmundo, el asqueroso, el infectado, el escabroso, el repugnante, tiene algo que decir, tiene
mucho que decir. No le habla a la policía, ni a la jueza, ni a los vecinos, ni a la sociedad, ni al
lector del libro, aunque de hecho su palabra se dirija a la policía, a la jueza, a los vecinos, a la
sociedad, al lector del libro. No les habla, aunque parezca, aunque les apunte, aunque los
interpele; habla solo, siempre solo. Y esa es la expresión consumada de su inadaptación social.
Haber abusado de una niña, haberla matado, que es de lo que se lo acusa y es por lo que se lo
juzga, vendría a ser, no diré la consecuencia, pero sí el correlato, de la manía verbal y la
megalomanía estremecedora con que se expide en el tribunal, no menos que en la novela de
Harwicz.

Ya ha sido dicho: vivimos tiempos de represión sexual, en una clara reversión del largo
impulso de liberación sexual activado, entre otros movimientos políticos, por las luchas
históricas del feminismo. Una mano en la rodilla, expresión modesta de un inicio de seducción
que puede o no prosperar, hoy puede llegar a considerarse un abuso y derivar con virulencia en
escraches y despidos laborales. Las moralinas de contención monacal, que las luchas de
emancipación habían hecho retroceder, están recuperando terreno, entreverándose y
camuflándose con las posturas inapelables esgrimidas en contra de los abusos y en contra de
las violencias.

En esta coyuntura se inscribe Degenerado de Ariana Harwicz. Que toca precisamente ese


punto: el de los deseos sexuales consensuados o repelidos, el de los impulsos y sus frenos, el
del establecimiento social de las normas y de las transgresiones. Pero Harwicz toca ese punto
raspando la fibra de lo inadmitido, de lo inadmisible, de lo insoportable, de lo intolerable: la
del abuso de niños. Indaga la transgresión, en el sentido en que Michel Foucault
llamó Prefacio a la transgresión a su libro sobre Georges Bataille, conectando literatura y mal,
en el sentido en que Bataille llamó La literatura y el mal a su libro sobre Baudelaire, Sade,
Genet.

Pero se trata del abuso de niños, el colmo de la asimetría brutal entre poder e indefensión, la
feroz combinación de un grado máximo de sometimiento con un grado mínimo de resistencia
posible (la conexión de hecho entre pedofilia y moralina sexual no hace falta ni mencionarla,
sale en los diarios con toda frecuencia, se supone que ahí anda el Papa lidiando con el asunto).

El narrador de Degenerado es tomado por algunos como un monstruo, y por otros, como un
hombre normal. Los dos criterios en principio se oponen, pero la dicotomía bien puede
resultarnos falsa: lo que perturba no es otra cosa que la monstruosidad de lo normal, la
normalidad de lo monstruoso. Los que lo repudian acumulan denuestos (inmundo, asqueroso,
infectado, etcétera); los que lo apreciaban exhiben su incredulidad: “No puede ser que sea él”.
No puede ser, pero es. No puede ser, pero fue. Y es que ahí, precisamente ahí, en lo que no
puede ser pero es, en lo que, siendo imposible, ocurre, es donde confluyen monstruosidad y
normalidad. Algunos apoyan al abusador, porque no lo creen abusador, porque lo creen
inocente. Y otros se fascinan con el abusador, porque lo creen abusador, porque saben que lo
es. ¿Qué sería, en definitiva, del mal, si no fuera por la fascinación del mal?

Nadie se fascina tanto con el narrador, sin embargo, como él mismo: de ahí su regodeo en el
decir, que al lector de la novela no habrá sino de perturbar y provocar. Es asertivo, y por serlo,
tiende a creerse contundente; pero su errática deriva ideológica (donde se mezclan, como la
biblia con el calefón, el terrorismo y sus hombres bomba con Stalin y Louis Aragon, el
judaísmo y el antisemitismo, Scilingo y Freud, Videla y Norcorea) es rayana con el mero
delirio (delirio en esta variante específica: un “razonamiento llevado hasta el final”, según él
mismo expresa. Vale decir, un razonamiento llevado hasta el punto en que deja de serlo).

¿Cuándo se desubica más, cuándo nos descoloca más, el narrador deDegenerado: cuando se
declara inocente y niega haber hecho nada, o cuando defiende así sin más lo que hizo? Porque
de a ratos desmiente todo, alega que la acusación es falsa. Pero de a ratos, y con más
frecuencia, asume lo que perpetró y esgrime al respecto defensas siniestras: que “es posible
una relación entre un hombre grande y una nena” (por posible hay que entender aceptable);
que “a veces, hay que decirlo, son todo genitales las chiquitas”; que en verdad a las niñas les
gusta, que “muchas se hacen las inocentes pero en el fondo son mujeres”; que “no sentí nada,
si no sentí nada, no puede ser considerado un crimen” (el psicópata se toma a sí mismo como
medida de todas las cosas). De a ratos se decide a emprender una reivindicación del mal,
desafiando las conciencias tranquilas de los biempensantes, los que veneran a los malditos
siempre y cuando estén ya neutralizados; pero de a ratos, según soplen los vientos de la
megalomanía, se erige en faro del bien y denuncia la tanta maldad que impera en el mundo
(tantos otros hechos crueles que, a su entender, lo disculpan).

Ariana Harwicz elige para su narrador el género de la defensa en juicio. Pero los psicópatas,
mientras se defienden, tienen raptos de envalentonamiento y dan en pasar a la ofensiva. Así el
acusado de Degenerado, que acusa a sus acusadores: “ellos son tan culpables como yo”, que
denuncia al poder, que abre juicios lapidarios, que desprecia a los que lo increpan. Sin dejar de
ser el defensor de sí mismo (porque, por supuesto, no admitió que lo defendiera otro), pasa a
convertirse también en fiscal. ¿De qué? Del mundo entero. Porque impulsado por su vanidad
descomunal (es decir: por su soliloquio, por el embeleso de sus propias palabras), da en
generalizar, da en filosofar: “Todo amor es un crimen”, sentencia por caso; “nada es puro”,
postula; “la Ley es idiota en todos lados”, declara; “Los lazos familiares son un problema
mental”, diagnostica. Se pone multiculturalista, se pretende foucaultiano: le otorga al sexo en
“desvío” la corrosividad de lo antisistema; avisa que cada época define a su turno qué es lo que
considera monstruoso, y que a la nuestra, para su consternación, le resulta peor un pedófilo
que un estafador financiero; se pronuncia en contra de la criminalización del amor a los
cuerpos infantiles, sosteniendo que no se puede legislar el deseo (¿cómo que no se puede?
Claro que se puede. Se llama cultura).

La fricción que logra producir Harwicz a lo largo de Degenerado responde a este mecanismo:
el soliloquio se despliega en torno de un núcleo de hechos que el lector ciertamente conoce, y
que es que este cretino abusó sexualmente de una nena de seis años, a la que finalmente mató.
Luego su voz autofascinada se impone (dado que las voces de los otros, cuando constan,
quedan por lo general subsumidas en sus tonos y en sus formas, no hay verdadera polifonía).
Al degenerado de Degenerado no lo calla ni el veredicto de su condena judicial. Nada, nadie
va a callarlo. Sólo habrá de callarse a sí mismo: “Ya veo que me tengo que callar”; “Sí, sí, yo
me callo ya mismo”; “Me callo shh”; “Con esto termino porque los fatigo”; “Me apuro y
paro”; “Basta de palabreo”.
El palabreo, la literatura. El reino donde la palabra impera, la literatura. Llevada, eso sí, como
sabe hacerlo Ariana Harwicz, a los límites, a los extremos, e incluso al otro lado de los límites
y los extremos. Llevada a la desmesura, al punto en que se dice basta. Porque se trata de
literatura en el puro palabreo absoluto, pero se trata de literatura en el basta de palabreo
también.

Ariana Harwicz (Buenos Aires, 1977) ha publicado las novelas Matate, amor, La débil mental,
Precoz, y Degenerado. Presentó su nuevo libro, publicado por Anagrama, con una
conversación con la periodista Malena Rey, en el auditorio Malba la semana pasada. Vive en
Francia desde 2007.
Ariana Harwicz: "El hombre es capaz de todo: buenos modales y perversión"

 No por remilgados, sino por astutos en lo que al negocio compete, algunos editores ibéricos tienen por
filosofía no publicar jamás libros que corten la digestión. Y lo confiesan sin pudor. En el catálogo de esos
gestores de experiencias agradables en letra de molde nunca entraría, por ejemplo, Michel Houellebecq.
Pero tampoco una escritora argentina que vive a caballo entre París y la campiña francesa desde 2007
llamada Ariana Harwicz (Buenos Aires, 1977). Quien sí se atreve a publicar su cuarta novela, Degenerado, es
el fundador de Anagrama, Jorge Herralde. Novela o nouvelle, a juzgar por su extensión -que ya es una marca
de la autora, al igual que el monólogo interior desde el que se narra-, que debería llevar una faja con una
advertencia del tipo: no apta para estómagos sensibles.

Sin embargo, esa crudeza a Harwicz le ha dado muy buenos resultados. Traducida a casi

una docena de lenguas, el año pasado quedó finalista del prestigioso Man Booker

International con Matate, amor (2012), la primera de esas tres novelas anteriores que

formarían una especie de tríptico en torno a la maternidad monstruosa, la violencia y el

desvarío. Pareciera incluso que la provocación es el motor de su programa. Pero Harwicz

niega toda intención programática, aunque tampoco escriba para agradar ni complacer al

lector. La etiqueta de narradora "extrema" o "radical" hace tiempo que circula, pero no le

importa. "Por fuera del texto todo es ruido", dice. "Lo que importa es la verdad del texto,

no estar en manos de efectismos o mandatos, de modas o antimodas, todo eso que está

fuera del texto y no importa".

Lo cierto es que ahora Harwicz tensa la cuerda de la transgresión un poco más para

sumergir al lector en el astillado y caótico fluir de la conciencia de un Degenerado. El título

más bien es un eufemismo, porque lo que queda claro en el por momentos repulsivo y

siempre perturbador soliloquio del personaje es que se trata de un pedófilo, violador,

asesino, entre otras lindezas. Esas son las esquirlas de información de un monólogo

incandescente, mientras el monstruo espera el veredicto en el banquillo de los acusados o

se refugia en una casa de provincia asediada por una turba que quiere lincharlo.

Es la primera vez que Harwicz se traviste en hombre para narrar. Pero la proeza no es esa,

sino el efecto hipnótico que provoca en el lector y lo obliga a seguir adelante, pese a la

repulsión y el horror. Un efecto que sin duda consigue gracias al tratamiento poético del

lenguaje y que ella explica por su larga condición de extranjería en un entorno

francoparlante. "Ya no sé cómo escribía antes. Tampoco cómo escribiría si no hubiera


cambiado de país. Depende de cómo hable cada día me preguntan si soy de otro lugar. Ser

inmigrante te cambia la relación con el lenguaje. Me resulta muy productivo para escribir

esa permanente y cotidiana mirada sobre la lengua. Nunca puedo, y mis personajes

tampoco, dejar de mirarme al hablar, dejar de inspeccionar cómo estoy hablando".

Lo curioso del caso es que, en una primera instancia, Harwicz no se disponía a tratar un

tema tan espinoso o tabú. Pero, se sabe, la escritura sigue su propia lógica. "Pensé que iba a

ser acusado de racismo. Y el tema era el control de la palabra, porque cualquiera puede

volverse un racista, un xenófobo o un islamofóbico por una frase o un gesto. Pero el

personaje pasó solo al acto del delito sexual. Quizá porque es el delito elegido por la época,

el más demonizado, y a la vez, más presente. Vivimos rodeados de pedófilos, no están en

redes ocultas, sino en el subte, en los colegios, en las guardias de los hospitales...",

enumera.

Y lo que perturba de su aberrante personaje es que no deja de ser, en el fondo, muy

humano. "Oscila entre la transgresión de toda normatividad, de apego a la ley y las buenas

costumbres. También es un nene de mamá que no pudo crecer. Un hijo bobo con miedo,

tímido y acomplejado", explica. Y va más allá: "Pero eso es en reglas generales el hombre,

más menos capaz de todo: de buenos modales y perversión. El hombre es teatralmente

perfecto".

El problema que plantea la novela es el pernicioso desplazamiento de identidades entre

acusado y acusador o víctima y verdugo. Incluso más, porque en el embustero monólogo

del degenerado cabe todo, desde la represión estalinista o los nazis en la ópera hasta

Chernobyl, el atentado de Bataclan o el arrepentido Scilingo. Y el mal, al igual que la culpa,

es una mancha de aceite de la que nadie se libra. "Degenerado es la tentativa de mostrar a

un hombre en una identidad trastornada, como es toda identidad. Quién puede decir quién

o qué es", se pregunta. A raíz de una reciente lectura de Thoreau, añade: "Casi diría que el

personaje es un desobediente civil. No importa tanto la causa, sino desobedecer. Aborrecer

la ley y mostrar de qué está hecho el deseo. Casi viola a la nena para contar a todos el

crimen". Este es el punto álgido de la novela, porque, según el personaje, "el deseo es

pederasta" y subversivo por naturaleza, como "una puesta en absurdo de la legalidad". Si el


corolario se vuelve intolerable en tiempos de #MeToo y pañuelos verdes, Harwicz recuerda

que de eso se ocupa la ficción. "El libro se instala en una zona y en un período incierto,

cambiante, movedizo, y eso inhabilita, a mi entender, una lectura pegada a la realidad",

dice. "Si hay palabras, hay mentira. Somos dobles agentes. Hay inocentes que se ven como

criminales y criminales que se ven como inocentes. Y todo es una gran confusión",

concluye.
LOS AMORES DIFÍCILES
Nació en Argentina y vive en Francia, donde también empezó a escribir. Su segunda novela trata sobre la imposible, o por
lo menos harto dificultosa relación, de madres e hijas.

Rompe con el cristal de la costumbre, dijo Proust.” Es Ariana Harwicz –autora joven, venida del
cine y la dramaturgia– la que invoca al gran escritor cuando tiene que dar una definición para
su segunda novela, La débil mental. Elige un té frío en la carta del bar de Palermo, “aunque
con este clima tendría que pedir uno caliente, ¿no?”, dice, quizá porque donde vive Harwicz, en
medio del bosque a 120 kilómetros de París, ahora mismo, es una tarde de verano. Radicada
en Francia hace siete años, en lo que no llega a ser un pueblo, aclara, “apenas un conjunto de
casas en medio del campo pero cerca de todo”, Harwicz pasa dos meses al año en Buenos
Aires, donde nació, en 1977, y vive su familia de origen. En esta oportunidad vino a presentar
la novela, comenta, mientras saca una hoja que alisa con las manos sobre la mesa y dice que
es su agenda. Que ahí lleva escritos los lugares donde hablará de La débil mental y también de
Matate, amor –su primera novela, editada en 2012 por Paradiso, en Argentina, y Lengua de
Trapo, en España– “porque no las puedo pensar una sin la otra”.

Aquella primera novela la leyó Alicia Dujovne Ortiz, que parece haber llegado en el momento
justo a la vida de Harwicz: “Estaba tirada en los pastizales que rodean mi casa, deprimida, sin
motivación. Un amigo que tiene inmobiliaria llama para decirme que una escritora argentina se
había mudado a 40 kilómetros. Me embriagué. Yo había empezado a escribir Matate, amor por
las noches, en los intervalos de sueño y teta de mi hijo. Se la llevé a Alicia, y me dijo: ‘Acá hay
una novela salvaje y bella’”.

La definición de Dujovne Ortiz se aplicaría también a La débil mental. Aunque con un


tratamiento más concentrado sobre el lenguaje, en esta segunda novela se va entendiendo que
el arremeter de Harwicz –algo bestial en lo que cuenta y cómo lo cuenta– empieza a ser una
manera muy propia que no se deja encasillar. Por empezar, la débil mental no es tal. Lo que
inspiró la historia de la novela fue una chica que se paseaba por los alrededores de la casa de
Harwicz, dejando que el tiempo pasara, deambulando. “Cuando les pregunté a mis vecinos por
ella, me dijeron: ‘Ah, es una débil mental’. Pero los franceses no lo entienden como nosotros,
para ellos débil mental equivale a loquita o atontada. Más tarde supe que la chica actuaba así
porque estaba enamorada de un hombre imposible, igual que mi protagonista. Y las
obsesiones tienen algo de locura.”

Lo cierto es que Harwicz, en La débil mental, avanza sobre el ribete menos explorado –casi
prohibido– del vínculo entre madre e hija: el de la destrucción. Del que se habla poco a calzón
quitado y porque siempre se prefiere la versión más azucarada. “¿Alguien desearía tanto algo
como para destruirlo?”, se pregunta la protagonista de la novela, una niña que crece en el
transcurrir de la trama hasta convertirse en una treintañera, dentro de una casa que huele a
mujer.
Un mundo sin hombres, caótico y desquiciado. Así viven estas tres: abuela, madre e hija, cuyos
destinos se van soldando entre sí en escenas memorables como aquella en la que las mayores
están en una habitación con un hombre mientras la niña deambula por la casa con su caja de
cereales.

“Pensé el pasado como incrustaciones en el presente –dice Harwicz–. Porque se suele tomar
la infancia de manera equivocada, como un relato continuo, plano, sin interrupciones. En
cambio, pienso la infancia llena de cortes, momentos de no infancia. La novela trata de la
imposible herencia, de la imposible educación.”

La madre quiere que la hija crezca, que se haga mujer de una buena vez. Pendiente de cómo
le crecen las tetas, la madre mira los pezones rosados y duros de su hija. ¿Hasta dónde debe
mirar una madre? ¿Hasta dónde debe mostrar? Un borde por el que Harwicz se pasea sin
desbarrancar. No es locura lo que sucede, es una verdad pura y desatada.

Un punto aparte merece sin dudas el tratamiento del lenguaje, a la altura de lo que se cuenta.
Filoso, cortante y a la vez estético. Una combinación que por momentos puede hacer
retroceder al lector como cuando se mira a la luz de frente y encandila. Harwicz lleva al lector
hasta ese punto de enfrentarlo con el horror que encierran potencialmente las relaciones
humanas.

“Y mamá pone su cara de compungida y pienso en acariciarla. Gran ventaja las mujeres con
cabellera lisa y suave, en general color miel y aroma a limpio. Pueden decir la cosa más
inmunda, ser unas déspotas, pero luego te dan ganas de pasarles las manos por el pelo.”

En “La débil mental” se ahonda mucho en el cordón umbilical perpetuo que une a la madre con sus hijos; en este
caso, su hija. Con ese cordón umbilical que jamás se corta se discuten temas como dónde termina la madre y
realmente empieza la hija.

Narrativa argentina. En su segunda novela, Ariana Harwicz reafirma su buen


manejo de un lenguaje visceral, magnético y a veces, violento.

Todavía huele a tinta la novela que acaba de sacar Ariana Harwicz (Buenos Aires, 1977), La
débil mental . Se trata de su segundo libro y ya con el anterior, Matate, amor había
dejado knock out a más de un lector. El gran mérito, o, por decir así, la varita mágica de
Harwicz es su manejo de un lenguaje visceral, magnético y descontracturado. Frases como “En
realidad, soñando con que entran dos individuos de sombrero de ala ancha por la tranquera,
piden permiso y pasan a violarnos contra las sillas, contra el subibaja de madera, en la pérgola,
a una por atrás, a la hija por delante”, impregnan el libro. Esta vez aparece en primer plano la
relación entre una madre y una hija adolescente que conviven y comparten placeres incorrectos
y odios abismales. La hija, la narradora de esta novela, está constantemente agitada por una
pulsión sexual que no cesa, como una larva instalada en un cerebro al que carcome todo el
tiempo.

La libre conciencia con la que está contada la historia, trae recuerdos de la mejor literatura
femenina escrita hasta la fecha, el incomparable oleaje de Las olas de Virginia Woolf. Sin
embargo, por momentos, la pasión por el lenguaje emborracha a la autora a tal punto que lo
impone por sobre una trama débil o poco ajustada respecto del sentir de la protagonista.
En Matáte amor el desequilibrio de la narradora, la fluidez agresiva de su lenguaje, respondía
a la inminencia de una violencia que podía desatarse sobre cualquiera de los protagonistas en
el instante menos previsto. En muchas ocasiones no era sencillo para el lector distinguir entre
fantasía y realidad de la narradora, pero esto no acusaba gran importancia: después de todo, en
materia de literatura, fantasía y realidad pueden ser una misma cosa.

En La débil mental es bastante más oscuro e indiscernible el borde entre fantasía y realidad y
mientras en el libro anterior podía repugnar moralmente alguna de esas fantasías, aquí repugna
desde las entrañas. Vale decir, La débil mental es un libro que (como advierten en las
películas) puede contener escenas violentas y lenguaje soez y hay que dejarlo fuera del alcance
de los lectores decimonónico. Acá es el erotismo de Henry Miller, una gozosa patada al riñón
del lector a través de la prosa que rechaza y disfruta. Es un libro para los que pueden irse a
dormir con un poema de Marosa Di Giorgio en un lugar de un chocolate, o para aquellos que
disfrutan de un libro de poemas de Mallarmé sin preguntarse mucho qué quiso decir aquí y
allá. En ciertas escrituras, como en las películas policiales, es más importante la fluidez que la
trama, la marca de agua que dejará el texto en el lector, por sobre el “estado de teléfono” en el
que algunos textos nacen para ser contados de un lector a otro. En el Diccionario del Arte de
Diana Aisenberg, ella habla de dos estados en que se expresa el creador. El primero, el estado
de beso, un estado de absoluta adherencia y amor a la materia de su obra. Y el segundo, el
estado de teléfono, cuando el creador comunica a los demás.

La débil mental es una novela construida en estado de beso y más allá de las arbitrariedades en
ese bosque de Caperucita y el Lobo que es el gusto literario, Ariana Harwicz se impone como
una de las grandes escritoras argentinas a la que hay que leer en estado de beso, y ama y señora
de dos poderes: la maestría en el lenguaje y el coraje. Que no es poco.

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