El Rock Mexicano y La Contracultura
El Rock Mexicano y La Contracultura
El Rock Mexicano y La Contracultura
El rock mexicano de los últimos veinte años ha tenido rutas propias, sus orígenes
marcan un desarrollo propio a pesar de haber llegado del norte. El nuevo boom que
comienza a vislumbrarse se da en un momento en que el rock, a nivel mundial, ha
sufrido importantes transformaciones musicales. El rock es el producto de una
historia musical que empieza con el grito del esclavo negro que sublima su dolor y
nostalgia, por la pérdida de su libertad y de su origen. El grito se transformó en
blues, generó esa loca y dionisiaca blue note –tercera bemolizada– que revolucionó
la música y la vida de la segunda mitad del siglo XX. En sus inicios el rock en México
fue pura traducción, o sea traición, porque, como dicen los italianos, ninguna
traducción respeta el espíritu original de lo traducido. A fines de los cincuenta e
inicios de los sesenta se podían hacer buenos covers pero el sentimiento no había
manera de traducirlo. Luego se cantó en inglés y se hizo un rock sin sello propio.
Las bandas como Peace and Love, La Revolución de Emiliano Zapata y los Dugs
Dugs sonaban a Carlos Santana, a Chicago o a Sangre, Sudor y Lágrimas. Tras la
represión del rock, después de Avándaro, los rockeros comenzaron a cantar en
español intuitiva o conscientemente. Músicos y compositores como Alejandro Lora
y Jaime López encontraron ese sentimiento que escondía el grito y la nostalgia,
ingredientes necesarios para producir un rock para un país en el que los negros
fueron asimilados por la marejada del mestizaje. Desde el corrido de la Revolución
hasta la música ranchera el grito es expresión del dolor, la nostalgia o la melancolía
que produce la lejanía del terruño o el abandono de una mujer.
“Oye cantinero/ sírveme otra copa por favor,/ quiero estar borracho/ yo quiero
sentirme de lo peor,/ quiero tomar mucho,/ quiero tomar mucho/ para olvidar”, así
rockanrolean el abandono para el joven citadino. El corrido, la música ranchera –
que son parte del imaginario de cualquier chilango sesentañero– y la influencia de
los Rolling Stones hacen del Three Souls in my Mind y posteriormente de su
heredero, El Tri, uno de los grupos más populares y de los pocos que vivieron del
rock al margen del cerrado sistema de los medios de comunicación, durante una
época en que estaba vedado y prácticamente condenado a la maginación. Rock de
la periferia, underground mexicano en res- puesta a un Estado paternalista que
decidía cuándo los jóvenes podían ser considerados mayores de edad.
Otros dos pioneros de esa transición fueron Jaime López y Rockdrigo González. El
primero es un caso aparte, sarcástico y romántico, combativo sin llegar a ser
panfletario y vocero del caló urbano sin ser populachero. Jaime López ha buscado
el blues urbano finisecular. En él se recrea la nostalgia de los orígenes y el azote
que deja el desorden amoroso de las parejas urbanas. Rock para aventuras de
carretera, rock para road movies. Letras irreverentes que no dejan títere con
cabeza, desde la crítica a los intelectuales que un día defendieron el socialismo en
un solo cubículo, hasta militantes tardíos de los años noventa.
Los últimos años de los sesenta y la primera mitad de los setenta fueron testigos de
un fenómeno contradictorio en relación con el rock hecho en México. Años de
politización juvenil y de militancias múltiples, de crítica al rockanrol por parte de una
izquierda rígida y prematuramente envejecida. Años de sueños, de utopías
hedonistas y socialistas, de hippies y militantes de una nueva vieja izquierda, de
movimientos contraculturales y movimientos sociohistóricos. Entre lo instituyente y
lo instituido, el movimiento estudiantil compuesto por jóvenes que buscaban
modificar la vida cotidiana con un aquí y ahora que incomodaba a los miembros de
una izquierda que prometía el reino de la libertad en un futuro lejano. El movimiento
instituyente juvenil se partió en dos con el concierto de Avándaro, al que atacaron
por igual el Estado y algunos militantes de una izquierda prematuramente
envejecida. La identidad juvenil se debatía entre un rock cantado en inglés, las
canciones del catalán Joan Manuel Serrat y las letanías latinoamericanas en una
vuelta a lo folclórico que poco tenían que ver, a no ser con las nostalgias del origen
campesino, con la vida de jóvenes que habían crecido entre los laberintos de
concreto y asfalto y los cielos grises de las fábricas de la era de la sustitución de
importaciones.
Para los jóvenes urbanos no había lugar en las canciones ni presencia en un cine
mexicano en decadencia. Fuera de Loscaifanes de José Luis Ibáñez y algunas
películas de Jaime Humberto Hermosillo, las generaciones que nacieron después
del periodo del llamado desarrollo estabilizador difícilmente se identificaban con los
personajes de un cine que dio sus últimas patadas en el gobierno de Luis
Echeverría, para ahogarse en definitiva en el sexenio siguiente con el empujón
definitivo de la hermana del presidente en turno. Aquélla fue una generación que
caminaba por la Alameda Central y tenía la cabeza en el Golden Gate Park, en el
Greenwich Village o en Trafalgar Square. Los militantes ortodoxos hablaban del
internacionalismo proletario y los hippietecas, mods del sur y rockers chilangos
formaban parte de una cultura juvenil sin fronteras, con el rock como música de
fondo. Identidades internacionales unificadas por los medios masivos de
comunicación y el rock y su cultura contestataria.
Los renovados bríos que cobró el rock en español en la década de los ochenta
surgen, paradójicamente, cuando el capitalismo celebra su revancha ante la caída
de los socialismos burocráticos y extiende el neoliberalismo y la globalización a lo
largo y a lo ancho del planeta, y sus ideólogos proclaman que, ahora sí, ha llegado
el fin de la historia. En los noventa, cuando se firma el Tratado de Libre Comercio
(TLC), proliferan los grupos que cantan y componen rock en español. ¿Respuesta
regional a una internacionalización forzada? ¿Búsqueda de una identidad juvenil
que combina su gusto por el rock anglosajón con un rock que recoge sus
sentimientos y relatos en el idioma nacional? ¿Síntesis del espacio territorial de un
Estado-nación con el espacio cultural transterritorial de lo global? Preguntas que no
tienen una sola respuesta, múltiples preguntas con múltiples respuestas. Lo único
cierto es que el rock en México sigue creciendo en cantidad de grupos.
Cada quien tiene su ruta para narrar el rock. A mí me gusta la ruta de su relación
con la rebeldía y la protesta. En Norteamérica las protestas de los sesenta contra la
guerra de Vietnam, las utopías terrenales de los hippies, las luchas de los negros,
las reivindicaciones posmodernas de los nuevos movimientos sociales en Inglaterra
y Estados Unidos, tuvieron su música. Soundtrack hecho de encuentros entre la folk
music, el blues y el rithm and blues; de Pete Seeger a Peter, Paul y Mary, de
Wooddy Guthrie a Bob Dylan, de Scott Mackenzie a The Mamas and The Papas,
de Aretha Franklin a los Temptations, de los Beatles a John Lennon, hacían una
música que expresaba la fuerza de una juventud en pleno auge de un estado
naciente donde “sociedad e individuos se manifiestan juntos, hombre nuevo y nueva
sociedad”,5 sin etapas o periodos de transición, sin esperar a socializar los medios
de producción: en el aquí y en el ahora. Tiempos y estado naciente que surgieron
de la bonanza económica. Satisfechas las necesidades inmediatas se buscaron
necesidades radicales.
El rock en México también buscó su relación con los movimientos sociales de los
sesenta. De sus orígenes, en la década de los cincuenta, poco se puede rescatar.
Entre las traducciones insulsas de letras igualmente intrascendentes de fines de los
cincuenta y principio de los sesenta, dos grupos tienen como sujeto de sus letras al
joven rebelde de la época. Toño de la Villa, de los Locos del Ritmo, cantaba: “Yo no
soy un rebelde sin causa,/ ni tampoco un desenfrenado,/6 yo lo único que quiero es
bailar rockanrol/ y que me dejen vacilar sin ton ni son”. Y Vivi Hernández de los
Crazy Boys, en su versión de la historia de Leroy, pintaba algo que era común en la
vida de los jóvenes antes del 68: “Hubo una vez un muchacho así,/ era un rebelde
hecho de verdad,/ cuando la redada lo atrapó,/ él gritó ‘Caramba, qué haré yo’…”
Redadas por hacer bolitas, reunión de más de dos era considerada mitin: años de
represión.
Los militantes tradicionales tenían sus propias fuentes inspiradoras para actuar en
esos años de revuelta. Habían sido educados en círculos de estudio, en sus
relaciones con los remanentes del Partido Comunista y sus libros de la Editorial
Progreso. Otro sector se formó escuchando estaciones rockanroleras, leyendo
cómics, viendo películas inglesas, leyendo todo tipo de géneros y autores;
desde Los Supermachos y Los Agachados de Rius hasta las novelas de Sartre;
desde los ensayos de Franz Fanon hasta la obra del imprescindible Herman Hesse;
además de Lobsang Rampa, Carlos Fuentes, Desmond Morris, Allen Ginsberg,
Octavio Paz, Carlos Monsiváis, Norman Mailer, José Agustín, etc. Así surgieron los
hippietecas y los yippietecas sesentaiocheros. A diferencia de los cuadros formados
a través de las lecturas clásicas del socialismo, éstos tenían algunas reservas sobre
las formas de actuar de los militantes profesionales de la vieja izquierda mexicana
demasiado serios y formales. También había signos diferenciadores en relación con
los yippies norteamericanos. El simple hecho de ser de clase media baja y vivir en
un país del tercer mundo marcaban distancias, no analizadas e imperceptibles en
su momento. Algunos yippietecas simpatizábamos con los hippietecas, pero nuestro
amor al asfalto urbano y nuestro escepticismo ante sus utopías nos hacían ver y
actuar de manera distinta ante lo que sucedía en 1968. En general había muchas
reservas en relación con el movimiento yippie, incluso por parte de algunos
miembros del underground mexicano como Parménides García Saldaña, quien
mostró cierta cerrazón, propia de una izquierda ortodoxa a la que no pertenecía,
cuando decía, refiriéndose a la lucha de Abbie Hoffman, Tom Hayden y Jerry Rubin,
miembros del Youth International Party,7 que “no hacían más que emprender la
‘revolución más chistosa propiciada por la burguesía para que sus hijos se
diviertan’.”8
Esa parte del 68, esos brigadistas y gente de base que, sobre todo después del 2
de octubre, veían con reservas las escatologías revolucionarias de una renovada
vieja izquierda, había extraído su saber de la cultura del rock. Había algo que no les
convencía en los propagandistas de la nueva vieja izquierda con su heteronomía;
con su énfasis en que el partido revolucionario era la clave para cambiar el mundo;
con su rigidez, su solemnidad y su “puritanismo” para vivir la vida cotidiana,
actitudes que alejaron a un importante sector de la juventud contestataria de la
época de sus reuniones y de lo que quedaba del activismo estudiantil tras la
matanza de Tlatelolco.
Quizás el grupo más radical en su crítica a las revoluciones tradicionales fue The
Who, representante de los jóvenes mods ingleses. Sus canciones muestran un
punto de vista sobre la revolución con ciertas diferencias finas pero profundas
respecto a los rockeros mencionados. Su escepticismo sobre una revolución
tradicional no radica en sus posibilidades de éxito, sino en el desencanto ante
movimientos y revueltas anteriores que terminaron siendo absorbidos por el orden
instituido. Cuando Pete Townshed, guitarrista del grupo, comentaba la canción
“Won´t get Fooled again” (“No nos volverán a engañar”) explicaba: “Es realmente
una canción un poco extraña. Es una canción contra el establishment, pero al mismo
tiempo una canción contra la gente negativa. Una canción en contra de la revolución
porque la revolución es sólo una revolución, y la revolución no va a cambiar nada a
largo plazo y mucho gente va a ser herida”.11 Esta declaración fue hecha en 1970,
muchos años antes de la caída del socialismo autoritario.
Desde los sesenta se conocía la versión mexicana de los hippies. Sobre los
hippietecas o jipitecas13 se escribió y se habló con cierta sorna por parte de algunos
militantes de la nueva vieja izquierda. Los consideraban parte de la cultura
decadente del imperialismo, individualistas y evasivos utópicos. Sin embargo, en el
movimiento estudiantil había cabida para las diferentes expresiones de la disidencia
vital. Entre los militantes tradicionales con sus diferentes especímenes –el grillo, el
acelerado, el provocador o el brigadista– y los hippietecas había un franja social
intermedia aún no definida. Un espacio en el que se movían jóvenes más
iconoclastas, más abiertos y proclives a la heterodoxia. Interesados en una
revolución social pero también en la cultural, en las raíces nacionales pero también
en los cambios internacionales. La influencia de la música, las costumbres, la
vestimenta, lecturas, las formas de lucha de la contracultura
angloamericana14 fueron relevantes para los jóvenes sesentaiocheros, más
lennonistas que leninistas. Esos nuevos militantes, atentos acompañantes de la
contracultura a través de los medios masivos de comunicación, que simpatizaban
con las posturas antisistémicas y antisolemnes de los yippies, eran rockeros
politizados que vivían la psicodelia sin reducirse a ella. Se encontraron con algunos
hippietecas atraídos por el 68 que no estaban atados a los dogmas de dicha
psicodelia y que apoyaron al movimiento estudiantil. José Agustín, al referirse a este
grupo social, expresa:
2 La primera parte de estas notas y reflexiones libres están en José Othón Quiroz
Trejo, “Rock, territorio y sociedad. Notas para su historia”, en Simpatía por el rock.
Industria, cultura y sociedad, México, UAM-Azcapotzalco, 1993.
3Ibid., p. 84.
4Federico Arana, Guaraches de ante azul. Historia del rock mexicano, 1, México,
Posada, 1992, p. 13.
9 Roberto Muggiati, Rock: o grito e o mito, Sao Paulo, Vozes, p. 21. Lo que este
autor denomina nuevo estado del espíritu años más tarde al- gunos sociólogos,
como F. Alberoni, los denominaron movimientos de un estado naciente.
11 Cubierta del compacto The Who, my generation. The very best of, Polydor, 1996,
533150-2.
12 Jorge Arnaiz, Los Who, Barcelona, Júcar (Los Juglares), 1980, pp. 168-171.
14Véase Carlos Monsiváis, Días de guardar, México, Era, 1991, p. 232, y José
Othón Quiroz Trejo, “A treinta años del 68: algunos vacíos y algunas influencias”,
en Sociológica, núm. 38, sept.-dic., 1998, pp. 30-47.