Proyecto Enomis.
Proyecto Enomis.
Proyecto Enomis.
Había sido las diez de la noche, cuando después de conducir dos horas al menos, por fin
bajé del coche. Le di un vistazo por si acaso no estaba bien aparcado, y me encaminé hacia
mi casa reflexionando sobre el trabajo que me esperaba el día siguiente. Como siempre, fue
un día horrible: la prisa, los atascos, y sin hablar de un par de tontos con los que trato
negocios todos los días.
No conseguí relajarme mucho andando por esa breve distancia, y cuando llegué ante el
edificio donde vivo, decidí detenerme un rato para fumar un cigarrillo; me habría ayudado a
recobrar la calma necesaria para dormirme. Mientras fumaba, levanté los ojos al cielo, y me
di cuenta de que la señora Sabiduría –así la llamamos en el barrio, a esa mujer, por todo lo
que sabe y dice sobre cualquiera– estaba mirándome de reojo desde su piso en la tercera
planta, y como no aguanto a esa cotilla, tiré medio cigarro al suelo con un gesto de enojo, y
subí a mi apartamento por las escaleras; el ascensor siempre está estropeado.
Después de subir cinco plantas a rastras, me dejé caer en la butaca ante la televisión. Pasé
de un canal a otro durante media hora sin encontrar nada de interesante, así que
aprovechando también de un repentino ataque de sueño, me fui a la cama. Aún no eran las
cinco de la mañana, cuando fui despertado, horriblemente, por el odioso sonido del timbre.
Me levanté enseguida asombrado y asustado vista la hora.
Me acerqué a la puerta sin hacer ruido, miré por la mirilla, y vi a dos hombres corpulentos
parados en el descansillo. Me detuve un rato contemplándolos: el mayor aparentaba unos
cincuenta años, mientras el otro no parecía alcanzar los veinte. Tocaron otra vez el timbre;
sabían que me encontraba en casa.
–Abra por favor –dijo el mayor esgrimiendo lo que parecía un mandato de detención.
– ¿Ahora puedo saber qué está pasando? –pregunté otra vez con más fuerza mientras
pasaban a mi lado.
–Nada –contestó el mayor–. Sólo tendría que seguirnos a la comisaría donde le harán
algunas preguntas.
–Todo el mundo dice así –dijo el más joven mientras cogía una manzana de la nevera. Le
dio un mordisco mirándome fijo en los ojos, como para demostrarme lo que su autoridad le
permitía hacer incluso en mi casa.
– ¿Pero podrían explicarme lo que está sucediendo? –rechisté yo–. Estoy perdiendo la
paciencia.
–Tranquilícese señor, que todo se arreglará. Ahora se ponga algo de prisa y síganos. Nos
están esperando abajo –dijo el mayor en tono casi amistoso.
Me conformé a esa absurda situación, y siguiendo las indicaciones del presunto policía, me
puse un chándal y bajé con ellos. Ante la puerta de entrada, un coche negro, que nunca
había visto hasta aquel momento ni siquiera en las películas, nos estaba esperando. Me
abrieron la puerta trasera para agilizarme a subir lo más rápido posible.
Di una ojeada hacia mi piso, y me di cuenta de que la señora Sabiduría todavía estaba ahí,
presenciando mi detención casi satisfecha. El conductor arrancó el coche, y nos fuimos a
toda marcha hacia la meta. Tardamos una decena de minutos en llegar. Bajamos del
vehículo ante un viejo edificio, donde una joven policía me esperaba para acompañarme a
mi destino. Llevaba una uniforme negra con rayas laterales amarillas.
Nunca había visto antes una uniforme de ese color. Mi preocupación aumentaba cada vez
más. No sabía de que estaba acusado, y aunque estaba seguro de mi inocencia, no estaba
tan seguro de poderla defender. Llegamos ante la puerta del despacho del comisario donde
tuve que esperar un rato.
La mujer entró por su cuenta dejándome sin custodia. No pude oír lo que pasaba dentro. La
puerta era tan espesa que no dejaba pasar ni un ruido.
Entré bastante temeroso en ese despacho que parecía olvidado desde mucho del personal
de la limpieza.
– ¿Usted tiene algo que decir para aclarar el asunto? –preguntó él.
–No sé, ¿si puedo saber de qué asunto está hablando? –contesté buscando de guardar la
calma.
–Ahora no puedo darle muchas explicaciones al respecto, a no ser que usted confiese por
su cuenta –repuso él.
–Pero yo no sé que debería confesar –contesté con más vigor que antes–. No he cometido
ningún reato, y con esto, no quiero seguir adelante con este interrogatorio.
–Entonces tendrá que compilar un simple formulario con sus datos personales, después de
que podrá abandonar el edificio –dijo él manteniéndose tranquilo ante mi enfado.
Me puse a rellenar los blancos de un par de hojas que me entregó la joven policía, que hasta
aquel momento, había quedado a mis espaldas sin decir una palabra; y después de
firmarlas, sentí una aguja penetrarme en el cuello. Intenté reaccionar mientras iban a
faltarme las fuerzas.
– ¿Qué pasaaa…….?
Era noche y la oscuridad era tan intensa que no podía ver más allá de unos pocos metros.
Me resultaba más fácil distinguir el crujido de las olas y el murmullo de los árboles, que
mezclándose, producían un sonido tan relajante que me dormí otra vez. Cuando volví a
despertarme ya me encontraba mucho mejor, y la luz del sol que ya era alto en el cielo era
la ayuda que necesitaba.
Hice un esfuerzo para ponerme de pie luchando contra no pocas dificultades. Todavía me
encontraba un poco aturdido; a lo mejor había dormido mucho más que de costumbre. Di un
vistazo a mi alrededor; el panorama era estupendo, pero aún no entendía como me
encontraba en ese paraíso.
El vacío me llenaba la mente. Lo único que recordaba, era que antes de que me durmiera
me encontraba en la comisaría de policía y nada más. Empecé a moverme con cuidado para
desperezarme las piernas, y me di cuenta de que algo extraño me abrazaba el cuello. Al
tocarlo parecía un collar, y tan pronto como intenté quitármelo, sentí una ligera descarga
eléctrica que me obligó a renunciar. Un objeto en el suelo me llamó la atención.
Era una carpeta con mi nombre escrito en caracteres cubitales. La recogí con curiosidad
para luego sacar su contenido que se limitaba en un libro de supervivencia y algunos
documentos, que aunque sospechaba la importancia, la confusión que reinaba en mi cabeza
me sugirió aplazar la lectura a otro momento.
Observé el mar sin alejar la vista de la orilla, y me fijé en un muelle. Era tan pequeño que
sólo habría podido hospedar embarcaciones de menudo tamaño; probablemente no era un
lugar destinado a vacaciones. Decidí dar una vuelta, y una vez elegida al azar la dirección,
me puse en marcha andando por la playa.
Hacía mucho calor y la humedad empeoraba la situación. El agua estaba tan limpia que me
habría dado un baño, pero no me parecía el momento más oportuno, así que me adentré en
el bosque que surgía a una decena de metros de la orilla del mar. Los árboles eran muy
altos, y en el medio de ellos, la sombra proporcionaba un aire tan fresco que alimentaba en
mí el deseo de proseguir en esa excursión. Un repentino crujir de hojas me dejó petrificado.
Había algo detrás de un matorral que no se atrevía a salir. Lancé un grito para estimularlo a
moverse, y salió como un bólido un enorme jabalí que sin parar, desapareció de nuevo entre
la espesa vegetación. Me temblaron las piernas durante varios minutos después del susto
cogido.
Seguí fijándome en el mismo matorral, divisando un poste de hierro disimulado entre las
hojas. Era alto por lo menos tres metros, y me era imposible ver el interior de la esfera de
cristal oscuro puesta en su cumbre. Volví a moverme con más cuidado que antes,
contemplando todo lo que surgía a mi alrededor, para darme cuenta de que eran varios los
postes hincados en el suelo, y no podía imaginar su utilidad en este lugar.
Fui cogido de asombro al oír unos ruidos procedentes del interior del bosque. El miedo se
apoderó de mí, pero la curiosidad era tan fuerte que me adentré más para descubrir de qué
se trataba. El corazón me latía como nunca. A la medida que me subía la adrenalina, el
miedo desaparecía. Ya me sentía un valeroso explorador; igual que Indiana Jones. Sólo
tenía que moverme con cuidado; no debía hacerme descubrir, pero no transcurrió mucho
rato desde el principio de mi misión, que ya estaba patas arriba; atado por los tobillos a la
rama de un árbol.
– ¡Qué desastre! –pensé mirándome los pies. La decepción por el fracaso me volvió a la
realidad:
– ¡Indiana Jones! ¡Ja! Incluso Don Quijote habría hecho mejor… ¡Un desastre! Eso eres, ¡un
maldito desastre! –dije regañándome entre los dientes. Aún no había pensado en como
librarme, que brotaron a mi alrededor unos chicos menores de edad riéndose de mí.
Me alivié ante esa situación que olía más a burla que a peligro; efectivamente, fueron muy
amistosos conmigo. Me libraron enseguida de esa trampa, que como me explicaron más
tarde, habían maquinado para la captura de jabalíes. La sangre me había subido a la cabeza
por causa de aquella insólita postura.
Uno del grupo tuvo que sostenerme un rato para que no me cayera, y cuando me restablecí,
recuperé la carpeta que se me cayó durante el vuelco y fui con ellos al campo. Recorrimos
un sendero bien marcado en el suelo, por más de una hora, antes de dejar la sombra del
bosque.
El cambio con la luz del sol fue violento, y tuve que protegerme los ojos para poder observar
este extraño lugar. Habían sido cortadas unas cuantas plantas, para crear un enorme hueco
entre la vasta vegetación por la que estaba rodeado: cinco carpas de distintos colores
ocupaban un lado de este espacio y unas cuantas casetas el otro; al centro las mesas daban
forma a un cuadro de rayas, y las mujeres, sentadas en ésas, se afanaban en varias tareas.
No veía alrededor muchos hombres. De repente, una mujer joven y guapa se acercó
sonriendo como para darme la bienvenida a este campamento.
–Buenas días –dijo ella con una espléndida voz–. Lo siento mucho que no haya sido
recogido por nadie en la playa. Ha sido un descuido. Pues, ¿ahora tiene hambre?
–Venga entonces –dijo la joven–. La llevo a su asiento donde podrá comer un plato de arroz
caliente.
– ¡Disculpe! –exclamé antes de que se fuera–. ¿Usted sabe algo sobre mi presencia en este
lugar? Y sobre todo, ¿qué es este lugar? –pregunté esperando hubiera podido aclarármelo
todo.
–Pues, tendría que leerla, y si le quedaran algunas dudas no tenga miedo a preguntar. De
todas formas, yo vivo en la última caseta azul. Pero ahora coma que se le pone frío el arroz
–dijo marchándose.
Comí con mucho gusto. Estaba hambriento como nunca. Habría comido mucho más que
aquel único plato, pero no quise aprovechar de tanta hospitalidad, así que dediqué ese
momento de descanso para satisfacer mi curiosidad: abrí la carpeta, saqué los papeles y
empecé a leer:
Me quedé atónito y nervioso por lo que acababa de leer. Estaba en una cárcel y sin saber
que había hecho para merecerlo. Seguí leyendo la página siguiente:
Me acerqué intrigado, y mientras intentaba observar el interior, fui distraído por la ruidosa
llegada de un grupo de hombres empeñados en arrastrar un pesadísimo jabalí. Parecían
divertirse mucho, y eso me ayudaba a dejar de pensar en el asunto del proceso.
–Tal vez yo también iré de caza un día de éstos –pensé saboreando de antemano el placer
de una nueva aventura. Llevaba un solo día viviendo en esta cárcel, y ya tenía la sensación
de que iba a gustarme. Una nueva experiencia era lo que necesitaba para salir del estrés
del trabajo. Antes del ocaso, me llevaron al dormitorio; me asignaron una cama en la carpa
amarilla.
El interior era mucho mejor de lo que imaginaba. Estaba cansado, y esperaba con ansia el
momento de acostarme. Por fin habría pasado una noche durmiendo sin ser molestado. El
día siguiente, me informaron sobre mi tarea: habría trabajado en la cocina como lavaplatos.
– ¡Hola Sara! Enhorabuena por la comida; estaba riquísima –dije para entablar la
conversación.
–Oh, gracias. Aunque creo que el jabalí ha tenido un papel importante en esto –contestó ella
mostrando toda su modestia.
–Sara, perdóname –dije yo–. Pero quería hacerte una pregunta sobre la isla.
–Sí, vale, Enomis, Onemis o lo que sea. Pero, estaba diciendo… ah sí, que he leído esa
documentación, y me parece una buena idea la de trasladar a los criminales fuera de las
ciudades, pero no entiendo cómo pueden sacar partido a todo esto los gobiernos.
–Sí, yo también me pregunté lo mismo cuando llegué aquí –siguió ella–. Yo no tenía nada
que ver con el proyecto, pero este trabajo me parecía una buena oportunidad para salir del
caos de la ciudad, y no me la perdí. Sin embargo, me informaron sobre todo lo que le
concierne. Por ejemplo: ¿Has visto cuantos postes hay hincados por todas partes?
–Sí, sí, los he visto, por supuesto –contesté intrigado. –En ellos –prosiguió–, hay escondidas
micro cámaras para vigilarnos en todo lo que hacemos, y muchos interesados pagan para
verlo por un sitio de Internet.
– ¿Así que en este momento puede que alguien nos vea en directo? –contesté yo
asombrado y avergonzado.
–Por decir la verdad –me explicó–, lo que ocurre en esta isla lo ven únicamente al centro de
vigilancia, ya que hay menores de edad, y buena parte de los detenidos aún no han sido
juzgados en un proceso. Además, en el primer nivel difícilmente puede ocurrir un hecho que
guste a este público. Bien distinto es lo que pasa ya a partir del segundo hasta el quinto nivel
donde hay criminales de la peor especie, y los problemas de subsistencia dan lugar a
divergencias que acaban normalmente en disputas y peleas. No sabes cuánto disfruta la
gente viendo vídeos de violencia.
–Vale Simón, nos vemos más tarde –dijo Sara interrumpiendo mi breve reflexión–. Ahora
me tengo que ir al trabajo. Hasta luego.
Y mirándola mientras que se iba, seguía pensando en esa increíble situación, y con ese
pensamiento pasaron los días en el campo. No me daba cuenta de cuánto rápido pasaba el
tiempo. Con mis nuevos amigos me sentía a mi gusto. Muchos de ellos no eran tan malos
como uno podría pensar; es que, para salir de condiciones de vida muy desagradables,
eligieron el camino más rápido y equivocado.
Entre todos, no eran muchos los que habían conseguido un título de estudio; sin embargo,
probablemente por mérito de las dificultades contra las que lucharon durante la vida,
parecían razonar mucho mejor que algunos licenciados que conozco. Desde que llegué al
campo, nunca me faltó la ayuda de esa gente.
Me enseñaron también a tirar con el arco, y me dejaron participar incluso en una partida de
caza, así que pude demostrar a mí mismo, porqué seguí fregando los platos; un desastre.
Ya me había olvidado el asunto del proceso, hasta que un día, un militar vino a recogerme
al trabajo para llevarme al despacho del director.
Su sonrisa parecía tan forzada, que me dio la sensación de que algo malo iba a pasarme; y
de la tranquilidad que esperaba encontrar por su mirada, no quedó ni la sombra. La saludé
con voz muy temblorosa, tanto que no supe añadir ni una sola palabra a mi saludo; y ni
siquiera una sonrisa para darle ánimo, para asegurarla de que no había nada de qué
preocuparse, y que todo habría salido bien; pero la verdad, era que ella ya lo sabía todo; de
esto estaba seguro.
Entonces sin detenerme un rato más, entré en el despacho, y ella detrás de mí hizo lo mismo.
Miré al director que parecía alegrarse mucho al contrario de Sara.
– ¿De verdad? –grité dichoso. No sabía que decir. La expresión de mi cara decía más que
cualquier palabra. Me sentí aliviado. No soportaba la idea de ir a vivir con peligrosos
criminales, pero tampoco la de pasar por un asesino.
Y mientras que yo me alegraba de la buena noticia, el director me libró del collar. Le fue
suficiente teclear un código en su ordenador, que ese artilugio se abrió por su cuenta. Lo
agradecí con un apretón de manos y me volví para abrazar a Sara, pero no pude ni verle la
cara, que la cabeza me empezó a dar vueltas.
Me sentía tan raro. No comprendía lo que me pasaba; tal vez sin darme cuenta, me fue
inyectado algo de droga en la sangre. De golpe me caí al suelo. No podía mover ni un
músculo, y poco a poco perdí los sentidos.
– ¡Drrr, drrr, drrr! – ¡Drrr, drrr, drrr! – ¡Dejadme, dejadme! –gritaba yo.
De repente volví a moverme, y aunque aún no veía nada, me sacudía con toda mi fuerza
para librarme de algo extraño que se me había puesto encima, y no me dejaba respirar.
Era insoportable. Sin embargo seguía intentando librarme de esa cosa, que sólo al
despertarme, pude ver con claridad; dándome cuenta de que me encontraba en mi cama,
bajo las mantas, mojado de sudor hasta los pies. Acallé el despertador con un manotazo, y
seguí tendido intentando aflojarme un poco.
Estaba todo tan raro. No podía creer de haberlo soñado todo. Parecía tan real, o quizás era
sólo el deseo de dar un cambio a mi vida que lo hacía tan real; sí quizás, de todos modos
había llegado la hora de subir de la cama para ir al trabajo; y como si nada hubiera pasado
me levanté, y me porté como de costumbre. Una hora después ya andaba por la calle. La
misma rutina de siempre.