Cuento El Mensaje
Cuento El Mensaje
Cuento El Mensaje
Al anochecer, los paisanos fueron llegando lentamente al rancho de la vieja. El sol ya se había puesto
detrás de los cerros, la luz comenzaba a apagarse lentamente pero todavía permanecía en el cielo un
resplandor sanguinolento. Los invitados parecían deslizarse y bogar sobre un agua color amatista que
poco a poco iba haciéndose más negra.
En el patio trasero del rancho, atado a un viejo y retorcido algarrobo, había un perro negro, enorme, que
les ladraba a los que llegaban. Con desesperación se babeaba y mostraba sus colmillos. Si no hubiera
sido por el fuerte torzal de tiento que lo sujetaba al tronco, se habría abalanzado sobre los visitantes y los
habría destrozado.
La vieja se acercaba a cada uno de los recién llegados y los saludaba tomándolos de las manos y, luego,
besándolos en una de las mejillas. Luego les entregaba una vela a cada uno y les indicaba con señas la
ubicación en el amplio semicírculo que fueron conformando en torno al algarrobo.
El último en llegar fue José Aparicio, domador conocido por todos, un mocetón alto y moreno. Entró sin
saludar a nadie cuando la noche ya cerraba y se quedó apartado, como si tuviera vergüenza o miedo.
La gente comenzó a prender sus velas. La vieja, entonces, se dirigió a un fogón apartado y retiró una olla
inmensa, toda tiznada, donde había hervido una especie de guiso, con pedazos de carne y maíz al cual le
echó varias hierbas que sacó de una bolsita atada a la cintura.
Luego, acercó la olla donde estaba el perro. Todos sabían que el animal estaba sin comer hacía más de
dos días y que sólo había bebido agua, como era la tradición.
El perro devoró su comida hasta saciarse. Cuando no quedó nada en la olla, se echó al pie del árbol,
jadeando y relamiéndose. Entonces salió la luna. Los circunstantes comenzaron a rezar una oración cuyas
palabras no se entendían. El murmullo más bien parecía el zumbido de una colmena de avispas rabiosas.
Cuando el zumbido se cortó lentamente, algunas de las mujeres suspiraron aliviadas y todos se
santiguaron.
La vieja le hizo señas a la primera mujer que estaba a la izquierda en la punta del semicírculo. Ésta,
apagando la vela, la dejó en manos de una vecina y se adelantó hasta llegar al perro, pero se mantuvo a
prudente distancia porque el animal en la semioscuridad comenzó a gruñir roncamente. Se arrodilló delante
del animal no sin antes hacerle una reverencia. Luego murmuró su pedido: quería que su hermana difunta
supiera que la madre de ambas estaba muy enferma y pronto habría de reunirse con ella; le pedía que
hiciera todo lo posible para recibirla y la siguiera cuidando como antes lo había hecho en vida. Luego se
levantó y volvió al semicírculo.
Después, un hombre entrado en años se arrodilló a su vez y le pidió al perro que hablara con su abuela
muerta para que le hiciera regresar a su hija desde donde estuviera. La perdonaba, no podía soportar su
ausencia porque, además, la madre de la chica estaba muy enferma. Se quedó un momento en silencio y
se retiró llorando.
Luego, una jovencita de quince años saludó al perro, se arrodilló y le pidió que le dijera a su madre que su
padre estaba a punto de volver a casarse y que su futura madrastra la odiaba. Entre sollozos, rogó a su
madre una seña, algo como para poder saber si tenía que resignarse a esa nueva mujer dentro de su casa
o si tenía que irse lejos, a otra provincia, a trabajar en lo que fuera, dejando a su padre a quien tanto quería.
Y así fueron todos y cada uno pidiéndole al perro que llevara los mensajes hacia el reino de las sombras
donde ahora vivían sus amigos y parientes difuntos. Destilaban su dolor, algunos entre llantos y otros con
una extraña serenidad.
Cuando el último saludó al perro negro y se disponía a regresar al semicírculo, Aparicio se adelantó con
el sombrero en la mano. Puso una rodilla en tierra y desgranó su mensaje. A veces, la congoja le hacía
bajar la voz, pero luego se reponía y proseguía suplicando con un sollozo en la garganta. Le rogó al señor
maestro que le dijera a la mujer de Lorenzo, muerta hacía un mes en circunstancias extrañas, que todavía
no podía olvidarla, que no podía olvidar su cuerpo ni sus manos, ni tampoco el olor de su piel y de sus
cabellos. Siempre iba a orillas de la laguna y buscaba la mata de pasto donde solían acostarse para hacer
el amor.
Entre todos los asistentes, ante la confesión, corrió un escalofrío invisible. Algunas mujeres no pudieron
contener una exclamación ahogada, sobre todo cuando Aparicio le dijo a la muerta que muy pronto estaría
con ella, que lo esperara porque allí iban a ser felices para siempre.
Cuando el domador terminó con su mensaje y se retiró, la luna salió detrás de los espinillos iluminando las
sombras con su luz lechosa.
El perro comenzó a gemir cuando vio que la vieja se le aproximaba con un hacha en las manos. Quiso
ladrar pero la mujer no le dio tiempo: con una fuerza increíble para sus años, le dio un golpe seco y le
partió la cabeza, que dejó escapar un chorro de sangre oscura. El silencio se hizo aún más espeso.
Los asistentes se santiguaron, quedaron un rato inmóviles y luego fueron desapareciendo por las sendas
que llevaban al rancho como si no tocaran el suelo, las mujeres apretando sus rebozos y los hombres
ajustando sus chalinas y sus pañuelos alrededor del cuello.
Aparicio fue el último en salir cuando todos ya se habían ido. Caminaba con la cabeza descubierta y el
sombrero en la mano, como si contara sus pasos en la tierra invisible. Salió al descampado. Luego, al
pasar frente a un montecito de chañares, una sombra surgió en la espesura. Cuando advirtió que el bulto
era Lorenzo con un enorme cuchillo en mano, bajó la cabeza y fue al encuentro de la hoja que lo esperaba,
resignado.
Julio Ardiles Gray
(1964)
http://www.paginadigital.com.ar/articulos/2001seg/sensibles/sensibles95.html
EL MENSAJE
El mensaje que Margarita había escrito la noche anterior había desaparecido. De inmediato recordó a Ángela y, poco
tiempo después, sonó el teléfono.
La única vez que se sentaron a tejer juntas se hicieron amigas. Se habían mirado y sonreído de lejos desde el ingreso
reciente de Margarita al voluntariado del hospital, un costurero conformado por un grupo de señoras de más de
cincuenta años que se reunía todos los lunes y miércoles a remendar y a confeccionar ropa para bebés y ancianos.
El hospital les proporcionaba un amplio recinto y abundantes telas. Ellas se las ingeniaban para conseguir el resto:
agujas, tijeras, máquinas e implementos para coser y también café, té y pasteles para amenizar la labor.
Como recompensa obtenían un agradecimiento sin límites de parte del personal: gozaban de un respeto mejor del
que se le tenía a cualquier jefe, manifestado en los corredores, en la recepción, en la cafetería, pero también en los
eventos públicos, donde solían condecorarlas. Unos periodistas habían escrito un reportaje sobre ellas, que había
sido publicado en la prensa de la ciudad.
La gratitud y el cariño también se lo profesaban las madres de los recién nacidos y las familias de los ancianos cuando
estos no podían por sí mismos: recibían cartas, flores, dulces e incluso visitas cargadas de muchas sonrisas y de
algunas lágrimas.
Cuando Margarita y Ángela rompieron el hielo y hablaron fue el día en que Ángela anunció que el próximo viernes
se sometería a una operación de alto riesgo y que, por si las dudas, quería despedirse de todas y agradecerles la
camaradería y la diversión en el trabajo y en los paseos que organizaban con regularidad.
Hubiera sido una tarde triste de no ser por la actitud de Ángela: nunca antes la habían visto tan contenta y
conversadora. Se veía rejuvenecida porque los ojos le destellaban y un aire de serenidad la cubría. De hecho,
contagió esta sensación a sus compañeras cuando les aseguró que se sentía más que satisfecha con la vida llevada
y en paz con el mundo y con Dios, de manera que no podía temer a la muerte, sino considerarla como un oportuno
final, si se presentaba.
Margarita ya había sentido antes mucha simpatía por Ángela, pero su forma de expresarse aquel día la inundó de
un afecto singular hacia ella y de una curiosidad por conocer, aunque fuera sólo un poco, de su existencia.
Mientras seleccionaban hilos y telas, delineaban los puntos y tejían, supieron que, como muchas otras señoras que
las acompañaban, habían llegado al costurero a raíz de la siguiente situación: como amas de casa vieron a los hijos,
ya crecidos, partir. Entonces se ocuparon de sus padres, pero luego estos murieron. Por último, restaba consagrarse
a sus esposos, pero estaban divorciadas o ellos se les adelantaron en la muerte o eran tan sólo una compañía basada
en la costumbre, que no enriquece. Y surgió la crisis: no le servían a nadie, no tenían nada para ellas mismas, la vida
empezó a ser tediosa y vacía.
Margarita había intentado tejer y tejer. Había llenado su casa y la de sus hijas de colchas y carpetas de croché. Había
perdido finalmente a sus padres, a quienes había cuidado por largos años en su dilatada agonía. Aún tenía a su
marido, pero él se mantenía activo en trabajo y estudio, y ella, ajena a esos intereses, para liberarse del sentimiento
de dependencia que la hacía querer estar con él a todas horas, había empezado a abusar de las pastillas para dormir.
Nada mejor que el sueño para librarse de la dictadura del reloj.
Ángela había visto a sus hijos casarse hacía mucho tiempo, y aún más había pasado desde el fallecimiento de sus
padres, pero había seguido disfrutando de la vida en compañía de su cónyuge, dedicando esos últimos años a viajar
por el mundo, a recorrer museos, monumentos, parques. Cuando él murió, ella supo el desierto que era la Tierra sin
él, y se sumió en una tristeza tan honda, que todas las plantas de su casa, a las que ella se dedicaba antaño con tanto
esmero, se marchitaron.
-¿Sabes? –le dijo Ángela a Margarita mientras interrumpía su bordado y bebía de una taza humeante de café–. La
muerte no me horroriza, sobre todo, porque sé que en ella me rencontraré con él.
Margarita no ocultó su emoción y se acercó más a ella, sonriendo con todos sus dientes, perfectamente conservados,
que combinaban con las ondas plateadas de su pelo:
-¡Te entiendo! –exclamó y se cruzó de brazos, sacudiendo ligeramente la cabeza y cerrando los ojos, como acunando
un recuerdo-. Yo sería feliz de morir porque sé que me rencontraría con mi papá, el segundo hombre que más he
querido en mi vida, pero el que más me ha amado a mí.
Ángela se quedó mirándola, sorprendida, por encima de sus lentes. Pestañeaba más de lo normal y tenía la boca un
poco abierta. Luego se rio con ganas y retomó el trabajo.
-¡Hablo en serio!- insistió Margarita con una expresión entre grave y divertida-. A mí ya no me necesitan mis hijas y
mi esposo se sobrepondría a mi ausencia. Entonces, como tú, no temo la muerte. Hace poco tiempo, en mis
momentos de soledad más profunda, incluso llegué a desearla con fuerza. Ahora es bienvenida cuando quiera venir;
ya no la acosaré. Pero tú conoces la Ley de Murphy, y creo que viviré muchos años más. Lamento eso, porque ahora
no tengo a nadie que me quiera y que me consuele como mi papá -dijo Margarita apretando los labios y bajando su
mirada, mientras atravesaba un tejido con su aguja.
Ángela había pasado de una expresión conmovida a una calculadora. Finalmente se le iluminó el rostro y profirió,
triunfante:
-¡Ya sé! Si muero, yo le llevaré un mensaje a tu papá. Tú nada más piénsalo, escríbelo, como quieras; yo se lo haré
llegar de tu parte -y le guiñó el ojo.
Margarita se quedó mirándola, con los ojos brillantes, recordando cómo su padre le recitaba un poema de Rubén
Darío: “Margarita, está linda la mar…”.