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¿Qué Es El Poscolonialismo

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¿Qué es el poscolonialismo?

(I)
Los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada. Los nadies: los ningunos, los
ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos.
Que no son, aunque sean.
Que no hablan idiomas, sino dialectos.
Que no profesan religiones, sino supersticiones.
Que no hacen arte, sino artesanía.
Que no practican cultura, sino folklore.
Que no son seres humanos, sino recursos humanos.
E. Galeano, «Los nadies», El libro de los abrazos

Stuart Hall, propulsor de los Estudios Culturales hacia los años 1950-1960 y uno de los
pensadores más críticos e influyentes de la Nueva Izquierda británica, murió la pasada
semana con ochenta y dos años. Esta entrada es mi pequeño homenaje al sociólogo jamaicano,
al que en gran parte debo mi concepción no esencialista de las identidades y también mi
enorme interés por el poscolonialismo, ya que entre los textos que me sirvieron para tomar
contacto con este ámbito teórico, hoy base de mi tesis doctoral, se encuentra uno escrito por el
propio Hall, titulado «When was “the Postcolonial”? Thinking on the Limit» (1996). Sostendrá
en dicho artículo que las teorías poscoloniales, cuya aparición no podemos desvincular del giro
posmoderno que se produce en torno al último tercio del siglo XX, operan, como diría Derrida,
«bajo tachadura» al ofrecer un poderoso conjunto de herrmientas conceptuales deconstruidas
para pesar el presente, para «ir más allá» a la hora de analizar las múltiples maneras de
representar los encuentros que se dan entre las sociedades colonizadoras y sus «otros» (Hall
2008, 138-139). En este sentido, lo primero que debemos tener presente es que el colonialismo
es un elemento constituyente fundamental dentro de la modernidad capitalista occidental contra
la que se sublevarán los diferentes pos-/post- de los años sesenta.
La descolonización a partir de 1945 provocó pasiones en lugar de reflexión. No será hasta
tiempo después cuando surja y se consolide un nuevo campo de teorización en las
universidades del mundo anglosajón sobre las prácticas y efectos que se asocian con la larga
experiencia colonial. Influenciados por la filosofía posestructuralista y las corrientes
posmodernas, a partir de la década de 1970 aparecen una serie de autores procedentes de las
antiguas colonias, como el palestino Edward W. Said, la india Gayatri C. Spivak y su
compatriota Homi K. Bhabha, los cuales son conocidos como la «Santítima Trinidad» de los
estudios poscoloniales, que comienzan a cuestionar la primacía cultural, política y moral de la
civilización occidental, así como las prácticas discursvas formuladas desde los ámbitos
académicos, científicos y literarios de Europa y Estados Unidos sobre el mundo no-occidental.
En efecto, las aproximaciones poscoloniales constituyen un área de estudio relativamente
reciente que centra su interés principalmente en las culturas y pueblos afectados por el dominio
colonial desde el mismo momento de su colonización hasta nuestros días. Puede decirse que
el poscolonialismo, teniendo siempre presente que estamos hablamos de una corriente de
pensamiento que no pocas veces ha sido definida como «ambigua» [1], es un posicionamiento
teórico multidisciplinar que desde diversos ámbitos –posestructuralismo, deconstrucción,
psicoanálisis, materialismo histórico, teoriá s feministas– intenta subvertir la perspectiva
colonizadora y generadora de estereotipos de los occidentales mediante la revisión y el análisis
crítico de la formación de conocimiento sobre las colonias y las interpretaciones de la relación
colonial. La naturaleza del colonialismo es política, económica y militar, pero no escapa, ya
desde el siglo XVI, a ser representada textual y simbólicamente a través de la literatura, el arte,
la historia y otras disciplinas académicas. La resistencia al poder colonial y la construcción de
nuevas identidades nacionales también produce, sin embargo, gran cantidad de textos y
ficciones narrativas. De esta manera, la crítica poscolonial estudia conjuntamente procesos
complementarios, dado que no se puede disociar la experiencia de dominar y la de ser
dominado, el colonialismo y la descolonización, la antigua administración colonial y la nueva
nación, la herencia cultural de la metrópoli y la afirmación nativista (Vega Ramos 2003, 16).
Desde una óptica posmoderna se puede decir, de hecho, que las perspectivas poscoloniales
constituyen una crítica marcadamente heterogénea a la modernidad desde los márgenes, desde
una posición periférica. Los temas que suscitan un interés mayor dentro del poscolonialismo –
mestizaje, raza, etnias, género, cultura local versusglobalización, diásporas y migraciones,
representación subjetiva de los colonizados, nacionalismo, resistencias frente al poder colonial–
son muy buen ejemplo de ello. La raigambre posmoderna del poscolonialismo, asimismo, se
percibe también en la manera en que estas cuestiones han sido planteadas, a partir de
metodologías narrativas y estudios literarios, habida cuenta del papel relevante de la literatura
como vehículo de la experiencia colonial y sostén de los discursos que legitimaron el
imperialismo y el dominio de la metrópoli. No es casualidad que Said, Spivak y Bhabha fueran
estudiantes de literatura y hayan ejercido como críticos en dicho campo. No obstante, el
desarrollo de la crítica literaria poscolonial sobre todo le debe mucho al hecho de que la
resistencia anticolonial tomara voz predominantemente a través de la palabra escrita, como
muestra el paradigmático ejemplo del psiquiatra martiniqués Frantz Fanon, autor de dos
ensayos imprescindibles que han tenido gran influencia en los tres investigadores ya
citados: Piel negra, máscaras blancas, que ve la luz en 1952; y Los condenados de la tierra,
publicado póstumamente en 1961, mismo año de su muerte. Una vez concluida la
descolonización en su vertiente polit́ ica, era necesario que se diera en el ámbito cultural, de lo
cual es indicativo la eclosión de una rica literatura fuera de los cánones tradicionales a partir de
los años cincuenta: Chinua Achebe, Nadine Gordimer, Derek Walcott, Amílcar Cabral, Salman
Rushdie, etc.
Said, Spivak y Bhabha se nutrieron tempranamente de las perspectivas posestruturalistas de
Derrida, Foucault y Deleuze, de ahí que su crítica al colonialismo se diferencie en gran medida
de las tesis anticolonialistas clásicas, cuyos principios epistemológicos serán también puestos
en duda por su vinculación con la racionalidad occidental. En la base de esta racionalidad, no lo
olvidemos, se encuentra la dominación política y económica que desde Europa se ejercerá
sobre el resto del mundo, por lo que su propia estructura era racista e imperialista. Cabe
apuntar, asimismo, que mientras el marxismo, por ejemplo, se centrará históricamente en los
aspectos materiales del colonialismo, prestará nula atención a las cuestiones subjetivas y
representacionales, es decir, a la «colonización de las mentes». Así, los poscolonialistas
asumieron las nociones histórico-filosóficas de la revolución posestructuralista porque les
proveían de nuevas estrategias, conceptos e instrumentos para cuestionar la forma en que
Occidente y su pensamiento ilustrado había abordado el hecho colonial. Los «civilizados»
europeos convertirán a los indígenas y nativos de sus colonias, a los «otros», en sujetos de
conocimiento, dando lugar con ello a la formación de pares conceptuales, a la construcción de
modelos binarios en los cuales uno de los opuestos está en posición de superioridad. Siempre
hay un concepto que ocupa una posición central ante la cual el otro queda subordinado:
occidental/oriental, banco/negro, civilización/barbarie, hombre/mujer, etc. Derrida propone
frente a ello la necesidad de «deconstruir» el lenguaje (Powell 2007); la llamada
«deconstrucción», por consiguiente, tiene como principal objetivo descentra el centro, romper
esas posiciones privilegiadas y potenciar la diversidad y realidades plurales. A Foucault, por su
parte, hay que reconocerle el mérito de haber sido uno de los primeros autores en plantear con
cierto éxito la imbricación existente entre conocimiento y poder (2009). El saber, bajo ningún
concepto, puede ser considerado inocente. Siguiendo la estela de Nietzsche y Heiddeger, lo que
Derrida y Foucault están haciendo es criticar el carácter esencialista del pensamiento occidental
y su imposición al resto de culturas (Gandhi 1998, 25-27). Tener estas ideas presentes es básico
para repensar las premisas, concepciones y presunciones de la cultura occidental acerca del
colonialismo, puesto que desde un punto de vista poscolonial siempre se dirá que «quien tiene
el poder, impone el discurso». Los dos filósofos franceses citados, no obstante, serán también
objeto de duras críticas por parte de los poscolonialistas, en especial de Spivak (2010),
traductora al inglés de Derrida, que les acusa de no haber sabido desprenderse de su valores
eurocéntricos en su intento de representar al «Otro». Por eso, en última instancia, estos autores
también acuden a los teóricos marxistas, como Gramsci, quien aporta interesante armas
metodológicas para asediar la dominación colonial.

El origen de los estudios poscoloniales es la publicación de Orientalismo en 1978 por parte de


Said (Young 2001, 382). Su gran éxito, a pesar de los ataques que recibirá su visión
excesivamente totalizadora, es haber aportado metodologías para estudiar las implicaciones
ideológicas del conocimiento y modelos de crítica a las prácticas discursivas formuladas en
Occidente sobre los pueblos y las culturas no-occidentales. Le siguen, en la década siguiente,
un conjunto de trabajos realizados por escritores no occidentales o emigrados a Reino Unido y
Estados Unidos desde los países del Tercer Mundo –Spivak, Bhabha, Ranajit Guha, Dipesh
Chakrabarty, Partha Chatterjee, Achille Mbembe, Chandra Talpade Mohanty, Leela Gandhi,
Walter Mignolo, etcétera– que irán completando, hasta su definitiva consolidación a finales de
los años ochenta y principios de los noventa, la vía crítica por él iniciada. De esta manera,
iremos viendo la enorme importancia que tendrán en el desarrollo de la teoría poscolonial tanto
los estudios de crítica literaria, de los que también toma parte el propio Said, como el Subaltern
Studies Group de la India y su intento de construir una historia que no ignore a los grupos
excluidos. Asimismo, debe también tenerse en cuenta el momento en que los postulados
anticolonialistas deja paso a las teorías poscoloniales, un acontecimiento fundamental en el que
Fanon tiene mucho que ver.
1. Puntos de partida
Said y su crítica al orientalismo
En Orientalismo, por primera vez, el llamado «discurso colonial» será analizado como un
conjunto de imágenes falseadas sobre Oriente que los europeos utilizaron para controlar sus
colonias política, militar y culturalmente (Said 2002, 21-22). Conocimiento y poder, de la
mano, fueron dos armas primordiales en la dominación de Oriente por pos occidentales hasta
mediados del siglo XX. En efecto, la creencia de Said es que Oriente, una imagen inmutable,
nunca fue un tema para británicos y franceses sobre el que se tuviera libertad de pensamiento o
acción, ya que hasta en la indiferencia aparente de las producciones literarias que no implicaban
defensa alguna del proyecto imperialista se rastrea una complicidad con tal empresa cuya
eficacia es equipabrable a las obras que amparan y difuden abiertamente el proceso colonial,
como el profesor palestino-estadounidense señala en Cultura e imperialismo (1996), su otra
gran obra. Said escudriña en sus numerosos trabajos –aquí únicamente nos centraremos en los
dos ya citados– múltiples materiales: novelas románticas, compendios de historia, obras
filológicas, tratados de geografía, libros de viajes y discursos políticos de los administradores
coloniales. Tanto las figuras políticas, caso de Lord Cromer, embajador británico de Egipto
(1883-1907), como los orientalistas –Ernest Renan, Silvestre de Sacy, Edward Lane– y los más
destacados literatos –Chateaubriand, Lamartine, Nerval, Flaubert, Kipling– participaron de
forma activa en el establecimiento de elementos de comparación para consolidar, por
oposición, la identidad europea. Serán, por tanto, los políticos, académicos y escritores los que
den base raconal e incluso científica a toda una serie de tópicos y prejuicios, muchos de ellos
heredados del pasado, que redispuestos y reformulados crean un cuerpo doctrinal que allanará
el camino a las administraciones europeas que se establecieron en África, Asia y Oceanía desde
el primer cuarto del siglo XIX. Cobrará así un sentido nuevo la afirmación que Benjamin
Disraeli hace en su novela Tancred (1847): «Oriente es una carrera» (citado en Said 2002, 24).
Por supuesto, esto significa aceptar, si no lo hemos hecho ya a estas alturas, que el denominado
«orientalismo», disciplina que se refiere al estudio de las sociedades orientales por parte de los
occidentales a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, no ha sido otra cosa que «una ciencia
que situaba los asuntos orientales en una clase, un tribunal, una prisión o en un manual para
analizarlos, estudiarlos, juzgarlos, corregirlos y gobernarlos» (2002: 64).

En suma, Said concluye que Oriente es una invención europea y por esta razón no era una
cuestión sobre la que se pudiera hablar libremente. El oriental es representado a través de una
imagen fija, estanca y sin dinamismo; un estereotipo dotado de unos atributos concretos e
inmutables desde la Baja Edad Media: despótico, pasivo, con tendencia al engaño, equívoco,
lujurioso. Hay aquí implícita, no cabe duda, una forma de pensar basada en «la diferencia entre
lo familiar (Europa, Occidente, “nosotros”) y lo extraño (Oriente, el Este, “ellos”)», como dirá
el propio Said (2002, 73). Esto fue lo que hizo, en fin, que la cultura europea adquiriera fuerza
e identidad al ensalzarse a sí misma en detrimento de Oriente, cuya conquista y dominación es
legítima por ser considerado una forma cultural inferior a la que era preciso civilizar. El meollo
de la cuestión está en entender el orientalismo, sea académico, imaginativo o institucional,
como un discurso, lo que nos deja entrever una clara inspiración foucaultiana. Todo saber,
efectivamente, está determinado por la tradición, la sociedad, la economía o los intereses
estatales. He aquí la razón de que Orientalismo aparece ante nosotros, parafraseando a
Foucault, como una arqueología de un modo concreto de conocimiento: el conocimiento
occidental sobre Oriente. En este sentido, resulta interesante apuntar que esta fue la primera
monografía relevante que usó conceptos y términos provenientes del filósofo francés (Vega
Ramos 2003, 79). A riesgo de ser repetitivo, cabe concluir que el orientalismo se puede
describir como una construcción discursiva sobre Oriente que, ya desde el siglo XVIII,
determinaba que podiá pensarse, decirse y reconocerse como verdad en el continente europeo,
todo lo cual acabó legitimando su control y dominación por parte de Occidente. No cabe
ninguna duda, según el pensamiento saidiano aquí expuesto, que el orientalismo fue fuente de
poder y efectos de verdad, de ahí que también sea definido como el equivalente cultural del
colonialismo político.
Ha quedado claro que Oriente se «orientaliza» por acción de Occidente a la par que avanza el
fenómeno polit́ ico del colonialismo. Ese Oriente se halla ya, por citar un ejemplo muy
recurrente, en Les Orientales, colección de poemas publicados en 1829 por Victor Hugo. El
lector puede reconocer con facilidad tanto la ferocidad como la suntuosidad de los turcos,
derroches de color, mujeres arrojadas al Bósforo, cabezas cortadas, harenes y sarrallos,
bergantines, visires y eunucos, cautivas entregadas al amor pasional del mercader. Cuando los
occidentales iban a tierras orientales, incluso en la actualidad, no buscan otra imagen,
desechando todo lo que no concuerde con esta visión estereotipada y prejuiciosa (Rodinson
1989, 85). Nos encontramos, de hecho, ante uno de los temas estrella de los estudios
poscoloniales: cómo se construye desde Occidente al «Otro». Se asume, lógicamente, que la
idea de superioridad de la cultura e identidad europeas frente a las demás culturas e identidades
preside la representación del colonizado. Según la tesis de Said, el orientalismo difunde sus
premisas, que aparentemente son inocuas, a través de la profesionalización del saber, las
universidades y las sociedades de estudios específicos. La idea de una disciplina particular
consagrada al estudio de Asia y Norte de África toma cuerpo al mismo tiempo que los europeos
centran su atención en el dominio político, no sólo económico, de esas regiones. Allí proliferan,
bien es sabido, culturas de diverso origen, pero los orientalistas muy pocas veces se detuvieron
en distinciones o matices, afrontando el estudio de esa realidad como un todo fijo, sosteniendo
así las nociones de superioridad europea y atraso oriental. Ejemplo poco común: Rusia, donde
la enseñanza del árabe floreció en Kazán a partir de 1804 en un intento por parte del zar de
controlar mejor a los musulmanes tártaros. La unión de exotismo, especialización académica e
imperialismo agresivo condujo, de manera irremediable, a las ya conocidas oposiciones
binarias, que acabarán legitimando la preeminencia de lo uno –Europa– sobre lo otro –Oriente–
. No obstante, como ya hemos apuntado arriba, Said va mucho más lejos en Cultura e
imperialismo al defender que las prácticas imperialistas calaron tan hondo en la sociedad
europea de los siglos XIX y XX que son verdaderamente pocas las novelas o producciones
artísticas en las que el hecho colonial no haya dejado huella. Las ficciones literarias,
convertidas en vehículos de representación, han contribuido tantísimo a la estereotipación del
«Otro», ya sea oriental, negro, árabe o indio, que son equiparables a cualquier texto emanado
del poder o del conocimiento académico. Es decir, lo que he mencionado arriba para Victor
Hugo puede ahora aplicarse, justo en el mismo sentido y forma, a Jean Austen, Dickens, Joseph
Conrad, Balzac y otros muchos, sin olvidar las óperas de Verdi y los cuadros de Delacroix. Tan
sólo hay que pensar en los papeles que debieron jugar la India o el Magreb en la economiá , la
vida política y los quehaceres de las sociedades británica y francesa para entender que sus
imperios eran un asunto principal que atraía constantemente la atención de la gente
metropolitana. No estamos ante simples procesos de acumulación y adquisición (Said 1996,
44), dado que la práctica colonial acabará siendo sustentada por sólidos posicionamientos
ideológicos –desde la ilustrada convicción de que ciertos pueblos requieren ser dominados para
progresar a la idea, bastante simple, de que la grandeza nacional exige la posesión de un
imperio– que han sido implantados en el imaginario colectivo por las novelas. Lo que Said
expone, en definitiva, es que la dominación de Oriente por los occidentales precisó algo más
que soldados, cañones y misioneros. Puede decirse que sin novela no hay imperio; sin imperio
no hay novela. Este juego de palabras surgiere muchísimas cosas, pero sobre todo que la
literatura, en realidad la cultura europea en su totalidad, determina la representación del
colonizado con sus estereotipos. Es en las colonias donde los escritores europeos sitúan el lugar
de la fantasía, de los placeres prohibidos, allí donde dar satisfacción a los instintos más
profundos, el espacio de la riqueza y el amor extenuante. En este sentido, no resultaría estúpido
preguntarse si es posible concebir las plácidas mansiones victorianas que aparecen en las obras
de Austen o las hermanas Brontë sin los esclavos trabajando en las plantaciones de té de Ceilán.
No aparecen, no se escucha su voz, pero sabemos que estaban ahí, manteniéndolas en la
sombra.
La raíz literararia de los estudios poscoloniales
La importancia que la literatura tiene en el poscolonialismo ha quedado ya sobradamente
remarcada. Cabe entonces preguntarse a qué se debe esta concienzuda vinculación entre
literatura y poscolonialismo que, incluso, ha llevado a no pocos investigadores a sustentar todo
su aparato teórico-crítico en metodologías puramente narrativas. No es un tópico señalar que la
literatura, como cualquier otra actividad creativa, está muy condicionada por factores ajenos
exclusivamente a lo literario. De hecho, es el estudio de estos múltiples aspectos lo que permite
desarrollar nuevas perspectivas desde las que abordar los textos y mostrar las connotaciones
ideológicas que suelen ocultar. ¿Responde la elección del tema de una novela al simple gusto
del autor? Este tipo de cuestiones conectan la producción literaria con la realidad política,
económica y social bajo la cual se ha gestado. La idea de Said, como sabemos, es que el
colonialismo como fenómeno histórico acabó determinando el curso de la actividad literaria de
los países que tomaron parte en este proceso, sobre todo Gran Bretaña y Francia. Las novelas se
convierten así en una parte fundamental del discurso colonial, que está incluso presente en
autores tan insolentes con el poder como Baudelaire, por no hablar de la complicidad
colonialista de dos obras clásicas de la literatura universal, Grandes esperanzas (1861) y El
corazón de las tinieblas (1902), de Dickens y Conrad respectivamente.
Said, sin embargo, no prestó en Orientalismo ninguna atención a la resistencia textual contra el
imperio, aunque sí lo haría parcialmente veinticinco años después en Cultura e imperialismo,
donde se ocupa sobre todo del dramaturgo irlandés William Butler Yeats y la complicidad de
sus obras con el movimiento a favor de la independencia de su país. Para entonces, el estudio
de la resistencia y oposición textual y cultural a la agresión colonial ya llevaba consolidado una
década, partiendo de la premisa de que «siempre existen dos lados», como el propio Said acabó
reconociendo en los años noventa (1996, 299). Hasta ese momento, según señalan sus críticos,
las tesis saidianas habían ignorado por completo la figura del colonizado, una omisión que
ahora intenta subsanar. Por tanto, una aproximación cabal al imperialismo requiere, sin
excepción, el estudio de los contradiscursos, que paradójicamente acabarán convertidos en la
principal manifestación textual de la descolonización. Como reza una afamada fórmula de Eric
Hobsbawm, resulta bastante obvio que los movimientos de subversión colonial poseen la
misma fuerza creativa que el imperio para «inventar tradiciones» (2002, 7-21). La consiguiente
recuperación cultural que sigue, tras toda independencia, a la recuperación territorial así lo
muestra. En todos los nuevos estados que surgen en los territorios descolonizados, la
dominación europea dejó paso a un movimiento nacionalista generalizado, entendido en origen
como práctica libertadora y anticolonial, aunque las estructuras de organización política de la
antigua administración colonial y sus fronteras se mantuvieran, dando lugar a insólitas y
artificiales realidades, una situación que en buena medida obtendrá su legitimación a través de
complejas manifestaciones culturales.
El papel que juega en este proceso la llamada «literatura poscolonial» o «neonacional» es
trascendental, con una dimensión polit́ ica que no conviene menospreciar. Novelistas y poetas
negros como los antillanos Frantz Fanon y Aimé Césaire, el guineano Amílcar Cabral o el
senegalés Léopold Senghor, que acabó presidiendo su país entre 1960 y 1980, dan muy buena
cuenta de ello. Efectivamente, en los años sesenta no tardó en cuajar dentro de la filología
inglesa una subdisciplina conocida como «literatura de la Commonwealth», constituida por el
estudio de la producción literaria en inglés por autores no británicos. En parte, esto se justifica
por el gran impacto que los escritores de países del Tercer Mundo tuvieron en la segunda mitad
del pasado siglo XX. Es el caso de Chinua Achebe, Rushdie, Derek Walcott, Nadine Gordimer
o Gabriel García Márquez, algunos de los cuales, como es el caso de los tres últimos aquí
citados, han llegado a ser premiados con el Nobel. Esta eclosión de la literatura escrita en los
antiguos dominios coloniales queda bien ejemplificada con una frase del propio Salman
Rushdie: «the Empire writes back to the Centre» [2], en clara referencia a los autores que
resisten y subvierten a través de sus textos la perspectiva colonizadora, una estrategia de
contestación que busca la inversión del canon literario tradicional –europeo–. Esta
contraescritura, este contraataque literario, es una forma de rechazar la dependencia cultural y
provoca que lo que era marginal, secundario o poco ortodoxo sea ahora un elemento de primer
orden, todo ello sin dejar de utilizar la lengua metropolitana. Las tradiciones literarias
impuestas y difundidas por los europeos en sus colonias africanas y asiáticas se alteran,
parodian o niegan, mientras que los estilos narrativos occidentales son reformulados para que
sirvan a nuevos fines. Esto explica que Césaire transformará La tempestad de Shakespeare en
una alegoría de la colonización y al salvaje Calibán, frente al esclavista Próspero, en un
héroe [3]; o por qué se convirtió el realismo mágico en símbolo de la producción literaria del
Tercer Mundo.
Los estudios subalternos
A principios de la década de 1980, coincidiendo con la eclosión intelectual de la primera
generación de académicos educados en el período inmediatamente posterior a la independencia,
surgirá en la India el Subaltern Studies Group. Fundado por un amplio conjunto de
historiadores e historiadoras a cuya cabeza está Ranajit Guha, los miembros del Subaltern
Studies Group se verán fuertemente influenciados por la obra del marxista británico E. P.
Thompson y su historia de la clase obrera inglesa, de ahí que su objetivo principal no sea otro
que la construcción de una historia que por fin tenga en cuenta de modo general a los
oprimidos, a los sin voz. De hecho, este grupo, del que formarán parte autores ya referidos más
arriba como Dipesh Chakrabarty, Partha Chatterjee o la ya famosa Spivak, eclosiona en
respuesta a la preponderancia de una historiografía excesivamente nacionalista, en la que
pobres y desposeídos, si es que aparecen, quedan subordinados a la propuesta estatal de la élite
dominante que controlará la India a partir de Gandhi. Debe tenerse presente, por tanto, que la
pretensión de los historiadores subalternistas no es sólo revisar la historiografía imperial
británica que legitimó la dominación colonial, sino también la que germina tras la
independencia por potenciar una historia excluyente que se basa únicamente en los logros de
los grandes figuras de la nación, como el propio Gandhi o Nehru, sin considerar a los
subalternos ni tampoco tener en cuenta las identidades culturales mixtas y las hibridaciones. En
fin, este discurso histórico monopolizado por la clase dirigente, un grupo muy minoritario que
colaboró abiertamente con los británicos y portugueses durante los más trescientos años de
control sobre el subcontinente indio, debe dejar paso a un análisis que permita concebir a los
grupos subalternos como sujetos de la historia.
El concepto «subalterno» que usan estos historiadores fue propuesto ya en el primer tercio del
siglo XX por el marxista italiano Antonio Gramsci para referirse a los individuos sujetos a la
influencia o hegemonía de otro grupo social con mayor poder, del que dependen política,
económica, jurídica, social y culturalmente. A los historiadores del Subaltern Studies
Group únicamente les quedó la asequible tarea de aplicar una perspectiva poscolonial al
término y vincular a él categorías de etnicidad y género, lo que les hizo concebir a la
subalternidad como una condición completamente ajena al movimiento nacionalista. Así, una
vez identificado el subalterno con el colonizado, el siguiente paso consitía en construir una
historia de la India alternativa a la de la élite nacional, que reproducía las exclusiones de los
historiadores occidentales. La resistencia nacionalista siempre aparecía, por lo general, como la
única forma de oposición al colonialismo europeo, ignorándose otras formas de lucha no
controladas por el grupo nativo dominante. Frente a ello, el Subaltern Studies Group queriá
indagar en la historia suprimida y dar protagonismo a los subalternos: campesinos, mujeres,
poblaciones indígenas, asalariados, esclavos, etcétera. La historia subalterna es, por tanto, una
especie de insurgencia académica contra las omisiones deliberadas de la historiografía
tradicional (Vegas Ramos 2003, 286).
Entre tanto, el grupo inspirado por Ranajit Guha se habiá constituido en colectivo editorial y
elaboraron una publicación periódica cuyo primer volumen salió en el año 1982, la
revista Subaltern Studies: Writings on South Asian History and Society. El hecho de que la
corriente subalternista cuestionara la interpretación tradicional del colonialismo hizo que pronto
fuera asociada a la crítica poscolonial en auge, favoreciendo su expansión a otros continentes.
Resultado de este «boom de lo subalterno» es, en efecto, el Grupo de Estudios Subalternos
Latinoamericanos, que surge de la mano de Walter Mignolo en el año 1992. Los estudios
subalternos son, en defintiiva, un ejemplo claro de «historia hecha desde abajo», inaugurada
por E. P. Thompson y Eric Hobsbawm, que en los años sesenta se preguntaron por las
aportaciones que habían realizado las clases bajas de la sociedad británica a la democracia. Los
subalternistas harán exactamente lo mismo: ¿qué papel jugaron los grupos subalternos en las
resistencias contra el imperio? ¿Y en la política de los movimientos nacionalistas?
A la vez, no obstante, esa capacidad para dar voz a los sin voz es cuestionada por Spivak en un
famosísimo ensayo titulado «¿Puede hablar el subalterno?». Para representarse a sí mismos,
según esta autora, los colonizados sólo tienen la posibilidad de usar las herramientas de los
colonizadores, puesto que no cuentan con un lugar de enunciación desde el cual hablar o
responder. Su «habla» no tienes estatus discursivo. Que esté silenciado no quiere decir que el
subalterno no exista, aunque recuperar su voz es una tarea imposible. La tesis en la que se basa
esta argumentación es que la voz del subalterno no aparece en los textos y discursos por ningún
lado, siendo sólo objeto, en algún caso esporádico, de la ilusión y fantasía colonial. De este
modo, si la voz del subalterno no se puede recuperar, debe ser el historiador quien lo
«represente», perdiendo así su condición originaria. Es más, aunque Spivak no se muestra tan
rotunda en la última versión de su trabajo [4], insiste en que gran parte del silenciamiento al
que se ven sometidos los subalternos es responsabilidad, más que de las autoridades coloniales,
de los propios intelectuales (Spivak 2010, 302-304). Sea como fuere, podría en su contra
argumentarse que si algo sabemos sobre los subalternos es porque de alguna manera han
podido «hablar»; una teoría excesivamente rigurosa parece que cierra puertas cuando todavía
en muchos casos no están abiertas. Retomaremos la cuestión en la siguiente entrada de este
blog.

Del anticolonialismo a las teorías poscoloniales: Frantz Fanon


Es irrefutable que las críticas al colonialismo son tan antiguas como el hecho mismo. De sobra
es conocida la defensa de las poblaciones americanas que Bartolomé de las Casas lanza a
mediados del siglo XVI. Desde el fraile sevillano a Marx, pasando por otros teóricos como
Jeremy Bentham, Montesquieu, Stuart Mill o Proudhon, se han dado múltiples corrientes de
pensamiento que se opusieron a la aventura colonial tal y como se estaba desarrollando. La
irrupción del anticolonialismo de inspiración socialista hacia la década de 1840, coincidiendo
con los inicios del período de esplendor de la dominación occidental de África y Oriente,
abririá nuevos caminos de crítica. El tema anticolonialista recorre, en efecto, toda la obra
económica de Marx, para quien el régimen colonial era una muestra más de la explotación
capitalista. Empero, siempre fieles a su interpretación dialéctica de la historia, el filósofo
renano y su colega F. Engels considerarán que el capitalismo, al introducir nuevos modos de
producción en las arcaicas estructuras de las sociedades colonizadas, prepara el advenimiento
de un sistema económico basado en la explotación del hombre por el hombre que a la vez
contribuye, debido a ese fenómeno endémico, al desarrollo de las condiciones materiales que
pondrán fin a semejante antagonismo. Ni Marx ni Engels intentan justificar con esta afirmación
las empresas coloniales, que condenan con severidad repetidas veces, pero la dialéctica
revolucionaria proporciona una explicación histórica que les impide tratar el colonialismo como
un mal absoluto. De ahí que cuando Marx hable de la dominación inglesa de la India, lo que
hará con bastante frecuencia, convierta a Gran Bretaña en una «inconsciente herramienta de la
historia en la vía hacia la revolución» (citado en Young 2001, 108).

Este es un legado difícil de asimilar: si el colonialismo y luego el imperialismo favorecen el


progreso de la revolución, una ruptura demasiado rápida de las relaciones coloniales podría
retrasar su advenimiento mundial. Hay que recurrir, pues, a la alianza con los movimientos de
emancipación nacional para explotar lo más rápidamente posible las contradicciones internas
que debiliten el sistema capitalista. R. Young, en su libro White Mythologies, publicado
originalmente en 1990, pone en evidencia que el análisis marxista del colonialismo, basado en
la idea ilustrada del progreso universal, opera dentro de una perspectiva fundamentalmente
europea (2004, 2-3). Para ejemplificar este triunfo de los valores occidentales he elegido a
Marx por ser un clásico interdisciplinario, un autor que está presente en todos los cajones del
saber, aunque no cabe bien en ninguno según señala F. Fernández Buey (2009, 10), un teórico
al que difícilmente se le puede achacar connivencia alguna con la élite polit́ ica europea que
dirige las empresas imperiales. Said sostiene, de hecho, que Marx estaba también bastante
sometido a la «visión romántica orientalista» que él ataca en Orientalismo (2002, 213). La
conclusión a la que se llega después de asumir todo esto, sea Marx o cualquier otro teórico
anticolonialista, es que las críticas al colonialismo e imperialismo que desarrollan los páises
occidentales parten todas justamente de los mismos presupuestos históricos que la ideología
que defiende y potencia estos fenómenos. Ello es así porque hasta mediados del siglo XX no
hubo escritor o investigador alguno que se preguntara por el estatuto epistemológico de su
propio discurso. Los principios de la racionalidad moderna, como ya bien sabemos, eran
asumidos sin ninguna oposición y ello acabó degenerando en manidas y correosas
representaciones del «Otro».
La obra de Frantz Fanon supondrá una importante transformación epistemológica a partir de los
años 1950-1960. El poscolonialismo, tengámoslo claro, no sólo constituye una corriente de
pensamiento crítico, de gran heterogeneidad además, sino que también es un amplio campo de
acción que surge con las luchas de emancipación y hace frente a las aún numerosas
desigualdades que reinan en el mundo descolonizado. Ambas facetas son bien visibles
precisamente en la trayectoria de Fanon (1925-1961), nacido en la colonia francesa de
Martinica. Como ya he dicho, es autor de dos ensayos muy influyentes: Piel negra, máscaras
blancas y Los condenados de la tierra, obra póstuma prologada por Sartre. En el primero libro,
publicado en 1952, el escritor antillano se centra en los efectos psicológicos del colonialismo;
Fanon defiende que los propios colonizados se han construido cultural y subjetivamente a
través de la interiorización de las formas de inferioridad propugnadas desde la propia Europa,
de ahí su famosa afirmación «el alma negra es una construcción del blanco» (2009, 46). En
otras palabras, para Fanon la civilización occidental había logrado imponer a los negros una
«desviación existencial» que les había llevado a asumir la superioridad de los blancos. Su obra,
que constituye un análisis certero de la alienación del negro colonizado, de sus causas y sus
efectos, tiene como objetivo principal «liberar al hombre negro de sí mismo» (Fanon 2009: 42).
Por ejemplo, Fanon pensaba que el estatus inferior que los colonizadores atribuyen a la lengua
nativa en favor del francés, el inglés o el alemán como lengua de la civilización era un factor
clave para comprender la pretensión del negro de adoptar el habla y la escritura del colonizador
europeo, siendo necesario revertir esta situación a través de la literatura, una potente arma de
emancipación y desalienación.
Frantz Fanon, no cabe ninguna duda, fue un ferviente defensor de los movimientos de
independencia. En 1954, poco tiempo antes de que estallará la más cruenta guerra colonial,
había sido nombrado director de psiquitría de la ciudad argelina de Blida, pero en protesta por
el trato inhumano dado a los pacientes argelinos por parte de los médicos franceses Fanon
renunciará a su cargo en 1956 y se trasladará a Túnez para trabajar para el Frente de Liberación
Nacional (FLN). Hasta el año 1960, cuando los nacionalistas argelinos le nombran embajador
en Ghana, que entonces era el centro del movimiento por la unidad africana, escribió
prolijamente en El Moudjahid, el periódico oficial de la revolución. En 1961, sin embargo,
enferma repentinamente de leucemia y no tarda en morir. Un año después termina la guerra y
Argelia consigue su independencia. Para ese tiempo, su amigo Jean-Paul Sartre ya había hecho
imprimir lo que podemos considerar el testamento político de Fanon, su libro Los condenados
de la tierra, obra abiertamente política, entendida como «la Biblia de la descolonización»
(Young 2001, 281), en la que elabora una teoría de la liberación colonial basada en la acción
violenta: «liberación nacional, renacimiento nacional, devolución de la nación al pueblo,
Commonwealth, cualesquiera que sean las rúbricas empleadas o las nuevas fórmulas
introducidas, la descolonización es siempre un fenómeno violento». (Fanon 1999, 27). ¿Se trata
de una observación analítica o es una recomendación táctica? La respuesta más acertada, como
dice Wallerstein (2009, 112) sería que ambas cosas a la vez y la prioridad que se de a una sobre
otra, más que de Fanon, depende del propio lector.
La idea de que el cambio social nunca ocurre sin violencia no era nueva. Sabemos que desde la
Revolución francesa, por no decir desde siempre, los movimientos de carácter emancipador han
tenido muy claro que los poderosos y privilegiados no iban a ceder su poder por propia
voluntad. En esto se basará la diferencia entre una vía «revolucionaria» y una «vía reformista».
Estamos, pues, ante una propuesta de pensamiento y también de acción. No obstante, Fanon es
conciente de que si los movimientos revolucionarios, una vez alcanzado el poder, promovían
menos cambios de los que habiá n prometido, los movimientos de reforma no lo hacían mucho
mejor. De ahí su ambigüedad. Esto se observa bien en el propio movimiento nacionalista
argelino: Ferhat Abbas, el primer presidente de la nueva república, que pasaría los primeros
treinta años de su vida política como moderado, terminó por endurecer sus posiciones a causa
del rechazo absoluto de los franceses a cualquier reforma, convenciéndose de que su
movimiento no había llegado a ninguna parte. Creó entonces el FLN y apostó por la
insurrección revolucionaria, para acabar siendo apartado del poder en 1963 por sus propios
compañeros, que postulan la instauración de un régimen de Partido Único. Ben Bella, el otro
gran líder de la revolución argelina y nuevo presidente, tampoco tardariá en ser depuesto por un
golpe de estado protagonizado por la cúpula militar argelina en 1965. Cuando el FLN alcanza
el poder Fanon ya había muerto. Pero, sin duda, no era esto lo que pretendía cuando
escribió Los condenados de la tierra. De hecho, el martiniqués criticará con gran dureza los
nuevos liderazgos nacionalistas que surgen a la par que se desarrolla la descolonización: «el
partido único es la forma moderna de la dictadura burguesa, sin máscaras, sin afeites, sin
escrúpulos, cínica». (Fanon 1999, 130). Este famoso aserto fanoniano va dirigido a los nuevos
dirigentes africanos, la élite burguesa neonacional, a la que acusa de amparar la explotación, el
hambre y la ignorancia de los negros. Tan sólo un año antes de la aparición del libro, en 1960,
una quincena de países africanos accedieron a la independencia, pero la contrarrevolución ya
afilaba cuchillos por todo el continente. Sin ir más lejos, el primer ministro congolés Patrice
Lumumba era depuesto antes de que terminara el año y, con la connivencia de los
norteamericanos, asesinado a principios de 1961. La dictatura de Mobutu y una cruenta guerra
civil, en la cual incluso luchó un grupo de guerrilleros cubanos liderados por el Che, sumió al
país, que cambió su nombre a Zaire, en un régimen de terror durante más de treinta años con el
apoyo de Bélgica, la antigua potencia colonial. Lo que nuestro autor está criticando, en
definitiva, no es la formación de una conciencia negra, sino la existencia de movimientos
nacionalistas vacíos de contenido social y político, virulentos en extremo contra todo lo
europeo [5], pero dirigidos con prioridad a grupos sociales occidentalizados: proletarios
industriales y funcionarios. Para nuestro autor, el campesinado, ya hablemos de los trabajadores
asalariados de las grandes plantaciones de café y cacao del golfo de Guinea o de los pequeños
agricultores diseminados a lo largo del Magreb, es el único colectivo social verdaderamente
revolucionario en los países colonizados, dado que «no tiene nada que perder y tiene todo por
ganar. El campesinado, el desclasado, el hambriento, es el explotado que descubre más pronto
que sólo vale la violencia» (Fanon 1999, 47). La similaridad de este postulado con las tesis de
Bakunin es evidente. La violencia de la colonización encuentra su acicate en la violencia de la
descolonización. El propio Fanon consideraba que Argelia, en este sentido, era una isla rodeada
por gobiernos neocoloniales y que la revolución había sido impulsada por los sectores rurales,
enfrentados a los terratenientes franceses, y el lumpenproletariado de las ciudades,
destribalizado, una fuerza que espontáneamente toma la iniciativa en la lucha
emancipadora [6]. Efectivamente, estos son para Fanon los auténticos «condenados de la
tierra». Las cosas en Argelia, como sabemos, fueron por otro camino bien distinto.
***

La transformación epistemológica que supone la obra de Fanon y el relevante papel que otorga
a la literatura como forma de resistencia cultural, junto con el enfoque discursivo que Said
aplica al colonialismo a finales de los años setenta y la labor de relectura histórica del Subaltern
Studies Group, ya en la década de 1980, constituyen la génesis de las teorías poscoloniales,
como hemos visto en esta primera entrada. Dejamos, para un segundo post, los debates y
problemas que giran en torno a algunos conceptos clave del poscolonialismo como «otredad» e
«hibridación», así como las críticas a esta corriente teórica, que fundamentalmente denuncian la
preponderancia que se otorga a las posturas posmodernas.
Para ampliar información acarca del tema, asimismo, pueden consultarse los textos y páginas
web que se incluyen en el apartado de recursos sobre poscolonialismo de este mismo blog. Su
actualización es periódica.
Referencias bibliográfricas
Ashcroft, Bill, Gareth Griffiths y Helen Tiffin. 1989. The Empire Writes Back: Theory and
Practice in Post-Colonial Literatures. Londres: Routledge.
Fanon, Frantz. 1999. Los condenados de la tierra. Tafalla: Txalaparta.
Fanon, Frantz. 2009. Piel negra, máscaras blancas. Trad. de Ana Useros Martín. Madrid: Akal.
Fernández Buey, Francisco. 2009. Marx (sin ismos). Barcelona: El Viejo Topo.
Foucault, Michel. La arqueología del saber. Trad. de Aurelio Garzón del Camino. Madrid:
Siglo XXI.
Gandhi, Leela. 1998. Postcolonial Theory: A Critical Introduction. Nueva York: Columbia
University Press.
Hall, Stuart. 2008. «¿Cuándo fue lo postcolonial? Pensar en el límite». En Estudios
postcoloniales. Ensayos fundamentales, editado por S. Mezzadra, 121-144. Madrid: Traficantes
de Sueños.
Hobsbawm, Eric y Terence Ranger, eds. 2002. La invención de la tradición. Trad. de Omar
Rodríguez. Barcelona: Crítica.
Mellino, Miguel. 2008. La crítica poscolonial: descolonización, capitalismo y cosmopolismo
en los estudios poscoloniales. Buenos Aires: Paidós.
Powell, Jim. 2007. Derrida para principantes. Buenos Aires: Era Naciente SRL.
Rodinson, Maxime. 1989. La fascinación del Islam. Madrid: Júcar.
Shohat, Ella. 2008. «Notas sobre lo “postcolonial”». En Estudios postcoloniales. Ensayos
fundamentales, editado por S. Mezzadra, 103-120. Madrid: Traficantes de Sueños.
Spivak, Gayatri Chakravorti. 2010. Crítica de la razón poscolonial. Hacia una historia del
persente evanescente. Trad. de Marta Malo de Molina. Madrid: Akal.
Said, Edward. 2002. Orientalismo. Trad. de María Luisa Fuentes. Barcelona: Debolsillo.
Said, Edward. 1996. Cultura e imperialismo. Trad. de Nora Catelli. Barcelona: Anagrama.
Vega Ramos, María José. 2003. Imperios de papel. Introducción a la crítica postcolonial.
Barcelona: Crítica.
Wallerstein, Immanuel. 2009. «Leer a Fanon en el siglo XXI», New Left Review 57: 109-
117. http://newleftreview.es/article/download_pdf?language=es&id=2784 (consultado el 23 de
febrero de 2014).
Young, Robert. 2001. Postcolonialism: An historical introduction. Oxford: Blackwell
Publishers.
Young, Robert. 2004. White Mythologies: Writing History and the West. Second Edition.
Londres-Nueva York: Routledge.

[1] La ambigüedad del concepto «poscolonialismo» viene suscitando arduos debates ya desde
de los años ochenta, como bien sintetiza Miguel Mellino (2008, 21 y ss.). Por lo general, se
entiende que «lo poscolonial» hace referencia a una situación histórica concreta: la que sucede
a los distintos procesos de descolonización y construcción nacional tras la dominación europea
de África, Asia, Oceanía y el Caribe. Este es, de hecho, el sentido que le dan al término
«poscolonial» los autores de unos de los textos más conocidos y reseñaldos de la crítica
poscolonial, The Empire Writes Backs: Theory and Practice in Post-Colonial
Literatures (Ashcroft, Griffiths y Tiffin 1989, 1-13). Desde un punto de vista tremendamente
parecido, el propio Stuart Hall señala que el concepto que aquí estamos tratando resulta
bastante útil si lo que buscamos es «describir o caracterizar el desplazamiento en las relaciones
globales que marcan la trasición (necesariamente desigual) de la época de los Imperios al
momento postindependencia o postdescolonización. Puede también ayudarnos (aunque en este
caso su valor es más gestual) a identificar cuáles son las nuevas relaciones y ordenamientos de
poder que están surgiendo en la nueva coyuntura (…). Hace referencia a un proceeso general de
descolonización que, al igual que la propia colonización, ha marcado a las sociedades
colonizadoras de manera tan poderosa como a las colonizadas (2008, 127). Es decir, la palabra
«poscolonial» alude al proceso de desvanecimiento o liberación del síndrome colonial. Sea
como fuere, aunque se asuma que a partir del año 1945 aparecen nuevas formaciones culturales
y políticas en el nuevo mundo descolonizado, existen muchos autores que no aceptan que deban
situarse en un mismo nivel a Australia y Egipto, Nueva Zelanda y Zimbabue, Canadá y la India
(Shohat 2008, 107-109). De esta manera, puede decirse que el prefijo pos- es una suerte de
nueva provocación posmoderna (Gandhi 1998, 5-9), ya que como otras veces hemos apuntado
en este blog, no hace referencia a una ruptura completa o a un rechazo, sino a la imposibilidad
de superación de ciertas dinámicas, en este caso las dinámicas coloniales, que todavía están
muy presentes en el mundo contemporáneo.
[2] Rusdhie utilizó esta fórmula –«el imperio contraescribe» sería su traducción– para remarcar
que las producciones literarias de las antiguas colonias estaban siendo obra de autores de habla
inglesa o educados al modo occidental, como él mismo. Son escritores no occidentales que
escriben desde el centro –o sea, Occidente–, pero manteniendo una postura marcadamente
crítica, una paradoja que no siempre se comprende. En este sentido, los ataques que el mundo
islámico ha lanzado contra Rushdie, indio de familia musulmana, plantean su complicidad con
los valores imperialistas: expresarse en la lengua del colonizador es definirse en los términos
que él marca.
[3] La tempestad (1611), una de las obras teatrales más célebres de Shakespeare, relata el
naufragio del duque milanés Próspero y su hija Miranda en una isla inhóspita donde sólo habita
un autóctono, el salvaje Calibán, del que se sirve para poder sobrevivir. Este drama ha sido en
el siglo XX ocasionalmente releído e interpretado por otros autores –Rubén Darío, Fanon,
Ngugi wa Thiong’o– como una justificación de la dominación europea sobre los desposeídos.
La reescritura del propio Césaire, Una tempestad (1969), naturaliza la figura de Calibán, el
«buen salvaje», y enfatiza los aspectos totalitarios de Próspero, el europeo civilizado.
[4] Un borrador inicial del texto aparece en la revista Wedge en 1985, aunque la primera
versión canónica de este ensayo, titulado en inglés, «Can the Subaltern Speak?», sería
publicado en 1988 dentro de Marxism and the interpretation of Culture, una obra colectiva
editada por la Universidad de Illinois que aborda el análisis de la sociedad y la cultura desde
posiciones neomarxistas. Este trabajo, sin embargo, sería objeto de una nueva revisión en el año
1993, cuando Spivak lo incluye con modificaciones de importancia en su libro A Critique of
Postcolonial Reason. Toward a History of the Vanishing Present, que es traducido al castellano
en 2009 por la editorial Akal. Esta es la versión que aquí utilizamos y citamos.
[5] En Piel negra, máscaras blanca escribirá: «Para nosotros el que adora a los nègre está tan
“enfermo” como el que los abomina» (2009, 42). Fanon había estudiado en Francia; allí conoce
la obra de Marx y Freud, sus principales influencias.
[6] La batalla de Argel, una pelić ula italiana de 1965, dirigida por Gillo Pontecorvo, muestra a
la perfección la participación en la lucha callejera contra las tropas francesas por parte de las
capas más populares: ladrones, pobres, ex presidiarios, etc. Se puede ver con subtítulos en
castellano aquí.

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