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El Rock Mexicano y La Contracultura

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El rock mexicano y la contracultura

notas para su historia

*José Othón Quiroz Trejo

Fin de siglo conservador y decadente. Generaciones de padres fáusticos que se


niegan a morir. Padres equis para hijos equis, tales para cuales. Padres que venden
su alma al diablo aeróbico y a las ofertas nocturnas de la televisión para retener una
juventud que se les escapa de las manos y mantener sus ideas, sueños y utopías
en tiempos que ya no les pertenecen. Ruckosaurios troveros, rockeros trabados y
rockeros ortodoxos, padres de nuevas generaciones de hijos de una era sin choque
generacional, sin ruptura, sin deslinde con la endeble autoridad paterna y la sutil
posesión materna. Periodo largo e irresoluble, transición hacia la nada donde todo
se vale. Han sido derrumbados los sueños y los ídolos del pasado inmediato y no
se han construido los del presente. Mientras tanto, el rock, como las ideologías, los
paradigmas y los paradogmas, es un fenómeno cultural atravesado por las
contradicciones y la confusión que vive la sociedad en la era del desorden
construido desde arriba. Los jóvenes que desde la década de los sesenta formaron
parte de los movimientos de un estado naciente,1 de una ola social instituyente, que
anunciaban grandes cambios que se fermentaron desde varios años atrás y
surgieron súbitamente sin anunciarse, sin convocarse, sin planearse, no son los
mismos que viven un estado en el que prevalece lo instituido, una prolongada crisis
que, a falta de salidas constructivas, eleva la decadencia al rango de virtud. Y, sin
embargo, se mueve, el rock en español pasa a formar parte de la identidad
globalizada de los jóvenes urbanitas que construyen su mundo sobre las ruinas de

un sistema en crisis. En 1992, cuando escribí la primera


parte de estas notas,2buscaba establecer algunos periodos y algunas tendencias
para emprender una historia sociocultural del rock en México. Al final del trabajo
llegué a establecer ciertos escenarios para el futuro inmediato de este género
musical. Cerré aquella reflexión con una conclusión optimista sobre el rock del fin
de siglo: “Al margen de la industria cultural, de las imágenes fugaces de la sociedad
del espectáculo, de los cantos sirénicos de las corporaciones culturales y políticas,
el rock de México todavía es joven y rebelde”.3 En la actualidad, cuando la
incertidumbre lleva a muchos a transitar hacia posiciones conservadoras; cuando,
después de veinte años de regímenes neoliberales se ven los logros de la revancha
empresarial en una cotidianidad “guetificada”, compartamentalizada; donde la
división social, territorial y cultural está definida por el poder que da la posesión
diferenciada de mercancías y las identidades se construyen sobre el consumo
estratificado, me propongo revisar otras facetas de la joven historia del rock
nacional. La búsqueda de su propio blues; su relación con un rock sesentañero
colocado de lleno en la contracultura; la emergencia de hipietecas y yippietecas que
en pleno 68 pintan su raya, ante las utopías heterónomas que acabaron renovando
jefaturas y autoritarismos; rastrear las expresiones contestarias del rock
estadunidense y sus relaciones y equivalentes inmediatos o tardíos en México, son
algunos de los objetivos y vetas a explorar en esta incursión en la historia
sociocultural del rock producido en el país.

I. Un rock en busca de su blues

El rock mexicano de los últimos veinte años ha tenido rutas propias, sus orígenes
marcan un desarrollo propio a pesar de haber llegado del norte. El nuevo boom que
comienza a vislumbrarse se da en un momento en que el rock, a nivel mundial, ha
sufrido importantes transformaciones musicales. El rock es el producto de una
historia musical que empieza con el grito del esclavo negro que sublima su dolor y
nostalgia, por la pérdida de su libertad y de su origen. El grito se transformó en
blues, generó esa loca y dionisiaca blue note –tercera bemolizada– que revolucionó
la música y la vida de la segunda mitad del siglo XX. En sus inicios el rock en México
fue pura traducción, o sea traición, porque, como dicen los italianos, ninguna
traducción respeta el espíritu original de lo traducido. A fines de los cincuenta e
inicios de los sesenta se podían hacer buenos covers pero el sentimiento no había
manera de traducirlo. Luego se cantó en inglés y se hizo un rock sin sello propio.
Las bandas como Peace and Love, La Revolución de Emiliano Zapata y los Dugs
Dugs sonaban a Carlos Santana, a Chicago o a Sangre, Sudor y Lágrimas. Tras la
represión del rock, después de Avándaro, los rockeros comenzaron a cantar en
español intuitiva o conscientemente. Músicos y compositores como Alejandro Lora
y Jaime López encontraron ese sentimiento que escondía el grito y la nostalgia,
ingredientes necesarios para producir un rock para un país en el que los negros
fueron asimilados por la marejada del mestizaje. Desde el corrido de la Revolución
hasta la música ranchera el grito es expresión del dolor, la nostalgia o la melancolía
que produce la lejanía del terruño o el abandono de una mujer.

El grito vino de la canción ranchera sufridora de José Alfredo Jiménez y de la


recuperación del corrido de la Revolución. El grupo norteño tiene una estructura
semejante a la del grupo de rock o rithm and blues. Armónica, guitarra y contrabajo
y el ritmo que marca la redoba acompañan las letras del corrido, sus historias de
batallas importantes, de héroes y heroínas de la Revolución; personas que salen
del anonimato para convertirse en personajes de narraciones cortas que hablan de
los avatares cotidianos de la vida rural. Duelos por una mujer, duelos contra el padre
autoritario, homenajes a ladrones sociales, nacimiento de los antihéroes que se
aman odiándose; la muerte y el amor casi siempre estarán presentes en esta
narrativa. Luego se urbanizan las pasiones, los mariachis y los compositores de
música ranchera le cantan a sus lugares de origen, a los amores que dejan huella;
los corridos cambian de antihéroes, ahora son los narcotraficantes los principales
protagonistas de sus letras, además de las peripecias y nostalgias de los emigrantes
que se van al norte, exiliados por el hambre. De ahí llega el blues que nutre el
tránsito a una música urbana como el rock, de ahí y del añejo sentimiento azul de
algunas canciones de Agustín Lara. El Three Souls in my Mind es el primer grupo
que consigue llegar a su público cantando tragicomedias amorosas, que bien
podrían ser canciones de José Alfredo Jiménez a ritmo de rithm and blues.

“Oye cantinero/ sírveme otra copa por favor,/ quiero estar borracho/ yo quiero
sentirme de lo peor,/ quiero tomar mucho,/ quiero tomar mucho/ para olvidar”, así
rockanrolean el abandono para el joven citadino. El corrido, la música ranchera –
que son parte del imaginario de cualquier chilango sesentañero– y la influencia de
los Rolling Stones hacen del Three Souls in my Mind y posteriormente de su
heredero, El Tri, uno de los grupos más populares y de los pocos que vivieron del
rock al margen del cerrado sistema de los medios de comunicación, durante una
época en que estaba vedado y prácticamente condenado a la maginación. Rock de
la periferia, underground mexicano en res- puesta a un Estado paternalista que
decidía cuándo los jóvenes podían ser considerados mayores de edad.

Otros dos pioneros de esa transición fueron Jaime López y Rockdrigo González. El
primero es un caso aparte, sarcástico y romántico, combativo sin llegar a ser
panfletario y vocero del caló urbano sin ser populachero. Jaime López ha buscado
el blues urbano finisecular. En él se recrea la nostalgia de los orígenes y el azote
que deja el desorden amoroso de las parejas urbanas. Rock para aventuras de
carretera, rock para road movies. Letras irreverentes que no dejan títere con
cabeza, desde la crítica a los intelectuales que un día defendieron el socialismo en
un solo cubículo, hasta militantes tardíos de los años noventa.

Paisano de Jaime López, desde Tamaulipas llegó Rockdrigo. Rápidamente


encontró el toque para un rock que le cantara a los jóvenes habitantes de una
metrópoli deteriorada. Heredero lejano de Woody Guthrie y cercano a Bob Dylan,
en pocos años construyó una ruta para el rock de los inicios de la década de los
ochenta. Armónica, voz y guitarra que dejaron huella. Padre del llamado rock
rupestre. Juglar que cantaba historias urbanas con humor y sentimiento, que murió
joven y se convirtió en un mito e inspirador de un movimiento para algunos rockeros
como la Camerata Rupestre, Nina Galindo, Carlos Arellano, etc. El rock mexicano
ya tenía su grito y su propio sentimiento. Su propio blues.
II. Rock e identidad juvenil en México

Los últimos años de los sesenta y la primera mitad de los setenta fueron testigos de
un fenómeno contradictorio en relación con el rock hecho en México. Años de
politización juvenil y de militancias múltiples, de crítica al rockanrol por parte de una
izquierda rígida y prematuramente envejecida. Años de sueños, de utopías
hedonistas y socialistas, de hippies y militantes de una nueva vieja izquierda, de
movimientos contraculturales y movimientos sociohistóricos. Entre lo instituyente y
lo instituido, el movimiento estudiantil compuesto por jóvenes que buscaban
modificar la vida cotidiana con un aquí y ahora que incomodaba a los miembros de
una izquierda que prometía el reino de la libertad en un futuro lejano. El movimiento
instituyente juvenil se partió en dos con el concierto de Avándaro, al que atacaron
por igual el Estado y algunos militantes de una izquierda prematuramente
envejecida. La identidad juvenil se debatía entre un rock cantado en inglés, las
canciones del catalán Joan Manuel Serrat y las letanías latinoamericanas en una
vuelta a lo folclórico que poco tenían que ver, a no ser con las nostalgias del origen
campesino, con la vida de jóvenes que habían crecido entre los laberintos de
concreto y asfalto y los cielos grises de las fábricas de la era de la sustitución de
importaciones.

Para los jóvenes urbanos no había lugar en las canciones ni presencia en un cine
mexicano en decadencia. Fuera de Loscaifanes de José Luis Ibáñez y algunas
películas de Jaime Humberto Hermosillo, las generaciones que nacieron después
del periodo del llamado desarrollo estabilizador difícilmente se identificaban con los
personajes de un cine que dio sus últimas patadas en el gobierno de Luis
Echeverría, para ahogarse en definitiva en el sexenio siguiente con el empujón
definitivo de la hermana del presidente en turno. Aquélla fue una generación que
caminaba por la Alameda Central y tenía la cabeza en el Golden Gate Park, en el
Greenwich Village o en Trafalgar Square. Los militantes ortodoxos hablaban del
internacionalismo proletario y los hippietecas, mods del sur y rockers chilangos
formaban parte de una cultura juvenil sin fronteras, con el rock como música de
fondo. Identidades internacionales unificadas por los medios masivos de
comunicación y el rock y su cultura contestataria.

Los renovados bríos que cobró el rock en español en la década de los ochenta
surgen, paradójicamente, cuando el capitalismo celebra su revancha ante la caída
de los socialismos burocráticos y extiende el neoliberalismo y la globalización a lo
largo y a lo ancho del planeta, y sus ideólogos proclaman que, ahora sí, ha llegado
el fin de la historia. En los noventa, cuando se firma el Tratado de Libre Comercio
(TLC), proliferan los grupos que cantan y componen rock en español. ¿Respuesta
regional a una internacionalización forzada? ¿Búsqueda de una identidad juvenil
que combina su gusto por el rock anglosajón con un rock que recoge sus
sentimientos y relatos en el idioma nacional? ¿Síntesis del espacio territorial de un
Estado-nación con el espacio cultural transterritorial de lo global? Preguntas que no
tienen una sola respuesta, múltiples preguntas con múltiples respuestas. Lo único
cierto es que el rock en México sigue creciendo en cantidad de grupos.

Vestimenta, apariencia, costumbres, lenguaje y música son expresiones de la


identidad juvenil de las tribus citadinas que vienen desde los cincuenta como los
gormondios y rebeldes;4los caifanes y los rebecos de principios de los sesenta; los
onderos y los fresas al final de los sesenta; rockeros y folcloroides en los setenta;
los punks, los disco y los tíbiris en los ochenta; los punks, los darks y la generación
X de los noventa. Copetes envaselinados y chamarras de cuero negras; fleco sobre
la frente y sacos sin solapa; pelo largo y pantalones acampanados; cabellos hirsutos
y pantalones desgarrados; rostros pálidos, párpados y ojos ensombrecidos y ropas
oscuras. Vestimenta y apariencia de cuatro décadas y sendas generaciones.
Costumbres contestatarias, expresiones de inconformidad. Lenguaje antisolemne,
desde el caló hasta la gravedad de un rock con poesía para los darkies del valle del
Anáhuac. El rock desde hace medio siglo es parte de la identidad de los jóvenes
urbanos.
III. Rock, rebeldía y revolución

Cada quien tiene su ruta para narrar el rock. A mí me gusta la ruta de su relación
con la rebeldía y la protesta. En Norteamérica las protestas de los sesenta contra la
guerra de Vietnam, las utopías terrenales de los hippies, las luchas de los negros,
las reivindicaciones posmodernas de los nuevos movimientos sociales en Inglaterra
y Estados Unidos, tuvieron su música. Soundtrack hecho de encuentros entre la folk
music, el blues y el rithm and blues; de Pete Seeger a Peter, Paul y Mary, de
Wooddy Guthrie a Bob Dylan, de Scott Mackenzie a The Mamas and The Papas,
de Aretha Franklin a los Temptations, de los Beatles a John Lennon, hacían una
música que expresaba la fuerza de una juventud en pleno auge de un estado
naciente donde “sociedad e individuos se manifiestan juntos, hombre nuevo y nueva
sociedad”,5 sin etapas o periodos de transición, sin esperar a socializar los medios
de producción: en el aquí y en el ahora. Tiempos y estado naciente que surgieron
de la bonanza económica. Satisfechas las necesidades inmediatas se buscaron
necesidades radicales.

El rock en México también buscó su relación con los movimientos sociales de los
sesenta. De sus orígenes, en la década de los cincuenta, poco se puede rescatar.
Entre las traducciones insulsas de letras igualmente intrascendentes de fines de los
cincuenta y principio de los sesenta, dos grupos tienen como sujeto de sus letras al
joven rebelde de la época. Toño de la Villa, de los Locos del Ritmo, cantaba: “Yo no
soy un rebelde sin causa,/ ni tampoco un desenfrenado,/6 yo lo único que quiero es
bailar rockanrol/ y que me dejen vacilar sin ton ni son”. Y Vivi Hernández de los
Crazy Boys, en su versión de la historia de Leroy, pintaba algo que era común en la
vida de los jóvenes antes del 68: “Hubo una vez un muchacho así,/ era un rebelde
hecho de verdad,/ cuando la redada lo atrapó,/ él gritó ‘Caramba, qué haré yo’…”
Redadas por hacer bolitas, reunión de más de dos era considerada mitin: años de
represión.

1. Entre hippies y yippies

En los sesenta y setenta algunos vivimos al ritmo de la música de rock y seguimos


las obras de los rockeros que inspiraban nuestras acciones en las luchas del 68.
Otros escuchaban las canciones de la Guerra Civil Española, la música de protesta
de Judith Reyes, de Margarita Bauche o de Óscar Chávez. Hasta la fecha todavía
no se les da al rock y a la contracultura los lugares que se merecen como música
de fondo e influencia cotidiana dentro del movimiento estudiantil de 1968. No todos
los jóvenes sesentaiocheros eran consumados militantes comunistas. A diferencia
de la composición social de las huestes hippies y yippies norteamericanas
predominantemente clasemedieras, en México se incorporaron al “movimiento”
hippie, además de la clase media alta, un buen contingente de jóvenes hijos de
obreros, campesinos y empleados que estudiaban en los centros de educación
superior de la época, en su mayoría públicos, miembros de la generación surgida
del desarrollo estabilizador y de los últimos ecos populistas del Estado de la
Revolución mexicana. Esa diferencia marca la singularidad que determinó la forma
como fueron absorbidas las costumbres, lenguaje, música y visiones de la
revolución provenientes del rock angloamericano de los sesenta y setenta.

Los militantes tradicionales tenían sus propias fuentes inspiradoras para actuar en
esos años de revuelta. Habían sido educados en círculos de estudio, en sus
relaciones con los remanentes del Partido Comunista y sus libros de la Editorial
Progreso. Otro sector se formó escuchando estaciones rockanroleras, leyendo
cómics, viendo películas inglesas, leyendo todo tipo de géneros y autores;
desde Los Supermachos y Los Agachados de Rius hasta las novelas de Sartre;
desde los ensayos de Franz Fanon hasta la obra del imprescindible Herman Hesse;
además de Lobsang Rampa, Carlos Fuentes, Desmond Morris, Allen Ginsberg,
Octavio Paz, Carlos Monsiváis, Norman Mailer, José Agustín, etc. Así surgieron los
hippietecas y los yippietecas sesentaiocheros. A diferencia de los cuadros formados
a través de las lecturas clásicas del socialismo, éstos tenían algunas reservas sobre
las formas de actuar de los militantes profesionales de la vieja izquierda mexicana
demasiado serios y formales. También había signos diferenciadores en relación con
los yippies norteamericanos. El simple hecho de ser de clase media baja y vivir en
un país del tercer mundo marcaban distancias, no analizadas e imperceptibles en
su momento. Algunos yippietecas simpatizábamos con los hippietecas, pero nuestro
amor al asfalto urbano y nuestro escepticismo ante sus utopías nos hacían ver y
actuar de manera distinta ante lo que sucedía en 1968. En general había muchas
reservas en relación con el movimiento yippie, incluso por parte de algunos
miembros del underground mexicano como Parménides García Saldaña, quien
mostró cierta cerrazón, propia de una izquierda ortodoxa a la que no pertenecía,
cuando decía, refiriéndose a la lucha de Abbie Hoffman, Tom Hayden y Jerry Rubin,
miembros del Youth International Party,7 que “no hacían más que emprender la
‘revolución más chistosa propiciada por la burguesía para que sus hijos se
diviertan’.”8
Esa parte del 68, esos brigadistas y gente de base que, sobre todo después del 2
de octubre, veían con reservas las escatologías revolucionarias de una renovada
vieja izquierda, había extraído su saber de la cultura del rock. Había algo que no les
convencía en los propagandistas de la nueva vieja izquierda con su heteronomía;
con su énfasis en que el partido revolucionario era la clave para cambiar el mundo;
con su rigidez, su solemnidad y su “puritanismo” para vivir la vida cotidiana,
actitudes que alejaron a un importante sector de la juventud contestataria de la
época de sus reuniones y de lo que quedaba del activismo estudiantil tras la
matanza de Tlatelolco.

En realidad el rock y los rockeros en Inglaterra y Estados Unidos pensaban en otra


revolución, diferente a la de un país del tercer mundo, con carencias económicas
inmediatas como México. Para ellos la revolución no era una cuestión meramente
objetiva sino también subjetiva. Surgieron varias canciones relacionadas con la
revolución y se convirtieron en verdaderos himnos de las revueltas estudiantiles,
como “Street Fighting Man”, de los Rolling Stones, quienes cantan: “por todas
partes escucho el sonido de los pies marchando, cargando/ el verano está aquí y
es la hora de luchar en las calles…”, y luego añaden ese toque, ese deslinde, que
caracteriza a la contracultura del rock y al “concepto” de “revolución” de los jóvenes
de esos países: “pero qué puede hacer un pobre muchacho/ excepto cantar en un
grupo de rock and roll/ pues en la soñolienta ciudad de Londres/ no hay lugar para
un luchador callejero”. Los Beatles, en su canción “Revolution”, agregarían: “Tú
dices que quieres una revolución/ bueno, tú sabes/ todos queremos cambiar el
mundo/ si tú sales por ahí cargando retratos del presidente Mao/ bueno, tú sabes/
no la vas a hacer con nadie/ dices que es la institución/ pero, tú sabes/ que es mejor
que liberes tu mente”. En esta última frase coincidían con Bob Dylan, quien en 1966
en su canción “Blow their minds” describía lo que Roberto Muggiati consideraba
como un “nuevo estado del espíritu”,9 proponía dejarse el pelo largo, irse al campo,
darse un toque y expandir la mente. Ahí estaba la diferencia entre una revolución
de viejo tipo, encabezada por movimientos sociales del viejo paradigma y una
revolución mental, inmediata, que subvirtiera la cultura y las formas de la vida
cotidiana de un sistema enajenante que producía seres unidimensionales. La
revolución para la contracultura de los años sesenta iba más allá de la toma del
poder, tenía metas que trascendían la socialización de los medios de producción o
la sola satisfacción de las necesidades inmediatas. Jerry Rubin sintetizaba las ideas
de los yippies cuando decía: “Mezclamos la política de la nueva izquierda con un
estilo de vida psicodélico. Nuestra manera de vivir, nuestra propia existencia, es la
revolución”.10

Quizás el grupo más radical en su crítica a las revoluciones tradicionales fue The
Who, representante de los jóvenes mods ingleses. Sus canciones muestran un
punto de vista sobre la revolución con ciertas diferencias finas pero profundas
respecto a los rockeros mencionados. Su escepticismo sobre una revolución
tradicional no radica en sus posibilidades de éxito, sino en el desencanto ante
movimientos y revueltas anteriores que terminaron siendo absorbidos por el orden
instituido. Cuando Pete Townshed, guitarrista del grupo, comentaba la canción
“Won´t get Fooled again” (“No nos volverán a engañar”) explicaba: “Es realmente
una canción un poco extraña. Es una canción contra el establishment, pero al mismo
tiempo una canción contra la gente negativa. Una canción en contra de la revolución
porque la revolución es sólo una revolución, y la revolución no va a cambiar nada a
largo plazo y mucho gente va a ser herida”.11 Esta declaración fue hecha en 1970,
muchos años antes de la caída del socialismo autoritario.

Reproduzco una traducción de la misma porque representa casi un manifiesto de


una izquierda rockera diferente de la nueva vieja izquierda de la época:

Pelearemos en las calles/


con nuestros hijos a nuestros pies/
y la moral que veneran habrá desaparecido/
y los hombres que nos espolearon/
sentados juzgan todo lo incorrecto/
deciden y la escopeta canta la canción./
Me quitaré el sombrero ante la nueva constitución/
haré una reverencia por la nueva revolución/
sonreiré ante el cambio general/
volveré a mi sitio y haré mi papel/
exactamente como ayer/
y me arrodillaré e imploraré: Ya no nos volverán a engañar./
Tenía que llegar el cambio/
siempre lo supimos/
fuimos liberados del redil, eso es todo./
El mundo luce exactamente igual/
y no es culpa de la historia./
Porque todos los estandartes ya ondearon en la última guerra./
Me quitaré el sombrero ante la nueva constitución…/
¡No, no!/ Me haré a un lado junto con mi familia/
si es que permanecemos medio con vida/
cogeré todos mis papeles y sonreiré al cielo/
aunque sé que los hipnotizados nunca mienten./
No hay nada en las calles/
que me parezca diferente/
y las consignas han sido reemplazadas./
Y la raya a la izquierda/
está ahora a la derecha/
y todas las barbas han crecido de la noche a la mañana./
Me quitaré el sombrero ante la nueva constitución…/
No te dejes engañar de nuevo./
¡No, no!/ ¡Yah!/ Te presento al nuevo jefe/
igual que el viejo jefe.12

2. La influencia yippie en México

Desde los sesenta se conocía la versión mexicana de los hippies. Sobre los
hippietecas o jipitecas13 se escribió y se habló con cierta sorna por parte de algunos
militantes de la nueva vieja izquierda. Los consideraban parte de la cultura
decadente del imperialismo, individualistas y evasivos utópicos. Sin embargo, en el
movimiento estudiantil había cabida para las diferentes expresiones de la disidencia
vital. Entre los militantes tradicionales con sus diferentes especímenes –el grillo, el
acelerado, el provocador o el brigadista– y los hippietecas había un franja social
intermedia aún no definida. Un espacio en el que se movían jóvenes más
iconoclastas, más abiertos y proclives a la heterodoxia. Interesados en una
revolución social pero también en la cultural, en las raíces nacionales pero también
en los cambios internacionales. La influencia de la música, las costumbres, la
vestimenta, lecturas, las formas de lucha de la contracultura
angloamericana14 fueron relevantes para los jóvenes sesentaiocheros, más
lennonistas que leninistas. Esos nuevos militantes, atentos acompañantes de la
contracultura a través de los medios masivos de comunicación, que simpatizaban
con las posturas antisistémicas y antisolemnes de los yippies, eran rockeros
politizados que vivían la psicodelia sin reducirse a ella. Se encontraron con algunos
hippietecas atraídos por el 68 que no estaban atados a los dogmas de dicha
psicodelia y que apoyaron al movimiento estudiantil. José Agustín, al referirse a este
grupo social, expresa:

Además, muchos estudiantes que militaban en el movimiento también habían


sido impactados por todo el revuelo de la sicodelia y, aunque no eran jipis
(pues no creían en la panacea de los alucinógenos), les gustó el rock (de
Beatles a Creedence), fumaron mariguana, ocasionalmente probaron
hongos o LSD, se dejaron el pelo largo y, morral al hombro, se vistieron con
faldas cortísimas o con chamarra, pantalones de mezclilla. De esa forma se
acortaron un poco las distancias entre los jóvenes que en los sesenta querían
hacer la revolución, unos dentro del individuo, otros en el mundo social.15

Estos yippietecas o yipppie-onderos se movían sin problemas entre los dogmas


hippies y los dogmas de los jóvenes militantes de la nueva vieja izquierda.
Asimilaban a su gusto por el rock, como música rebelde y de protesta, sus
equivalencias nacionales. La relación rock y música folclórica en México se
manifestó en los sesenta. Se escuchaba desde los corridos militantes de Judith
Reyes y José de Molina que, por momentos, lindaban en lo panfletario, hasta la
música de protesta de Margarita Bauche –que después se volvió hippie– y Óscar
Chávez, pasando por Joan Báez, Bob Dylan, Peter Paul y Mary, Simon y Gartfunkel,
los Beatles, los Rolling, los Doors, Pink Floyd, Who, etc. Los oídos y las mentes
abiertas de los yippietecas fueron cayendo en el desencanto ante la cultura
compacta de los militantes de hierro, que buscaban una totalidad única en la que
cupieran ideas, costumbres y pasatiempos exclusivamente revolucionarios,
obviamente definidos por la moral marxista-leninista del libro rojo de Mao o por los
jefes de sectas y partidos. ¡Qué flojera!

Después de Avándaro el rock y la militancia se volvieron semiclandestinos. Por


aquellos años de rock hecho en México y cantado en inglés, el Three Souls in my
Mind sorprende recuperando el español en sus letras. Influenciados por los Rolling
Stones y su “Street Fighting Man”, hacen una excelente rola que invitaba a los
jóvenes de la onda a sumarse a una revolución que, sentenciaban: “está esperando
por ti”. Peace and Love gritaba, en medio de una letra cantada en inglés, un estribillo
acompañado de congas y bongóes al estilo Santana: “¡Queremos el poder,
queremos el poder!” En la periferia proliferaban los hoyos fonqui y en el centro-sur
las peñas latinoamericanas. Los primeros productos de una visión antisolemne,
desacralizadora de la revolución y de los dogmas de la nueva vieja izquierda que
ya formaban parte del orden y de las utopías instituidas, fueron a ritmo de una nueva
música que mezclaba el rock, el rithm and blues y la música popular como el corrido,
el bolero, la música ranchera, la cumbia y la música afroantillana. Jaime López
experimentó de esa mixtura. Mientras Rockdrigo González tomó fuerza a principios
de los años ochenta, con su lira y su armónica hizo uno de los discos marginales
más importantes de la década: Urbanhistorias, recopilación de canciones que
reflejaban la vida de los marginados, de los solitarios que, “como perros en el
periférico”, deambulaban por las noches de una ciudad de la década perdida,
escritas y cantadas con el sentimiento de un rockero joven y fresco, crítico e irónico.
Murió en el terremoto de 1985 y dejó rasgos indelebles en su generación, como el
grupo de los rockeros rupestres.
Volviendo a Jaime López, él, junto con Emilia Almazán y Roberto González, quien
después se incorporó a los rupestres, hizo un disco, hoy de culto: Sesiones con
Emilia. En esa obra ya aparecen indicios del ludismo y la ironía que lo
caracterizarían más tarde, cuando cantaba: “y qué hicimos de estas rebeldías/ pues
nutrir las viejas agonías/ y engordar las mismas jerarquías/ hasta de tontos
anarquistas los Rolling Stones nos culparían”.16 En los noventa grabó un disco con
el guitarrista José Manuel Aguilera en el que desarrolla al máximo sus dotes de
bluesero y musicalizador del azote, ese popular deporte de las parejas mexicanas;
esa actitud sentimental que heredamos de un pasado pasional, sanguinolento y
masoquista; esa apertura de costras no cerradas para sacar la densidad del
abandono o la separación de mutuo desacuerdo. Nuestro amor es ese gato negro
muerto en el baldío que describe en ese disco. Esa canción, junto con “Sácalo” –
popularizada por Cecilia Toussaint– es una de las más sentidas de la era del rock
ligado a la rebeldía y al nuevo desorden amoroso postsesentaiochero. En 1998 edita
un disco en el que incluye una canción que refleja ese desencanto que The Who
dejó plasmado en “No nos volverán a engañar”. Jaime López se burla de esa
militancia finisecular vanguardista y sectaria. Así expresa su posición ante esos
nuevos Señoritos como los llama en la canción del mismo nombre:
Los señoritos por siempre con sus desplegados,/
los señoritos de siempre en el mitin de hoy,/
en su importante grupito de no más de cien,/
los señoritos jugando a la revolución;/
así se carguen a los de abajo/
y hasta se caiga el propio país,/
siempre ha de haber escudos humanos/
y un lugarcito a salvo en París./
Con el poder heredado de sangre en la tinta/
los señoritos bien son los abajo firmantes/
cómo ¡por dios! que la beca es de quien la trabaja,/
los señoritos bien son no gubernamentales./
Organizados los pioneritos/
con paliacates y mochilitas,/
cual buen salvaje en selva de asfalto/
vienen y van con su guerrillita./
Cuando la moda pasó por el mundo,/
encuentra siempre este punto de atrás,/
donde se atasca y no pasa jamás…/
donde se atasca y no pasa jamás./
Ya cuando el hábito se ha salpicado de fango,/
hay que curarse en salud cuando la gran salvación;/
es lo que vienen vendiéndole los señoritos/
a todo aquel que de vil señorito pecó./
Hacen la guerra con paz y amor,/
son regañones como Greenpeace/
y alguna linda estrella de rock/
baja a lavar su lana ahí.17

*José Othón Quiroz Trejo


(México, D.F., 1948). Ha
escrito artículos sobre
Bruce Springsteen,
Leonard Cohen y el grupo
The Who en las
revistas Vía
Libre y Topodrilo. Entre la
sociología del trabajo, la
historia del movimiento
obrero y el rock, se da
tiempo para escribir
historias de ciencia–
ficción como La
marginalidad está en el
centro, guiones y ensayos
cinematográficos y
preparar una novela sobre
la sindicalización de los
trabajadores bancarios.
Notas

1 Los movimientos instituyentes y del estado naciente son equivalentes. Algunos


estudiosos que se desprendieron del grupo de socialismo o barbarie comenzaron a
hablar de la relación instituyente-instituido desde la década de los sesenta, mientras
que Francesco Alberoni habló de los segundos a fines de los setenta. Véase René
Loureau, El Estado y el inconsciente, Barcelona, Kairós, 1979; Cornelius
Castoriadis, La institución imaginaria de la sociedad, t. I, Barcelona, Tusquets, 1975,
y Francesco Alberoni, Movimiento e institución, Madrid, Editora Nacional, 1984.

2 La primera parte de estas notas y reflexiones libres están en José Othón Quiroz
Trejo, “Rock, territorio y sociedad. Notas para su historia”, en Simpatía por el rock.
Industria, cultura y sociedad, México, UAM-Azcapotzalco, 1993.

3Ibid., p. 84.

4Federico Arana, Guaraches de ante azul. Historia del rock mexicano, 1, México,
Posada, 1992, p. 13.

5Francesco Alberoni, El árbol de la vida, México, Gedisa, 1988, p. 13.

6Calificativo que se generalizó a partir de una pésima película sobre la juventud


realizado en México: Juventud desenfrenada.
7 Sus siglas eran YIP, de ahí viene el termino yippie. En los ochenta a la nueva
generación de jóvenes norteamericanos de clase alta les llamaron yuppies, que
nada tienen que ver con los sesentañeros yippies.

8 Parménides García Saldaña, En la ruta de la onda, México, Diógenes, 1973, citado


por Jorge Volpi, La imaginación y el poder. Una historia intelectual de 1968, México,
Era, 1998, p. 107.

9 Roberto Muggiati, Rock: o grito e o mito, Sao Paulo, Vozes, p. 21. Lo que este
autor denomina nuevo estado del espíritu años más tarde al- gunos sociólogos,
como F. Alberoni, los denominaron movimientos de un estado naciente.

10 Citado por Roberto Muggiati, op. cit., p. 23.

11 Cubierta del compacto The Who, my generation. The very best of, Polydor, 1996,
533150-2.

12 Jorge Arnaiz, Los Who, Barcelona, Júcar (Los Juglares), 1980, pp. 168-171.

13 “[Enrique Marroquín] Sacerdote y antropólogo, autor de La contracultura como


protesta, planteó que estos jipis mexicanos debían ser llamados ‘jipitecas’ (jipis
aztecas, jipis toltecas), para diferenciarlos de los jipis de Estados Unidos”, en José
Agustín, La contracultura en México, México, Grijalbo, 1996, p. 76. Sesuda y seria
reflexión sobre un término al que otros llegaron por la vía de la ironía.

14Véase Carlos Monsiváis, Días de guardar, México, Era, 1991, p. 232, y José
Othón Quiroz Trejo, “A treinta años del 68: algunos vacíos y algunas influencias”,
en Sociológica, núm. 38, sept.-dic., 1998, pp. 30-47.

15 José Agustín, op. cit., pp. 82-83.

16 Roberto y Jaime, Sesiones con Emilia, Discos Fotón, LPF 033.

17 Jaime López, Desenchifado, Spartacur-Prodisc, 1998.

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