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Juan Pablo Fautsch - El Brazalete

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EL BRAZALETE

Por: Juan Pablo Fautsch

“Ya vamos a cerrar, chavo”. Una mano le tocó el hombro y entonces José levantó la mirada
y se miró en el espejo de la cantina. Así, jodido. Dejó unos billetes y salió sin despedirse. El
aire le pateó la cara, entonces caminó un tanto jorobado bajo la luz de los faroles. Traía una
tristeza de esas, pegajosa, de tiempo atrás. Un montón de recuerdos desarticulados le
revoloteaban y lastimaban la inocencia que había permanecido para ser pisoteada una y otra
vez en cada evocación. Iba mareado y trastabillaba. Murmuraba también algunas
incoherencias, los diálogos de siempre con demonios habituales. De pronto un brillo, un
brazalete titilaba sobre la mugre de la callejuela. José se detuvo por un instante, “¿será de
oro?”, contuvo el impulso de abalanzarse hacia el objeto, miró alrededor suyo y se supo solo.
Entonces recogió el objeto y enfiló hacia su cuartucho. La borrachera se había esfumado y
ahora caminaba a prisa y con cautela. “¿Cuánto me darán por él?”, “debo ser astuto”. Al
llegar a su habitación cerró la puerta con llave, echó una mirada por la ventana, luego corrió
la cortina para dedicarse largo rato a la contemplación del hallazgo. Era dorado y sencillo.
Le parecía elegante, accesorio propio de una mujer distinguida. Volvió a echar una mirada en
torno suyo, como si desconfiara incluso en la soledad de su habitación. Fascinado, se colocó
el brazalete y lo lució delante del espejo, luego, sonriendo, caminó de una forma que él se
imaginaba femenina y seductora, todo dentro del reducido espacio de la habitación. Comenzó
a alegrarse y entonces buscó una botellita de tequila que permanecía escondida para
ocasiones como esta. Buscaba la bebida detrás de la estufa cuando el eco de una voz profunda
lo hizo tambalear y caer de nalgas. El susto lo llevó a parapetarse en una esquina, al tiempo
que trataba de identificar el origen de aquella voz.
“El último dueño de ese brazalete no supo aprovechar la oportunidad. ¿Tú podrás?” José
enmudeció. “¡Contesta!”. Un sí débil, casi un suspiro de voz aceptaba un contrato que no
entendía, pero que lo fascinaba. Llevado por un movimiento automático, José ordenó: “quiero
dejar de sufrir por dinero”. La voz dijo: “Hecho es”. José, tembloroso, fue por la botella de
tequila y bebió hasta perder el sentido. Al día siguiente despertó con una resaca insoportable
y, al dirigirse al corredor para orinar en el baño común, se estrelló con una montaña de billetes
que atestaba la habitación e impedía casi todo movimiento: “¡Puta madre!”. Intentaba abrirse
paso entre los cientos de fajos anudados con ligas amarillas, cuando escuchó que llamaban a
la puerta. Era Luis, un amigo de borracheras del que intentaba distanciarse. Insistió. José
permaneció estático hasta que escuchó los pasos de Luis alejarse por el corredor. Entonces
se olvidó de vaciar la vejiga, tomó un par de fajos, abrió la puerta como pudo y se dirigió a
pagar sus deudas.
En la calle, por desgracia, ser un tipo nervioso, caminar a prisa y mirar con ansiedad en
todas direcciones, significa convertirse en un imán de policías. Dos municipales pronto
cercaron el paso a José. No pudo, por supuesto, explicar cómo había conseguido tal cantidad
de dinero. Fue arrestado y puesto en libertad un año después. En realidad, nunca hubo
denuncia en su contra y, como no contaba con antecedentes, al cabo de ese tiempo la justicia
decidió devolverle su libertad. Al salir, José se dirigió a su antigua habitación. No encontró
siquiera el viejo edificio en el que esta se encontraba, porque había sido demolido y
reemplazado por un estacionamiento público.
La vida de José, es obvio, no interesa más. Debemos seguir el rastro del brazalete.
Cuatro días después de la detención de José, ciertas murmuraciones llegaron a oídos de
Lázaro Cobián, un empresario de poca monta quien había encontrado una pequeña mina de
oro en la adaptación de antiguas casonas como vecindades baratas. Cobián decidió darse una
vuelta por la pocilga que alquilaba a José. Llamó a la puerta, preguntó a los vecinos y,
confiado al fin en que su inquilino huyera por insolvencia, tomó una pequeña llave y la
introdujo en la cerradura de la habitación. Ya sabemos lo que encontró ahí. Cobián no se
mostró asustado cuando hizo conocimiento de las bondades del brazalete. Convencido dijo:
“Quiero que todos hagan mi voluntad”. Y la voz replicó: “Hecho es”.
Salió a la calle jubiloso. Miró en derredor y seleccionó a una mujer mayor, se dirigió
hacia ella y ordenó: “arrástrate”. Y la mujer, ante la mirada atónita de todos, comenzó a
arrastrase como un animal. Lázaro Cobián no cabía de felicidad. Sabía perfectamente lo que
debía hacer. Con el brazalete bien colocado en uno de sus bolsillos, abordó su automóvil y
se dirigió hacia la Parisina, una tienda de telas en donde trabajaba la mujer con la que siempre
había soñado acostarse: Amelia, quien, por otra parte, lo despreciaba profundamente, y estaba
comprometida con un aprendiz de carpintero desde la adolescencia. Cobián volaba en su
automóvil, se mordía las uñas e increpaba a los demás conductores por su lentitud. Las
imágenes que se formaba en la mente lo ponían frenético: Amelia desnuda, Amelia sudorosa,
Amelia jadeando su nombre. Amelia, Amelia, Amelia. Aceleró aún más hasta quedar atorado
en el tráfico. Era tal su delirio, que abandonó el carro en medio de la avenida y corrió hacia
su destino. Al llegar a la Parisina, observó la fachada, se limpió el sudor de la frente y trató
de sosegarse. Se preparó con una larga y profunda respiración, y por fin entró. Amelia lo miró
y contuvo el aliento. Cobián no sólo le producía asco, también miedo. Al tenerlo enfrente,
escuchó de su boca: “Hoy, a las siete de la noche, me esperarás afuera del hotel Real, donde
habrá una habitación reservada a mi nombre en la que te entregarás a mí sin reparos”. Amelia
musitó un “sí” espontáneo y tranquilo. Se dio media vuelta y regresó a sus labores.

***

El teniente Madero entró a la habitación número 14 del hotel Real ya entrada la noche.
Encendió un cigarro, se puso en cuclillas y comentó: “Qué pinche desmadre”. Parte de la
masa encefálica de Lázaro Cobián se encontraba embarrada en la cabecera de la cama. El
cuerpo permanecía recostado y la bala aún estaba enterrada dentro del cráneo. Algunos
fotografiaban la escena, otros tomaban notas dentro de una habitación en la que no se
percibían anormalidades, a excepción del cuerpo inerte de Lázaro. Madero llamó aparte a los
fotógrafos y, ya en el pasillo fuera de la habitación, les entregó unos billetes. Luego regresó
y sacó a las demás personas. Permaneció tan solo un instante a solas en la habitación, tiempo
suficiente para adueñarse de un brazalete, regalo perfecto para su esposa.
“Un crimen pasional. Al parecer el novio encontró a su prometida con el amante muy
entrados en un hotel, y pácatelas que se echa al amante. Agarró a la muchacha y nadie sabe
de ellos. Ya no es bronca nuestra… bla bla bla”. Madero comentaba los sucesos nocturnos
con su mujer mientras cenaban. El televisor, encendido, repetía la historia. Su mujer estaba
acostumbrada a las macabras experiencias cotidianas del marido, pero estas nunca
terminaban tan bien como aquella noche, en la cual Madero rompió la costumbre de olvidar
su aniversario de bodas y la sorprendió con los destellos de un brazalete dorado. “Se ve
legítimo”, pensó Eva, la mujer. “Mejor ni pregunto”.
Pero, ¿qué sucedió realmente en aquella habitación? Veamos. Amelia esperaba fuera del
hotel tal y como lo había acordado. En la acera de al lado, un indigente hurgaba en la basura
algún mendrugo al tiempo que Amelia comenzaba a distinguir la figura de Cobián acercarse
a ella. Cobián corría agitado, eso llamó la atención del indigente quien, antes que nada, notó
el brillo característico del brazalete que resplandecía bajo los faroles. Luego reconoció a
Cobián. Hemos querido olvidarnos de José, pero no ha sido posible. Ahí estaba él, de pie
como un estúpido, con la rabia contenida, maloliente y desdichado. Ahí estaba. Ya no era
nadie, nunca lo fue, pero ahora era un fantasma desterrado del mundo. Vio a Cobián abrazar
a la joven, para luego conducirla dentro del hotel. José los siguió. Enfiló hacia el
estacionamiento y subió por la escalera de servicio. A través de los cristales observó a la
pareja entrar en la habitación 14. Con gran beneplácito se percató de que la puerta no había
sido asegurada. Cobián, en su prisa por poseer a Amelia, no tuvo la precaución. No había
plan trazado en la mente de José, solo ira ciega. Abrió la puerta y vio a Cobián encima de
Amelia, de la cual se desprendió con rapidez al escuchar la intromisión. Se sintió vulnerable
en su desnudez y ante la presencia de un vagabundo pestilente. La imagen lo perturbaba. José
miró hacia la ropa hecha girones de Cobián. Vaya sorpresa, un revolver enfundado en su
cinturón pendía del brazo de la silla. Cuando Cobián salió de la estupefacción fue demasiado
tarde, su cráneo habría de explotar un segundo después. José sintió la necesidad de tomar el
brazalete y comenzar de nuevo, ser rico, amado… algo en él lo detuvo. Corrió hacia la salida,
al abrir la puerta se encontró de bruces con un hombre, era el novio de Amelia, quien habría
de sacarla de ahí y limpiarle los restos de Cobián que quedaron pegados a su cuerpo desnudo.
José escapó sin ser visto por la misma ruta de ingreso que eligiera. Seguía siendo pobre, pero
una leve sonrisa se dibujó en él mientras apresuraba la huida entre callejuelas en busca de un
baldío donde guarecerse.
No muy lejos de ahí, la voz de Eva, la mujer del teniente, resonó con fuerza: “Quiero que
mi marido sea el mejor marido del mundo”. “Hecho es”.

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