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Clarke y Preuss - Venus Prime VI - Los Seres Radiantes PDF

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Basado

en el relato corto «The Shining Ones» (1964) de Arthur C. Clarke.


Los habitantes de la Tierra siguen con ansiedad la aproximación de una
gigantesca nave espacial. A punto de colisionar con nuestro planeta, la nave
se desvía hacia un agujero negro. Años más tarde, el profesor Forster viaje a
las proximidades del agujero negro e intenta averiguar la suerte corrida por la
misteriosa nave. Sus investigaciones le llevan a desentrañar una realidad
aterradora: el futuro de la humanidad está en manos de unas criaturas
inmortales y monstruosas, dispuestas a evitar a cualquier precio que los
terrícolas descubran la verdad sobre sus orígenes y sobre las poderosas
fuerzas que rigen el universo…

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Arthur C. Clarke & Paul Preuss

Los seres radiantes


Venus Prime VI

ePub r1.0
Rusli 29.12.13

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Título original: The shining ones. Venus Prime VI
Arthur C. Clarke & Paul Preuss, 1991
Traducción: Julio Yañéz

Editor digital: Rusli


ePub base r1.0

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Los faecios no han menester pilotos ni timones en sus naves sino que
éstas saben por instinto los pensamientos y los propósitos de sus
tripulaciones.

HOMERO, La Odisea, Libro VIII

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PRÓLOGO
Klaus Muller dio unas fuertes pisadas con sus botas de suave piel sobre el suelo
del chalet de alquiler, tratando de hacer entrar en calor los ateridos pies. Las nieves
del Jungfrau jamás se derretían y, aunque fueran las primeras horas de una noche de
verano, una ola de aire frío se había precipitado por el paso apenas se hubo puesto el
sol. No es que a Kraus le importara demasiado. Le parecía haber sido transportado a
un siglo y medio atrás, o mejor aún, a un tiempo en que las noches como aquélla eran
totalmente normales, tan hermosas como frecuentes.
Más abajo, en el valle, las abigarradas luces del pueblo, divididas por el oscuro
trazo de un arroyo de montaña, lucían cálidamente destacando contra los oscuros y
fragantes prados. El persistente aroma de la hierba estival se mezclaba al perfume
acre de los pinos y a las sutiles emanaciones minerales del agua helada al derramarse
sobre el granito. El cielo nocturno estaba claro como el cristal; un hemisferio
profundamente azul en el que titilaban infinitas estrellas de plata, como adornos
refulgentes en un antiguo árbol navideño visto de cerca.
La voz colérica de un niño interrumpió los ensueños de Klaus.
—¡Siempre tienes que ser tú! ¡Déjame un poco a mí también!
—¡No! —fue la agresiva respuesta de otro niño—. Me has hecho perder la
imagen.
En un ángulo de la terraza los dos hijos de Klaus, con las mejillas arreboladas y
las naricitas húmedas, se zarandeaban el uno al otro disputándose el manejo de la
unidad de control remoto de un telescopio portátil. El menor, Hans, tropezó con él, y
el instrumento resbaló de costado sobre el ligero trípode.
Papá Klaus confiaba en no tener que intervenir. Y así fue porque Hans y Richard
se echaron a reír de pronto. En realidad no se peleaban sino que sólo aparentaban
hacerlo al tratar de manejar los mandos del telescopio, ansiosos por enfocarlo sobre el
objeto que desde hacía tres noches captaba la atención general y figuraba en lugar
preeminente en las noticias de la radio y del vídeo en todo el sistema solar.
El objeto en cuestión era una enorme nave espacial que estaba emergiendo de la
órbita de Júpiter envuelta en una columna llameante y que se dirigía a la Tierra. La
nave tenía treinta kilómetros de longitud y era la mayor construcción artificial que
hubiera visto jamás el hombre; mucho mayor que las enormes estaciones espaciales
que orbitaban la Tierra, Venus y Marte; mayor aún que muchos asteroides o que las
lunas de Marte. Pero, aún así, era imposible detectarlas simple vista incluso en una
noche tan clara como aquélla. Su trayectoria, rápidamente extrapolada, había sido
difundida ampliamente y podía ser registrada por un instrumento tan afinado como el
rastreador de la familia Muller.
—¡Ahí está! ¡Ya lo tengo! —exclamó el más pequeño de los niños, logrando

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finalmente interpretar con éxito las sencillas instrucciones del programa a pesar de la
impaciente interferencia de su hermano. Entre un rumor de pequeños motores, el
telescopio se había asentado finalmente sobre sus finas patas y fijado su lente en el
lugar preciso, hasta enfocar al objeto. Y en el monitor…
—¡Oh! —exclamaron al unísono los niños, exultantes de asombro.
Luego guardaron silencio, Klaus se acercó, atraído por la clara imagen que
aparecía en la pantalla. Aspiró el aire y lo exhaló entre una nubecilla de vaho.
Aquella noche había visto imágenes más nítidas del objeto transmitidas por el
noticiario televisivo; pero era muy distinto haberlas localizado personalmente por
medio de un instrumento propio; porque aquello convertía lo fantástico en real.
—Han dicho que proyectaba unos salientes —indicó Hans.
—Los ha escondido otra vez —informó Richard.
—¿Por qué?
El joven Richard guardó silencio unos instantes antes de responder:
—Son alienígenas.
La explicación era perfectamente válida y además idéntica, aunque expresada de
un modo más sencillo, a la ofrecida por expertos de gran talla.
Desde luego, aquella nave carecía de cualquier elemento que pudiera considerarse
de procedencia humana. No tenía bulbosos tanques de combustible; ni toberas que
indicaran la existencia de motores; ni antenas parabólicas o esbeltos mástiles de
comunicaciones; ni elementos de carga anexos; ni protuberancias que ocultaran
máquinas. No figuraba tampoco en ella ningún símbolo, ni bandera o número. El
objeto que aparecía en la pantalla era un ovoide plateado, perfecto, sin ningún signo
distintivo; tan fino y liso como una gota de agua al caer. Sólo aquel movimiento
engañosamente lento pero constante, contra un fondo de estrellas inmóviles, indicaba
su sobrecogedora velocidad.
Tan sólo un día antes, la nave hubiera podido ser confundida todavía con un resto
de la retráctil luna de Júpiter. Un año atrás aquella luna alargada y serena había
expelido un chorro de géiseres humeantes, al tiempo que su masa se desintegraba.
Cuando todo el hielo hubo desaparecido el objeto brillante fue visible.
Poco después de haberse iniciado aquel extraordinario proceso, una expedición
partió para investigarlo. Su dirigente, el profesor J. Q. R. Forster, ex miembro del
personal docente del King’s College de la Universidad de Londres, era famoso por
haber descifrado el antiguo lenguaje de la Cultura X, la civilización extraterrestre que
había dejado fósiles y objetos que contenían fragmentos de escritura en Venus y en
Marte. Lo acompañaban otros seis hombres y mujeres, entre ellos la inspectora Ellen
Troy de la Junta de Control Espacial.
Poco después de llegar a su destino la expedición, se unió a ella, en circunstancias
especiales cuyos detalles no habían sido revelados todavía, la personalidad más

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conocida en los canales de vídeo de todo el sistema solar: el distinguido historiador
Sir Randolph Mays, al que acompañaba su joven ayudante femenina.
Aunque Amaltea se hubiera convertido en el foco de toda clase de acaloradas
especulaciones, el profesor Forster había tratado afanosamente de que sus
descubrimientos se mantuvieran en un terreno confidencial. Sólo la Junta de Control
Espacial sabía con certeza lo que él y su equipo habían investigado en el curso de los
meses que precedieron a la fusión completa de la envoltura de hielo de la luna de
Júpiter, dejando al descubierto su duro núcleo interior.
Según la Junta de Control, fue en aquel momento cuando se perdió todo contacto
con Forster y los suyos: justo unos minutos antes de que el artefacto extraterrestre
hiciera su brutal aparición. Y nadie sabía lo que había podido ser de ellos.
En ese momento, media población del sistema solar observaba al veloz navío
espacial con una mezcla de temor y de emoción. Porque muy pronto… en cuestión
tan sólo de unos días a su velocidad actual, cruzaría la órbita terrestre acercándose
más de lo que lo hubiese hecho cualquier otro objeto de su tamaño en toda la historia
de la humanidad.
Mientras Klaus reflexionaba sobre aquellos espectaculares acontecimientos, el
único teléfono del chalet empezó a zumbar tenuemente.
Klaus se preguntó irritado a quién se le ocurriría llamar a aquellas horas. El
tiempo que dedicaba a su familia era ya tan escaso que había dejado en su oficina
instrucciones estrictas de que nadie lo molestase con llamadas a su domicilio.
Instantes después, Gertrud, sin elevar el tono pero con cierta tensión en la voz, le dijo
desde la puerta:
—Es Goncharov. Dice que ha de hablar contigo urgentemente.
Y le alargó el auricular.
Un escalofrío más intenso aún que el frescor de la noche erizó el vello de la nuca
de Klaus. No es que Goncharov le diera miedo o lo irritara, en realidad lo conocía lo
suficiente como para considerarlo un amigo, pero le alarmaba que fuese él quien
llamara porque nunca lo hubiese hecho a menos que se tratara de un asunto en
extremo grave. Para no asustar a su esposa, procuró disimular sus emociones
mientras establecía la conexión.
—¡Hola, Klaus! Aquí Mikhail. Ha surgido un problema urgente pero no le puedo
hablar de ello por teléfono.
—Comprendo que debe tratarse de algo importante, Mikhail; pero ¿no podemos
aplazarlo por un día? El lunes estaré de nuevo en mi oficina.
—Venga a la Embajada mañana, por favor… Mandaré un helicóptero a recogerlo.
—Si tan importante es, iré yo mismo en mi vehículo.
Las oficinas consulares de la Alianza del Tratado Continental del Norte en la
Región Libre de Suiza se encontraban en Berna, a menos de cien kilómetros por

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carretera del chalet de alquiler donde vivían los Mullen.
—Bien… —respondió Goncharov vacilando—. Pero luego tendremos que
devolver el coche para que pueda utilizarlo su esposa.
Al oír aquello, Klaus cayó en la cuenta de cuál debía ser la verdadera naturaleza
del problema. Y comprendió que no podría seguir allí de vacaciones con su familia
durante lo que aún quedaba de semana.
—Es muy urgente, Klaus. Y sólo usted puede solucionarlo. —Insistió Goncharov.
Klaus exhaló un suspiro.
—Pase a recogerme a las diez. Tendré preparado mi equipaje.
—Quizá debería también…
—Haré cuantas llamadas sean necesarias, Mikhail. Nos veremos mañana por la
mañana.
—Adiós, amigo. Y siento haberle molestado.
Klaus cortó la comunicación, miró a Gertrud, y vio que las bonitas facciones de
su esposa estaban contraídas por el disgusto y por una reprimida cólera. Pero no se le
ocurrió nada que decirle.
Sin embargo, algo en la expresión de Klaus suavizó la actitud de ella.
—La próxima vez, liébchen, me harás el favor de no dar nuestro número a nadie.
—De acuerdo, cariño —asintió Klaus.
Miró la pantalla del telescopio mientras sus dos hijos se enzarzaban en una
acalorada discusión sobre las fantásticas cualidades de aquella nave espacial que el
pequeño objetivo estaba siguiendo muy de cerca. Se volvió hacia su esposa y añadió:
—La próxima vez.
Pero no habría una próxima vez para Klaus. Y no por culpa de la nave espacial,
porque cuando ésta finalmente pasó a poca distancia de la Tierra, Klaus se hallaba
navegando bajo el mar en uno de los sumergibles para grandes profundidades
construido por su empresa, siguiendo el barranco subterráneo que partía de la bocana
del puerto de Trincomalee al este de Sri Lanka. Su tarea consistía en diagnosticar los
desperfectos sufridos por un proyecto submarino al que su empresa había dedicado
muchos años y muchos cientos de miles de nuevos dólares y que la víspera de su
inauguración oficial había empezado a funcionar de un modo sorprendentemente
defectuoso.
La nave espacial se había aproximado hasta unas pocas decenas de miles de
kilómetros de la Tierra, sin aminorar su marcha mientras se desplazaba por los cielos.
En vista de esto, los «expertos» en asuntos del espacio pronosticaron que el navío,
una vez rebasada la Tierra, se dirigía hacia la constelación de Cruz del Sur. Porque
desde hacía mucho tiempo se daba por supuesto —e incluso personalidades tales
como Sir Randolph Mays lo habían difundido ampliamente— que la sede de la
Cultura X se hallaba en Cruz.

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La presencia de la nave causaba general confusión. Si se la miraba desde la
Tierra, su imagen desaparecía al quedar iluminada por la claridad diurna. Se había
proyectado directamente contra el Sol, y al cabo de un día y medio, era lamida por las
prominencias solares. Pero unos minutos después, salía indemne otra vez tras
atravesar las abrasadoras capas exteriores del astro. Utilizando el poderoso campo de
gravitación solar para ajustar su rumbo, aceleró de nuevo, envuelta en un fulgurante
estallido ígneo que se desparramó por el espacio como un chorro de vidrio fundido. Y
en seguida emergió como un rayo hacia el exterior del sistema solar, en dirección a
los cielos del Norte en una trayectoria hiperbólica que se encaminaba hacia…
… hacia ningún lugar concreto.
O al menos hacia ningún objetivo que fuera conocido por los astrónomos
terrestres. Durante nueve días, las enormes antenas de la base Farside, situada en la
Luna, siguieron la trayectoria de la nave mientras ésta continuaba acelerando a diez
veces la fuerza gravitatoria de la Tierra hasta alcanzar más del noventa y cinco por
ciento de la velocidad de la luz.
¿Qué brutal fuerza propulsaba el enorme navío a velocidades hasta entonces sólo
observadas en aceleradores de partículas subatómicas? ¿De dónde obtenía el
combustible y la masa de reacción necesarios para aquellos increíbles resultados?
Los teóricos eran incapaces de dar una respuesta a cuestiones tan sencillas. Lo
único que les era dable observar, estaba de acuerdo con las expectativas de la teoría
de la relatividad: la longitud de onda de la luz reflejada por la nave se desplazaba
notoriamente hacia el extremo rojo del espectro y la imagen retráctil se volvía cada
vez más encarnada y más tenue. Pero era fácil de seguir con los inmensos telescopios
de Farside. Y así lo venían haciendo desde hacía casi cuatro años.
Hasta que, de pronto, la nave pareció inmovilizarse en el espacio y se fue
volviendo cada vez más purpúrea y oscura al tiempo que continuaba estática.

Años e incluso décadas transcurrieron en la Tierra mientras el apenas visible


ingenio espacial permanecía inmóvil en el cielo. Los parientes y colegas del profesor
Forster y sus compañeros se fueron haciendo viejos y fallecieron. El espacio que
rodea la Tierra se contaminó todavía más; los suelos se erosionaron y se hicieron cada
vez más estériles; los mares se polucionaron aún más a causa del petróleo, hasta que
el planeta entero se estremeció y estuvo a punto de sucumbir. Sólo las precarias
estaciones y colonizaciones espaciales de la Luna, de Marte y del Cinturón Principal
—con un total de algunos centenares de miles de almas— esperaban sobrevivir a la
auto-estrangulación del lugar donde tuvo origen su especie.
Mucho antes de que este desgraciado final se produjese, antes de que la aparición
extraterrestre hubiera abandonado los espacios iluminados por la claridad solar, Klaus
Muller había desaparecido en las profundidades del océano Índico mientras intentaba

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poner en marcha lo que hubiera sido la primera planta hidrotérmica de la Tierra,
construida a gran escala. Porque el ingeniero suizo nunca regresó de aquella heroica
misión en favor de una mejoría del medio ambiente…

—O así pudo haber ocurrido —explicó el profesor J. Q. R. Forster con una


expresión sagaz en sus brillantes pupilas.
Observó cómo las llamas del fuego se reflejaban en su vaso y lo agitó para
remover el oscuro whisky que contenía. Después de tomar un sorbo continuó:
—Hubiese sido lo más probable.
—¿Cómo sabemos que no puede ocurrir todavía? —murmuró un hombre muy
alto que estaba junto al fuego y cuya voz recordaba el rumor de la marea en una playa
cubierta de guijarros—. Quizá no en todos los detalles que nos ha expuesto usted,
pero sí en líneas generales…
—Kip tiene razón —afirmó la única mujer que figuraba en la reunión haciendo un
brusco movimiento de cabeza—. No puedo hacerme a la idea de que sea imposible
impedir que semejante catástrofe dé lugar al peor de los mundos.
—Pero, Ari, podríamos afirmar también que no podemos impedir que origine el
mejor de los mundos.
Jozsef Nagy era optimista en la misma proporción en que su esposa lo veía todo
negro.
—Haremos lo que hemos hecho siempre, es decir, lo que esté a nuestro alcance
—afirmó Forster. Y arqueó una ceja con expresión burlona mientras observaba a los
demás con cierto aire compasivo—. De una cosa estamos seguros. Y es de que
existen tantas posibles soluciones como estrellas nuevas se observan en el cielo desde
esas ventanas.

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Primera parte
HUIDA DE JÚPITER

1
La mansión es de basalto y granito y se levanta sobre unos peñascos por encima
del río Hudson. En otros tiempos había sido un lugar muy dinámico. Pero ahora sus
largos pasillos y sus aposentos artesonados están vacíos. Los muebles han
desaparecido y los aparadores, armarios y estantes no guardan ya ningún objeto. Las
amplias extensiones de césped que rodean la magnífica casa se hallan en estado de
abandono y las hierbas silvestres lo invaden todo tras haber rebasado los límites del
bosque cercano.
Es un anochecer de principios de invierno y el cielo, aunque con algunas nubes,
muestra un despliegue de estrellas familiares. Pero entre ellas figuran multitud de
otras nuevas y desconocidas, mucho más brillantes, con apéndices de luz en forma de
colas que arrastran tras de sí como los cometas. Y, al igual que éstos, dichos cuerpos
celestes parecen encaminarse hacia el sol que se acaba de poner.
Por las altas puertas acristaladas de la antigua mansión que miran a la pradera
penetra una repentina claridad rojiza que se vuelve a apagar en seguida para repetirse
al poco tiempo. En la biblioteca, unos leños de roble arden en la chimenea de piedra.
Un hombre llamado Kip, al que casi todo el mundo conoce como el comandante,
inclina un poco su gran corpulencia hacia el fuego dejando que el calor acaricie su
curtida piel. Las llamas se reflejan en las frías pupilas azules.
No hay sillas o sillones en la estancia; pero sí la suficiente cantidad de alfombras
y almohadones de origen exótico, así como bolsas de piel de camello y asientos de
cuero repujado, como para permitir que el pequeño grupo de personas allí reunidas se
sienten donde les apetezca de la manera más cómoda posible. Ari se ha acomodado
en una alfombra persa echada en el suelo de cualquier modo, próxima a la chimenea,
y se reclina en un montón de almohadas. En la bandeja de plata que se encuentra en
el centro del círculo de los presentes hay bebidas refrescantes en suficiente cantidad
como para que la velada resulte agradable.
—¿Un poco más de té, Ari? —pregunta Jozsef, el mayor de ellos, con un marcado
acento centroeuropeo.
Ari asiente con rapidez, echando hacia atrás el corto cabello gris en un ademán
habitual en ella desde otros tiempos más juveniles, en que llevaba el cabello negro y
lustroso muy largo y los mechones le caían sobre los ojos. Deja que el chal de lana se
deslice sobre los hombros porque el calor de la chimenea ha conseguido finalmente

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caldear hasta los rincones más húmedos de la estancia y toma la taza que le ofrecen.
—¿Profesor…?
—Me cuida demasiado —responde Forster, que parece bastante más joven que
los demás.
Pero, si se le mira de cerca, se perciben las arrugas que surcan su piel curtida por
el sol y que se tersa sobre los huesos faciales. Toma un vaso de grueso cristal
mientras hace una viva señal de asentimiento.
—¿Algo para usted, Kip?
El comandante niega con la cabeza. Jozsef se sirve una taza de té negro y la
retiene entre sus manos mientras se reclina contra el cilindro de una alfombra
enrollada como un jeque beduino en su tienda.
—Será muy triste dejar para siempre esta casa. Nos ha sido muy útil. Pero resulta
agradable saber que la Salamandra ha logrado poner fin a su tarea. Espero que esta
noche, cuando lo demos todo por finalizado, hayamos completado una labor que será
útil a las futuras generaciones. —Alza ligeramente su copa en un ademán de
calculada parsimonia y exclama—: ¡Por la verdad!
Los demás secundan el brindis con gestos de silenciosa aprobación. Ari se toma
el té con aire reflexivo y esbozando una leve mueca. Por su parte, Forster bebe su
whisky, saboreándolo unos instantes antes de ingerirlo, perdido en sus reflexiones.
—¿Qué decía usted, profesor?
Forster alza la mirada como si fuera repentinamente consciente de dónde está.
—¡Ah! Existen posibilidades… Lo que les voy a decir no se basa en conjeturas, al
menos no en su totalidad, sino que es resultado de mis experiencias así como de
informes y de conversaciones con otras personas.
—Así pues, no más ficción respecto al futuro —comenta Ari con tono un tanto
seco.
—Bueno, parte de lo que voy a decir sí es ficción… debo admitirlo. Simple
conjetura. Pero tengan en cuenta que soy un xenoarqueólogo acostumbrado a operar
en el reino de lo indeciso. —Forster deposita el vaso sobre la gruesa alfombra—. La
conjetura ha desempeñado un papel fundamental en los actos de ese personaje al que
llamamos Nemo.
—Ya conocemos a Nemo —afirma el comandante desde su lugar junto al fuego
—. Hemos realizado análisis de las obras del conocimiento que aún se conservan.
Hemos reconstruido sus actos…
Ari le dirige una dura mirada.
—Todo eso no son más que conjeturas, Kip, como dice el profesor.
—Sabemos bastantes cosas —declara el comandante con una voz tan ronca que
sus palabras apenas son audibles.
Nadie se atreve a contradecirle. El fuego chisporrotea y las llamas ascienden en la

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chimenea. Su fulgor anaranjado proyecta formas danzarinas en el techo artesonado y
se refleja en los estantes vacíos de la biblioteca.
El profesor J. Q. R. Forster concluye su relato:
—De modo que estamos atrapados por esa nave extraterrestre que ha cobrado
vida y ahora nos impone sus dictatoriales reglas. No ha habido discusión porque no
podía haberla. Hemos de conformarnos sin tardanza… o morir.

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2
La escotilla a presión era como una ampolla en la cubierta diamantina y perfecta
de la nave-universo. Su interior encerraba un lugar encantado y bellísimo, lleno de
intrincados elementos multicolores que semejaban a la vez dotados de vida propia y
simples objetos mecánicos; como un estanque alienígena en bajamar. Pero el suelo
era, en ese instante, no tanto un suelo como una pared vertical paralela al eje que
originaba la brutal aceleración de la nave-universo. Con más de un kilómetro de
envergadura y diseñada para acomodar astronaves de hasta el tamaño de pequeños
asteroides, su sobrecogedor vacío hacía parecer aún más diminuta la única nave que
albergaba: nuestro reducido y recién adaptado remolcador de Júpiter, el Michael
Ventris, sostenido en su lugar por un conjunto de tentáculos de metal, como un pez
enorme que hubiera sido atrapado por una gigantesca anémona.
La aceleración cesó sin previo aviso y de pronto la nave-universo y todo cuanto
contenía quedó flotando ingrávido, desplazándose libremente hacia el Sol. En el
interior del Ventris empezamos a liberarnos de los cinturones que nos retenían a los
asientos en forma de litera. Pero la brutalidad de la aceleración había cogido por
sorpresa a algunos tripulantes, aplastándolos contra el suelo acolchado, y que ahora
hacían esfuerzos para no verse desplazados de la cubierta.
Nuestro piloto era Josepha Walsh, una pelirroja, delgada hasta el punto de parecer
escuálida y, a sus quince años, una juvenil veterana de la Junta de Control Espacial.
—Estoy a la espera de sus informes —dijo.
Manipuló el comenlace y transmitió una orden a los monitores de la
videopantalla.
—¿Cuál es la situación en la cámara de oficiales? ¿Tony? ¿Angus?
—Bueno… recomiendo encarecidamente que se tiendan en el suelo durante diez
minutos a diez gees —respondió nuestro maquinista Angus McNeil con su voz
profunda mientras su rostro redondo se proyectaba en el enlace del monitor con la
cámara—. Es bueno para los que necesiten estirar la columna vertebral.
—De acuerdo. Sería un descanso excelente, capitán —gorjeó la alegre voz de
nuestro navegante Tony Groves—, si no me viera obligado a aguantar este condenado
florero que me ha caído en mitad del cuerpo.
—Ese florero es un casco —le advirtió McNeil.
—¿De veras? —exclamó Groves simulando sorpresa.
—¿Qué hay de nuestro invitado? —quiso saber el capitán.
Se produjo una pausa hasta que Groves interrumpió el silencio.
—Sir Randolph parece haberse quedado sin el aire caliente preciso para poder
pronunciar otro discurso; pero, aun así, respira.
—¡Qué lástima! —exclamó alguien, quizá McNeil.

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—Marianne, ¿se encuentra usted bien? —preguntó la capitana Walsh.
—Sí, sí… estoy bien —respondió la joven.
Junto con Sir Randolph, Marianne Mitchell era la otra huésped involuntaria y,
aunque se esforzaba al máximo por disimular su miedo, no podía hacer lo propio con
el cansancio.
—Los dos estamos bien —añadió mi ayudante Bill Hawkins, cuya litera de
aceleración se encontraba contigua a la de Marianne en la bodega del equipo. Se
había autonombrado protector suyo, aunque era evidente que se sentía tan asustado y
fatigado como ella—. ¿Qué sucederá ahora?
—Lo sabremos cuando nos llegue más información, Bill. —Walsh paseó su
mirada por el puente de mando observando los paneles iluminados, las pantallas y las
ventanillas distribuidas a su alrededor y que daban al enorme mecanismo de cierre
exterior. Se pasó la mano por el cabello color de bronce cortado al rape, como si
aquello la aliviara, y me dirigió una mirada apreciativa—. Parece conservarse bien,
profesor.
—Gracias, capitana —le contesté exhalando un suspiro, sin hacer ningún esfuerzo
por levantarme de la litera. Al fin y al cabo yo era, a pesar de mi aspecto, el más viejo
del grupo—. Pero confío en que esta clase de aceleraciones no se convierta en una
costumbre.
—Lo mismo digo. He soportado cosas peores en los cutters, aunque se supone
que están hechos para eso —repuso Walsh—. Al parecer, nuestro remolcador no lo
acusa demasiado. ¿Lo confirma la computadora?
—Todos los sistemas a la espera, funcionando nominalmente —respondió la voz
monótona, con un ligero acento chino, de la computadora principal del Ventris.
—Hace mucho calor ¿no le parece? —me quejé.
—Por el momento no se puede evitar.
Las escotillas estaban abiertas para dejar que entrara el aire del exterior y ahorrar
oxígeno. Pero allí dentro hacía calor y el ambiente era sofocante y húmedo.
Blake Redfield, al que había nombrado mi segundo ayudante, se acababa de
quitar el arnés en la litera del maquinista.
—Voy abajo por si puedo ayudar en algo —declaró.
—Compruebe cómo está Mays, ¿me hace el favor? No quiero más problemas con
él —le indicó Walsh.
—Lo mejor sería sumirlo en un sueño profundo e instalarlo en la bodega —gruñó
Redfield.
—Por el momento tendrá que seguir en su compartimiento. Pero asegúrese de que
no tiene ninguna palanca a su alcance.
Redfield hizo un gesto de asentimiento y se deslizó hacia abajo por la escotilla
que conducía al corredor principal de la nave.

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—¡Hola, Ventris! ¿Qué tal todo el mundo? —preguntó una voz de mujer desde los
altavoces del comenlace.
Se trataba de la inspectora Ellen Troy, cuyas palabras sonaban extrañamente
distorsionadas haciendo reverberar ecos profundos. Aunque habíamos tenido tiempo
suficiente para acostumbrarnos al hecho de que su voz llegaba desde las
profundidades acuáticas, distábamos mucho aún de considerarlo como algo natural.
—Seguimos todos con vida, Ellen.
—Bien. Tengo noticias para ustedes. El Ventris deberá separarse de la nave-
universo antes de la próxima aceleración. Se pondrá en la trayectoria de una colonia
en el Anillo Principal. Vale más que se empiecen a preparar en seguida, Jo.
—¡Y tanto! —Por fin, un poco de acción. Me arranqué de un tirón el arnés—.
¿Cómo llamaría a eso, Troy?
—Yo lo llamaría… buenas noticias —respondió la inspectora.
—¿Qué va a pasar con la nave espacial? —pregunté.
—¿Qué va a ser de usted, Ellen? —inquirió Walsh por su parte.
—No sé hacia dónde va esto —comentó Troy por el comenlace—. Pero
adondequiera que vaya, allí iré yo también.
—Insisto en acompañarle —protesté.
—No sé si será posible, profesor.
—¿Por qué no? El aire dentro de la escotilla es perfectamente respirable. El agua
es potable; la comida es buena. Y seguramente ese alienígena podrá…
—Se lo preguntaré.
—Insisto en hablar personalmente con el alienígena. Sabe usted tan bien como yo
que…
Una vez más me interrumpió:
—Transmitiré su petición y le informaré al respecto en cuanto pueda, señor. Jo,
prepárese para despegar. Sólo dispone de una oportunidad.

Forster levanta la mirada desde su nido de almohadones sobre la alfombra, frente


a Ari y Jozsef y se dirige al comandante:
—Más tarde supimos lo que Nemo pensaba y hacía en los minutos que siguieron.
No era la primera vez que subestimábamos de manera lamentable a ese hombre…

Momentos después de concluir la fase de desaceleración, McNeil había llevado a


Randolph Mays, todavía embutido en su traje espacial —lo que le hacía semejar un
saco lleno de ropa sucia— a su compartimiento dormitorio y lo había encerrado en él.
Redfield me dijo que había comprobado el cierre de la puerta unos minutos después.
De modo que Mays se quedó allí dentro, solo, y los demás se olvidaron de él. Tras

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despojarse penosamente de su traje, lo tiró a un rincón de la cabina proyectada
originalmente para dos personas; pero el traje abultaba lo suficiente como para llenar
el espacio sobrante.
Metiendo la cabeza en la capucha de presión negativa que hacía las veces de
unidad de aseo personal, se echó agua en la cara. Me lo imaginé sonriendo de placer
y prolongando aquel lujo al pasarse una afeitadora quemopsónica por la enmarañada
y gris pelambre que le había crecido en el mentón desde nuestra precipitada partida
de la órbita de Júpiter. No hacía aún media hora, podía considerarse un hombre
muerto. Él mismo estaba bien seguro de ello.
Debió de haber pasado un tiempo considerable mirándose al espejo. Tenía un
rostro cuadrado, con arrugas profundas, las cejas espesas, la boca grande y unos
músculos muy visibles en las articulaciones de sus fuertes mandíbulas. Era la cara de
un animal de presa; pero al mismo tiempo no carecía de distinción. Y la había
contemplado el tiempo suficiente como para haberse acostumbrado a sus rasgos.
Cansado de mirar su imagen se tendió en la litera y fijó la vista en la mampara de
metal gris. Porque Sir Randolph Mays, nombre con el que era conocido
habitualmente, no tenía adonde ir ni motivos para desplazarse a ningún sitio.
Randolph Mays, Jacques Lequeu, William Laird o, simplemente, Bill no eran más
que las diferentes caretas de un hombre que se había revelado en repetidas ocasiones
a lo largo de los años como el dirigente de la desaparecida Espíritu Libre, la milenaria
sociedad secreta que había predicho mucho tiempo atrás la reaparición de los
alienígenas. Pero ¿quién era en realidad? Nadie lo sabía.
Había planeado matarnos a todos; a cada uno de los miembros de nuestra
expedición y había estado muy peligrosamente cerca de lograrlo. Y eso a pesar de
saber que ninguno de nosotros hubiese podido pensar seriamente en hacerle a él lo
que él intentaba hacernos a nosotros. A ningún miembro de nuestro grupo le atraía
perder el tiempo convirtiéndose en su carcelero. Tras algunas discusiones, habíamos
llegado a la conclusión de que, puesto que carecía de un motivo viable para matarnos,
así como de un lugar al que escapar tras haberlo hecho, nos limitaríamos a tomar
ciertas precauciones en su presencia, como la de ordenar a la computadora que lo
siguiera a donde fuese no permitiéndole trasponer en solitario los límites de la cámara
de la tripulación, y, desde luego, la de mantener bajo llave el botiquín con sus
venenos terapéuticos, y un largo etcétera. Aparte de lo cual lo ignoraríamos por
completo.
Coventry carece de dimensiones físicas; pero aún así se trata de un lugar que
existe y es tangible. Nadie hablaría con Mays. Cuando nos sentáramos para comer no
dejaríamos ningún sitio libre para él. Si entraba en un recinto, todos lo
abandonaríamos, y si esto no era posible por alguna causa, hablaríamos y nos
comportaríamos como si él no existiera.

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Troy lo había llamado Nemo; una persona sin nombre no es persona ni nada. Y
con el tiempo, hasta aquel mote nos pareció superfluo, cosa que creo que él sabía.
Influida por nuestras alteradas percepciones, la tripulación del Ventris se olvidaría de
su persona. Simularíamos que no existía y pronto llegaríamos a creerlo así.
Pero esto no iba a ser un inconveniente para Nemo. Porque había pasado más años
de su vida en solitaria meditación de los que podíamos imaginar.
Ahora reflexionaría sobre el futuro inmediato. Nada en el Conocimiento, que el
Espíritu Libre se había esforzado en conservar llegando incluso muchas veces al
asesinato, lo había preparado para lo que estaba sucediendo y menos aún para lo que
estaba por suceder. A excepción de cierta insignificante diferencia numérica, él y sus
contrarios manteníamos una situación equilibrada.
Únicamente la posesión del Ventris nos daba cierta ventaja. Y ¿cómo inutilizar
una nave espacial?
En realidad, las posibilidades eran muchas, aunque el pragmatismo imponía
determinadas restricciones. Lo más vulnerable era los motores y los tanques de
combustible, pero no era probable que Nemo pudiera salir del módulo de la
tripulación sin alterar a sus guardianes, si alguna vez aparecía ante nuestra vista. Al
igual que una serpiente o una piedra, permanecería invisible mientras no se moviera.
Por la misma razón, el hardware del sistema de maniobra del navío, y los
mecanismos que preservaban la vida y la estructura contra la radiación quedaban
protegidos porque para alcanzarlos era preciso salir al exterior.
Podía abrir una brecha en la pared del departamento de presión donde estaba el
módulo de los tripulantes; mas para ello tenía que echar mano de los explosivos que
estaban en los departamentos destinados a equipamiento junto con algunas
herramientas y, para lograrlo, había también que salir de la nave. En un alarde de
decisión quizá pudiera atacar las consolas de control valiéndose tan sólo de sus
manos. Pero no abrigábamos la menor duda de que podríamos inmovilizarlo antes de
que causara muchos daños.
Quedaba el software. Un nombre muy adecuado; porque al igual que ocurre con
todos los sistemas complejos, el software era el punto flaco del Michael Ventris.
Puedo ver a Nemo sonreír solapadamente distendiendo sus labios sobre unos
dientes cuadrados y voraces. Habla solo, en el aislamiento de su compartimiento-
dormitorio.
—Ordenador, quiero leer algo. Por favor, despliega tu catálogo.
—¿Tiene alguna categoría preferente? —le pregunta el ordenador con su voz
cortés e impersonal.
—Poesía. Poesía épica —responde Nemo.
La luz del monitor de vídeo situado en la mampara parpadeó en rojo. Y el rostro
pecoso de nuestra piloto lo miró fríamente.

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—Mays, nos disponemos a realizar un despegue inmediato. Póngase el traje y
amárrese a la litera.
—La oigo, capitana Walsh.
—Haga lo que le digo.
Se puso el traje, pero no los guantes. Porque tenía que utilizar la computadora,
con mucha calma, sin pronunciar palabra, manipulando el teclado.

Los demás estábamos situados en nuestros respectivos puestos de lanzamiento.


Groves se hallaba en la litera del navegante, situada en el puente de vuelo, junto a
Walsh y McNeil en su lugar tras ellos. Los que no intervenían en la tarea de dirigir la
nave permanecían en las literas inferiores, excepto yo, que me hallaba a un lado del
puente, mirando con nerviosismo los cronómetros. De la solapa de mi equipo extraje
el traductor-sintetizador y empecé a hablar rápidamente, introduciendo datos en su
memoria. Estaba frenético por salir del Ventris antes de que éste se desprendiera de la
nave alienígena y disponía de una sola posibilidad para exponer mi caso.
La cuenta atrás había empezado. Nos veíamos unos a otros por las frágiles
pantallas de vídeo del comenlace. Las caras de los hombres estaban sombreadas por
el pelo de sus barbas y todos teníamos un aspecto sudoroso y cansado.
Groves miraba sus indicaciones con aire pensativo y las cejas fruncidas sobre la
recta y fina nariz.
—No quiero meterme en el terreno de nadie; pero a primera vista no parece que
dispongamos de los delta-vees suficientes como para alcanzar las colonias del
Cinturón Principal. Según mi mapa nos estamos moviendo a cuarenta kps
retrógrados.
—No se está metiendo en mi terreno, si es a mí a quien se refiere —indicó
McNeil, cuyo peculiar acento irlandés tendía a hacerse más cerrado cuando se sentía
incómodo por algo. Dio unos golpecitos a la pantalla que tenía ante sí—. El material
de abastecimiento bastará hasta que hayamos alcanzado Ganimedes desde la órbita de
Amaltea. Estos últimos días ha disminuido notablemente, sobre todo el H-dos y el
LOX, aparte de la comida y lo demás.
El altavoz del comenlace volvió a emitir la voz espectral de Troy desde debajo del
agua.
—Bien. Tengo algunos datos más favorables para transmitir. Vuestra plataforma
de lanzamiento aparecerá en menos de diez minutos.
—Aquí estamos un poco preocupados, Ellen —intervino Walsh—. La opinión
general es que no disponemos del suministro necesario.
En ese momento, el Ventris se balanceaba suavemente, sostenido por los
tentáculos mecánicos de la nave-universo. Podíamos oír el ruido producido por la
presión de los ajustes automáticos y la expulsión de los gases.

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La voz de Troy continuó diciendo:
—Thowintha me asegura que el Ventris será debidamente aprovisionado antes de
su partida con hidrógeno y oxígeno líquidos, así como con alimentos, agua fresca y
todos los suministros necesarios.
—Parece que ya está sucediendo —anunció Walsh, observando los niveles—.
Ahora entra combustible.
—Él… o ello, o lo que sea, ha sido muy amable, Ellen —comentó McNeil—.
Pero me pregunto si el concepto alienígena del alimento será igual al nuestro.
Una sucesión de gritos, silbidos, golpes secos y resonancias amenazaba con
ahogar las voces. Cuando hubo amainado, Troy dijo:
—Según informa Thowintha, se nos aprovisionará con todo lo necesario. —Y
añadió con tono burlón—: Esperamos que os guste el marisco.
—¿Qué hay de mi petición, inspectora Troy? —grité, dirigiendo mi pregunta a la
pantalla en blanco, allí donde en una transmisión normal debiera haber aparecido la
cara de Troy—. Tienen que permitirme hablar con Thowintha… ¡Y tiene que ser
ahora mismo!
—Lo lamento, señor. Pero por el momento no me es posible conectar con
Thowintha —respondió la mujer invisible.
Me había esforzado al máximo por dominar mi cólera, pero estaba perdiendo la
batalla. Notaba cómo el rostro se me encendía. Golpeé con furia las teclas de mi
traductora. Troy no era la única capaz de hablar el idioma de la Cultura X.
El piloto, el navegante y el mecánico observaban los cambiantes gráficos de sus
consolas.
En el exterior, las mangueras automáticas se hinchaban y vibraban.
—Antes de despegar —dijo Walsh—, creo que el profesor debería estar de
acuerdo en que firmamos… en que cumplimos…
—Yo no firmé nada —respondió Marianne Mitchell, cuyos grandes ojos verdes
lucían, brillantes y sin parpadear, desde el monitor que reproducía su rostro—. Lo
único que quiero es volver a casa.
—Ahí es a donde vamos, Marianne —le aseguró Walsh con amabilidad.
Hawkins se sintió obligado a acudir en su defensa.
—Algunos creerán que existen motivos para…
El locuaz posdoctor se interrumpió en mitad de la frase, en mi opinión debido a
que cualquiera que fuese la pregunta a la que contestaba, ésta no había llegado a
formularse todavía. Se apartó de los ojos el fino mechón de cabello rubio que había
caído sobre ellos y añadió:
—Bueno, yo voy con Marianne. Eso es todo.
Evidentemente, estaba decidido. Pero su errónea conclusión no obtuvo respuesta.
En el exterior del casco, las mangueras se desacoplaron y se replegaron sobre sí

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mismas, todas a la vez. Podíamos verlas en la pantalla, moviéndose como un ballet de
tentáculos de pulpo.
—Ellen, ¿te llega mi mensaje? —preguntó Walsh; pero no obtuvo respuesta.
—¡Inspectora Troy! —grité desesperadamente, pero el comenlace guardó silencio
—. Quiero que lo que voy a decir se le transmita a Thowintha.
Sostuve en alto la traductora, que empezó a emitir leves chasquidos, gruñidos y
sonidos extraños en una bien lograda imitación del lenguaje alienígena, aunque a mi
modo de ver lo estropeaba la leve resonancia de los minúsculos micrófonos del
sintetizador.

—Cierren todas las escotillas exteriores y compuertas —ordenó Walsh


haciéndose oír por encima del ruido que yo armaba.
Pero su fría impasibilidad no me impresionó como hubiera debido.
—¡Capitana Walsh! —protesté, gritándole sin respeto.
—Lo siento, profesor, pero me parece que se viene usted con nosotros. ¿Por qué
no nos ayuda desconectando eso?
Troy volvió a hablar por el comenlace.
—Su mensaje ha sido recibido, profesor —comunicó.
Desconecté el sintetizador con un leve chasquido.
—Bien… ¿Qué me contesta?
—Según anuncia Thowintha, la nave-universo va a experimentar una aceleración
que… bueno, la que sufrimos antes nos va a parecer una insignificancia. No podría
usted sobrevivir. Ningún humano sin modificar lo lograría. Tiene que irse con los
demás, señor.
La computadora del Ventris anunció:
—Todas las escotillas y compuertas cerradas. Michael Ventris bloqueado y
presurizado.
—Tenemos llenos los tanques, los motores en marcha y nos disponemos a
despegar de un momento a otro —anunció Walsh—. ¿Enterada, Ellen?
—Enterada. Partida inminente —respondió Troy.
De pronto, McNeil dio un respingo en su asiento como si se hubiese pinchado con
algo.
—¡Capitán! ¡Mire eso! —exclamó—. ¡Se detecta una anomalía importante de
masa!
—Informe —pidió ella.
—Hay una deficiencia después del reaprovisionamiento… de unos sesenta y siete
kilos; en la cámara de la tripulación.
—Falta alguien —dedujo Walsh.
Empezó a indagar mediante las pantallas de los monitores accionándolas una tras

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otra. Groves, McNeil y yo estábamos en el puente con ella. Mitchell y Hawkins se
hallaban en sus literas, en la zona de servicios. Mays era visible con toda claridad
luego de haberse amarrado a la litera de lo que se había convertido en su dormitorio
particular.
—¿Dónde está Blake? —preguntó Walsh.
Pero ante nuestra sorpresa, quien contestó fue la inspectora Troy.
—Blake está conmigo.
La sangre se agolpó en mi cerebro con tanta rapidez que noté cómo la piel me
ardía bajo el cabello transplantado.
—Me ha engañado, Troy —le recriminé, convencido de sus intrigas para no
dejarme alcanzar lo que hubiera sido el éxito mayor de mi vida—. Todo esto lo ha
hecho para…
—Señor —me interrumpió—, ya le he dicho que ningún ser humano sin
modificación previa podría superar el cambio de ruta que vamos a adoptar.
Thowintha declaró formalmente que usted no habría podido sobrevivir a esa
variación… por más que pretenda creer lo contrario. Lo siento muy de veras, señor.
Me puse bastante nervioso y di unos golpes al cierre de mi arnés.
—Todavía no es tarde para que intente…
—Por favor, empiece la cuenta atrás, capitana Walsh —ordenó Troy—. El cierre a
presión se está abriendo.
En la pantalla del puente de mando se pudo apreciar cómo el difuso resplandor
azulado que llenaba el enorme espacio vacío bajo la cúpula estaba perdiendo
intensidad. Un agujero negro se había abierto en el centro y describía una espiral
hacia el exterior; las luces brillantes como estrellas que decoraban el cóncavo techo
se difuminaban para ser remplazadas por otras más débiles: las de las verdaderas
estrellas parpadeando a través de la rejilla de la compuerta.
—Treinta segundos… contando —anunció la computadora.
Otra luz, cuya fuente era invisible para el Ventris apareció en el cielo. Y a través
de las ventanillas del puente de mando pudimos ver como un óvalo deslumbrador se
desplazaba, semejante a un foco de teatro, por la afiligranada pared de la cúpula, al
tiempo que el sol lanzaba de costado lo que a nuestros ojos adaptados a la oscuridad
les pareció una claridad cegadora a medida que traspasábamos la abertura cada vez
mayor de la computadora.
—La nave-universo da vueltas como si hubiera enloquecido —comentó Walsh.
Casi me había salido de la litera y tuve que hacer esfuerzos para volver a la
posición normal, aunque a sabiendas de que era ya demasiado tarde. Los demás
estaban ocupados en sus propias literas y no podían prestarme atención o ver mis
lágrimas.
—Diez segundos —anunció la computadora—. Nueve. Ocho. Siete…

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El Ventris empezó a moverse en ángulo con la nave, flotando por sí solo al
desprenderse de aquellos tentáculos que hasta entonces lo habían mantenido
firmemente amarrado. Estirándose, al parecer de modo ilimitado, los delicados
tendones metálicos levantaron al remolcador hasta el orificio del techo y lo lanzaron a
la cegadora claridad del sol que brillaba por encima de nosotros.
—Ahora aceleramos para alejarnos de ahí —comentó Groves.
Los tendones se habían vuelto a curvar hacia dentro enrollándose sobre sí mismos
como muelles. A un observador cósmico que hubiese visto aquella escena desde lejos
le hubiera podido parecer como si el enorme y brillante elipsoide acabara de arrojar
un minúsculo pólipo casi invisible de un quiste en su costado.
—La nave-universo —comentó McNeil.
Mediante un golpe seco, como impulsados por un tirachinas, habíamos sido
proyectados hacia el exterior.
—Tres. Dos. Uno.
Un retumbar sólido y contundente que confortó a cuantos estábamos en el puente
de mando repercutió en el interior del Ventris cuando nuestros cohetes principales se
encendieron… seguido casi instantáneamente por una especie de tos seca y áspera.
Para mí aquello sonó como si alguien hubiera dejado caer un piano contra el techo.
Las estrellas empezaron a desplazarse por el cielo, perceptible a través de nuestras
ventanillas y moviéndose como luces en todos los sentidos dentro del espacio que nos
mostraba la pantalla del puente de mando. El Ventris navegaba sin rumbo,
describiendo una violenta espiral. Yo me había puesto el arnés con el tiempo justo.
—Motor principal número dos. El encendido ha fallado —anunció McNeil.
Igual que me ocurría a mí, una parte de su cuerpo estaba invertida en relación a su
arnés y toda traza de acento escocés había desaparecido de su inexpresiva voz.
Las sirenas de alarma aullaban y en todas las consolas parpadeaban luces rojas.
—Autocierres uno y tres —ordenó Walsh sin perder la calma ni precipitarse,
como si se tratara de algo rutinario que sucediese habitualmente—. MS a
autoestabilizador.
—Uno y tres, cierre automático. MS a autoestabilizador —confirmó McNeil.
—Computadora, comunique situación, por favor… Primera aproximación por
orden de urgencia.
—Sistemas vitales, nominal. Sistemas auxiliares, nominal. Sistemas de maniobra,
nominal. Depósitos de combustible, nominal. Otros suministros, nominal. Sistema de
propulsión principal, situación en rojo. Motor número dos, no funciona. Bombas H-
dos de motor número dos, averiadas. No hay incendio… ni peligro de ello.
—Computadora, siga.
—Posición y velocidad actuales no computables con datos disponibles. Fuerzas

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de aceleración interna desajustadas debido a…
—Ya basta, computadora —ordenó Walsh dirigiendo una mirada de soslayo a
Groves—. ¿Perspectivas para orientación?
—Nos vamos a encontrar con obstáculos —replicó Groves.
—¿Estamos ya en ellos?
—Me parece que aún no, Jo —repuso Groves indicando una sucesión de líneas
luminosas que se iban desplazando en la pantalla—. Parece como si la nave-universo
estuviera a punto de…
Se produjo una violenta sacudida.
—… volvernos a sujetar.
Aquella sacudida fue la primera de otras muchas que nos hicieron golpearnos
contra nuestros arneses. Gruñí disgustado, pensando que debía mantener a toda costa
la comida en mi estómago. En el exterior, las estrellas cesaron de moverse en espiral
e iniciaron un desplazamiento en todos los sentidos. Hasta que de pronto, adoptaron
una formación circular serena y estabilizada.
—¡Mirad! —exclamó Groves señalando con gesto nervioso hacia la ventanilla del
puente de mando.
Un objeto plano y metálico que relucía como un diamante y cuyos bordes estaban
recortados con precisión había aparecido y se iba desplazando por el cielo como una
masa sólida bajo nosotros. El sol y las estrellas se reflejaban en su pulida superficie.
—¿Qué pasa? —pregunté con tono lastimero.
El Ventris se encontraba tan próximo a la nave-universo que ésta llenaba toda la
visión del cielo. Su superficie diamantina era tan pura que podíamos ver
perfectamente el reflejo de nuestra minúscula nave reproducido en el armazón de
aquel universo en giro constante.

—Más tarde —relata Forster a sus oyentes—, supe cuáles habían sido las
palabras…, muy breves por cierto, que habían intercambiado Troy y el alienígena en
aquellos momentos…

—¿Queréis que sobrevivan los seres humanos? —preguntó Thowintha sin más
preámbulos.
Pero el hecho de que Troy quisiera o no, o de que los seres humanos viviesen o
muriesen, parecía carecer de importancia para el alienígena.
—Si optan por sobrevivir tendrán que adaptarse al mundo de los vivos —añadió.
El agua transmite los sonidos mucho mejor que el aire. Y, aunque Thowintha se
encontraba a mucha distancia y era invisible para nosotros, Troy oía su voz como si
sonara allí mismo junto a ella.

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—¿Y cómo conseguiremos que se adapten? —preguntó dirigiéndose a las aguas
oscuras.
—Han de conformarse igual que tú haces ahora. Y como hará tu compañero. Han
de vivir en el agua.
—¿Cómo los vamos a convertir en seres que respiren en el agua? —preguntó
Troy—. Tú misma aseguraste que el profesor no puede ser modificado. Y ahora ya no
tenemos tiempo.
—Tenemos otros medios para salvarlos, aparte de esa modificación. Debes
persuadir a tus seres humanos para que entiendan la necesidad de hacerlo. Pero a
juzgar por lo que nos has dicho, eso representa un gran obstáculo.
—¿Por qué?
—Porque sois… ¿Cuál es vuestra definición…?, sois «individuos».
—Eso no representa obstáculo alguno —afirmó Troy, con firmeza.
Lo que el alienígena no entendía era que los seres humanos poseen un instinto de
supervivencia mucho más intenso que el de los que se consideran tan sólo órganos y
miembros de un cuerpo colectivo.
Porque cuando Troy vino para decirnos: «Si queréis seguir viviendo os tendremos
que sumergir», todos contestamos: «Preferimos sumergirnos».

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«Al igual que un huevo, al que se asemejaba, el enorme esferoide de la
nave-universo estaba lleno de un fluido caliente —continúa Forster—. Una
mezcla de agua salada rezumante de vida…».

El agua es virtualmente incomprimible. Los seres que viven en el mar, al tener sus
tejidos y cavidades llenos de agua, no sienten molestia alguna al sufrir aceleraciones
que aplastarían a un ser humano que respira aire. Sumergidos en las aguas oscuras,
con los pulmones y otras cavidades internas llenas de agua, nuestros órganos y tejidos
infiltrados por microtubos que nos abastecían de oxígeno transmitido por el agua, nos
limpiaban de impurezas y alejaban de nosotros toda influencia corrupta mediante sus
burbujas, nuestros siete cuerpos desnudos se desplazaban ligeros por entre un bosque
de algas. Parecíamos hincharnos como cápsulas al extremo de los latentes tubos
translúcidos y las venosas cintas herbáceas que nos habían llevado hasta allí.
Estuvimos durmiendo medio año. Y hubiéramos podido continuar así, soñando
eternamente.
Por lo que a mí se refiere, como profesor de xenoarqueología y antiguo personal
docente del King’s College en la Universidad de Londres, soñé lo que me apeteció…
que había alcanzado, y los demás también, la culminación de mi obra tras seguir las
huellas de la Cultura X. Las escenas de la persecución de aquel objetivo durante toda
mi vida se repetían con toda claridad en mi mente desde mi primer y sorprendente
encuentro, cuando aún era un niño, con reproducciones de los polvorientos y
enigmáticos fósiles de Venus, hasta mi descubrimiento, en el infernal suelo de aquel
planeta, de las extraordinarias tablillas venusianas que por dos veces estuvieron a
punto de causarme la muerte; peligro del que por primera vez me libró Ellen Troy
con gran riesgo de su propia vida, hasta alcanzar finalmente lo que yo creía que iba a
ser mi triunfo total en la órbita alrededor de Júpiter. Y aunque el futuro continuaba
siendo insondable para mí incluso en sueños, una gran confianza colmaba ahora mis
expectativas. Después de todo, había obtenido lo que anhelaba y, seguramente, el
final de nuestro viaje sería el extraño mundo de Cruz, un planeta en el que ningún ser
humano había puesto los pies jamás, y que se revelaría ante mí en toda majestad y su
inimaginable grandeza. En los límites de mi meditativa conciencia, grupos de
alienígenas se arremolinaban en coros de ángeles…

Ari interrumpe las reflexiones de Forster al preguntarle:


—¿Qué pasó con los otros?

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El profesor le dirige una intensa mirada antes de contestar:
—Mucho… mucho después, dispondríamos de más tiempo del que hubiéramos
podido imaginar para conocernos los unos a los otros; para profundizar en nuestros
pensamientos más íntimos. Mis amigos nunca olvidaron lo que soñaban entonces o
soñaron después. Y he aquí una muestra de lo que me contaron…

Josepha Walsh me dijo que en su sueño habitaba un mundo sumergido mucho


más agradable que la oscuridad en la que su cuerpo permanecía entonces inmerso; un
mundo de aguas azules como el cielo, de arrecifes brillantes y bandadas de peces tan
coloridos y movedizos como fuegos artificiales; un maravilloso mundo submarino
como el que yace bajo los arrecifes del Caribe, donde había transcurrido su niñez. Por
el fondo arenoso del mar venían hacia ella resplandecientes y sonrientes dioses
broncíneos envueltos en flores. Uno de éstos se convirtió en su amante, hasta que lo
perdió. Pero en sus sueños estaba convencida de que algún día, en algún lugar,
volvería a recuperarlo…
Cuando estaba despierto, Tony Groves se asemejaba a un duendecillo. Inmerso en
agua y soñando, la melancolía lo dominaba. La pálida imagen de su madre
revoloteaba por los límites de un oscuro y fantasmagórico paisaje urbano; su padre,
que era comerciante y casi siempre estaba ausente mientras Tony se iba haciendo
mayor, había fallecido hacía tiempo. Pero permanecía presente en su recuerdo como
si ahora demostrase más interés por el niño que el que le dedicó en vida aunque, aun
así, le hablaba siempre como si lo regañase: ¿Estaba preparado para su examen de
matemáticas? ¿Pasaría, aquella prueba de natación que tanto lo atemorizaba? ¿Qué
ideas había inculcado en su hermano menor para que éste decidiera no entrar en el
seminario? ¿Por qué era Tony tan perverso… y tan inútil?
Angus McNeil no perdía el tiempo evocando su infancia en aquella Escocia
brumosa y húmeda. Lo suyo eran las apasionadas fantasías sobre caídas de planetas.
Pero, cuando estaba despierto, se convertía en un individuo particular como la
mayoría de los hombres y mujeres que pasan gran parte de sus vidas a bordo de las
naves de trabajo que recorren el sistema solar. Sólo unos pocos profesionales de la
navegación espacial tienen familias normales; la mayoría se las arregla con una
variada colección de amigos a los que ven en raras ocasiones, y algún que otro
amante. Asceta por necesidad, poseedor de sumas elevadas pero sin saber cómo
gastarlas en la inmensidad del espacio, McNeil se dejaba dominar por grandes
aficiones entre crucero y crucero. Era un voraz lector de libros viejos y nuevos.
Ansiaba enterarse de las cosas sin importarle su condición o su origen. Pero, cuando
soñaba, no era lector. En sus sueños redoblaban tambores, gemían laúdes, las huríes
hacían ondular sus cuerpos al danzar y el vino dulce fluía a raudales.
Marianne Mitchell había leído mucho durante la época peripatética de sus

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estudios universitarios; pero ya desde niña lo fantástico le llamaba poco la atención.
Sus más descabelladas pesadillas quedaban lejos de su situación real. Ahora lo que
ansiaba más desesperadamente era llevar una vida normal. Se veía otra vez en su
clase, o en el dormitorio escolar, o en el piso que su madre tenía en Park Avenue, en
Manhattan, o recorriendo las salas del Metropolitan Museum, que en sus fantásticos
sueños sólo exhibían cuadros que representaban formas de vida alienígenas. O se veía
apoyada en la alta borda de un velero que navegaba de bolina, dejando que su
espléndido cabello ondeara besado por la brisa del Long Island Sound.
Aquellos compartimientos de su memoria estaban poblados por muchachos
jóvenes. Y le causaba irritación evocar la apariencia perfectamente inglesa de Bill
Hawkins destacando entre los otros muchos admiradores anónimos que la asediaban
dondequiera que fuese. Pero si dejaba de pensar en Bill, otro rostro hacía su
aparición, y el gesto desdeñoso de Nemo le provocaba silenciosos gritos de protesta
interior.
Hallándose en Amaltea, el joven Bill Hawkins había soñado con salas de lectura
con artesonado de roble que relucía pulido a la cera, y con éxitos filológicos
escolares. Pero luego se sintió atrapado por las emociones reales en que se
desenvolvieron nuestras primeras exploraciones de la nave alienígena. Ahora soñaba
en la oscura cabellera y en las pupilas verdes de Marianne; en su anhelo de poseerla y
perderla, y en las innumerables y variadas facetas de su pasado más reciente. Bill
había aprendido que nada reprime tanto las ansias de un apasionado aunque indeciso
joven como llegar a la conclusión de que la mujer a la que creía ya conquistada ha
perdido la paciencia y decidido prescindir de él.
En cuanto a Nemo ¿quién podría saber lo que soñaba? Probablemente, el hombre
al que desde hacía poco conocíamos como Sir Randolph Mays estaba más
acostumbrado de lo que suponíamos a las particularidades de aquella conciencia a la
deriva que nos había atrapado a todos. Yo creo que sus «sueños» nos hubieran dejado
atónitos, aferrado como estaba a recuerdos concretos y abocado hacia alternativas
futuras potencialmente graves. Sabemos que, en más de una ocasión, en el transcurso
de aquella noche eterna que amenazaba con disolver su carne, Nemo abrió los
párpados y sus claros ojos, duros como perlas, se posaron implacables sobre nuestros
movedizos cuerpos.
Lo sabíamos porque cada día otro humano, una mujer, venía a visitarnos aunque
no le prestásemos atención. Flotaba, libre y conscientemente, en la ondulante
penumbra entre los cuerpos oscilantes de los sumergidos. Su cuerpo esbelto estaba
tan firmemente musculado y era tan ágil como el de una bailarina. Su corto cabello
rubio se ondulaba graciosamente al nadar, como si cada uno de sus mechones tuviera
vida propia. Se hallaba más a gusto en el agua de lo que pudiera estarlo cualquier otro
ser de su especie. Las aberturas bajo sus clavículas absorbían el agua abriéndose al

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máximo; las branquias, como pétalos entre las costillas, se estremecían mientras el
agua recorría su cuerpo, y sus miembros desnudos ondeaban rítmicamente al nadar.
Al principio, tan sólo ella tenía noción del paso de los días, viviéndolos en el
presente. Al principio estaba sola y en libertad, aunque condenada a explorar por sí
misma el vasto ámbito marino de la nave alienígena. De vez en cuando, en los
momentos más inesperados y dentro del devenir de un tiempo que carecía de ritmo,
se la veía acompañada del único otro ser despierto y sensible que habitaba aquel
inmenso volumen de agua… y así ocurrió en efecto desde el primer día.

—Estuvieron hablando, Linda; y Ellen Troy, tu hija, me contó mucho después el


tema de su conversación —explica Forster—. Así fue como más tarde supe cuál era
su nombre secreto.

Visto desde lejos, el enorme animal que nadaba ante ella podía ser tomado por un
gigantesco calamar procedente de los océanos de la Tierra, aunque un examen más
minucioso revelaba numerosas diferencias. La semejanza parecía accidental, pero no
fortuita porque los organismos que se adaptan para desplazarse velozmente en el agua
tienden a adoptar idéntica figura de torpedo cualquiera que haya sido su proceso
evolutivo. Ella perseguía a aquel ser tentacular de color gris plateado con cuanta
rapidez le era posible, rastreándolo por el olor que dejaba en el agua, absorbiendo
ésta por la boca y la nariz, analizando su rica y complicada composición química a un
nivel que rayaba lo consciente y que podía convertir en conciencia total siempre que
se lo propusiera.
—Durante varios años, mis padres dirigieron lo que fue conocido como el
Specified Aptitude Resource Training and Assessment Project (Proyecto de
Adiestramiento y Evaluación de Aptitudes y Recursos Específicos), cuyas siglas eran
SPARTA. Más tarde, el Espíritu Libre trató de anular aquel recuerdo y durante algún
tiempo me olvidé de mi nombre, aunque no de algunas facetas de mi crianza. Así que
adopté el nombre de Sparta.
El alienígena ajustó su velocidad a la de ella dentro del agua.

—¿Cuál era el propósito de… aquellas personas… de tus padres? —La pregunta
del ser ondeó en una estela de estremecidas burbujas mientras se deslizaba ágilmente
por los pasillos recubiertos de formas vivientes, sin apenas mover sus aletas
propulsoras. Las aguas por las que nadaban, mientras Sparta le seguía el rastro, se
estremecían pletóricas de esa vida brillante y multicolor.
Hiciese lo que hiciese Thowintha —cuyo nombre era una corrupta y aproximada

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versión de un sonido compuesto por siseos y murmullos—, lo lograba de un modo
natural y pausado. Sparta, como ahora le gustaba llamarse, no tenía hasta entonces la
más leve noción de los sistemas reproductores de aquel ser o de su situación u
orientación respecto a ellos, por lo que no lo creía ni masculino ni femenino, por el
momento no tenía tarea más importante en perspectiva que la que ella-él y Sparta
estaban realizando: intercambiar comentarios.
Sparta exhaló unas burbujas y profirió unos chasquidos.
—Existe un prejuicio en nuestra cultura que consiste en clasificar a los seres
vivientes según un único baremo de inteligencia. Mis padres intentaron desacreditar
dicho procedimiento.
—Semejante idea queda fuera de nuestra comprensión.
—Hay mucho en nosotros que no comprendéis. —Sonrió interiormente al
ponderar esa afirmación—. Incluso nos es difícil comprendernos a nosotros mismos.
Hablaban empleando el lenguaje que los humanos, especialmente yo, habíamos
reconstruido basándonos en algunos antiguos artefactos y que había clasificado como
el de la Cultura X.
Desde luego, mi reconstrucción distaba mucho de ser perfecta. Pero Sparta estaba
aprendiendo la lengua de Thowintha con mucha rapidez aunque obstaculizada por su
intento de reproducirla tan sólo por medios físicos. Su cuerpo tenía una cuarta parte
del volumen del cuerpo del alienígena, por lo que sus zumbidos, chasquidos y
chirridos resultaban débiles en comparación a los de aquél.
Sin embargo, el ser parecía comprender sus acuosos vocablos. Otra cuestión era
la de saber si ella-él y Sparta llegaban a entenderse plenamente; pero ésa es una
cuestión que hubieran tardado su vida entera en responder.
Para empezar, Sparta sospechaba que Thowintha no acababa de captar la noción
del comportamiento individual. Por su parte, Sparta no entendía lo que Thowintha
trataba de expresar cuando decía: «Nosotros somos el mundo viviente». Para Sparta,
Thowintha era un cuerpo simple, pero se refería a sí misma-mismo sólo en plural y
además, parecía considerarse parte integrante de la nave-universo. Mas al propio
tiempo, al decir «nosotros», Thowintha parecía referirse a algo más que a la nave. Se
consideraba un todo también junto a quienes la habían construido; aquellos seres que,
desde mucho tiempo atrás, estaban ausentes o muertos… o acaso dormidos en algún
lugar incierto de las profundidades submarinas, del mismo modo que Thowintha
había permanecido durmiendo durante eras. No existía ningún otro individuo de su
especie visible en la enorme nave, cuyo volumen excedía de los treinta y cinco
trillones de metros cúbicos.
Pero, si bien Thowintha contestaba las preguntas de Sparta sobre aquellos temas,
sus palabras carecían a veces de sentido.
El alienígena se estremeció mientras exhalaba una interminable corriente de

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burbujas.
—¿Consiguieron tus… padres corregir aquella aberrante manera de pensar?
—La aberración persiste entre nosotros, con sólo algunas excepciones y así ha
venido sucediendo durante siglos. —Una graciosa sucesión de burbujas emergió de la
nariz de Sparta—. Quizá te parezca que estamos locos.
Thowintha se lanzó de improviso hacia delante con un fuerte impulso de sus
aletas y desapareció por un corredor en el que reinaba una claridad verdosa.
Sparta nadaba obstinadamente siguiendo su rastro y preguntándose qué urgente
necesidad le habría impulsado a aquel arranque repentino. ¿Acaso la conversación
que sostenían le habría molestado de algún modo?
Siguieron nadando por el interior de aquella estructura dentro de otra estructura
en la que figuraban numerosos murales y representaciones escultóricas con formas de
vida familiares y a la vez desconocidas. Mays había llamado aquel lugar «el Templo
del Arte», y dicho nombre persistía. Una de aquellas obras maestras resultó sin
embargo no tener nada que ver con la escultura. Era la propia Thowintha, que había
permanecido allí en perfecto éxtasis durante no se sabía cuántos milenios. Ninguna de
las otras piezas del Templo del Arte había cobrado vida, pero Sparta lo contemplaba
todo con una mezcla de cautela y respeto.
Tampoco el Templo era realmente tal cosa y su relación con el arte era oscura. Por
lo que Sparta podía determinar, más bien representaba el nexo de unión por el que
Thowintha participaba, de un modo poco claro para ella, en el manejo de la nave-
universo.
El laberinto de estrechos pasillos que se entrecruzaban por todas partes se abría a
un recinto cavernoso cuyas afiligranadas paredes radiaban destellos azules y púrpura.
Sparta conocía aquel lugar. Sabía que las innumerables secciones que cubrían sus
muros por otra parte sombríos, y que alcanzaban alturas superiores a las de las
catedrales de la Tierra, representaban a las estrellas vistas desde la situación de la
nave en el espacio que se movían como proyectadas contra la cúpula de un planetario.
Sin embargo, aquellas estrellas no eran proyecciones. Cada resplandeciente sección
tenía vida propia; estaban formadas por colonias de organismos planctónicos
fosforescentes y el movimiento físico de todo aquel conjunto de luz quedaba
coordinado a los precisos movimientos de la nave.
Thowintha había quedado en suspenso dentro de aquella oquedad celeste, en un
agua pletórica de brillantes galaxias de una vida distinta: ctenóforos, crustáceos
transparentes y miríadas de minúsculas medusas que latían con colores de neón,
rojos, púrpuras y verdes. Un sonido vibrante como el de campanas que tañeran en las
profundidades marinas surgía de los conductos del alienígena; el resplandor de las
estrellas vivientes que tachonaban las paredes disminuyó y adoptaron una disposición
distinta. Cuando volvieron a aparecer poco después, la relación entre ellas venía a ser

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la misma, pero su orientación había variado.
—Mira al cielo —dijo Thowintha.
Por encima de ellos, en los oscuros confines del sombreado planetario, el mapa
estelar había adoptado una forma extrañamente contraída como si toda la esfera de
constelaciones quedara comprimida en un estrecho círculo.
—Lo veo. ¿Qué pasa?
—Ahí está la siguiente etapa de nuestro recorrido.
—¿Adónde vamos? —preguntó Sparta.
—A eso que ves por encima de ti —respondió Thowintha sin concretar más.
Sparta tan sólo pudo apreciar las atestadas constelaciones del firmamento
septentrional de la Tierra. Si el centro de la cúpula del planetario debía ser tomado
como punto de referencia para la nave-universo, cosa que no cabía descartar por
completo, el destino de aquélla se encontraba en algún lugar de la constelación de
Géminis, junto al plano de la Galaxia.
—¿Cómo se llama ese lugar?
—Es un no-lugar.
Siguieron unos sonidos en staccato que Sparta no logró descifrar.
Luego cayó en trance. En los milisegundos que transcurrieron a continuación,
evaluó las implicaciones que podía tener aquella contracción tan peculiar de las
formas estelares muy por encima de ellos. Al momento lo entendió: era la proa de
una nave espacial que viajaba a casi la velocidad de la luz. Y en las horas que
siguieron, la nave-universo experimentaría aceleraciones mucho más fuertes que las
que había necesitado para separarse de la órbita de Júpiter.
Sparta salió del trance en que había estado sumida aunque por tan breve período
de tiempo que nadie se hubiera dado cuenta.
—Es por eso por lo que les sumergimos.
—Sí. Lo hicimos por eso.

Así fue como el arca que nos transportaba a todos prosiguió su trayecto en línea
recta hacia el sol. Dentro de la fotosfera robando al sol algo de su energía
gravitatoria, la nave-universo salió disparada hacia arriba alejándose del sistema
solar, y minutos después puso en marcha sus propios e impresionantes sistemas de
propulsión. En el transcurso de nueve días, la nave-universo navegó a cuarenta veces
la aceleración gravitatoria normal de la Tierra. Pero después aquel impulso se detuvo.
Y seguimos desplazándonos ingrávidos por un espacio vacío.

Nuestro abandonado remolque estaba ahora seguro, sujeto contra su nido de


motores sólo activos a medias como un pequeño artefacto desmayadamente fabricado

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por manos humanas; como un intruso en el hemisferio etéreamente azul dentro de la
enorme esclusa. Sparta se desplazó a lo largo de una de sus patas de aterrizaje
dirigiéndose con agilidad hacia la escotilla de ventilación de la cámara del equipo,
que estaba abierta.
Una vez dentro de la nave, se movió con decisión subiendo desde aquella cubierta
generadora de vida, pasando ante los compartimientos-dormitorio y por las zonas
comunitarias en dirección al puente de mando. Sintiendo plenamente y de un modo
extraordinario su sensación de mando, tanteó la capacidad espacial del Ventris
tratando de localizar la avería que había impedido su salida. Hasta aquel momento no
había tenido tiempo para investigar; pero no tardaría mucho en averiguar la causa.
Conocía tantos modos de sabotear una nave como aquel hombre llamado Nemo.
La razón y la intuición le hicieron comprender que no debía perder el tiempo
examinando el hardware. Una vez en el puente de mando accionó con energía el
sistema completo que gobernaba el potencial de los capacitores de la nave. Bajo sus
uñas, surgieron unas púas como las garras de un gato; conductores polymer o PIN,
que introdujo en el juego más próximo de las portillas IO. Y en seguida entró en
trance.
Durante unos breves segundos, su conciencia quedó localizada de manera total en
el interior de la computadora. Flotaba en la corriente de datos con tanta facilidad
como se desplazaba nadando por las aguas de la nave-universo, aunque al tratarse tan
sólo de una de las memorias del remolcador, aquel estanque era mucho más pequeño.
Del codificador se desprendió en seguida un olor acre que Sparta fue siguiendo hasta
alcanzar su fuente.
En los últimos minutos antes de que el Ventris quedara abandonado alguien había
accedido a las redes centrales de la computadora a través del programa de la
biblioteca. Al contrario que Sparta, Nemo carecía de púas PIN debajo de las uñas que
pudiera extraer para establecer contacto directo con la computadora interface. Sólo
disponía de una antigua y furtiva sofisticación. Sabía cómo infectar un sistema de
terminales exteriores introduciendo un gusano en su circulación normal a la vez que
pedía una comida o una ficha en la biblioteca o ajustaba la temperatura y la humedad
de su solitario compartimiento-dormitorio.
Era una de tales fichas las que le había proporcionado el acceso. En pocos
minutos pudo confeccionar un gusano valiéndose de retazos robados a otros
programas; un gusano que se ajustaría a sí mismo cuando se iniciara la secuencia de
la cuenta atrás de los motores principales; un gusano planeado para devorar la
alimentación de los sensores de los motores accesorios.
Segundos después del lanzamiento, el motor número dos se había empezado a
recalentar y sus bombas de combustible y de refrigeración se habían detenido. Y era
la causa de que el lanzamiento hubiera fracasado.

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Sparta examinó aquel ingenioso gusano, haciéndolo rodar sobre sí mismo,
diseccionándolo de un extremo al otro. Luego lo dejó donde estaba. Menos de dos
segundos después de haber caído en trance, recuperó sus sentidos normales, volvió al
tiempo real y retiró sus púas de las portillas.

—Las enfermedades son inevitables en todas las formas de vida humana. Lo


mejor es extirpar los órganos dañados.
—Muchos de nosotros no pensamos así. La mayoría somos reacios a matar a
quienes están en desacuerdo con nuestras ideas.
—Lo hemos observado. Es todavía mejor eliminar la sensibilidad enferma.
Porque otra crecerá en su lugar.
—No estamos hechos como tú. Aparte de eso, otro no sería el mismo.
Thowintha permaneció en silencio unos momentos antes de emitir una enfática
serie de ásperos chasquidos y sordos golpeteos.
—Negar la semejanza constituye una pesada carga.
—¿Para quién?
—Para nosotros y para ti. Para el mundo viviente.

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Transcurrió el segundo día de nuestra suspensión en plena ingravidez.
Sparta miró el cuerpo del hombre al que amaba. Flotaba atrapado en unas venas
sedosas de latiente fluido… enredado en tentáculos succionantes… abierto por
cuchillos con filo de cristal. La sangre oscura brotaba de él formando velos que eran
absorbidos por mucosas lumínicas que temblaban en las aguas alrededor de ambos.
Luego, con exquisito cuidado, los mil instrumentos del equipo transformador de
Blake Redfield se apartaron de su cuerpo y se replegaron mientras Sparta miraba
fascinada. Los aparatos de la nave-universo parcialmente vivos y poseedores de su
propia inteligencia, habían llevado a cabo su cirugía con menos traumatismo y mucho
menor trastorno que los cirujanos terrícolas que habían practicado la misma
operación en ella.
Sparta contemplaba a aquel hombre con afecto. Había permanecido alejada de él
la mayor parte del año anterior, y antes sólo habían estado juntos de vez en cuando.
Ahora que estaba a su lado, y sobre todo porque él no sabía que lo estaba observando,
se sentía fascinada por su rostro pecoso y que tras diez días sin afeitarse estaba
cubierto por una pelambre castaña; fascinada por sus facciones medio chinas, medio
irlandesas. Lo consideraba hermoso. Ese sentimiento la maravillaba.
Excelente nadador, más alto que ella y con músculos más fuertes, había sido
modificado por expertos. Y ahora los dos eran idénticos. Porque aunque hubiera sido
Sparta misma la que diseñó su cirugía reconstructora, la tarea se había realizado con
una perfección extraordinaria. Y ahora, teniendo en cuenta la ligereza de sus
movimientos bajo el agua, los dos serían iguales.
Mientras observaba, las purpúreas aberturas de admisión bajo las clavículas de él
se separaron absorbiendo agua hacia los conductos junto a sus pulmones, donde los
músculos del tórax los impulsaron de nuevo por los orificios que había entre sus
costillas.
En aquel momento abrió los ojos. Pero los volvió a cerrar en seguida y empezó a
parpadear tontamente como si intentara aclarar su visión. Ella sabía muy bien lo que
le ocurría. En la oscuridad que lo envolvía titilaban luces multicolores que no tenían
sentido alguno para los ojos humanos.
—No tefe… veo.
—Yo a ti sí.
—Que ga… go es todo efto.
Al pronunciar Blake aquellas palabras, un chorro de burbujas le brotó de la boca.
Sus cuerdas vocales vibraron con el aire que le salía de los pulmones gracias a un
intercambio de oxígeno con sus branquias nuevas. No podía entender lo que estaba
diciendo y menos aún lo que decía ella. El esfuerzo de hablar repercutía en sus oídos

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como las vibraciones de un gong.
—No es raro. A mí me parece estupendo.
Permaneció callado unos momentos, mirando como alelado hacia la oscuridad.
—¡Dian… ze! —Se calló, escuchando el eco de sus propias palabras—. \Di…
antre! No oig… go.
—Ya te acostumbrarás. El cerebro es un órgano de plástico.
—¿Ah, sí? —Trató de hacer una mueca grotesca—. Entonces no es mi… mío. —
Intentó fijar la mirada en ella; pero sólo veía una sombra difusa—. Me prrregunto…
cómo han bo… po… dido bo… po… dido…
—¿Cómo han podido qué?
—Descubrir las estri… estre… llas. La gravi… gravi… dad. Trepi… tripular
naves espe… espaciales.
—Tienen ojos, pero la vista no es su sentido básico para entender el mundo.
Sparta guardó silencio unos instantes.
—¿Me entiendes? —preguntó.
Él asintió con un gesto.
—Me gusta.
—El espacio informativo es inmenso. Muchísimo mayor que la minúscula
porción del espectro que registran nuestras retinas.
—Si tú me lo ase… gurras…
Ella sonrió.
—No seas un chauvinista perceptual.
—Eso es fácil de decir —murmuró Blake.
Sus palabras habían brotado en una sucesión de rumores entrecortados
pronunciados en tono bajo y acentuados por un siseante zumbido. Ya empezaba a oír
mejor y a formar palabras más inteligibles.
Aspiró el aire con fuerza y, haciendo un esfuerzo consciente, lo volvió a expeler
como pudo por las agallas. Las aletas cutáneas que las cubrían eran de un tono
rosáceo en los bordes allí donde la carne seguía cicatrizándose, y le escocían al
contacto con el agua salada. Se sentía débil y vulnerable. Mantuvo los brazos lacios a
los costados, temeroso de rozarlos contra sus nuevos órganos, y empezó a moverlos
sólo al hundirse en el agua.
Sparta se compadecía de aquellas molestias, pero no dijo nada. En cuanto
transcurriesen un par de días, estaría encantado con su libertad para desplazarse en el
líquido elemento como le ocurría a ella. Y el aire acabaría por parecerle un medio
ínfimo, apenas soportable.

Ahora disponían de todo un mundo en el que disfrutar y de muchos meses para


hacerlo. Ella le enseñó los diversos procedimientos para utilizar el oxígeno de los

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pulmones extrayéndolo de la corriente sanguínea para ser recogido por las branquias;
a controlar su flotabilidad; a gobernar adecuadamente el nivel de CO2 en su sangre; a
utilizar una mezcla de gases con los que producir toda una gama de chasquidos y de
resonancias necesarios para hablar el idioma de la llamada Cultura X en su forma
submarina. Y le enseñó también lo que consideraba su mejor artimaña: cómo expeler
de sus glándulas salivares modificadas una mucosa que podía extenderse como una
densa membrana por todo su cuerpo; una mucosa brillante como el cristal, como la
madreperla o como los ojos reflectantes de las almejas, infinitamente delgada pero lo
suficientemente sólida como para funcionar como traje presurizado en el vacío, y
aislante hasta el extremo de protegerle de los bruscos cambios de temperatura. Blake
se divertía expeliendo plateadas burbujas tan grandes como pelotas de baloncesto y
tan densas como si contuviesen aire comprimido.
Exploraron juntos las profundidades.
Thowintha le había enseñado el camino hacia el centro mismo de la nave, y tardó
más de una hora en describirle aquel paraje, sin repetirse jamás, confiando
plenamente en que Sparta lo recordase todo. Ayudada por su «ojo anímico», un denso
nudo de tejido artificial implantado bajo su frente, ella lo recordaba todo a la
perfección.
Descendieron con lentitud por entre las conchas que cubrían la nave, siguiendo
tortuosos caminos que podían semejar accidentes de la naturaleza y cuya disposición
no era más racional que la de los túneles abiertos por las hormigas. A su alrededor,
los translúcidos muros brillaban con una hermosa tonalidad azul, confiriendo al agua
el color de un diáfano mar tropical terrestre, a ocho o diez metros bajo la superficie.
Enormes espacios, cuyo interior apenas si podían escrutar, se abrían a sus costados y
por encima de ellos; estalactitas de brillante y afiligranado metal pendían del techo de
las largas galerías o surgían horizontalmente de las paredes. Columnas de minúsculas
burbujas restallantes se elevaban en diversos lugares y se deslizaban sin rumbo
aparente, buscando las más mínimas diferencias de presión y de temperatura, de
forma semejante a los dispositivos ventiladores de un acuario, e incluso era posible
que desempeñaran la misma función.
La inmersión era lenta; pero no tenían ninguna prisa. Los primeros diez
kilómetros en vertical les llevaron casi seis horas de natación incesante. De vez en
cuando se distraían persiguiendo a los peces que nadaban de un lado para otro. Y lo
que consiguieran atrapar podría servirles de alimento. Así era como ocurrían las cosas
en su mundo.
Ni la luz ni la presión variaron con la profundidad. Pero, en cambio, el paisaje
cambiaba con tanta rapidez que en mentes menos concentradas que las suyas se
hubiera podido condensar en una mancha informe.
En una ocasión se encontraron nadando en lo que parecía un abismo inmenso

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cuyas paredes resplandecían incrustadas de joyas vivientes y donde una maraña de
cables de materia parcialmente viva pendían como guirnaldas o se retorcían en aquel
vacío acuático. La vida los rodeaba por todas partes: bandadas de plateados peces y
escurridizos calamares pasaban raudos como flechas; celajes de plancton pendían casi
inmóviles, deshaciéndose y volviéndose a formar en el agua clara. A niveles más
profundos, atisbaron la presencia de seres mayores que se desplazaban con lentitud
por grietas tenebrosas y que no guardaban semejanza alguna con Thowintha.
Nadaban con suavidad a través del abismo para introducirse en alguna serpenteante
cavidad.
De vez en cuando se encontraban ante una pared o un suelo liso que se volvían
transparentes y se disolvían ante ellos… hasta que un suave impulso ascendente les
permitía atravesar con facilidad lo que antes les había parecido una barrera sólida.
Eran cierres presurizados y pronto se hizo evidente —como Sparta había sospechado
tras las exploraciones anteriores de la expedición— que la presión del agua dentro de
la nave-universo variaba muy poco de un nivel a otro. La nave era enorme pero su
mundo era pequeño y su gravedad intrínseca, ínfima; la presión se regulaba de un
modo parecido al de las células del cuerpo humano que la controlan ajustando
constantemente la estructura molecular de las paredes que las contienen.
Sólo los sonidos variaban, pero de una manera gradual. En los niveles superiores
de la nave, el agua había sido introducida al compás de un siseo y de una fricción
como de insectos producidos por innumerables organismos, puntuados por el susurro
ocasional de un pez o el chasquido de una concha o de una garra al cerrarse. Apenas
audible bajo aquel coro que sonaba en tono de soprano, se percibía otro sonido
palpitante, regular y grave parecido al de un corazón gigantesco.
A medida que descendían, los frenéticos parloteos se fueron haciendo menos
insistentes. Pero el sordo latido aumentó.
A doce kilómetros de profundidad el panorama cambió, al principio de un modo
gradual y luego, mientras atravesaban un último cierre cupular, de manera más
brusca. Todas las formas de vida, tanto escultóricas como reales, desaparecieron,
quedando en las regiones superiores, para ser remplazadas por columnas reflectantes
como espejos, estrechas y cilíndricas, y por arcos catenarios finos cual alambres, de
un material diamantino como el que formaba la impoluta cubierta exterior de la nave-
universo.
En aquel paraje remoto y profundo el agua era de una pureza inmaculada sin
rastros de materias orgánicas ni la menor traza de ondulaciones provocadas por
espirales oscilantes o por burbujas. Aproximadamente a un kilómetro por debajo de
donde Blake y Sparta se movían respirando con lentas pulsaciones, los brillantes
fustes de las columnas radiales convergían en línea recta sobre un elemento brillante
y esférico que latía en forma de luz en las profundidades.

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Sparta y Blake exhalaron racimos de burbujas procedentes de sus pulmones, en
donde las habían almacenado tras extraerlas de sus agallas. Y empezaron a hundirse
lentamente.
Sparta escuchó.
El agua resonaba con el latido de aquello que vibraba en el corazón de la nave, y
que ahora podían ver claramente.
Semejaba un erizo de mar muy delgado, y estaba provisto de largas púas.
El agua que fluía por la garganta y las agallas de Sparta no había cambiado de
sabor, aparte de la astringencia producida por una más alta concentración de oxígeno
disuelto. Pero no detectó ninguna radiación gamma ni la presencia de neutrones.
Tras algunos minutos de hundirse pasivamente, Sparta y Blake flotaron a unos
metros de distancia de la difusa y latiente fuente de luz que parecía desprovista de
toda sustancia o estructura interna. Ningún cuerpo físico era visible en el núcleo de
aquella esfera fulgurante que pareció replegarse cuando se acercaron a ella, aunque
probablemente aquella impresión fuera debida al reajuste de sus pupilas a la claridad.
Las diamantinas «columnas» que irradiaban destellos en todas direcciones no
eran en realidad columnas, sino esbeltos ramajes hasta que aquel simple tramado de
filamentos delgados como cabellos se iba afinando hasta desaparecer cuando
penetraba en el globo de luz. La forma hacía recordar una masa de neuronas arbóreas.
Los dos nadaron lo más cerca posible de aquel paraje hasta que la retícula
diamantina les impidió acercarse más.
—Recoge energía del vacío —observó Sparta.
—Es una singularidad aprendida —comentó Blake maravillado.
—Sí; una singularidad —convino ella—. Pero ¿aprendida o creada?

Hallaron a Thowintha en el puente del Templo. Las estrellas vivientes en la alta


cúpula habían adoptado una formación compacta y regular en forma de anillos
concéntricos que emitían una luz roja y azul.
«Ya estamos cerca», había dicho antes él-ella.
—¿De nuestro destino? —preguntaron.
Otra oleada de sonidos indescifrables surgió del alienígena.
—No comprendemos —dijo Sparta.
—¿Entendéis el concepto de los pequeños cuerpos de hielo? Sparta miró a Blake.
Y éste formó con sus labios una palabra silenciosa: «Cometas».
—Pensamos que tal vez te refieras a lo que nosotros llamamos «cometas».
—Una vieja palabra. Originariamente quería decir «melenudos» —añadió Blake.
Thowintha emitió un sonido explosivo que a ellos les pareció que podía indicar
jovialidad… si es que realmente el alienígena era capaz de dicho sentimiento.
—El pelo no es una característica común entre nosotros, —explicó—. Vosotros

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llamáis cometas a lo que para nosotros son cuerpos de hielo. Llamamos a este lugar
Ahsenveriacha… Torbellino, en lengua clásica.
—¿Torbellino? —preguntó Sparta.
—Némesis —explicó Blake.
Era un vocablo que llevaba mucho tiempo sin pronunciarse. En las postrimerías
del siglo XX, físicos y astrónomos habían formulado la hipótesis de que el sol fuera
parte de un sistema estelar binario, es decir, que al igual que otras muchas estrellas en
el universo, tenía un duplicado. Y cabía que su homónima discurriera por una órbita
excéntrica perturbando periódicamente la nube de cometas que rodeaban el sistema
solar, por lo que algunos de ellos se replegaban hacia el centro en dirección a los
planetas terrestres, lo que en ocasiones provocaba que algunos colisionaran con ellos.
Pero aquella supuesta estrella doble, a la que se llamaba Némesis, nunca había sido
localizada, por lo que la hipótesis acabó por descartarse.
—¿Qué tipo de objeto es «Torbellino»? —preguntó Sparta.
—No tienen caracteres de objeto. Es una región singular compuesta de tiempo y
de espacio.
—¡Una región singular! —exclamó Blake.
—¿Quizás un agujero negro? —preguntó Sparta.
—Si la doble del sol se hubiese precipitado a un agujero negro antes de que
alguien consiguiera observarla —reflexionó Blake. Y se detuvo muy excitado antes
de añadir—: Ello explicaría por qué nunca la han podido encontrar.
—Agujero negro. —Los sonidos percusivos de Thowintha expresaron
comprensión—. Una descripción muy acertada.
—Pero ¿por qué es ése nuestro lugar de destino? —quiso saber Sparta.
—Ese… agujero negro… pertenece a la clase de los que están en rotación
acelerada, permitiendo el acceso a otras regiones del tiempo y del espacio. Debemos
volver allí para reorientarnos en el universo.
—¿Reorientarnos? —preguntó Blake—. Entonces ¿nuestro destino final no está
predeterminado?
—Tenemos varias opciones —indicó Thowintha con naturalidad.
Sin embargo, en apariencia dichas opciones eran limitadas. La explicación de
Thowintha estaba lejos de ser clara; pero Sparta y Blake dedujeron que algunas
decisiones codificadas milenios antes en el genoma de la nave-universo viviente se
expresaban ahora mediante su sistema nervioso. Cuando ésta, temporalmente ubicada
en la órbita de la falsa luna Amaltea, había emergido de su manto protector de hielo,
escudriñó el firmamento en busca de un objetivo preprogramado y, habiéndolo
localizado finalmente en dirección al Sol, se había puesto en camino hacia allí sin
más preámbulos. Incluso Thowintha, la voz de la nave, era al parecer incapaz de
variar su ruta hasta las etapas finales de aquel viaje hacia las zonas exteriores.

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De haber ocurrido algunos años antes o después de la progresión orbital de
Júpiter, Torbellino-Némesis se hubiera encontrado en una dirección distinta a la del
punto de partida de la nave-universo. E inmediatamente se hubieran requerido
aceleraciones brutales para liberar a la nave de las garras del sistema solar. Pero, por
el contrario, la atracción solar era ahora un factor importante y a los humanos les
quedaban sólo unos cuantos días para prepararse. Tan sólo algunos factores
accidentales de tiempo y de lugar habían salvado sus vidas.
Thowintha habló y ellos creyeron cada una de sus palabras.

—Una singularidad en el corazón de la nave; una singularidad en el espacio…


controlándonos como una roca suspendida sobre una piedra —dijo Blake más tarde,
cuando estuvieron solos—. En un universo como éste no estoy seguro de saber lo que
significa tener posibilidad de elección.

La nave-universo se estaba precipitando hacia un lugar invisible en el cielo. Pero


al cabo de un instante ese mismo cielo resplandeció con los colores del arco iris.
Y momentos después, un sol estallaba en el firmamento.
—¿Qué sol ha sido ése? —preguntó Sparta mirando con temor.
Las constelaciones que poblaban el techo del puente del Templo se reagruparon
casi instantáneamente ofreciendo una nueva visión del firmamento. La brillante zona
poblada de organismos que representaba al nuevo sol formaba un disco de bordes tan
precisos y de un amarillo tan abrasador que a Sparta casi le pareció estar viéndolo
realmente.
—Lo llamamos Enwiyess, que en el lenguaje clásico quiere decir más o menos
Amarillo Simple. Y le hemos dado un número para distinguirlo de los otros millones
de su misma especie. —Thowintha emitió un gorgoteo acuoso que podía equivaler a
una risa—. Vosotros lo llamáis el Sol.
—¿El Sol?
—¿Nuestro Sol? —preguntó Blake emitiendo burbujas de sorpresa.
—Sí.
—Hemos dejado al Sol al menos dos años luz detrás de nosotros —protestó Blake
—. Esas constelaciones no son las mismas de nuestro firmamento.
—Torbellino tergiversa el espacio y el tiempo. Hemos emergido a una región de
espacio-tiempo tres mil millones de años antes de nuestra partida. La disposición de
las estrellas era distinta entonces.
—¿Tres mil millones de años… antes? —preguntó Sparta. Y movió los brazos en
una graciosa aunque inconsciente imitación de los tentáculos de Thowintha que les
pareció que indicaba perplejidad.

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—¿Tienes un reloj que te lo indique? —preguntó Blake.
Thowintha agitó sus sensores hacia la bóveda del Templo.
—Allí está nuestro reloj. Sabemos… recordamos… dónde estamos y cuándo.
El enorme ser se volvió hacia ellos elevando los tentáculos como si se tratara de
la falda de una bailarina.
—Podéis despertar a los humanos de su sueño.

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Segunda parte
VENUS, VENUS, PRIME

5
Jo Walsh parpadeó y unas lágrimas brotaron por entre sus párpados mientras
volvía a estornudar.
—¿Estás resfriada? —le preguntó Troy.
—Me parece que sí —repuso Jo Walsh con voz nasal. Expelió un poco de agua.
Observé ese intercambio de palabras sintiéndome apenas consciente desde mi
rincón en la apestosa cámara del Ventris. El ambiente allí no era sólo cálido sino
decididamente sofocante. El sudor nos corría por la desnuda piel y nos sentíamos
como en el interior de un baño de vapor.
Jo Walsh enganchó una traba en la pared almohadillada, se apartó el cabello de
los ojos y, al tiempo que movía vivamente la cabeza, se dio una fuerte palmada en el
oído con la mano libre.
—Tengo agua en los ojos —dijo—. Hace que me sienta soñolienta. —Se apartó la
mano del oído produciendo un ruido como al destaponar una botella—. Así está
mejor.
Miró a su alrededor y, al verme, me dirigió una desvaída sonrisa.
—¿Dónde están los demás? —quiso saber.
—Poniéndose los trajes —respondió Troy—. Dicen que necesitan los bolsillos.
En el extremo más alejado de la estancia, Tony Groves empezaba a despertarse.
Estaba blanco como un pez y parecía medio muerto. Una barba de seis meses se le
enroscaba sobre el pecho.
—Me parece que tendré que ir yo mismo en busca de esos bolsillos —manifestó
con cierto énfasis.
Aunque en realidad trataba desesperadamente de que nadie le prestara atención.
La mano de Troy, al posarse en su hombro, pareció hacerle recobrar la calma.
—Estoy perfectamente —aseguró—. Muchas gracias.
Troy intentó ayudarle a pasar al corredor.
Estar desnudo no es motivo de ofensa en nuestro siglo; pero para los humanos de
piel lisa y obsesionados por las prendas, éstas son algo más que un adminículo
convencional y se convierten en algo totalmente necesario para ellos. No cabía duda
de que cuanto más viviera en el agua menos las echaría en falta Troy. Volvió a
ponerse en cuclillas frente a Jo Walsh sintiéndose a gusto en su piel.
—¿Nemo? —preguntó Jo Walsh.

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—Está seguro donde se encuentra.
—¿Cuánto tiempo hemos permanecido bajo el agua? Parecen haber transcurrido
diez minutos desde que nos durmieron.
—Diez días de aceleración a cuarenta gees. Seis meses costeando. Nueve días de
deceleración, otra vez a cuarenta gees.
Jo Walsh cesó de limpiarse el sudor.
—¡Virgen Santísima! —exclamó.
Troy levantó una ceja con aire de asombro. ¿Jo Walsh abrigaba sentimientos
religiosos?
—¿De dónde procedía la fuerza? —preguntó Jo—. ¿Cuál era el origen de la masa
de reacción?
—La fuerza motriz es invisible.
—¿Cómo opera? ¿Qué dice a esto el alienígena?
—No sabe explicarlo. Afirma que no es un manipulador de herramientas sino más
bien un lector de mapas.
Por aquel entonces me encontraba tan aliviado de mi deprimente confusión que
pude articular:
—¡Echemos una ojeada! —Troy me miró con aire cauteloso pero yo proseguí con
aplomo—: Podríamos llevar abajo al Manta. Y aunque no logremos ver plenamente
el fenómeno podremos al menos sacar alguna conclusión. Apenas si hemos rozado la
superficie de esta nave-universo en el tiempo de que hemos dispuesto, pero no hemos
profundizado en ella. ¿Tiene algo que objetar Thowintha a que investiguemos un
poco más a fondo?
Troy levantó una mano para detener mi entusiasta perorata.
—Blake y yo hemos investigado, profesor. Y no hay nada.
—¿Qué ya han…? —me detuve al comprender que estaba todavía demasiado
débil para enfadarme.
—Nada en absoluto… excepto una luz muy brillante.
—¡Nada!
La capitana decidió apoyarme.
—¿Cuál es el protocolo aquí? —solicitó a Troy—. Me refiero a que no sabemos
con exactitud si somos invitados o prisioneros. O tan sólo lapas en el lomo de una
ballena.
—Somos Designados —la informó Troy.
Jo Walsh no vaciló.
—Usted quizá sea una Designada. Puede vivir aquí abajo. Ir a donde le plazca.
Pero eso no contesta a mi pregunta.
—Lo siento, Jo. Por el momento no puedo dar una respuesta más concreta.
—¡Seis meses! Debemos haber alcanzado el noventa y nueve por ciento de la

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velocidad de la luz. Lo que significa… —reflexionó unos segundos— un mínimo de
cuatro años desde que salimos de la Tierra. Incluyendo el relevo.
—Parece tener en la punta de la lengua las ecuaciones de Lorentz.
—Soy piloto.
—En realidad hace un poco más de cuatro años —informó Troy—. Le diré que
incluso hemos atravesado un agujero negro.
Jo Walsh y yo intercambiamos una mirada de incredulidad.
—Me parece que debí haber preguntado antes… —empezó.
Pero yo fui más rápido que ella.
—¿Dónde nos encontramos? —quise saber.
Troy retuvo el aliento y su voz sonó casi como un suspiro.
—Estamos en Venus.

Al cabo de una hora, los miembros de la expedición nos habíamos reunido en la


cámara del remolcador para oír lo que Troy tuviera que decirnos. El masaje calórico
isónico nos había rescatado de las pastosas profundidades en que habíamos estado
sumidos. Los hombres nos habíamos afeitado, quitándonos las barbas estilo Rip van
Winkle, y las mujeres habían pasado algún tiempo haciendo brillar sus ojos y sus
labios.
Con la piel tensa sobre los largos músculos y tan blanca como si fuera
transparente, Troy parecía contenta.
—¿Dónde… cuál es su nombre? —murmuró Hawkins sin dirigirse a nadie en
especial.
—Blake se encuentra en la nave-universo, si es eso lo que quiere saber —le
contestó.
—No me refiero a él.
—Y también Nemo. Pero no son libres para ir a donde quieran. A Nemo no lo he
despertado todavía —informó Troy—. Son ustedes los que deben decidir qué
hacemos con él. Saboteó la secuencia de lanzamiento de nuestra nave con mucha
habilidad y rapidez, a los pocos minutos de quedar sin vigilancia directa.
—Toda una hazaña —opinó Groves.
—He dejado su obra en el mismo lugar en la computadora por si alguien quiere
echarle una ojeada —afirmó Marianne Mitchell—. Si mi opinión vale para algo
sugiero que debemos dejarlo allí abajo para siempre.
A juzgar por el silencio que se produjo, estaba claro que nadie discrepaba.
—¿Son reparables los daños? —preguntó Angus McNeil con aire tranquilo.
Al ingeniero le importaba más la integridad de su nave que el destino de aquel
huésped no deseado.
—También sobre eso será preciso decidir —repuso Troy—. Puedo eliminar al

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gusano. Ustedes son los que han de decidir si ponemos la nave en funcionamiento
otra vez. Los motores de la nave-universo pueden ayudarnos, si es que logran
comunicarle cuáles son nuestras necesidades.
—Tony y yo echaremos una mirada.
Yo intervine entonces:
—Eso significa que el Ventris continúa siendo operativo. Pero ¿se trata de una
afirmación razonable, inspectora Troy?
—En la situación actual no puedo prever en exceso el futuro, profesor —-me
contestó dirigiéndome una mirada mucho más expresiva que sus palabras—. Desde la
última vez que hablamos, la nave-universo ha recorrido dos años luz partiendo del
Sol hacia la constelación de Géminis. Alcanzó casi el noventa y nueve por ciento de
la velocidad de la luz antes de penetrar en un agujero negro en espiral que al parecer
es el resto de un compañero binario de nuestro Sol. Logramos salir de él…,
Thowintha lo llama el Torbellino, para volver prácticamente a nuestro punto de
partida a un par de meses luz del Sol. Dentro de unas horas estaremos en una órbita-
aparcamiento alrededor de Venus.
—Pues entonces quizá no haya necesidad de reparar el Ventris. La nave-universo
puede sencillamente transferirnos a Port Hesperus.
Troy aspiró con fuerza un aire que le debía parecer en extremo sutil; sus agallas
se estremecieron involuntariamente.
—El caso es que el tiempo, o la fecha, o como quiera llamarlo, corresponde en
este momento a unos cuantos miles de millones de años antes de nuestra partida.
Marianne se quedó boquiabierta.
—¡Cielos! —exclamó Hawkins—. ¿Qué vamos a hacer ahora?
—Thowintha no nos ha dicho nada al respecto —continuó Troy acalorada—. Tal
vez no sepa nada; pero a juzgar por algunas cosas que ha insinuado, me parece que no
estamos solos en este lugar.
—¿Podría ser la Cultura X? —pregunté. Porque estaba ponderando dicha
posibilidad y me conducía a una conclusión asombrosa incluso para mí—. ¡Claro que
sí! Es posible que hayamos sido transportados al pasado para presenciar su
funcionamiento. Quizá nos sea permitido observar la…, digamos, la terraformación
de Venus. Es decir, si «terraformación» es la palabra adecuada.
—Y si Cultura X es una definición apropiada respecto a esa gente —declaró
Hawkins con una expresión inusualmente ofensiva.
Al mismo tiempo, me dirigió una mirada centelleante como si quisiera sugerir que
en realidad había sido yo el que los había metido en aquel lío… lo que supongo era
cierto. Mrs. Mitchell se sumó a su actitud agresiva al manifestar acaloradamente:
—Lo de que «nos sea permitido» no es precisamente la expresión que yo habría
utilizado.

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Encajé sus críticas haciendo un esfuerzo para soportarlas en silencio. No me
sentía ya responsable del destino de mis compañeros.
—¿Cómo se llaman a sí mismos? —preguntó McNeil con aire tranquilo.
—Se llaman «nosotros» —le respondió Troy—. Sencillamente así.
—No podemos seguir denominándolos Cultura X —decidió Hawkins con la
evidente intención de molestarme puesto que había sido yo quien propuso aquel
término muchos años atrás—. No se trata de mecanismos sino de seres vivientes. O,
al menos, uno de ellos lo es.
Groves intervino para afirmar con entusiasmo:
—Desde que el Embajador cobró vida siempre lo he considerado como un
amalteano.
—Lo mismo pienso yo de ella —dijo Jo Walsh.
—Para mí es «ello» —se pronunció Groves.
—Muy bien —afirmé—. Sea como fuere, son amalteanos.
Estuvimos hablando un rato más hasta que cada uno hubo formulado sus
preguntas: ¿Qué aspecto tenía el alienígena? ¿Qué había en el interior de la nave-
universo? ¿Cómo sabíamos que nos hallábamos a tres mil millones de años en el
pasado? Pero aquello sólo confirmó que semejantes cuestiones eran por completo
irresolubles.
A mí me parecía que, a juzgar por la actitud tan normal que mis compañeros
mantenían después de la prueba sufrida, había desaparecido todo el malestar y el
nerviosismo que surgió de un modo natural cuando estábamos en Júpiter. Las
egocéntricas reacciones y las pequeñas rencillas que se habían producido durante la
expedición a Amaltea estaban siendo sustituidas rápidamente por preocupaciones
concretas. Una cosa quedaba bien clara, y era que el alienígena no necesitaba de
nuestros conocimientos profesionales. Thowintha nos mantenía con vida por alguna
razón estrictamente personal. O acaso simplemente por indiferencia.
Ninguna meta u objetivo, sin importar lo difícil o alejado que se encontrara en el
futuro, lograría poner fin por sí mismo a nuestra aventura. Sólo la muerte podía
hacerlo. Habíamos adoptado la expresión indiferente y resignada de aquellos pioneros
del Oeste que a bordo de sus carretas se dirigían hacia un país inexplorado, esperando
encontrar como ellos algún paraje en el que establecernos y sabiendo que sólo lo
reconoceríamos en el momento en que llegáramos a él… Si es que llegábamos alguna
vez.
Por fin, tras un silencio interminable, McNeil pronunció la última palabra sobre el
tema.
—Bien. Ahora que todo eso ha sido planteado sin encontrar respuesta… ¿qué hay
para cenar?
Nos echamos a reír, más por alivio que por sentirnos alegres. La cena no tardó en

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llegar. Había langostinos y calamares y las algas marinas tenían muy buen sabor para
quienes como nosotros habían sido alimentados durante meses con inyecciones
intravenosas.
Por mi parte, lo único que lamentaba era que nos encontráramos todavía dentro de
aquella complicada astronave sin modo alguno de averiguar qué había al otro lado del
brillante casco que nos envolvía.

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«No fue hasta mucho después cuando supe lo que había en el exterior —
dice Forster a sus oyentes—. Me había sido descrito lo que ninguno de
nosotros podía ver…».

Aquella luna de diamante, nuestra nave-universo con superficie de espejo, se


deslizaba suavemente hacia otro espejo, el del Sol o la resplandeciente Venus. Pero
conforme caía, dejaba tras de sí otras luces en el cielo, sorprendentemente cercanas,
como franjas deslumbrantes que pendían de la noche constelada de estrellas cual
banderas de combate orientadas al Sol.
La noche estaba llena de cometas.
El poderoso escape llameó brevemente y la nave-universo perdió velocidad
orbital mientras descendía vertiginosamente hacia las cimas nebulosas del planeta.
Los que viajábamos en el Ventris nos hubiéramos sentido sobrecogidos de haber visto
aquellas nubes. Aunque tan altas y densas como las de nuestra última época, no
tenían el color amarillo sulfuroso de las humaredas industriales, sino el azul nítido y
acerado del vapor de agua.
La nave-universo, con sus treinta kilómetros de longitud se hundió en aquellas
nubes, disminuyendo lentamente su dimensión relativa y su fulgor por contraste con
el disco del planeta, hasta que finalmente fue absorbida por la niebla.

Las mil tonalidades verdes de las relucientes hojas y de los frágiles helechos
enjoyados por la humedad, así como de aquel otro verde de textura más suave que
pendía en franjas de brocado de la superficie de los rojizos acantilados, resplandecían
por todas partes.
Un millón de años o más de vientos huracanados y de constantes lluvias habían
tallado los riscos basálticos hasta convertirlos en acerados filos rocosos que
sobresalían mil metros por encima de las mareas implacables de un hirviente mar de
color verde grisáceo.
El neblinoso cielo estaba oscurecido por bandadas de seres parecidos a aves,
como gotas de tinta esparcidas sobre un papel blanco. Las cimas de los acantilados
aparecían moteadas de manchas blancas allí donde anidaban aquellas criaturas.
Formaciones rocosas rodeaban las playas y las calas, al pie de los peñascos, estaban
ribeteadas por una arena dorada rojiza y esbeltos árboles semejantes a cocoteros que
se inclinaban flexibles bajo el cálido viento. Los farallones se extendían por el Este y
el Oeste a lo largo de centenares de kilómetros. Blancas cascadas se precipitaban

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desde ellos hacia el profundo y verde mar, hundiéndose junto con la lluvia en unas
olas perpetuamente agitadas y cubiertas de espuma. Los océanos de Venus, con una
temperatura próxima a los cien grados centígrados en su superficie, se encontraban en
un estado de casi ebullición.
Aparte de aquellos seres semejantes a pájaros no se percibía la presencia de
ninguna otra criatura viviente en los kilómetros y kilómetros del neblinoso paraje
azotado por la lluvia. Los millones de aves que volaban en círculos como retazos de
vida irracional, trazaban formaciones que parecían surgir de las capas de nubes, de
aquel enorme escudo de diamante que, cual espejo perfectamente cóncavo, reflejaba
un mundo verde de crestas de olas y de cimas rocosas; un mundo de verde vegetación
de acantilados que se extendían en líneas sinuosas y de decenas de miles de manchas
de tinta zigzagueando bajo un cielo blanco, emitiendo chillidos, por sobre las rocas o
rozando las vaporosas aguas.
La inmensa aparición emergió zumbando de aquel vientre de nubes y se posó
convulsa en el mar entre columnas de cegadoras llamaradas. Otras columnas, esta vez
de rugiente vapor, se elevaron y la ocultaron hasta que fueron esparcidas por el
viento. Las estremecidas y verdes rompientes se estrellaron contra su superficie lisa
como un espejo; un succionante torbellino rodó en espiral por sus flancos mientras la
nave se detenía chirriando, después de haberse hundido hasta donde se lo permitió la
profundidad del agua.
Con sus treinta kilómetros de longitud en el eje más largo y poco menos cuando
estaba tendido de costado como sucedía ahora, la nave-universo se había posado
sobre uno de los fondos más profundos de los océanos de Venus, que en ningún lugar
sobrepasaban los dos kilómetros. La brillante piel del enorme navío sobresalía del
agua, curvándose hacia las nubes de la atmósfera inferior, sobrepasando en altura a
los acantilados próximos a ella. La lluvia le corría por los costados y caía como un
velo sobre las sombreadas aguas. El cálido mar primaveral se ondulaba en
arrolladuras montañas de espuma que iban a morir en la playa.

Forster interrumpió su relato.


—Entretanto —prosiguió de improviso— en lo más profundo de la nave-universo
otros trascendentales hechos estaban teniendo lugar sin que nosotros lo supiéramos…

—Tengo la impresión de que ahí pasa algo —comentó Blake. Y sus palabras
resonaron en las aguas de la bóveda del Templo.
Sparta, que nadaba por el desierto puente detrás de él, siguió la dirección de su
mirada. En la intrincada superficie de la bóveda, el mapa de los astros se había
desvanecido, y cúmulos de luz se fundían entre sí. Pero al contrario de los lívidos

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despliegues que habían presenciado hasta entonces, aquellas aglomeraciones
multicolores ofrecían tonos casi ardientes que latían en destellos de neón como los
seres vivientes que habitaban las aguas interiores.
Como estimuladas por los pensamientos de Sparta, las aguas del puente
temblaron y se estremecieron adoptando colores en tres dimensiones. Seres que
durante seis meses habían deambulado sin rumbo fijo por los acuosos espacios de la
nave, permitiendo incluso ser atrapados y devorados, bullían ahora en una frenética
pero organizada actividad; escuadrones de calamares y bandadas de peces emitían
centelleos azules y naranja y giraban en compactas formaciones, dispersándose luego
como organismos simples a derecha e izquierda, hacia arriba y hacia abajo. Nubes de
brillante plancton y de rosáceas medusas latían en intrincadas abstracciones acuáticas.
De pronto, Thowintha hizo su aparición en las catedralicias alturas y se dejó caer
hacia donde se encontraban Sparta y Blake. Ella no había visto nunca al alienígena
moverse de manera tan rápida. Thowintha semejaba un cohete submarino y su manto,
que no había variado su color gris perla desde la primera vez que los humanos la
vimos, irradiaba ahora una claridad moteada por tonos de un anaranjado sangriento.
Cuando el enorme ser pasó junto a ellos, raudo como una centella, emitió un
caudal de sonidos:
—Ha llegado el momento de preguntarnos sobre el rumbo a seguir.
Segundos después se lanzaba hacia el exterior por uno de los estrechos pasadizos
situados en la base de la bóveda, dejándolos a ambos balanceándose en su turbulenta
estela.
Blake miró a Sparta con sorpresa.
—Ha hablado en plural.
—Quizá no haya querido decir «nosotros» sino «ellos» —apuntó Sparta.
Por encima de ambos, bajo la superficie de la bóveda, las multicolores
aglomeraciones habían cobrado una brillantez más intensa hasta adquirir un grado
agresivo, formando un círculo completo bajo el anillo que indicaba la línea de
flotación.
—Hemos de averiguar lo que pasa —añadió.
Siguieron una ruta tortuosa por el laberinto de corredores de la nave hasta
alcanzar el nivel del mar y descendiendo todavía más. Sparta iba en cabeza. Los dos
se encontraban muy lejos del veloz alienígena; pero el aroma de Thowintha
impregnaba el agua marcando un rastro que podían seguir fácilmente.
Recorrieron un largo trayecto hasta alcanzar la compuerta más próxima. En el
momento en que llegaban, la enorme cúpula se estaba abriendo al mar exterior. Los
dos humanos se detuvieron, manteniéndose en la sombra, flotando inmóviles a unos
cien metros por detrás de Thowintha. Lo que estaban viendo los llenaba de sorpresa.
Centrado en la abertura, la silueta del alienígena se recortaba contra el verdor del

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agua. Nubes de animales de escaso tamaño zigzagueaban como centelleantes
luciérnagas, desplazándose en nerviosas formaciones. Fuera, por sobre la superficie
del mar venusino que se agitaba y rompía, una claridad verdosa se infiltraba en las
claras y frías aguas incidiendo de lleno sobre una horda de animales marinos
tentaculares, algunos menores que Thowintha y otros, de un tamaño enorme, mayores
que los gigantescos pulpos de la Tierra y que semejaban pequeñas ballenas; pero
todos formados según el mismo esquema básico; caperuzas, agallas, ojos brillantes,
numerosos brazos y cuerpo aerodinámico.
Los colores se alternaban en la carnosidad de sus mantos adoptando ricas
tonalidades de rojo y púrpura y centelleando por la bioluminiscencia. Las formas se
concretaban y se disolvían incitando a los ojos a imaginar estructuras coherentes que
se desvanecían antes de que Blake y Sparta pudieran identificarlas, si es que en
realidad eran imágenes. Sus masas de tentáculos se enroscaban y desenroscaban en
una especie de enigmático ballet.
Todos parecían emitir sonidos al unísono. Un coro de órganos tenantes y de
campanilleos in crescendo hacían estremecer las aguas con tal intensidad, que Sparta
pudo percibir las formas ondulantes provocadas por aquella armoniosa sinfonía
proyectándose como trémulas sombras contra el fondo arenoso del océano.
—Creía entender esa jerga —comentó Blake expeliendo burbujas por el pecho—.
Pero me pierdo la mayoría de las palabras.
Al oír su voz, la sinfonía alienígena cesó de improviso. Cada ojo amarillento de
aquella multitud se movió en su encapuchada concavidad para fijarse en Blake y
Sparta. El comentario de él acababa de revelarles su presencia.
Los mantos se oscurecieron, pasando del rojo al púrpura oscuro y todos al
unísono preguntaron:
—¿Quiénes son ésos?
Thowintha les contestó:
—Son invitados que vienen a compartir nuestro consejo.
Instantáneamente, el coro resonó otra vez, ahora con mayor intensidad y mayor
incoherencia para los «invitados». Como Sparta tenía más experiencia que Blake en
aquel lenguaje, pudo captar algunas formas verbales corrientes: venimos, hacemos,
somos, estamos; y vocablos tales como coordenadas, alternos, interferencia,
ondulación, colapso, frustración, infracción, probabilidad.
De la boca de Blake surgió una burbuja.
—Ellen…
Pero ella se llevó un dedo a los labios para hacerlo callar.
Thowintha volvió a unir su voz a la del coro, pero expresándose esta vez de un
modo tan incomprensible como el resto y con tanta intensidad como la de todos ellos.
La armonía producida por aquel alboroto era tal que se hacía inconcebible que

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pudiera existir el más mínimo atisbo de desorden. Se produjo un movimiento
colectivo en la multitud de los seres acuáticos y los flancos de la formación se
cerraron, espesándose hasta formar una bolsa viviente frente a la compuerta que
impidió por completo la visión de las aguas.
Blake dirigió a Sparta una mirada de alarma. Pero sólo tuvieron que esperar unos
segundos. Thowintha adoptó de improviso una asombrosa tonalidad azul. Y con una
oscilación de su manto y un espasmo de sus tentáculos se desplazó de costado. Los
pequeños calamares y langostinos que se habían estado estremeciendo frenéticamente
tras él-ella en el espacio se alejaron inquietos, describiendo delicadas espirales
semejantes a los chisporroteos de una rueda de fuegos de artificio.
Al otro lado de la compuerta, el centro de aquella atestada escuela de alienígenas
se abrió graciosamente como el diafragma de una cámara fotográfica formando un
círculo a través del cual quedaba enmarcado el océano.
—Venid con nosotros —cantó el coro.
Blake miró a Thowintha, preguntándose si acaso también su alienígena
obedecería a aquella retumbante voz de mando. Al notar su inquietud, Thowintha
levantó delicadamente sus tentáculos.
—Estoy de acuerdo con ellos —dijo y, al igual que un grupo de instrumentos, el
coro exterior emitió un acorde armonioso.
—¿Cuándo volveremos? —inquirió Blake, preguntándose si su voz sería un
reflejo de su triste y melancólico estado de ánimo.
—No vais a dejarnos —respondió Thowintha.

Y también esta vez su voz quedó reforzada por el coro exterior en una
comunicación misteriosa e instantánea.
Los dos pálidos humanos, poseedores de sólo cuatro tentáculos rígidamente
unidos al cuerpo y poco aptos para la natación, hacían esfuerzos para surcar el agua
en medio de la hueste alienígena.
Blake se permitió un atisbo de nerviosa sonrisa interior. El desplazamiento dentro
de aquel lugar lo había situado repentinamente en una de las pinturas murales que
decoraban el techo, llenas de querubines, de serafines y de santos que ascendían al
cielo entre celajes de púrpura y de satinado azul.

—Blake no tenía modo de saber cómo había yo soñado en aquellas mismas nubes
de alienígenas angelicales —contó Forster sonriendo—. La apoteosis de Neptuno.
Pero desde luego, en mi imaginación, los había colocado, en un cielo distinto.

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Los dos flotaban uno junto al otro, tocándose las manos mientras la escuela de
alienígenas formada en un círculo a su alrededor los dirigía suavemente por entre las
claras corrientes con millares de movimientos de sus tentáculos, que cual delicadas
lenguas les rozaban la piel desnuda. Aunque estaban rodeados por aquellos inquietos
seres, éstos dejaban prudentemente que nada obstruyera su percepción. Sparta y
Blake pudieron ver así cómo se aproximaban a una colonia tan grande que podía
constituir una ciudad.
Y, en efecto, era una ciudad de cuevas de coral y oscuros arcos abiertos en los
blancos acantilados de carbonato; antiguos y profundos arrecifes moteados de
cavernas y cubiertos con guirnaldas de materia viva. Aquí y allá algún fragmento de
metal plateado navegaba en las corrientes: una amplia red parabólica quizá con la
forma de una antena de radio pero diseñada como una telaraña; o una sucesión de
finas cintas en espiral como estalagmitas corroídas que quisieran alcanzar la
superficie del agua. A Blake aquello le recordaba las ruinas de una ciudad que en
cierta ocasión había visto en un aislado acantilado de Grecia; una ciudad monacal
bizantina erosionada hasta no quedar de ella más que hileras de desplomadas bóvedas
sobre las colinas de piedra caliza alineadas en capas sucesivas unas encima de otras.
Pero lo que ahora veía era un pueblo hirviente de bulliciosos y brillantes seres que
se movían en seis direcciones al mismo tiempo, llenando el espacio entre las paredes
de coral del cañón. Al igual que los árabes, no parecía importarles rozarse unos a
otros o quizás incluso aquel contacto les confiriese cierto sentimiento de seguridad.
De vez en cuando una nave de apariencia extraña flotaba por entre la masa viviente;
algunas con forma de pequeñas esferas resplandecientes como burbujas; otras
mayores, que se podían confundir con organismos, dotadas de naturaleza propia.
—¿Es así como te imaginabas el reino de Neptuno? —preguntó Sparta. Y sus
palabras sonaron como campanadas en el agua.
—Ni hablar. Aquí no hay sirenas —repuso Blake mirándola con expresión
burlona—. Excepto la que me acompaña.
La risa de Sparta produjo una ristra de susurrantes glóbulos.
Sparta y Blake llegaban allí como embajadores de una tierra extranjera,
escoltados cual grandes personajes. O, al menos, así lo imaginaban. Sin embargo, a
excepción de sus acompañantes, nadie entre aquella multitud de criaturas marinas
parecía percibir su presencia.
—No parecen muy sorprendidos de vernos —comentó Blake.
—Es como si nos hubieran estado esperando.
—Deben creer que entendemos más cosas de las que captamos en realidad.
Ella se llenó los pulmones de aire extraído del agua.
—Dígannos que es lo que estamos viendo —vociferó sin dirigirse a nadie en

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particular—. Descríbannos el propósito de estas estructuras y de esas máquinas.
Se produjo un momentáneo silencio como si los alienígenas se sorprendieran una
vez más de oír la voz de los humanos. Luego, hablando al unísono, les contestaron:
—Lo que sentís es real.
Blake y Sparta esperaron algo más, pero aquello era todo cuanto los alienígenas
tenían que decirles antes de reanudar su canto inmaterial. Estaba claro que no habían
entendido la pregunta de Sparta, al menos en el sentido que ésta había querido darle.
O quizá no quisieran molestarse en contestar. Porque, en vez de conducir a los
humanos hacia alguna amplia estancia o salón, atravesaron nadando la «ciudad» para
dirigirse a las vacías aguas que se extendían más allá. Lo que Sparta y Blake habían
tomado por un centro de civilización no era más que un puesto avanzado en el
camino hacia su destino final.
El fondo del mar fue quedando cada vez más lejos y lo que había sido un suelo
arenoso y ondulado se transformó en una superficie informe cubierta de rocas y de
fango negro que se hundía vertiginosamente en las tenebrosas profundidades. Las
aguas se tornaron frías y oscuras, carentes de actividad excepto por algunos extraños
peces alados que se desplazaban con algún propósito imposible de averiguar. A pesar
de los continuos impulsos de sus tentáculos, Sparta y Blake tenían que realizar
denodados esfuerzos para mantenerse dentro de aquel convoy de alienígenas, y sus
pechos jadeaban por la fatiga.
El grupo a su alrededor estaba ahora silencioso, a excepción de un cántico en tono
bajo y sin palabras; pero el agua empezó a producir un sonido que se fue elevando
poco a poco hasta convertirse en un coro de gran riqueza sinfónica, prodigioso en su
alcance de frecuencias desde un bajo profundo a un agudo tembloroso. El sonido
ascendía y descendía dejando tras de sí prolongadas franjas melódicas; pero hubiera
sido imposible saber si aquella dinámica musical era interna o si se debía
sencillamente a una oscilación de las corrientes. Al no conocer su origen, a los
humanos les era imposible discernir si procedía de algún lugar, bajo su línea de
visión, o de mucho más allá, al otro lado del planeta, como esos sonidos que emiten
las grandes ballenas de la Tierra a través de millares de millas del océano.
Sparta observó que Blake se estaba fatigando con tanta rapidez que se le hacía
difícil hablar. En aquel coro se distinguían palabras, pero la mayoría eran
incomprensibles, aunque se adivinaba que formaban frases. Entonábanse también
canciones al parecer compuestas por diferentes líneas melódicas que se entrelazaban
antifonalmente.
Blake estaba exhausto y a punto de proponer que descansaran un poco cuando
Sparta lo tocó en el hombro y le señaló algo. Frente a ellos se observaba un
movimiento en las aguas, un estremecimiento convulso que procedía de una masa
refulgente, una especie de esfera vital en continua pulsación tan densa y luminosa

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como una bandada de sardinas atrapada en una red. Pero cada una de aquellas
«sardinas» era un alienígena policromo y rodeado de tentáculos.
La extraña aparición era de gran tamaño y su forma esférica era como la célula de
un óvulo humano recubierta de brillante esperma. Semejaba una astronave carnosa
dispuesta a aterrizar en un planeta asimismo de carne.
Pero antes de que se estrellaran contra él, el «planeta» se abrió y Blake y Sparta
quedaron sumergidos en una inmensa esfera acuática, cuya capa exterior estaba
formada por una masa palpitante de vida y de la que brotaba un cántico tan sonoro
como si sonase dentro de una campana de bronce.

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Desde muchas horas antes, Blake y Sparta habían perdido toda noción del tiempo,
cautivos en el interior de aquella esfera de alienígenas cantores. Por su parte, éstos no
parecían tener noción de ocasionar molestias a sus huéspedes. Su sentido del tiempo
era totalmente distinto al de los humanos.
Lo que estaba sucediendo parecía no tener importancia, no obstante el continuo
retorcimiento de aquellos cuerpos y el clamor de aquel cántico modulado sin cesar.
Durante algún tiempo tuvo lugar un despliegue de imágenes en el centro de la esfera
acuosa, con velos de color y franjas oscilantes de múltiples luces que se desplazaban
en todas direcciones en grupos de minúsculos pólipos, con esquemas geométricos
sumamente precisos pero incomprensibles para la mirada humana. Hubiera podido
tomarse como el equivalente alienígena de un ballet acuático o de una comedia
televisada o de un lanzamiento publicitario. Pero por más atención que prestasen,
Blake y Sparta tan sólo entendían algunas palabras y frases aisladas de la cháchara
que se oía a su alrededor. Aquél no era el vocabulario de la Cultura X como ellos lo
habían aprendido, e incluso las palabras y las frases que podían reconocer sonaban
extrañas a sus oídos.
Finalmente, Sparta dejó de esforzarse y se sumió en una especie de letargo.
Mientras permanecía en aquel estado de ensoñación, algunas palabras que había
podido captar se unieron a las otras claves ambientales impresas en su conciencia. No
quiso apresurar su trance porque no se trataba de una computación ni de un asomo de
ello, sino de la búsqueda de un entendimiento más profundo.
Por fin despertó.
Esperó unos momentos sumida en el fluir y refluir del sonido que hacía vibrar las
aguas a su alrededor. Luego, rechazando aquellos sonidos con toda la energía de que
era capaz, dijo:
—Perdonadnos y escuchadnos.
Blake la miraba estupefacto.
Los alienígenas guardaron silencio. Y luego, de pronto, entonaron al unísono:
—Escuchemos a nuestros huéspedes.
—Honorables anfitriones —dijo Sparta—, somos vuestro futuro, contra el que
debéis poner a prueba todo cuanto hagáis y decidáis aquí. No podemos amenazaros ni
vamos a hacerlo. Pero debéis ayudarnos a comprender. Sólo así podemos lograr que
vosotros también comprendáis.
Como si hubieran estado esperando aquellas palabras, que para ellos debieron
sonar en un tono apacible aunque Sparta las pronunció con toda la fuerza de que era
capaz, los seres natatorios las asimilaron sin dificultad y en seguida las repitieron y
las amplificaron.

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Siguió un nuevo titubeo momentáneo mientras sus observaciones eran
parafraseadas y el eco las repetía hasta que cesaron definitivamente.
Blake miraba a Sparta con aire curioso, preguntándose qué habría imaginado ella
que sucedería. Pero no quiso interrumpirla; ya se lo explicaría todo cuando hubiese
acabado. Hacía mucho tiempo que estaba resignado a confiar en sus actos aun cuando
le parecieran incomprensibles.
El coro restalló a su alrededor:
—¿Cómo podemos ayudaros a comprender?
—Mostradnos vuestra obra magna —respondió Sparta sin vacilar—. Contadnos
vuestra historia.
—Esperad —fue la retumbante respuesta. Y su enorme eco se difundió como el
mugido de una trompa marina.
Sparta se volvió hacia Blake.
—Eso que oímos ahora quizá suene como un coro entonando el Aleluya, pero en
realidad es un combate que se libra desde hace ya bastante tiempo.
—¿Qué ocurre? —preguntó Blake.
—No estoy segura. Pero, sea lo que sea, tiene que ver con nosotros.
Un sector de la esfera viviente se replegó sobre sí misma y se abrió vomitando
cuerpos semejantes a calamares. Una forma reluciente del tamaño de un dirigible se
introdujo en esa abertura. El objeto tenía un enorme dosel hemisférico sutilmente
policromo gracias a la interferencia de una fina película de ondas lumínicas que
vibraba como una estremecida pompa de jabón, teñida con los colores de una
madreperla. Bajo ella se ondulaba una falda de finos tentáculos y de membranas
rojas, tenues como velos. Por encima, la nave estaba recubierta de ventanas en espiral
y de proyecciones como de percebes. En su parte inferior, tentáculos y excrecencias
carnosas removían el agua rítmica y pomposamente.
Blake observaba con atención.
—¿Qué es eso? —preguntó—. ¿Un animal o un submarino?
—Es una medusa —respondió Sparta.
—¿Cómo las que hay en Júpiter? —quiso saber Blake, incrédulo.
—Al menos, parecida a ellas —fue la respuesta de Sparta—. Creo que estamos a
punto de averiguar cuál es el cometido de esta especie.
Como movidos por alguna señal invisible, docenas de alienígenas se
arremolinaron alrededor de los humanos, tropezando entre sí y deslizándose pegados
unos a otros como pececillos encerrados en un tanque de agua, aunque de un modo
tan sutil y ligero que no daban la impresión de aglomerarse o de forcejear. Los
humanos fueron diestramente conducidos hacia la parte inferior de la medusa,
precisamente a su centro, allí donde en una auténtica medusa se hubieran encontrado
la boca y el estómago.

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Sin embargo, no fueron devorados. Los alienígenas dirigieron a sus huéspedes
hacia el interior de la nave mediante miles de suavísimos impulsos de sus tentáculos.
Era como encontrarse en el amable interior de un organismo enorme, amorfo y
tenuemente iluminado.
—Me gustaría que nos permitieran verlo todo —indicó Blake.
—A mí, esto me parece familiar —observó Sparta—. Me recuerda a la nave-
universo.
Se hallaban en una red de pasadizos que serpenteaban como formas orgánicas
quizá vivas o acaso inertes. De pronto pasaron a una ampolla transparente, en la cima
misma de la enorme cúpula, teniendo ante sí el movedizo océano.
—¿Qué es eso? ¿Un holograma?
—Es la realidad —repuso ella—, vista a través de una ventana inmaterial de un
grosor de tan sólo unas moléculas.
Al parecer, aquella tronera diáfana soportaba la enorme presión del agua sin
aparente esfuerzo. Dentro de la cámara translúcida a su vez, se movían dos o tres
docenas de seres parecidos a calamares, de formas finísimas y elegantes,
resplandeciendo en azul y anaranjado. Otros eran mayores, como masas verdes y
cobrizas, y hacían vibrar el espacio acuoso con una variedad de sonidos multifónicos
al hablar todos a un tiempo.
—Todo cuanto estáis viendo, todo menos el armónico océano salino, lo hemos
transportado nosotros hasta aquí. Observad lo bien que trabajamos para cumplir el
Mandato.
Blake y Sparta intercambiaron una mirada expectante. La medusa había
empezado a moverse. Por los costados y hacia atrás sólo alcanzaban a ver los amplios
velos levantándose y cayendo, impulsando a la nave con un suave deslizamiento
hacia delante. La enorme bola de seres vivientes que los rodeaba se abrió y volvió a
cerrarse tras ellos como si los expeliera y el ágil navío se introdujo con rapidez en
unas aguas idénticas desprovistas de forma.
Elevándose desde la oscuridad del fondo surgió ante ellos una amplia barrera
coralífera y, sin el menor ruido, la nave se introdujo en lo que parecía una bulliciosa
calzada de libre circulación para peces; un pasaje entre muros de blancos esqueletos
de coral recubiertos por capas de coral viviente y de un centenar de especies de erizos
de mar y de estrellas escarlatas y rojas. Los camarones se movían danzando por entre
las anémonas; los cangrejos tropezaban entre sí persiguiendo partículas flotantes; el
agua, entre las paredes, estaba atestada de bandadas de brillantes peces a rayas. La
nave discurría y giraba entre ellos sin el menor esfuerzo, siguiendo las caprichosas
sinuosidades del pasillo.
—Observad —cantaron las criaturas que los rodeaban—. La armonía de esas
miríadas de seres es espléndida y perfecta. La vida carbónica surge del fondo del mar

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y flota en las aguas. Por encima de nosotros, otra vida carbónica cubre la superficie
de la tierra y surca el aire de los cielos. La delicada red está completa. Todos los
elementos actúan en un dinámico equilibrio.
Llegaron a una laguna abierta. Flotillas de medusas reales palpitaban sobre ellos.
El fondo se perdía en una oscuridad de un azul casi negro.
—Las criaturas que devoran la luz en las aguas profundas mueren y se hunden en
el fondo marino, llevándose consigo su carbono. Los seres que se alimentan de luz en
la tierra mueren asimismo y se descomponen, añadiendo su carbono al del suelo.
Miríadas de seres se nutren de aquéllos que consumen la luz, y se degluten entre sí.
Así todos existen en una compleja armonía, como un reflejo de su lugar de origen.
Aquel cántico era un himno que parecía haber sido ensayado mil veces,
desprovisto por completo de espontaneidad.
—Estos mares son bellísimos; pletóricos de vida —dijo Sparta produciendo con
su pecho los chasquidos y chirridos adecuados, al tiempo que trataba de sonreír
cautivadoramente, preguntándose qué impresión podía causar su sonrisa en aquellos
seres.
Reaccionando ante una mirada de ella, Blake canturreó sonoramente
acompañándole cuando añadió:
—Lo habéis hecho maravillosamente.
Pero cuando Sparta miró las aguas verdeazuladas, tan nítidas como las de los
mares tropicales de la Tierra, se dijo que eran menos ricas en nutrientes de lo que lo
sería un océano más frío y nebuloso, repleto de plancton. Sin embargo, aquéllas eran
las latitudes más altas del planeta. Quizá los mares de Venus no fueran tan ricos en
vida como sus anfitriones pretendían.
Como si quisiera cambiar el tema de sus mudos pensamientos, la nave se impulsó
repentinamente hacia arriba; burbujas y medusas se esparcieron bajo la invisible
cúpula y el hemisferio madreperla que la envolvía y emergieron a la superficie.
—¡Uuaaahuuuu! —exclamó Blake sin poder reprimir su sorpresa.
El agua se deslizaba desde la cúpula.
Las bulliciosas ondulaciones se retiraron bajo ellos y avanzaron por entre nubes
espesas que se pegaban al exterior como gruesos copos de algodón gris. Incluso
sumergidos en las aguas interiores de la nave, pudieron sentir su aceleración.
Observando aquellas nubes, Sparta se preguntó qué se estaría fraguando allí.
Pensó que no todo el continente local parecía haberse alegrado con la llegada de
la nave-universo o con la aparición de Blake y de ella. Pero aún así, ningún
alienígena pareció demostrar sorpresa. Después de que se hubiera formado aquella
gran concentración y de que ella pronunciara su breve discurso: «Honorables
anfitriones; somos vuestro futuro…» pareció como si representaran un papel escrito
para ella mucho, mucho tiempo atrás.

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Supo entonces, sin el menor asomo de duda, qué era lo que ella y Blake habían
esperado durante tanto tiempo. ¿Estaban predestinados para algo?
Aunque tal vez un «Designado» fuese sólo el equivalente a un inspector de
fontanería. Por la mente de Blake había pasado idéntico pensamiento.
—¿No tienes la impresión de que nos han traído aquí para que comprobemos
cómo han cumplido ese Mandato suyo?
—Hablaron de «un reflejo de su lugar de origen» como si éste fuera el modelo.
—Afirmaría que se trata de su mundo original y que lo que desean es reproducirlo
aquí.
—Como quisimos hacer en Marte en nuestros tiempos.
—Pero lo que intentamos entonces, y volveremos intentar dentro de tres mil
millones de años, me parece un poco más flexible, más adaptable —opinó Blake—.
¿O será que me estoy mostrando chauvinista de nuevo?
—Es pronto para juzgar. No hemos visto todavía lo suficiente.
—Pero sí sabemos que les gusta hacer las cosas basándose en un programa.
—O al menos por consenso.
—Estamos dispuestos a contestar vuestras preguntas —intervinieron los guías
agitando el agua a su alrededor con nerviosa insistencia, como para advertirles que no
era muy cortés hablar un idioma extraño frente a sus anfitriones.
—Son muchas las preguntas que queremos formular —respondió Blake, tomando
la iniciativa—. Nos gustaría saber cómo construísteis vuestra nave…

Forster hace otra pausa en su relato, dejando a su auditorio pendiente de sus


palabras, mientras toma unos sorbos de la tibia bebida. Por unos momentos sus
pensamientos parecen alejarse de aquella biblioteca vacía en una casa a orillas del río
Hudson. En las inciertas sombras, que proyecta el moribundo fuego su expresión
parece sombría.
Resumiendo su relato, prosigue:
—Redfield obtuvo una respuesta más completa de lo que había imaginado. Todo
cuanto él y Troy preguntaron obtuvo su explicación. Y ello formaría la base de
cuantos conocimientos he podido reunir y conservar concernientes a esos seres a los
que decidimos llamar amalteanos…

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La nave-universo se mantenía suspendida sobre el agua, más alta que la más alta
montaña de Venus, proyectando un cuarto de su mole en las espesas nubes del
planeta. De haberse hallado en la Tierra hubiese alcanzado una altura superior a la de
la estratosfera. Muy arriba en el costado de aquella inmensa mole rodeada de nubes,
la gran compuerta que albergaba al Michael Ventris permanecía abierta dejando entrar
la lluvia torrencial.
En nuestro puente de mando, McNeil, provisto de un casco y de unos guantes
natural-artificiales, se ocupaba de verificar los daños que pudieran haber sufrido las
tuberías del combustible y de la refrigeración del motor número dos. El sistema AR le
permitía introducirse por entre los conductos y las válvulas, sumirse en sensaciones
visuales, aurales, aromáticas y táctiles mientras se abría camino por entre pistones y
rotores de bombas, se introducía por entre toberas de inyectores y se desplazaba por
la accidentada superficie de la cámara de combustión sin abandonar su litera. Pero
aun cuando sus sentidos le dijeran que su tamaño no era mayor que el de una
hormiga, tenía que mostrarse más sagaz que éstas; la concentración que requería
aquella tarea dejaba exhausto a cualquiera. Transcurridas dos horas de recorrer
aquellos vericuetos a escala milimétrica no había localizado ninguna avería grave.
Pero no llevaba explorada ni la mitad de la zona afectada por un funcionamiento
defectuoso y le quedaba todavía mucho camino por recorrer.
Yo lo observaba trabajar mientras iba rellenando ficha tras ficha de mi Diario,
deseando poseer los conocimientos adecuados para ayudarle de alguna forma.
Cuando McNeil se estaba quitando el casco y los guantes, Walsh subió al puente.
—¿Quiere que continúe yo? —le propuso.
—Sólo necesito descansar la vista un poco —respondió McNeil.
Se inclinó hacia delante para observar por las amplias ventanas del puente de
mando y parpadeó al recorrer con la mirada el amplio círculo de cielo, de varios
kilómetros de amplitud que se extendía a su alrededor. El centro de gravedad del
planeta colocaba la enorme cúpula en un ángulo inclinado respecto a nuestro
remolcador; pero el suelo que pisábamos estaba perfectamente plano.
Las escotillas del Ventris permanecían abiertas. La atmósfera de Venus, tres mil
millones de años más joven que aquel otro planeta que también conocíamos, era
respirable, quizás un poco excesiva en oxígeno, pero ello quedaba compensado por la
mayor altitud en que nos encontrábamos. El espeso aire estaba fuertemente
impregnado del olor de los organismos, las selvas y los mares situados muy por
debajo de nosotros y por la vida microbiana que poblaba las nubes.
—Los alienígenas han sido muy amables al abrirnos esas puertas —musitó
McNeil mirando hacia las nubes arrastradas por el viento—. Me pregunto por qué lo

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habrán hecho.
—Es agradable saber que no nos olvidan —opinó Walsh—. ¿Qué dice el
diagnóstico?
—Me queda todavía mucho trabajo por delante; pero el hardware no parece haber
sufrido daños. Hemos desconectado a tiempo para que nada se queme, y Tony me ha
dicho que tiene ya limpio el software. —McNeil se pasó la mano lentamente por la
cabeza y volvió a tenderse en su litera. Mirando a Walsh añadió—: El Ventris está de
nuevo en condiciones de funcionar, o lo estará dentro de poco. Tenemos a nuestra
disposición un pequeño pero robusto remolcador de Júpiter.
Ella leyó sus pensamientos igual que lo hice yo. ¿En qué podía beneficiarnos
aquello? ¿Adónde iríamos a partir de allí?
Pero mientras barajábamos aquellas incógnitas, los hechos que determinarían
nuestro futuro estaban sucediendo sin nuestra participación ni nuestro
conocimiento…

Sparta y Blake eran transportados rápidamente por la enorme medusa y, tras unos
minutos de recorrer una zona inundada de color gris, las cumbres de las nubes de
Venus aparecieron iluminadas por el sol bajo ellos como una luminosa llanura y los
últimos vestigios de vapor se esfumaron al otro lado de una ventana. Por encima se
extendía el grueso terciopelo de un cielo tachonado de estrellas.
Los alienígenas se detuvieron, pero su música sin palabras continuó sonando,
aunque ahora con cierto tono melancólico. Cuando las voces del coro se elevaron otra
vez llenando las aguas de la nave, su sonido era más débil porque muchos de sus
componentes permanecían callados.
—Esto es lo que frustró nuestros esfuerzos —cantaron. Y no existía duda respecto
al significado de aquellas palabras.
Sin filtrados electrónicos, sin ampliaciones ópticas ni representación por píxels de
computadora sobre una pantalla viviente o de cualquier otra clase, Blake y Sparta se
enfrentaban al espectáculo de un firmamento nocturno lleno de neblinosos cometas.
La nave continuó ascendiendo hasta quedar suspendida muy por encima de las
cumbres nubosas.
—¿Habéis sido acometidos alguna vez por cuerpos semejantes a ésos? —
preguntó Blake resoplando la frase en las pobladas aguas. Miró por entre los
escurridizos cuerpos los cometas que poblaban la noche y que parecían ampliarse al
ser vistos a través de la enorme burbuja de la cúpula.
—En muchas ocasiones durante millones de los pasados circuitos del Sol —
replicaron los alienígenas—, por innumerables cuerpos más pequeños que los que
ahora están próximos a nosotros. Y algunas veces, mayores que ellos.
Mientras hablaban, la medusa, tras haber alcanzado la cúspide de su trayectoria,

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empezó a descender otra vez lentamente hacia las nubes.
—Mas, al parecer, esos impactos no han destruido vuestra labor —dijo Sparta—,
ni extinguido la vida que sembrasteis y cuidasteis.
Por un momento no hubo respuesta. Blake y Sparta escuchaban con interés
mientras explosiones de sonidos rebotaban de un lado para otro de la cámara llena de
agua, en lo que parecía una especie de diálogo.
Fuera, las nubes ascendían hacia ellos a velocidad vertiginosa. Blake dirigió una
última mirada a los miles de pálidos estandartes cometarios intercalados entre las
estrellas.
—Parece como si dos o tres de esas esferas brillantes vayan a chocar contra
nosotros —advirtió a Sparta—. Suponiendo que se desplacen a vees propios de delta,
es decir, a treinta o cuarenta kips, los primeros pueden llegar aquí en un par de días.
—¿Qué pasará entonces?
Pocas personas tenían una experiencia tan enciclopédica como la de Blake en
cuestión de explosiones, en cómo producirlas y estudiar sus efectos. Hacer volar
objetos por los aires era su afición máxima, por no decir su adicción.
—Depende de la masa. Si son normales…, es decir, si tienen de diez a veinte
kilómetros de diámetro, considerando la densidad del agua… —reflexionó unos
instantes— el estallido puede ser del orden de los mil millones de megatones.
Sparta abrió los ojos asombrada.
—Desde luego, es un impacto importante —admitió él asintiendo al comentario
que Sparta no había llegado a formular—. Un cráter de quizás unos doscientos
kilómetros de diámetro. Mil millones de toneladas de roca fundida y de vapor serían
proyectadas a la atmósfera. Habría maremotos asolando el planeta en toda su
extensión, una y otra vez, hasta que finalmente la perturbación amainara.
—¿Y la vida? —La pregunta sonó tan tenue que apenas si Blake pudo oírla.
Él se encogió de hombros, lo que produjo un estremecimiento de sus branquias.
—Es difícil saberlo. Esto no es la Tierra. La temperatura es aquí mucho más alta
y la capa de nubes mucho más densa. ¿Tempestades de fuego? ¿Lo que se denominó
«invierno nuclear»? Lo dudo porque ahí afuera la humedad es extraordinariamente
alta.
—Pero la nave-universo puede rodar como un huevo —opinó Sparta.
—Sí. No se trata de una nave ordinaria.
Los penetrantes silbidos y chasquidos de la conversación que tenía lugar a su
alrededor cesaron. Y cuando los alienígenas volvieron a hablar en un tono más bajo,
pronunciando lentamente las palabras para que los terrícolas pudieran entenderlos,
fue evidente que sólo una mitad de ellos tomaban parte en aquel coro.
—En el pasado tuvieron lugar destrucciones, pero la gran madeja de vida sigue
incólume —cantaron—. La amenaza no viene de los impactos.

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Acompañando su canto, se percibía el sonido de una disonante y sostenida nota
en tono bajo.
—Entonces ¿de qué? —preguntó Blake.
—Del agua.
—¿Del agua?
En aquel momento, la medusa fue engullida por las nubes. La luz del sol se
eclipsó y la acuosa cámara de observación pareció contraerse y ensombrecerse.
Gruesas gotas de agua se deslizaban lentamente por el cristal de la ventana.
—La gran densidad de las nubes que ahora envuelven este planeta no existía
cuando nosotros llegamos. Encontramos entonces un mundo como el que
buscábamos. Un mundo de cielos claros y de purísimas aguas saladas.
Las voces de quienes al parecer habían quedado en un segundo plano durante la
reciente controversia volvieron a manifestarse en una estridente antifonía.
—Durante muchos millones de ciclos hemos estado viajando en búsqueda de un
lugar semejante. Nuestra tarea se realizaba con alegría.
—Hasta que los primeros cometas aparecieron en el espacio —campanillearon las
otras veces—, se fueron acumulando en proporción creciente.
—Surgieron del Torbellino —añadieron sus oponentes—. No sabíamos de su
existencia hasta que indagamos la fuente de donde procedían.
En su curiosamente armoniosa versión de aquel desacuerdo, los dos grupos se
turnaban en expresarse a coro.
—Empezaron a aparecer muy pronto en el espacio a un ritmo impresionante.
—Cuando localizamos el Torbellino y determinamos su órbita, supimos que las
colisiones eran inevitables y que continuarían durante un millón o más de
revoluciones del planeta. Cada cometa lanza a la atmósfera de este planeta mil
millones de toneladas de vapor de agua.
—El vapor de agua concentrado cerca de la superficie excede ya del veinte por
ciento. La condensación calienta rápidamente la atmósfera.
—Y el nivel de agua crece tanto que al evaporarse se descompone en oxígeno e
hidrógeno. Y el hidrógeno escapa hacia el espacio.
Blake resopló unas palabras hacia Sparta:
—¿Cómo decís «efecto invernadero húmedo» en la lengua de la Cultura X?
—Calculamos que, dentro de otros cien millones de circuitos del Sol, toda el agua
se habrá evaporado —continuaron los alienígenas—. Los océanos quedarán secos y
cuanto hemos hecho desaparecerá convertido en polvo.
—¿Por qué no alejar de aquí a los cometas? —preguntó Blake.
—¿Cómo hacerlo?
—Salid y empujadlos hacia nuevas órbitas —replicó Blake—. Poseéis la
tecnología suficiente como para mover masas mayores que las de los cometas y a

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velocidades también mucho mayores.
Se oyeron una serie de chirridos y silbidos.
—Debe de ser difícil mantener un secreto en una sociedad tan totalmente
comunicativa —comentó Blake a Sparta.
—No para nosotros… hasta que podamos entenderlos mejor.
Cuando los sonidos se extinguieron, el grupo predominante comenzó a cantar de
nuevo en un tono que sorprendió a Sparta y Blake por su sobriedad.
—Lo que sugerís ha sido ya propuesto. ¿Es para eso para lo que los Designados
han venido a hablar con nosotros?
—Hay una cosa obvia. Si ya ha sido propuesto ¿por qué lo retrasáis? —preguntó
Blake vivamente.
—Las naves de esta clase no pueden alejarse mucho del planeta —fue la
inmediata respuesta—. Sólo la que os trajo hasta aquí está en condiciones de recorrer
largas distancias.
—En ese caso ¿no podríais…? —empezó Blake.
Pero Sparta se le anticipó preguntando en tono suave:
—¿Cuál es la objeción fundamental?
Esta vez fue el sector minoritario el que le contestó en una sola y resonante voz:
—Que esa acción es contraria al Mandato. O por lo menos, así se dice.
El alboroto que se produjo entonces tal como Blake Redfield me lo describió
después «fue semejante al que ocasionaría un grupo de niños en una guardería, al
tocar una canción de rock del siglo XX empleando silbatos».

Entretanto, los que estábamos a bordo del Michael Ventris nos habíamos reunido
en la cámara de oficiales para escuchar lo que la capitana tuviera que decirnos.
—Los desperfectos ocasionados por el sabotaje de Nemo han sido reparados.
Nuestras comprobaciones indican que el navío está en condición A-OK. Ya es hora
de que empecemos a pensar en la siguiente operación.
Siempre me han dicho que me tiemblan las cejas cuando me excito por algo.
—Confío en que no esperen que adoptemos una decisión inmediata en el plazo de
una hora —manifestó.
—Estamos sólo iniciando el diálogo, profesor —repuso McNeil con el amable
gesto de dedicarme una desvaída sonrisa.
—Hay que estimar la situación y algunas cosas más —añadió Groves.
Mi gesto de asentimiento tuvo un tono impaciente. Estaba siendo condescendiente
conmigo; es decir, todos menos Marianne Mitchell. Sus pupilas verdes tenían una
expresión tristona y el sudor le corría por el rostro. Hawkins se afanaba solícito a su
alrededor.

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Al igual que yo, Walsh se había percatado de la repentina palidez enfermiza que
cubría la cara de la joven.
—¿Se encuentra bien, Marianne? —le preguntó.
Ella miró furiosa a los que la observaban y, aunque nos conocía muy bien a todos,
parecía como si nos considerase extraños.
—¡Quiero irme a casa! —gimió. Y se puso a llorar desconsoladamente.
Hawkins trató de rodearle los hombros con un brazo, y por un momento pareció
como si ella se lo fuera a permitir. Pero, de pronto, se puso de pie y extendió las
manos como quien se abre camino por entre los celajes de una telaraña. Cuando se
dirigía al corredor, tropezó al encontrarse de improviso en una zona de gravedad
semejante a la de la Tierra. Groves se apresuró a auxiliarla; pero ella lo rechazó con
energía y bajó la escala hacia la cámara inferior.
—¡Bill! Llamó Walsh vivamente a Hawkins cuando éste se lanzó en pos de
Marianne—. Déjala en paz. Déjala unos minutos sola. Será mejor.
Hawkins se volvió furioso hacia la capitana y los demás.
—¡La pobrecilla está desesperada! —exclamó—. Ese hombre monstruoso la
arrastró hasta este infierno sin darle la mitad de las oportunidades que se nos dieron a
nosotros. —Se estaba refiriendo a Mays, pero su siguiente andanada fue dirigida a mí
—. No es que a nosotros se nos informara tampoco debidamente… ni se nos pidiera
un consentimiento previo, pero…
Yo no respondí nada. El joven Hawkins no estaba en sus cabales en aquellos
momentos. Walsh trató de calmarlo otra vez, pero él no permitió que lo
interrumpieran.
—¡Vaya clase de gente con la que está mezclada, tal vez para el resto de su vida!
—exclamó—. ¡Nosotros! ¡Mírenos! ¡No me extraña que desee volver a casa!
—No todos pensamos igual —comentó McNeil, para quien ningún lugar era su
casa.
A mí me pareció que Hawkins trataba de aprovechar el disgusto de Marianne para
reforzar su resentimiento personal.
—¡No existe ningún motivo teóricamente razonable por el que no podamos
volver a nuestras casas! —estalló—. Si esta cosa enorme en la que viajamos ha
podido trasladarnos a tres mil millones de años atrás…, si es que realmente lo ha
hecho, aunque no tenemos prueba de ello, ¿por qué no marcha en dirección contraria
con la misma facilidad? Tendríamos que obligarla a hacerlo.
A Hawkins se le podía permitir algunas cosas teniendo en cuenta su juventud y su
temperamento apasionado, pero realmente…
—Es poco lo que sabemos sobre las posibilidades de la nave amalteana —expresé
con acritud—. Y no ejercemos la menor influencia en quienes la gobiernan.
—Troy y Redfield parecen encontrarse muy a gusto bajo dicho poder —replicó

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Hawkins. Y colocó, quizá inconscientemente, las enormes manos a los costados
encima de las costillas, allí donde todos habíamos visto las huellas enrojecidas de las
branquias de Troy—. Se ha transformado en una de ellos. Y Redfield debe haber
consentido que lo transformaran también para ser iguales los dos. Pero, desde luego,
ambos piensan muy poco en nosotros.
—Mira, Bill; nadie te recrimina que opines de ese modo —le dijo Groves—.
Pero, ya desde el principio, Blake no se dejó abordar, y…
Hawkins se echó a reír al modo desagradable que ahora era habitual en él.
—Fueron ellos los que eligieron trasladarse ahí abajo. Dejaron bien claro que no
les importaba vivir en el agua. Al parecer ya no les interesa ser humanos.
—Haznos un favor, Hawkins. No interrumpas a quien trate de hablar contigo —lo
recriminó McNeil poniendo en evidencia su masa muscular—. Por mi parte, me
siento en deuda con la inspectora Troy. No es ningún secreto y te contaré toda la
historia si es que insistes, que de no ser por ella lo más probable es que ahora yo
estuviera preso. Todo pasó aquí mismo, en Venus. Por lo que a mí se refiere, no me
siento en absoluto abandonado por ella.
Manifesté mi asentimiento profiriendo un gruñido.
—Como todos sabéis, Troy me salvó la vida. Para mí no existe duda respecto a su
condición humana o la de Redfield. Sin embargo…
—Dispénseme, por favor —pidió Hawkins irguiéndose con expresión
melodramática, como un adolescente que se resbalara ante nuestro intento de
imponerle una disciplina—. Me voy a ver a Marianne.
McNeil se puso en pie de un salto y bloqueó la salida al pasillo.
—Deja de importunar a esa joven durante unos minutos…
—Yo…
—¡Siéntate!
Hawkins apretó las mandíbulas silenciosamente antes de obedecer y McNeil lo
estudió con aire impasible mientras se sentaba él también. Luego me miró y dijo:
—¿Qué estaba usted explicando, profesor?
—¡Hummmm! —Mis cejas debieron efectuar algunas contracciones hasta que por
fin conseguí recuperar la compostura—. Bien. Primero deseo que quede claro que no
pienso insistir en ejercer la jefatura. Nuestra misión ha cumplido desde hace tiempo
los objetivos que le fijé. Aunque debo añadir algo: no obstante el trabajo realizado,
sabemos muy poco de… de esos amalteanos. Pero aún poseemos medios para
continuar la exploración. Contamos, por ejemplo, con el submarino.
—¿El Manta? —preguntó McNeil—. ¿Para qué nos sirve?
Me erguí hasta quedar tan rígido como me fue posible.
—Durante la mayor parte de los pasados seis meses… y suponiendo que lo que
hemos oído decir sea cierto, hemos estado viviendo en una especie de animación

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interrumpida. Aunque debido a la necesidad, en los breves días en que gozamos de
plena conciencia, nuestro estado de ánimo ha sido esencialmente reactivo.
Reaccionamos a los hechos ocurridos en Júpiter, y a la oportunidad de abandonar la
nave-universo, y al fracaso de nuestro propósito. Y más recientemente hemos
reaccionado también al reparar nuestro frágil y, a lo mejor, ya inútil navío planetario.
Pero lo que no hemos hecho ha sido planear nada ni tomar iniciativas. Ni dedicar
algún tiempo a la reflexión.
—Entonces, pensemos —propuso Groves. Pero su ansia y su viveza sonaron de
un modo extrañamente ambiguo—. O todavía algo mejor: ¡exploremos! ¡Quién sabe!
Podríamos incluso averiguar cómo dirigir nosotros mismos la nave-universo.
—O al menos dar con el modo de persuadir a quienes la dirigen para que nos
devuelvan a nuestro lugar de procedencia —sugirió McNeil con una melancólica
sonrisa.
—¿Y si Troy y Redfield tratan de impedirlo? —La pregunta la había formulado,
naturalmente, Hawkins.
—¿Por qué habrían de hacerlo? —inquirió McNeil asombrado.
Pero antes de que Hawkins se lanzara a una nueva diatriba, yo intervine.
—Estoy de acuerdo con Mr. Groves —dije—. Debemos iniciar una nueva
exploración de la nave-universo. Y también sería práctico echar una mirada al
exterior. E investigar la naturaleza de los amalteanos.

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Forster hace una pausa para observar cómo el comandante remueve un poco el
fuego. Lo hace de un modo obsesivo, empujando las brasas y clavando la mirada en
ellas como si buscara la respuesta a preguntas demasiado vagas para poder ser
formuladas; y a la vez demasiado importantes para poder eludirlas. Surge una breve
llama anaranjada que momentáneamente borra la visión de la multitud de neblinosos
cometas que se ven a través de las altas ventanas de la biblioteca.
El comandante mira a Forster, dándose cuenta repentinamente de aquella
atención.
—Continúe —le anima con voz áspera y el sombrío rostro expresa tal vez mayor
amenaza de lo que pretende.
—Con mucho gusto —responde Forster, afable. Y se vuelve hacia Ari y Jozsef—.
En nuestras primeras exploraciones de Amaltea, Redfield fue el primer piloto del
Manta; pero luego se abstuvo y, como el estado del Ventris parecía prolongarse
indefinidamente, la capitana Walsh emprendió la tarea de acondicionar el submarino
para nuevas exploraciones. —Carraspea más ruidosamente de lo necesario—. Y
mientras procedía a ello, eludió su mandato, lo que le permitió realizar un
descubrimiento en extremo preocupante.

Walsh había comprobado los efectivos del equipo y todo parecía funcionar
correctamente, por lo que mandó bajar el submarino por la compuerta interior hasta
situarlo en las aguas de la nave-universo. Estaba examinando el tablero de controles,
atenta a alguna advertencia que en realidad no deseaba oír. Con las luces interiores
encendidas, el hemisferio de la burbuja del Manta se convertía en un espejo
deformante que la reproducía en posición inversa.
Mirando aquella imagen suya en miniatura, pensó que aquel viaje no era sino un
ejemplo del modo en que las cosas no deberían haber sucedido. Todo guardaba una
gran similitud con las advertencias que le habían hecho cuando estudiaba en la
Academia. Los aspirantes experimentaban allí un par de días de soledad total que
permitían comprobar quiénes de ellos fracasarían y quiénes no serían capaces de
soportar un despertar en la Luna y mucho menos aún en Marte o en el Cinturón
Principal.
Muchos se daban cuenta entonces de que no eran aptos para ser proyectados al
espacio. Porque nunca podrían soportar el terrible aburrimiento que comportaba.
Algunos lo descubrían meses e incluso años después. Algunos de los que conseguían
llegar hasta las puertas de la Academia lograban sin embargo su objetivo porque se
trazaban un plan mediante el cual sobreponerse al sistema. Su secreto consistía en no

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permitir que nada los aburriera. Tenían una imaginación vivaz y una ambición en
extremo aguzada. Eran del tipo de personas para quienes bastaban dos o tres meses de
aprendizaje con las máquinas (muchas naves espaciales eran casi tan atractivas como
el Ventris, aunque algunas lo eran mucho menos; la Oficina Espacial poseía sólo una
docena de esbeltas y blancas naves del tipo «antorcha de fusión»), si a cambio de ello
conseguían una semana de actividad en algún puesto exterior del sistema solar.
No importaba que dicha actividad no fuese tan apasionante ni se desarrollara en
un lugar tan exótico como habían imaginado mientras siguieran siendo pilotos
espaciales, hasta alcanzar los treinta y cinco o los cuarenta años como máximo, la
fantasía los mantenía vivos y engañados. Cuando finalmente la realidad se hacía
patente, había otros muchos que formaban cola tras ellos y a los que se ofrecían
empleos en los que aprovechar sus experiencias. Al parecer, la oficina llevaba mucho
tiempo familiarizada con dicha especie; los protocolos de las pruebas estaban
especialmente confeccionados para encontrar candidatos dominados por aquellas
ensoñaciones secretas.
Pero ya desde el principio, Jo Walsh tuvo mucho más que simples sueños de
piloto.
En un servicio en el que predominaban los nórdicos, es decir, gentes de piel
pálida, incluso el aspecto de Jo resultaba especial. Porque era una de las pocas
mujeres de color de la Oficina. Sus antepasados habían sido negros africanos y
árabes, con alguna mezcla también de portugueses plantadores de azúcar del Caribe,
dueños, trescientos años antes, de los esclavos de los que ella procedía. Walsh poseía
las vivas facciones geométricas y el color y brillantez de un bronce de Benín.
Sus reflejos eran los de un tiburón cazador, habilidad que había adquirido durante
los veranos, siendo todavía muy niña, ante la complacencia de su padre viudo,
pescador de oficio, y el horror de sus maestros. Estaba dotada además de esas
extraordinarias facultades matemáticas que son distribuidas al azar por el conjunto de
los genes humanos para concentrarse como por arte de magia ya en descendientes de
empleados hindúes, o de campesinos griegos; de judíos húngaros refugiados; de
obreros esquimales de los oleoductos y de otras personas similares… en resumen,
genes que van a parar a los lugares o a las personas más distintas. Por ello, poseía
todas las cualidades necesarias para un capitán de navío, tipo «antorcha de fusión».
Pero aún había más, Jo era hija de sus padres, nativa de una verde isla rodeada
por transparentes mares y de aquel pueblo supersticioso, pletórico de sol, que la
habitaba. A finales del siglo XXI, el concepto de «nación» como idea geopolítica había
quedado anticuado desde mucho antes. Pero cada grupo lingüístico minoritario de la
Tierra, ceñido por fronteras que no eran las de sus antepasados, seguía anhelando
tener nacionalidad propia. Los imperativos culturales se pueden diluir, pero nunca se
disuelven por completo sino que persisten durante generaciones y generaciones. La

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gente no es inmune a la magia de lo ancestral.
Josepha Walsh no era prisionera de la magia, pero tampoco era inmune a la
interferencia de los dioses. Así pues, mirándolo bien, ninguno de nosotros debía
sorprenderse de que, antes de ingresar como cadete, fuera reclutada por el Espíritu
Libre organización cuyos miembros recorrían el mundo en busca de niños con
condiciones prometedoras, y que se habían fijado en ella cuando tenía quince años y
llevaba ya dos asustando a las monjas con su precocidad y su talento.
Después de ser obligada por las hermanas a elegir a Jesús en vez de a Ogun o
Chango, pareció como si un nuevo y más elevado camino se abriera ante ella, como si
el Pancreator fuera Jesús y Ogun y Chango al mismo tiempo; el Pancreator, que había
hecho todas las cosas, era la fuente del conocimiento y con el tiempo traería el
Paraíso a la Tierra. Evocando su pasado, se veía claro que el Espíritu Libre,
personificado por cierto padre jesuita, la había ido atrayendo hacia las matemáticas y
la física parroquial para llevarla luego a la Academia del Espacio. Todos se habían
mostrado ansiosos por introducir a uno de sus miembros dentro de la rama más activa
de la Junta.
Tras el primer año, la Academia permitía a sus cadetes que tuvieran libres los
fines de semana. El campus se encontraba en Nueva Jersey (una Academia del
Espacio en la Tierra tan sólo necesitaba locales para sus clases y acceso a un puente
aéreo) y el trayecto era fácil desde allí hasta Manhattan donde Josepha asistía a la
reuniones ocultas de los profetas. Pero, al observar más de cerca aquella mezcla ya
casi olvidada de historia y mito que llamaban el Conocimiento, su fe empezó a
flaquear.
Y para cuando se graduó en la Academia no creía en nada que sobrepasara las
cuestiones prácticas, excepto la teoría del quantum y la de la curva espacio-temporal.
Estaba convencida de que el Conocimiento resultaba incompleto y de que sus
predicadores eran artistas de pacotilla. Si existían alienígenas, de lo que estaba
plenamente convencida, no acudirían para llevar la salvación los profetas del Espíritu
Libre. Había ido agrupando suficientes retazos de su programa como para saber que,
mientras fuera miembro del mismo, se consideraría una traidora a la Junta y al
Consejo de los Mundos. Pero era ya demasiado tarde; porque quien optara por
escapar al Espíritu Libre estaba condenado a muerte.
Entonces, en la primera tarea que le asignaron, conoció a un atezado comandante
de voz ronca perteneciente a la Sección de Investigaciones. Éste le dijo que la venía
observando y que la tenía por uno de los profetas. Pero, para su sorpresa, no la detuvo
sino que la reclutó para su propio servicio secreto.
Él y sus colegas se habían bautizado con el nombre de Salamandra. Y, al igual
que ella, habían sido miembros del Espíritu Libre. Pero, aunque creían en las
verdades esenciales del Conocimiento, se daban cuenta de que eran utilizadas con

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fines equivocados. La mayor parte de ellos, había pocos como el comandante,
operaban abiertamente desde posiciones de poder, desafiando al Espíritu Libre.
Algunos simulaban pertenecer aún al mismo. Y ése era el papel que el comandante
deseaba que Walsh desempeñase.
Así pues, continuó su carrera en la Junta Espacial, donde fue ascendiendo de
categoría rápidamente. Un capitán de cutter ocupa el asiento izquierdo a la edad de
veintiséis o veintisiete años o no lo ocupa nunca. Josepha Walsh lo consiguió a los
veintidós. Y simultáneamente continuó siendo miembro «oculto» del Espíritu Libre.
Pero nunca pasó de ser un simple soldado para los profetas, que la mantenían
siempre al margen de todo y le daban órdenes no acompañadas de explicación
alguna, que debía cumplir sin formular preguntas. A veces obedecía pero en otras
ocasiones sólo fingía hacerlo, aun a riesgo de su vida. Así fue como «mató» a su
primera víctima ritual, un miembro de los Salamandra quien, gracias a haber sido
avisado por ella, cambió de identidad y desapareció, quedando constancia de su
fallecimiento.
Aunque Walsh no tenía acceso a los consejos de los caballeros, y de los ancianos,
entre los profetas, adivinaba a grosso modo cuáles eran sus objetivos, observaba sus
maniobras, y se las componía para comunicar al comandante todo cuanto averiguase.
A veces, éste le encomendaba misiones que la ponían en contacto con la inspectora
Ellen Troy, incluso antes de que ésta tuviera una noción exacta de su papel en el
esquema de tales hechos. Fue Josepha Walsh quien llevó a Blake Redfield a la Luna,
tras comunicarle que la sede de los alienígenas se encontraba en Cruz. Y fue ella
también la que sugirió que el misterio de la gran placa de Marte podía ser desvelado
en Fobos.
Era pues natural que Josepha Walsh se ofreciera voluntaria para colaborar en la
expedición de Forster a Amaltea, misión que convenía tanto a los Salamandra como
al Espíritu Libre. Pero, antes de que se iniciara, el Espíritu Libre quedó
repentinamente decapitado y privado de la mitad de su consejo por la acción de Ellen
Troy operando como agente libre fuera de todo control, incluso de sí misma.
Walsh no reconoció a Sir Randolph Mays cuando éste deshizo literalmente la
expedición a Amaltea al llevar consigo a Marianne Michell. A Mays, por su parte,
aunque debió haberla reconocido, le pareció mejor eliminarla junto con los demás
antes que intentar servirse de ella. Nadie a excepción del comandante sabía que
Josepha Walsh pertenecía a los Salamandra, ni siquiera Redfield, aunque era también
miembro del grupo.
Ni tampoco nadie sabía —después de que Mays se viera obligado a admitir
finalmente quién era y una vez que Walsh hubo averiguado lo que había hecho y lo
que se proponía hacer— que ella había adoptado una resolución personal. Porque, por
aquel entonces, el jefe y personaje principal entre los profetas del Espíritu Libre, el

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mayor de los ancianos, el más honrado caballero, el que había causado el desorden en
el Conocimiento, frustrado las aspiraciones de Walsh, originado su deshonra e
intentado asesinarla junto con su tripulación, estaba ahora a su alcance. Y se
desplazaba bajo ella bajo las cálidas aguas de la nave-universo, inconsciente y
vulnerable. Sólo precisaba del ágil submarino europano para dar con él y aniquilarlo
definitivamente.
Por eso fue por lo que Josepha Walsh, en el curso de la más importante aventura
de su vida, una aventura con la que venía soñando desde que era adolescente,
sintiéndose loca de impaciencia, y presa del aburrimiento producido por la
inactividad obró de aquel modo. No existe una venganza más dulce que la que
proviene de desquitarse de unos sueños reducidos a la nada.
El submarino al que llamábamos Manta había tenido su origen en una nave de
investigación en la luna de Júpiter llamada Europa. Bajo la gruesa capa de hielo de su
corteza exterior, se encontraba un océano desprovisto de vida, pero rico en minerales
disueltos. Se pretendía que el Manta obrara con independencia de la superficie. Sus
«branquias» estaban recubiertas de enzimas artificiales con las que absorbía el
oxígeno del agua. Otras proteínas asimismo artificiales conducían el oxígeno hasta
los sistemas interiores del sumergible en los que se alojaban sus pasajeros humanos.
Una vez sumergido, el submarino avanzaba impelido por el rítmico batir de sus alas
en forma de radios movidos por la complexificación y des-complexificación de
moléculas activadas. Como las bombas peristálticas internas del Manta eran capaces
de anular presiones equivalentes a las de las fosas más profundas de los océanos
terrestres, los de Venus, menos hondos, no presentaban dificultad alguna.
Sin decir nada al resto de nosotros Josepha Walsh impulsó el Manta hacia abajo,
dentro del ámbito de la nave-universo.
Su búsqueda fue rápida y precisa. Sabíamos lo suficiente de Troy como para tener
conocimiento de dónde íbamos a pasar aquellos meses de suspensión de actividad: en
una cámara no muy alejada de la compuerta en que estaba aparcado el Ventris. El
Manta fue arrastrado a las profundidades por sus aletas como un ángel de la muerte.
A los pocos minutos, ella se encontraba sobre su objetivo. Pero Nemo había
desaparecido.

Forster mira a su alrededor con astucia. Una vez más, su pequeño pero selecto
auditorio está pendiente de sus palabras. Hace una pausa mirando cómo la luz de las
llamas se refleja en los desnudos paneles de la biblioteca antes de reanudar su relato
con voz tranquila.
—¿Qué pasó durante los minutos transcurridos hasta que Walsh llegó a la desierta
cámara de inmersión? Nunca lo sabremos. Troy me dio su versión de los hechos; pero
no había estado presente de manera directa. Quizá la información procediera de

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Thowintha…

En lo profundo de las aguas interiores de la nave-universo, los ojos de un hombre


sumergido se abrieron en forma de minúsculas ranuras color perla. Sus dedos,
semejantes a garfios, se aferraban a los tubos por los que era alimentado y recibía el
oxígeno para sus órganos.
Nemo había dormido cuanto le apeteció, había soñado cuanto le vino en gana, y
despertó cuando quiso. En el transcurso de décadas había aprendido a fijar y dar
forma a su conciencia mejor incluso que un yogui. Ahora iba a hacer lo propio con el
resto de sí mismo.
Los tubos nutrientes proveedores de vida y las membranas para intercambiar
oxígeno en las que se encuentra envuelto no están conectadas a bombas primitivas ni
a pesados tanques de aire, sino a sistemas enzímicos miniaturizados que, aunque
similares en principio, son mucho más sofisticados que los que los humanos usan en
sus submarinos o para respirar el fino dióxido de carbono de la atmósfera de Marte.
Importa poco que estos sistemas de telaraña no hayan sido planeados para la
movilidad.
Nemo no desordena las cintas semejantes a algas ni los tubos unidos a él en una
especie de conexión simbólica, pero sí los separa de sus anclajes en los costrosos
muros de la cámara en la que está recluido como un cautivo flotante. Envuelto en
algas polímeras, nada lentamente por el laberinto acuático anhelando el destino del
sumergido marino fenicio de Wasteland:

… Y conforme se elevaba y caía traspuso las etapas de su madura edad y


de su juventud para entrar en la vorágine.

Thowintha flota ahora en las aguas del puente del Templo, estudiando los
senderos parabólicos trazados en forma de franjas brillantes en la bóveda de las luces
dotadas de vida. Los tentáculos alienígenas apenas si reaccionan, en respuesta a la
señal prevista transmitida a él-ella, en forma de remolinos, informándole de que un
humano ha entrado en el Templo.
—Veo que estás solo —dice Nemo—, igual que yo.
—Nunca estamos solos.
El cuerpo pálido y huesudo de Nemo se suspende en el agua luminosa engalanado
por las membranas poliméricas que lo envuelven.
Nada hacia delante desgarbadamente.
—Ésa es tu manera de hablar, honorable. Pero no expresa realmente los hechos.
Nemo tiene una forma muy peculiar de hablar, apenas incomprensible, ya que un

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humano ha de producir los sonidos del lenguaje de Thowintha sin la ayuda de los
pulmones ni de la glándula de resonancia accionada por gas que poseen los
alienígenas. Nemo se expresa, pues, débilmente con su lengua y sus labios y, cuando
es necesario, se ayuda también con palmadas y chasqueos de los dedos.
Sin embargo, logra hacerse entender.
—Te has aislado —dice Nemo—. Te has enfrentado a los demás de tu misma
especie. Has llegado a pensar que tanto Troy como el resto de nosotros los humanos
que estamos aquí hemos venido para servirte, para llevar a cabo el plan que te
forjaste, quién sabe cuántos cientos de miles de años atrás en tu historia personal. La
primera vez que te puse la vista encima te tomé por un simple animal. Pero ahora sé
la verdad. Tú eres el Pancreator.
—Esos sonidos no tienen significado alguno para nosotros —replica el
alienígena.
—A mí no me engañas.
Un sonido vibrante, de procedencia desconocida, repercute por el Templo y se
desvanece. Nemo espera.
Pero Thowintha no pronuncia palabra.
—¿Qué harás si solicito salir de aquí? —pregunta Nemo.
—Eso no es de nuestra incumbencia.
—¿Aunque explique a los demás de vuestra especie por qué estáis realmente
aquí?
—No hay nada que ocultar.
—Eso es lo que tú dices. Puedes matarme cuando quieras —afirma Nemo.
El manto que cubre a Thowintha se ilumina y, sin previo aviso, nada velozmente,
alejándose de allí.
Me imagino a Nemo permitiéndose sonreír fríamente mostrando unos dientes que
brillan fantasmales en la pálida claridad azul. Sus enormes manos y sus pies azotan el
agua y se hunde lentamente en las profundidades de la nave-universo arrastrando tras
de sí algas portadoras de vida, mientras trata de hallar la ruta de salida.

—¿El alienígena lo dejó escapar? —pregunta Jozsef asombrado.


Ari dirige a su esposo una mirada impaciente.
Aquel ser apenas si era humano. No se podía esperar que comprendiera.
—Si me lo permite, doctor, creo que lo entendía perfectamente —afirma Forster
—. Y que todo lo que vino después figuraba ya en los cálculos de los alienígenas.
—¿Quiere decirme que ésa fue la causa por la que nunca más volveré a ver a mi
hija? —le pregunta Ari irritada.
Pero Forster le contesta sin alterarse:
—Ella contribuyó también a lo que vino después. Ella y Redfield…

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El comandante echa al fuego otro leño de roble y lo empuja hasta el lugar
adecuado, insensible a las llamas y a las chispas que saltan alrededor de sus muñecas.
Por las desnudas ventanas de la biblioteca se ve cómo la luz ha ido palideciendo hasta
desaparecer. Las luminarias celestiales, en su ruta descendente, son lo bastante claras
como para introducirse en aquel interior bien caldeado.
—He pedido que nos traigan un cesto de bocadillos —comunica Jozsef—. Es
decir, si es que alguien tiene hambre.
—Todavía no —responde el comandante—. Hay unas cuantas cosas…
—¿De qué se trata, Kip?
—El profesor Forster ha realizado una tarea admirable reconstruyendo hechos
que nunca presenció personalmente… e incluso narrando cosas que nadie pudo ver…
—Kip, por favor —le ruega Jozsef, molesto por la mal disimulada cólera del
comandante.
—No tengo la menor intención de engañarles —manifiesta Forster. Y sus cejas
rojizas se arquean bajo el efecto de la indignación—. Pienso ser lo más explícito
posible por lo que se refiere a mis fuentes.
—Ya lo ha sido. Lo que me gustaría saber es qué piensa usted de todo esto.
—Existe cierta interesante conversación que la inspectora Troy me reveló algunos
años después…
—No me refiero a eso. Lo que quiero saber es lo que piensa usted —insiste el
comandante.
En la claridad de la hoguera, su cara es tan repulsiva como la de Baal. Las
implacables llamas proyectan sobre sus demacradas facciones sombras negras que se
mezclan con las arrugas de su oscura piel.
Los demás se miran entre sí. Y, con un visible esfuerzo, Forster deja que aquel
desagradable momento transcurra.
—Muy bien. Entonces está claro que el planeta Venus quedaba condenado.
Nuestro viaje al pasado era, en parte, una misión de rescate. Thowintha volvió con
sus compatriotas para sacarlos del apuro antes de que el resto de los amalteanos
pudiera «amputarlos», es decir, lo que hacen con quienes no encajan en sus planes.
—Un rescate muy complicado —resalta el comandante.
—Más que eso todavía —añade Forster—. Los colonizadores habían viajado un
millón de años desde su estrella natal buscando un lugar en el que ejercer su
Mandato. La misión de recrear sus orígenes estaba programada en sus genes. Dieron
con nuestro Sol y con él descubrieron el planeta Venus, cubierto de océanos y
favorecido por un cielo límpido; un planeta estable no perturbado por una geología
activa ni por un clima caprichoso, sin el problema de continentes a la deriva ni de

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placas de hielo como ocurre en la Tierra. Lo que implantaran allí perduraría
eternamente… o al menos ellos así lo creyeron.
»Durante millones de años, todo fue sucediendo del modo previsto, consiguieron
reproducir virtualmente la ecología de su patria. Pero de pronto hizo su aparición
Némesis en forma de lo que ellos llaman el Torbellino. El continuo bombardeo de los
cometas creó un invernadero húmedo, que elevó la temperatura de los océanos y
saturó la atmósfera. Cuando nosotros llegamos, el agua se estaba evaporando y el
hidrógeno atmosférico se perdía en el espacio. Venus estaba en vías de convertirse en
el horno de dióxido de carbono de nuestra era.
—Una tragedia, desde luego —comentó Jozsef—, pero el por qué del… bueno,
creo que «conflicto político» no es la definición adecuada.
—El problema se agravó a causa de la evolución. Los colonizadores amalteanos
habían observado mutaciones filogenéticas, nuevas formas de vida adaptables que no
se asemejaban a nada de cuanto estaba catalogado en el Mandato. Y aquello los
horrorizó. Creyeron que tan sólo les quedaban dos alternativas: dejar que la
naturaleza siguiera su curso y, como consecuencia, perder todo cuanto habían
conseguido hasta entonces, o aceptar aquel cambio como inevitable, inclinarse ante
él, adaptarse e incluso hacerse cargo del mismo.
—Por así decirlo, poner «tentáculos» a la obra —observa Ari con ligereza.
Forster le concede una fría sonrisa.
—¿Qué ocurría si obraban así? —pregunta Jozsef—. ¿Por qué no hacerlo?
—Por una parte hubieran tenido que desviar los cometas —responde Forster—. Y
sólo la nave-universo era capaz de eso.
—Pero esa nave-medusa que usted nos ha descrito parecía desafiar la gravedad —
objeta el comandante—. Si podía volar sin alas, igualmente podría desplazarse por el
espacio.
—Después de tantos años de estudio, sigo ignorando las bases de la tecnología
amalteana —replica Forster—, pero me figuro que sus naves extraen la energía del
vacío. Dependen de cierta clase de análogo macroscópico del efecto quantum. Su
alcance queda regido por soluciones de una magnitud similar a la de posibles estados
vectoriales. Los cálculos de la nave-universo alcanzan un margen muy amplio; por
eso es capaz de efectuar recorridos interestelares a casi la velocidad de la luz. Sin
embargo, las medusas, mucho menores, tienen un alcance severamente restringido.
—¡Clarísimo! —ironiza el comandante con un gruñido.
—Sea como fuere, los más pequeños no pueden realizar la tarea y los mayores no
quieren hacerla.
—¿Por qué no? A juzgar por la descripción de usted, Thowintha parecía flexible
—manifiesta Jozsef ejerciendo cierta presión para encontrar un motivo político, como
si los motivos de los alienígenas no fueran más oscuros de lo que podían serlo los de

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los delegados del Consejo de los Mundos.
—La participación de Thowintha en todo esto es muy activa —opina Forster—.
No se consideraba un individuo… ninguno de ellos lo hacía; pero a mí me parece
claro que es primum inter pares por lo que concierne a eso que llamamos la facción
adaptacionista. Ahora bien, aunque a regañadientes, él o ella o el grupo del que es
portavoz terminan por aceptar la evolución de los pobladores aunque no sea la misma
que figura como ideal en el Mandato. Debió de ser duro para ellos. Puede que
hayamos presenciado el rompimiento final entre las dos partes. E incluso que lo
hayamos precipitado.
—Quizá lo hayan reclutado a usted con esa intención —observa el comandante.
—Lo mismo ha ocurrido con algunos de nosotros.
—Entonces, ¿Nemo formaba parte del plan? —pregunta Ari.
—No pretendo entender el por qué. Por ejemplo, ¿cómo podía saber Thowintha
que él iba a estar en Amaltea? ¿Y cómo podía saber también que lograría escapar?
Nemo se enteró de algún modo de que Thowintha no representaba a la mayoría de los
alienígenas; que éstos no se habían dejado espacio para maniobrar.
—Me siento desorientado —manifiesta Jozsef—. Mientras Thowintha controlara
la nave-universo podía ir a donde quisiera en el espacio y en el tiempo…
—No era la única nave-universo existente —declara el comandante mirando por
la ventana el luminoso firmamento—. Ahora lo sabemos.
—No es cierto. En realidad, sólo hay una nave-universo —le contradice
ásperamente Forster.
—Aún me siento más confuso —revela Jozsef—. La nave de Thowintha, la que
ustedes encontraron en Amaltea, ¿es la misma en que ellos llegaron?
—Sí. Pero sólo representa una posible parte del sistema total —dice Forster
indicando con un movimiento de cabeza el fragmento de cielo con él.
—La superposición de estados que se describe en la teoría de los quantum sólo
sucede a nivel microscópico —observa fríamente Ari—. Y aun así, hasta que
interviene algún observador.
—Según quienes afirman saberlo…
—¿Quiénes se supone que son?
—McNeil, por ejemplo, y yo damos su juicio por válido —replica vivamente
Forster—. Las teorías de la gravedad de los quantum sugieren que las
superposiciones lineales de estados alternativos se reducen por sí mismas
espontáneamente a una sola: la realidad…, es decir, siempre y cuando encuentren una
curvatura espacio-temporal suficientemente significativa. El viajar al pasado incluye
un segundo orden de estados alternativos. —Forster se permite una sonrisa—.
Aunque no estoy totalmente seguro de que convenciéramos al pobre Bill Hawkins de
que era posible viajar en el tiempo.

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—A mí no me ha convencido —gruñe el comandante—. ¿Cómo se demuestra que
eso no es más que un complicado sueño?, un hipnotismo programado que se inició
cuando estabais en… ¿cómo llamáis a eso…?, ¿la cámara de inmersión?
Forster toma su vaso vacío y Jozsef capta en seguida la indirecta y se lo vuelve a
llenar de whisky con hielo. El profesor le da las gracias con una sencilla inclinación
de cabeza.
—Es cierto —explica— que viajar en el tiempo fue considerado siempre como
imposible. Pero sobre la base de que enviar mensajes al pasado sólo puede generar
paradojas. En el presente caso, la superposición de alternativas asegura que no
ocurrirá así.
—Nada de cuanto ha dicho usted elimina esa posible paradoja —objeta el
comandante.
—Según tengo entendido, el colapso de la función ondulatoria lo impide —
responde Forster—. Pero no nos enfrentamos a realidades múltiples sino a
posibilidades múltiples. Existe una sola realidad. Si un mensaje enviado al pasado
interfiriese con otro de carácter contradictorio, uno de ellos desaparecería… nunca
hubiera existido. La función ondulatoria se viene abajo. Si uno de nosotros interfiere
consigo mismo, uno de los componentes desaparece. Si la nave-universo hubiera
interferido con otra versión de sí misma, una de las dos habría desaparecido.
Ari sonríe con aire tristón.
—¿Corrieron ustedes el peligro de encontrarse consigo mismos? —pregunta.
—Parece que sí, en el presente siglo —responde Forster abriendo mucho los ojos
al pensar en semejante posibilidad—. Y en Venus, Thowintha sintió precisamente esa
misma preocupación. Porque, en aquel momento, no todo cuanto se aproximaba a
Venus eran cometas.

Habían transcurrido tantas horas mientras la medusa volante exploraba los mares,
las selvas y las capas de nubes de Venus, que Blake y Sparta casi habían perdido la
noción del tiempo. Finalmente, la nave los condujo de nuevo hasta el gran macizo de
acantilados desde donde habían dejado atrás el océano. Y una vez allí se volvió a
hundir en las espumosas aguas.
Las inquietas formas alienígenas salieron de la nave, al principio empujando a los
humanos, pero luego, ante la sorpresa de éstos, dejándoles nadar por su cuenta.
—Tal vez desean un consenso —comentó Sparta—, pero la verdad es que están a
punto de dividirse. Si es que no lo han hecho ya.
Blake asintió con la cabeza.
—Hay dos partidos al menos. Los entusiasmados con el Mandato, y los que
quieren ser creativos. Pero el distinguirlos es algo que, a menos de que siga un
cursillo intensivo de contrapunto y antifonía, queda fuera de mis posibilidades.

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Al acercarse a la aglomeración comprendieron que algo raro estaba ocurriendo.
Habían dejado tras de sí una esfera perfecta, llena de vida, estremecida de energía.
Lo que ahora presenciaban frente a ellos era similar a una célula infectada de virus;
una masa informe estremecida por oleadas distorsionantes, sumida en convulsiones
que la aplanaban y la fruncían alternativamente y amenazaban con partirla por la
mitad. Aquellos torbellinos expelían de vez en cuando partículas negras —
alienígenas individuales—, que luchaban denodadamente por recuperar el contacto
con sus semejantes.
La masa total de aquel conglomerado parecía mucho mayor de lo que era. Y el
cántico que se elevaba de aquellos concertistas masificados sonaba más fuerte que
antes, más estridente y disonante, de un modo espectral.
La amenaza de disolución se hizo real cuando la enorme esfera se partió
arrojando un raudal de seres a las oscuras aguas. Lo que había sido hasta entonces un
espacio interior vacío, definido por una aglomeración disciplinada de seres
inteligentes, se había convertido ahora en una rudimentaria suspensión de animales
irracionales que luchaban entre sí.
El ojo humano es capaz de crear formas con cualquier cosa que vea y más tarde
Blake declaró que, dentro de aquel caos, había reconocido determinadas estructuras.
Que lo que parecía un manojo de objetos alargados y oscuros, un huso formado por
centenares o quizá miles de cuerpos, unos desplazándose hacia un lado y los demás
hacia otro, había ido adquiriendo un aspecto concreto entre dos bamboleantes figuras
amorfas en aquellas aguas cruzadas por franjas de luz.
Sparta también lo vio.
—Es como una célula cuando se divide —comentó.
Pendían inmóviles en las profundidades, abandonados por su acompañante que se
había alejado velozmente para unirse al ensortijado caos que se agitaba frente a ellos.
—No me gusta el aspecto que tiene ese barullo —indicó Blake—. Y no creo que
vaya a decantarme por ninguno de los bandos.
Ella movió la cabeza.
—Ya nos hemos decantado —dijo—. Los humanos nunca pueden dejar de ser
adaptadores.
Sus palabras distaban mucho de parecer entusiastas.
—¿Y eso es malo?
—Bueno o malo, forma parte de nuestra naturaleza. Nos ponemos nerviosos en
cuanto intentamos pensar en el futuro con una antelación de cinco años. Para
nosotros, una organización que mantenga el mismo nombre en un período de mil
años nos parece increíblemente antigua. La conservación consiste en salvar hasta el
menor retazo de algo que ha desaparecido antes de que nos demos cuenta. —
Permaneció en silencio unos momentos tras aquel colérico desahogo y enseguida

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añadió—: Ahora estoy segura de que si tú y yo estamos aquí no se debe a una causa
accidental.
—Aclárame eso.
—Thowintha nos escogió porque somos lo que somos —repuso Sparta.
Y empezó a nadar hacia los estremecidos restos de la aglomeración como
empujada por un sentimiento de obligación.
Blake la siguió, aunque a desgana, diciéndose que existían innumerables opciones
todavía sin explorar antes de ponerse del lado de alguien en aquel forcejeo alienígena.
En caso de necesidad, uno siempre se puede inclinar hacia un bando, o hacia otro;
pero no tenía la menor intención de abandonar a Sparta. Así que la siguió,
hundiéndose en el caos.
Los apelotonados alienígenas utilizaban sus conductos posteriores para expeler
chorros de agua en estallidos formidables que los proyectaban hacia delante con gran
fuerza; pero, aun en medio de aquel caos, los veloces cuerpos no chocaban entre sí y
apenas si alguna vez rozaban a Sparta y a Blake. Ambos se veían agitados por
vertiginosas corrientes. A él le parecía estar metido en una caldera de metales
fundidos, aunque con menor densidad de color y también quizá con menos calor,
mientras cuerpos inmensos, con mantos y tentáculos, pasaban raudos junto a ellos
brillando en tonalidades rojizas que le recordaban al hierro al enfriarse o al sodio
ardiendo. El agua olía a ácido y a cobre.
La confusión pareció remitir cuando los humanos se acercaron al centro de aquel
maremágnum. La tela de araña que formaban las antenas y los cuerpos que nadaban
se retiraban, desapareciendo por ambos extremos, y la división de lo que había sido
una gran esfera en dos todavía oscilantes esferoides, uno mayor que el otro, estaba
completada casi definitivamente.
Si Blake no hubiera respirado por branquias se habría sofocado ante lo que estaba
viendo. En el núcleo coagulante de la mayor de las «células filiales» se concretó una
pálida aparición, el harapiento facsímil de un ser humano recubierto de algas que
flotaban a su alrededor. Era el mismísimo Nemo.
Momentos después, oyeron el mensaje de aquel coro cacofónico:
—Los falsos Designados son miembros enfermos. Deben ser amputados. Sólo
entonces todo funcionará perfectamente.
Inmediatamente, la estructura viviente de la que Nemo era el núcleo se contrajo y
adquirió una forma mejor definida. Era como la boca de una medusa: un agujero
devorador rodeado por un millón de convulsos tentáculos. A Blake, en estado de
alerta y viéndolo todo como si el tiempo transcurriera con mayor lentitud, le pareció
que la atención de aquel ojo negro se concentraba en Sparta y en él; como si cada
ranura amarilla de los demás ojos que lo rodeaban y lo definían expresara una malicia
sin límites; como si aquel ser compuesto de muchos otros seres se convulsionara

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alrededor de ellos para tragárselos.
Como surgiendo de la nada, unas enormes y agresivas alas se abrieron sobre ellos
tendiendo un velo ante el malvado corazón de aquel loto devorador. Era un solo
alienígena con su manto incendiado por un opalescente fuego.
De igual modo que un calamar terrestre, dos de los tentáculos del alienígena
estaban dotados de orificios prensiles y absorbentes, mucho mayores que los de los
otros. Dichos apéndices se fueron alargando y envolvieron a los terrestres por la
cintura. Del cántico amenazador de los alienígenas sólo quedaba un chirriante gemido
que hacía vibrar las aguas.
Thowintha nunca había tocado hasta entonces a Sparta y a Blake. Y al hacerlo
ahora, se acompañaba de un tono impregnado de profunda ternura y protección.
—Todo irá bien —aseguró y ambos se rindieron en cuerpo y alma a su cuidado.
El sifón de Thowintha expelía chorros de agua mientras seguía su marcha,
portando a la pareja humana, aunque no deslizándose a la manera de los calamares
terrestres que marchan hacia atrás, sino más bien fluyendo como las colas de un
cometa. Las caras de ambos se distorsionaban como máscaras teatrales al tratar de no
ingerir agua. Apretaban los brazos a los costados y estiraban los pies para dotar a sus
cuerpos de una forma aerodinámica.
Arrastrando a los humanos y seguido por miríadas de minúsculos y agresivos
calamares semejantes al chorro chispeante de un cohete cilíndrico, Thowintha se fue
alejando de aquella aglomeración cada vez más desordenada. Al cabo de pocos
instantes pasaban por encima de la colonia sobre los arrecifes que Sparta y Blake
habían visto en su camino desde la nave-universo, con sus anchos cañones y sus
cuevas de coral dotadas de extrañas estructuras artificiales ahora abandonadas. A
Blake le hubiera gustado preguntar la causa, pero la velocidad con que discurrían por
el agua hacía imposible hablar. Giró levemente, agarrado por Thowintha, para mirar
hacia la estela que dejaban tras de sí. El océano estaba atestado de cuerpos lanzados
en su persecución.
—No os preocupéis. No es demasiado tarde para evitar el colapso —les advirtió
Thowintha con su voz resonante.
¡El colapso! A Blake le hubiera gustado formular algunas preguntas; pero sólo
pudo reflexionar sobre el significado de aquella palabra.

Mientras sucedía todo esto, mis compañeros y yo explorábamos la nave-universo.


Como había anunciado Walsh, Nemo se había fugado. Podíamos ver perfectamente
que la cámara de inmersión estaba vacía. Tan sólo quedaban las membranas flotantes
parecidas a algas que hasta aquel entonces nos habían estado sustentando a todos.
No habíamos interrogado concretamente a nuestra capitana sobre los motivos que
la habían impulsado a visitarnos. Podíamos esperar hasta más tarde, cuando se

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mostrara menos reticente sobre la verdad. Por el momento, aceptamos en su justo
valor su explicación de que había hecho un recorrido de prueba con el Manta. Pero
sus noticias nos habían puesto nerviosos hasta el punto de que nos causaba inquietud
separarnos. ¿Planeaba Nemo un nuevo ataque al remolcador? Habíamos aprendido a
no atribuir ningún motivo razonable a aquel hombre. McNeil, Hawkins y Marianne
Mitchell permanecían alerta en el interior del Ventris.
Entretanto, la huida de Nemo confería mayor premura a nuestras exploraciones.
Walsh y yo miramos por la escotilla delantera de la cámara de presión de poliglás. El
pobre Tony navegaba a ciegas metido en aquel estrecho espacio detrás de nosotros. El
Manta salió de la cámara de inmersión y se lanzó por los tortuosos corredores de
kilómetros y kilómetros de longitud.
Antes de abandonar Júpiter nos habíamos familiarizado con la ruta que conducía
al Templo del Arte, de modo que el Manta llegó en seguida a la bóveda central del
mismo. Y entonces vimos lo que no habíamos visto hasta entonces. La inmensa
bóveda latía pletórica de estrellas vivientes.
—Tony ¿puedes acercar la cabeza hasta aquí y echarle un vistazo a eso?
—Dame un minuto, Jo.
Uno de los motivos por los que le habíamos permitido venir con nosotros era el
de ser el más pequeño de todos, después de mi persona. Pero aun así, Groves necesitó
efectuar toda una serie de movimientos acrobáticos, lentos y fatigosos, para introducir
su cabeza por entre nuestras rodillas con la cara vuelta hacia arriba, y escrutar el cielo
a través de la burbuja.
—¡Huuuum! —murmuró.
—Bueno. ¿Qué pasa? —le pregunté.
Quizás el tono de mi voz me hiciera parecer más irritado de lo que realmente me
sentía. En realidad estaba más nervioso que encolerizado, aunque no por causa de
Nemo sino por haberme puesto en evidencia. Cuanto más nos acercábamos al centro
de control de la nave-universo, menos seguro me sentía de que todo aquello pudiera
conducirnos a algún resultado concreto. ¿Cómo íbamos a descifrar los pensamientos
de la mente alienígena, cuando después de treinta años de ardua labor sólo habíamos
logrado entender unos miles de palabras de su lengua?
Graves empezó a hablar.
—Ese esquema es casi idéntico al que el Ventris calculó para nosotros con el
input de Troy. Es el aspecto que debió tener el cielo hace tres mil millones de años, es
decir, cuando abandonamos Júpiter. Aunque todo esto resulta muy incierto. No me
avengo a creer en los datos de una computadora sobre la posición de los planetas en
un período de tiempo tan extenso…
Su voz se perdió en un murmullo ininteligible.
—Ibas a decir algo más —le animó Walsh.

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Groves era un hombre modesto e introvertido, con una reputación como
navegante no demasiado brillante, pero que había logrado llevar a Springer a Plutón,
con lo que las suposiciones del famoso explorador resultaron erróneas y sus colegas
supieron a quién debían conceder al mérito.
—Lo que pasa, Jo, es sencillamente que hay muchas luces en ese cielo que no
aparecen en la reconstrucción del Ventris. Si se las mira un minuto o dos…, es decir,
más o menos el tiempo que llevo tendido de espaldas, parecen estar siguiendo órbitas
cometarias.
—¿Puedes afirmarlo así, tan rápidamente?
—Sí. Se mueven muy deprisa y se encuentran muy próximas… por eso se
advierte bien su desplazamiento.
—¿Qué presagia eso? —le pregunté.
Groves gruñó algo entre dientes mientras meditaba su respuesta.
—Son sólo conjeturas, ¿comprenden? —respondió mirándonos de abajo arriba—.
Pero creo que un par de esos cometas están a punto de chocar con nosotros. Tal vez la
próxima semana. O quizá mañana mismo.
—Los amalteanos deben saberlo —sugirió Walsh.
—Entonces…
—Hay algo más —intervino Tony.
—¿Qué es?
—No lo sé —replicó el navegante—. Me limito a estar aquí tendido de espaldas
mirando eso. Ni siquiera sé de qué está formado el sistema ni de dónde extrae sus
datos. Suponiendo que lo que veo sea algo semejante a un planetario de tiempo real…
pues bien, tenemos ahí un cuerpo tres veces más brillante que un cometa normal, que
viene hacia nosotros a dos veces la velocidad de uno de ellos y que está precisamente
encima de nosotros.
—¡Dios mío! —exclamé.
Walsh no dijo nada. Su atención había sido atraída por cierto movimiento en el
Templo, muy por debajo del resplandeciente techo donde brillantes y móviles
estrellas doradas, turquesas y rubíes se agrupaban en la oscuridad mezcladas con
figuras sombrías que se infiltraban en las aguas a su alrededor.
—Profesor… no estamos solos.
Instantes después, el Manta quedaba rodeado por criaturas tan corpulentas como
Thowintha que resplandecían como anuncios luminosos y bombardeaban nuestra
quilla con horribles reverberaciones sónicas.
—¿Nos atacan? —preguntó Walsh.
—Tal vez hayamos de considerarnos arrestados —dijo Groves casi
inmediatamente.
Pero yo no lo creí así a juzgar por los ruidos ahogados que se escuchaban.

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—Conecta los hidrófonos —le dije a Walsh.
Ella lo hizo así. Las repentinas, claras y animadas voces de nuestros «captores»
cantaban al unísono y surgían por los altavoces del Manta.
—¿Qué dicen, profesor?
—Más o menos: «Queremos ayudaros. No interfiráis».
—¿Ah sí? Pero ¿de dónde diablos vienen? ¿Quiénes son?
—Ayúdeme a conectar la traductora con los altavoces. Quizá pueda contestar.
Walsh manipuló los circuitos mientras yo tecleaba palabras en la traductora. Pero
antes de que hubiéramos terminado, una nueva avalancha de sonidos se difundió por
el agua.
—No os preocupéis.
—¡Nos estamos moviendo! —gritó Groves.
—Todo irá bien. —Los alienígenas estaban manipulando algo en el exterior del
casco. Una aglomeración de tentáculos descendió por delante de la lumbrera de la
burbuja. Se produjo una pausa y en seguida se oyó un sonido alarmante.
El pobre Groves empezó a gritar cuando se dio cuenta de lo que estaban haciendo
los alienígenas. Sus estridentes gritos de terror llenaron el atestado interior de la nave.
—¡Dios mío! ¡Han encontrado la manivela que actúa sobre la compuerta de
emergencia! —gritó Walsh.
Su mano se alargó hacia los conmutadores que ponían en marcha los cohetes
auxiliares del Manta, pero antes de que lograra accionar las cubiertas de seguridad, la
compuerta se abrió y el agua se precipitó a raudales por la abertura como si surgiera
de una boca de riego.
La fuerza del chorro me proyectó contra la ventana de poliglás y a partir de
entonces ya no recuerdo lo que pasó.

Thowintha seguía arrastrando a Sparta y Blake, pero no hacía nada por evadir a la
brillante horda de alienígenas que se lanzaron en pos de ellos a través de la compuerta
sumergida. Las capas moleculares impermeables del gigantesco recinto empezaron a
reagruparse en seguida, girando velozmente en una espiral centrípeta. Thowintha
nadaba enérgicamente hacia arriba por entre las brillantes cavernas y corredores del
inmenso espacio.
La nave, hasta entonces solitaria, estaba transformada. Alrededor de ellos
zigzagueaban miríadas de inquietos seres llevados por sus tareas particulares,
moviéndose tan rápidamente que Sparta y Blake se sintieron turbados por su
incapacidad estrictamente humana. Porque, por adaptables que sean los humanos,
cuando están desnudos y desprovistos de sus instrumentos habituales, se convierten
en unos animales perfectamente inútiles.
Era dudoso que los amalteanos hubieran comprendido las emociones de Sparta y

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Blake. En cuanto a Thowintha parecían indiferentes a lo que sintieran. Sólo había
reaccionado ante su curiosidad informándolos mientras nadaba, con una voz que
había adquirido una resonancia etérea porque sus ideas se concentraban de acuerdo
con la masa de aquellos seres desparramados por la nave o tal vez incluso con ésta, y
se expresaban con sus propias voces que se expandían por las aguas.
Lo que él-ella o ellos tuvieran que decir era en parte teórico, en parte fantástico y
en parte inconcebible. Sparta y Blake se limitaban a absorber cuanto les fuera posible.
Transcurridos algunos minutos de sobrehumanos esfuerzos, Thowintha lo soltó.
—Tenéis que explicarles lo que os hemos explicado a vosotros. Disponéis de muy
poco tiempo. —Y, dicho esto, se alejó.
Blake y Sparta emergieron del agua. Fue como si la nave-universo quedara
sellada tras ellos. A su lado, la cúpula inclinada estaba llena de un aire todavía cálido
e impregnado del áspero perfume de Venus. Los tendones metálicos de la escotilla se
curvaron sutilmente sobre los humanos y los levantaron para depositarlos con rapidez
en la abierta bodega de carga del Michael Ventris. Notaron cómo sus pies se posaban
en la dura cubierta de metal mientras los tendones siseaban al alejarse, dejándolos
tambaleantes al carecer del apoyo acuático del que hasta entonces habían dependido.
La escotilla del módulo de la tripulación estaba cerrada.
—¿Quién anda por ahí? —la voz de Hawkins resonó sobre ellos por el
intercomunicador.
—Somos Troy y Redfield —contestó Sparta.
—¡Abra! ¡Es urgente! —lo apremió Blake.
La escotilla se abrió lentamente y Hawkins los miró con aire suspicaz empuñando
una llave de titanio.
—¿Dónde están los demás? —quiso saber.
—Creíamos que estaban aquí —contestó Sparta entrando sin más preámbulos.
Si Hawkins hubiera optado por resistirse, ni ella ni Blake hubieran logrado pasar.
Encontraron a McNeil y a Marianne en la cámara de oficiales, con un aspecto
fatigado y tan nervioso como el de Hawkins.
—Walsh, Groves y el profesor han partido en el Manta para explorar —explicó
McNeil—. Ya se están retrasando.
—Nemo no aparece —añadió Marianne—. El capitán dice que se ha fugado.
—En realidad, no lo sabemos —terció McNeil—. A lo mejor…
—Eso no importa por el momento —lo atajó Sparta—. La nave-universo va a
emprender una nueva aceleración masiva. Es urgente que volváis al agua.
Se quedaron sin respiración y el color desapareció de sus rostros. Era como si
Sparta acabara de pronunciar su sentencia de muerte. Marianne fue la primera en
reaccionar.
—¿Volvemos a casa?

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—Eso está fuera de nuestro control —fue la respuesta de Sparta.

Los alienígenas y sus acogedores mecanismos recibieron nuestros cuerpos. Una


vez en la cámara de inmersión, Walsh, Groves y yo flotamos en las olas artificiales,
sin ver nada, hundidos en nuestros propios sueños.
Sparta y Blake nos observaron hasta que todos nos encontramos a salvo. Ella se
volvió hacia Blake agitando las manos, aliviada al estar en el agua otra vez.
—Tienes marcas de succión en el ombligo —le dijo. Bajo el agua su voz, de
nuevo la suya verdadera, sonaba pletórica de matices diversos. Mirándose a sí misma
añadió—: Y yo también.
Él no dijo nada. Los dos nadaban vigorosamente en las cálidas y movedizas aguas
de la nave.
—Van a fracasar —comentó Blake colérico—. Lo saben y eso los vuelve locos.
Estamos presenciando la desintegración de su sociedad.
—No tienen experiencia en fracasos.
—Ni en sucesos inesperados —opinó él, fingiendo sentirse asombrado—.
Enviaron un arca; una nave estelar cargada de pioneros con dos ejemplares de todas
las especies…, o cualquiera que sea el número mágico en su lugar de origen, con
órdenes de reproducir su patria natal en todos los detalles, hasta el último virus. Pero
se olvidan de advertirles que se podían encontrar con algo un poco… diferente.
—Conocen secretos de la naturaleza que los humanos tal vez nunca averigüemos
por nosotros mismos… aunque muchos estemos impacientes por lograrlo.
—Diferentes historias… tonterías distintas. Tú eres la que dijiste que no podemos
evitar ser Adaptadores.
—Porque nuestra evolución es de cortocircuito; hemos remplazado la
modificación física lenta y los cambios de conducta implantados por la cultura
fluida… Hemos crecido junto con los volcanes, los terremotos y los glaciares que
llegaron y se fueron, como las mareas que suben y bajan. Los desastres nos
mantuvieron siempre alerta.
—Mientras que esa otra especie tiene cientos de millones de años, quizás incluso
miles de millones. Estoy seguro de que llegaron de algún lugar remoto y antiguo que
nunca ha experimentado cambios…
—También en la Tierra algunos esquemas cambian muy poco con el paso del
tiempo. Las libélulas, los escorpiones, los escualos…
—Y los calamares —sugirió Blake.
—Podemos ayudarles —decidió Sparta.
—¿Por qué? ¿Qué nos importa a nosotros si fracasan?
Ella clavó en Blake una fría mirada.
—Aquí hay algo en juego que está por encima del posible éxito de esos seres.

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Thowintha nos ha traído a este lugar porque cree que podemos hacer algo en su favor,
y también por algo más.
—¿De qué se trata?
—Me parece que lo ha hecho para que creemos nuestro propio destino.
Él exhaló un reguero de burbujas.
—¿Qué podemos hacer por esta gente? Ni siquiera logro mantenerme a su nivel
en el agua.
—Ya has ayudado en algo. Sugeriste que remolcara a los cometas…
—Pero la idea fue rechazada de plano. De todos modos, me parece que es ya
demasiado tarde. Aun cuando lograran convencerse a sí mismos para desobedecer el
Mandato.
—¿Te refieres a que ya hay demasiado vapor de agua en la atmósfera de Venus?
Él asintió con un movimiento de cabeza.
—El efecto invernadero ya es irreversible.
—De acuerdo —convino Sparta—, pero no estaba pensando en Venus.
Él la miró sorprendido.
—¿Acaso en la Tierra?
Sparta negó con energía.
—Pensaba en Marte.
—¡Pero eso es imposible! —afirmó sin vacilar—. Marte tiene una décima parte
de la masa de la Tierra y un cuarto de su diámetro… y una relación superficie-
volumen muchísimo mayor. En Venus ocurre todo lo contrario. No se puede mantener
una atmósfera y, aunque así fuera, no se lograría conservarla caliente.
—Pues lo han hecho, como sabemos por la placa marciana.
Él la miró exasperado.
—En primer lugar, lo hicieron sin nuestra ayuda.
—¿Estás seguro?
—Y en segundo lugar, fracasaron.
—Puede que no ocurra lo mismo esta vez. Me parece que hemos vivido una
historia distinta a partir del momento en que entramos en el agujero negro.
—Marte sigue teniendo las mismas dimensiones, no importa la historia que
vivamos ahora —repitió él—. Si quieres ayudarles a que recreen Cruz, la elección
más lógica es la Tierra.
—Me gustaría convencerles de lo contrario —expresó ella. Y, alargando una
mano suplicante, la puso levemente en el hombro de él—. Necesito tu ayuda.
Blake no pudo resistirse mucho tiempo. La perspectiva de bombardear Marte…
todo un planeta, con cometas era una insensatez irresistible.

Thowintha se hallaba suspendido en las brillantes aguas del puente del Templo

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rodeado por otros seres de su misma especie. Para Sparta y Blake, el enérgico aleteo
de su manto y su ritmo cada vez más vivo sugería una profunda meditación. Tras
algunos minutos de silencio, el manto emitió un resplandor rojo brillante y una
sucesión de vibraciones se produjeron a su alrededor.
—¿Nos ordenáis que lo hagamos?
—¿Quiénes somos nosotros para ordenaros nada? Sugerimos simplemente un
procedimiento a seguir.
—Haremos lo que los Designados indiquen. Fabricaremos las naves que
necesitéis. E incluso os enseñaremos a pilotarlas. —Las aguas se estremecieron a
impulsos de su jovialidad.
—¿Cómo lo haréis? —preguntó Blake con los ojos abiertos de par en par por la
sorpresa.
—Os enseñaremos a pensar —dijo Thowintha.
—Ya sabemos pensar —replicó él airado.
Pero Sparta añadió:
—Estamos deseando aprender vuestros métodos de control.
El manto de Thowintha varió su color, pasando del rojo al púrpura.
—Nuestras naves extraen su potencial del vacío. Emitimos la fuerza desde
nuestro interior. Conforme aumenta la distancia, aumenta también la flaqueza.
—¿La flaqueza?
—Dicho de otro modo, aumenta la probabilidad de no-existencia. Esta relación se
calcula con facilidad. Para nosotros, tales asuntos son de poca importancia. Para
vosotros, los humanos, los valores pueden ser distintos.
Sparta miró compungida a Blake antes de dirigirse al alienígena.
—Nos gustaría considerar esos valores a los que te refieres —le dijo con un tono
más razonable de lo que en realidad le sugería lo que estaba pensando.

Ningún ojo sensible había observado el aterrizaje de la nave-universo, ni ninguno


había sido testigo de su despegue. El océano, alrededor del lugar en que se había
posado la nave, estaba desierto en muchos kilómetros a la redonda. Aquella zona
marítima, superrecalentada, hervía frenéticamente, se evaporaba y un vértice nuboso
giraba en torbellino alrededor de la columna ígnea que la nave dejaba en su estela.
Muy pronto se encontró por encima de las nubes, la esfera del planeta se convirtió
en un disco. Venus quedó atrás, y la diamantina luna se fue desplazando
paulatinamente hacia el sol.
Los cometas la persiguieron. Los cometas… y otra luna también gigantesca y
diamantina, exactamente igual a ella.

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11
El rápido cuerpo que se iba acercando a nosotros era en realidad una nave-
universo.
—¡Una nave-universo! —exclamó Jozsef asombrado.
—Que llegaba para llevar a lugar seguro a los amalteanos de Venus… una nave-
océano pilotada por el propio Thowintha tal como era tres mil millones de años atrás.
Nuestra Thowintha deseaba encontrarse en otro lugar al llegar su duplicado.
—¿Significa eso que fue en aquel momento cuando el alienígena produjo la
primera bifurcación, el primer camino divergente en el espacio-tiempo? —pregunta el
comandante.
—Un comentario muy adecuado —conviene Forster—. El primero entre muchos.
Su aquiescencia le proporciona un breve instante para tomar un trago de su vaso,
pensativamente.
El comandante, al igual que un gato que juega con un ratón, no quiere ceder.
—¿Cuál será el efecto de todo eso? —pregunta—. Es lo que debemos saber.
—Me parece que habrá que esperar algún tiempo, comandante. Por el momento,
todo cuanto puedo hacer es continuar mi relato.
—Ha dicho que aprendió algo basándose en lo que mi hija le contó —interviene
Ari.
—Aprendí mucho, aunque con lentitud —dice Forster dejando su vaso; y
continúa su relato—: Al sumergirnos en el Torbellino, nuestra ruta podía haber
divergido en varias direcciones. Estando sumergidos, la mayor parte de nosotros no
tenía influencia alguna en el destino que nos aguardaba. Sólo otro ser podía afirmar
que ejercía el control, pero… ¿hasta qué punto controlaba Thowintha su propio
destino?

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Tercera parte
LOS JARDINES DE MARTE

12
—En Amaltea, en Júpiter, había disfrutado del lujo de disponer de un tiempo sin
límite —continúa Forster—. Las notas de mi diario fueron esporádicas, simples
apuntes. Pero a partir de entonces, al no saber si cada momento constituiría mi última
oportunidad de registrar lo que estaba viviendo, empecé a llevar un diario más
cuidadoso empezando con la siguiente relación…

Una vez más nos hallamos empapados y jadeando debido a la dificultad de


respirar en el recalentado interior del Ventris, flotando ingrávidos en la atestada
cámara de oficiales. Ahora Troy no se encontraba allí para aliviarnos la transición.
—No tenemos nada con lo que demostrar nuestra resurrección, excepto algunos
pliegues en el cuerpo —dijo McNeil malhumorado, pellizcándose una zona de su
grasiento vientre y examinándola con interés—. En mi caso, bastantes de ellos. Si es
que piensan sumergir a alguien, al menos deberían tener la delicadeza de permitirle
que adelgazase algunos gramos.
—Hemos escapado milagrosamente de las garras de la muerte —comentó Groves
apretando los dientes.
El pequeño navegante temblaba, sin poder dominarse, y Walsh lo miró con
viveza.
—Tony, me parece que haría bien viniendo conmigo a la clínica. —Él protestó
débilmente pero ella le dijo—: Es una orden; no una sugerencia.
Le rodeó los hombros con un brazo y lo empujó hacia el corredor.
Hawkins y Marianne Mitchell partieron hacia su sección sin dirigir una palabra ni
a McNeil ni a mí. Me di cuenta de que este último me miraba con aire reflexivo,
acariciándose el mentón.
—No creo que hayamos estado más de unos cuantos días sumergidos, profesor.
Me froté también el mentón y en seguida comprendí a qué se refería. Nuestras
barbas era cortas. Y eso quería decir que fuese cual fuese el lugar por el que la nave-
universo había emergido del Torbellino, el agujero negro seguía estando próximo al
sol. Lo que a su vez significaba…
—Puede haber cometas por ahí. Un avispero de ellos, con nosotros en medio.
Notamos cómo el Ventris se movía. Seguí a McNeil hasta el puente de mando.

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Fuera, la gran compuerta de la nave-universo se estaba abriendo frente a nosotros, y
los tentáculos que nos mantenían sujetos nos empujaron hacia delante. Los
alienígenas estaban situando prudentemente al Ventris en el espacio exterior.
Flotábamos unidos a la nave-universo por invisibles y finos tentáculos. Para quien
pudiese vernos desde fuera, el Ventris debía semejar un abejorro pegado a un zepelín.
La capitana Walsh acudió también al puente y designó por su nombre lo que
estábamos viendo pero no acabábamos de identificar por completo.
—¡Marte!
El planeta que se encontraba bajo nosotros era apenas reconocible; un escudo de
oro colgando del firmamento estrellado. Pero su brillante casquete polar septentrional
se extendía hasta casi la mitad del espacio que lo separaba del ecuador. Sus llanuras y
montañas rojas, amarillas y negras estaban veteadas por mares de un azul oscuro, en
los que se reflejaban franjas de nubes que se desplazaban por lo que debía ser un
cielo cristalino. Incluso desde el espacio podíamos percibir oscuros nubarrones de
tormenta arrastrándose por encima del desierto y lanzando hacia abajo haces de
rayos.
—¿Cómo está Tony?
—Sus biostatos son correctos —respondió. Pero no mencionó sus psicostatos.
McNeil señaló los veteados cielos.
—Otra vez los cometas —dijo.
Walsh se limitó a asentir con un gesto, pero yo apenas si pude contener mi
excitación porque creía saber lo que estábamos a punto de presenciar.
No tuvimos que esperar mucho tiempo. Los alienígenas habían cronometrado
escrupulosamente nuestra resurrección. Una burbuja de luz cegadora estalló en la
llanura bajo nosotros y en seguida otra y otra más. Aquella silenciosa violencia
produjo ondas de radiación que fueron proyectadas hacia la atmósfera, para formar
nubes que inmediatamente quedaban hechas jirones. Anillos concéntricos de sombras
se proyectaban sobre el suelo del desierto, enlazándose unos con otros como las
ondas que se forman en las aguas de un estanque. En menos de un minuto, un
centenar de agujeros incandescentes se habían abierto en el disco del planeta como si
lo atravesaran hasta alcanzar un universo de insoportable luminosidad situado debajo.
De las inmensas llanuras estériles de Marte empezaron a levantarse nubes de
vapor.
El espectáculo continuó durante horas. Yo permanecía pegado a las ventanas
mientras Walsh se dedicaba a otros menesteres. McNeil se fue abajo y, como me
contó más tarde, abrió una botella de brandy medicinal: «Buen licor se lo aseguro».
Luego persuadió a Graves para que echara también un trago.
—Tony pareció desesperarse porque nos habíamos dado cuenta de su ausencia.
Me confesó que sentía un terror inmenso a ser sumergido. Por eso no había vuelto a

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Plutón. En los viejos tiempos, significaba permanecer cuatro años en el tanque. Pero,
según él, lo que nosotros acabábamos de experimentar era mucho peor.
—Entonces es más valiente de lo que suponía —opiné.
McNeil asintió con la cabeza.
—No ocurrió del modo en que lo cuenta. Según él, las dos veces lo cogieron por
sorpresa; primero por órdenes de Troy y luego cuando los alienígenas inundaron el
Manta. Afirma que no lo soportaría otra vez.
No supe qué contestar.
Cuando Groves apareció en el puente, hicimos como si no hubiera sucedido nada.
El pobre estaba pálido como un pescado. Miró largo rato, en silencio, lo que
acontecía en la superficie de Marte y luego se volvió hacia mí e hizo una mueca
semejante a un atisbo de sonrisa.
—Esto sobrepasa lo que la imaginación más descabellada podría concebir
respecto a xenoarqueología ¿eh, profesor? —me preguntó—. La Cultura X llega a
Marte.
Pero yo estaba demasiado absorto para corresponder a su ironía. La visión de un
planeta bombardeado por fragmentos de cometas me tenía sobrecogido.
Cuando por fin el bombardeo amainó, le sugerí una idea a Walsh. Le indiqué que
Marte era menos de la mitad de macizo que Ganimedes, la luna de Júpiter para la que
había sido diseñado el Michael Ventris.
—¿Qué puede impedirnos llevar al Ventris hasta la misma superficie de Marte
utilizando su propia potencia? Con la ayuda de los amalteanos podríamos documentar
la transformación del planeta como testigos presenciales.
—¿Qué qué nos lo impide? —me contestó ella agriamente—. ¿Qué te parece el
equivalente a un holocausto nuclear?
Y al decir esto, señaló a lo que estaba sucediendo abajo. Convine en que era
mejor esperar y asegurarnos de que el bombardeo, o al menos lo peor del mismo,
hubiera cesado; de que las tormentas atmosféricas hubiesen amainado y de que las
avalanchas de fogonazos recuperasen la normalidad. Pero persistí en mi idea hasta
que finalmente logré convencerla.
—De acuerdo; siempre y cuando la atmósfera inferior se apacigüe y
mantengamos el contacto con la nave-universo. En tal caso, no pondré ninguna
objeción personal. Pero no quiero correr el riesgo de quedar encallados ahí. No me
seduce en absoluto la idea de habitar un planeta desprovisto de vida.
Le respondí que, a mi modo de ver, Marte no seguiría sin vida durante mucho
tiempo.
Y ella programó un cambio de impresiones con la tripulación para más tarde,
aquella misma noche.

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Llegamos a un acuerdo aunque no sin cierto despliegue emocional por mi parte.
Tal como me había figurado, McNeil y Groves se mostraron propensos a correr la
aventura. El primero es un ser decidido, alegre y estoico, y en cuanto a Groves, sabía
que prefería la muerte en un planeta primitivo a la perspectiva de pasar de nuevo a la
cámara de inmersión de la nave-universo.
Hawkins y Marianne Mitchell planteaban un problema. Yo había previsto ya
aquella dificultad porque la cabina de Mrs. Mitchell estaba contigua a la mía y, en los
limitados confines de un navío como el nuestro, era imposible dejar de oír ciertas
conversaciones de las que a uno le gustaba enterarse. Por ello, mientras estábamos en
Venus, escuché involuntariamente una de ellas mientras procuraba no hacer ruido, no
tanto inducido por un malicioso interés como por la intención de no parecer
indiscreto.
—Cásate conmigo —propuso Hawkins a Marianne con tono de profunda
ansiedad.
—¿Qué pasaría si aceptara? —preguntó ella en tono un tanto triste—. ¿Cambiaría
algo las cosas?
—¿Te casarías conmigo si estuviéramos de regreso en la Tierra?
—¿Para vivir en un llano fangoso rodeados de algas verde-azuladas? —Profirió
una seca y breve risa—. ¿Jugando a Adán y Eva?
—Me refiero a la Tierra tal y como era antes.
—Llévame allí y te daré una respuesta.
—Quizá no estemos viviendo tres mil millones de años atrás, en el pasado.
—¿A qué te refieres?
—A que a lo mejor, todo esto no es más que una comedia. El profesor aseguró
saber lo que buscaba en Amaltea; pero no dijo nada al resto de nosotros hasta llegar
allí. Por ello, tal vez la situación en que nos encontremos ahora tampoco sea… real.
Cuando ella le contestó, su voz sonó como la de una persona muchos años
mayor… o al menos más madura que él.
—Es auténtico, Bill. Y no tenemos modo de salir de aquí.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó él en un murmullo apremiante, como quien
conspira—. No digo que no exista una increíble tecnología. Tal vez se trate de
tecnología alienígena o tal vez no. O de algo mucho menos misterioso que eso.
Ella se sintió tan sorprendida que su risa, esta vez, sonó casi feliz.
—¡Bienvenido a Disney-Cosmos! ¡De aquí al Mundo Alienígena!
—¿Por qué no? —insistió él con voz ronca. El cambio que había tenido lugar en
sus emociones resultaba casi pavoroso. Están enzarzados en un forcejeo enorme; en
una lucha por el poder. Forster trabajando para la Junta del Espacio, Mays…
—Nemo.
—… no es ninguna nulidad, no importa cómo lo llamemos.

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—Teníamos que haberlo matado por lo que hizo. —Ella hablaba esta vez
gravemente—. Merece la muerte.
—¿Debí hacerlo?
—No. Lo dices para complacerme. El modo en que obré con él fue cosa mía, Bill.
No puedes variarlo. —Se produjo un silencio y yo traté sinceramente de no escuchar;
pero oí cómo continuaba—: No espero que me lleves a casa; pero, si lo haces, te
amaré todavía más.
En aquel momento, Jo Walsh me llamó al puente de mando y aquella oportuna
orden me libró de escuchar otras intimidades.
Las teorías conspiratorias de Hawkins no se limitaban a aquellas charlas con
Marianne. Había insinuado que sospechaba también de otras personas. Ahora,
después de habernos reunido para debatir nuestro futuro había llegado el momento de
enfrentarnos a su extremada oposición.
—Mr. Hawkins; ha sugerido usted que estamos siendo víctimas de una especie de
jeroglífico ideado quizá por mí o por los amalteanos, por razones desconocidas.
—¿Cómo… por qué dice eso?
—¿Es patrimonio de los jóvenes el dominar semejante exquisita mezcla de cólera
y de sentido de culpabilidad?
—Ésta es una buena ocasión para que todos sepan la verdad. En la superfice del
planeta y actuando sin supervisión alguna, podremos efectuar cuantas investigaciones
nos sea posible. Les garantizo una total libertad de movimientos.
Titubeó visiblemente mientras se pasaba una mano por el lacio cabello rubio; pero
en seguida preguntó con energía:
—Si al fin y al cabo vamos a necesitar la cooperación de los alienígenas, ¿cómo
vamos a creer que disfrutamos de independencia?
Estuvimos debatiendo aquello durante unos minutos, sin llegar a ninguna
conclusión definitiva hasta que Hawkins accedió. No estaba privado de cierta natural
curiosidad científica y se sentía fuertemente intrigado por presenciar personalmente
una transformación que, como yo proponía, iba a culminar en la inscripción de la
placa marciana, aquel fragmento de metal brillante cuyo significado había
desentrañado llevado de mi mano, por así decirlo.
Mientras sucedía todo esto, Marianne Mitchell no pronunció una sola palabra. Su
rostro estaba tan inexpresivo como el de una esfinge.

A la mañana siguiente llamamos a Thowintha por los circuitos abiertos y le


explicamos la situación utilizando la traductora. Algunas horas más tarde llegó la
respuesta… pero de la inspectora Troy.
—Hemos aprobado lo que usted propone, profesor. El mejor plan de aterrizaje es
el siguiente…

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Pero, aunque me dio instrucciones minuciosas que incluían las coordenadas, su
extremada atención pareció un tanto desmedida a algunos de nosotros.
Al poco tiempo, el Ventris, con los tanques llenos con ayuda de la maquinaria
semisensible procedente de la compuerta, fue lanzado a una órbita ecuatorial y
empezó un lento descenso hacia la densa atmósfera de dióxido de carbono de aquel
Marte primigenio.
Nuestro punto de destino eran las playas de un mar desierto cuyos límites se
ampliaban a cada hora que transcurría. Oleadas de agua cargada de cieno continuaban
afluyendo, abriendo amplios canales en la arena y en las rocas, procedentes de las
tierras altas donde se habían estrellado los fragmentos de hielo más cercanos.
El remolcador se posó sobre una elevación oportunamente situada, entre
torbellinos de arena, fuego y humo, descansando primero con sus dos patas
posteriores, para bajar luego a la proa en una especie de descenso controlado hasta
que todo el trípode estuvo asentado sobre el terreno en situación horizontal, con lo
que las escotillas de carga y las del equipo fueron accesibles desde la superficie.
Aquel sistema parecía algo rudimentario, pero había sido desarrollado para las
diferentes gravedades y los imprevisibles cambios en las superficies de las lunas de
Júpiter y allí, en Marte, también funcionó bien.
Me era casi imposible soportar el confinamiento en el remolcador, viendo sólo lo
que se percibía por la pantalla y por las estrechas ventanas. McNeil hubo de soportar
todo el peso de mi impaciencia por salir al exterior y ver cómo la nave-universo
descendía y los amalteanos se ponían a trabajar.
El flemático ingeniero se tomó con ironía mis tentativas para presentarle una
imagen favorable de los grandes acontecimientos que iban a tener lugar.
—Ya verá cómo conseguimos hacer algo, profesor —fue su comentario—. Ya
estoy trabajando en ello.
No necesitábamos trajes presurizados. La atmósfera del Marte ancestral era lo
suficiente densa —a nuestro nivel de elevación actual con una presión de más de un
bar, es decir, la de la Tierra en un planeta que sólo tiene una décima parte de la
densidad terrestre—, pero el gas dominante era dióxido de carbono. Y lo que nosotros
necesitábamos era oxígeno.
McNeil señaló que, si bien los trajes presurizados marcianos de nuestra época
estaban equipados con sistemas de respiración que reciclaban el gas aprovechable y
el fino dióxido de carbono atmosférico extrayendo oxígeno puro valiéndose de
enzimas artificiales, no teníamos a mano tales equipos puesto que nunca habíamos
planeado visitar Marte.
Pero, por otro lado, los suministros del navío incluían una amplia selección de
enzimas artificiales biológicamente útiles. Los recicladores de aire fresco disponían
específicamente de los catalizadores necesarios para descomponer el CO2, y McNeil

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había puesto en funcionamiento nuestros biosintetizadores para producir mayor
cantidad de la mezcla necesaria.
Entretanto, estuvo trabajando también en un prototipo de sistema respiratorio,
cuya unidad me mostró. Era un objeto compacto que consistía en una toma con filtro,
una mascarilla, un tubo y un par de depósitos para llevar en el pecho.
Me extrañó que aquel aparato tan compacto, sólido y bello, con sus secciones
trabajadas a torno perfectamente pulidas y ensambladas, fuera obra de las enormes y
curiosamente hábiles manos de McNeil. Pero, evidentemente, bajo aquel corpachón
se escondía un alma de artista.
En seguida, McNeil, Groves, Walsh y yo empezamos a colocarnos nuestros
artefactos de respiración. E incluso Hawkins demostró interés en ello, a pesar de sí
mismo. Lo hicimos rápidamente y, aunque ninguno de nosotros pudo hacer gala de un
ingenio tan bello como el de McNeil, adoptamos todas las precauciones necesarias,
considerando que nuestra propia vida dependía de la perfección de la tarea.
Cuando llegó el momento de efectuar la prueba, Tony Groves insistió en ser el
primero en salir al exterior. Se alejó unos pasos del recinto principal dotado de aire,
reteniendo la respiración y escuchamos sus cautelosas exhalaciones y la decidida
inhalación que las siguió. Walsh se había ofrecido voluntaria para quedarse en la
esclusa vistiendo su equipo completo y dispuesta, por si era necesario, a arrastrar de
nuevo a Groves hacia el interior. Pero la respiración de éste sonaba cada vez mejor.
—Funciona estupendamente —informó—. Y hay una vista magnífica.
Uno tras otro, probamos nuestros equipos. Cuando llegó mi turno, noté cómo mi
nerviosismo inicial desaparecía rápidamente. Miré a mi alrededor para apreciar
aquella vista tan extraordinaria a juicio de Groves.
Era mediodía y un pequeño y cálido sol brillaba en un cielo purpúreo y
transparente. Soplaba un viento frío, pero yo notaba en la piel el calor del sol. Por
encima de mí, grupos de estrellas parpadeaban como distantes señales lumínicas. Más
numerosos que ellas, docenas de pálidos cometas rayaban el cielo diurno como finos
trazos de tiza sobre la pizarra del firmamento.
Me permití unos breves momentos para tomar conciencia de aquel día en el
antiguo Marte. Teníamos poco tiempo para preparar la llegada de los alienígenas.

Walsh y yo nos encontrábamos al borde del risco provistos de cámaras


fotográmicas para registrar el acontecimiento. Llegaron casi veinte minutos antes de
lo previsto, así que tuvimos que apresurarnos para aprovechar lo que se pudiera.
La nave-universo descendió oblicuamente entre fogonazos, como una inmensa
luna de diamante flotando sobre los negros picachos volcánicos y las llanuras de
gruesa arena; deslizándose por sobre el ancho valle que serpenteaba hacia nuestro
resplandeciente mar ecuatorial. A varios kilómetros de la playa, claramente definida

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por planas colinas y rojas mesetas, se asentó sobre las aguas azules azotadas por el
viento. En la lejanía podíamos ver nubes de vapor elevándose allí donde el reflectante
huevo tocó la superficie diáfana del agua. El vapor se dispersó rápidamente dejando a
la nave delicadamente posada sobre su base. Su arqueada cúspide quedaba muy por
encima de nosotros, a más de veinticinco kilómetros de altura. Una aglomeración de
cirros se alineó espontáneamente sobre ella, pegándose a su superficie como una
bandada de peces curiosos.
Y entonces empezaron a salir a millares.
Muy altas sobre el brillante elipsoide, las esclusas ecuatoriales se abrieron en
espiral. Al igual que una hembra de pez embarazada e hinchada, al llegar el momento
preciso la nave-universo expelió a toda su progenie en forma de oleadas sucesivas. El
desembarco se efectuó con precisión militar como si hubiera sido ensayado hasta en
sus menores detalles. Flotas de transparentes medusas y cientos de escuadrones de
naves, sintetizadas probablemente por los mecanismos vivientes de la nave-universo,
se desplegaron rápidamente hacia todos los puntos de la rosa de los vientos, volando
en ordenadas formaciones para situarse en los lugares asignados en el ámbito del
planeta.
Me dije que ningún posible enemigo opondría resistencia a la invasión. Porque
tales «enemigos» no eran otra cosa que mares estériles y arenas sin vida. El asalto a
Marte no se había ensayado previamente. Entre miembros de una especie que desde
su mismo origen aspira a la acción coordinada, una comunicación casi perfecta
compensa con creces la falta de ensayos.
Por desgracia, los humanos no colaboran entre sí de manera tan fácil.

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13
Notas de mi diario.
00.02.14.15
Poco tiempo después del primer descenso de la nave-universo, en nuestro día de
Año Nuevo de nuestro Año Cero, construcciones exóticas surgieron en diversos
lugares del planeta. «Ciudades» —si el término no resulta demasiado confuso—, o
quizás aglomeraciones de resplandecientes estructuras, en parte sumergidas y en parte
en la superficie con sus partes visibles y blancas como huesos destacando sobre las
arenas purpúreas a orillas de los angostos mares azules. Al evocarlas ahora desde la
distancia, me sorprendo rememorando las «urbes pulidas como marfil» que un
escritor, que creo se llamaba Raybury, imaginó antes de que nadie tuviera la menor
noción de lo que sucedía realmente en aquel planeta.
Los amalteanos proceden con celeridad a adaptar Marte a sus necesidades. Estas
urbes pulidas como marfil —centros de transformación— incorporan inmensos
procesadores que descomponen el dióxido de carbono en oxígeno y carbono. La
presión atmosférica sigue siendo elevada, pero a la velocidad con que las refinerías
blancas como huesos eliminan carbono y difunden oxígeno por la atmósfera, pronto
estaremos en condiciones de respirar aire del mismo modo que los submarinistas lo
inhalan de sus botellas, a varios metros bajo el agua. Ésta es la clase de atmósfera en
la que los amalteanos se deben sentir como en su propia casa.
Pero ¿adónde va a parar el carbono? Se trata de un misterio.
Entretanto, las bacterias pululan a su antojo. Líquenes anaranjados y grises cubren
las rocas; el musgo verde se extiende por las oscuras grietas. Masas de algas cubren
los suelos arenosos de las numerosas y poco profundas lagunas. Recorrer las orillas
del mar cerca de nuestro campamento base cada pocas semanas o días es igual que
ver una película sobre la evolución proyectada a velocidad acelerada un millón de
veces. Hoy he observado que en las claras aguas pululan minúsculos camarones, y
que en las playas cubiertas de sal zumban nubes de moscas.

00.08.01.08
Por el rojizo firmamento cruzan flotas de medusas que desafían la gravedad,
activas en sus misiones ecológicas. La transformación de Marte continúa. No puede
dejar de parecerme una «cruciformación» de Marte como la del habitat en Cruz de los
amalteanos. Lo que es realmente pasmoso es el modo en que éstos han abandonado
claramente su objetivo original.
El planeta Venus primario, o lo poco que observamos de él, pudo haber sido un
duplicado del mundo amalteano; pero Marte se nos antojaba totalmente distinto;

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pequeño, frío y mucho más seco. Los estrechos mares están ahora pletóricos de vida,
pero las desiertas superficies sólidas sólo son un árido desierto. Desde luego, los
escasos seres que habitan estas tierras resecas, basando su sobria existencia en los
cursos de agua o en las dunas y llanuras de lava, son invenciones nuevas, no
importaciones de algún exótico mundo oceánico, como ocurre con esas delicadas,
activas y feroces arañas que se deslizan como briznas de hierba por sobre la arena.
Puede que esto sea un paraíso, porque al igual que el primitivo Edén es un jardín
cuidado con esmero entre estos arenales. Pero si por cielo se considera el hogar futuro
en que estuvo siempre soñando esta raza, Marte no es más que una lejanísima copia
del cielo amalteano.
O del cielo humano. Pienso en estas cosas cuando me reúno con mis colegas,
ataviados con nuestras máscaras de respiración, para cuidar de los animosos arbustos
que crecen en jardines hechos claramente a escala humana junto a nuestro
campamento base; nuestro seco paraíso en miniatura.

00.08.27.22
Seguimos viviendo a bordo del Ventris. La noche pasada tuve otra triste aunque
ineludible ocasión de escuchar lo que se hablaba a escasa distancia de mí.
—He pasado mi vida yendo de un lugar para otro, sin saber claramente el por qué
—oí que decía Marianne—. La gente nunca me ha tomado en serio. O querían sexo o
eran como Blake, que me ignoraba y estaba deseando perderme de vista. Tampoco tú
me has tomado nunca en serio.
Hawkins le contestó en su habitual tono compungido:
—Sí que te he tomado en serio, Marianne. Lo que pasa es que…
—No digas tonterías. Tú sólo querías impresionarme, pero no asociarme a tu
vida. —Su risa sonó amarga y recriminatoria—. Pensé que Nemo era distinto.
Los hechos que estaban evocando tuvieron lugar mucho tiempo atrás, cuando
estaban en Ganimedes, antes de que nuestra expedición partiera hacia Amaltea.
Marianne era entonces una turista que había conocido a Hawkins por casualidad; pero
éste se había comportado como un tonto engreído tanto respecto a ella como ante el
educado Sir Randolph Mays.
Nemo sí la había «asociado» a su vida; había hecho uso de su juventud, de su
entusiasmo y de su ardor de la manera más cínica posible. Dispuesto a hacer fracasar
la expedición, puso deliberadamente en peligro la vida de Marianne y lo planeó todo
para que, en caso de que sobreviviera, le pudiese atribuir todos los delitos cometidos
por él.
En seguida oí el habitual lloriqueo de Marianne. Porque pasa horas y horas
deshecha en lágrimas, no obstante los antidepresivos que Jo Walsh insiste en que
tome.

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—No sé por qué estoy aquí —dijo—. No sé a dónde voy ni qué me sucede.
—Quieres que todo vuelva a ser como antes.
—¡No! —Su vehemencia debió de haber sorprendido a Hawkins tanto como me
sorprendió a mí—. Deseo lo que nunca creí desear. Quiero estar en un lugar concreto,
con gente a la que conozca. No en parajes extraños. No me atrevo ni a pensar siquiera
que puedo morir por falta de aire o de gravedad o de cualquier otra cosa. He de
sentirme segura. Amada. No me apetece tratar con desconocidos. Ni estar en contacto
con ésos… ésos… seres extraños.
—Te quiero, Marianne. Deseo lo que tú desees. Si hay algo que pueda ayudarte a
conseguir… lo haré. Te lo juro.
El dilema de Hawkins es tan grave como cualquiera de los que a nosotros nos
atormentan. ¿Cómo va a mantener sus promesas a esa mujer perdida? ¿Cómo le va a
hacer recuperar un mundo que nunca ha conocido realmente y que ella misma se crea
basándose en recuerdos e ilusiones?

00.11.26.19
Mis anotaciones etnográficas sobre los amalteanos llenan ya casi todo un chip. Mi
colección de minerales aumenta de día en día. Y lo mismo pasa con las de plantas,
animales y microorganismos. Las formas de vida amalteanas son perturbadoramente
parecidas a las de la Tierra. A veces, incluso aunque no haya visto una forma
determinada en nuestro planeta, alguno de mis colegas sí lo ha hecho. Otras veces,
aunque una especie no sea reconocible de manera concreta, el tipo general resulta
familiar. Y finalmente hay ocasiones en que lo que estamos observando es totalmente
extraterrestre.
Poseo algunos ejemplares valiosos, ya que si encuentro alguno que sobrepasa en
originalidad a los anteriores me deshago de éstos sin contemplaciones y los remplazo
por el nuevo. Cualquiera que encuentre estas cestas y cajas de madera y papel hechas
a mano o toscos frasquitos de cerámica, se quedará asombrado ante su contenido y
creerá que el antiguo Marte fue un lugar perfecto, sin parangón en la Galaxia.
A menos, claro está, de que existan lugares de una excelencia aún superior.
Angus me es de extraordinaria utilidad en mi tarea. Este hombre está en posesión
de un verdadero caudal de conocimientos y de niveles de información de asombrosa
ortodoxia, entre los que figura la aparente memorización de incontables catálogos del
mundo de la naturaleza. Cuando no puede poner un nombre a algo: un pez, una flor o
una roca con vetas minerales, casi siempre propone un análogo. Entre las seis
personas que a trancas y barrancas estamos compartiendo las tareas de Adán y Eva, él
es quien corre con la responsabilidad de la nomenclatura. Así estamos desarrollando
una particular taxonomía marciana, medio fantástica y mitológica, medio prosaica y
linneana; un Systema naturae completamente original, que incluye, por ejemplo: Bufo

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elephantopus (rana gigante) o Lebistus McNeilis (pececillo con forma de renacuajo) o
Puccinia pandorae (planta como un tallo de trigo, con efectos nocivos si se la cuece
mal), Raphanus novus (rábano) en el terreno de los vegetales. Debo añadir que entre
quienes en alguna ocasión estudiaron el tema, nadie pretende en serio recordar su
latín. En ese grupo me incluyo yo también, porque poseo muchos menos
conocimientos de latín que de griego.

00.21.07.08
Las medusas han sembrado el árido suelo de Marte con una variedad de semillas
que han producido multitud de distintas especies. Las plantas crecen por todas partes.
He visto sorprendido cómo los mares azules semejantes a ríos están flanqueados por
verdes riberas, y cómo las faldas de las suaves y rojizas colinas se cubren de una
especie de robustos matorrales mientras en las lindes de los valles crecen árboles
espinosos y retorcidos. Lo que eran mares estériles son ahora amplias extensiones tan
verdes como los «canales» de los antiguos escritores de ciencia ficción.
La cantidad de oxígeno en la atmósfera ha aumentado en una proporción que
nadie hubiera podido imaginar. El desmesurado crecimiento de las plantas
alimentadas con dióxido de carbono y que excretan oxígeno, constituye tan sólo una
pequeña parte del aumento de éste. Del resto son responsables las blancas fábricas
que se encuentran en todos los rincones de Marte, distribuidas por su esfera como
versiones a una escala inmensa de nuestros respiradores artificiales de enzimas. He
descubierto lo que sucede con el carbono. Cadenas transportadoras de medusas
volantes lo introducen en las gargantas de los macizos volcanes, desde donde va
directamente al suelo mediante grandes pozos que los amalteanos han hundido en
cámaras de magma, muy por debajo de la superficie, y allí queda almacenado para su
eventual reciclaje por procesos geológicos. ¿Qué lógica tiene todo eso? Me parece un
procedimiento muy complejo y creo que quedará revelado a su debido tiempo.
La afluencia masiva de oxígeno ha producido una avalancha de especies
animales. Los insectos pueblan los pantanos; hay libélulas como palillos de neón
azul, con minúsculos ojitos negros; nubes de mosquitos de diversas especies,
hormigas y arañas pululan por entre las raíces. Y por la noche los grillos cantan bajo
la claridad de las brillantes estrellas.
¡Insectos por todas partes! Según cuenta McNeil, hubo en el siglo XX un biólogo
llamado Haldane que opinaba que la conclusión que uno podía deducir de Dios al
observar sus obras era que sentía «una gran afición por los insectos». En Marte
podemos contemplar un atisbo de semejante prefiguración aunque no entendamos su
finalidad.
Los mares marcianos están tan llenos de vida como sus tierras. Tras la infusión de

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oxígeno en el agua, los portalones de la nave-universo se han abierto para vaciar sus
reservas de vida en forma de plancton, coral, gusanos, medusas, crustáceos y
cefalópodos. La capitana Walsh y yo hemos bajado en el Manta para observarlos por
nosotros mismos. Las azules aguas iluminadas por el sol son similares a las del mar
Rojo, el más rico de la Tierra. Al desplazar el submarino encontrábamos vida en
miríadas de formas y colores, mostrando conductas de lo más variado y fantástico.
Hoy, por vez primera desde que desembarcamos en Marte, he caminado por su
superficie con la máscara respiratoria colgando sin necesidad de utilizarla. A cada
paso que avanzaba, plantas cactáceas eran aplastadas por mis pies. He visto también
por vez primera bandadas de aves, o de algo parecido, que cruzaban el cielo por el
horizonte.
Los amalteanos son maestros en esta cuestión. Me parece que se los podría llamar
Jardineros del Universo. Y a Marte el Jardín del Edén.

00.21.13.19
Mi amigo Angus me dice que este paraíso no puede perdurar.
Según él, el problema reside en el calor. Pero no el de la superficie, que ha sido
mantenida a una temperatura conveniente gracias al efecto invernadero de una
atmósfera rica en dióxido de carbono, sino en el calor interno que procede de dos
únicas fuentes: el que aún resta de la época en que se formó el planeta al surgir de la
nebulosa solar, y el generado por la descomposición de los isótopos radiactivos.
—Sabemos por los datos que tenemos del Marte de nuestra era —dice McNeil—
que el planeta, aunque volcánicamente más activo de lo que nadie había supuesto
antes de que los primeros exploradores humanos pusieran su pie en él, no está dotado
de manera especial de elementos radiactivos. En cuanto al calor de su formación, que
fue menor que el de la Tierra, debe de haberse perdido irremisiblemente. Porque el
diámetro de Marte es sólo la mitad del de la Tierra y en consecuencia su relación
superficie-volumen es más alta, lo que lo hace radiar a un nivel proporcionalmente
también superior.
—Cuando el calor interior sea excesivamente bajo, Marte perderá su atmósfera.
Rehusé admitirlo.
—Me es difícil establecer una relación entre la temperatura atmosférica y la
interior del planeta. ¿No acaba de decir que el efecto invernadero no guarda analogía
con los procesos interiores?
Con mucha paciencia, mi estudioso amigo me explicó que el efecto invernadero
depende del dióxido de carbono que haya en la atmósfera.
—Los amalteanos no sólo lo están anulando deliberadamente, sino que el sistema
planetario elimina asimismo de manera constante dióxido de carbono del aire por
medio de un activo desgaste químico.

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Angus me estaba contando todo eso. Mientras caminábamos por el borde de un
risco erosionado, tan rojo como las areniscas de Morrison de la Tierra. Muy por
debajo de nosotros, un estrecho mar azul relucía como si fuera de lapislázuli,
enmarcado por murallones rojos. Centenares de cursos de agua blanquecina, cascadas
conducidas a sus desagües a través de estratos saturados, brotaban de las rocas, como
si fueran repetidamente golpeadas por la vara de Moisés, para precipitarse en
estanques o deslizarse por amontonamientos pedregosos y fluir por entre bosques de
sauces y palmeras que no existían un año marciano antes. El origen de aquellas
cascadas era visible en el linde purpúreo del desierto a cien kilómetros de distancia,
una línea de nubes tormentosas que se desplazaban como rodando sobre los arenales.
—La lluvia disuelve constantemente el dióxido de carbono atmosférico para
formar ácido carbónico —explicó Angus—, y ese ácido corroe las rocas allí donde
cae la lluvia y el agua fluye, y el carbono queda alojado en ellas. —Agachándose,
recogió un pedazo de arenisca y rascó con la uña su superficie ennegrecida por el
agua—. Si el carbono que contiene esta roca dejara de regresar a la atmósfera… si el
carbono de muchas rocas como ésta no vuelve a la atmósfera y si el carbono que los
amalteanos vierten a paletadas en los volcanes no retorna tampoco a ella, Marte
acabaría congelándose.
»El carbono se libera al calentarse las rocas —continuó—. Pero Marte carece de
placas tectónicas que puedan transportar a su interior losas de roca de la superficie.
Ahora, y durante los últimos miles de millones de años aproximadamente, el planeta
está reciclando tales rocas al enterrarlas bajo inmensas capas de lava y de cenizas
volcánicas. Seguro que Marte tiene, o tendrá en el curso de nuestra era, los mayores
volcanes del sistema solar. Pero cuando se enfríen, como no dejará de suceder, el
carbono desaparecerá de la atmósfera y el agua retenida por las rocas se congelará,
los animales morirán y las plantas secas serán arrancadas por helados vendavales.
Aunque Angus me ilustraba aquella desastrosa perspectiva quizá de un modo
demasiado gráfico, comprendí su punto de vista. Sin embargo, me es difícil creer que
los amalteanos no tuvieran previsto todo aquello y no hubieran planeado algún medio
de soslayar lo inevitable.

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14
00.22.06.13
¿Qué estará haciendo Troy? ¿Qué habrá sido del en otros tiempos genial
Redfield? La comunicación de ambos con nosotros es esporádica y breve. Aunque,
desde luego, tampoco debían esperar que estuviéramos aquí con ellos. Su amigo
alienígena intentó dejarnos en nuestra era, entre los de nuestra especie. Pero
¿esperaban venir? ¿Qué papel van a representar en todo esto?
Pienso en ese culto suyo del que el ya inexistente y confieso que escasamente
añorado Sir Randolph Mays era al parecer una figura predominante. Ahora es Nemo,
dondequiera que esté, y su nombre resulta en extremo apropiado.
Troy y Redfield aseguran que nunca creyeron en el Espíritu Libre, al contrario
que los padres de Troy. Pero lo dudo. Y quizá nunca lo sepa con certeza. Porque
nosotros, los del Ventris, no tenemos acceso a sus reuniones. Sólo sabemos lo que nos
quieren contar y hacemos lo posible, como bien adiestrados cazadores de noticias,
para difundir las que han sido previamente anunciadas. Y éstas han sido frecuentes.
Después del emocionante aterrizaje en Marte, hace ya tanto tiempo, nos hemos
mantenido ocupados hasta el punto de quedar exhaustos, tratando simplemente de
seguir al animado ritmo de los amalteanos. No podíamos albergar la esperanza de
documentar todo cuanto hicieran porque había demasiados de ellos y estaban
dispersos por toda la superficie del planeta. Pero los esporádicos informes de Troy
nos mantenían al corriente de los hechos más espectaculares, como la fusión de la
capa de hielo meridional, la inundación de la depresión de Helas, el sembrado de las
aguas con un millar de especies de peces en cantidades que alcanzaban los miles de
millones, y la plantación en las tierras altas de Scandia de bosques de coníferas: un
millón de árboles en una semana, acompañados de flores silvestres, musgos y de todo
cuanto hiciera falta para formar y sostener un ecosistema que había convertido
aquellas tierras en una taiga instantánea. Por nuestra parte, íbamos con el Ventris a
donde fuera necesario para captar con nuestras cámaras todo cuanto allí sucediera.
Prescindíamos de las sujeciones del remolcador y del departamento de equipos
excepto cuando los necesitábamos para transportar el Manta. El pequeño submarino
era una herramienta inapreciable porque la mayor parte de lo que deseábamos ver
sucedía bajo el agua. Aparte del Manta, nuestro depósito había albergado el
estropeado vehículo lunar en el que Mays y Marianne habían llegado a Amaltea y al
que habíamos hecho un lugar al prescindir del topo de los hielos. Habíamos
conservado el vehículo como prueba de las fechorías de Mays y a fin de utilizarlo
como evidencia en alguna eventual investigación de la Junta Espacial. Pero como a
medida que transcurrían los meses aquello padecía cada vez menos probable, lo
mismo que nuestra posible comparecencia como testigos, el vehículo había sido

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desguazado y reciclado para poder utilizar sus componentes en algo más práctico.
Pero incluso desembarazado de aquel peso, el Ventris continúa siendo un navío
poco apto para desplazarse en una atmósfera tan densa. Depende enteramente de sus
cohetes para el despegue; sus rutas de vuelo son parábolas suborbitales y necesita
repostar con demasiada frecuencia en los inmensos depósitos de hidrógeno líquido y
de oxígeno de la nave-universo. Por ello, Tony y Angus están proyectando un
planeador con el que llevar a cabo exploraciones y que estará basado en los ligeros
planeadores marcianos de nuestra era. Por el momento, la tarea se realiza en nuestro
tiempo libre aunque con mucha dedicación. Todos nosotros llevamos a cabo
numerosos trabajos extra, porque hemos estado construyendo un hogar en Marte.
Caminamos libremente, respirando el aire cálido y rico en oxígeno y desde hace
tiempo hemos desechado los aparatos para respirar. Lo que antes fuera nuestro
campamento base se ha convertido en colonia, en residencia permanente. En las
cercanías tenemos un manantial de agua fresca, a la sombra de un elevado acantilado
de piedra arenisca que hay hacia el Oeste, es decir, a barlovento. El mar se encuentra
a menos de medio kilómetro al Norte; un mar que quizás en un tiempo futuro —
¿acaso en otro Marte?— se secará en las áridas inmensidades del Valles Marineris.
El viejo Ventris permanece estacionado a medio kilómetro en dirección opuesta,
como una estructura esquelética colgada sobre las dunas y rodeada de elementos
desechados que, cual oxidadas calderas, le hacen semejar un barco varado. Pero,
aunque utilizamos muy poco nuestro navío como elemento operativo, todavía está en
condiciones de generar potencia.
Los motores a reacción producen un poderoso fuego y las rocas de Marte son
ricas en mineral de hierro. Los cohetes pueden fundir también la arena convirtiéndola
en sílice puro, aunque hemos fabricado espejos solares capaces de realizar dicha tarea
casi tan perfectamente como los reactores. Hemos fabricado una variedad de
herramientas de cristal, hierro y acero crudo, pero el producto principal de nuestra
fundición son las barras reforzadas. Aquí y allá, en los márgenes de nuestro estrecho
mar, los desmoronados riscos están llenos de yeso y de arenisca, la presencia de este
último mineral fue una sorpresa para mí porque tenía la creencia de que sólo podía
producirse donde existiera vida, con lo que poseemos todos los elementos necesarios
para producir cemento.
Nuestras casas están hechas de hormigón reforzado y cristal. Las construimos
como si levantáramos castillos en la arena de una playa, amontonándola,
moldeándola y mojándola para que resista aunque de un modo temporal. Les damos
las formas que nos apetecen y luego colocamos las láminas de cristal y las
reforzamos con barrotes de hierro.
No nos fue fácil encontrar la fórmula del cemento, y en nuestras primeras
tentativas la mezcla de arena no cuajó sino que se vino abajo convertida en polvo.

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Recalibramos nuestros programas químicos, no sin la protesta de una computadora
procedente de la nave que se considera muy por encima de asuntos tan terrenos. Pero
ahora el suave y denso barro se aglutina rápidamente y, transcurrida
aproximadamente una semana, se seca a la perfección, lo que nos permite eliminar el
molde arenoso. Y así tenemos una estructura con una bóveda más atrevida en la baja
gravedad de este planeta que cualquier otra similar en la Tierra. Lo intrincado del
conjunto queda limitado sólo por la imaginación o la paciencia de sus
constructores…, y naturalmente también por la rapidez de la evaporación; y los
primeros y más toscos resultados nos dieron ya una satisfacción que nunca hubiera
creído experimentar.
Como hemos de protegernos contra el viento —nuestros edificios son más fáciles
de levantar si abrimos huecos en la arena que si nos limitamos a amontonarlos
sencillamente ya que el viento los seca y erosiona en seguida—, las casas quedan casi
soterradas mostrando sólo las cúpulas por encima del nivel del suelo. Arbustos,
árboles y flores obtenidos de las plantaciones amalteanas crecen en los frescos y
sombreados caminos que discurren por entre nuestros alojamientos y los lugares de
trabajo. Angus nos asegura que son muy similares a las plantas que cubren algunos
desiertos de la Tierra —el caudal de sorprendentes conocimientos de este hombre es
una continua delicia y motivos de sorpresa, incrementados porque nunca se jacta de
ello—, e incluso nos ha dicho sus nombres: pimenteros, adelfas, ocotillos, chollas,
cactus de barril, palos verdes, sago, prímulas, estrellas fugaces y un centenar de otras
especies. Hay también hermosas florecillas de cuyos nombres me olvido en seguida,
pero que son, por supuesto, cuidadosamente registradas. Angus conoce las especies
tan bien como si se tratara de sus amigos.
Algunos árboles frutales nos son familiares, como la manzana originaria del
Edén, pero otros son totalmente distintos a los de la Tierra. A un árbol en particular lo
llamamos «globo blanco» por los frutos que produce durante varios meses, esféricos
como las naranjas, lisos como los melones y blancos como huevos. Ayer sorprendí a
Marianne cuando podaba las ramas en exceso vigorosas de los «globos blancos»,
cortando largos y brillantes vástagos llenos de flores rojas y purpúreas que brotaban
de lo que sólo una semana antes habían sido compactas ramas verdes, colocando
cuidadosamente a un lado los tallos más perfectos para utilizarlos como adornos
florales con los que con frecuencia engalana nuestras habitaciones.
Aunque aquí los días y las noches son sólo algunos minutos más largos que los de
la Tierra, los años y las estaciones se prolongan al menos el doble. Precisamente
ahora, la fresca primavera marciana está dando paso al prolongado verano. Marianne
iba vestida con sólo una túnica de tapa, y disfrutaba con el contacto del sol sobre sus
miembros desnudos. Al igual que todos nosotros, tenía la piel muy bronceada y
alrededor de sus ojos todavía juveniles se habían formado arrugas de tanto mirar

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hacia las deslumbradoras distancias.
Estaba llorando —llora muy fácilmente— pero no de tristeza. Tras hablar sobre
esto y lo otro y cuando el pequeño sol se ponía en un cielo sin luna, me reveló que
estaba embarazada.
Así se han cumplido nuestras últimas misiones; porque ahora tenemos aquí
incluso a nuestro Adán y a nuestra Eva.

00.22.29.19
Dentro de poco más de un mes llevaremos un año en Marte. Un año marciano,
que equivale a poco menos de dos en la Tierra. Por su parte, los días marcianos no se
prolongan mucho más de veinticuatro horas. Hemos ideado un calendario de
veinticuatro meses alternando los de veintinueve días con los de veintiocho y
añadiendo un par de días extra al final de cada uno. No es el sistema vigente en Marte
en la época de la que procedemos, porque las fechas basadas en el sistema solar se
refieren a las de la Tierra, pero funciona mejor para nosotros. Nos recuerda que
estamos verdaderamente en Marte, que la otra Tierra y la época de nuestros orígenes
se han vuelto inaccesibles.
Los nombres de los meses serán asignados más tarde; hemos decidido no
apresurar la tradición ni imponer un orden artificial en lo que debe ser un proceso
espontáneo. No importa que el día de Año Nuevo no caiga en medio del invierno en
el norte de Marte —en realidad tiene lugar en el verano septentrional—, porque
nuestro campamento base no se encuentra lejos del ecuador.
De vez en cuando, Troy nos hace el favor de comunicarnos alguna noticia
procedente del comenlace, pero aparte de esto la vemos poco tanto a ella como a
Redfield. Sin embargo, siempre se acuerda de nosotros y no tenemos necesidad de
advertirle que han disminuido las provisiones y los suministros que nos proporcionan
los alienígenas. Podemos contactar con ella cuando queramos e incluso tener acceso
de vez en cuando a las naves amalteanas y a sus instalaciones. Pero no parece
preocuparse demasiado por las minucias de nuestra vida cotidiana.
Creo que hemos aceptado finalmente algo que en otros tiempos tratamos de
evitar, es decir, la noción de lo que podría denominarse nuestro destino. Aunque me
parece decididamente anticlásico pensar que los Hados, esos dioses celestiales,
puedan entremeterse en una situación tan asimétrica. Nosotros, mal emparejados y
mal elegidos representantes de la raza humana, no estamos demasiado bien dotados
para actuar como progenitores, cualquiera que sea nuestra pareja. Toda África se
condensa en la bien conservada ascendencia caribeña de Jo, y toda Asia en los genes
de Redfield, procedentes de su madre china. Quizás es por ello que Redfield nos
visita menos que Troy.
Pero si no ha sido el destino el que nos ha traído aquí ¿quién lo ha hecho, pues?

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¿El caos? ¿La segunda ley de la termodinámica? Eso no es más que tomar la cuestión
por los pelos. Un hombre de mi edad, no importa el modo en que se cuenten los años,
debe estar preparado para aceptar la falta de sensatez del universo, y sentirse feliz
meramente con entender una pequeña parte del mismo.
En la vida cotidiana, la aceptación significa tan sólo que no esperamos ningún
otro milagroso cambio en lo existente. Aunque parezca misterioso e improbable, nos
encontramos sobre la superficie del planeta Marte, unos miles de millones de años
antes de la era en que nacimos. Vemos cómo el planeta se transforma ante nuestros
ojos y tomamos nota de esa transformación, esforzándonos por redactar documentos
que esperamos serán descubiertos por alguna generación futura de nuestros
descendientes o de otra parentela, cualquiera e incluso de una nueva versión de
nosotros mismos.
Desde luego, en la historia, tal como la he venido viviendo hasta el presente, no
he hallado registrado lo que estamos haciendo ni tampoco lo ha hecho ninguna otra
persona. ¿Por qué? Con frecuencia se ha sugerido que ésta es una historia alternativa.
En cuanto a nuestra existencia actual o «real», parece probable que nosotros, los
pioneros marcianos, hayamos de morir aquí. Pero no demasiado pronto o, al menos,
así lo espero.

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15
00.23.03.19
Por fin Tony y Angus han terminado su aeroplano.
Las pruebas efectuadas en los terrenos circundantes han sido un éxito total. Es
todo un espectáculo ver este tosco aparato de largas alas, a mi entender mucho más
gracioso que los planeadores marcianos de nuestra era que lo inspiraron. El armazón
es de bambú, su costillaje de una especie de sauce o de álamo y el recubrimiento de
nuestra mejor tapa que más bien parece un papel fino, está fabricado con los más
fibrosos tallos de los juncos y pintado —«barnizado», dice Jo— con una laca vegetal
de color rojo y olor penetrante, preparada por Angus.
El avión puede llevar a dos personas, colocadas una tras otra. Las dos manejan los
mandos. Y sus principales instrumentos son un altímetro portátil y una brújula de
inercia adaptada de un sistema de traje espacial de profundidad ya desechado.
Mañana, Jo, nuestra mejor piloto, y Tony, que no sólo es nuestro navegante sino
también el que pesa menos de todos nosotros, van a emprender su primer vuelo de
larga distancia.
Pero nadie puede predecir dónde irán a parar. La fuerza motriz de este aparato es
el viento y nada más. Los pilotos irán a donde el viento los lleve. No es posible
prever desde tierra cuál será su itinerario. Quizá todo resulte menos complicado de lo
que parece; pero yo no soy ingeniero areonáutico para poder asegurarlo. Se me ha
indicado que en la baja gravedad en que vivimos —sólo un tercio de la terrestre—, no
sólo resulta fácil poner un avión en vuelo sino que los pilotos corran un peligro
excesivo.
Pero lo que hace el proyecto practicable es que este Marte, no del todo distinto al
de nuestra era, posee capas atmosféricas intensamente ionizadas que reflejan las
señales de radio sobre la fuertemente curvada superficie del planeta. De modo que si
se produce un aterrizaje forzoso, incluso a miles de kilómetros de distancia,
podremos acudir en su auxilio en el Ventris.

00.23.06.12
A la hora prevista, Jo nos radió el siguiente mensaje: «El viento nos sigue
llevando hacia el Noreste. Hemos cubierto siete mil kilómetros en tres días,
describiendo prácticamente un amplio círculo. Hemos pasado por Edén, al oeste de
Arabia. Parece como si nos viéramos arrastrados hacia el centro de un enorme vórtice
sobre el polo norte».

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00.23.07.12
«Estamos casi encima del polo. Hace un frío glacial. Menos mal que los viejos
trajes presurizados siguen porque, de lo contrario, nos hubiéramos vistos obligados a
aterrizar para no morir de frío. Observamos mucha actividad de las medusas, cosa
que nuestra amiga Troy no se ha molestado en advertirnos. Un par de ellas se
acercaron a observarnos con curiosidad. Vimos sus amistosas caras fijas en nosotros,
pero se alejaron sin despedirse».

00.23.08.12
«Es evidente que algo extraño ocurre en el polo. Están construyendo una enorme
torre plateada en el centro mismo de la zona. El tiempo en las capas superiores de la
atmósfera no es normal, así que deben estar tratando de controlarlo».

00.23.10.12
«Esta mañana hemos cruzado los cuarenta grados de latitud Norte, y hemos
puesto otra vez proa hacia el Sur. La inercia nos ha desplazado a dos cuarenta Oeste
sobre una franja de arena que, según me ha dicho Tony, está consignada en el mapa
como Aetheria. A esta velocidad y en esta dirección tal vez, al regresar, aterricemos a
unos pocos centenares de kilómetros de la base. Incluso es posible… pero lo dejo
aquí. Soy demasiado supersticiosa para expresarlo adecuadamente».

00.23.11.20
Han vuelto sanos y salvos.
Después de describir un incierto arco de un tercio de la circunferencia del planeta,
Jo y Tony han logrado aterrizar a menos de cien kilómetros al oeste de donde nos
encontramos. Probablemente Jo hubiera podido hacer descender el aeroplano con
mayor precisión pero, según ha explicado, el último tramo se extendía cincuenta
kilómetros sobre el agua, lo que hacía improbable la existencia de corrientes
termales, y no creyó oportuno correr el riesgo que esto implicaba. Animado por mi
entusiasta aunque inútil deseo de ayudar, Angus realizó un salto rápido y costoso en
combustible con el Ventris a fin de que los tripulantes y el avión de papel regresaran a
su punto de partida.
Tras haber estado ausentes una semana, Tony y Jo se quitaron con gran alivio sus
trajes presurizados cuyo sistema de eliminación de desechos había sido sometido a
una prueba muy dura, aunque esto no debería mencionarlo aquí, ni siquiera para mis

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propias anotaciones. Pero en cuanto se hubieron refrescado y comido algo sólido, nos
contaron cuanto sabían sobre la actividad observada en el polo.
—Decidimos no comunicar todo lo que observábamos —explicó Jo—. No nos
revelaron lo que están haciendo. Tal vez preferían que no nos enterásemos de todo.
Estábamos sentados bajo los olivos del patio, con la mesa aún cubierta por los
restos de la cena. El sol, ya bajo y rojizo, proyectaba sombras intrincadas e inquietas
sobre las redondeadas superficies de las cercanas cúpulas.
—Encontramos una anomalía gravitatoria —explicó Tony— que pasaba de
simplemente observable a intensa. Al principio no quise confiar demasiado en las
lecturas. Al fin y al cabo, el gravímetro lo birlamos de un equipo destinado al espacio
superior y no se lo puede considerar un instrumento muy fiable. —Tras haber
pronunciado aquellas curiosas palabras, fue tomando sorbitos de su jarrita de zumo,
mientras esperaba a que alguien le pidiera más detalles.
—¿Qué fue exactamente lo que encontrasteis? —pregunté con visible
impaciencia.
Me sonrió un poco lánguidamente. Es nuestro cartógrafo y lo que más se asemeja
a un geofísico que tenemos —aunque Angus posee más datos geológicos que él
albergados en su memoria—, y estaba claro que disfrutaba al ser objeto de nuestra
atención.
—Fue una anomalía negativa. Cuando cruzamos por aquella región la gravedad
era claramente inferior a la media del polo.
—¿Cómo es posible? —preguntó Bill.
—La litosfera debe ser mucho menos densa sobre el polo —intervino McNeil.
—Pero no en nuestra zona —negó Bill—. Parece como si algo se fraguara allí.
Tony no lo contradijo. En realidad, apenas si pronunció palabra durante el resto
de la velada, mientras los demás discutíamos acaloradamente barajando teorías,
algunas de ellas posiblemente sin fundamento, con las que explicar las extrañas
observaciones de nuestros exploradores aéreos.

01.01.01.20
¡Año Nuevo! Por acuerdo unánime, lo hemos celebrado a la puesta del sol. Ha
sido una fiesta magnífica, y he podido observar que no padecemos carencia de
bebidas fermentadas aun cuando haya transcurrido un año desde que se agotaron los
últimos suministros de la expedición. Pero esto no es sorprendente si se tiene en
cuenta que nuestro equipo biológico está perfectamente organizado.
Antes de que se hiciera de noche, de que estuviéramos plenamente inmersos en la
celebración, Bill se puso de pie con una extraña expresión en el rostro, se pasó la
mano por el cabello de colegial, carraspeó nervioso, y anunció:
—Marianne y yo tenemos algo que comunicaros…

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—Adelante —lo animó Jo—. Aquí no nos andamos con ceremonias.
Bill se sonrojó mientras miraba cariñosamente a Marianne. El rostro de ésta
estaba recién retocado y resplandecía de juventud. Era un rostro muy bello, aunque
con algunas arrugas en las comisuras de la boca y en la frente. Sonrió, pero parecía
reflexiva.
—Yo… bueno, nosotros… hemos decidido casarnos —declaró Bill finalmente.
Su mano fuerte y cuadrada agarró la de ella, pequeña y suave como para darle
ánimos.
—¿No es así, Marianne? —preguntó anhelante. Ella aflojó sus dedos, pero no
respondió.
Jo preguntó con expresión jovial:
—¿Así que el chico se ha enamorado de ti? No es ninguna novedad para nosotros.
Pero ¿vas a dejar que sea él solo el que hable?
Aquello pareció despertarla. Siempre la habíamos tenido por una joven muy
independiente.
—Sí —contestó mientras sus ojos verdes llameaban—. Eso es lo que ambos
queremos.
—No hay problema —admitió Jo—. Yo sigo siendo la capitana de este armatoste.
Aunque primero celebraremos dos horas de consejo. Normas de la Junta Espacial —
refunfuñó burlona—. Me comportaré como una campeona.
—Me figuro que ha llegado la hora de las felicitaciones —opinó Angus—. Creo
que ya estamos tardando mucho en brindar.
No supe si nuestros dos amantes se sentían felices o más bien tristes. ¿Quizás un
poco de ambas cosas? Tras tanta discusión, caricias y llanto, acabamos por descartar
la cuestión sustituyéndola por una adecuada apreciación del último barril de licor
preparado por Angus. Pero no puedo menos que pensar y esperar que sea una
decisión dichosa y adecuada por parte de Marianne y de Bill. ¿Por qué digo esto?
Pues porque Marianne ha aceptado por fin, no sólo su destino, sino la realidad de su
situación y de la nuestra. Y la de sus propias necesidades y deseos. Porque ya no tiene
que reprochar a Bill aquello por lo que él, tontamente, se ha estado sermoneando
tanto tiempo: el calvario que todos nosotros sufrimos.
Y porque Bill y Marianne son jóvenes. Quizá sólo los viejos sepan que no existe
alegría en una unión si no se tiene confianza en el futuro. Jo me lo puso bien claro —
y la insté a que hiciera lo mismo con ellos— al referirse a que Marianne puede
librarse de su infelicidad y casarse con el hombre al que ama y que eso nos hace
también felices a nosotros.
Es también una decisión adecuada porque resuelve hasta cierto punto una
ecuación compleja. Me imagino que Angus y Tony competirán ahora uno con otro —
¿y acaso también conmigo?— por captar las atenciones de nuestra capitana.

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En un momento dado durante la velada, propuse llamar «Marianne» al primer
mes del año.

01.03.13.20
—He observado cada día el gravímetro. Y las lecturas han ido variando
notablemente. —Tony se interrumpió dejando a medio comer el siluro asado que
constituía el plato fuerte de nuestra cena—. ¿Alguno de ustedes se siente… un poco
más pesado que de costumbre?
—¿Más pesado? —preguntó Marianne divertida—. Yo sí. Pero no hoy sino cada
día.
Al decir esto, se dio unas palmaditas en el vientre. Aunque sus cambios internos
no eran todavía apreciables para nosotros, ella sí los sentía de manera evidente.
Los demás nos miramos unos a otros, tratando de recordar alguna señal de fatiga
en los últimos días. Un poco más cansados sí lo estábamos aunque nada tenía de
particular porque todos nos íbamos haciendo más viejos, y al estar Marianne
dispensada de servicio, el trabajo era mayor.
—Debo reconocer que me siento un poco más pesado cada día que pasa —
concedió Angus—. Pero a lo mejor son sólo imaginaciones mías.
—No del todo —le contradijo Tony—. Si mis primitivos instrumentos no me
engañan, este planeta es ahora más denso de lo que lo era hace dos semanas.
—Pero ¿no nos habías dicho que era menos compacto en los polos? —preguntó
Bill, expresando nuestro parecer de manera sucinta.
—Se trataba de un fenómeno temporal. Nosotros, es decir, Jo y yo, creemos que
la masa adicional llegó del espacio a lo largo del eje polar y luego, de algún modo,
quedó insertada en el polo norte en el transcurso de estos últimos días —explicó Tony
pareciendo muy complacido consigo mismo.
—Y sospechamos que un fenómeno paralelo ha tenido lugar en el polo sur —
añadió Jo.
Tony hizo un gesto de asentimiento.
—La razón estriba en que no se puede añadir masa a un extremo que gira, en este
caso un planeta, sin que todo él se mueva en una desordenada espiral… excepto si
ocurre en sus dos polos.
—¿Qué clase de masa? —quise saber.
—Probablemente… agujeros negros —respondió Tony—. Muy pequeños, con
horizontes a nivel no mayores que moléculas pero, a mi entender, con una masa
equivalente a la de varias cadenas montañosas, quizás incluso subcontinentes enteros.
Sabemos que los amalteanos ejercen algún control sobre el vacío y al parecer lo están
utilizando para implantar agujeros negros concéntricos en el núcleo de Marte.
Cuando los dos se encuentren, se unirán en uno único.

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—¡Dios mío! —exclamó Bill. Y su cólera se reflejó en todo su rostro incluyendo
el enrojecimiento de la nariz, los oídos e incluso la piel del cráneo, una reacción muy
inglesa sin duda—. Pero ¿por qué iban a hacerlo? —preguntó.
—Elemental —gruñó Angus. Y miró a Tony como si quisiera apoyarlo en su
arrebato. Tony le hizo una señal de asentimiento—. Todo el maravilloso progreso de
que hemos sido testigos durante los años que llevaba aquí será efímero a menos de
que efectúen cambios sustanciales en la geología de este planeta —explicó Angus—.
En la actualidad, Marte tiene una atmósfera densa, pero necesita una masa que le
permita retener el aire e impedir que se escape. Y precisa también un calor interno
suficiente como para que el ciclo del carbono se siga efectuando. Un agujero negro en
el centro de Marte soluciona ambos problemas porque incrementa la masa planetaria
y calienta su núcleo.
—¿Cómo sucede? —pregunté extrañado—. ¿Cómo se calienta el núcleo?
—Radiación —repuso escuetamente Tony—. Paradójicamente, cuanto menor sea
el radio del agujero, mayores serán las fuerzas mareales en el radio Schwarzchild…,
es decir, las del borde. A una fuerza de marea mayor, también lo será la radiación que
proceda del agujero.
—¿De donde parte la radiación? —quiso saber Marianne—. Yo creía que dentro
de un agujero negro no había nada.
—Es precisamente de esa nada de donde procede la radiación —explicó Tony—.
Del vacío. El vacío hierve de partículas que afluyen y refluyen con demasiada rapidez
para poder ser detectadas. Partes de partículas virtuales, protones y antiprotones,
electrones y positrones y otras muchas clases de ellos restallan cobrando presencia
para volver a desaparecer al instante, y eso en todas partes a nuestro alrededor y sin
parar. Si así sucede en el borde de un agujero negro, uno de cada par puede quedar
atrapado mientras el otro escapa en forma de radiación auténtica.
—¿Y por qué ese agujero no devora al planeta desde su centro? —preguntó
Marianne.
—Quizá lo haga —indicó Jo—. Aunque se tardaría mucho tiempo en que todo
Marte fuera engullido por un agujero negro del tamaño de una molécula.
—Pero cuanto más masa absorba más crecerá en tamaño, ¿no es cierto? —
preguntó Marianne, cuya inteligencia natural había sido claramente activada por
aquella nueva y fascinante cuestión.
—De acuerdo. Dada una fuente de materia disponible, como el núcleo de Marte,
dicho núcleo tenderá a crecer desde dentro —respondió Tony—. Pero la radiación a
la que nos venimos refiriendo compensa esa tendencia. Un agujero tan minúsculo
como el que registra el gravímetro irradia en realidad una tremenda cantidad de
energía que, puesta en el vacío, se evaporaría en poco tiempo.
—¿He de deducir de ello que, en un momento dado, las dos tendencias se anulan

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y el sistema consigue una especie de equilibrio? —preguntó Bill con expresión
dubitativa.
Tony asintió.
—Puedo echar una mirada a los cálculos, si es que deseáis una respuesta concreta,
lo que no es tarea sencilla; pero en resumen os puedo asegurar que la materia del
interior de Marte es susceptible de convertirse en energía de extremada potencia y a
un nivel suficiente como para calentar el planeta sin una reducción notable de su
masa durante al menos un par de miles de millones de años.
El ambiente era tibio y la luz se extendía por el horizonte, aunque el sol se
estuviera poniendo, y el viento había cesado de mover las ramas de los olivos.
Marianne se puso en pie para encender las lámparas, con movimientos mesurados. Se
oyó el canto de una codorniz procedente de las sombreadas dunas ahora recubiertas
de una espesa hierba.
Mi mirada se cruzó con la de Angus. Sus horribles pronósticos acerca de que
Marte se helaría habían sido previstos por los amalteanos de un modo que ninguno de
nosotros hubiera podido anticipar.
—Es una suposición fascinante —le dije a Tony—, y me pregunto el motivo por
el que Troy no se ha molestado en advertírnoslo. ¿Por qué, después de habernos
invitado a tomar nota de los magníficos logros obtenidos hasta ahora por los
amalteanos, nos ha mantenido oculto el más importante de ellos?

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16
01.01.15.03
Solsticio de verano en Marte, el 14 del mes de Marianne. Ella y Bill han hecho lo
más razonable. Al atardecer, cuando el viento amaina y el calor del día pende en el
aire tranquilo, la ceremonia de su unión se ha iniciado al compás de la música.
Tony ha sido prácticamente el autor de la misma, aportando la dulce melodía y los
tonos algo melancólicos de la ingeniosa versión de un Synthecord mientras Jo lo
acompañaba con unos tambores hechos con recipientes sobre los que había extendido
pieles de polymer. Angus los seguía con un ritmo muy marcado con lo que semejaban
unas enormes castañuelas de hierro. Antorchas alimentadas con grasa procedente del
arbusto que Angus llama creosota llameaban en los límites de nuestra plaza central.
Todos habíamos participado en la confección de los adornos, en especial las
guirnaldas de hojas tendidas entre los cobertizos y los árboles.
Bill se adelantó con aire un poco tímido y se quedó de pie en el centro del patio
impregnado del penetrante olor de las enredaderas en flor y caldeado por las
anaranjadas y temblorosas llamas de las antorchas. Se había puesto su mejor atavío:
lo que quedaba de unos pantalones de sarga y una camisa blanca de algodón que
innumerables años atrás se había llevado a Ganimedes. Llevaba el brillante cabello
muy bien peinado y pegado al alargado cráneo, y su rostro de facciones inglesas
estaba arrebolado por la felicidad y por la turbación bajo la luz de las antorchas.
Aquel hombre había logrado al fin lo que deseaba y sentía un agradecimiento sin
límites hacia los amigos que lo habían ayudado.
Marianne y yo esperábamos en el cobertizo abovedado que me servía de lugar de
trabajo y cuya puerta mantenía entreabierta para mirar al exterior y advertir cuándo
nos daban la señal de intervenir. Las luces no estaban encendidas, pero la felicidad de
la joven era tan intensa que derramaba su claridad por todo aquel lugar. Llevaba un
atavío consistente en varias capas de tapa fina como la seda y abundantes flores
blancas, tanto en forma de corona como en fragantes collares.
El sonido de la pequeña orquesta, incrementado con el apoyo de algunos
instrumentos de cuerda y de metal sintetizados, se difundió por el aire nocturno del
desierto despertando ecos en las paredes y los acantilados de arenisca. Al poco
tiempo, Jo extraía los sones más vibrantes a sus tambores de cerámica. Para entonces
Tony había captado su estilo y mantenía vivos los ritmos en el Synthecord mientras
ella ocupaba su posición ante el banco de barro preparado para que sirviera de altar.
Había llegado el momento de que la novia hiciera su aparición. La música cesó
mientras yo acompañaba a Marianne cruzando el enlosado que conducía al «altar».
En su condición de padrino, Tony ocupó un lugar junto a Bill, y Angus se situó donde
hubiera estado la dama de honor, con una solemnidad tal que hubiera parecido

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cómica de no sentirnos todos conmovidos por aquel acto. Jo nos dirigió la palabra
con aire relajado, manteniendo las manos cruzadas a la espalda y expresándose en un
tono similar al que empleaba al dirigirse a la tripulación. Pero la expectación flotaba
en el aire añadiendo un toque de gravedad a la ceremonia.
—Nos hemos reunido aquí para celebrar la boda de Bill y de Marianne —anunció
Jo—. Y no sólo nos felicitamos por esta unión matrimonial sino también por el ánimo
que nos confiere a todos. Porque su decisión nos hace sentir que la vida vale la pena
de ser vivida.
—Eso, eso —murmuró Angus con calor.
—Y como complemento a la presente ceremonia —prosiguió Jo—, me parece
adecuado mencionar que la vida no sólo es digna de ser vivida sino que es admirable
también entregarla.
Aquello provocó una serena sonrisa en Marianne y un intenso sonrojo por parte
de Bill, expresiones que los demás celebramos con un entusiasta aplauso.
—Hemos tenido que soportar circunstancias que nadie hubiera podido prever —
prosiguió Jo poniéndose más seria—. Hemos discrepado en algunas cosas y nos
hemos enfadado por otras e incluso, a veces, adoptamos actitudes violentas o hemos
marchado en direcciones opuestas; pero entre todos formamos un solo hogar y
vivimos una misma existencia. Ahora este acto, el más importante que celebramos en
nuestra condición de… sociedad, porque creo que es así como podemos considerarla,
no es un funeral como hubiera parecido previsible. Porque nadie se ha puesto
enfermo ni ha sufrido un accidente. Nadie ha matado a nadie ni se ha quitado la vida.
Por el contrario, estamos celebrando un matrimonio mientras un nuevo ser está en
camino. Aunque seamos los únicos humanos en este lugar y en este tiempo, estamos
marcando un punto de partida. Así pues, muchas gracias, Marianne, y muchas
gracias, Bill, por dar un carácter oficial a vuestro estado. —Hizo una señal a Tony—.
Y hablando de temas oficiales, si disponéis de los anillos, leeré las palabras
adecuadas.
Tony y Angus mostraron unos anillos fabricados en hierro, obra de Jo. Bill
temblaba en el momento de introducir, no sin dificultades, aquel arito negro en el
dedo de la desposada. Ésta lo tuvo que ayudar con una mano más firme que la de él y
luego puso asimismo el anillo en los dedos callosos del novio.
Jo pronunció entonces:
—Marianne, ¿tomas a Bill como tu esposo legal para proseguir vuestra vida
juntos y en completa armonía?
—Sí —repuso Marianne en un tono de completa convicción.
—Y tú, Bill, ¿aceptas a Marianne como tu esposa legal para ser su compañero en
todo cuanto represente una colaboración mutua y no interfiriendo en lo demás?
—Acepto —dijo Bill con auténtico fervor.

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—Entonces, con la autoridad que me confiere mi condición de capitana del
Michael Ventris, nave de la que a efectos legales sois tripulantes, os declaro marido y
mujer. Podéis besaros.
Así lo hicieron, no sin cierta timidez y con suma dulzura.
Todo había sido muy simple y a la vez extrañamente emotivo. Incluso yo derramé
una furtiva lágrima. Tales cosas me son más fáciles de admitir cuanto más viejo me
hago.
El sonido suave y preciso de una flauta nos llegó procedente de las colinas
cercanas y todos nos miramos sorprendidos porque nadie había previsto aquello.
La melodía de la flauta era una repetición de la que Tony y los demás habían
interpretado poco antes; una versión libre pero muy bella de la marcha nupcial de El
sueño de una noche de verano, de Mendelssohn. Sus tersos acordes parecieron flotar
como retazos de seda en el aire del desierto. Conforme el sonido se hacía más y más
audible fijamos la mirada en la oscura lejanía; pero la luz de las antorchas nos
impedía penetrar bien la oscuridad. Además, nuestro poblado estaba hundido en el
suelo, lo que hacía que incluso en la claridad diurna sólo pudiéramos ver las estrechas
franjas de las dunas circundantes.
Sentimos, más que vimos, la sombra que cruzó por encima de las estrellas. Una
de las naves amalteanas en forma de enorme y semitransparente medusa se deslizaba
por los límites de la refulgente Vía Láctea hasta quedar suspendida encima de
nosotros, proyectando al exterior sus luces de un suave tono purpúreo.
La música de la flauta sonaba ahora muy cerca. Troy, y tras ella Redfield,
surgieron de la oscuridad en los límites del círculo iluminado. El que tocaba la flauta
era Redfield, que ahora se había sentado sobre una roca ofreciendo la más perfecta
imagen de Pan, con los miembros desnudos y bronceados y llevando sólo un pedazo
de tela a la cintura. El cabello rubio y brillante le caía sobre los hombros y por
encima del pecho hasta casi alcanzar su fina cintura; pero, no obstante aquel aire
desenvuelto, distaba bastante de parecer joven. Su aspecto era más bien el de un
hombre delgado y duro, seco como mojama, con las pupilas brillantes bajo unas cejas
muy negras. Unas cicatrices purpúreas eran visibles a ambos lados del pecho y por
unos instantes no las reconocí se trataba de sus órganos respiratorios para cuando se
hallaba sumergido en el agua.
Tampoco Troy tenía un aspecto joven. Llevaba tan poca ropa como Redfield y
estaba tan morena como él. El sol y el salitre habían aclarado el cabello rubio hasta
volverlo casi blanco. Le había crecido mucho y le caía en diagonal sobre el tórax
nervudo y los dos pequeños senos. A ambos lados, la abertura de sus branquias, en
otros tiempos apenas discernibles, eran ahora evidentes, desarrolladas por el uso
constante, y semejaban dos cicatrices paralelas y rojizas que le hendían la caja
torácica igual que a Redfield. En general, su aspecto silvestre y extraño desentonaba

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con su alegre sonrisa.
Llevaba un bulto envuelto en una tela plateada.
—Es un regalo de boda —anunció.
Redfield dio por terminado su recital con una airosa floritura de su tonada. Troy
bajó y los escasos escalones hasta el suelo de arenisca del patio y depositó el bulto
sobre la losa del altar.
—Para los padres del primer marciano —dijo.
Marianne dio un paso atrás mirando alarmada a Troy. Apenas si había mirado a
Redfield. Yo sabía que le era antipático desde el momento en que lo conoció.
Se produjo un instante de tensión. En otros tiempos, era fácil para todos echarle la
culpa a Troy por lo que nos estaba sucediendo, o cuanto menos mostrarnos resentidos
contra ella y Redfield por no compartir su programa con nosotros. Cuando por fin
Marianne se adelantó para desenvolver el paquete plateado que estaba sobre el banco,
lo hizo sin la menor señal de complacencia, sin dirigir siquiera una sonrisa a los
inesperados autores de aquel gesto.
Dentro del paquete aparecieron unas plaquitas negras. Marianne las contempló
unos momentos totalmente perpleja.
—Son libros —explicó Troy—. Libros para leer a los niños. Hay también
enciclopedias y otras cosas que no proceden de la biblioteca del Ventris y que van
destinadas a parientes y amigos.
—¿De dónde los has sacado? —preguntó Bill. Y en seguida añadió—: Lo siento;
quiero decir, muchas gracias. Te estamos muy agradecidos.
—Sí, gracias —añadió Marianne en un murmullo, con la mirada fija en el regalo.
Todos sabíamos lo que estaba pensando. Si aquellos libros en forma de chips estaban
llenos hasta el límite de su capacidad, podían contener más textos que la biblioteca
entera del Ventris. Y en su involuntario exilio, disponer de libros era lo que Marianne
había deseado con más intensidad.
¿De dónde los habría sacado Troy? Me pareció adivinarlo. Había reflexionado
sobre lo que Jozsef Nagy me contó sobre su hija durante nuestra breve entrevista en
Ganimedes y sabía hasta dónde llegaba su capacidad. Había extraído toda aquella
biblioteca de su propia memoria.
Durante unos instantes pareció como si el silencio se fuera a prolongar de un
modo incómodo. Jo y yo empezamos a proferir murmullos ahogados cuyo
significado, si es que tenían alguno, no logro ahora concretar. Tony empezó a tocar de
nuevo su Synthecord de confección casera produciendo sonidos lánguidos y
plañideros, que semejaban una mezcla de los de un órgano, una flauta en clave de fa
y la rítmica percusión de unos pielrojas que golpearan sus enormes tam-tams. Angus
se incorporó a aquella música con sus extraños crótalos y sus rítmicas maracas, y
Redfield se unió a su vez con su melancólica «flauta de Pan».

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Marianne levantó la mirada de los libros. Sus pupilas verdes relucían a causa de
las lágrimas. Troy la observó con una dulce mirada de comprensión.
—Gracias, gracias —dijo Marianne en un ferviente murmullo.
Pero cuando dio un paso hacia Troy, quizá con intención de abrazarla, ella no se
encontraba ya donde había estado hasta entonces, porque había desaparecido de
nuevo en las sombras con un movimiento tan sutil que yo apenas me percaté de ello.
Redfield estaba ahora de pie y seguía tocando. Nos saludó a todos con la mirada
brillante y, volviéndose, subió los escalones con la pasmosa agilidad propia del dios
cabrío al que imitaba, y momentos después desaparecía también, engullido por la
oscuridad. Quizás había atraído deliberadamente nuestra atención hacia él, o acaso
Troy, al igual que un silencioso duende del desierto, poseía el don de la invisibilidad
porque cuando miramos hacia donde creíamos que estaba, no vimos ni rastro de ella.
Noté entonces como unos dedos me tocaban el hombro y al volverme la vi a mi
lado indicándome con la mirada que guardase silencio. Observé que los demás
seguían cautivados por la dulce y melancólica música de la flauta de Redfield que nos
llegaba desde las dunas. Me alejé de ellos y seguí a Troy hasta la zona oscura que se
extendía entre las casetas. Era como un espectro que aparecía y desaparecía de
improviso sin que pudiéramos adivinar si su presencia pronosticaba el bien o el mal.
—No sabíamos si saldría bien —me dijo sin más preámbulo. Su voz sonaba
extraña en el aire tranquilo, con el tono de alguien que, habiendo perdido poco a poco
la facultad de oír, recuerda cómo suenan las palabras pero lleva ya mucho tiempo sin
percibir su sonido—. De no haber salido bien, se hubiera producido un cataclismo
que hubiese hecho saltar este mundo por los aires.
—¿De veras ha salido bien? —pregunté.
Vista de cerca tenía un aspecto tan sombrío como el de un crotillo seco, con su
tallo ennegrecido y sin florecer desde las últimas lluvias, y que no sabíamos si
florecería o no en el futuro.
—Estamos haciendo algo más que reconstruir un mundo, profesor. Hemos
alterado el curso del tiempo. Hemos dado una nueva forma a la realidad.
—Ahora todos me llaman sencillamente Forster. Si hay aquí un profesor, es su
viejo amigo McNeil.
—Me parece terriblemente informal, Forster…
—La J, la Q y la R no significan nada ¿comprende? —me oí admitir sorprendido
—. Lo que ocurrió es que mis honorables padres no se pusieron de acuerdo a la hora
de darme una impresionante sucesión de iniciales.
Raras veces había reconocido el fracaso imaginativo de mis progenitores. Pero, en
aquellos últimos meses, me había ido despojando de gran parte de mi antigua reserva.
Por toda respuesta, Troy puso su delgada pero fuerte mano derecha en mi brazo, y
me pareció observar un asomo de sonrisa en su rostro al contestar:

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—Sabían bien poca cosa del futuro.
Comprendiendo la verdad de aquella observación, me eché a reír. ¿Qué podía
representar una sucesión impresionante de iniciales en semejantes circunstancias?
—Usted y sus amigos alienígenas nos han concedido este mundo nuevo —
indiqué—. Y una historia también nueva. Si se nos hubiera permitido acceder a…
—Lo que no ha logrado usted asimilar —me interrumpió— tampoco lo habría
entendido por más acceso que tuviera. Los procedimientos de los alienígenas están
más allá de nuestra comprensión.
Su estado de ánimo variaba; tan pronto era desenvuelto como irritable, como si se
desplazara por un espacio psi multidimensional.
—¿Qué es lo que quiere comunicarme? —le pregunté.
—Me parece que el éxito de lo que hacemos aquí determinará que la Tierra
evolucione… según la idea que nosotros tenemos de ello. —Sus ojos despedían
chispas—. Y si hemos de compartir el sistema solar con los amalteanos, tenemos que
asegurarnos de que se queden aquí, en Marte.
—¿No tiene confianza en ellos?
—Lo que pasa es que no los entiendo.
—Es una paradoja muy bonita —expresé tras unos momentos de reflexión—. Si
la Tierra evoluciona al modo conocido por nosotros, probablemente naceremos. Pero
si hemos de convertir a Marte en un paraíso amalteano para asegurarnos dicho
resultado, el sistema solar en el que naceremos será un lugar distinto.
—El que nazcamos cada uno de nosotros en el mismo cosmos unos cuantos miles
de millones de años a partir de ahora no marcará una diferencia apreciable. Lo que sí
lo hará será que los seres humanos evolucionen en la Tierra.
—¿Existen dudas sobre ello? —pregunté perplejo ante su preocupación por aquel
tema.
—¿Estamos aquí solos, dando vueltas alrededor del sol? —preguntó con una voz
velada por la intención que imprimía a sus palabras—. En Venus, hubo amalteanos
que no se conformaban con menos que una exacta reproducción de su mundo. Nemo
se introdujo en su núcleo al igual que nosotros nos introdujimos entre el de
Thowintha.
—Tal vez se fueron de Venus, abandonaron nuestro sistema solar, partieron en
busca de nuevos mundos.
—La última vez que vi a Memo, los instaba a separarse de nosotros —replicó
Troy—. Y parecían realmente arrebatados por su empeño.
—¿Por qué me dice usted estas cosas? —quise saber—. Nos ha estado rehuyendo
durante todo un año marciano.
—Cuestión de supervivencia —me contestó—. Ahora, finalmente, Bill y
Marianne necesitan creer que lo que ellos y nosotros estamos construyendo aquí

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perdurará eternamente. Y también Tony.
—Angus y Jo…
—Esos dos son adaptables. Nunca los he visto más contentos.
—¿Y yo?
—Quizá no se dé cuenta de hasta qué punto todos lo siguen teniendo por su jefe
—afirmó Troy.
Mi respuesta fue un gruñido despectivo que traté de disimular, aunque demasiado
tarde. Ella sonrió.
—Ha cambiado usted, Forster. Casi podría decirse que ha aprendido humildad.
—Lo que yo digo…
—Piense lo que piense, es usted su jefe. Dejo a su arbitrio decidir lo que debe
decirles, así como cuándo y cómo. Pero le advierto una cosa: mantenga unido su
rebaño. Porque en cualquier momento el universo puede cambiar.
Por encima de nosotros, las miríadas de estrellas volvían a brillar, no ocultas ya
por la deslizante medusa. Miré hacia arriba y, cuando bajé la vista otra vez para
decirle algo a Troy, ésta había desaparecido.
Perplejo, me uní a los demás. Nadie se había dado cuenta de mi ausencia. En
realidad, considerando la cantidad de vino que habíamos bebido, un breve
alejamiento por entre los arbustos no tenía nada de particular.
Angus dejó sus címbalos y crótalos y me alargó una jarra llena.
—Anímese, amigo. En estos arenales no existen fantasmas —dijo.
En aquellos momentos, y ante nuestra profunda sorpresa, unos refulgentes fuegos
artificiales empezaron a estallar en el cielo. Había enormes bolas ígneas
blanquísimas; franjas de azul y oro; una brillante esfera de llamaradas verdes que
arrastró tras de sí una estela de humo cuyo siseo fue perceptible sobre nuestras
cabezas.
—¡Otra vez los cometas! —exclamó Angus mirándome con gravedad.
Me quedé boquiabierto.
—Yo pensaba que eso se había acabado —manifesté.
—Se han colocado en rutas de colisión para ofrecernos este espectáculo —
explicó. A él le encantaban aquellas explosiones en el firmamento acompañadas de
acordes en crescendo de sonidos sintetizados—. Están contribuyendo a nuestra fiesta.
El espectáculo continuó hasta mucho después de que nos cansáramos de
contemplarlo. No obstante aquellas demostraciones, lo más probable era que Bill y
Marianne quisieran estar solos. Finalmente acabaron por escabullirse, sonriéndonos
con cierta timidez, para entrar en la caseta abovedada que venían compartiendo desde
hacía años.
Mientras anoto todo esto, tendido en mi litera y un poco bebido, debo admitirlo, y
mirando de vez en cuando hacia la oscuridad, rota por las silenciosas llamaradas de

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los cometas entrechocando en el firmamento nocturno, medito sobre el futuro. Antes
me sentía irritado con Troy por no haber confiado en mí. Ahora lo estoy porque lo ha
hecho.

01.01.19.17
Marianne y Bill cumplen con su tarea. ¿Cumplo yo con la mía?
Llevaba mucho tiempo lamentando no saber dónde se había encontrado la placa
marciana. Ahora tengo otro motivo para deplorar mi ignorancia: no va a ser posible
situar los extensos registros que estamos reuniendo aquí de modo que se los pueda
hallar junto con ella.
Desde luego, hasta ahora no existe ninguna placa marciana. Nosotros los
humanos llevaremos enterrados largo tiempo en las arenas de Marte cuando la placa
sea confeccionada… si es que se confecciona en la realidad actual. Tampoco tengo
esperanzas de regresar personalmente a Venus para colocar las tablillas venusianas
que descubrí allí, en las que quedan registrados los lenguajes de la Edad del Bronce
en la Tierra. Esa tarea correrá evidentemente a cargo de otro hombre o mujer. O más
probablemente de algún ser no humano.

02.02.21.04
El espectáculo continúa en el cielo sin llevar trazas de interrumpirse. Pero tal vez
nos hayamos precipitado al pensar que se nos está ofreciendo a nosotros. El horizonte
aparece cubierto de nubes de tormenta y los relámpagos lanzan destellos
intermitentes sobre el desierto. El nivel del mar se eleva…

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17
La fecha en que he anotado todo esto es incierta…
Troy se reunió con nosotros aquella noche para invitarnos a una ocasión solemne.
Según nos dijo, la primera fase de la transformación de Marte había concluido. Los
amalteanos habían sembrado un mundo entero con microorganismos, plantas y
animales; seres de la tierra, del mar y del aire; incluso de los intersticios de las rocas
y de las grietas hundidas a gran profundidad bajo la superficie del hielo. Y tras haber
comprobado que aquella ecología era estable, había decidido otorgarle permanencia.
Era un mundo tan apto para los humanos como para los amalteanos, aunque en
opinión de Troy, nosotros, las razas galácticas contiguas íbamos a encontrarnos cada
vez menos a partir de entonces. Si se les ofrecía la posibilidad de elegir, los
amalteanos preferían las profundidades oceánicas, mientras que nosotros habíamos
heredado la tendencia a trepar al árbol más próximo para otear los alrededores, como
había confirmado nuestra aventura con el aeroplano. Es decir, preferíamos las alturas.
Pero ¿qué decir de un nuevo mundo? ¿De un nuevo Cruz? ¿De una nueva Tierra?
¿De un plenum organum desconocido? De un modo no muy distinto al humano —
aunque en realidad las diferencias fueran evidentes—, los amalteanos planeaban
celebrar aquella ocasión dedicándole un memorial. Y nos invitaban amablemente a
participar en la ceremonia.
Antes de retirarse, Troy me llevó aparte otra vez y me dijo que sería prudente que
asistiéramos todos juntos. En realidad, sería una buena medida de precaución
permanecer unidos a partir de entonces con vistas a un previsible futuro. Y aunque
sin concretarlo en palabras me dejó intuir que prefería que fuese yo quien mantuviera
compacto a nuestro pequeño rebaño.
Así fue como llegado el momento, logré persuadir a todos mis colegas, menos a
uno, de que se unieran a la expedición. Como de costumbre, Bill me llevó la contraria
al instar a Marianne a que se quedase; pero ella aseguró que no pensaba perderse lo
que sin duda iba a ser un maravilloso espectáculo. Y, como era evidente que Bill
deseaba también asistir al mismo, acabó por ceder con relativa facilidad, sin
necesidad de que yo interviniera. Sólo Tony, cuya suspicacia hacia los alienígenas
había ido aumentando con el paso del tiempo hasta convertirse en una verdadera
obsesión, insistió en no acompañarnos. Lo máximo que pude conseguir fue su
promesa de no alejarse de aquellos contornos hasta que estuviéramos de vuelta.
Redfield acudió en nuestra busca en una espléndida y multitentacular medusa.
Para aquel entonces era en nuestra opinión un poco menos alienígena que los propios
amalteanos. Nos seguíamos tratando con bastante cordialidad, pero las posibilidades
de retomar nuestra antigua camaradería se habían evaporado para siempre. Nos llevó
a los cinco desde nuestro alojamiento ecuatorial hasta el frígido polo.

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La medusa cubrió en unas horas, siguiendo una ruta más corta, la distancia que el
avión de papel había tardado cinco días en recorrer. Desde la burbuja transparente
vimos, perforando el cielo por encima del gélido horizonte, aquella estructura
brillante y fina como una aguja que Jo y Troy nos habían descrito, y al poco tiempo
estábamos descendiendo junto a su base cubierta de nieve. Era una torre de diamante,
el resplandeciente eje del mundo, que se elevaba un kilómetro o acaso más por entre
las nieblas heladas, ascendiendo hacia donde se aglomeraban las nubes.
Una negra chimenea invertida se abría en el lechoso vértice de aquel cielo
cargado de nieve; un túnel en el espacio, en cuyo extremo podíamos ver un cielo
oscuro tachonado de estrellas. El conjunto parecía inmóvil, lo que significaba que la
profunda estructura nebulosa giraba a la misma velocidad que el planeta.
Redfield nos comunicó que se esperaba que las nubes se disiparan al cabo de un
día o dos.
—Es un ciclón provocado por el agujero negro —explicó—. Un fenómeno
relacionado con la gravitación. Han sincronizado el giro del agujero con el del
planeta para eliminar los efectos de la rotación planetaria. Cuando lo bajaron,
sacándolo del espacio, giraba ahí arriba en la atmósfera.
—¿Qué representa esa torre? —preguntó Angus—. ¿Es una especie de generador
de agujeros negros?
—No. Más bien un taladro de proporciones fantásticas —replicó Redfield—. La
cúspide de un eje que llega al centro del planeta.
—Así, el otro extremo debe surgir por el polo sur —imaginó Bill—. A efectos de
simetría.
—Desde luego.
—¿Qué impide a esas columnas venirse abajo? —quiso saber Angus.
—Están encajadas en una sustancia cristalina sintética, más fuerte que la
estructura asimismo cristalina de la masa interior condensada. Es una materia idéntica
a la que forma la nave-universo… más dura que el diamante, transparente e inmune al
calor.
—¿Cuál es el origen de esos agujeros negros? ¿Y cómo consiguen los amalteanos
trasladarlos a donde les parece oportuno?
—Me gustaría conocer la respuesta. Los agujeros se forman localmente; pero
saber cómo los manejan los alienígenas… —Redfield se encogió de hombros. Y
explicó que no podía entender cómo los amalteanos lograban contraer y extender
alternativamente la textura local del espacio-tiempo.
Podíamos haber formulado infinidad de preguntas acerca de aquellos aparentes
milagros, pero Refield nos hizo callar con gesto afable afirmando que, a pesar de los
años transcurridos estudiando la tecnología de los amalteanos, sólo había logrado
entender algunas cuestiones prácticas de menor importancia.

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—La mayoría de las veces sólo se relacionan con lo que no se debe tocar y en qué
momento —nos dijo.
Su sonrisa me recordó por un instante los viejos tiempos pasados juntos. Su
expresión parecía totalmente sincera.
La medusa fue rodeando lentamente la enorme torre. Flotas de otras medusas
aparecían reunidas por todas partes en formaciones dispersas; millares y millares de
naves semivivientes que habían realizado la tarea de transformar un mundo.
Finalmente, nos posamos rozando apenas el suelo.
Redfield nos invitó a desembarcar y a contemplar la torre más cerca. Sólo
Marianne se negó. Su embarazo estaba muy avanzado y temía exponerse al frío.
Redfield sacó unas capas de material fluido y blanco que nos echó sobre los hombros
y ató a nuestras muñecas y tobillos. Los tentáculos de la medusa nos habían
depositado sobre un suelo cubierto de nieve helada por el viento.
Después de pasar por debajo de la nave, y ya un poco lejos de ésta, miré hacia
arriba y pude ver más directamente aquel extraño ciclón que giraba por encima de
nosotros; el ojo de un huracán estático. El aire era tan frío que me cortaba el aliento.
Nos acercamos rápidamente a la torre y nuestras figuras se reflejaron disformes
en la curvada superficie reflectante. Pronto supimos qué era lo que Redfield quería
que viésemos.
Inscripciones y esculturas en bajorrelieve cubrían la base de la diamantina
columna, muchas de ellas situadas un poco por encima del nivel de los ojos humanos
y algunas cubiertas por la nieve. Eran representaciones de animales y de plantas de
formas terrestres y de máquinas. Había también mapas y lo que semejaban tratados
de geología, biología y mecánica. Y ensayos filosóficos, comentarios, chismes y
graffiti Muchas de aquellas imágenes eran incomprensibles a primera vista.

Habíamos llegado frente a un espacio oval que nos hizo recordar los marcos de
cerámica de las fotos que en nuestra época eran colocadas en las tumbas. Estaba
confeccionado con aquel extraño metal brillante y encuadraba lo que, sin duda alguna
era un mapa de nuestro sistema solar. El texto era largo y estaba escrito con una fina
caligrafía.
Inmediatamente me sentí atraído por su contenido. Y tuve la sensación de que
podía leerlo incluso antes de interpretar por completo sus caracteres.

… Tras haber dejado nuestro hogar habitual nos acercamos a un sistema sideral
en el Espacio Negro, cuyos planetas habíamos creído habitables pero que resultaron
desiertos por culpa de unas excesivas emisiones primarias ultravioleta. Proseguimos
nuestro viaje, durmiendo largo tiempo y despertando para investigar cada una de las

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estrellas comprendidas en el Catálogo de Posibles Manifestaciones. Ninguna de ellas
reunía las propiedades adecuadas, hasta que finalmente alcanzamos la que estaba
marcada como Amarilla Natural 9436-7815.
Tratábase de una manifestación que parecía surgida de nuestros sueños; un sol
joven como el primario de nuestro hogar de procedencia, con un planeta cuyo
tamaño, masa y órbita eran similares a los de nuestro mundo original, favorecido por
un mar salino, una geología en calma y una atmósfera rica en componentes de
oxígeno y carbono. Era un mundo de agradables sabores e impregnado de un aroma
sutil. Lo llamamos Nuevo Hogar. Y, para nuestro gozo, carecía de toda traza de vida y
estaba situado más allá de las moléculas precursoras comunes en todo el universo por
nosotros conocido. Así empezó nuestra gran tarea y así ha continuado
progresivamente. Pero no habíamos detectado la existencia de un elemento que
acompañaba a lo primario; de un elemento muerto y, a la vez, mortal…
Lo que una vez pensé que sería el idioma de la Cultura X me pareció ahora el
clásico amalteano; una lengua flexible y musical, muy distinta a las pomposas
traducciones que yo había realizado en la Tierra y que derivaban inevitablemente de
los lenguajes de la Edad del Bronce inscritas en las llamadas tablillas venusianas, que
para la Cultura X eran el equivalente a la piedra de Rosetta.
Lo que estaba leyendo allí, en la base de aquella torre enclavada en el Polo Norte
de Marte, era un relato fluido y ameno de la Odisea Amalteana, embellecido por
cuantos detalles pudieran resultar interesantes para posteriores generaciones de
amalteanos. Las palabras y las frases que resonaban en mi cerebro eran por completo
distintas a las que había conocido hasta entonces, pero supe que las había leído y
estudiado con frecuencia… al menos en una pequeña parte…

La conciencia de Thowintha nos fue infundida y nos trajo a esta tierra de escasas
promesas, tan lejos de una manifestación. Pero la vida es aquí variada y abundante.
¡De qué modo tan copioso se concentra en la manifestación de una inesperada
multitud de formas! La perfección es mutable. Tal es la conciencia de Thowintha. Los
heraldos de una vida futura alienígena nos honran con su sentimiento de
responsabilidad y con la participación en su conciencia. Gustaron y olfatearon con
nosotros. Y con ellos probamos lo nuevo y lo extraño. Cantaron con nosotros;
compartimos relatos que disfrutamos juntos. Nuestras naves fluyeron hacia el exterior
como una corriente marina, y allá donde fuimos surgió la vida. Una vida a la vez
extraña y familiar, vieja y nueva. Una que brotaba de la otra; la variación surgiendo
de la escasez. En la Mutación hay Manifestación. Ésta es la conciencia de
Thowintha…

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Me incliné un poco más. Mi aliento se condensó sobre la escritura, pero se
evaporó en seguida porque la torre de diamante estaba más caliente que el aire. Me di
cuenta de que Bill se había situado a mi lado y miraba el texto con el mismo interés
que yo.
—¿Qué ha descubierto, profesor?
Le respondí con un murmullo poco coherente. Mi ojo mental había situado una
especie de plantilla sobre la brillante capa de la escritura y detectado en ella una
superficie irregular redondeada e imaginaria —porque la superficie en cuestión no
había sido incluida por quienes compusieron el texto—, formada por
aproximadamente un millar de caracteres situados un par de docenas de líneas más
arriba, junto al ángulo de la brillante placa.
—¿Esto es…? —aventuró Bill conteniendo la respiración.
—Sí, la placa marciana.

Otros designados son nuestros huéspedes. Viven felizmente, formando grupo de


un modo apenas comprensible para nosotros; de un modo que, sin embargo, persiste y
es motivo de optimismo y de buen humor. Muchas plantas y animales no proceden de
la manifestación, sino del hogar de los designados, y son obra suya. Habitamos juntos
en este nuevo hogar, en intrincada cooperación. Y por ello lo hemos llamado
Armonía.
Porque la forma en que podemos ser entendidos de una manera exhaustiva no es
mutua. Es la conciencia de Thowintha.

La placa marciana. Su traducción ha constituido el mayor éxito en mi carrera.


—¿Puedes leerla, Bill?
Él se inclinó un poco más y movió la cabeza.
—Me parece que no he aprovechado suficientemente el tiempo, profesor. Pero
usted sí.
—¿No es gracioso que no interprete bien lo que leo? —exclamé.
Me sentía febril. El viejo fuego de la primacía académica me abrasaba.
—No es que mis rivales estén más próximos que yo a la verdad —continué—.
¿Cómo podíamos nosotros haber supuesto que los «designados» que con tanta
frecuencia menciona la placa serían seres humanos? ¡Y eso mil millones de años
antes de que llegara el momento! ¿Y que uno de los designados sería yo mismo?
Podía haber añadido que también lo era Bill, pero no lo hice. Él, por su parte,
prefirió no contestar a mi perorata y yo seguí leyendo ávidamente.

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Al compartir el gozo de haber prestado vida a este pequeño planeta que es ahora
nuestro mundo, nosotros los que operamos desde naves lejanas y semivivientes,
hemos compuesto estas historias-canciones y estas historias-figuras en el eje del
mundo. Nuestro camarada, nuestro hermano, nuestro gran navío viviente de la
manifestación, imbuido de la conciencia de Thowintha, parte desde aquí para sembrar
las nubes del gran planeta más cercano de una inmortal semiexistencia. La nave de la
manifestación ha realizado su obra. Dejemos que la conciencia de Thowintha se
hunda en un sueño prolongado hasta que la llamemos de nuevo. Entretanto, nos
quedaremos aquí. El despertar de nuestro camarada ocurrirá en la plenitud de la
espera en el gran mundo. Entonces los designados reaparecerán. Y los actos finales
tendrán lugar. Y todo funcionará a la perfección.

Mientras leía las últimas palabras de la placa me sentí transfigurado por una muy
compleja gama de emociones: un placer inmenso ante la riqueza de su completo y
pulcro texto, y un cierto orgullo ante el modo en que mis bienintencionadas tentativas
me habían aproximado a la reconstrucción de su sentido.
Y también tuve miedo. Porque ¿estábamos viviendo realmente en un universo
alternativo como de un modo harto complaciente dábamos por supuesto? ¿O
vivíamos al fin y al cabo en nuestro propio pasado, un pasado en el que algún
inesperado impacto haría pedazos de improviso aquella placa que tenía ahora ante mí,
dejando sólo un fragmento para que sobreviviese hasta nuestra era?
Bill me miró. Tenía la nariz roja a causa del frío y su rostro no revelaba señal
alguna de haber captado mis temores.
—Me pregunto si algo la podría hacer añicos —comentó alegremente.
Yo no pude sino mover la cabeza sin saber qué contestarle.
—El frío nos entumece —dijo Jo desde cierta distancia—. Volvamos a la medusa.
Bill se arrebujó un poco más en la capa que llevaba echada a los hombros.
—Me voy con ellos, señor —me advirtió.
¿Señor? Llevaba mucho tiempo sin dirigirse a mí de aquel modo. Era evidente
que algo en mi actitud lo había impresionado. Todos nos conocíamos lo suficiente
como para evitar tales formalidades. O acaso Troy era más consciente de mi papel, de
lo que yo hubiera podido admitir.
Vi cómo los demás caminaban por la nieve endurecida en dirección al extraño
navío que esperaba bajo aquel cielo helado; un navío cuyas gráciles y flotantes
membranas y tentáculos eran formas que habían evolucionado en mares cálidos, tan
extrañamente fuera de lugar en un paisaje ártico y, sin embargo, tan familiares para
nosotros los «marcianos» que no nos parecían más exóticas que un esquimóvil.
Dirigí una última mirada a la placa marciana brillante como un espejo.
«… quizás ésta sea una realidad distinta y la placa perdure eternamente. Y aunque

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no pueda escapar a su destino tal vez transcurran mil millones de años antes de que el
impacto incida sobre ella. Quizá nosotros, los felices y escasos seres humanos nunca
sepamos nada; nunca tengamos la necesidad de enterarnos de ello».
Me volví y encaminé mis pasos hacia la medusa. Entre ésta y el lejano horizonte,
otras medusas flotaban contra un fondo de nubes oscuras, desplazándose como si
siguieran la corriente de un océano. Tras ellas ascendía un sol grisáceo y pálido.
Era la nave-universo que se elevaba por entre columnas de fuego blanco.
Comprendí que se hallaba dispuesta a partir hacia Júpiter, el Gran Mundo, llevando
consigo a Thowintha o mejor dicho a «la conciencia de Thowintha». Mi cerebro
hervía de preguntas que sabía no iban a ser contestadas así como de otras que pronto
obtendrían respuesta. ¿Se irían Troy y Redfield en la nave-universo, aguardando
despertar… o ser despertados dentro de mil millones de años por nosotros y por ellos
mismos? ¿O planeaban quedarse aquí, para hacerse viejos y morir en Marte?
¿Esperaban ser acogidos entre los que en otros tiempos fuimos amigos suyos?
Flotas de medusas oscilaron y se apartaron conforme se acercaba la
resplandeciente nave-universo, semejante a un inmenso espejo convexo que casi
tocaba la nieve con su parte inferior y rozaba las nubes por encima de ella. Al
levantar la vista, observé reflejado en el enorme espejo el espectáculo que me
rodeaba: la nieve, la torre, las aglomeraciones de medusas… pero todo ello invertido,
lo que lo convertía en algo abrumador.
En nuestra era, un tonto y ambicioso lingüista preguntó en una ocasión: «Cuando
uno se siente agobiado por algo, ¿cuál es la causa y cuál el aspecto que adopta?». Esa
persona tenía que haberse encontrado allí, conmigo, en aquellos momentos,
sintiéndose hundido bajo la oscilante noción de lo absoluto. Debía echarle una buena
mirada mientras aún le fuera posible.
Hipnotizado por tales ideas, y quizá más próximo a la congelación de lo que
suponía, permanecí inmóvil, fascinado por la aproximación de la nave-universo sobre
las nieves polares de Marte…
… cuando la superficie del planeta desapareció de improviso bajo mis pies.

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18
Troy había tenido razón al preocuparse de nosotros. Pero el peligro no provenía
de alguna disfunción en los agujeros negros. Al menos no de manera directa.
Relato lo ocurrido durante aquellas horas interminables —¿o quizá fueron
semanas?— después de haberlas vivido y espero evocar, al menos en líneas
generales, los hechos que nos apartaron de nuestro hogar, de nuestro segundo Edén.
Debo preguntarme cuántos de aquellos paraísos habían intentado crear los
alienígenas. Y de cuántos de ellos habían sido expulsados.
La tierra tembló y fui arrojado sobre la nieve frente a la gran torre que los
amalteanos habían erigido en el polo norte de Marte. Sentí como si me deslizara por
una capa de hielo en repentina licuación. La gélida superficie se estremecía y jadeaba.
Hundí mis manos desnudas en la nieve y me aferré a ella para salvarme.
En aquel momento, me vi arrebatado por un torbellino hacia las alturas. Un
tentáculo había descendido de nuestra medusa y me conducía al interior de la nave
aérea. Me estrellé contra el suelo otra vez, empujado por una aceleración repentina
porque la medusa se elevaba y se alejaba velozmente de la torre, penetrando en la
atmósfera en dirección a la nave-universo cada vez más cercana.
Todos cuantos estábamos en la nave, es decir, los humanos, habíamos sido
derribados; pero, como el conjunto era flexible y transparente, nuestra visión del
exterior no se interrumpió por completo. Caído de espaldas, podía mirar a través de la
cúpula; pero comprobé extrañado que lo que aparecía ante mí era el suelo del planeta.
El paisaje se reflejaba en toda su amplitud en el enorme espejo de la nave-
universo que se extendía por encima de nosotros. Era un paisaje en completa
conmoción, con olas como las del océano que cruzaban las planicies nevadas para ir a
estrellarse contra la base de la torre produciendo torrentes de blanca espuma. Chorros
de vapor surgían violentamente de la nieve en hileras como impactos de ráfagas de
ametralladora y se hundían de nuevo en agujeros como los que produce un proyectil,
pero del tamaño de cráteres de volcán. A lo lejos, una larga fisura hendió la llanura,
explotó en nubes de vapor e irrumpió formando cataratas de lava que brillaban en un
tono naranja oscuro, destacando en la desolada inmensidad.
Cuando unos enormes huecos redondos se abrieron en el paisaje —o mejor dicho
en su reflejo—, me fue difícil reconocer las escotillas de la nave-universo al abrirse
en un movimiento de espiral. A cada lado, las grandes flotas de medusas concentradas
en el polo norte en decenas de millares empezaron a fluir hacia las aberturas.
—¿Qué sucede? —preguntó alguien junto a mí, creo que era Angus, en un
susurro impregnado de angustia.
—Nos atacan —respondió una voz que reconocí como la de Redfield.
—¿Quién…? —empezó a preguntar Angus.

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—Los Espectros.
Tardé más de lo normal en comprender la respuesta de Redfield. Entretanto,
nuestra medusa se lanzó velozmente hacia la escotilla más próxima y se introdujo a
través de ella, empujando con fuerza a las otras.
La aceleración cesó bruscamente. La enorme escotilla estaba ahora atestada de
medusas que se apretujaban entre sí como huevas de pescado. Cuando se cerró de
nuevo interceptando la claridad solar que fue remplazada por la azulada luz interior
de la nave que lo inundaba todo, el agua irrumpió de improvisto y quedamos
sumergidos dentro de una bolsa primaria.
En el interior de aquella burbuja presurizada, dotada de un entorno a nuestra
medida, el aire era fresco y puro, mantenido así mediante los controles osmóticos de
una máquina viviente capaz de comprender nuestras necesidades. Pero lo que la
máquina no podía hacer era lograr que nos sobrepusiéramos a la intensa, extraña y
mareante sensación provocada por la proximidad de las numerosas protuberancias
que flotaban en el espacio procedentes de las otras medusas que llenaban la escotilla.
Dar un paso adelante era como atravesar infinitos y sutilmente oscilantes campos
gravitatorios.
Las medusas empezaron a desplazarse a nuestro alrededor, empujándose y
pasando unas por encima de las otras, dejándose absorber por el inmenso interior de
la nave. La pobre Marianne se sintió repentinamente muy mal y empezó a quejarse y
a llorar. Jo y Angus se acercaron a ella para auxiliarla, y Bill se apresuró también para
situarse junto a ella. Yo tardé mucho en sobreponerme a mis náuseas, aunque por
entonces lo que Marianne necesitaba era respirar aire puro, y no ser observada por
otro espectador inútil.
En aquel momento, notamos cómo el universo entero se movía otra vez. La nave
estaba acelerando.
—¿A dónde vamos? —preguntó Jo a Redfield.
Había sido la primera en formular aquella trascendental pregunta.
—A recoger a Tony. Y a alejarnos de Marte.
—Pero Marianne no lo va a resistir. Está sufriendo ya las contracciones.
En efecto, Marianne se retorcía de dolor y la transpiración le mojaba la pálida
frente.
—Haré lo que pueda —afirmó él.
Pero no realizó ningún movimiento inmediato y nunca me pareció más
desinteresado y más indiferente.
Marianne sufría los dolores más intensos cuando la nave-universo reemprendió su
marcha. La gran escotilla estaba ahora vacía. La cúpula se abrió en espiral, y nuestra
medusa salió disparada hacia el cielo.
Pensándolo ahora, creo que la medusa flotaba en realidad libremente con toda la

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suavidad de que era capaz, equilibrando lo que en términos humanos hubiera sido la
fría ecuación de urgencia contra ternura; el destino de todos contra el de uno solo… o
el de dos. Porque Marianne estaba dando a luz prematuramente.
Sobrevolábamos nuestra pequeña colonia junto al mar. La medusa se desplazaba
vivamente de acá para allá por sobre las colinas y las dunas. Pero Tony no aparecía
por ningún sitio. El planeador había desaparecido.
Redfield se encontraba en la parte inferior de la nave. Podía percibir su incierta
silueta mientras nadaba por el acuoso fondo conversando entre columnas de finas
burbujas con los seres tentaculares que probablemente formaban la tripulación de
nuestra nave. Pronto volvió a emerger en nuestro sector con su largo cabello
chorreando agua.
—Hemos de regresar al punto de partida —dijo.
—¡No sin Tony! —le gritó Angus—. No voy a dejarle morir.
—No podemos quedarnos aquí. Moriríamos todos.
Angus se abalanzó sobre Redfield y éste le contestó con un golpe tan rápido que
apenas pude percibirlo. Angus emitió un quejido y cayó de rodillas. Me avergüenza
confesar que me sentía paralizado por la indecisión. Redfield se apartó de Angus y,
mientras lo hacía, Jo adoptó la decisión final.
—Nada de peleas —ordenó—. Salve a quien quiera, Redfield; pero, por favor,
salve también a Marianne y a su hijo.
Él se alejó de nuevo. Y para cuando estuvo de regreso, la medusa había vuelto a
la nave-universo y ésta empezaba a moverse. Pero era ya demasiado tarde para el
niño.
—¡Oh, no! —exclamó Jo presa de un sentimiento de profundo dolor.
Acariciada por sus manos compasivas, Marianne había perdido el conocimiento,
tendida en un charco de sangre, mientras Bill, cercano al colapso, sostenía a un bebé
maltrecho apenas mayor que sus manos.
—Lo lamento —dijo Redfield sencillamente.
Traté de detectar un poco de emoción en su actitud, pero no percibí ninguna. Se
arrodilló junto a Marianne y le tomó el pulso, mientras le miraba los ojos.
—No está todo perdido para ella —declaró.
Era un simple juicio clínico, desprovisto de todo sentimiento.
—¿Nos transportan a Júpiter? —pregunté—. ¿Proyectan congelarnos en el hielo
junto con usted?
—No sé a dónde vamos.
—En la placa —expliqué— se dice claramente que la nave-universo aguardará en
el Gran Mundo… hasta el momento del Despertar.
—No sé a dónde vamos —repitió fríamente—. Ellen y yo estábamos destinados a
Marte. Y proyectábamos quedarnos allí.

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—¿Qué ocurre en el exterior? —preguntó Angus con una voz tan apagada que
apenas si era audible.
—El doble de la nave-universo —repuso Redfield— fue detectado hace unos
minutos, procedente de Júpiter. Igual que pasó en Venus. Y está destruyendo la tarea
realizada. Trata de deshacer las singularidades que se implantaron.
La mirada de Redfield se posó más allá de donde estábamos yo y los demás para
fijarse en Marianne.
—Tendremos que sumergirnos en el agua —dijo.
Bill apartó la mirada de su esposa.
—¿Qué le pasará a…? —quiso saber con una voz que sonó como un leve
murmullo. Era lo primero que decía desde que fuimos arrancados de la superficie del
planeta.
—Se repondrá en cuanto esté en el agua. Lo siento por… los demás.
—¿Se nos permitirá a alguno de nosotros expresar sus preferencias? —pregunté
extrañado ante mi propia cólera.
Sorprendido, Redfield se puso a la defensiva.
—Graves ya ha hecho su elección. Prometió quedarse hasta que regresáramos…
pero se marchó deliberadamente. Quizá previó lo que iba a suceder.
—Prefiere morir como un hombre libre —opinó Angus.
—Perdonen mi suposición, pero ustedes quieren vivir, ¿no es cierto?
—Usted era nuestro amigo, Blake —expresó Angus con dureza—. Pero lo hemos
visto muy poco.
—Dentro de un año, Marte se helará y se convertirá en una inmensidad
deshabitada. Todo cuanto hemos intentado aquí quedará destruido. Pero obren como
lo crean más oportuno. —La cara de Redfield se había convertido en una inexpresiva
y oscura máscara—. Los amalteanos volverán pronto en su busca. Quizás haya aún
tiempo para desembarcarlos. Díganles que ha sido por decisión propia.
Se volvió y su largo cabello negro ondeó tras él. Vi cómo las aberturas de las
agallas que tenía en los costados se estremecían mientras se hundía en las profundas
aguas de la medusa.
Momentos después, la membrana del suelo se agitó y el manto protegido por la
mucosa de uno de los amalteanos emergió hacia nuestro espacio dotado de aire. Un
coro de voces pareció surgir de las paredes cuando el alienígena habló:
—Tenéis que decirlo ahora. ¿Os hemos de sumergir en el agua?
Miramos a Jo esperando que se expresara en nombre de todos.
—Sí —fue su respuesta.

—¿Qué pasó luego? —pregunta Jozsef sorprendido.


El fuego está ya casi apagado y el neblinoso firmamento nocturno emite un

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resplandor fosforescente al otro lado de las altas ventanas de la oscura y vacía
biblioteca.
—Pues que fuimos sumergidos —contesta Forster con calma—. Penetramos
suavemente en la agradable noche fluida y oscura, llevándonos tan sólo nuestros
temores y nuestras penas, sin esperanza de que amaneciera un nuevo día.
—¿Y Marte? —murmura el comandante, con una voz tan seca como los vientos
del planeta.
—¡Oh! Tuve sueños sobre Marte con extraordinaria viveza. Pero mis visiones
debieron basarse en imaginaciones previamente programadas, o al menos eso es lo
que me digo, aunque más adelante la dura verdad quedó confirmada.
»Soñaba que veía hincharse al planeta; que la inmensa meseta de Tharsis, que no
había existido anteriormente, se expandía y explotaba entre llamaradas y nubes de
humo que eran proyectadas por las enormes grietas. El planeta sangraba por las bocas
de sus gigantescos volcanes, arrojando un espeso flujo magmático, formando
amontonamientos tan extensos que sus ríos de lava, capaces de cubrir todo el
Noroeste de África, ocasionaron una anomalía gravitatoria que sigue persistiendo en
nuestra era.
»En lugares situados en las profundidades del planeta, agujeros negros
submicroscópicos se agitaban, se desplazaban y acababan por desprenderse del
corazón de la masa, atraídos por una fuerza avasalladora que se hacía más potente a
cada segundo que transcurría.
»Soñé que la brillante torre polar que había estudiado tan recientemente se hacía
pedazos y desaparecía, en parte vaporizada y en parte desparramada en forma de
polvo y cascotes por la todavía tranquila atmósfera. Partículas brillantes se posaban
sobre la arremolinada nieve. Todo se perdió, excepto ese fragmento al que llamamos
la placa marciana. Los agujeros negros habían escapado, tras deshacer los
mecanismos que los controlaban. Quizá fueran la única fuerza en el universo capaz
de acabar con tan indestructibles objetos.
»Los cielos flameaban convertidos en un techo de fuego.
«Comprendí que aquello representaba el fin repentino de nuestra colonia.
Nuestros jardines y huertos no eran ya más que montones de cenizas humeantes,
impulsadas por un viento huracanado. El calor confería a nuestras cúpulas de
cemento una tonalidad cobriza. Las ventanas de cristal se agrietaban y reblandecían
cobrando un tono azul antes de hacerse añicos. Armazones de barrotes metálicos
quedaban desnudos cuando los muros de cemento a los que daban refuerzo se
convertían en polvo que se dispersaba por el aire. Pero a los pocos instantes también
se deshacían y el hierro derretido formaba charcos sobre el árido polvo.
»El Michael Ventris, con nuestro pequeño submarino Manta todavía alojado en su
interior, quedó destruido por la explosión de sus tanques de combustible y sus restos

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se esparcieron por la arena y fueron engullidos por la catarata de lava que descendía
de las laderas superiores, borrando los últimos vestigios de que seres humanos
hubieran caminado alguna vez por aquellos parajes.
»Vi cómo el mísero avión de papel de Tony se elevaba por encima de los
ondulantes desiertos, y ascendía impulsado por corrientes de un aire supercalentado
hasta que se incendió a causa de una chispa eléctrica y sus despedazados restos
fueron absorbidos por el negro yunque de una tempestad.
»Los ondulantes océanos hervían. Hasta mí llegaban los gritos agónicos de
millones de seres al morir. Los bosques estallaban, y las aves caían al suelo envueltas
en llamas.
»Nos alejamos de Marte siguiendo un curso tangencial, perseguidos por nuestro
doble. Mi soñador cerebro elaboraba un plan de evasión. Nos abrimos paso por entre
cúmulos de asteroides y cometas que venían hacia nosotros, destruyendo algunos y
empujando a otros hacia nuevas órbitas.
Marte tenía ahora unas lunas cuarteadas, ennegrecidas y maltrechas.
»No fue la primera vez que me pregunté qué interferencia en el continuo de la
materia o en sus zonas de acción podía haber ocasionado aquella “reducción de la
onda funcional” que tanto temíamos. Nuestra nave-universo, y también las otras,
podían ocupar simultáneamente el espacio y el tiempo, quizás incluso comunicarse
entre sí, siempre y cuando no discurriéramos por la misma zona de dicho espacio-
tiempo. Pero ¿dónde se encontraban los límites de aquellos espacios? ¿Qué hacía
pensar a nuestros dobles que ellos serían los que sobrevivieran a un encuentro?
»Aunque quizá no abrigaran semejante idea, ni les importase vivir o morir.
¿Quién hubiera podido decir qué genio maléfico influía ahora en sus actos? Sin
embargo, su propósito era claramente el de destruir. Los habitantes alienígenas de
nuestra nave-universo, por apartados que pudieran estar de los humanos, se sentían
sin embargo fuertemente apegados a la vida. El tacto, el juicio y la esperanza dictaban
que éramos nosotros los que debíamos escapar de allí.
»Los humanos dormíamos en las aguas. En mis sueños, el rojo planeta marciano
retrocedía como una dorada manzana del Paraíso, ahora perdido por nosotros para
siempre.
Forster guarda silencio. El fugaz chisporroteo de las llamas es el único sonido que
se oye en la estancia, sobre cuyo techo se proyectan oscilantes sombras. Con un aire
reticente impropio de él, Ari pregunta:
—¿Y mi hija? ¿Qué fue de ella?
Forster sonríe.
—Nuestra relación, tan recientemente renovada, iba a reforzarse bajo
circunstancias más íntimas… y más peculiares de lo que yo hubiera podido imaginar.

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19
De nuevo sumergido, soñé durante un tiempo. Una voz suave susurraba a mi lado:
—Quería estar al tanto de nuestros planes.
Troy me estaba sacando del agua e introduciéndome en la burbuja de aire de la
medusa.
—¿Y los demás?
—Mejor que sigan dormidos. Lo hemos despertado a usted para que sea testigo
de un acontecimiento crucial. Pase lo que pase, ganemos o perdamos, usted estará ahí
para registrarlo.
La medusa salió de la nave-universo por la escotilla abierta. El escenario me era
familiar: un cielo nocturno cruzado por franjas brumosas que discurrían entre las
estrellas y que tomé por cometas.
—En Venus la vida fue destruida por un efecto invernadero natural originado por
bombardeos periódicos planetarios —me contó Troy—. En Marte, nuestros esfuerzos
para provocar un invernadero con la ayuda del hielo cometario se vieron frustrados
por los tradicionalistas entre los que escapamos de Venus, es decir, los que siguen el
Mandato. Sólo queda un planeta terrestre. El grupo de Thowintha, el de los
adaptacionistas, lo ha dejado seguir tal cual es.
—¿Por qué?
—Porque en él se dan formas de vida propias.
—Y porque, a mi modo de ver, los han persuadido ustedes.
No hizo el menor comentario. En mi opinión, Troy es la mentirosa más grande
que he conocido. Y ello porque no dice más que la verdad. Me había estado
ocultando algo para que evidentemente yo lo adivinase. Pero es tan sutil en todo que
nunca he conseguido averiguar qué desea que yo sepa.
—Las dos facciones estaban indecisas —me explicó como si diera una
conferencia—. Los organismos que se sabía habitaban los océanos de la Tierra —y
que se asemejaban a modos de vida amalteanos en detalles sorprendentes, en especial
las formas primitivas como medusas, crustáceos del tipo camarón y otros—, ¿habían
sido sembrados allí accidentalmente por los propios amalteanos durante su primera
exploración del sistema solar, o estaban ya presentes, siendo su parecido mera
casualidad, como ejemplos de una evolución convergente?
«Cualquiera que sea la respuesta, nuestros amigos adaptacionistas consideraron
que la evolución en la Tierra debía proceder sin cortapisa alguna. No existe ninguna
consecuencia inevitable respecto a una contingencia evolutiva. Mirándolo
retrospectivamente, la evolución es historia; una historia muy particular, con
innumerables ramificaciones, siempre obediente a leyes físicas y de probabilidad pero
gobernada sólo por el azar en sus detalles.

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»Ese oscuro acompañante de la Tierra, esa singularidad llamada Némesis, es un
agente de dicho azar. Cada veintiséis millones de años lanza cometas que se
abalanzan sobre el Sol. Con frecuencia, uno o más de ellos chocan con la Tierra,
alterando su entorno de un modo radial, extinguiendo algunas especies y permitiendo
a otras desplazarse a nuevas zonas desde las que especies derivadas evolucionan
todavía más…
»Hemos ido a la Tierra para alejar de ella una contingencia oscura. Hemos visto
cómo los tradicionalistas, es decir, los amalteanos que se aferran religiosamente a su
Mandato y rechazan la adaptación a cualquier ecología preexistente, han destruido
deliberadamente nuestra labor en Marte. Guiados por sus creencias, debían haber
seguido su camino en busca de otra estrella. Al perder Venus anularon su única
esperanza de cumplir el Mandato en este sistema solar. Pero quizá los haya asustado
la espantosa perspectiva de otra odisea de mil millones de años. Prefieren considerar
a nuestros amigos como herejes, y se han quedado atrás para erradicarnos a todos,
incluyendo por igual a amalteanos y humanos.
»Para destruir la humanidad sólo es preciso alterar la evolución en la Tierra. Y el
todo más sencillo para conseguirlo es el de variar el sistema de impactos de cometas
provocado por Némesis. El Torbellino.
—¿Dónde estamos? —pregunté—. ¿Y cuándo estamos?
—En las etapas finales del cretáceo —me contestó.
Es decir, en el momento en que tuvo lugar el más famoso de los impactos
cometarios.
Nuestra medusa pasó de la noche al día. Y pronto estuvimos flotando a baja altura
por encima de la superficie terrestre. Los mares y los continentes tenían entonces una
forma distinta; pero adiviné que sobrevolábamos el centro de América del Norte. Las
onduladas llanuras de lo que más tarde sería Montana se asemejaban mucho a la
China central o al este de Oregón en nuestra era.
Yo sabía que un mar poco profundo y cálido cubrió aquella región un par de miles
de millones de años atrás y que desde entonces se había ido retirando hacia el Sur y el
Este. Ahora, perezosos ríos se deslizaban por la llanura. Hacia el Oeste, las montañas
Rocosas no eran más que colinas volcánicas de escasa altura y aireadas mesetas
cubiertas de pinos y de matorrales del desierto. En las pantanosas tierras bajas crecían
bosques de helechos, cipreses y metasecoyas, especie arbórea oscura y plumosa
llamada también secoya, que en el siglo XX se creía extinguida hasta que se
encontraron algunos ejemplares en el jardín de un templo chino. En las riberas
arenosas de las intrincadas corrientes fluviales, el bosque tenía un carácter
semitropical con las enmarañadas plantas florecidas, los troncos de madera dura, los
grandes sicómoros, caquis, kadsuras, palmas y magnolias…
Cuando nos era posible y sin perturbar ni la más leve corriente de aire —porque,

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aunque debe existir un límite a la naturaleza de las perturbaciones capaces de alterar
los ciclos evolutivos, no queríamos ni siquiera acercarnos a él— descendíamos hasta
sólo unos centímetros de los pantanos. Observábamos a las ranas y tortugas que
chapoteaban en los marjales perseguidas por enormes y terroríficos cocodrilos. Los
lagartos se deslizaban por los terrenos boscosos y las boas constrictoras se
enroscaban en las ramas de los árboles.
Los dinosaurios campeaban por doquier. Triceratops herbívoros, provistos de
cuernos y de piel escamosa, con la envergadura de un carro de combate;
tiranosaurios, los espantosos carnívoros, con sus colmillos de quince centímetros, la
cola equilibrada entre dos patas enormes y un cerebro más perfeccionado del que
mucha gente cree.
Y encontramos también lo que estábamos más ansiosos por descubrir: mamíferos
procurándose alimentos allá donde pudieran. Algunos nos parecerían familiares en la
actualidad, incluyendo nuestros propios ancestros, minúsculos seres semejantes a
musarañas y otros parecidos a zarigüeyas que han evolucionado muy poco en el curso
de millones de años, mientras que algunos acusan diferencias muy notables.
En especial los condilartos, seres de morro cuadrado, del tamaño de un fox-
terrier, con pies fuertes de cinco dedos y dientes cortantes para roer la vegetación.
Nos encantó ver a todo un rebaño de ellos, antepasados de todos los mamíferos
placentarios con pezuñas: caballos, vacas, hipopótamos, elefantes…
Era del espacio celeste de aquel hormigueante Edén de donde esperábamos ver
acercarse el cometa fatal y a la luz vital, en forma de pálida franja lumínica que
apenas si podría ser distinguida por nosotros hasta el momento crucial en que, aunque
ningún ser humano había estado allí antes para poderlo confirmar, traspasaría el
océano a una velocidad de noventa mil kilómetros por hora, desprendiendo cien
millones de megatones de energía que producirían maremotos cuyas olas de
kilómetros de altura se tragarían a los dinosaurios y arrastrarían los bosques; que
ocasionaría un agujero en la atmósfera y vomitaría un cuatrillón de toneladas de
materia licuada y vaporizada, mezclando su propia masa con la de la Tierra, para
lanzarla a las más altas regiones del aire… incluso hasta la órbita terrestre, donde
permanecería durante varios meses bloqueando la claridad solar.
Pero a nuestro regreso a la nave-universo supimos que no existía prueba alguna
de lo que tanto habíamos esperado encontrar. Los sistemas de la nave habían
calculado los vectores de todos los cometas visibles en la bandada que en ese
momento convergía sobre el interior del sistema solar. Y ninguno de ellos seguía un
curso que lo llevara a colisionar con la Tierra.
Nuestra conversación se interrumpió. Troy estaba allí, y también Redfield,
mientras yo me esforzaba en apreciar el alcance de nuestra incertidumbre.
Si ningún cometa iba a estrellarse contra la Tierra a finales del cretáceo, el mundo

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sería distinto. ¿Qué podía impedir que algún avispado descendiente de los
dinosaurios asumiera la postura que nosotros, los avispados descendientes de los
monos hemos adoptado tan orgullosamente?
Pero ¿cómo interpretar la ausencia del cometa aniquilador de los dinosaurios?
¿Cómo una señal de interferencia por parte de los tradicionalistas amalteanos?
¿Habían estado allí antes que nosotros? ¿O quedaba revelada de este modo la
verdadera historia natural del sistema solar? Si tal había sido el curso verdadero de la
historia, sin interferencia ajena ¿qué teníamos que hacer?
Troy esperó a que yo captara el alcance de nuestro atractivo dilema ético y redujo
a añicos mi indecisión.
—Lo he consultado con Thowintha. Y hemos elegido al candidato más adecuado.
Tiene el tamaño idóneo: nueve kilómetros en el eje semimayor, y una órbita por
completo variable. Es evidente que ha sido perturbado recientemente, ya sea a
propósito o por casualidad.
—¿Cree que ha sido Nemo el que los ha persuadido para que lo hicieran?
Me parece que aquélla era la excusa que deseaba que yo formulara.
—Bastaría un pequeño empujón de nuestra nave para enviarlo directamente hacia
la Tierra.
Fue el único momento en nuestra discusión en que me permití utilizar un tono
irónico.
—Parece haber realizado usted grandes esfuerzos para asegurarse de que la
historia cumpliría con sus planes previstos.
Ella siguió adelante con su propósito e hizo lo que siempre había querido hacer.

Más tarde me puso al corriente de lo sucedido.


—El núcleo del cometa se estrelló contra la placa caribeña, como han confirmado
los conocimientos de nuestra era. Semejante tipo de precisión estaba fuera del alcance
de nuestro control. Nos hubiera gustado más que fuera a chocar contra alguna otra
zona del Atlántico norte. —Me sonrió de un modo que yo había aprendido a calificar
de receloso—. Las matemáticas de la teoría del quantum macroscópico resultan
fascinantes, pero en un análisis final se aprecia una realidad única, Forster, amigo
mío. Como en la actualidad nos incluye a nosotros, la historia probablemente se
encargó de nuestra evolución, cualquiera que fuese el curso que siguiéramos o el que
siguieran los amalteanos.
—Ciertamente —convine—. Por lo menos hasta el momento presente.
Troy inclinó la cabeza, unos milímetros.
—Así es —aprobó manteniendo su sonrisa que ahora se había vuelto delicada y
sutil. Y me dije que en aquellos momentos aparentaba su edad, como me estaba
empezando a ocurrir a mí también—. Con o sin la teoría del quantum, no existe

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manera de predecir el futuro —afirmó—. Ni siquiera en principio. Porque el futuro
habrá cambiado para cuando lleguemos a él.

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Cuarta parte
EL ESPEJO DE AFRODITA

20
Cuando me desperté esta vez, la medusa sobrevolaba a pocos metros la superficie
del planeta. ¿Me habían vuelto a sumergir? Tenía la piel blanca y arrugada pero me
sentía temperado y seco y respiraba un aire extraordinariamente dulce. Incluso podía
identificar el aroma del tomillo y del orégano. Una reconfortante claridad solar se
filtraba por el transparente techo de la medusa. Retorcí los dedos de manos y pies y
estiré mis miembros. ¡Una auténtica delicia!
La gravedad parecía la normal en la Tierra, o muy próxima a ella. Yo me sentía un
tanto nervioso, pero no agotado ni débil, como en aquella otra ocasión en que estuve
sumergido. O había permanecido en el agua sólo un breve espacio de tiempo o habían
utilizado algún sistema para revitalizarme y ponerme de nuevo en una excelente
condición física. No sentía urgencia alguna por levantarme. Observé lo que pude de
cuanto se reflejaba en la cúpula redondeada que se extendía sobre mi cabeza.
La nave rozaba unas olas azules cubiertas de espuma a una velocidad moderada
para una medusa deslizándose hacia las espesas nubes y los picachos grises
iluminados por el sol de una península o isla ceñida por el mar. Vi formas vivientes
en los reflejos del agua y reconocí con placer lo que eran. Estábamos tan cerca de la
superficie que los ágiles delfines nos seguían, saltando y encorvándose por encima de
las transparentes olas, con su piel mojada reluciendo bajo el sol.
En el estado de confusión en que me hallaba, tardé bastante tiempo en darme
cuenta de que un hombre y una mujer se encontraban junto a mí. Finalmente me
incorporé. Observé en primer término su aspecto físico y especialmente el espléndido
cabello de ambos, el de ella de un dorado mate; el de él de un tono cobrizo
ennegrecido. Los dos lo llevaban intrincadamente trenzado y anudado sobre la
cabeza. Lucían ropas de un tejido blanco como la nieve, amplias y plegadas con
descuidada elegancia sobre sus miembros desnudos.
Tensos y vigilantes mientras la medusa se acercaba a la playa, Troy y Redfield
semejaban dos estatuas antiguas de las que en otros tiempos representaban a
Perséfone y Apolo. Eran unos perfectos koré y kurós.
Me di cuenta entonces de que también yo iba vestido con idéntica indumentaria,
pero, al llevarme la mano a la cabeza, noté que me habían puesto un sombrero de
fieltro, blando, de amplias alas. Bajo él, mi cabello, usualmente de un color apagado
y sin brillo —algunos lo llamaban «color de jengibre»— había crecido de forma

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espectacular tras mi última permanencia en la cámara acuática, y alguien se había
tomado la molestia de trenzarlo a la moda de la Edad del Bronce.
—¡Hola, Forster! —me saludó Troy al darse cuenta de que había despertado.
—¿Dónde están los demás? —le pregunté repitiendo lo que se había convertido
para mí en un hábito.
—Siguen durmiendo. Pero ahora necesitamos de sus conocimientos lingüísticos.
—¿Dónde estamos?
—Frente a nosotros se extienden las montañas del este de Creta. Si hemos
calculado correctamente el tiempo, la época corresponde a tres siglos después del
declive de los micénicos.
Hice un breve cálculo.
—Entonces estamos en la Edad Oscura. Los dorios deben haber invadido esas
tierras. ¿Es mi…?
Me dispuse a coger mi traductora, pero inmediatamente descubrí que no llevaba
bolsillos. Pero sí había a mi lado una bolsa, al parecer hecha de cuero, dentro de la
cual estaba mi inestimable traductora y sintetizadora vocal. Desde luego, el aparato
no podía entender una lengua desconocida; pero, debidamente programada, constituía
una inapreciable ayuda en cuanto se relacionase con la comunicación.
—¿Por qué diantre hemos de hablar con los dorios? —inquirí haciendo gala de un
cierto esnobismo que me avergüenza reconocer.
—No nos sentimos interesados de manera especial por los griegos, de cualquier
clase que sean. Pero necesitábamos observar un período en el que nos cupiera la
posibilidad de entender algún nuevo lenguaje… O al menos de que lo entendiera
usted —me explicó—. En este viaje andamos a la busca de los eteocretenses…
—¡Los nativos de Creta!
—Todavía habitan algunas fortalezas en estas montañas. Y es muy probable que
sigan hablando su lenguaje perdido.
Entonces fui yo quien arqueó una ceja con aire de sorpresa.
—¿Y estamos aquí para…?
—Para registrarlo y descifrarlo —repuso sonriendo—. Ahora tiene usted la
oportunidad de conseguir lo que su héroe, Michael Ventris, nunca pudo lograr. Si él
descifró la Lineal B usted puede hacer lo mismo con la Lineal A.
Permanecí un momento reflexionando sobre aquella apabullante posibilidad…
sobre aquella perspectiva capaz de desalentar a cualquiera. Pero mis primeras
palabras sobre el tema distaron mucho de ser humildes.
—Desde luego, estoy mejor calificado para ello que el otro candidato —afirmé
poniéndome lentamente de pie y mirando con aire dudoso la túnica que sólo me
llegaba a la mitad de los muslos—. No creo que Bill Hawkins llegara muy lejos en
sus estudios sobre Micenas.

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—No sea modesto, Forster —intervino Redfield—. Usted es nuestro experto en la
Edad del Bronce.
Dejé de preocuparme por mis huesudas rodillas y miré de hito en hito al hombre y
a la mujer que tenía frente a mí; dos seres dorados aunque un poco desvaídos.
—Estoy encantado de encontrarme aquí, pero desearía preguntar por qué
consideran tan necesario este viaje. ¿Qué urgente conexión guardan estos estudios
filológicos con nuestro programa?
Troy sonrió con aire abstraído.
—Podrá apreciar esa conexión muy pronto —repuso. La medusa había entrado en
un amplio golfo de aguas azules, enmarcado por una curvada playa de arenas rojizas
en la que en algunos lugares incidían erosionados cabos. Volábamos hacia el Sur, a
suficiente altura como para ver más allá del estrecho istmo que teníamos delante, una
lengua de tierra que concertaba las dos partes de la gran isla que se extendía a
derecha e izquierda de nosotros. Hacia el Oeste, una masa montañosa se elevaba por
encima de pequeñas colinas en las que se habían excavado terrazas para el cultivo.
Otro bloque formaba acantilados hacia el Este.
La medusa ganó unos metros de altura y derivó hacia la izquierda, es decir, hacia
el Este, entrando en una pequeña bahía adyacente donde las aguas de un arroyo
dividían en dos mitades la amplia playa. Pasamos volando muy bajo por sobre los
mástiles de media docena de barcas de pesca y de una elegante nave de cincuenta
remos que se estaba acercando a la playa. Los que iban a bordo nos miraron presa de
una incontenible alarma.
Cruzamos la playa y seguimos hacia el interior, sobrevolando terrenos cubiertos
de maleza y de plantaciones aisladas de plateados olivos. Rebaños de cabras
emprendían la huida cuando nuestra sombra pasaba por encima de ellos. Al llegar a
las laderas de las montañas redujimos la velocidad e iniciamos el ascenso.
Ante nosotros se erigían elevaciones de arenisca gris, cruzadas por abismos
sobrecogedores, y sus zonas más bajas estaban cubiertas de terrazas con viñedos y
trigales. Más allá se levantaba una mole rocosa de unos setecientos metros de altura,
sobre la que se podían discernir trazos de humo, y los tejados planos de casas
edificadas sobre ella, semejantes a los poblados hopi que se encuentran en las
mesetas del Suroeste de América. Debajo mismo de nosotros pudimos distinguir,
sobre una colina, un pueblo en ruinas.
—Conozco ese lugar —anuncié—. Se trata de Vronda.
Es decir, la montaña del Trueno, según el nombre en griego actual de aquel
pueblo abandonado en mitad de la ladera.
En nuestra era, la elevación rocosa que se erige sobre ella se llama Rastro, El
Castillo.
—¿Por qué no aterrizamos ahí, donde hay gente? —inquirí.

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—No queremos incitarles a que nos ataquen —respondió ella tocándome el brazo
—. Le hemos traído a usted aquí sin consultarle. Esta primera incursión puede
reservarnos sorpresas, pero no tiene por qué acompañarnos en seguida.
Observé la expresión ardiente de aquellos ojos que destacaban en un rostro
arrugado y bronceado por el sol. ¿Qué podía contestarle? Yo era un xenoarqueólogo,
pero ante todo, arqueólogo y filólogo. Y aquélla era la clase de experiencia que
siempre había relegado al reino de las fantasías irrealizables; el ideal para el que
había vivido aunque sólo fuera en mi imaginación. Bauticé con el nombre de Michael
Ventris a nuestro vehículo explorador en honor del hombre que había descifrado la
escritura minoica lineal B, y demostrado que era griega. Toda mi obra, hasta el
momento en que un accidente de la historia me había separado de mi espacio y mi
tiempo, estuvo inspirada en Ventris. ¿Qué no hubiera dado él por vivir aquellos
momentos?
—Vayamos a su encuentro juntos —propuse.
La medusa nos depositó en un suelo rojizo, cubierto de rocas y pedruscos de
arenisca cuarteada. Las cubiertas cónicas de unas tumbas redondas y bajas se
aglomeraban en los límites del pueblo vacío, donde los montones de piedras grises
marcaban el emplazamiento de las casas hundidas. Tallos de asfódelos púrpura
estaban caídos en los campos después de su primera floración. Comprendí entonces
que nos hallábamos a finales de la primavera.
Caminamos pendiente arriba siguiendo un sendero que pasaba junto al pueblo. La
resplandeciente medusa nos seguía a cierta distancia flotando de forma un tanto
absurda a un metro aproximadamente de los tallos resecos y de las flores silvestres. A
los pocos pasos, tropecé tontamente y, tras reprimir una maldición, continué afectado
por una leve cojera que traté de ocultar a los otros.
Habríamos recorrido quizá medio kilómetro cuando vimos a un grupo de gente
que bajaba la montaña a toda prisa para salir a nuestro encuentro. Vendrían a ser una
docena de ágiles jóvenes con el cabello negro y aceitoso, altos, de amplios hombros y
estrechas cinturas, renegridos como pasas y desnudos a excepción de unos taparrabos.
Llevaban largos escudos de cuero y esgrimían lanzas con la punta de hierro. Detrás
de los hombres venían mujeres y niños que parecían intimidados por nuestra
presencia y a los que no podía ver claramente.
Me impresionó la disciplina de aquellos jóvenes que se mostraban intrépidos ante
lo que yo, un inglés del siglo XXI, me hubiera sentido aterrorizado. Porque, por
inofensivos que pudiéramos parecer Troy, Redfield y yo, detrás de nosotros venía la
medusa, mayor que un birreme, brillando en el aire. Deduje entonces que, para
aquella gente, lo milagroso era, si no una rutina, por lo menos un hecho real.
Nos gritaban en una lengua incomprensible, y yo les contesté en griego, el idioma
de sus enemigos.

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¿Qué otra cosa podía hacer? El griego era el único lenguaje que nos era posible
compartir, aunque el griego clásico —¿y quién está seguro de su pronunciación?—
no fuese más parecido al dorio de su tiempo de lo que el demótico lo es respecto al
idioma del Nuevo Testamento. A decir verdad, a pesar de mi supuesto dominio del
tema, habían pasado décadas desde que estudié una lengua sin el auxilio de la
electrónica.
Yo había dicho: «Eimaste fili sas», que esperaba que pudiera expresar: «Somos
amigos vuestros». Y, entretanto, busqué afanosamente mi traductora.
Aquellas palabras no ejercieron efecto alguno sobre los jóvenes armados, cuyas
lanzas estaban ahora inclinadas en un ángulo uniforme en dirección a nosotros.
Quedaba claro que no me habían entendido y que se estaban poniendo cada vez más
violentos. Se produjo un movimiento tras ellos y uno miró hacia atrás y dijo algo, lo
que produjo cierta repentina confusión. Los soldados se pasaron la lanza a la mano
izquierda y se golpearon la frente con el puño derecho arqueando la espalda en una
exagerada actitud de reverencia.
Se abrió un claro en sus filas y una mujer irrumpió por él en dirección a nosotros.
Aparentaba unos treinta años y era una auténtica belleza, aunque iba exageradamente
maquillada, con los ojos verdes muy sombreados y perfilados, los gruesos labios
cubiertos de carmín y los salientes pómulos realzados con colorete. Llevaba un
vestido de lana fina teñido de rojo y de amarillo con las mangas cortas y una falda
plisada. Aquel atavío me resultaba familiar por haberlo visto en tantas estatuillas,
impresiones de sellos y pinturas al fresco de edades anteriores y sorprendente por el
modo en que dejaba los pechos al descubierto. Su cabello negro y sedoso estaba
peinado formando rizos, y sobre la cabeza llevaba una tiara de oro sin relieves que
me pareció muy antigua.
—¿Poia eiste? ¿Apo pou? —preguntó en un tono de gran autoridad.
Tenía un acento extraño y sibilante, pletórico de vocales duras. Pero aquellas
palabras pertenecían al griego clásico y eran muy sencillas de entender. Equivalían a:
«¿Quiénes son ustedes? ¿De dónde proceden?».
Sin embargo, no se había dirigido a mí concretamente sino que su atención se
centraba en Troy.
—Apo’ouranos kai’thalassa —respondió Troy en un tono notablemente parecido
al de la otra. «Venimos del cielo y del mar».
En aquel momento debí quedarme boquiabierto, y no a causa de la deficiente
gramática de Troy, sino porque ésta me susurró ásperamente:
—Ahora le toca a usted. Y no flaquee cuando Blake intervenga.
—¿Eiste i Aphrodite? ¿Eiste o Posidon? —inquirió la mujer en un tono de
escepticismo que rozaba el desprecio.
—Naia, eimaste —afirmó Troy con energía.

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Al propio tiempo, Redfield alargó sus manos y lanzó al aire un objeto pequeño y
plateado que pasó por sobre las cabezas del pequeño grupo al que nos enfrentábamos
como si se tratara de un puñado de monedas que les hubiera arrojado.
Primero a la izquierda y luego a la derecha, el cielo matutino se rasgó de
improviso por el fulgor de los rayos, al que siguieron inmediatamente estallidos
ensordecedores y penetrantes aullidos pirotécnicos. No obstante la advertencia de
Troy, reconozco que flaqueé. Y de no ser porque ella me había agarrado firmemente
por un brazo, me habría arrojado al suelo, lo que no era una actitud digna de un
dios… que era el papel que habíamos decidido asumir.
Pero no importaba porque ninguno de los eteocretenses se había dado cuenta de
mi comportamiento. Todos en excepción de la sacerdotisa —porque era evidente que
tal era su condición— se habían vuelto para enfrentarse a la nueva amenaza que
provenía de su retaguardia y de su flanco. No obstante el terror que experimentaban,
empezaron a gritar con fuerza blandiendo sus armas.
Una sombra difusa se desplazó por el suelo desde atrás y me dije que la medusa
debía haberse situado allí para estar más cerca de nosotros. La sacerdotisa levantó la
mirada hacia la nave, la estudió con atención durante un rato y luego miró a Troy.
—I Aphrodite —expresó secamente al tiempo que levantaba ambos brazos por
encima de su cabeza. Concentró luego su atención en Redfield y avanzó un breve
trecho en dirección a él—. O Posidon —dijo. Me miró a mí—. ¿Kai…?
—O Ermes —explicó Troy. Y en seguida me preguntó—. ¿Cómo se dice
«mensajero»?
—Pruebe con mandatophoros —le murmuré perplejo.
Quizá Troy resultara convincente en su papel de Afrodita, la Nacida de la
Espuma, y Redfield en el de Poseidón, El Que Mueve la Tierra, pero se me hizo
difícil creer que me tomaran por Hermes el de las sandalias aladas, el Mensajero de
los Dioses.
—O Ermes enai mandatophoros mas —pronunció Troy elevando la voz.
La sacerdotisa me miró de soslayo y repuso:
—O Ermes.
Me pareció que había hecho una mueca. Bajó los brazos con lo que me pareció
cierta presteza y se volvió otra vez hacia Troy.
—Emai i Diktynna —anunció.
Inmediatamente Troy levantó también los brazos, yo hice lo propio e igualmente
Redfield aún más de prisa que nosotros.
—I Diktynna —dijo Troy empezando a bajar lentamente los brazos.
Redfield y yo repetimos aquel nombre o título: «I Diktynna», e hicimos lo mismo
que Troy.
Nuestro tributo aplacó al parecer a la Diktynna, porque nos distinguió con una

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cautelosa sonrisa. En seguida, en un griego extraño y tan rápido que yo apenas podía
seguir, se dirigió a mí. Consulté mi traductora que a los pocos momentos empezó a
contestarme. Y entonces supe que nos había invitado a comer.
Un ulterior y complicado intercambio de frases dejó aclarado que la comida
tendría lugar en la cumbre de aquel macizo de setecientos metros que se proyectaba
desde la montaña, frente a nosotros. Mis piernas, tan largo tiempo inactivas y ya
bastante flojas tras la caminata desde nuestro lugar de aterrizaje, se debilitaron aún
más al pensar en la escalada que nos esperaba.
—Ofrézcale un lugar en la medusa —propuso Troy—. Y haga la propuesta en un
tono simpático.
Manejé la traductora lo mejor que pude, prodigando espléndidas referencias, que
creí entendería, sobre las comodidades de nuestro vehículo espacial. Tras una
prolongada discusión entre Diktynna y sus acompañantes, la sacerdotisa cretense,
mujer curiosa y de evidente inteligencia, aceptó nuestra invitación con gran
dignidad… y con una emoción que casi no podía disimular.
Pasamos a bordo de la medusa que al momento se remontó por los aires. A través
de las células translúcidas del suelo de nuestra cámara de observación se movían las
sombras de sus piscícolas tripulantes alienígenas. ¿Qué pensaría Diktynna de todo
aquello?
Frente a nosotros se levantaban montañas cubiertas de pinares hendidas por un
abismo vertical; un profundo barranco por el que corría un arroyo cristalino. Nos
elevamos hacia aquellos acantilados escarpados. Mujeres y niños nos miraban desde
las terrazas cultivadas, cubiertas de viñedos y jardines, y se quedaban boquiabiertos
cuando pasábamos sobre ellos al igual que los muchachos y los hombres que
transitaban por los abruptos pastos para cabras, más arriba.
Pasamos entonces por encima de un risco junto al más profundo de los
despeñaderos poblados de sombras, en dirección al nido de águilas sobre el que se
encontraba el pueblo. Sus casas hubieran sido apenas discernibles entre las rocas
oscuras de no ser por las perfumadas columnitas de humo que se elevaban en la
accidentada cima.
Muy por debajo de nosotros pude ver el golfo de aguas azules —cuyo nombre en
nuestra época era el de Mirabello— plagado de graciosas barcas y caiques, así como
los caminos de carro que bordeaban la costa por el Este y atravesaban el estrecho
istmo hacia el Sur. Ciudades blancas se extendían por las colinas; pero aún más
blancas eran las ruinas, semejantes a montones de huesos, de las villas minoicas
abandonadas, desmoronándose entre olivares, viñedos y trigales invadidos ahora por
una floración silvestre.
Diktynna permanecía de pie en la cúpula de observación mientras la medusa nos
elevaba cada vez más por el claro aire de la isla. Mantenía una actitud austera y

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atenta, soberbiamente digna al margen de lo que para ellas debían ser extraordinarias
circunstancias.
¿Qué estaría pensando? Hablaba una forma de griego que, a mi juicio, estaba más
próxima al micénico que al dórico, y seguramente estaría familiarizada con las
creencias micénicas: los micénicos adoraban a Poseidón y también a Hermes y a
Afrodita, manifestación de la Gran Diosa.
Pero en Creta, Dyktinna era la Gran Diosa en sí misma, una deidad de árboles
picachos y animales silvestres. Aunque la mujer que nos acompañaba ahora no era
más sobrenatural que cualquiera de nosotros, sí era sagrada. El nombre de la diosa era
un título que estaba seguro le había sido conferido por la gran civilización minoica,
aplastada por los terremotos y por las erupciones volcánicas, y corrompida por la
invasión de un pueblo foráneo.

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21
La noche y el fuego.
Al tembloroso resplandor de unas toscas lámparas de arcilla, las rugosas paredes
eran aún más difíciles de distinguir entre las escarpadas rocas del picacho sobre el
que estaba encaramado el pueblo. Las estrellas y una luna curvada en el aterciopelado
cielo que se extendía sobre nosotros eran tan brillantes como las de nuestro hogar
perdido en Marte. En algún lugar, por encima de los tejados e invisible para nosotros,
permanecía a la espera la medusa, nuestro vehículo del espacio.
La Diktynna había desaparecido apenas tocamos la roca, pero los habitantes del
lugar se habían hecho cargo de nosotros inmediatamente. Mientras el sol brillaba aún
por encima del monte Dikte, hacia el Oeste, trajeron ganado de los pastos y
sacrificaron algunos corderos en un lugar destinado para ello al borde del acantilado.
La carne se asaba ahora en unos pinchos mientras las tripas, limpias y rellenas de
verduras silvestres, hervían alegremente en vasijas de barro colocadas sobre carbones
encendidos. Estábamos sentados al aire libre —puesto que ninguna estancia interior
hubiera podido albergar a cuantos insistían en vernos— ocupando bancos cubiertos
de mantas de espesa lana teñidas de rojo y de azul y bordadas con figuras de flores y
de pájaros. Muy pronto, y como el sabroso aroma nos venía advirtiendo, hogazas de
pan caliente fueron sacadas, todavía humeando, de hornos en forma de colmena,
mientras que de enormes jarras eran servidas unas aceitunas negras, brillantes y
aceitosas y pedazos de queso blanco muy gustoso que chorreaba suero. Abundaban
también las jarras de un vino fuerte y aún joven que sabía a hierbas.
Niños de mirada expectante nos sirvieron todo aquello en cuencos de arcilla y se
situaron frente a nosotros contemplándonos con una mezcla de curiosidad y de temor
mientras comíamos. Casi podía leer sus pensamientos. «¿Así pues, los dioses también
comen? ¿Tienen dedos, labios, dientes y lenguas igual que nuestros padres?».
Los viejos nos ofrecían los bocados más exquisitos, que comíamos relamiéndonos
los labios y haciendo gestos de placer. Por su parte, las mujeres nos obsequiaban con
pedazos de chorreantes panales, mientras nos miraban tan ávidamente como sus hijos.
Al principio no entendí nada de lo que nos estaban diciendo, excepto cuando
algún anciano, refiriéndose a lo que era evidente, ensayaba la palabra griega para
«pan» o «carne» o «vino». Pero lográbamos comunicarnos, aun sin la ayuda de mi
traductora. Nos hicieron comprender que constituíamos la mayor distracción de que
habían disfrutado en mucho tiempo, lo que aportaba un pretexto importante para
aquella fiesta. Introduje en el aparato cuantas palabras nuevas me fue posible,
mientras no cesaba de preguntar su equivalencia a nuestros anfitriones. Y casi
empecé a formar un primitivo vocabulario de una lengua de la que hasta entonces
sólo había podido leer unos breves fragmentos y un pequeñísimo texto hacía ya

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mucho tiempo.
Finalmente, y ante la decepción de nuestros anfitriones, no nos fue posible tragar
ni un bocado más. Poco después aparecieron unos instrumentos musicales. Un
anciano se puso a tocar una lira hecha con la concha de una tortuga y cuerdas de
tripa; otro de los reunidos agitó un sonajero muy semejante a un sistro egipcio,
mientras dos jóvenes batían enérgicamente unos tambores de cedro pulimentado y
moteadas pieles. Cuando la sección de ritmo hubo tomado cuerpo oímos el sonido de
una flauta que difundía perezosamente sus agudas notas por sobre el zumbar y el batir
del sonajero y los tambores.
Un rayo de amarillenta luz cayó sobre la pequeña plateia, uno de cuyos límites
bordeaba el acantilado. En una casa cercana habían descorrido una cortina y en el
rectángulo iluminado de la puerta apareció un adolescente que se llevó a los labios
una flauta doble y empezó a mover ágilmente los dedos sobre ella.
Era la primera vez que veíamos a aquel muchacho. Tendría unos quince años y
era esbelto, de cabello negro y pupilas vivaces, un ser muy bello vestido tan sólo con
un pequeño taparrabo sobre el que lucía una daga de oro sujeta a un cinto. Los
habitantes del lugar parecían fascinados con su presencia y lo miraban con respeto.
Permaneció un momento encuadrado por la claridad de la puerta, disfrutando con la
atención que provocaba, hasta que, sin dejar de tocar, se unió a los otros músicos. Un
repentino recuerdo acudió a mi mente al evocar la figura de Redfield cuando surgió
de la oscuridad en Marte con su flauta roja para celebrar la boda de Bill y de
Marianne. Redfield y aquel muchacho guardaban mucha semejanza. Los dos eran
igualmente peligrosos y selváticos.
De aquella misma casa, que adiviné debía ser el santuario de la diosa, salieron
ahora cuatro mujeres jóvenes. A diferencia de las demás del pueblo, que vestían de
manera distinta, llevaban faldas plisadas y los senos desnudos igual que Diktynna,
como ecos de una antigua civilización. Enlazándose por los brazos, empezaron a
danzar mientras la música aumentaba su intensidad.
Aquella tonada penetrante y rápida, de una agudeza extrema, se difundía en
sinuosas ondulaciones. Nunca hasta entonces había escuchado nada igual. Me hacía
pensar de un modo sumamente atractivo en la música de los países del Oriente Medio
tal como se escucha en nuestra era, inquieta, infatigable, hipnótica, provocativa y
barroca.
La música se fue apagando, aminoró el ritmo, y a las muchachas se unieron de
improviso cuatro jóvenes vestidos con el mínimo ropaje que al parecer exigía el
ritual: unas tiras de piel repujada y nada más. Muchachos y muchachas se cogieron de
las manos, formaron un círculo y durante un rato ejecutaron un baile intrincado y
majestuoso. Los ojos maquillados resplandecían, los rojos labios estaban
entreabiertos por las sonrisas y los oscuros rizos flotaban al viento.

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Los recuerdos volvieron a mi memoria. Evoqué un pasaje de la Iliada… pero no
pude decidir cuál era en realidad porque al fin y al cabo no se trataba de ninguna
ceremonia especial de la época de los grandes palacios sino sólo una sencilla danza
popular.
El ritmo se hizo otra vez más vivo y, al poco rato, las mujeres se retiraron.
Alguien arrojó una pelota de cuero al círculo que formaban los hombres y éstos la
acogieron con gritos y risas, y empezaron a lanzársela unos a otros. Sus saltos y sus
cabriolas, su equilibrio y los movimientos de sus manos creaban un efecto más
admirable quizá de lo que era en realidad al verse incrementado por las gradaciones
de la luz, aunque para ellos debía constituir una práctica corriente.
Los recuerdos me volvieron a asaltar esta vez con más fuerza. Aquello no
guardaba relación con ningún pasaje de la Iliada, sino que procedía directamente de
la Odisea. En el curso de la visita de Odiseo a los faecios éste había sido entretenido
por los juegos de pelota de unos jóvenes que «se movían como en un baile sobre el
suelo, mientras otros permanecían al borde del campo, batiendo palmas hasta que el
aire se colmó de sonido». Sí; aquélla era la escena.
El baile prosiguió entre cambios de ritmo y melodía y alguna variación también
entre sus protagonistas, hasta que finalmente los bailarines originales desaparecieron
para ser remplazados por otros menos hábiles aunque no menos entusiastas de entre
los habitantes del poblado: hombres, mujeres y hasta niños pequeños. Pero los más
activos eran los ancianos, que rememoraban sin duda un pasado extraordinariamente
vivaz.

Nosotros, los que veníamos «del cielo y del mar» nos sentíamos un tanto
adormecidos por la comida y por el vino, pero cuando la música terminó de repente,
el silencio nos despertó otra vez.
La cortina del sencillo santuario se descorrió y, por vez primera desde que había
empezado la fiesta, Diktynna apareció ante nosotros. Llevaba un vestido distinto al
anterior aunque de parecida forma. Se había quitado la corona de oro y su cabello
estaba recogido en la nuca mediante los complicados nudos de un pañuelo. El joven
que había tocado la flauta se mantenía a su lado.
Una pequeña procesión avanzó hasta el centro de la plazuela iluminada por las
lámparas. Estaba formada por el muchacho y por los bailarines principales, hombres
y mujeres que llevaban pequeños arcones de arcilla pintada. Diktynna levantó los
brazos en un ademán ritual de adoración y, mirando a su alrededor y luego a nosotros,
pronunció en un griego que ahora sonaba perfectamente claro para mí:
—Amigos míos, nos hemos visto honrados con la presencia de estos visitantes
que proceden del cielo. Hagámosles ofrendas amistosas, como es lo adecuado.
Al mirarme, vi que su expresión tenía mucho de maliciosa.

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—Primero a Hermes, el embajador de los dioses, cuyos pies, tan seguros y
rápidos cuando transitan por las nubes, como tantas veces he oído asegurar a los
acadios, se han visto lastimados al pisar nuestros rocosos caminos.
Una de las mujeres se adelantó y colocó sobre el suelo frente al banco que yo
ocupaba una arqueta de arcilla y, tras levantar la tapa, se apartó hacia atrás. Titubeé
un momento, pero luego alargué la mano y extraje unas sandalias repujadas y de
largas correas, confeccionadas con una suave y dorada piel de vaca. Las sostuve en
alto para que los asistentes las vieran, y aquel gesto fue acogido con un murmullo de
aprobación. Oí un nombre que se repitió varias veces y algunos de los espectadores
miraron a un hombre sarmentoso que, por lo que deduje, era el fabricante de aquel
calzado.
Tras unos segundos de urgente consulta con mi traductora, pronuncié un discurso
que, a mi juicio, resultaba muy adecuado para la ocasión.
—Estimados anfitriones: os doy las gracias por estas hermosas sandalias, y os
prometo que nunca prescindiré de ellas cuando me sean necesarias. Han sido hechas
con tanta destreza y solidez —añadí haciendo un gesto de amistad al artesano—, que
les confiero aquí y ahora el don de una prolongada vida, de modo que permanezcan
en perfectas condiciones mientras las use, lo que a juzgar por mis pasadas
experiencias puede prolongarse durante cientos o millares o incontables años.
Diktynna escuchó aquello con las cejas arqueadas en un gesto de evidente
escepticismo y asimismo capté miradas de reojo por parte de Troy y de Redfield.
Pero los aldeanos respondieron con murmullos de admiración y, por lo que me
pareció, también de aprecio.
—Has hablado con mucha elocuencia… matador de gigantes —me alabó
Diktynna aplicándome otro de los títulos de Hermes, aunque sin duda el menos
adecuado.
Luego volvió su mirada hacia Redfield.
—Un Poseidón temible, el que mueve la Tierra, señor de los vientos y de las olas
—pronunció; pero a mí aquellas frías palabras me sonaron impregnadas de una ironía
aún más acentuada—. En esta visita, y aunque no siempre hicieras igual en tiempos
pasados, has desplegado una benigna mesura en el ejercicio de tu indudable poder.
Por lo que, naturalmente, te estamos agradecidos. En los días de nuestra gloria
hubiéramos realizado hecatombes de bueyes en tu honor, y te hubiéramos regalado
navíos enteros cargados de tesoros. Mas por desgracia —se permitió una tosecilla
seca y circunspecta—, los tiempos cambian y las circunstancias también. Lo que
podemos ofrecerte quizá no lo necesites… pero ¿quién mejor que tú apreciará su
utilidad?
Un joven se adelantó y colocó una arquilla frente a Redfield. Éste extrajo de la
misma una red de pescador de las que se usan para arrojar describiendo un arco.

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Incluso a primera vista se apreciaba que era fruto de una labor extraordinaria. Estaba
confeccionada con una fibra tan fuerte y brillante como la seda, y la malla era tan fina
que no se hubiera podido introducir ni un meñique por sus aberturas. Los lastres
espaciados en sus bordes estaban hechos de piedras blancas labradas que identifiqué
como sellos micénicos de un tiempo anterior, adaptados para aquella finalidad.
Redfield sostuvo en alto su regalo, igual que había hecho yo. El silencio con que
se acogió su gesto se hizo un tanto azaroso al principio, porque indudablemente
aquélla era una pieza que se tenía en gran estima y era de gran valor por las horas de
trabajo que representaba y por los tesoros con que la habían decorado. No me cabía
duda de que se trataba de una ofrenda hecha al santuario de la localidad.
De nuevo los murmullos y las miradas de los presentes se concentraron en el
arrugado viejo que había fabricado la red. Digo que era viejo, pero en realidad ¿cómo
una persona de nuestra era, pródiga en medicinas regeneradoras, hubiera podido
decidir si aquellos ancianos decrépitos tenían noventa años o cincuenta? Lo estuve
observando mientras daba unos titubeantes pases rituales de danza, después de que se
hubieron retirado las mujeres; pero sin entregarse por completo al jolgorio general.
Diktynna se percató de que reconocíamos al autor del regalo, que era sin duda lo
que había pretendido. Pude ver en ello una respuesta a las fáciles artimañas con las
que Redfield había desafiado anteriormente su autoridad. «¿Es posible que la magia
barata pueda crear un dios? Aquí todos somos humanos —parecía decir—. Si no sois
capaces de honrar debidamente a la humanidad ¿qué derecho tenéis a nuestro
respeto?».
Redfield guardó silencio unos momentos, mientras examinaba la red. No le
envidiaba por el dilema en que se debatía. Porque mientras por una parte, ninguna
palabra suya podía justificar su aceptación de aquel regalo, que suponía privar al
pueblo de él, tampoco le era posible rechazarlo.
De repente, Redfield se puso en pie de un salto, lo que me sorprendió porque, tras
haber permanecido sentados tanto tiempo, me sentía envarado y paralizado, y él había
mantenido las piernas cruzadas bajo el cuerpo. Los asistentes se quedaron
boquiabiertos por la sorpresa. Redfield quedó inmóvil un momento mientras todo el
mundo fijaba su mirada en la plateia, y de pronto empezó a bailar.
Durante un minuto reinó un silencio total. Redfield bailaba lentamente siguiendo
algún perfecto ritmo interno e imitando algunos de los movimientos que había visto
efectuar, ante nosotros, a los bailarines, pero en general ejecutó una especie de baile
ecléctico de ritmo griego moderno: unos pasos hacia un lado, una elevación de la
pierna y un fantasioso paso atrás, para continuar avanzando en círculo hasta que
gradualmente describió una órbita alrededor de Diktynna y los suyos. Durante todo
aquel tiempo mantuvo los brazos en alto pero en vez de sostener la mano de algún
compañero o de ondear un pañuelo, mantuvo en las suyas la hermosa red,

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envolviéndose en ella los hombros o dejando que se deslizara por sus brazos.
Primero los tambores y luego los otros músicos a excepción del muchacho
empezaron a tocar, al principio suavemente; pero los vivos ademanes de Redfield los
animaron mientras que la energía que desplegaron lo incitaba a él a su vez, y muy
pronto empezó a dar saltos y a girar bajo la temblorosa luz, en una exhibición que nos
encantó tanto a mí como al resto de la concurrencia. La música nos envolvía y
animaba a Redfield a ejecutar movimientos cada vez más frenéticos. Vi cómo el
muchacho de Diktynna se agitaba inquieto como deseoso de tomar su flauta y de
participar también en el baile. Pero Diktynna lo disuadió con brusquedad, dándole un
pellizco en la muñeca.
Mientras Redfield seguía danzando, dejó que la red le resbalase desde los
hombros a las manos, donde ahora brillaba rodeándolo como una flor, como un coral,
dorada a la luz de las lámparas, tan suave y ligera como una visión de los fondos
marinos. El cabello negro y brillante de Redfield despedía destellos cobrizos y
ondeaba revuelto alrededor de su cabeza. Tenía los ojos de rasgos asiáticos
semicerrados cual si estuviera en éxtasis. La holgada túnica se le había abierto y
gradualmente su agitada respiración le expandió los pulmones e hizo que se abrieran
las branquias que tenía bajo las costillas.
Todo el mundo lo vio y el rostro de Diktynna expresó cierta incertidumbre como
si de improvisto dudara de la clase de persona que tenía ante sí. Pero se recuperó
rápidamente. Su mundo estaba poblado de ninfas y espíritus ante los que debía
efectuar diariamente rutinarios ritos de propiciación y de control. Seguía pensando
que ninguno de nosotros era un dios aunque, a mi modo de ver, en su fuero interno
aquello le importaba bien poco.
Redfield terminó su danza casi con la misma brusquedad con que la había
empezado. Se quedó quieto un instante y concluyó graciosamente haciendo una
profunda reverencia al anciano que había confeccionado la red. Transpirando a
raudales y con el pecho vivamente agitado, volvió a su lugar entre Troy y yo y, con
una actitud de sencilla dignidad, se sentó otra vez sin pronunciar palabra. Los
reunidos murmuraban en una actitud mezcla de temor y aprobación.
Diktynna lo miró a los ojos durante unos momentos. Su aprobación de aquel acto
era tan muda como lo había sido su tributo.
Se volvió hacia Troy observándola con mayor precaución que Redfield o a mí y le
dijo:
—Afrodita, nacida de la espuma del mar, Gran Señora, todos aquí nos
preguntamos el motivo por el que tú y tus divinos amigos habéis decidido honrarnos
con vuestra presencia. —Esta vez sus palabras tenían un acento sincero—. No nos es
posible penetrar vuestro misterio. Consideramos natural que una diosa reprima sus
actos hasta que el capricho o un propósito nuevo la hagan variar de conducta.

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El chico de Diktynna avanzó unos pasos y depositó ante Troy la última de las
arquillas. Tenía fijos en ella sus ojos ribeteados de negro con una expresión tan
atrevida como la de un hombre. El que fuera tan sólo un jovencito hacía que
paradójicamente pareciera más peligroso.
Extraje de mi memoria la información, o más bien sólo la hipótesis, de que el
niño-dios frecuentemente representado junto con la diosa cretense era identificado
como Zeus, o a veces también como Dionisos.
El reto que se pintaba en sus ojos exageradamente maquillados era peligroso, y
explícito. Si Troy desviaba la vista antes que él sería la perdedora en aquel juego de
miradas. Quizás esto no tuviera la misma significación que en nuestra era, pero por lo
que habíamos visto hasta entonces, todo hacía pensar que sí. Por otra parte, si ella
sostenía la mirada demasiado tiempo, ¿quién podía prever las implicaciones que
resultarían?
Troy resolvió el dilema con sencillez. Mientras miraba al muchacho, el pecho se
le hinchó. Y aquél desvió los ojos y finalmente bajó la mirada.
Las branquias de Redfield habían quedado al descubierto cuando bailaba, pero
como no respiraba con ellas, sus aberturas permanecieron cerradas. Troy abrió
durante un segundo las que hendían su torso paralelas a sus clavículas y tensó su
carne.
El muchacho miró fijamente aquellas extrañas aberturas ricas en circulación
sanguínea y se echó hacia atrás, pálido y solemne, moviendo un poco la cabeza antes
de volver a colocarse junto a su sacerdotisa. Nadie, aparte de él, se había dado cuenta
de lo que lo hizo estremecerse.
Troy extrajo de la arquilla un espejo con el mango de marfil adornado con flores
talladas y una superficie reflectante de bronce pulido. Contempló un momento su
imagen, que a la luz vacilante de las velas y en aquel bronce curvo y ligeramente
desenfocado debía resultar sumamente atractiva, y sonrió.
Entretanto, yo examinaba el dorso de aquel disco que había quedado ante mis
ojos. Estaba adornado con incisiones de figuras de dioses y diosas desnudos; figuras
vivaces, descaradamente sensuales y angulares, con un estilo que a mí me pareció
decididamente picassiano. Troy lo mantuvo en alto para que todo el mundo lo viese.
Los movimientos de las cabezas y los corteses murmullos evidenciaban que aquel
objeto era también muy valioso para ellos. Pero, a diferencia de los otros obsequios,
no había sido fabricado por ningún artesano del pueblo. El espejo era un elemento
sofisticado que requería para su confección no sólo conocimientos técnicos sino
también un ambiente de refinamiento como sólo existe en un palacio, o en una
ciudad. Y tenía varios siglos de existencia.
—En estas bellas profundidades veo a los seres que nos precedieron —explicó
Troy. Y tras sostener el espejo ante mi rostro, lo colocó ante el de Diktynna y le dijo

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—: Diosa, eres una más entre nosotros. Tú, tu compañero y tu gente sois de nuestra
misma clase.
Se levantó con presteza y, antes de que Diktynna pudiera reaccionar, la tomó de la
mano y con la otra hizo una seña a los músicos. Luego nos indicó a Redfield y a mí
que la siguiéramos y a los pocos minutos todo el mundo bailaba, incluso en los
minúsculos poblados prendidos a la masa rocosa cuya cúspide apuntaba a las
estrellas.
En realidad, yo había oído rumores de que Troy fue bailarina en sus tiempos, pero
nunca les di crédito. ¿Una inspectora de la Junta de Control Espacial actuando de
bailarina? Pero estaba equivocado. No tengo palabras para describir lo que vi aquella
noche, pero lo que sí sé es que Troy consiguió arrebatarnos a todos a aquella vorágine
de movimiento en la que las diferencias entre dioses y humanos desaparecían casi por
completo. Luego nos hizo presenciar una demostración de gracia atlética que no tenía
nada en común con las contorsiones de Redfield, y pertenecía a una clase de arte
totalmente distinta.
Su belleza era increíble.

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22
Una serpiente se deslizaba por mi pierna.
Durante unos instantes el tiempo pareció quedar en suspenso. La estancia estaba
iluminada por la claridad matutina que se difundía por las grises paredes de piedra y
por el suelo rojo, de tierra batida. Estaba seguro de que Troy y Redfield habían
dormido junto a mí, pero ahora no los veía por ninguna parte. Llegaba hasta mí el
suave arrullo de unas palomas. Un par de aquellas gráciles aves marrones y grises
estaban posadas en una estrecha ventana abierta encima de una estatuilla de la diosa.
Desde algún remoto rincón de mi memoria me llegó la certeza de que aquellas
palomas significaban la presencia de la diosa en sí misma.
Su santuario consistía en una estancia de techo bajo, dividida en dos espacios por
un macizo pilar ubicado en su centro. En la parte interior había un banco sobre el que
estaban colocados dos pequeños retratos cilíndricos de arcilla representando a la
deidad, aunque no demasiado fielmente. Unas mesas para ofrendas situadas frente a
ellos estaban decoradas con sinuosas serpientes.
El auténtico reptil que se movía sobre mi pierna desnuda me pareció de un
tamaño descomunal, aunque no debía tener más de un metro de largo. Era redondo y
liso y sus escamas relucían con un bonito color rosáceo. Me había colocado
inadvertidamente a mitad de camino entre su guarida en un rincón de la estancia y los
huevos de ave, los salmonetes pescados el día anterior y los cuencos de leche puestos
para él en el altar. Se dirigía pues a tomar su desayuno y quedaba bien claro que yo le
importaba muy poco. La gente debía dormir allí con frecuencia.
Hubiera preferido que me lo advirtiesen. Me estremecí mientras el animal se
alejaba.
A los habitantes del pueblo les habría encantado permanecer en vela toda la
noche, sin dejar de observarnos; pero cuando Diktynna nos hizo entrar en el
santuario, todo el mundo se dispersó en dirección a sus casas. Una vez dentro,
estuvimos charlando con la diosa y el niño-dios durante varias horas, mirándonos
unos a otros a la luz de la tosca lámpara de arcilla, intercambiando relatos mientras el
hombre que tañía la lira, el único extraño en aquella reunión, continuaba su recital. El
vino era servido de una jarra al parecer sin fondo, nueva y robusta, sin añadirle agua
como era la costumbre en Grecia. Tomé nota de todo lo que oía, de todas las
anécdotas por triviales que fuesen y de todas las maravillas que me eran reveladas. Al
poco rato mi traductora y sintetizadora entendía y hablaba el heftiano, llamado
también minoico, como si fuese nativa de Creta.
El relato que nos dejó más extasiados fue el que narró el arpista cuyo nombre era
Tzermon. Hablaba de Proteo, el Viejo del Mar, y en él reconocí, a siglos de su fuente,
otro episodio que a su debido tiempo encontraría un lugar en la Odisea. Tzermon

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situaba su relato frente a la costa este de Creta mientras que Homero lo ubicaba en la
isla de Faros. Hubo por supuesto un faro en el delta del Nilo, la mención de «un día
de navegación en una nave bien pertrechada, con un fuerte viento de popa» hacía que
la isla de Creta resultara más verosímil. Menelao y sus marinos, abandonados en una
isla desierta tras salir de las bocas del Nilo, estaban desesperadamente ansiosos de
abandonar aquel paraje en el que no soplaba un viento favorable y carecían de agua.
—Se hallaban a las puertas de la muerte, cuando la diosa Eidote se acercó a
Menelao y le dijo que podía escapar de aquel lugar desprovisto de viento si obligaba
a Proteo a cumplir una orden —cantó Tzermon acompañado del suave tañido de su
lira.
»“¿Cómo puedo obligarlo? No es fácil para un hombre conseguir la obediencia de
un dios”, se quejó Menelao.
»A lo que Eidote repuso: “Cada mediodía sale de las profundidades y proyecta su
sombra sobre la superficie marina como si se tratara de una ligera brisa, para
disimular su presencia. Si no percibe peligro alguno se acerca a la playa y se
introduce en una cueva profunda. Un grupo de focas, hijas del salado mar, lo sigue
hasta allí y se agrupa a su alrededor para dormir. Una vez ha contado las focas y
comprobado que no falta ninguna, se tiende entre ellas como un pastor junto a su
rebaño. Entonces será el momento oportuno…”
Según Tzermon y asimismo Homero, a la hora precisa, Eidote ayudó a Menelao y
a tres de sus marinos a envolverse en las pieles de unas focas que había sacrificado y
a tenderse sobre huecos en la arena. Esparció asimismo ambrosía aromática ante ellos
para evitarles el asqueroso olor. Entonces Proteo salió del agua.
En la versión de Tzermon tenía forma de hombre, pero su piel era blanca y llena
de pliegues como la de un pulpo, y estaba cubierto de algas que parecían crecer en su
cabeza y su cuerpo. Confundió a Menelao y a sus marineros con las focas de su
rebaño y sin prestarles atención se dirigió a su cueva. Después de haber dado al dios
del mar el tiempo suficiente para que iniciara su siesta, Menelao y sus hombres se
quitaron los odiosos disfraces y se lanzaron sobre él.
Al llegar a este punto, Homero y Tzermon divergían notablemente en su relato.
Según Homero, Proteo fue sorprendido mientras dormía profundamente y se
enzarzó en una dura pelea con sus enemigos. Menelao había sido advertido de que
Proteo podía cambiar de forma fácilmente y que lo intentaría todo con tal de escapar.
Así pues empezó por transformarse en un barbudo león y luego se tornó en una
serpiente, una pantera y un oso gigantesco. Incluso adoptó la forma de agua
corriente… ¿y cómo luchar contra ésta?, y en un enorme y espeso árbol; «Pero
apretamos los dientes y lo retuvimos como sujeto por un tornillo».
Pero en la versión de Tzermon: «Cuando se acercaron al dios, éste conversaba
con sacerdotes de Zeus, quienes al verlos se escabulleron hacia el interior de la gruta.

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Los aqueos titubearon aterrorizados ante la idea de haber profanado un lugar santo,
un rito. El dios, volviéndose a Menelao le preguntó: “¿Quién eres tú que interrumpes
esta ceremonia solemne?”». Su voz sonó como un gemido horripilante cuyo poderío
evocaba el rumor del mar.
Menelao explicó que creía que Proteo había detenido los vientos para
inmovilizarle a él y a sus hombres. Y todo porque quizás inadvertidamente había
irritado a algún dios. Rogó, pues, que lo perdonaran. Proteo estaba asombrado.
«¿Quién te ha contado eso? ¿Quién ha conspirado junto contigo para apartarme de mi
camino y capturarme?». Lo cierto es que no les guardaba ningún rencor ni sabía de
ningún dios que se lo tuviera. «Entonces ¿qué va a ser de nosotros?», preguntó
Menelao con desesperación.
«No desesperes. Tu deseo ha sido considerado y va a ser cumplido —le aseguró
Proteo—. Pronto enviaré a los meltemi. Entonces deberás regresar a Egipto. Una vez
allí, pregunta a qué dios ofendiste. Y espera el momento de tu purificación».
Menelao le dio las gracias pero se dispuso a quedarse junto a Proteo hasta que
éste cumpliese su palabra y levantase el viento del Noroeste. Al darse cuenta, el dios
se irritó y les ordenó que partieran. Pero Menelao y los suyos desenvainaron las
espadas y rehusaron obedecer. Proteo empezó a increparlos en lenguas distintas y
desconocidas; pero finalmente les dijo que si se retiraban y se mantenían a cierta
distancia de él, de modo que pudieran ver pero no oír, concluiría su ofrecimiento a
Zeus. Luego volvería junto a Menelao y sus hombres.
Menelao aceptó, pero cuando él y los aqueos se hubieron retirado, Proteo se
precipitó al interior de la gruta como ya habían hecho los sacerdotes. Menelao se
lanzó tras él, pero pronto se perdió en un laberinto de pasadizos pétreos, hasta que,
desesperado, emprendió la retirada y él y sus compañeros regresaron decepcionados a
la playa.
Ante su profunda sorpresa vieron que Proteo estaba ya entre la espuma,
arrastrando tras de sí largas cintas de algas verdes mientras nadaba enérgicamente
hacia el mar abierto. Los aqueos se lanzaron en su persecución nadando a su vez con
rapidez, pero cuando se acercaban a él un ser inmenso surgió del mar.
Era bulboso como una medusa gigante y de color púrpura. La luz resplandecía
atravesándolo y de su parte inferior surgían innumerables y ondulantes tentáculos.
Menelao se hallaba lo suficientemente cerca de Proteo como para poder asirlo.
Pero en el instante en que alargaba su mano hacia el dios, éste se transformó en una
enorme criatura marina resbaladiza y gris que agitaba una multitud de brazos como si
fuese un pulpo. Menelao perdió el contacto. El agua hirvió a borbotones a su
alrededor, y el gigantesco ser al que Proteo había conjurado de las olas se hundió de
nuevo en éstas y desapareció.
Al llegar a este punto, Tzermon hizo una pausa y me pareció como si, por unos

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momentos, examinara con atención a Redfield —Poseidón— antes de concluir
rápidamente su relato.
—Poco después de la fuga de Proteo se levantó un fuerte viento del Noroeste.
Menelao dudaba de que el dios hubiera mantenido su promesa porque el viento
soplaba como era lo normal en aquella estación. Sin embargo, regresó a las aguas
celestiales del Nilo con los méltemi siguiendo las negras quillas de sus barcos y, tras
haber apaciguado a los dioses eternos, emprendió el camino hacia su tierra natal
empujado por un viento favorable enviado por los inmortales.
Ni Troy o Redfield ni yo sabíamos qué decir. Las implicaciones del relato de
Tzermon eran perturbadoras. La conversación fue decayendo, así que nos acostamos
y pasamos lo que quedaba de la noche allí en el santuario que era además la casa para
huéspedes más espaciosa del pueblo.
Un rayo de resplandeciente luz diurna penetró la suave neblina y Redfield entró
seguido de Troy después de transponer la puerta sobre la que estaba tendida una
cortina.
—Si vuestra vejiga semejante a la de un dios o cualquier otro órgano de vuestro
cuerpo está hinchada, encontraréis un lugar en el que aliviaros siguiendo el camino a
la izquierda. Lástima que olvidásemos traer un poco de ambrosía desodorante desde
el Olimpo coronado de nubes.
—¡Ah! Y no os preocupéis por los espectadores —recalcó Troy mientras yo salía
al exterior—. Se les complace con gran facilidad.
Me pareció muy divertido. Pero hice lo que pude para mantener mi intimidad
frente a la bandada de niños que me siguieron hasta aquel lugar. Sin embargo, con
espectadores o sin ellos, experimenté cierto placer primario al orinar profusamente en
la mañana fría y azul a unos setecientos metros por encima del mar.
Al regresar al santuario observé un pequeño rebaño de agrimi que retozaban en
las laderas más altas, más allá de la cima del castillo. Pertenecían a la especie kri-kri,
el íbice cretense, la cabra silvestre adorada por los minoicos y que en nuestra era
apenas si es posible verla como no sea en un parque zoológico. De los retorcidos y
sólidos cuernos de los machos fue de donde, según muchos autores, nació la leyenda
de la cornucopia. En cuanto a las hembras, fueron la inspiración de la diosa caprina
que amamantó a Zeus niño, la Amaltea original.
Troy, Redfield y yo nos sentimos aliviados al encontrarnos solos en el santuario,
comparando las notas tomadas el día anterior. El relato de Tzermon relativo a
Menelao y Proteo nos revelaba con toda claridad que Nemo estaba allí… o que lo
había estado al menos hacía un siglo o dos o incluso más. Aunque quizá lo hubiera
hecho en una época más reciente. Ninguna descripción hubiera sido más explícita. Y
estaba claro que los tradicionalistas alienígenas habían sido sus cómplices en aquello.
Pero ¿cómo había logrado sobrevivir? ¿Cuál había sido su propósito? ¿Quiénes

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eran aquellos «sacerdotes de Zeus» con los que se comunicaba? Troy había adivinado
ya las respuestas a tales preguntas, pero mi lento cerebro, reacio por naturaleza a
dilucidar teorías conspiratorias, no detectó sus implicaciones con la suficiente
rapidez.
—Nemo nos ha vuelto a tomar la delantera… como en otras ocasiones —opinó
Troy.
—Y puede cortar de raíz nuestros propósitos —añadió Blake.
—¿A qué os referís? —pregunté alarmado.
—Nuestra nave-universo, o la versión original de la misma, la fuente de lo que
habrá de suceder después, duerme en los hielos que rodean a Júpiter. Lleva allí trece
millones de años, desde la última proximidad de Némesis, indefensa y vulnerable.
Por unos breves instantes, me pregunté en qué nave habíamos estado viajando.
Me alarmaban las claras insinuaciones de Blake.
—¿Quiere decir que Nemo y los tradicionalistas podrían destruirla? —pregunté.
—Quizá ya lo hayan hecho.
—¿Destruir a la nave-universo?
—Incluso varias veces —afirmó Troy.
—Pero no en la realidad presente —explicó Blake, en un tono a mi entender un
tanto complaciente.
—Sí y no —lo corrigió Troy—. Existen muchas realidades potenciales, pero sólo
una verdadera. Al parecer, Nemo ya lo ha comprendido así y ha llegado a la
conclusión de que ninguna tentativa para cambiar el pasado puede ser llevada a cabo,
y que el único modo de conseguir su propósito es uniéndose a nosotros. Se ha
convertido a pesar suyo en conspirador a nuestro lado.
—¿Qué quiere decir con eso? —pregunté estupefacto.
Pero en aquel instante llegó Diktynna con sus acólitos, trayendo bandejas con
pan, yogur e higos. Bajo la claridad matinal su aspecto era menos el de una diosa que
el de una mujer de treinta años que había llevado una vida azarosa. A todos nos debía
suceder lo mismo. Nos comprendíamos muy bien y sabíamos que sin hombres y
mujeres que los personificaran en determinadas ocasiones, las deidades perderían
toda su influencia en los asuntos humanos.

Abandonamos el pueblo de los heftiu, los eteocretenses, a mediodía y nuestra


medusa nos elevó en un suave ascenso hacia el cielo azul mientras los habitantes del
lugar nos despedían agitando vivamente las manos desde los altos picachos, de su
fortaleza.
Durante las semanas siguientes, nuestra medusa siguió un rápido y zigzagueante
rumbo sobre las tierras unas veces silvestres y otras fértiles de una Tierra de la Edad
del Bronce. ¡Qué limpios y maravillosamente despoblados aparecían aquellos

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parajes! ¡Y qué preciosos resultaban por contraste los minúsculos centros de
civilización desparramados por tan sublime inmensidad! Me iba acostumbrando a la
forma de pensar de Troy y de Redfield, mis redescubiertos amigos. Y empecé a
apreciar la tarea que habían emprendido y los peligros a los que aún nos tendríamos
que enfrentar.
Porque Nemo había estado en Egipto antes que nosotros, acompañado por
«velados dioses-mensajeros» para honrar al faraón, ofreciendo al rey-sacerdote
regalos de cuchillos realizados con «metal divino» y de licores embriagadores
contenidos en frascos de transparente cristal, y trazando diagramas para que los
sacerdotes egipcios supieran de manera precisa de dónde venían él y sus compañeros;
es decir, de Cruz.
Nemo nos había precedido también en la tierra de los israelitas. La llegada y la
partida de su medusa había sido observada por el nabí oracular que describía el
suceso en sus visiones bajo la forma de llameantes ruedas girando en el espacio.
Nemo había estado asimismo en Etiopía y en Arabia y en Babilonia, y en el Indo
y en China, siempre llevándonos la delantera.
Mientras nosotros permanecíamos recogiendo información sobre lenguajes y
textos de la Edad del Bronce, Nemo dedicaba todos sus esfuerzos a forjar el
Conocimiento, el conjunto de las antiguas corrupciones que en su tiempo justificarían
su existencia. Y todos los horrores sobre los que dicha existencia gravitaba.
Al darme cuenta de ello, comprendí finalmente el programa de los amalteanos, o
mejor dicho del de nuestros amalteanos, es decir, de los que propugnaban la
adaptabilidad y habían optado por ejercer un mando limitado, flexible y responsable.
Empecé a entender de un modo más significativo el programa personal de Troy. Un
programa destinado a salvar al universo del modo en que nosotros, o al menos ella, lo
entendíamos.
—Nemo pretendía atraparnos aquí y destruirnos —me explicó—. Pero no lo ha
logrado.
—¿Cómo pudo ocurrir? ¿Es que tuvimos suerte?
—La precisión resulta difícil cuando se utiliza naves-universo para viajar en el
tiempo. Y el error más pequeño puede costar meses e incluso años de trabajo antes de
ser rectificado. Lo habrá intentado en más de una ocasión; pero más tarde o más
temprano se habrá dado cuenta de que nuestra nave-universo estuvo siempre
presente, esperándonos alrededor de Júpiter. Y aunque lograra persuadir a sus amigos
para que la destruyeran, pronto debió llegar a la conclusión de que nada había
cambiado. De que por más naves-universo que destruyera otras tantas seguirían
existiendo.
—¿Cómo es posible?
Su respuesta me pareció sorprendente y extraña.

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—Porque seguimos todavía dentro de la espiral del tiempo —fueron sus palabras
—. Quizá debí haberlo advertido antes. Pero evidentemente él sí lo ha visto.
Mi expresión boquiabierta, que denotaba multitud de interrogantes que no llegué
a formular, bastó para provocar una explicación más amplia.
—Una ola pletórica de realidades potenciales ha sido generada, sin posibilidad de
reducción final… al menos por ahora. —Apresuró su explicación para evitar
atascarse en disquisiciones más amplias—: Entretanto, Nemo comprende, al igual que
nosotros, que su única esperanza, y también la nuestra, consiste en restituir el
universo del modo más preciso posible a su anterior estado. Y debemos dejar que sea
él quien lo consiga. Porque me parece que lo hará bien. En cuanto a nosotros, hemos
de dar fin a nuestra propia tarea: llevar a cabo nuestro Mandato.
Se alejó de mí dejándome todavía con la boca abierta.
Una semana más tarde, emprendí la tarea de dictar el contenido de nuestras
investigaciones respecto a la Edad del Bronce a máquinas inteligibles, observando
mientras escribían los extraños caracteres en tablillas de cristal diamantino junto a sus
equivalentes amalteanos. Mientras las tablillas cobraban forma reconocí sus trazos y,
llevado por un impulso repentino, añadí unos cuantos signos clave. Con aquellos
caracteres finales, una elegante aleph hecha con una pincelada de tinta y unos cuantos
rápidos caracteres cuneiformes como los de los sumerios, las tablillas venusianas
quedaron plenamente formadas ante mis ojos.
Por fin entendía a Troy. Teníamos que crear el mundo que conocíamos. Tras
haber registrado las lenguas de la Edad de Bronce debíamos ahora conservarlas.
Sabía dónde conseguirlo; al fin y al cabo había sido el descubridor de las tablillas
venusianas. Pero de lo que no estaba todavía bien seguro era de cómo conseguirlo.
Nuestra medusa nos elevó hacia el firmamento estrellado, donde nuestra nave-
universo, o una de sus dobles, nos esperaba. Y dos días más tarde nos sumergíamos
en las venenosas nubes de dióxido de azufre de Venus.

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23
Bajo nosotros, los arrecifes de coral se habían ido espesando y extendiendo hasta
configurar una llanura irregular formada por estructuras nudosas que alcanzaban allí
una profundidad mayor que los océanos de la Tierra. Porque, si bien el coral prefiere
las aguas cálidas, en aquellos tiempos los océanos de Venus casi hervían en su
superficie.
Pero todo eso había tenido lugar hacía ya mucho tiempo. En la actualidad, el aire
a nivel del mar era tan pesado como el mar mismo y tan caliente que hubiera fundido
el plomo. La atmósfera era oscura, rojiza y tan densa que el horizonte aparecía
curvado como el interior de un tazón sólo a unos cientos de metros por encima de
nuestras cabezas.
Más allá de las antiguas plantaciones de coral, que ahora tenían la forma de
abrasadas protuberancias y eran irreconocibles para quienes no hubieran estado antes
allí como nosotros, alcanzamos una playa en forma de grada. Podía haber sido un
paisaje lunar porque los aluviones de lava y la acción de las olas no habían logrado
suavizar los bordes de los cráteres, muchos de ellos superpuestos, lo que era prueba
de bombardeos continuos por parte de cuerpos celestes de todas clases. Pero aun así,
ciertas claves aparecían como evidentes para una mirada práctica y sensible. Los
organismos submarinos se habían alimentado allí con los detritus transportados mar
adentro por una lenta corriente. Y el desgaste producido por la misma era todavía
visible en las rocas.
Nos encontrábamos en lo que debió haber sido un desfiladero submarino, el cauce
de un río. Sobre nuestras cabezas, las olas habían afluido en dirección a la playa en
líneas paralelas de marea, sobreponiéndose al desbordado flujo. A cada lado, un
número considerable de conchas blancuzcas recubrían las rocas que se levantaban de
forma abrupta formando la base de altos acantilados.
Conocía perfectamente aquellas rocas. Como mi amigo Albers Merck —el mismo
que más tarde intentó asesinarme— había trepado por sus pendientes en un vehículo
explorador acorazado venusiano. Nos habíamos visto sorprendidos allí por un
terremoto y por desprendimientos de rocas y hubiéramos perdido la vida de no acudir
Troy en nuestra ayuda. El que yo muriese entonces hubiera convenido mucho a
Merck o, al menos, así lo creía, porque lo único que había conseguido en su último
intento por quitarme la vida fue su propia muerte, aparte de la destrucción de
innumerables informes de gran valor.
Pero, contrariamente a lo que había supuesto, conseguí recuperarlos y los llevaba
en ese momento conmigo en su forma original, forjados en las profundidades de la
nave-universo.
La medusa en la que ahora viajaba no era exactamente igual a las otras a las que

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estaba acostumbrado. En sus paredes interiores brillaba una luz de color de las huevas
de salmón. Más abajo, a través de capas y capas de lo que parecía una espuma
gigantesca o un aerosol congelado, la masa de la nave estaba dividida en
innumerables compartimientos o cámaras, como una red de burbujas de gruesas
paredes y dimensiones graduadas, y en cada una de ellas unas sombras oscuras se
movían bajo la difusa claridad, cada una de ellas distinta a las demás; una especie en
sí misma.
Pero no todo eran criaturas marinas, aunque éstas también aparecieran a
centenares, algunas iguales a las terrestres, como medusas, nudibranquios, almejas,
erizos de mar, esponjas, corales, gusanos, caracoles y millares de especies de peces.
Otras en cambio eran por completo desconocidas hasta en forma de fósiles. También
había seres terrestres y aéreos, anfibios y reptiles y una mareante cantidad de insectos
y artrópodos, y, en algunos lugares, otros alados y correosos organismos minúsculos
que, como las medusas, flotaban libremente al parecer a merced de los vientos
impregnados de humedad. Y había musgos y helechos y algas, algunos de ellos tan
grandes como los de los pantanos carboníferos de la Tierra, y otros tan diminutos que
apenas si era posible discernirlos.
No tenía la menor duda de que nuestra arca alienígena contenía también una
colección completa de microorganismos. En la inmensidad de aquella colección había
elementos nunca vistos en la Tierra ni con posibilidad alguna de serlo; aunque con
una excepción, porque yo sí los había visto, en aquella cueva con la que había
tropezado el robot minero y que Merck y yo habíamos explorado. Lo que más nos
interesaba eran las tablillas. El hallazgo de las plantas y los animales se nos había
dado por añadidura.
La medusa empezó a ascender lentamente. El cielo se enrojeció y altos
acantilados aparecieron a ambos lados, tan cerca de nosotros que la medusa los rozó.
Traté de imaginarme aquel lugar como debió haber sido tres mil millones de años
atrás, con los aguaceros descargando sobre su superficie mientras innumerables
cascadas se precipitaban desde las alturas. Abajo debía correr un impetuoso río,
plateado por el reflejo de las nubes de un azul pálido, y discurriendo por un cauce
rocoso, negro como el carbón, formando pantanos al ser detenido por murallas de
vegetación enmarañada, gigantescos diques de troncos, montones de palmeras y de
helechos gigantes y enormes y fibrosas «colas de caballo»; diques recubiertos de
fango negro, de frondas y de musgos arrancados a las orillas inundadas del arroyo,
mientras los neblinosos pantanos quedaban atrás encenagados por una esponjosa
vegetación.
El río debió haberse abierto camino por aquellos acantilados de basalto
recubiertos de líquenes, durante mil millones de años, o acaso más, arrastrando
troncos que hicieron la tarea más fácil, cuarteando las rocas hasta convertirlas en

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arena y arrastrando ésta hacia el mar. El cauce debió abrirse por entre capas de otras
materias orgánicas más antiguas: carbones y corales muertos de la época en que el
mar alcanzaba un nivel más elevado.
«Debe ser aquí cerca. Has de mostrarnos él sitio…».
Mirando el pedregoso lecho que se retorcía por entre las rojizas paredes rocosas
cada vez más angostas y que brillaba recubierto por las resbaladiza y viscosa pátina
metálica de las antiguas lluvias, la mente me jugó una mala pasada. Traté de recordar
dónde y cuándo me hallaba en realidad.
—Ahí está el lugar —indiqué—. Pasada esa curva; al otro lado del peñasco.
Los amalteanos no volvieron a preguntarme nada. La medusa avanzó rápidamente
hacia el sitio indicado y se detuvo. Bajo nosotros se percibía un movimiento intenso o
invisible. Sentí sus vibraciones aunque sin poder discernir qué ocurría.
Estaban excavando una caverna e introduciendo a los especímenes en ella. Y
también las tablillas de metal diamantino, en las que figuraban inscritos los antiguos
textos con los cuarenta y tres caracteres del alfabeto amalteano. Lo estaban colocando
todo allí, donde Merck y yo lo encontraríamos tres mil años después. Las tablillas
venusianas que yo había descifrado y que, más que ninguna otra persona, era el
responsable de haber escrito.

Pronto estuve de regreso a la nave-universo. Pero ¿a qué nave? ¿Y quién era yo?
De todas las realidades en pugna, ¿cuál sería la vencedora? Navegamos a velocidad
acelerada por entre bandadas de cometas que convergían hacia nosotros,
dirigiéndonos a lo que se concretaría en la mayor de las peculiaridades. Como
indicaba la presencia de los cometas, nuestra meta se encontraba próxima al sol, cerca
del perihelio. En el intervalo de dos meses-luz, la nave-universo se sumergió en la
leve y brillante esfera de un espacio-tiempo en plena distorsión…
… y al instante volvió a emerger.

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24
—No entiendo dónde estuvo la nave-universo mientras tenían lugar todas esas
aventuras —indica el comandante—. En un momento dado orbitaba el planeta Júpiter
y al siguiente los esperaba para recogerlos en la Tierra.
Se ha unido a los demás en el suelo recubierto de alfombras, alrededor de los
restos de la improvisada cena.
—Una pregunta fascinante y que tiene diversas respuestas —contesta Forster—.
Verá; para entonces, nuestra nave-universo se había dividido…
—¿Dividido? —pregunta Ari como si aquello lo divirtiera.
—Doblado, triplicado, multiplicado…
—¡Multiplicado! —exclama Jozsef con sorpresa.
—A efectos puramente prácticos, la nave-universo estaba siempre donde debía
estar. Mientras nos ocupábamos en explorar la Edad Oscura del Egeo, una copia
orbitaba la Tierra en el cuarto punto Lagrangiano. Pero la nave original estaba en
Júpiter, cubierta de hielo, habiendo adoptado desde mucho tiempo antes la identidad
de Amaltea con la que la íbamos a descubrir.
—¿Cómo pudo ocurrir eso? —insiste Jozsef—. ¿Semejante duplicación
fantasmal?
—Del mismo modo en que ocurrió antes, o al menos así me informó su hija.
Némesis, el Torbellino, nos visita cada veintiséis millones de años; nuestra era se
encuentra en mitad de ese ciclo. Hace trece millones de años nos introdujimos en el
Torbellino giratorio y volvimos a salir de él… un poco antes de haber entrado. Nos
introdujimos de nuevo y, al salir por segunda vez al exterior, había dos de nosotros.
Una vez más… bueno, pueden imaginarse los detalles.
Jozsef ha comprendido las implicaciones que se derivan de esas palabras.
—Pero… ¡los humanos! ¿Quieren decir que…?
Le es imposible expresar con palabras ese terrible pensamiento.
Es Forster quien lo aclara de manera explícita.
—No nos encontramos la primera vez que exploramos la nave-universo. Quizá
porque nunca hasta entonces habíamos estado en ella, o acaso porque es enorme…
pero desde luego no observamos la presencia de los millares de amalteanos que la
habitaban cuando la vi por última vez. Sin embargo, estoy seguro de que su hija y
Blake Redfield sabían lo que iba a ocurrir. Lo planearon con Thowintha… o con una
de las muchas versiones de él-ella, quien supo que aquello quedaría olvidado por
todos durante el largo sueño que experimentarían. Pero nunca olvidarían que los
humanos iban a volver de nuevo ni que su hija figuraría entre ellos.
Ari sacude la cabeza con cierto disgusto.
—Linda estuvo con usted en la Edad del Bronce. Una de ellas; no una multitud.

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Su relato se ha vuelto fantástico.
—Me hago cargo de su confusión —afirma Forster fríamente mirando los restos
de líquido que aún quedan en su vaso—. Imaginen la mía propia cuando comprendí
que las realidades, y lo digo así a falta de un vocablo más adecuado, habían
empezado a proliferar de un modo incontrolable. Habíamos trazado una espiral
dentro de la espiral del tiempo. Y no éramos los primeros en hacerlo.
—Dígame una cosa —inquiere el comandante—. ¿Destruyó Nemo la nave en
Amaltea o no la destruyó?
—Si lo hizo, fue remplazada por otra. Y si ésta fue destruida también, hubo una
nueva. Dentro de la espiral no existe el término conclusión.
Forster mira al comandante. El alto jefe se ha vuelto bruscamente y ahora parece
ignorarlo, mientras se aplica con ahínco a avivar el fuego de la chimenea. Cuando las
llamaradas ascienden, yergue su escueta figura casi dolorosamente.
—Sabemos lo que hizo ese hombre al que llaman Nemo —concluye.
Forster sonríe.
—No dudo de que existan personas en su organización que lo sitúen en el tiempo
de la muerte de Moisés, en la época de Siddharta, de Alejandro, de Jesús, de Lincoln
y de Gandhi.
—En ese caso sería un gran beneficio para la humanidad —comenta Ari
fríamente—. ¿Quién hubiera prestado atención a esas personas si hubieran vivido
simplemente sus vidas?
—Simpatía por el diablo —observa Forster.
El comandante mantiene fija su mirada en Forster.
—No es un sentimiento raro entre los miembros del Espíritu Libre. Ni en los de
Salamandra. Díganos por qué está aquí. Por qué ha sobrevivido. Por qué hemos de
creer que es usted… real, según sus propias palabras.
Forster se encoge de hombros sin sentirse amenazado.
—Por lo que a mí respecta… a mí en sentido singular, incluso en el momento
culminante sólo capté de un modo muy precario los hechos en los que al parecer
desempeñé un papel o papeles relevantes. He hecho lo que he podido para reconstruir
lo que pasó realmente en la Tierra mientras estuvimos ausentes… si se me permite
usar la palabra realmente bajo las presentes circunstancias.

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Quinta parte
LOS SERES RADIANTES

25
—Y así nos aproximamos al presente. Cien naves-universo flotan en el espacio. O
tal vez mil. O una infinidad de ellas.
En el exterior de la biblioteca vacía, el cielo, poco antes de amanecer, confirma de
un modo deslumbrante la descripción de Forster.
—A lo largo de todas mis investigaciones, el caso personal del ingeniero
submarinista Herr Klaus Muller es el que más íntimamente me conmueve: «No me
llame submarinista, por favor —me rogó—: Aborrezco ese nombre».

Soy ingeniero especialista en las profundidades submarinas y utilizo el equipo de


inmersión casi con la misma frecuencia con que un piloto aéreo se sirve de su
paracaídas. La mayor parte de mi trabajo es realizado por robots controlados por
vídeo y accionados por control remoto. Cuando tengo que sumergirme yo mismo
navego en un minisubmarino con manipuladores externos. Lo llamamos Langosta por
las pinzas de que está dotado. El modelo corriente puede trabajar hasta una
profundidad de mil setecientos metros, pero existen versiones especiales capaces de
alcanzar el fondo de la Trinchera de las Marianas. Quizá no sea éste el lugar más
profundo del sistema solar, si se tienen en cuenta las lunas acuosas, pero desde luego
es donde se registra la mayor presión del agua. Nunca he estado allí, pero me
complacerá exponerle mis condiciones si es que le interesa. Haciendo un cálculo
aproximado le costaría tres dólares nuevos por metro, más un millar por hora de
trabajo. Nadie le ofrecerá mejores condiciones. Ninguna otra empresa en el mundo
ostenta un lema como el nuestro: cualquier clase de tarea a CUALQUIER
PROFUNDIDAD.
El caso es que cuando Goncharov interrumpió mis vacaciones comprendí que
habían surgido problemas en el sector subacuático del Proyecto Trincomalee, incluso
antes de que me dijera que los ingenieros habían informado de un descalabro total.
Nuestra empresa quedaba a cubierto técnicamente porque el cliente había firmado
un certificado de aceptación que equivalía a admitir que el trabajo se estaba
realizando según lo previsto. Sin embargo, la cosa no era tan sencilla porque si se
podía demostrar alguna negligencia por nuestra parte, aunque quedásemos al margen
de toda acción legal, el resultado sería nefasto para el negocio. Y aún peor, para mí

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personalmente porque actuaba como supervisor del proyecto de la «Trinco».
La mañana siguiente a la de mi tensa conversación con Goncharov, en la que no
faltaron las repetidas menciones a plazos por cumplir y en la que no omitió tampoco
algunas palabras soeces, yo volaba en un helicóptero por encima de los Alpes. Sólo
realizamos una breve parada en Berna en nuestra ruta hacia La Spezia donde la
empresa guardaba el material más importante.
Después de haber solucionado los problemas de La Spezia, me instalé en la suite
que allí tenía la dirección de la firma. Mantuve una conversación por fonoenlace con
Gertrud y los niños, a quienes no había agradado mi repentina partida y eso me hizo
pensar en por qué no se me habría ocurrido ser banquero, hotelero o relojero, como
cualquier suizo decente. Me dije disgustado que todo era culpa de Hannes Keller y de
los Piccard. ¿Por qué tuvieron que iniciar aquella tradición submarina precisamente
en Suiza? Desconecté los comenlaces y me dispuse a dormir cuatro horas, porque en
los días siguientes tendría pocas posibilidades de descanso.
Tomé el avión cohete de la empresa y, poco después de amanecer, nos
acercábamos a Trincomalee. Mirando hacia abajo pude ver fugazmente el enorme
complejo que formaban los muelles, cuya visión desde la superficie nunca me había
dado ocasión de abarcar por completo su magnitud. Era un entramado de cabos, islas,
canales de comunicación y muelles lo suficientemente amplio como para albergar a
todas las flotas del mundo. Pude ver también el enorme edificio blanco de control,
edificado en un estilo bastante pretencioso sobre un saliente desde el que se ojeaba el
océano Índico. Aquel emplazamiento había sido escogido con fines propagandísticos,
y si yo hubiera formado parte del equipo continental del norte lo habría denominado
sin duda «centro de relaciones públicas».
No es que les reprochara nada a mis clientes ya que tenían excelentes motivos
para sentirse orgullosos de aquel intento grandioso de utilizar la energía térmica de
los mares.
La tentativa no era nueva. Con anterioridad se habían realizado algunas otras,
aunque sin éxito. La primera la llevó a cabo el francés Georges Claude y se efectuó
en Cuba en la década de 1930. Luego se sucedieron algunos intentos en África,
Hawai y en otros emplazamientos. Todos aquellos proyectos estaban basados en el
mismo principio; el de que incluso en los trópicos, el mar alcanza casi el punto de
congelación a dos kilómetros de profundidad. Y si esto se aplica a millones de
toneladas de agua la diferencia de temperatura representa una colosal fuente de
energía… y un reto notable para los ingenieros de países necesitados con urgencia de
ella.
Claude y sus sucesores habían intentado aprovechar dicha energía valiéndose de
máquinas de vapor a baja presión. Los nórdicos y en especial los rusos, que eran los
más adelantados en esta cuestión, utilizaban un método muy simple y directo. Desde

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hacía dos siglos se sabía que se producen corrientes eléctricas en muchas materias si
un extremo se calienta y el otro se enfría, y ya desde la década de 1940 los científicos
rusos habían estudiado el modo de utilizar dicho efecto termoeléctrico con fines
prácticos. Sus primeros artilugios no resultaron demasiado eficaces, aunque sí lo
suficientemente útiles como para hacer funcionar millares de aparatos de radio con
sólo el calor de unas lámparas de queroseno. Pero no fue hasta finales de aquel siglo
cuando consiguieron los resultados más espectaculares.
Los detalles técnicos quedaban fuera del alcance de mis conocimientos, y aunque
instalé los elementos adecuados en el extremo frío del sistema, nunca llegué a verlos
por hallarse cubiertos por capas de pintura protectora y anticorrosiva. Todo cuanto
pude averiguar fue que formaban una enorme red parecida a un conjunto de antiguos
radiadores de vapor unidos entre sí.
Al bajar del avión reconocí a buena parte de las personas que nos esperaban,
formando un pequeño grupo, en la pista de aterrizaje de Trinco. Amigos y enemigos
parecían aliviados por igual de tenerme allí, en especial el ingeniero jefe Lev Shapiro
quien me recibió no obstante con expresión muy hosca.
—Bueno, Lev —le dije cuando la furgoneta robot nos alejaba del aeropuerto—.
¿Cuál es el problema?
—No lo sabemos —me respondió con sorprendente franqueza.
Hablaba como un oxoniano, aunque se trataba de uno de esos judíos rusos cuyos
antepasados habían decidido superar la adversidad y enfrentarse a lo que llegara
cuando el imperio soviético empezó a venirse abajo a finales del siglo XX. Siempre
me había parecido que aquél era uno de los motivos por los que se mostraba más
nacionalista de lo habitual aquellos días, y más chauvinista incluso que la mayoría de
otros rusos a los que yo conocía.
—Es usted quien ha de averiguarlo —añadió con un gruñido—. Y quien debe
encontrar la solución.
—Pero ¿qué ha sucedido exactamente?
—Todo funcionaba perfectamente hasta llegar a las pruebas de fuerza total —me
contestó—. El rendimiento se mantenía en un cinco por ciento dentro de lo previsto
hasta la una treinta y cuatro de la mañana del martes. —Esbozó una mueca.
Evidentemente aquel dato horario le había quedado profundamente grabado en la
mente—. El voltaje empezó entonces a fluctuar con violencia, por lo que cortamos el
suministro y vigilamos los contadores. Me pareció que algún patrón idiota debía
haberse enredado en los cables… Y ya sabe lo mucho que nos hemos esforzado para
que eso no ocurriera. Encendimos los reflectores y ojeamos el mar. No había ningún
barco a la vista. De todos modos ¿quién hubiera cometido la tontería de andar en el
interior del muelle en una noche tan clara y tan tranquila como aquélla?
Como no podía darle una respuesta adecuada, guardé silencio y esperé a que

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prosiguiera.
Exhaló un suspiro de frustración.
—No podíamos hacer nada aparte de observar los indicadores y continuar
probando. Cuando lleguemos a la oficina le mostraré los gráficos. A los pocos
minutos, fue evidente lo que había sucedido. Desde luego, podemos localizar
exactamente dónde está la ruptura: en la parte más profunda y en la rejilla misma.
Tiene que estar ahí y no en esta sección del sistema —añadió sombríamente mientras
señalaba por la ventana al exterior.
Pasábamos en ese momento ante la piscina solar, el equivalente a la caldera en un
aparato térmico convencional. Se trataba de una idea copiada por los rusos de los
israelíes, sin duda israelíes nacidos en Rusia, si es que Lev era capaz de apreciar tal
ironía. Se trataba sencillamente de un lago poco profundo, con el fondo negro, que
contenía una solución concentrada de salmuera, y que actuaba como un muy eficaz
conservador del calor porque los rayos solares caldeaban aquel líquido hasta casi el
punto de ebullición. Las rejillas de calor del sistema termoeléctrico estaban
sumergidas en él ocupando todo el espacio a dos brazadas de profundidad.
Unos gruesos cables lo conectaban con mi departamento, cien grados más frío y
mil metros más profundo, situado en el desfiladero submarino que inicia su descenso
a la entrada del muelle de Trinco.
—Supongo que comprobarían si hubo algún terremoto —indiqué aunque sin
mucho convencimiento.
—¡Por supuesto! —El tono de Lev indicaba que creía que lo estaba tomando por
un idiota—. Y no se apreciaba señal alguna en los sismogramas.
—¿Y las ballenas?
Hacía más de un año, cuando los transmisores principales eran arrastrados mar
adentro, mencioné a los ingenieros el caso de una ballena que se había enredado en
un cable del telégrafo a un kilómetro de la costa de América del Sur.
—A veces pueden originar problemas graves —añadí.
Se conocían una docena de casos más; pero al parecer ésa tampoco había sido la
causa.
—Eso fue lo segundo que se nos ocurrió —gruñó Lev—. Nos pusimos al habla
con el departamento de pesca, así como con la marina y la aviación; pero nadie había
detectado señales de ballenas a lo largo de la costa.
Al llegar a este punto, dejé de teorizar. Acaba de oír algo en la parte trasera de la
furgoneta que me había intranquilizado bastante. Como les ocurre a todos los suizos,
tengo facilidad para los idiomas, y en el transcurso de mi trabajo había aprendido
algo de ruso, aunque no hay que ser un gran lingüista para reconocer la palabra
sabotash.
El sucio vocablo había sido pronunciado por Dimitri Karpukhin. Éste ostentaba

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un cargo no muy claro en el diagrama de la organización; pero en realidad se trataba
de un agitador político y de un espía: un supremacista ruso al viejo estilo, ansioso de
que de una de las S que figuraban en las siglas URSS indicara de nuevo «socialista».
Estaba convencido además de que los soviets merecían representar un papel más
importante en el Tratado de Alianza del Tratado Continental del Norte. Nadie
simpatizaba con Karpukhin, ni siquiera Lev Shapiro, pero como trabajaba para uno
de los mayores consorcios rusos no tenían más solución que tolerarlo.
No es que la posibilidad de un sabotaje quedara descartada por completo. Porque
eran muchas las personas a las que el fracaso del Proyecto Trinco de Energía hubiera
convenido en extremo. El prestigio de los nórdicos estaba comprometido en ello y,
hasta cierto punto también el de la República Rusa. Pero lo más importante era la
cantidad de miles de millones que giraba en torno de la empresa. Porque si las
instalaciones hidrotermales resultaban un éxito competirían con el petróleo árabe, el
persa y el norteafricano, sin mencionar el gran alivio de la presión sobre las reservas
rusas. Y lo mismo sucedía con el carbón de Norteamérica y con el uranio africano.
Pero a mí me costaba trabajo admitir que se tratara de un sabotaje. Espionaje
quizá sí, porque era posible que alguien hubiera pretendido con torpeza hacerse con
una muestra de la parrilla. Sin embargo, incluso esa posibilidad parecía poco
probable. Podía contar con los dedos a las personas capaces de emprender semejante
tarea… y la mitad de ellas figuraban en mi nómina.
La videoconexión submarina se consiguió aquella misma tarde. Después de haber
trabajado toda la noche, embarcamos en una lancha cámaras, monitores y casi dos
kilómetros de cable. Cuando salíamos del puerto me pareció ver una figura familiar
en el muelle. Pero estaba demasiado lejos para que pudiera tener la certeza absoluta
de quién era, y además tenía otras en qué pensar. Debo aclarar que no soy buen
marinero y que sólo me siento satisfecho cuando estoy debajo del agua.
Tomamos con cuidado la posición del faro de Round Island y nos situamos
encima mismo de la parrilla. La cámara autopropulsada semejante a un batiscafo
enano fue lanzada por la borda. La acompañamos mentalmente mientras
observábamos los monitores.
El agua era de una claridad extraordinaria y estaba totalmente despoblada, pero a
medida que nos íbamos aproximando al fondo, aparecieron algunas señales de vida.
Un pequeño tiburón se acercó y se quedó mirándonos. Luego una palpitante masa de
gelatina derivó a poca distancia seguida por algo que semejaba una araña gigante
provista de cientos de patas peludas que colgaban y se retorcían. Sé que esos seres
tienen nombre y en repetidas ocasiones me habían sido descritos; pero no retenía sus
datos en la memoria porque al parecer sólo caben en ella los términos técnicos.
Finalmente la pared inclinada del cañón apareció ante nuestra vista. Nos hallábamos
exactamente sobre el objetivo. En las profundidades podían verse los gruesos cables

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al igual que los había visto seis meses antes cuando realicé la comprobación final de
la instalación.
Puse en marcha los retropropulsores de baja potencia y dejé que la cámara
discurriera por sobre los cables. Parecían hallarse en perfectas condiciones, aún
firmemente anclados por los pitones que habíamos clavado en las rocas. No fue hasta
situarnos encima mismo de la parrilla cuando observamos señales de desperfectos.
¿Han visto ustedes alguna vez el filtro del radiador de un robocoche cuya
dirección se ha averiado, precipitándolo contra un farol? Pues bien; una parte de la
parrilla tenía ese mismo aspecto, como si algo hubiera chocado contra ella o como si
un loco se hubiese entretenido en golpearla con un martillo.
Quienes observaban aquello en la pantalla del vídeo mirando por encima de mi
hombro, profirieron exclamaciones de asombro y de cólera. Oí cómo se pronunciaba
de nuevo la palabra sabotash y por vez primera me tomé en serio semejante
posibilidad.
La otra explicación razonable hubiera sido la del desprendimiento de una roca.
Pero las paredes del cañón habían sido cartografiadas cuidadosamente y consolidadas
de modo que se descartara semejante riesgo.
Fuese cual fuese la causa del desperfecto, era preciso remplazar una parte de la
parrilla, lo que no se podría llevar a cabo hasta que mi Langosta, con sus veinte
toneladas de peso, llegara desde el astillero de La Spezia donde la manteníamos
cuando no se la utilizaba.
—Bien ¿qué hacemos? —preguntó Lev Shapiro cuando hube terminado mi
inspección visual y grabado en un chip el lamentable espectáculo que nos había
mostrado la videocámara—. ¿Cuánto tiempo va a llevar la reparación?
Evité comprometerme a fijar un plazo. Lo primero que había aprendido en el
negocio de las actividades subacuáticas era que ningún proyecto se realiza del modo
previsto. Los cálculos de costes y de tiempo nunca son exactos porque no es hasta
que uno se halla a mitad de camino en la realización de un contrato cuando se sabe lo
que va a suceder.
Mi cálculo particular era de tres días. Pero dije:
—Si todo sale bien, no creo que nos lleve más de una semana.
—¿No podría ser menos? —rezongó Lev.
—No quiero tentar al destino haciendo promesas que luego no pueda cumplir. De
todos modos, si lo consigo en una semana, aún le quedará a usted un margen de otras
dos antes de entrar en acción.
Tuvo que contentarse con aquello, aunque no cesó de importunarme mientras
regresábamos al muelle. Al desembarcar, Lev descubrió que debería enfrentarse a
otro problema.
—Buenos días, Joe —dije al hombre que aún esperaba pacientemente en el

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mismo lugar—. Me ha parecido reconocerlo cuando salíamos. ¿Qué le trae por aquí?
—Iba a hacerle la misma pregunta, Klaus.
—Pues será mejor que me la formule a través de mi patrón. Le presento al
ingeniero jefe Lev Shapiro. Éste es Joe Watkins, corresponsal de la sección científica
del US Newstime.
La reacción de Lev distó mucho de ser cordial. Por lo común, nada le agradaba
tanto como conversar con los sabuesos de la Prensa que lo abordaban a razón de uno
por semana; pero ahora, conforme la fecha de iniciación del programa de producción
de energía se aproximaba, acudirían de todas partes… incluso de Moscú. Y la agencia
Tass sería tan mal recibida como el Newstime.
Pero Karpukhin estaba también allí, y fue divertido observar cómo salía airoso de
la situación, abrumando a Joe con toda clase de aseveraciones acerca de que nos
limitábamos a hacer patente la soberbia preparación de los elementos diseñados por
los rusos, etcétera. A partir de aquel momento, Joe descubrió que Karpukhin le había
asignado de modo permanente, en calidad de guía, filósofo y compañero de copas, a
un joven relaciones públicas llamado Sergei Markov. No obstante los esfuerzos de
Joe, ahora iban siempre juntos o, para ser más exactos descubrió que no le era posible
deshacerse de Sergei.
Aquella noche, fatigados tras una larga conferencia en el despacho de Shapiro,
me los encontré a los dos. Cenamos juntos en el albergue del gobierno del distrito,
donde me alojaba mientras estuviese en tierra, y que era en realidad un hotel de lujo y
un club.
—¿Cómo van las cosas, Klaus? —me preguntó Joe procurando dotar de cierto
tono patético a su pregunta—. Me huelo que está ocurriendo algo interesante; pero
nadie se atreve a admitirlo.
Me entretuve en escarbar en mi curry para separar los pedazos de carne
comestibles de aquellos otros que podían haberme hecho estallar la cabeza.
—Comprenderá que no voy a divulgar los negocios de un cliente —repuse
mirando a Sergei teatralmente, y éste me miró a su vez sonriendo como un tonto,
aunque no lo fuese ni mucho menos.
—En cambio fue muy locuaz cuando realizaba la inspección para el tendido del
puente de Gibraltar —me recordó.
—Bueno…, entonces era distinto. Y aprecio mucho lo que escribió sobre
nosotros. Pero esta vez hay ciertos acuerdos secretos. Estoy realizando algunos
ajustes de última hora destinados a mejorar la eficacia del sistema.
Así era en efecto, porque me estaba esforzando realmente para incrementar dicha
eficacia cuyo valor en aquellos momentos era ni más ni menos que de cero.
—Muchísimas gracias —respondió Joe con sarcasmo.
—Bueno; dejemos ya esa cuestión —lo atajé—. Conoce el proyecto tan bien

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como yo. —Y añadí tratando de irritarle—: ¿Cuál es su última y descabellada teoría?
¿Siguen los alienígenas practicando la cirugía en el ganado del oeste americano?
¿Han trazado los platillos volantes algún nuevo círculo en los campos de heno de
Inglaterra?
Para tratarse de un redactor de temas científicos altamente dotado, Joe muestra
una extraña propensión hacia lo extravagante y lo improbable. Quizá sea una forma
de escapismo. Me enteré también de que escribe ciencia ficción, aunque esto se
mantiene estrictamente en secreto por parte de sus sobrios jefes. Pero aunque muestre
una marcada inclinación hacia los poltergeists y las percepciones extrasensoriales, su
verdadera especialidad es la de los continentes desaparecidos.
—Estoy trabajando en dos ideas nuevas —admitió—. En realidad proceden de
cuando realizaba investigaciones sobre dicho tema.
—Continúe —lo animé sin atreverme a desistir del examen minucioso de mi
curry.
—El otro día descubrí un mapa muy antiguo…, de Ptolomeo si le interesa el dato,
que representa a Sri Lanka. Me recordó otro viejo mapa de mi colección y lo examiné
con atención. Vi que figuraban en él la misma montaña central y la misma
disposición de los ríos que fluían hacia el mar. Pero se trataba de un mapa de la
Atlántida.
—¡Oh, no! —exclamé profiriendo un bufido y atreviéndome a mirarlo—. La
última vez que hablamos de eso, intentó convencerme de que la Atlántida había
estado en el Mediterráneo, en Rodas, Creta o en otro emplazamiento parecido.
Joe me dirigió la más afable de sus sonrisas.
—Pude equivocarme ¿por qué no? Pero ahora tengo pruebas concluyentes. Piense
en el nombre de esa isla.
—Sí. Sri Lanka.
—Sri Lanka —repitió con un enérgico movimiento de cabeza—. Se trata de un
nombre que se utilizó durante un largo espacio de tiempo mucho antes de que los
cingaleses lo adoptaran en lugar del de Ceilán.
—¡Cielo santo, Joe! No puede estar hablando en serio —exclamé al darme cuenta
del curso de sus ideas—. ¿Asocia Lanka con Atlantis?
Hube de admitir, sin embargo, que ambos nombres tenían una resonancia muy
parecida.
—Precisamente —afirmó Joe—. Pero tan sólo dos claves, por sorprendentes y
persuasivas que sean, no pueden configurar una teoría.
—¡Hum! Sí. En efecto.
—Bien… —prosiguió como si se sintiera un tanto incómodo—. Esas dos claves
es todo lo que poseo. Al menos por ahora.
—Es una lástima —reconocí desilusionado—. Pero antes ha dicho que trabaja en

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dos nuevas ideas. ¿Cuál es la segunda?
—Le va a hacer pegar un salto; se lo aseguro —respondió Joe con aire satisfecho.
Alargó la mano hacia la deslustrada cartera que siempre llevaba consigo y sacó de
ella una pantalla portátil que conectó—. Ocurrió a sólo un par de cientos de
kilómetros de aquí, hace ahora dos siglos. Observe que la fuente de mi información
es de lo más fiable.
Hizo aparecer un documento en la pantalla y me la alargó. Era una página del
London Times del 4 de julio de 1874. La empecé a leer sin demasiado entusiasmo
porque Joe estaba siempre enfrascado en el estudio de periódicos antiguos.
Pero mi apatía no se prolongó demasiado.
Podría explicarlo todo de manera extensa, pero si desean más detalles pueden
utilizar su propia pantalla. El recorte de Joe escribía cómo la goleta Pearl, de ciento
cincuenta toneladas, había zarpado de Ceilán a principios de mayo de 1874 pero
quedó inmovilizada por una calma chicha en la bahía de Bengala. El 10 de mayo,
poco antes de anochecer, un enorme calamar emergió de las olas a media milla de la
goleta y el capitán, haciendo gala de imprudencia, abrió fuego sobre él con su fusil.
El calamar se lanzó como una flecha sobre el Pearl, agarró los mástiles con sus
tentáculos y volcó el barco, que se fue a pique en pocos minutos, arrastrando consigo
a dos tripulantes. Los demás pudieron salvarse gracias a la afortunada coincidencia de
que el vapor de la P. O. Strathowen navegaba por aquellas aguas y había presenciado
el incidente.
—¡Bien! —exclamó Joe entusiasmado cuando hube leído la noticia por segunda
vez—. ¿Qué opina usted?
Me parece que mi acento suizo-alemán se hizo aún más cerrado cuando le
contesté:
—No creo en los monstruos marinos.
Y le devolví la pantalla.
—El London Times no era un periódico amigo de sensacionalismo, incluso en esa
época —repuso Joe con aire de suficiencia—. Y en cuanto a los calamares gigantes,
existen desde luego, aunque los mayores que nosotros hemos conocido sean animales
de poca consistencia que nunca pesaron más de una tonelada. —Y añadió con cierta
indecisión—: Aun cuando tuvieran brazos de quince metros de longitud.
—¿De veras? Pero, aun así, un animal de ese tamaño, por impresionante que sea,
no podría volcar una goleta de ciento cincuenta toneladas.
—Existen numerosas pruebas de que el llamado calamar gigante es sencillamente
un… digamos animal de buen tamaño. Pero quizá vivan en el mar decápodos
realmente gigantescos.
Sólo un año después de la catástrofe del Pearl, se vio frente a las costas del Brasil
cómo un cachalote se debatía entre unos tentáculos enormes que finalmente lo

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arrastraron al fondo del mar.
—¿Pudo tratarse quizá de la misma ballena que después fue encontrada muerta
enredada en el cable del telégrafo? —pregunté en voz muy baja.
—¿Cómo? —inquirió a su vez Joe, desviado de su razonamiento.
—¿Cuáles son sus referencias? —indagué vivamente.
—¡Hum!… Las encontrará… veamos… el incidente fue publicado por el
Illustrated London News del 20 de noviembre de 1875.
—Otra fuente incuestionable —comenté en un tono de voz quizá demasiado seco.
—Existe, además, ese capítulo de Moby Dick…
—¿Qué capítulo?
—El que tan adecuadamente se titula «Pulpo». Sabemos que Melville era un autor
escrupulosamente científico, pero ahí se supera a sí mismo. Describe una jornada
tranquila en la que, de pronto «una gran mole blanca» emergió del mar «como una
avalancha de nieve que bajara de las montañas». Y eso sucedió aquí, en el océano
Índico, a unos mil quinientos kilómetros al sur de donde se hundió el Pearl. Hágame
el favor de observar que las condiciones meteorológicas eran idénticas.
—Tomo nota de ello —indiqué.
Al llegar a este punto, miré furtivamente a Sergei para ver cómo se tomaba
aquello el colaborador de Karpukhin. Pero el pobre chico le había estado dando al
vodka con tanto entusiasmo que parecía haberse quedado dormido en su asiento. Pero
¿quién hubiera podido competir con un periodista de la vieja escuela como él?
—Lo que los marineros del Pequod vieron flotar en el agua —prosiguió Joe tan
seguro de ello como si lo hubiera presenciado personalmente con una cámara de
vídeo en la mano—, fue una «enorme masa pulposa de muchos estadios de longitud y
de anchura, de un brillante color crema y provista de innumerables y largos brazos
que irradiaban de su centro, curvándose y retorciéndose como un nido de
anacondas…».
—¡Un momento! —lo interrumpió Sergei despertando de improviso con la
expresión de un sonámbulo, mientras Joe y yo lo mirábamos alarmados—. ¿Qué es
un «estadio»? —quiso saber, pronunciando las sílabas muy claramente.
Joe y yo nos miramos.
—Equivale a un octavo de milla inglesa —explicó Joe con precisión.
—¡Oh! —exclamó Sergei—. En ese caso…
Pero, tras una pausa efectista, cerró los ojos e inclinó la cabeza.
Joe me miró preocupado.
—Estoy seguro de que Melville no se expresaba de un modo literal —explicó—.
¿Un ser de más de doscientos metros de longitud y anchura? Recuerde que se trataba
de un hombre muy familiarizado con las ballenas, a las que se enfrentaba a diario, y
que se servía de una medida de longitud con la que describir algo todavía mucho

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mayor. Así que confundió «brazas» con «estadios». Ésa es mi teoría.
Aparté de mí los restos del curry que consideraba incomestibles y miré a Joe
inmerso en un cúmulo de curiosas sensaciones.
—Soy un hombre muy ocupado. Y creo que debo dejar ahí a esa «bella
durmiente» —dije señalando a Sergei, cuyos sonoros ronquidos iban aumentando
gradualmente de intensidad—. Si usted, viejo amigo, quiere conocer la vida nocturna
de este lugar puede hacerlo. Esta puede ser su última oportunidad para disfrutar de
una escapada.
Me levanté excusándome. Pero Joe permaneció sentado y me observó fijamente.
—Si cree haberme asustado hasta el punto de que deje mi trabajo, se equivoca de
medio a medio —le advertí—. Pero le prometo una cosa: si alguna vez me encuentro
con un calamar gigante, le cortaré un tentáculo y me lo traeré como recuerdo.

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26
El relato de Klaus Muller continúa así:
Aquella mañana no tuve tiempo para ver las noticias en el vídeo, aunque, a juzgar
por lo que comentaba la tripulación, rebosaban de datos sobre la aproximación de la
nave alienígena que mis hijos habían tratado tan ávidamente de observar por el
telescopio. Al parecer cumplía con su programa estrictamente: iba a atravesar la
órbita terrestre a una distancia que se describía con cierta alarma como «demasiado
próxima» al equinoccio de primavera.
Pero yo tenía preocupaciones más importantes que las que giraban en torno al fin
del mundo.
Transcurridas menos de veinticuatro horas desde que Joe Watkins expuso sus
teorías sobre los pulpos, me instalé en la Langosta de la empresa y me sumergí
lentamente en unas aguas frías y oscuras para acercarme a la parrilla averiada. No nos
fue posible mantener en secreto aquella operación. Mientras nos hundíamos, Joe lo
presenciaba todo, muy interesado, desde una embarcación cercana. Por su parte,
Sergei observaba a Joe intentando frenéticamente distraerle mediante un cómico y
estrafalario monólogo, aunque sin conseguir su propósito. Al parecer, mi débil
tentativa, la noche anterior, para inducir a Joe a que explorara los placeres nocturnos
del lugar —de cuya existencia sólo tenía una noción fugaz— había resultado
infructuosa.
Pero el problema era de los rusos; no mío. Había intentado persuadir a Shapiro
para que hiciera objeto de su confianza a Joe, pero Karpukhin vetó el proyecto. Era
casi evidente que se preguntaba por qué un sabueso norteamericano de la Prensa
había tenido que aparecer por allí precisamente entonces. Pero ignoraba la evidente
respuesta de que, de todos modos, Trincomalee acabaría por ser noticia.
No hay nada de llamativo o de espectacular en las operaciones en aguas
profundas, siempre que se las lleve a cabo serenamente. Porque las emociones
entrañan falta de precisión, lo que a su vez resulta en incompetencia. Como ya
comentó uno de los primeros exploradores antárticos, que sobrevivió donde tantos
encontraron la muerte: «La tragedia no figuraba en nuestras previsiones». En el
trabajo, que yo efectúo, los incompetentes no duran mucho. Ni tampoco los amigos
de las emociones. Realizaba mi tarea con las emociones reducidas al mínimo, como
un fontanero cuando arregla un grifo que gotea.
Las parrillas habían sido diseñadas de modo que su mantenimiento fuera fácil, y
sabíamos que, más tarde o más temprano, habría que remplazarías. Por fortuna,
ninguno de los cables de aquella sección estaba averiado, y los pernos de seguridad
pudieron retirarse fácilmente valiéndose de la llave especial. Activé los ganchos para
grandes pesos y levanté la parrilla dañada sin dificultad alguna.

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No es bueno apresurarse en una operación subacuática, porque si se quieren hacer
demasiadas cosas al mismo tiempo, se corre el riesgo de equivocarse. Por otra parte,
si todo se desarrolla a la perfección y el trabajo para el que se había calculado una
semana se termina en un día, el cliente cree que su dinero ha sido malgastado. Por
ello, aunque estaba seguro de poder reparar la parrilla aquella misma tarde, seguí a la
unidad de reparaciones cuando subía a la superficie y di por concluida mi jornada de
trabajo.
El termoelemento fue preparado rápidamente para ser sometido a una revisión a
fondo y pasé el resto de la velada procurando escapar de Joe Watkins, cuya
curiosidad era insaciable. Trinco es una ciudad pequeña, pero conseguí zafarme de su
vigilancia metiéndome en el cine local, donde permanecí varias horas viendo una
interminable epopeya tamil en la que tres generaciones sucesivas padecían idénticos
problemas domésticos basados en errores de identidad, alcoholismo, abandono,
muerte y locura, todo en Sensovisión, con un color rutilante, olores en exceso reales y
un sonido envolvente que a veces retumbaba con la intensidad de un terremoto.
Logré así no sólo evitar a Joe sino aislarme de lo que estaba sucediendo en el
cielo por encima de nuestras cabezas.

A la mañana siguiente, a pesar de un ligero dolor de cabeza, me encontraba en mi


puesto poco después del amanecer. Lo mismo hicieron Joe y Sergei, los dos
aparentando disponerse para una tranquila jornada de pesca. Los saludé alegremente
mientras subía a la Langosta. Y una complaciente grúa me depositó en el lugar
preciso.
Al otro lado, donde Joe no pudiera verla, se encontraba la parrilla de repuesto.
Luego de haberme sumergido unas brazas, la levanté de su soporte y la llevé a las
profundidades de la Fosa de Trinco donde a media tarde la había colocado en su lugar
sin dificultad alguna. Antes de salir de nuevo a la superficie, los pernos quedaban
asegurados y la soldadura efectuada mientras los ingenieros instalados en la playa
habían dado fin a sus pruebas de continuidad.
Fue todo un éxito, conseguido con rapidez y limpieza. Para cuando me hallaba de
nuevo en el puente, el sistema soportaba otra vez la potencia, todo funcionaba
normalmente e incluso Karpukhin sonreía… hasta que empezó a formularse
preguntas que nadie hasta entonces había podido contestar.
A falta de otra teoría mejor, yo seguía defendiendo el supuesto de un
desprendimiento de rocas. Y esperaba que los rusos lo aceptasen y terminara así aquel
tonto juego de tira y afloja que estábamos practicando Joe y yo.
Pero cuando vi a Shapiro y a Karpukhin acercarse a mí con aire contrito
comprendí que no había habido suerte.
—Klaus —me dijo Lev—. Queremos que bajes de nuevo.

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—Bueno. Ustedes son los que pagan —repuse—. ¿Qué tengo que hacer?
—Hemos examinado la parrilla dañada. Y falta una sección del termoelemento.
Dimitri cree que… alguien… lo rompió deliberadamente y se lo llevó.
—Pues lo han hecho de un modo chapucero —repuse—. Y, desde luego, les
aseguro que no ha sido ninguna persona de mi equipo.
Karpukhin no se reía nunca. Así que no me sorprendió que tampoco lo hiciese
esta vez. Pero Lev continuaba asimismo muy serio. Y en cuanto a mí, distaba mucho
de sentirme jovial e incluso empezaba a pensar que quizás el suspicaz Mr. Karpukhin
no anduviera muy descaminado.
El sol se estaba poniendo en un esplendoroso crepúsculo tropical cuando inicié mi
última inmersión de aquel día en la Fosa de Trinco. Pero la noción de «final de
jornada» no tenía ningún significado allí porque por debajo de los quinientos metros
siempre está oscuro. Me sumergí hasta rebasar los setecientos metros sin utilizar las
luces porque me gusta observar a los seres fosforecentes marinos cuando revolotean y
van de un lado para otro en las tinieblas, explotando a veces como cohetes delante
mismo de la ventanilla de observación. En aquellas despejadas aguas no existe
peligro de colisiones y, de todos modos, disponía del sonar panorámico que me
advertía de cualquier peligro mucho mejor que mis propios ojos.
Cuando estaba a punto de alcanzar los ochocientos metros, noté que algo no
marchaba bien. El fondo empezaba a aparecer en la sonda vertical, pero con
demasiada lentitud, lo que significaba un descenso en extremo pausado. Podía
incrementar mi velocidad inundando otro de los tanques de flotación, pero me resistía
a hacerlo. Porque en mi trabajo, todo aquello que se sale de lo normal necesita ser
explicado. Y en tres ocasiones había salvado la vida al esperar que dicha explicación
se produjese.
Fue el termómetro el que me dio la respuesta. La temperatura exterior era cinco
grados más alta de lo habitual, mas para disgusto mío, había tardado algunos
segundos en comprobarlo. Mi única excusa era la de no haber tenido la oportunidad
de inspeccionar la parrilla desde que la pusimos en funcionamiento.
Un par de cientos de metros por debajo de mí, la parrilla, después de haber sido
reparada, estaba funcionando a pleno rendimiento, produciendo megavatios de calor
mientras trataba de equilibrar la diferencia de temperatura entre la Fosa de Trinco y la
Presa Solar que funcionaba en tierra. Desde luego, no lo iba a conseguir; pero
mientras lo intentaba estaba generando electricidad y yo era impulsado hacia arriba
en el geiser de agua caliente que se producía de manera incidental.
Cuando logré finalmente alcanzar la parrilla, me fue sumamente difícil que la
Langosta resistiera a la presión ascendente, y empecé a sudar a raudales mientras el
calor iba inundando la cabina. Experimentar semejante calor en las profundidades
submarinas era una experiencia completamente nueva para mí. Y lo mismo se podía

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decir del efecto de espejismo que ocasionaba el agua al ascender, lo que hacía que la
luz de mis focos se dispersara y temblara sobre la cara rocosa que estaba explorando.
Podéis imaginaros mi situación, con las luces encendidas, a mil metros de
tenebrosa profundidad y desplazándome lentamente a lo largo de la pared del cañón
que en aquellos parajes era tan inclinada como el tejado de una casa. El elemento
perdido no podía haber ido muy lejos antes de descansar de nuevo en el suelo
marino… si es que en realidad se encontraba todavía por allí. Si no lo encontraba en
un plazo de diez minutos, podía darlo por perdido definitivamente.
Transcurrida una hora de búsqueda, lo único que logré encontrar fueron varias
bombillas rotas —es asombroso el número de éstas que son arrojadas por los barcos,
los fondos marinos de todo el mundo están llenos de ellas—, una botella de cerveza
vacía, lo que implica el mismo comentario de antes, y una bota completamente
nueva. Aquello fue lo último que descubrí…
… hasta darme cuenta de que no estaba solo.
No había desconectado en ningún momento el sonar de exploración porque
incluso cuando no me muevo o estoy ocupado en cualquier otra cosa, siempre echo
una ojeada a la pantalla por lo menos una vez cada minuto para ver qué ocurre por los
alrededores. Lo que sucedía en aquel momento era que un objeto de grandes
dimensiones, por lo menos del tamaño de la Langosta, se aproximaba desde el Norte,
Cuando lo detecté se hallaba a unos doscientos metros y continuaba acercándose.
Apagué mis luces, desconecté los propulsores que habían estado funcionando a poca
velocidad para mantener la estabilidad en aquellas aguas turbulentas y dejé que la
Langosta se desplazara a la deriva, llevada por la corriente.
Aunque estuve tentado de llamar a Lev Shapiro para informarle de que tenía
compañía decidí esperar hasta que dispusiera de una información más concreta. Sólo
tres regiones administrativas en todo el planeta poseían sumergibles capaces de
operar a aquellas profundidades, y yo mantenía excelentes relaciones con todos ellos
y estaba en estrecho contacto con la mayor parte de sus tripulaciones. No era, pues,
prudente actuar con precipitación exponiéndome a provocar algún innecesario
conflicto político.
No quise que se advirtiera mi presencia. Y como cualquiera que actuase a aquella
profundidad necesitaba utilizar luces, me propuse detectar su proximidad antes de
que ellos me vieran a mí. Aunque me sentía ciego sin la ayuda del sonar, lo apagué a
regañadientes y me dispuse a valerme tan sólo de mis ojos. Quizá fueran
imaginaciones mías, pero me pareció como si una música sutil resonara extrañamente
contra la quilla de mi nave. Volví a comprobar el sonar y a ponerlo en actitud pasiva.
Aquel sonido musical se hizo cada vez más intenso. Aguardé en mi pequeña y
silenciosa cabina, forzando la vista para penetrar la oscuridad externa,
manteniéndome tenso y alerta aunque no preocupado en exceso.

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Lo primero que vi fue un velado resplandor procedente de una distancia
indefinida que fue aumentando aunque sin revelar ninguna forma concreta que yo
pudiera reconocer. La claridad se disolvía en una multitud de puntos diversos hasta
darme la impresión de que una constelación entera navegaba hacia mí. Tal era el
aspecto que debían tener los cúmulos de estrellas de la galaxia vistos desde algún
mundo cercano a la Vía Láctea.
Aquella imagen mental me trajo a la memoria enseguida una correlación; la
forma de la enorme nave espacial alienígena con su brillo diamantino cuando se
aproximaba a nuestro mundo, aunque en realidad no había nada en que apoyar
semejante asociación de ideas.
No es cierto que la gente se asuste de lo desconocido. Lo que verdaderamente nos
espanta es lo que vemos o lo que experimentamos. Mientras por una parte era incapaz
de imaginar la naturaleza de aquel objeto, por otra estaba seguro de que, fuese lo que
fuese, ningún ser procedente del mar podría causarme daño mientras me mantuviera
protegido por diez centímetros de excelente blindaje suizo.
La «cosa» estaba ya prácticamente sobre mí, brillando con luz propia, cuando de
pronto se dividió en dos núcleos separados que lentamente se fueron situando al
alcance de mi visión… aunque no de la de mis ojos porque siempre la había
distinguido con claridad, sino de mi visión mental. Y en seguida comprendí que una
combinación de belleza y de espanto se estaba materializando frente a mí, surgiendo
de las profundidades del abismo marino.
Sentí una oleada de terror cuando me di cuenta de que los seres que se acercaban
eran calamares, y los relatos de Joe acudieron a mi mente. Pero luego, con una
intensa sensación de decepción, observé que sólo tenían unos siete metros de
longitud, es decir, apenas un poco más que mi Langosta y tan sólo una fracción de la
masa de ésta. Por lo tanto no me podían causar daño alguno.
Aparte de ello, su indescriptible belleza los despojaba de toda sensación de
amenaza.
Puede parecer una tontería, pero es verdad. En el curso de mis viajes, he podido
observar a la mayoría de los animales del mundo submarino, pero ninguno de ellos
podía compararse a las luminosas apariciones que flotaban ante mí. Las luces de
diversos colores que latían y se desplazaban a lo largo de sus cuerpos parecían
envolverlos en un manto de joyas cuyo cambiante aspecto no se prolongaba más allá
de dos segundos. Algunos grupos adoptaban un color azul esplendoroso como arcos
de mercurio, para cambiar casi instantáneamente a un encendido rojo neón. Llevaban
los tentáculos tendidos hacia delante, como ristras de fulgurantes cuentas o como las
hileras de luces en una pista de aterrizaje cuando se la ve desde el aire por la noche.
Apenas discernióles tras aquel fulgor de fondo, destacaban sus enormes ojos
amarillos, extrañamente humanos e inteligentes a pesar de las gatunas pupilas

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hendidas, rodeadas por una diadema de perlas.
Lamento no ser capaz de describir mejor a aquellos seres. Sólo un videograma de
alta resolución hubiera hecho justicia a tales caleidoscopios vivientes. No sé cuánto
tiempo los estuve observando, tan embebido en su increíble belleza que estuve
incluso a punto de olvidar la misión que me había llevado allí. Pero no debo
olvidarme de la música que emitían. Las complejas armonías que repercutían en la
Langosta no tenían nada que ver con los murmullos de los peces ni con los bramidos
o los silbidos de las grandes ballenas.
Pronto tuve el convencimiento de que aquellos delicados y susurrantes tentáculos
no habían podido en modo alguno deteriorar la parrilla. Para mí estaba bien claro. Sin
embargo, la presencia de semejantes criaturas en aquel paraje no dejaba de resultar
por lo menos extraordinariamente curiosa. Karpukhin la hubiera considerado
altamente zuzpizhus, o como se diga en ruso.
Estaba a punto de comunicar con la superficie cuando caí en la cuenta de algo que
me había pasado inadvertido hasta entonces, aunque lo había tenido ante mis ojos…
Los calamares hablaban entre sí.
Aquellas formas evanescentes no se movían al azar. Sus desplazamientos tenían
un significado tan concreto como los anuncios luminosos de New Broadway o de Old
Piccadilly. Cada pocos segundos se formaba una imagen, pero cuando la misma
estaba a punto de tener sentido para mí, desapareció antes de que hubiera podido
captar su significado.
Naturalmente sabía que incluso el pulpo común demuestra cambios emocionales
mediante repentinas variaciones de color. Pero lo de ahora era muchísimo más
inteligente, una comunicación real; dos impulsos eléctricos vivientes se transmitían
mensajes.
Mis dudas se desvanecieron. No soy un científico, pero en aquellos momentos
compartí las sensaciones que un Leibniz, un Einstein o un Aggasiz debieron sentir en
el momento de revelárseles una noción trascendental. Percibí la imagen de la
Langosta como envuelta en un halo evanescente y a la vez concreto. Aquello me iba a
hacer famoso.
Las imágenes que estaba creyendo ver, o mejor dicho, que estaba viendo con toda
nitidez sobre la piel estremecida de los calamares cambiaron de un modo ahora muy
curioso. La Langosta reapareció, aunque algo más pequeña. Y, junto a ella, de un
tamaño aún menor podíanse ver dos extraños objetos, dos puntos brillantes rodeados
de diez líneas formando radios.
Como dije antes, nosotros los suizos estamos dotados para los idiomas. Pero
necesité algo más que eso para deducir que aquello era una forma empleada por los
calamares para retratarse a sí mismos… y que lo que acababa de ver, antes de que se
desvaneciera para siempre, era un sencillo diagrama de la situación en que nos

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encontrábamos.
Pero en seguida me formulé la inquietante pregunta de por qué empleaban los
calamares una imagen tan absurdamente pequeña para representarse a sí mismos.
¿Eran en realidad calamares? Su exhibición lumínica me había distraído de otras
consideraciones anatómicas que los presentaban como no demasiado parecidos a
otros ejemplos familiares para nosotros de su familia biológica.
Pero no tuve tiempo para reflexionar sobre aquella cuestión. Un nuevo símbolo
acababa de aparecer en las pantallas vivientes. Esta vez era enorme, anulando casi por
completo a los demás. El mensaje resplandeció en aquella noche eterna durante unos
segundos antes de que uno de los dos seres que lo desplegaban se alejara a velocidad
tan increíble que mi sonar registró las corrientes provocadas por su reactor acuático.
Su compañero se quedó solo.
El significado de aquella acción me pareció evidente.
«¡Dios mío! —exclamé para mis adentros—. Creen que no pueden conmigo. Y a
ése lo han enviado en busca del hermano mayor». Yo tenía una noción mucho más
clara del «hermano mayor» que la de Joe con sus anécdotas, no obstante sus
investigaciones y sus recortes de diarios. Así que no les sorprenderá cuando les diga
que, al llegar a semejante situación, decidí no permanecer más en aquellos parajes.
Sin embargo, antes de alejarme de allí, intenté comunicarme de algún modo con
aquel ser.
Después de haber permanecido en la oscuridad durante tanto tiempo había llegado
a olvidarme de la potencia de mis focos. Su luz me irritaba los ojos y debió ser un
verdadero tormento para el desgraciado calamar que se encontraba frente a mí.
Traspasado por aquel intolerable fulgor, con su propia iluminación gravemente
disminuida, perdió de pronto toda su belleza para convertirse en sólo una pálida bolsa
de gelatina gris en la que sobresalían los dos grandes botones negros de sus ojos. Por
un instante se quedó paralizado por la sorpresa y en seguida se lanzó en pos de su
compañero.
Me elevé a la superficie hendiendo las aguas oscuras como un globo liberado de
la mano de un niño, dirigiéndome a un mundo que nunca volvería a ser el mismo de
antes.

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Los recuerdos de Klaus Muller continúan así:
Signos evidentes de consternación se produjeron en las cadenas de vídeo. Y así lo
pude comprobar a los pocos minutos de haber sacado la cabeza por la escotilla de la
Langosta.
Todo el mundo sabía que una nave alienígena andaba por las inmediaciones de la
Tierra. La noticia tenía varios días de antigüedad. Pero si la nave no iba a estrellarse
contra nosotros ¿a quién le importaba? Sin embargo, ahora la cosa había cambiado.
Las nuevas más recientes indicaban la presencia de otra nave alienígena en el cielo, al
parecer idéntica a la primera, que había hecho su aparición en el Cinturón Principal y
que ahora aceleraba en un curso convergente con la primera, lo que representaba que
ambas acabarían por… chocar entre sí.
A los del centro de Control de Trinco aquello les importaba muy poco por
considerar que era asunto de los astrónomos. Tanto Lev Shapiro como sus colegas
eran ingenieros de energía y su atención se concentraba exclusivamente en el sector
de los océanos.
—Ya he dado con el saboteador —informé a Karpukhin en cuanto la tripulación
me hubo sacado de la Langosta—. Si quiere saber todos los detalles dígale a Joe
Watkins que venga.
Aquello no era precisamente lo que Karpukhin hubiera deseado oír de mí. Lo dejé
que sudara un par de segundos mientras yo disfrutaba observando la fascinadora
gama de expresiones que se pintaba en su cara. Y enseguida le di mi informe…
ligeramente retocado.
Dejé entrever, aunque sin asegurarlo de manera precisa, que los dos calamares a
los que me había enfrentado disponían del potencial suficiente como para ser los
causantes de los daños sufridos por la parrilla. Pero no mencioné la conversación que
había… digamos escuchado. Aquello hubiera provocado incredulidad y yo deseaba
disponer de algún tiempo para reflexionar sobre la cuestión y atar los cabos sueltos.
Es decir, si es que podía.

Esta mañana hemos empezado a aplicar nuestra contraofensiva. Me voy a


sumergir en la Fosa de Trinco llevando los grandes focos que, según Lev Shapiro,
mantendrán a raya a los calamares. Pero ¿durante cuánto tiempo podremos hacer uso
de nuestro ardid si hay seres inteligentes en las profundidades?
Anoche, poco después de haber terminado de preparar la Langosta para la
inmersión de hoy, me informaron de que otra nave alienígena había sido avistada,
perfectamente idéntica a las dos anteriores, y de que aceleraba su velocidad después

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de haber partido del Cinturón Principal. Pero el relato era algo confuso y
probablemente tenía su origen en algunos rumores sin fundamento.
Esta mañana se han propalado algunos más, en los que se mencionan nuevas
naves procedentes de Venus, de Neptuno y de Urano. No puedo permitir que esas
noticias me afecten. Así que he intentado concentrarme estrictamente en la misión
que he de llevar a cabo.

Anoche conseguí que Joe se encontrara conmigo en el bar del hotel. Me había
propuesto hacerle jurar que guardaría el secreto, pero en seguida me di cuenta de que
mi problema era otro. Estaba desesperado por hacerle desistir de sus continuas
divagaciones acerca de naves de tamaño planetario y del momento en que los
alienígenas chocarían entre sí, etcétera, y necesitaba urgentemente llevarlo de nuevo a
la senda del Calamar Gigante.
Necesité cosa de medio litro de whisky para lograr mi propósito.
Joe me proporcionó una inestimable ayuda aunque hasta ahora sabe tan poco de
mis descubrimientos como los propios rusos. Me abrumó con detalles sobre el
admirablemente desarrollado sistema nervioso de que disponen los calamares y me
explicó que algunos de ellos, los de menor tamaño, pueden cambiar de aspecto en un
instante, valiéndose de una especie de método impresor a tres colores basado en la
extraordinaria red de «cromóforos» que les recubre el cuerpo. Posiblemente dicha
condición proceda de su facilidad para el camuflaje que, de un modo natural, puede a
su vez convertirse en un sistema de comunicación. Quizá todo ello haya sido
inevitable si se tienen en cuenta las posibilidades que en dicho sentido existen en el
sistema evolutivo.
Una cosa tenía preocupado a Joe.
—¿Qué estarían haciendo los dos calamares en las inmediaciones de la parrilla?
—me preguntó una y otra vez con aire lastimero—. Son invertebrados de sangre fría
y en consecuencia evitan toda fuente de calor del mismo modo que rechazan la luz.
Aquello tenía perplejo a Joe, pero no a mí. Porque a mi juicio ahí reside la clave
de todo el misterio.
Ahora estoy seguro de que aquellos calamares se encontraban en Trinco por la
misma razón por la que hay humanos en el Cinturón Principal, o en Mercurio. O por
la que Forster y su tripulación fueron a Amaltea. Nada más que una pura y simple
curiosidad científica. La parrilla de energía había hecho salir a los calamares de sus
profundas guaridas heladas a fin de investigar el geiser de agua caliente que de
improviso había brotado de las laderas del cañón, fenómeno inexplicable y extraño
que posiblemente constituía una amenaza para ellos.
Y habían convocado a sus gigantescos parientes, quizá sus servidores o sus
esclavos, para que les llevasen una muestra con el fin de estudiarla.

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No podía creer que pensaran llegar a alguna conclusión después de examinar
aquella muestra. En realidad, en una época tan reciente como un siglo atrás, ningún
científico de la Tierra hubiera sabido qué hacer con un pedazo de la parrilla
termoeléctrica. Pero los calamares lo intentan y eso es lo que importa.
Mientras dicto esto, prosigo mi apacible descenso. Mis pensamientos vuelven al
paseo que di anoche bajo los antiguos baluartes de Fort Frederick, viendo cómo la
luna ascendía sobre el océano Índico. No pude menos que reflexionar acerca del
logro de nuestra raza al poner sus pies en el cercano satélite hace apenas un siglo, tras
tantos años de soñar y planear… para en seguida desparramarse por los planetas, las
lunas y los planetoides de todo el sistema solar y enfrentarse con hechos tan insólitos
como el de despertar a los alienígenas de Júpiter. Y todo en tan corto espacio de
tiempo, en un instante tan imperceptible… cronológicamente hablando.
Después de todo, quizás acceda a que Joe utilice mis divagantes meditaciones, ese
«seguir el flujo de la mente» al estilo de Joyce —siempre y cuando todo funcione
bien, naturalmente— en ese libro que se obstina en que yo tengo que escribir. Pero si
las cosas no marchan como es debido…
¡Hola, Joe! Te estoy hablando a ti. Hazme el favor de preparar este texto para que
sea publicado del modo que mejor te parezca. Y os pido perdón a ti y a Lev por no
haberos suministrado todos los datos con anterioridad. Estoy seguro de que ahora
comprenderéis la causa.
Pase lo que pase, recordad una cosa, por favor: esos seres son bellos y
maravillosos. Intentad llegar a un acuerdo con ellos, si es posible…

El día en que Muller efectuó su última inmersión, sólo añadió una frase parcial a
lo ya escrito, como consta en este memorándum de Lev Shapiro que lleva la misma
fecha:
TRANSMISIÓN URGENTE (con identificación y código horario).
DIRIGIDA A: Ministerio de Energía y Recursos Energéticos, Tratado de Alianza
Continental del Norte. La Haya.
PROCEDENCIA: L. Shapiro, ingeniero jefe del Proyecto de Energía
Termoeléctrica de Trincomalee.
En documento anexo figura la transcripción completa del chip hallado en la
cápsula de eyección del sumergible de Muller, la Langosta. Dicha transcripción
concluyó en la fecha y hora que se especifican. La búsqueda por control remoto del
sumergible quedó interrumpida hace diez minutos por la inexplicable ruptura del
videoenlace submarino.
Siguen algunas indicaciones interpretativas al respecto. Estamos agradecidos a
Mr. Joe Watkins por su ayuda en diversos aspectos. El último mensaje inteligible de
Mr. Muller iba dirigido a Mr. Watkins y decía así: «¡Joe! ¡Tenías razón en lo de

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Melville! Este ser es verdaderamente gigan…».

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—No es posible reprocharle a Muller la confusión que sintió —dice Forster—. Al
fin y al cabo hizo cuanto le fue posible para concentrarse en su labor submarina,
ignorando deliberadamente los acontecimientos que se estaban produciendo en los
cielos. Desde luego, nuestra sorpresa fue tan grande como la suya…

Angus McNeil fue el primero de nosotros en despertar y liberarse de los


tentáculos vitales de la medusa. Naturalmente, no tenía idea de dónde se encontraba
porque había estado durmiendo desde la caída de Marte.
En términos de tiempo cronológico aquello representaba sólo unos años más de
los que yo había dormido, pero en tiempo real habían transcurrido más de mil
millones de años. No había nadie allí capaz de amortiguar su recuperación de la
conciencia y naturalmente lo sorprendió descubrir a la Langosta de titanio
brillantemente pintada de Klaus Muller posada en medio del no muy amplio espacio
dentro de la medusa destinado a los humanos. Pero, aun así, tuvo tiempo para
examinar el enorme artilugio. Angus se había enfrentado a la muerte en más de una
ocasión y tales experiencias le hacen apto para tratar muchos asuntos al mismo
tiempo.
Al atisbar por la redonda escotilla de observación de la Langosta, Angus pudo ver
cómo Muller lo miraba a él, a su vez rígido de terror, preguntándose quién sería aquel
ser que lo estaba espiando. Porque ninguno de nosotros tenía un aspecto demasiado
agradable tras los siglos pasados bajo el agua. Según su relato, Angus pasó los
minutos siguientes intentando convencer al ingeniero suizo de que no tenía nada que
temer si salía de allí.
Por entonces, los demás habíamos empezado a levantarnos y a salir de la cámara
de inmersión para pasar a la célula central de la medusa, tan húmedos, pálidos y
arrugados como la piel de una ciruela. Por lo que a mí respecta, no sentía el menor
atisbo de energía ni de entusiasmo. Echaba de menos a Troy y a Redfield para que
suavizaran nuestra transición. Los demás tenían un aspecto tan lastimoso como el
mío. La pobre Marianne era la que ofrecía una estampa más patética. Sus
penalidades, técnicamente sucedidas mil millones de años atrás, seguían presentes en
su memoria.
Nos encontramos frente a Muller, un ciudadano suizo rubio y acicalado, un tanto
obeso y con gafas de montura metálica sentado al borde de la escotilla de su feo y
achatado sumergible, evidentemente asombrado ante nuestro aspecto.
—¿En qué fecha estamos? —le pregunté jadeando y atragantándome. Empezó a
decirme el año con voz imprecisa pero yo lo interrumpí—. No, no. Dígame el mes y

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el día.
Así lo hizo. Era la fecha que yo deseaba oír. Estábamos en el equinoccio de
primavera; el día en que habíamos cruzado la órbita de la Tierra en nuestra era.
—¡A la superficie! —ordené.
Aquello espantó a Muller hasta el punto de introducirse otra vez parcialmente en
su sumergible.
—Si sienten lo mismo que yo —dije a los otros— tendrán deseos de oler el aire
terrestre y ver nuestro cielo de nuevo, aunque éste sea el último momento de nuestra
realidad.
Probablemente no supieron a qué me refería, pero me dejaron obrar a mi manera.
Volví al agua el tiempo suficiente para hablar con nuestros invisibles compañeros
amalteanos, que había sentido cómo controlaban la medusa con su lenguaje basado en
zumbidos y en siseos.
Salimos del agua al atardecer, y nos mantuvimos sobre la bahía a poca altura,
siguiendo la línea de la costa. El enorme tamaño de la medusa causaba sensación y
así lo expresaron numerosos periódicos locales; pero no fue hasta la mañana siguiente
cuando las fuerzas de defensa local enviaron a un helicóptero para que nos observara
de cerca. Otras muchas cosas habían sucedido durante la noche: tumultos, pánico,
colectivo, e histeria política y religiosa inspirada por los múltiples espejos aparecidos
en el cielo…
Por la transparente claraboya de la medusa vimos un firmamento fantástico que se
extendía por encima de nosotros. El pálido sol no se había puesto aún por completo y
la noche estaba todavía algo distante. La cúpula celeste resplandecía plena de globos
más brillantes que las estrellas que, dejando un rastro de llamas, se dirigían hacia el
sol ya en el ocaso.
—¡Diosa! —me oí exclamar a modo de interjección. Era una costumbre que
había adoptado cuando estaba en la Edad del Bronce. Y tuve una clara conciencia de
la impresión que ocasionaba a los demás—. ¿De dónde vienen?
—¿A qué se refiere? —preguntó Jo Walsh.
—A las naves-universo —le respondí.
Porque de improviso me había dado cuenta de las asombrosas implicaciones que
conllevaba lo realizado por Thowintha.
Recuerdo que alguien intervino con gran vehemencia para manifestar:
—El principio de la incertidumbre sólo debe considerarse válido en el ámbito del
micromundo.
A lo que el otro objetó:
—Penetramos en el agujero negro una y otra vez. Y por dicha causa hemos
aumentado lo que era inseguridad microscópica hasta elevarlo a una escala
macroscópica; es decir, a la incertidumbre manifiesta y visible.

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Otro de los reunidos… me parece que se trataba de Jo, me preguntó:
—¿Esperaba usted esto, Forster?
—Lo que yo espero es lo que Troy y Redfield llamaron «reducción estado-
vector» —repuse—. Hablaron de naves-universo en plural. No de millares sino de
millones. Me parece que todas las posibles consecuencias de la espiral del tiempo han
de encontrarse ahí.
—¿Todas? ¿Y qué hay de Nemo? ¿Cuenta todavía con alguna posibilidad?
La pregunta procedía de Bill Hawkins, que parecía estar en posesión de un sexto
sentido por lo que a preguntas fastidiosas se refiere.
—No importa porque todas se encuentran en vías de destrucción —intervino
Angus—. Se van a aniquilar unas a otras.
—Eso por lo que respecta a ellas. Pero ¿y nosotros? —quiso saber Jo.
Sin embargo, nadie supo darle una respuesta.
Lo que tuvo lugar durante aquella noche fue una de esas discusiones medio
empíricas, medio matemáticas medio físicas y medio filosóficas. Por mi parte, me es
imposible recordar exactamente de cuántas de aquellas mitades participaba. Sólo
puedo evocar ahora cierto sentimiento de confusión, en el que figuraba mi cariño por
aquellas personas a las que el azar había reunido para participar en un destino común.
Lo que más vivamente ha quedado grabado en mi memoria es la visión de las
aguas oscuras que se extendían bajo nosotros y el resplandeciente sol arriba en el
cielo. Me parece ver también a Klaus Muller encaramado en su ya inservible aparato
de inmersión, mientras su reticencia se iba desvaneciendo poco a poco al escuchar
extasiado nuestro surrealista debate.
A mi juicio, Thowintha había participado en el juego y había salido perdedor o
perdedora. Nos había secuestrado y vuelto a llevar a Venus para rescatar a la facción
adaptacionista antes de que ésta fuera destruida por sus rivales, hecho del que debió
ser testigo en su forma primera. Sus extensos recuerdos indicaban que nosotros los
Designados habíamos representado un papel importante en su salvación y en la de los
demás de su especie, pero los detalles distaban mucho de quedar claros. El-ella creía,
o al menos así lo imaginaba yo, que los tradicionalistas seguirían sencillamente su
camino dejando que organizáramos el sistema solar a nuestra imagen.
Pero los hechos no se desenvolvieron de ese modo. En primer lugar, Nemo y los
tradicionalistas intentaron destruirnos, incluso quizás en más de una ocasión. Pero
luego llegaron a la conclusión de que era imposible, dentro de la espiral del tiempo. Y
decidieron que debían enfrentarse a nosotros en el origen. Y también comprendieron,
o al menos Nemo lo hizo, que era preciso esforzarse para que dicho origen fuera
reproducido de una manera lo más exacta y precisa posible.
Bill me interrogó con rigor. Dijo que comprendía perfectamente por qué Nemo y
sus alienígenas habían fallado en su intento de acabar con nosotros. La causa era que

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Thowintha nos había multiplicado; nos había reproducido como en una
fotocopiadora, por así decirlo. Pero ¿por qué era preciso reproducir las condiciones
del origen de una manera tan perfecta para destruirnos de una vez para siempre?
Jo acudió en mi ayuda.
—Imagine un sencillo experimento —explicó—. Un fotón es proyectado contra
un espejo plateado en sólo su mitad. Una mitad también de la información sobre el
fotón atraviesa el espejo mientras que la otra es deflectada. Más adelante, esta
información se recombina. ¿Cuál ha sido la trayectoria seguida exactamente por el
fotón?
—Las dos, evidentemente —dijo Bill—. Podemos afirmarlo basándonos en el
hecho en sí. Pero podía haberse instalado un detector en una de las dos trayectorias.
Si se detectaba en ella un fotón es que había discurrido por allí. De lo contrario, es
que adoptó la otra ruta.
—Se puede divagar sobre esto pero de un modo bastante aproximado —expresó
Jo—. Ahora supongamos que en el camino de esas trayectorias alguien ha colocado
más espejos a medio platear, de tal modo que la información acerca de los
movimientos de los fotones se multiplique. O dicho de otro modo: que las
trayectorias potenciales se hayan multiplicado.
—De acuerdo. Pero por eso es por lo que Nemo no nos puede eliminar —afirmó
Bill convencido.
—Supongamos que necesita realmente aplastar ese fotón —persistió Jo—.
¿Cuándo tendrá que intervenir?
—Después de efectuarse la recombinación —fue la respuesta de Bill.
—Demasiado tarde —opiné—. Ha apostado por una de las trayectorias; por una
de las alternativas… y en ello reside su única esperanza de sobrevivir. Necesita
impedir que los demás lleguen siquiera a materializarse.
—¿Y por qué no antes de alcanzar el espejo? —preguntó Angus.
Bill se volvió hacia él con aire desdeñoso.
—Eso está bien por lo que respecta a un fotón. Pero, en nuestro caso, cualquier
tiempo situado antes del origen figurará en el interior de la espiral del tiempo. Es eso
lo que Nemo intenta que adviertan esas otras versiones de la trayectoria antes de que
alcancemos el espejo. —Hizo una pausa y todos pudimos ver cómo la comprensión
se reflejaba en su rostro. Había llegado a ella por sí mismo—. El momento del origen
—afirmó—. El momento en que el fotón incide en el espejo…
Troy, Redfield e incluso Thowintha sabían tan bien como Nemo cuándo se iba a
producir el momento decisivo. El resultado sería un dato estadístico, desprovisto de
toda garantía. Pero imaginaban que lograríamos sobrevivir. Lo que planteaba un
problema de índole práctica. ¿Dónde nos ocultaríamos?
El paraje más profundo de la Tierra se encuentra en la Fosa Challenger de la

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Trinchera de las Marianas, que alcanza los 10.915 metros bajo el nivel del mar, es
decir, sólo unos once kilómetros. Y la nave-universo mide treinta kilómetros de
diámetro.
Una versión, la nave-Ur o una de sus últimas sustitutas, estaba ya en órbita
alrededor de Júpiter. La nuestra había ido a ocultarse en el Cinturón Principal
protegiéndose tras una espesa capa de regolito desprovista de todo valor… Pero a
causa de su considerable tamaño figuraba entre los primeros asteroides descubiertos
gracias a un telescopio primitivo. En nuestra era, aquel asteroide había resistido las
tentativas de dos expediciones de prospección. Y en ambas había logrado que lo
considerasen inútil para fines comerciales.
Thowintha y sus miríadas de compañeros se habían aposentado para dormir, una
vez más. En el océano Índico, el paraje más vacío de la Tierra, nosotros nos
dispusimos asimismo a dormir en nuestra medusa. Habíamos procurado instalarnos
en un lugar y en un tiempo en los que Nemo no nos pudiera molestar. Tendríamos que
esperar dos mil años para ver cómo acababa todo. Nuestra tripulación amalteana fue
la primera en despertar.
Como ya he resaltado, los amalteanos viven y respiran comunicación. E incluso
se puede decir que esas magníficas inteligencias se vuelven un tanto confusas en
ausencia de sus compañeros. Mientras nosotros los humanos dormíamos sumidos aún
en la paz de nuestra inconsciencia, los dos miembros de la tripulación estaban ya
explorando. Y pronto se sintieron atraídos por la parrilla del proyecto de energía
calórica de Trineo-malee. El informe de Klaus Muller aportó indicios de lo que
sucedió después.
Algunos días más tarde, cuando nuestros tentaculares amigos dieron con el
sumergible de Muller, sufrieron una conmoción rayana en el pánico. Pero, a bordo de
la medusa, nosotros los humanos seguíamos sumidos en un profundo sueño que nos
hacía vulnerables. ¿Reunirían otros humanos una flota de navíos submarinos con la
que atacarnos? A los amalteanos les preocupaba la posibilidad de que se hubiera
traicionado su confianza basada en que debíamos permanecer incólumes hasta el
momento de la reducción al estado vector.
Convocaron con toda rapidez a la medusa para adueñarse de Muller, y cuando
éste se sumergió otra vez, lo esperaron para apoderarse de él y de su Langosta. Por
las últimas palabras que transmitió por el comenlace comprendimos que se
equivocaba con respecto al objeto que lo estaba atacando, horrible sin duda a sus
ojos, y que afirmó era un calamar gigante. El pobre Muller sólo tuvo tiempo para
lanzar una cápsula de comunicación de urgencia antes de que su máquina fuera
capturada.
Finalmente, nuestra tentativa para entender el motivo de aquellos apuros tocó a su
fin. Brillantes franjas lumínicas se extendían por un cielo cuajado de estrellas por

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encima de nuestras cabezas. Y, al igual que cometas, convergían hacia el sol
finalmente invisible por haberse puesto tras el horizonte occidental bordeado de
palmeras.
Marianne habló por vez primera y su voz sonó como un triste y tranquilo
murmullo en la noche.
—¿Cuándo sabremos que hemos muerto? —preguntó.
Me volví hacia Klaus Muller, que nos había estado observando desde el borde de
su Langosta como si fuéramos los más extraordinarios ejemplos de vida submarina
exótica que hubiera visto jamás. En aquellos momentos noté que me compadecía de
él, porque aunque no sea famoso precisamente por mi sofisticación psicológica,
reconocía el esfuerzo que estaba realizando para conservar la cordura.
—¿Qué hora es? —pregunté.
Él era el único entre nosotros que podía saberlo. Miró su cronómetro y me dijo la
hora, incluidos los segundos.
—No estamos muertos aún —comuniqué a Marianne—. El caso parece haberse
decidido en nuestro favor.
—¿Viviremos? —preguntó.
—¿Quiere decir que ésta es la única realidad? —inquirió Angus.
—La verdad es que nunca lo sabremos —respondí—. Para cuando las múltiples
versiones de la realidad lleguen a Némesis todos habremos fallecido de muerte
natural.
Lo pensaron durante unos segundos. Pero sólo Angus y Jo poseían la suficiente
claridad mental como para entenderme. Cuando Hawkins empezó a discutir otra vez,
aunque no por convicción sino por pura terquedad, Angus lo interrumpió:
—Propongo que nos arreglemos un poco y nos tomemos unas copas —sugirió.
En el transcurso de los siglos que he vivido, y aunque hayan sido sólo unos pocos
días, jamás he rechazado un buen licor producto de la destilación o de la
fermentación. Pero esta vez dejé que Angus, Jo, Bill y Marianne bajaran a tierra sin
acompañarles. No estaba aún en condiciones de compartir con ellos las delicias de
aquellas libaciones ni sus contactos con los funcionarios de aduanas. Y, al parecer,
también Klaus Muller compartía mis reticencias.
—Quiero decirle algo, profesor —me indicó cuando los demás se hubieron ido.
—Llámeme Forster —propuse.
—¿Forster?
—Sí, Forster. Considérelo mi nombre de pila.
—Como quiera —repuso.
Pero se quedó otra vez silencioso y me dije que acaso mi impaciencia lo había
alarmado.
—Bien… —lo animé intentando parecer afable y tranquilo, sin atisbo alguno de

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amenaza hacia él.
—¿Cómo cree que he llegado a esta nave? —me preguntó.
—¿Lo trajeron los amalteanos? —pregunté con aire fatigado sin esperar una
respuesta que me sorprendiera.
—Cuando esta cosa a la que llaman medusa se acercó a mi Langosta pensé que se
trataba de uno de esos calamares gigantes de Joe, que venía dispuesto a devorarme. Y
redacté lo que equivale a mis últimas voluntades o testamento.
—Ya nos lo ha dicho.
Me miró a través de sus gafas de gruesos cristales, con una expresión indicadora
de que no me creía tan listo como yo me figuraba.
—Pero luego vi a esa mujer —añadió.
—¿A quién?
—A esa mujer. Y al hombre que apareció con ella poco después. Y luego a los
demás.
Creí entender sus palabras pero no comprendí su verdadero sentido.
—¿Dónde sucedió eso?
—A unos ochocientos metros. Ella estaba muy flaca. Debido a la compresión,
seguramente. Al principio me pregunté cómo era posible que sobreviviera. A decir
verdad, lo tomé por una alucinación, pero cuando vi las oscuras aberturas que tenía a
ambos lados del pecho y las entradas de agua junto a las clavículas empecé a
comprender.
—¿Y el hombre? —pregunté.
—Igual que ella, con las mismas aberturas y entradas de agua.
—Son branquias.
—¿Conoce a esas personas?
—Hemos estado hablando de ellas toda la noche —respondí mirándolo con un
intenso sentimiento de piedad. No puedo imaginar lo que leería en mi cara—. Son
Troy y Redfield.
—¡Ah! —exclamó.
Y guardó silencio otra vez preguntándose quizá si no habría cometido un error al
suscitar aquel tema. Porque ¿quién era capaz de confirmar semejante historia?
—¿Qué ocurrió? —insistí.
—Me hicieron señas a través del cristal. Y ellos y los calamares me trajeron a la
nave. Los humanos estaban en primera fila haciendo gestos y muecas… intentando
convencerme de que, en efecto, eran humanos. Pero luego entré en la nave, y ya no
volví a verlos.
—Ha mencionado usted a otros seres —le indiqué.
Me contempló con sus pupilas azules agrandadas por los redondos cristales de sus
gafas.

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—Se mantenían al margen. Y sólo pude volverlos a ver cuando encendí las luces
de nuevo. Estaban lejos, en la oscuridad.
—¿Puede decirme algo más de ellos?
—Sólo que eran exactamente iguales a los otros dos.
—¿Exactamente iguales?
—Sí. Hombres y mujeres que podían tomarse por gemelos suyos, dichosos como
peces en aquellas frías y oscuras profundidades. La presión era tan grande que
hubiera podido aplastar a un submarino normal. Si hace una semana me hubiera usted
contado algo parecido a eso, habría creído que se trataba de una de mis peores
pesadillas convertida en realidad. Pero aquellas gentes me sonreían. Me hacían
muecas intentando provocar mi risa. Era como si bailaran para distraerme. Y lo bueno
es que me sentí aliviado, aunque sin duda estaba ya un poco fuera de mis cabales.
—Lo que querían era salvarle. Salvarnos a todos nosotros.
—¿Dónde están ahora? No ceso de preguntármelo. A juzgar por lo que han dicho
ustedes, creo entender de dónde proceden. Pero ¿dónde están ahora? —insistió.
Estuve a punto de contestarle que habían desaparecido sin dejar rastro… o que lo
iban a hacer de un momento a otro. Me los imaginé desplazándose por franjas de luz
acuosa. Tal vez se vieran entre sí, pero sabían que no podían tocarse ni existir juntos
en una realidad idéntica. Cuando se produjera finalmente el colapso de la función
ondulatoria probablemente todos ellos, a excepción de una pareja, dejarían de existir
en una especie de miniapoteosis.
Así pues, si bien creí tener respuesta a las preguntas de Muller, no estaba seguro
de saber defenderla o de asumir la responsabilidad de convertirla en mito. Así que
opté por ofrecerle una verdad a medias.
—Han evolucionado hasta convertirse en seres marinos —repuse—. Y no creo
que volvamos a verlos como habitantes de la Tierra.
Ni de ningún otro lugar, hubiera debido añadir.

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29
—Esos «otros» seres…
Una expresión de horror contrae la cara de Ari e incluso Jozsef parece como si
paladeara algo amargo.
—No tengo nada más que añadir sobre ellos —concluye Forster con firmeza—.
Aparte de una cosa: Troy me dijo que, cuando rehusó matar a Nemo, Thowintha
pronunció estas palabras: «La negación de la identidad es un pesado fardo».
—¿Qué significan?
—Que cada uno lo interprete a su manera, pero tengan en cuenta que Thowintha
formaba una unidad con su nave-universo. Tal vez debamos aprender a asumir la
identidad con nuestro mundo, es decir, con nuestra nave. Quizá Troy, Redfield y hasta
Nemo… —al llegar aquí, Forster dirige al comandante una extraña mirada que pasa
inadvertida para los demás— lo hayan comprendido.
Un atisbo de gris claridad matutina penetra por las altas ventanas de la biblioteca.
El comandante atiza los últimos leños, pero están ya consumidos tras la larga noche.
—Entonces ¿nunca llegaremos a saber los detalles? ¿Se han perdido en el
holocausto después de alcanzar el límite?
Las brasas caen y se desmenuzan en el suelo de piedra de la chimenea y los
rítmicos fulgores de las transparentes llamas se ondulan sobre los carbones al rojo.
Forster ha vertido en su vaso los últimos restos del añejo y oscuro whisky. Y, tras
removerlo unos momentos con aire pensativo, se lo toma.
—Si es que he comprendido bien tales formalismos, Penrose y los demás…
—¿Penrose?
—Sí. Un matemático y cosmólogo del siglo XX según el cual la información se
pierde en singularidades… o sea en agujeros negros. Siempre que dicha información
se cree a nivel de quantum, porque a tal nivel, una sola introducción de datos tiene
muchas salidas potenciales.
Jozsef nunca se muestra más activo que cuando trata de comprender lo abstracto.
—¿Se está refiriendo al colapso de la función ondulatoria? A un mismo
macronivel.
—Sí.
—De modo que todas esas cuestiones quedarán determinadas cuando los objetos
que siguen existiendo en nuestros cielos hayan alcanzado un grado extremo de
enrojecimiento.
—Perdóneme, Jozsef —le interrumpe Forster—. Pero ese tema quedará resuelto
con mayor rapidez.
—¿Qué les sucedió a ustedes? —insiste Jozsef—. ¿A aquéllos que se encontraban
en la nave convertida en Amaltea? ¿Y a aquellos… otros?

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Forster se encoge de hombros.
—Vivimos nuestras vidas, supongo, en algún lugar de esta Tierra tan rica. O en
una Tierra igual a ella. —Vuelve a aparecer su sonrisa; una sonrisa triste y tranquila
—. Hay que retroceder al pasado, cuando la primera nave-universo aterrizó… en los
tiempos del oligoceno. Debió ser el auténtico paraíso.
—¿Los primeros Designados fueron Linda y Blake cuando visitaron a Thowintha,
la Thowintha amalteana, hace ya tanto tiempo?
—Así lo creo.
—Pero Thowintha debió saber que tenía que esperarlos —comenta Ari—. Con
branquias y todo.
—La idea de que su hija hubiera podido sufrir semejante transformación marina
le seguía repugnando.
—Entonces ¿diferentes realidades pueden comunicarse entre sí? —pregunta
Jozsef sorprendido—. ¿Sin aniquilarse unas a otras?
—Al parecer ocurre de manera rutinaria a nivel de quantum. Puedo aportar
referencias retrocediendo hasta Sidney Coleman, si así lo desea.
—Usted habló de una conspiración entre Nemo y Troy.
La figura del comandante destaca recortada contra la claridad de la ventana. Pero
sus rasgos se pierden en la profunda penumbra.
—A riesgo de repetirme, diré que Nemo había fracasado en su intento para
impedir la evolución de la raza humana. Y comprendió que su única salida residía en
enfrentarse a nosotros en el lugar y el tiempo en que sabía que íbamos a aparecer.
Nosotros también lo sabíamos, y por ello llegamos los primeros y nos ocultamos…
entre los asteroides y en el agua.
—¿Cómo es posible que ganaran ustedes, es decir los buenos?
Forster sonríe pero evita la mirada del comandante.
—Soy nuevo en el estudio de la mecánica del quantum.
—Olvídese de eso. Inclúyalo en las notas —gruñe el comandante con voz hosca.
—Puedo imaginarle viviendo miles de años sumergido en el mar, difundiendo
toda clase de mitos. Pero sólo hay una realidad en el enlace crucial, y Nemo lo
comprendió finalmente.
—¿Por qué está tan seguro? —pregunta Jozsef.
—Hablando de un modo pragmático, la nave de Nemo pudo haber emergido del
agujero negro en un tiempo muy próximo al que lo hicimos nosotros. Y haber
seguido a nuestra nave cuando se dirigía a Júpiter y destruirla como a una mariposa
en su capullo. Tengan en cuenta que Nemo y los tradicionalistas encontraron a la
nave-universo, Amaltea, cuando orbitaba Júpiter y la destruyeron varias veces.
—¿Y luego…?
—Haga caso omiso de la desigualdad de Bell. Admita que el ataque de Nemo

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obtuvo éxito al menos en un cincuenta por ciento de las veces… como debió ocurrir.
Pero, siguiendo el mismo razonamiento, fracasó en otro cincuenta por ciento. Por ello
cuatro de nosotros podemos estar ahora reunidos ante este fuego.
—¿Asegura que la mitad de los ataques de Nemo fallaron?
—Sí, en el sentido de que la mitad de las versiones potenciales de sí mismo, la
mitad de las naves-universo que tripulaba, cesaron inmediatamente de existir, dejaron
de alcanzar la realidad. Pero sólo la mitad, insisto.
—En consecuencia, usted y el resto de nosotros debíamos existir forzosamente —
afirma Jozsef.
—Desde luego, existimos —replica Forster sin poder reprimir una sonrisa de
satisfacción—. Nemo acabó por comprender que la única intervención definitiva se
produciría con la abertura de la espiral del tiempo. Lo que significa que dicha
intervención tendría lugar únicamente cuando todas las naves-universo en pugna…,
todas las versiones posibles de la realidad, entraran simultáneamente en el Sol en su
camino hacia Némesis.
—Entonces ¿ha perdido Nemo la partida? —pregunta Jozsef.
Forster se encoge de hombros.
—Lo sabremos cuando salga el Sol. Porque entonces todas las naves-universo en
pugna se estrellarán unas contra otras.
El comandante lo apremia con un tono seco y frío.
—¿Cómo consiguieron nuestros héroes semejante extraordinario resultado?
—Todavía no lo sabemos seguro —replica Forster—. Sólo hicimos lo mismo que
Nemo, es decir, procurar que la historia se desenvolviera exactamente del modo en
que la conocíamos. Lo que significa con Espíritu Libre, Salamandra y todo lo demás.
En cuanto al resto será lo que ocurra finalmente.

El fuego se está apagando. La luz ha ido disminuyendo en la biblioteca. La gran


ventana situada en su extremo traza el marco de un cuadro del firmamento en el que
docenas de naves-universo brillantes como espejos prosiguen su marcha entre
columnas de fuego.
Pasan unos minutos y Ari continúa de pie ante la ventana contemplando el cielo
matutino constelado de resplandecientes naves-universo semejantes a extraños
ángeles.
Una de esas naves, una cuanto menos, aunque probablemente haya más, se lleva a
su hija y a su compañero hacia las estrellas. Muchas otras hijas suyas habitan bajo el
mar. Pero, al igual que esas naves desaparecen, lo mismo ocurrirá con los humanos a
los que han engendrado.
—Ahí van —murmura en voz tan baja que sólo ella misma puede oírlas, y se
pone a llorar.

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Siguen su camino, viajando a la velocidad de la luz.
Quizá si logran sobrevivir al desarrollo de esta situación singular emerjan al
Jardín del Edén. Y tal vez si consiguen asimilar los recursos de los alienígenas —los
amalteanos, los custodios, los cuidadores del Jardín—, deshagan lo que Ari ha
hecho… lo que ha hecho con su propia hija. Y ella estará entonces en condiciones de
concebir y lo hará y dará a luz a un niño, o a varios, y serán realmente hijos de una
nueva era.
Todo esto se encuentra a un día de distancia. A un día en el futuro. Entonces todas
las naves-universo se reunirán dentro del círculo abrasador del Sol. Y sólo una
emergerá del fuego purificador. Éste será el momento del origen. El momento en que
el fotón se encuentre con el espejo.
Todo figura aún en el futuro. A un día de distancia. En un futuro en potencia. Ari,
su esposo Jozsef y sus amigos, entre ellos Forster y el comandante, continúan
viviendo en la Tierra. Una Tierra distinta a lo que hubiera debido ser, distinta a lo que
hubiera dictado una estricta probabilidad.
Esta misma Tierra es testigo del extraordinario vuelo de una medusa gigante para
unirse a su nave madrina a la que busca entre una flota de naves-espejo que están
cruzando la órbita de la Tierra.
Una Tierra en la que Bill y Marianne lo vuelven a intentar y tienen hijos.
Engendran más de uno y los crían de un modo más o menos pacífico en Oxford,
donde Bill ha encontrado la clase de trabajo para la que siempre se ha sentido más
dotado en un universo plagado de disputas, jactancias, y experto manejo del catálogo
de la biblioteca. Un mundo en que Marianne se siente muy a gusto, erudita y sagaz
cuando lo desea o modesta e inactiva si lo prefiere así.
Esta Tierra tiene muchas opciones que ofrecer. Es, por ejemplo, un mundo en el
que Angus y Jo se sienten importantes, recibiendo premios, suscribiendo contratos de
edición, efectuando trabajos de consulta y gozando de otras compensaciones que
parcialmente les resarcen del hecho evidente de que ya no son tan jóvenes como para
lanzarse al espacio.
Es también una tierra en la que Klaus Muller vuelve junto a su familia en Suiza
tras haber reparado el Proyecto de Energía de Trincomalee. Los años van
transcurriendo y su trabajo lo aleja de ellos periódicamente. Sus hijos no crecen sin
dificultades. A su edad ya madura, él y su esposa Gertrud padecen multitud de
problemas humanos. Los dos se van haciendo viejos y sus hijos se convierten en
adultos, en un mundo cuyo cielo no se contamina como antes e incluso empieza a
aclararse lentamente, cuyas tierras son mejor cuidadas por quienes las habitan y
cuyos mares están cada día más limpios.
La humanidad quizá se ha dado finalmente cuenta de lo cerca que estuvo de la

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catástrofe.
Ari puede dar las gracias a su hija por todo esto. Su hija —y todas las variantes de
la misma; aquélla a la que conoció como Sparta y otras versiones lanzándose
valientemente al holocausto final— ha demostrado, de un modo no previsible ni
imaginable, que está en disposición de convertirse en la Emperatriz de los Últimos
Días.

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EPÍLOGO
POR ARTHUR C. CLARKE

Ha llegado el momento, después de seis volúmenes, de despedirse de la


perdurable e ingeniosa Sparta, y de la variada gama de sus amigos y enemigos. Me
siento realmente impresionado por el modo en que Paul Preuss ha sido capaz de crear
todo un universo basándose en media docena de mis relatos cortos. Y me alegra que
la serie Venus Prime haya sido objeto de una acogida tan favorable.
Al volver a leer los epílogos de anteriores volúmenes, me percato de que es poco
lo que debo variar. La lanzadera electromagnética, elemento clave en Maelstrom (vol.
II), parece llevar a cabo un inesperado regreso debido en parte a los Guerreros
Estelares que han realizado determinados experimentos, hasta ahora basados en
tierra, con los «Railguns». Y de un modo sorprendente existe un marcado interés
hacia tales ingenios para lanzar cargas útiles desde la Tierra. Para determinados usos
resultarán más baratos que los cohetes y ya se ha formado una compañía para
explotar dichas posibilidades. Aunque no es probable que la gente corra a comprar
billetes para viajar en ellos porque la aceleración alcanzaría un nivel de kilogees.
La esperanza que expresé respecto a la sonda espacial rusa Phobos 2 en el epílogo
de El juego del escondite (vol. III), se vio por desgracia frustrada. Por razones que
continúan sin aclararse, no logró llevar a cabo su misión, aunque, al contrario que su
desgraciado predecesor, el Phobos 1, trajo consigo de Marte una valiosa información.
Pero la fascinante luna interior continúa sin ser explorada. Quizás exista oculto allí
todavía un monolito negro.
Me siento más que feliz al informar de que la tan demorada sonda espacial
Galileo que se menciona en El encuentro con Medusa (vol. IV) está definitivamente
en camino hacia Júpiter, vía una ruta de Venus y dos de la Tierra. Todos los sistemas
parecen funcionar normalmente y si, cuando empiece a informar en 1995, aporta tan
sólo una fracción de las sorpresas que proporcionó el Voyager, me temo que no será
posible evitar una Odisea Final. Quizá sepamos por fin la verdad acerca de la luna
interior Amaltea, escenario de tantos episodios en el volumen V.
El relato corto Los seres radiantes, que Paul Preuss ha utilizado tan
magistralmente en este volumen final, apareció originalmente en el Playboy de
agosto de 1964. Se volvió a publicar en mi serie El Viento Solar (1972) y, con un
poco de suerte, quizá se convierta bien pronto en una profecía hecha realidad.
El concepto de Ocean Thermal Energy Conversión (OTEC) ha sido tomado muy
en serio desde que los espectros de la escasez de combustible y el efecto invernadero
empezaron a gravitar sobre el futuro. Cierto número de planes experimentales piloto
han sido llevados a cabo, especialmente en Hawai, que es el lugar evidentemente
ideal para ello, y existen pocas dudas de que el sistema en cuestión pueda convertirse

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en realidad.
Pero una cuestión distinta es la de si resultará económicamente viable. Todavía
me sigue gustando el eslogan que acuñé en las postrimerías de los años setenta: «La
OTEC es la respuesta a la OPEP». Y si el nivel del mar se eleva gradualmente como
consecuencia del calentamiento del globo provocado por el hombre al ritmo que
predicen algunos científicos, necesitaremos de todas las fuentes de energía no
contaminante que podamos producir. Gracias a la enorme inercia termal de los mares,
la OTEC es la única planta solar capaz de trabajar las veinticuatro horas del día. Y sin
detenerse aun cuando el sol se ponga.
Hace más de una década, el doctor Cyril Ponnamperuma, el distinguido
bioquímico de la NASA y de la Universidad de Maryland, asesor de las misiones
Apolo y Viking, y consejero del presidente de Sri Lanka,[1] declaró luego de haber
leído Los seres radiantes: «¡Hay que lograr que esto suceda!». Debido en gran parte a
este entusiasmo suyo, se han recibido ya numerosas propuestas procedentes de buen
número de empresas para erigir plantas OTEC en el lugar que yo indiqué hace ahora
un cuarto de siglo, es decir, Trincomalee, en la costa noreste de Sri Lanka. Por
desgracia, la guerra civil a pequeña escala que hasta hace poco afectó dicha zona ha
impedido que se progresara en tal sentido. Desde principios de 1990, una frágil paz
impera en la región y cabe esperar que cuando se inicie la reconstrucción se conceda
prioridad a la tarea de aprovechar uno de los recursos más valiosos del océano que
sigue todavía intacto.
El gigantesco calamar que da su nombre a este relato es uno de mis animales
favoritos, aunque prefiero enfrentarme a ellos desde una distancia prudencial. Tuve la
suerte de hacerlo durante el rodaje de la serie de televisión de la cadena Yorkshire El
misterioso mundo de Arthur C. Clarke que aún se sigue emitiendo. En dicha ocasión
pudimos filmar un ejemplar que había sido arrojado a la costa en Groenlandia y
aunque se trataba de una hembra aún sin desarrollar plenamente, y de sólo seis metros
de longitud, su visión producía espanto. Y el biólogo marino que la examinó ante
nosotros cree que los especímenes adultos pueden alcanzar ¡hasta cuarenta y cinco
metros!
Algunos años después de escribir mi relato sobre operaciones en las
profundidades marinas, tuve el placer de practicar submarinismo frente a las costas de
Trincomalee acompañado por el hombre que había realizado las inmersiones más
profundas después de las de su colega Piccard. Cuando el comandante Don Walsh de
la Marina de los Estados Unidos llevó al Trieste hasta diez mil ochocientos metros de
profundidad, estableció un récord que nunca será superado a menos que se encuentre
una fosa más profunda en los mares que la Trinchera de las Marianas. En nuestra
inmersión, que nunca superó los siete metros y medio, no nos tropezamos con ningún
calamar gigante, pero sí pude ver por vez primera una criatura que constituye una

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amenaza aún mayor, el pez estrella «corona de espinas» destructor de corales, cuyo
nombre científico es Acanthaster planci.
Antes de dar por concluida la serie Venus Prime quisiera contestar a una pregunta
que me ha sido formulada con frecuencia: «¿Piensa llevar a cabo algunas
colaboraciones más?». Bien; depende de lo que se entienda por colaboraciones.
Me ha gustado trabajar con Paul Preuss… aunque nunca nos hayamos puesto en
contacto personalmente ni siquiera por modem. Pero he alcanzado ya ese nivel —o
edad— en que quiero concentrarme en proyectos que sean míos exclusivamente.
Como casi dijo Andrew Marvell: «Puedo oír cómo, a mis espaldas, el carro a
reacción del Tiempo se acerca cada vez más».
Faltan todavía dos volúmenes de la Trilogía de Rama (El jardín de Rama y Rama
revelado) que estoy escribiendo en colaboración con Gentry Lee. Y acaba de aparecer
la secuela de mi primera novela (¡escrita entre 1935 y 1948!), Against the fall of
wight, a cargo de Gregory Benford. Debo subrayar que Beyond the fall of wight se
debe íntegramente a Greg y me alegra saber que ha merecido ya comentarios muy
halagüeños.
Pero ¿y después? Por el momento tengo ni más ni menos que treinta y cuatro
proyectos para películas o series de televisión y, aunque sólo se materialice un diez
por ciento de ellas, esto impedirá que me dedique a cualquier otro trabajo durante
algunos años. Mi activo agente Scott Meredith lo sabe muy bien, pero eso no le
impedirá intentar complicarme en otros proyectos de colaboración. He llegado a
gritar en defensa propia: «No quiero nada más a no ser que se trate de algún elemento
de gran novedad y/o de valor social muy positivo».
Pero el otro día leí el siguiente título (no lo he inventado yo y creo que está
basado en una auténtica investigación histórica):
CUENTA DE GASTOS DE GEORGE WASHINGTON
por
el general George Washington en colaboración con
Marvin Kitman

Esto me ha hecho pensar que existen posibilidades muy interesantes. Y casi me


gusta la idea de un libro cuyo título sea: Los últimos hombres en la Luna.

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DIAGRAMAS TÉCNICOS INFOPAK

En las páginas siguientes aparecen diagramas realizados por


ordenador que representan algunas de las estructuras y temas de
ingeniería que figuran en Venus Prime:
Páginas 2-5: Nave-Universo. — Navío interestelar amalteano. — Vista exterior;
vista interior con elementos estructurales; corte lineal de las
cámaras centrales; vista interior del caparazón de la cámara,
cámaras centrales, cámaras exteriores, cierres; reproducción de
documentos amalteanos.
Páginas 6-8: Langosta. — Manipuladores para tareas pesadas del
minisubmarino. — Perspectiva desde parte superior; elementos
exteriores; vista desde arriba, de frente y de costado; garra para
tareas pesadas; brazo herramienta.
Páginas 9-12: Thowintha. — Embajador amalteano. — Perspectiva superior;
tentáculos; detalle de cubierta y de cabeza; perspectiva lineal;
perspectiva lineal esquemática de cabeza y cubierta.
Páginas 13-15: Medusa. — Nave amalteana. — Perspectiva superior; elementos
exteriores; elemento estructurales del núcleo de la esfera; elementos
de rastreo del núcleo de la esfera; tentáculos interiores del manto.

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Notas

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[1] Ademas fue también el primer director del Centro Arthur Clarke para Tecnologías

Modernas en Moratuwa, Sri Lanka <<

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