¿Qué Es El Poscolonialismo
¿Qué Es El Poscolonialismo
¿Qué Es El Poscolonialismo
(I)
Los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada. Los nadies: los ningunos, los
ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos.
Que no son, aunque sean.
Que no hablan idiomas, sino dialectos.
Que no profesan religiones, sino supersticiones.
Que no hacen arte, sino artesanía.
Que no practican cultura, sino folklore.
Que no son seres humanos, sino recursos humanos.
E. Galeano, «Los nadies», El libro de los abrazos
Stuart Hall, propulsor de los Estudios Culturales hacia los años 1950-1960 y uno de los
pensadores más críticos e influyentes de la Nueva Izquierda británica, murió la pasada
semana con ochenta y dos años. Esta entrada es mi pequeño homenaje al sociólogo jamaicano,
al que en gran parte debo mi concepción no esencialista de las identidades y también mi
enorme interés por el poscolonialismo, ya que entre los textos que me sirvieron para tomar
contacto con este ámbito teórico, hoy base de mi tesis doctoral, se encuentra uno escrito por el
propio Hall, titulado «When was “the Postcolonial”? Thinking on the Limit» (1996). Sostendrá
en dicho artículo que las teorías poscoloniales, cuya aparición no podemos desvincular del giro
posmoderno que se produce en torno al último tercio del siglo XX, operan, como diría Derrida,
«bajo tachadura» al ofrecer un poderoso conjunto de herrmientas conceptuales deconstruidas
para pesar el presente, para «ir más allá» a la hora de analizar las múltiples maneras de
representar los encuentros que se dan entre las sociedades colonizadoras y sus «otros» (Hall
2008, 138-139). En este sentido, lo primero que debemos tener presente es que el colonialismo
es un elemento constituyente fundamental dentro de la modernidad capitalista occidental contra
la que se sublevarán los diferentes pos-/post- de los años sesenta.
La descolonización a partir de 1945 provocó pasiones en lugar de reflexión. No será hasta
tiempo después cuando surja y se consolide un nuevo campo de teorización en las
universidades del mundo anglosajón sobre las prácticas y efectos que se asocian con la larga
experiencia colonial. Influenciados por la filosofía posestructuralista y las corrientes
posmodernas, a partir de la década de 1970 aparecen una serie de autores procedentes de las
antiguas colonias, como el palestino Edward W. Said, la india Gayatri C. Spivak y su
compatriota Homi K. Bhabha, los cuales son conocidos como la «Santítima Trinidad» de los
estudios poscoloniales, que comienzan a cuestionar la primacía cultural, política y moral de la
civilización occidental, así como las prácticas discursvas formuladas desde los ámbitos
académicos, científicos y literarios de Europa y Estados Unidos sobre el mundo no-occidental.
En efecto, las aproximaciones poscoloniales constituyen un área de estudio relativamente
reciente que centra su interés principalmente en las culturas y pueblos afectados por el dominio
colonial desde el mismo momento de su colonización hasta nuestros días. Puede decirse que
el poscolonialismo, teniendo siempre presente que estamos hablamos de una corriente de
pensamiento que no pocas veces ha sido definida como «ambigua» [1], es un posicionamiento
teórico multidisciplinar que desde diversos ámbitos –posestructuralismo, deconstrucción,
psicoanálisis, materialismo histórico, teoriá s feministas– intenta subvertir la perspectiva
colonizadora y generadora de estereotipos de los occidentales mediante la revisión y el análisis
crítico de la formación de conocimiento sobre las colonias y las interpretaciones de la relación
colonial. La naturaleza del colonialismo es política, económica y militar, pero no escapa, ya
desde el siglo XVI, a ser representada textual y simbólicamente a través de la literatura, el arte,
la historia y otras disciplinas académicas. La resistencia al poder colonial y la construcción de
nuevas identidades nacionales también produce, sin embargo, gran cantidad de textos y
ficciones narrativas. De esta manera, la crítica poscolonial estudia conjuntamente procesos
complementarios, dado que no se puede disociar la experiencia de dominar y la de ser
dominado, el colonialismo y la descolonización, la antigua administración colonial y la nueva
nación, la herencia cultural de la metrópoli y la afirmación nativista (Vega Ramos 2003, 16).
Desde una óptica posmoderna se puede decir, de hecho, que las perspectivas poscoloniales
constituyen una crítica marcadamente heterogénea a la modernidad desde los márgenes, desde
una posición periférica. Los temas que suscitan un interés mayor dentro del poscolonialismo –
mestizaje, raza, etnias, género, cultura local versusglobalización, diásporas y migraciones,
representación subjetiva de los colonizados, nacionalismo, resistencias frente al poder colonial–
son muy buen ejemplo de ello. La raigambre posmoderna del poscolonialismo, asimismo, se
percibe también en la manera en que estas cuestiones han sido planteadas, a partir de
metodologías narrativas y estudios literarios, habida cuenta del papel relevante de la literatura
como vehículo de la experiencia colonial y sostén de los discursos que legitimaron el
imperialismo y el dominio de la metrópoli. No es casualidad que Said, Spivak y Bhabha fueran
estudiantes de literatura y hayan ejercido como críticos en dicho campo. No obstante, el
desarrollo de la crítica literaria poscolonial sobre todo le debe mucho al hecho de que la
resistencia anticolonial tomara voz predominantemente a través de la palabra escrita, como
muestra el paradigmático ejemplo del psiquiatra martiniqués Frantz Fanon, autor de dos
ensayos imprescindibles que han tenido gran influencia en los tres investigadores ya
citados: Piel negra, máscaras blancas, que ve la luz en 1952; y Los condenados de la tierra,
publicado póstumamente en 1961, mismo año de su muerte. Una vez concluida la
descolonización en su vertiente polit́ ica, era necesario que se diera en el ámbito cultural, de lo
cual es indicativo la eclosión de una rica literatura fuera de los cánones tradicionales a partir de
los años cincuenta: Chinua Achebe, Nadine Gordimer, Derek Walcott, Amílcar Cabral, Salman
Rushdie, etc.
Said, Spivak y Bhabha se nutrieron tempranamente de las perspectivas posestruturalistas de
Derrida, Foucault y Deleuze, de ahí que su crítica al colonialismo se diferencie en gran medida
de las tesis anticolonialistas clásicas, cuyos principios epistemológicos serán también puestos
en duda por su vinculación con la racionalidad occidental. En la base de esta racionalidad, no lo
olvidemos, se encuentra la dominación política y económica que desde Europa se ejercerá
sobre el resto del mundo, por lo que su propia estructura era racista e imperialista. Cabe
apuntar, asimismo, que mientras el marxismo, por ejemplo, se centrará históricamente en los
aspectos materiales del colonialismo, prestará nula atención a las cuestiones subjetivas y
representacionales, es decir, a la «colonización de las mentes». Así, los poscolonialistas
asumieron las nociones histórico-filosóficas de la revolución posestructuralista porque les
proveían de nuevas estrategias, conceptos e instrumentos para cuestionar la forma en que
Occidente y su pensamiento ilustrado había abordado el hecho colonial. Los «civilizados»
europeos convertirán a los indígenas y nativos de sus colonias, a los «otros», en sujetos de
conocimiento, dando lugar con ello a la formación de pares conceptuales, a la construcción de
modelos binarios en los cuales uno de los opuestos está en posición de superioridad. Siempre
hay un concepto que ocupa una posición central ante la cual el otro queda subordinado:
occidental/oriental, banco/negro, civilización/barbarie, hombre/mujer, etc. Derrida propone
frente a ello la necesidad de «deconstruir» el lenguaje (Powell 2007); la llamada
«deconstrucción», por consiguiente, tiene como principal objetivo descentra el centro, romper
esas posiciones privilegiadas y potenciar la diversidad y realidades plurales. A Foucault, por su
parte, hay que reconocerle el mérito de haber sido uno de los primeros autores en plantear con
cierto éxito la imbricación existente entre conocimiento y poder (2009). El saber, bajo ningún
concepto, puede ser considerado inocente. Siguiendo la estela de Nietzsche y Heiddeger, lo que
Derrida y Foucault están haciendo es criticar el carácter esencialista del pensamiento occidental
y su imposición al resto de culturas (Gandhi 1998, 25-27). Tener estas ideas presentes es básico
para repensar las premisas, concepciones y presunciones de la cultura occidental acerca del
colonialismo, puesto que desde un punto de vista poscolonial siempre se dirá que «quien tiene
el poder, impone el discurso». Los dos filósofos franceses citados, no obstante, serán también
objeto de duras críticas por parte de los poscolonialistas, en especial de Spivak (2010),
traductora al inglés de Derrida, que les acusa de no haber sabido desprenderse de su valores
eurocéntricos en su intento de representar al «Otro». Por eso, en última instancia, estos autores
también acuden a los teóricos marxistas, como Gramsci, quien aporta interesante armas
metodológicas para asediar la dominación colonial.
En suma, Said concluye que Oriente es una invención europea y por esta razón no era una
cuestión sobre la que se pudiera hablar libremente. El oriental es representado a través de una
imagen fija, estanca y sin dinamismo; un estereotipo dotado de unos atributos concretos e
inmutables desde la Baja Edad Media: despótico, pasivo, con tendencia al engaño, equívoco,
lujurioso. Hay aquí implícita, no cabe duda, una forma de pensar basada en «la diferencia entre
lo familiar (Europa, Occidente, “nosotros”) y lo extraño (Oriente, el Este, “ellos”)», como dirá
el propio Said (2002, 73). Esto fue lo que hizo, en fin, que la cultura europea adquiriera fuerza
e identidad al ensalzarse a sí misma en detrimento de Oriente, cuya conquista y dominación es
legítima por ser considerado una forma cultural inferior a la que era preciso civilizar. El meollo
de la cuestión está en entender el orientalismo, sea académico, imaginativo o institucional,
como un discurso, lo que nos deja entrever una clara inspiración foucaultiana. Todo saber,
efectivamente, está determinado por la tradición, la sociedad, la economía o los intereses
estatales. He aquí la razón de que Orientalismo aparece ante nosotros, parafraseando a
Foucault, como una arqueología de un modo concreto de conocimiento: el conocimiento
occidental sobre Oriente. En este sentido, resulta interesante apuntar que esta fue la primera
monografía relevante que usó conceptos y términos provenientes del filósofo francés (Vega
Ramos 2003, 79). A riesgo de ser repetitivo, cabe concluir que el orientalismo se puede
describir como una construcción discursiva sobre Oriente que, ya desde el siglo XVIII,
determinaba que podiá pensarse, decirse y reconocerse como verdad en el continente europeo,
todo lo cual acabó legitimando su control y dominación por parte de Occidente. No cabe
ninguna duda, según el pensamiento saidiano aquí expuesto, que el orientalismo fue fuente de
poder y efectos de verdad, de ahí que también sea definido como el equivalente cultural del
colonialismo político.
Ha quedado claro que Oriente se «orientaliza» por acción de Occidente a la par que avanza el
fenómeno polit́ ico del colonialismo. Ese Oriente se halla ya, por citar un ejemplo muy
recurrente, en Les Orientales, colección de poemas publicados en 1829 por Victor Hugo. El
lector puede reconocer con facilidad tanto la ferocidad como la suntuosidad de los turcos,
derroches de color, mujeres arrojadas al Bósforo, cabezas cortadas, harenes y sarrallos,
bergantines, visires y eunucos, cautivas entregadas al amor pasional del mercader. Cuando los
occidentales iban a tierras orientales, incluso en la actualidad, no buscan otra imagen,
desechando todo lo que no concuerde con esta visión estereotipada y prejuiciosa (Rodinson
1989, 85). Nos encontramos, de hecho, ante uno de los temas estrella de los estudios
poscoloniales: cómo se construye desde Occidente al «Otro». Se asume, lógicamente, que la
idea de superioridad de la cultura e identidad europeas frente a las demás culturas e identidades
preside la representación del colonizado. Según la tesis de Said, el orientalismo difunde sus
premisas, que aparentemente son inocuas, a través de la profesionalización del saber, las
universidades y las sociedades de estudios específicos. La idea de una disciplina particular
consagrada al estudio de Asia y Norte de África toma cuerpo al mismo tiempo que los europeos
centran su atención en el dominio político, no sólo económico, de esas regiones. Allí proliferan,
bien es sabido, culturas de diverso origen, pero los orientalistas muy pocas veces se detuvieron
en distinciones o matices, afrontando el estudio de esa realidad como un todo fijo, sosteniendo
así las nociones de superioridad europea y atraso oriental. Ejemplo poco común: Rusia, donde
la enseñanza del árabe floreció en Kazán a partir de 1804 en un intento por parte del zar de
controlar mejor a los musulmanes tártaros. La unión de exotismo, especialización académica e
imperialismo agresivo condujo, de manera irremediable, a las ya conocidas oposiciones
binarias, que acabarán legitimando la preeminencia de lo uno –Europa– sobre lo otro –Oriente–
. No obstante, como ya hemos apuntado arriba, Said va mucho más lejos en Cultura e
imperialismo al defender que las prácticas imperialistas calaron tan hondo en la sociedad
europea de los siglos XIX y XX que son verdaderamente pocas las novelas o producciones
artísticas en las que el hecho colonial no haya dejado huella. Las ficciones literarias,
convertidas en vehículos de representación, han contribuido tantísimo a la estereotipación del
«Otro», ya sea oriental, negro, árabe o indio, que son equiparables a cualquier texto emanado
del poder o del conocimiento académico. Es decir, lo que he mencionado arriba para Victor
Hugo puede ahora aplicarse, justo en el mismo sentido y forma, a Jean Austen, Dickens, Joseph
Conrad, Balzac y otros muchos, sin olvidar las óperas de Verdi y los cuadros de Delacroix. Tan
sólo hay que pensar en los papeles que debieron jugar la India o el Magreb en la economiá , la
vida política y los quehaceres de las sociedades británica y francesa para entender que sus
imperios eran un asunto principal que atraía constantemente la atención de la gente
metropolitana. No estamos ante simples procesos de acumulación y adquisición (Said 1996,
44), dado que la práctica colonial acabará siendo sustentada por sólidos posicionamientos
ideológicos –desde la ilustrada convicción de que ciertos pueblos requieren ser dominados para
progresar a la idea, bastante simple, de que la grandeza nacional exige la posesión de un
imperio– que han sido implantados en el imaginario colectivo por las novelas. Lo que Said
expone, en definitiva, es que la dominación de Oriente por los occidentales precisó algo más
que soldados, cañones y misioneros. Puede decirse que sin novela no hay imperio; sin imperio
no hay novela. Este juego de palabras surgiere muchísimas cosas, pero sobre todo que la
literatura, en realidad la cultura europea en su totalidad, determina la representación del
colonizado con sus estereotipos. Es en las colonias donde los escritores europeos sitúan el lugar
de la fantasía, de los placeres prohibidos, allí donde dar satisfacción a los instintos más
profundos, el espacio de la riqueza y el amor extenuante. En este sentido, no resultaría estúpido
preguntarse si es posible concebir las plácidas mansiones victorianas que aparecen en las obras
de Austen o las hermanas Brontë sin los esclavos trabajando en las plantaciones de té de Ceilán.
No aparecen, no se escucha su voz, pero sabemos que estaban ahí, manteniéndolas en la
sombra.
La raíz literararia de los estudios poscoloniales
La importancia que la literatura tiene en el poscolonialismo ha quedado ya sobradamente
remarcada. Cabe entonces preguntarse a qué se debe esta concienzuda vinculación entre
literatura y poscolonialismo que, incluso, ha llevado a no pocos investigadores a sustentar todo
su aparato teórico-crítico en metodologías puramente narrativas. No es un tópico señalar que la
literatura, como cualquier otra actividad creativa, está muy condicionada por factores ajenos
exclusivamente a lo literario. De hecho, es el estudio de estos múltiples aspectos lo que permite
desarrollar nuevas perspectivas desde las que abordar los textos y mostrar las connotaciones
ideológicas que suelen ocultar. ¿Responde la elección del tema de una novela al simple gusto
del autor? Este tipo de cuestiones conectan la producción literaria con la realidad política,
económica y social bajo la cual se ha gestado. La idea de Said, como sabemos, es que el
colonialismo como fenómeno histórico acabó determinando el curso de la actividad literaria de
los países que tomaron parte en este proceso, sobre todo Gran Bretaña y Francia. Las novelas se
convierten así en una parte fundamental del discurso colonial, que está incluso presente en
autores tan insolentes con el poder como Baudelaire, por no hablar de la complicidad
colonialista de dos obras clásicas de la literatura universal, Grandes esperanzas (1861) y El
corazón de las tinieblas (1902), de Dickens y Conrad respectivamente.
Said, sin embargo, no prestó en Orientalismo ninguna atención a la resistencia textual contra el
imperio, aunque sí lo haría parcialmente veinticinco años después en Cultura e imperialismo,
donde se ocupa sobre todo del dramaturgo irlandés William Butler Yeats y la complicidad de
sus obras con el movimiento a favor de la independencia de su país. Para entonces, el estudio
de la resistencia y oposición textual y cultural a la agresión colonial ya llevaba consolidado una
década, partiendo de la premisa de que «siempre existen dos lados», como el propio Said acabó
reconociendo en los años noventa (1996, 299). Hasta ese momento, según señalan sus críticos,
las tesis saidianas habían ignorado por completo la figura del colonizado, una omisión que
ahora intenta subsanar. Por tanto, una aproximación cabal al imperialismo requiere, sin
excepción, el estudio de los contradiscursos, que paradójicamente acabarán convertidos en la
principal manifestación textual de la descolonización. Como reza una afamada fórmula de Eric
Hobsbawm, resulta bastante obvio que los movimientos de subversión colonial poseen la
misma fuerza creativa que el imperio para «inventar tradiciones» (2002, 7-21). La consiguiente
recuperación cultural que sigue, tras toda independencia, a la recuperación territorial así lo
muestra. En todos los nuevos estados que surgen en los territorios descolonizados, la
dominación europea dejó paso a un movimiento nacionalista generalizado, entendido en origen
como práctica libertadora y anticolonial, aunque las estructuras de organización política de la
antigua administración colonial y sus fronteras se mantuvieran, dando lugar a insólitas y
artificiales realidades, una situación que en buena medida obtendrá su legitimación a través de
complejas manifestaciones culturales.
El papel que juega en este proceso la llamada «literatura poscolonial» o «neonacional» es
trascendental, con una dimensión polit́ ica que no conviene menospreciar. Novelistas y poetas
negros como los antillanos Frantz Fanon y Aimé Césaire, el guineano Amílcar Cabral o el
senegalés Léopold Senghor, que acabó presidiendo su país entre 1960 y 1980, dan muy buena
cuenta de ello. Efectivamente, en los años sesenta no tardó en cuajar dentro de la filología
inglesa una subdisciplina conocida como «literatura de la Commonwealth», constituida por el
estudio de la producción literaria en inglés por autores no británicos. En parte, esto se justifica
por el gran impacto que los escritores de países del Tercer Mundo tuvieron en la segunda mitad
del pasado siglo XX. Es el caso de Chinua Achebe, Rushdie, Derek Walcott, Nadine Gordimer
o Gabriel García Márquez, algunos de los cuales, como es el caso de los tres últimos aquí
citados, han llegado a ser premiados con el Nobel. Esta eclosión de la literatura escrita en los
antiguos dominios coloniales queda bien ejemplificada con una frase del propio Salman
Rushdie: «the Empire writes back to the Centre» [2], en clara referencia a los autores que
resisten y subvierten a través de sus textos la perspectiva colonizadora, una estrategia de
contestación que busca la inversión del canon literario tradicional –europeo–. Esta
contraescritura, este contraataque literario, es una forma de rechazar la dependencia cultural y
provoca que lo que era marginal, secundario o poco ortodoxo sea ahora un elemento de primer
orden, todo ello sin dejar de utilizar la lengua metropolitana. Las tradiciones literarias
impuestas y difundidas por los europeos en sus colonias africanas y asiáticas se alteran,
parodian o niegan, mientras que los estilos narrativos occidentales son reformulados para que
sirvan a nuevos fines. Esto explica que Césaire transformará La tempestad de Shakespeare en
una alegoría de la colonización y al salvaje Calibán, frente al esclavista Próspero, en un
héroe [3]; o por qué se convirtió el realismo mágico en símbolo de la producción literaria del
Tercer Mundo.
Los estudios subalternos
A principios de la década de 1980, coincidiendo con la eclosión intelectual de la primera
generación de académicos educados en el período inmediatamente posterior a la independencia,
surgirá en la India el Subaltern Studies Group. Fundado por un amplio conjunto de
historiadores e historiadoras a cuya cabeza está Ranajit Guha, los miembros del Subaltern
Studies Group se verán fuertemente influenciados por la obra del marxista británico E. P.
Thompson y su historia de la clase obrera inglesa, de ahí que su objetivo principal no sea otro
que la construcción de una historia que por fin tenga en cuenta de modo general a los
oprimidos, a los sin voz. De hecho, este grupo, del que formarán parte autores ya referidos más
arriba como Dipesh Chakrabarty, Partha Chatterjee o la ya famosa Spivak, eclosiona en
respuesta a la preponderancia de una historiografía excesivamente nacionalista, en la que
pobres y desposeídos, si es que aparecen, quedan subordinados a la propuesta estatal de la élite
dominante que controlará la India a partir de Gandhi. Debe tenerse presente, por tanto, que la
pretensión de los historiadores subalternistas no es sólo revisar la historiografía imperial
británica que legitimó la dominación colonial, sino también la que germina tras la
independencia por potenciar una historia excluyente que se basa únicamente en los logros de
los grandes figuras de la nación, como el propio Gandhi o Nehru, sin considerar a los
subalternos ni tampoco tener en cuenta las identidades culturales mixtas y las hibridaciones. En
fin, este discurso histórico monopolizado por la clase dirigente, un grupo muy minoritario que
colaboró abiertamente con los británicos y portugueses durante los más trescientos años de
control sobre el subcontinente indio, debe dejar paso a un análisis que permita concebir a los
grupos subalternos como sujetos de la historia.
El concepto «subalterno» que usan estos historiadores fue propuesto ya en el primer tercio del
siglo XX por el marxista italiano Antonio Gramsci para referirse a los individuos sujetos a la
influencia o hegemonía de otro grupo social con mayor poder, del que dependen política,
económica, jurídica, social y culturalmente. A los historiadores del Subaltern Studies
Group únicamente les quedó la asequible tarea de aplicar una perspectiva poscolonial al
término y vincular a él categorías de etnicidad y género, lo que les hizo concebir a la
subalternidad como una condición completamente ajena al movimiento nacionalista. Así, una
vez identificado el subalterno con el colonizado, el siguiente paso consitía en construir una
historia de la India alternativa a la de la élite nacional, que reproducía las exclusiones de los
historiadores occidentales. La resistencia nacionalista siempre aparecía, por lo general, como la
única forma de oposición al colonialismo europeo, ignorándose otras formas de lucha no
controladas por el grupo nativo dominante. Frente a ello, el Subaltern Studies Group queriá
indagar en la historia suprimida y dar protagonismo a los subalternos: campesinos, mujeres,
poblaciones indígenas, asalariados, esclavos, etcétera. La historia subalterna es, por tanto, una
especie de insurgencia académica contra las omisiones deliberadas de la historiografía
tradicional (Vegas Ramos 2003, 286).
Entre tanto, el grupo inspirado por Ranajit Guha se habiá constituido en colectivo editorial y
elaboraron una publicación periódica cuyo primer volumen salió en el año 1982, la
revista Subaltern Studies: Writings on South Asian History and Society. El hecho de que la
corriente subalternista cuestionara la interpretación tradicional del colonialismo hizo que pronto
fuera asociada a la crítica poscolonial en auge, favoreciendo su expansión a otros continentes.
Resultado de este «boom de lo subalterno» es, en efecto, el Grupo de Estudios Subalternos
Latinoamericanos, que surge de la mano de Walter Mignolo en el año 1992. Los estudios
subalternos son, en defintiiva, un ejemplo claro de «historia hecha desde abajo», inaugurada
por E. P. Thompson y Eric Hobsbawm, que en los años sesenta se preguntaron por las
aportaciones que habían realizado las clases bajas de la sociedad británica a la democracia. Los
subalternistas harán exactamente lo mismo: ¿qué papel jugaron los grupos subalternos en las
resistencias contra el imperio? ¿Y en la política de los movimientos nacionalistas?
A la vez, no obstante, esa capacidad para dar voz a los sin voz es cuestionada por Spivak en un
famosísimo ensayo titulado «¿Puede hablar el subalterno?». Para representarse a sí mismos,
según esta autora, los colonizados sólo tienen la posibilidad de usar las herramientas de los
colonizadores, puesto que no cuentan con un lugar de enunciación desde el cual hablar o
responder. Su «habla» no tienes estatus discursivo. Que esté silenciado no quiere decir que el
subalterno no exista, aunque recuperar su voz es una tarea imposible. La tesis en la que se basa
esta argumentación es que la voz del subalterno no aparece en los textos y discursos por ningún
lado, siendo sólo objeto, en algún caso esporádico, de la ilusión y fantasía colonial. De este
modo, si la voz del subalterno no se puede recuperar, debe ser el historiador quien lo
«represente», perdiendo así su condición originaria. Es más, aunque Spivak no se muestra tan
rotunda en la última versión de su trabajo [4], insiste en que gran parte del silenciamiento al
que se ven sometidos los subalternos es responsabilidad, más que de las autoridades coloniales,
de los propios intelectuales (Spivak 2010, 302-304). Sea como fuere, podría en su contra
argumentarse que si algo sabemos sobre los subalternos es porque de alguna manera han
podido «hablar»; una teoría excesivamente rigurosa parece que cierra puertas cuando todavía
en muchos casos no están abiertas. Retomaremos la cuestión en la siguiente entrada de este
blog.
La transformación epistemológica que supone la obra de Fanon y el relevante papel que otorga
a la literatura como forma de resistencia cultural, junto con el enfoque discursivo que Said
aplica al colonialismo a finales de los años setenta y la labor de relectura histórica del Subaltern
Studies Group, ya en la década de 1980, constituyen la génesis de las teorías poscoloniales,
como hemos visto en esta primera entrada. Dejamos, para un segundo post, los debates y
problemas que giran en torno a algunos conceptos clave del poscolonialismo como «otredad» e
«hibridación», así como las críticas a esta corriente teórica, que fundamentalmente denuncian la
preponderancia que se otorga a las posturas posmodernas.
Para ampliar información acarca del tema, asimismo, pueden consultarse los textos y páginas
web que se incluyen en el apartado de recursos sobre poscolonialismo de este mismo blog. Su
actualización es periódica.
Referencias bibliográfricas
Ashcroft, Bill, Gareth Griffiths y Helen Tiffin. 1989. The Empire Writes Back: Theory and
Practice in Post-Colonial Literatures. Londres: Routledge.
Fanon, Frantz. 1999. Los condenados de la tierra. Tafalla: Txalaparta.
Fanon, Frantz. 2009. Piel negra, máscaras blancas. Trad. de Ana Useros Martín. Madrid: Akal.
Fernández Buey, Francisco. 2009. Marx (sin ismos). Barcelona: El Viejo Topo.
Foucault, Michel. La arqueología del saber. Trad. de Aurelio Garzón del Camino. Madrid:
Siglo XXI.
Gandhi, Leela. 1998. Postcolonial Theory: A Critical Introduction. Nueva York: Columbia
University Press.
Hall, Stuart. 2008. «¿Cuándo fue lo postcolonial? Pensar en el límite». En Estudios
postcoloniales. Ensayos fundamentales, editado por S. Mezzadra, 121-144. Madrid: Traficantes
de Sueños.
Hobsbawm, Eric y Terence Ranger, eds. 2002. La invención de la tradición. Trad. de Omar
Rodríguez. Barcelona: Crítica.
Mellino, Miguel. 2008. La crítica poscolonial: descolonización, capitalismo y cosmopolismo
en los estudios poscoloniales. Buenos Aires: Paidós.
Powell, Jim. 2007. Derrida para principantes. Buenos Aires: Era Naciente SRL.
Rodinson, Maxime. 1989. La fascinación del Islam. Madrid: Júcar.
Shohat, Ella. 2008. «Notas sobre lo “postcolonial”». En Estudios postcoloniales. Ensayos
fundamentales, editado por S. Mezzadra, 103-120. Madrid: Traficantes de Sueños.
Spivak, Gayatri Chakravorti. 2010. Crítica de la razón poscolonial. Hacia una historia del
persente evanescente. Trad. de Marta Malo de Molina. Madrid: Akal.
Said, Edward. 2002. Orientalismo. Trad. de María Luisa Fuentes. Barcelona: Debolsillo.
Said, Edward. 1996. Cultura e imperialismo. Trad. de Nora Catelli. Barcelona: Anagrama.
Vega Ramos, María José. 2003. Imperios de papel. Introducción a la crítica postcolonial.
Barcelona: Crítica.
Wallerstein, Immanuel. 2009. «Leer a Fanon en el siglo XXI», New Left Review 57: 109-
117. http://newleftreview.es/article/download_pdf?language=es&id=2784 (consultado el 23 de
febrero de 2014).
Young, Robert. 2001. Postcolonialism: An historical introduction. Oxford: Blackwell
Publishers.
Young, Robert. 2004. White Mythologies: Writing History and the West. Second Edition.
Londres-Nueva York: Routledge.
[1] La ambigüedad del concepto «poscolonialismo» viene suscitando arduos debates ya desde
de los años ochenta, como bien sintetiza Miguel Mellino (2008, 21 y ss.). Por lo general, se
entiende que «lo poscolonial» hace referencia a una situación histórica concreta: la que sucede
a los distintos procesos de descolonización y construcción nacional tras la dominación europea
de África, Asia, Oceanía y el Caribe. Este es, de hecho, el sentido que le dan al término
«poscolonial» los autores de unos de los textos más conocidos y reseñaldos de la crítica
poscolonial, The Empire Writes Backs: Theory and Practice in Post-Colonial
Literatures (Ashcroft, Griffiths y Tiffin 1989, 1-13). Desde un punto de vista tremendamente
parecido, el propio Stuart Hall señala que el concepto que aquí estamos tratando resulta
bastante útil si lo que buscamos es «describir o caracterizar el desplazamiento en las relaciones
globales que marcan la trasición (necesariamente desigual) de la época de los Imperios al
momento postindependencia o postdescolonización. Puede también ayudarnos (aunque en este
caso su valor es más gestual) a identificar cuáles son las nuevas relaciones y ordenamientos de
poder que están surgiendo en la nueva coyuntura (…). Hace referencia a un proceeso general de
descolonización que, al igual que la propia colonización, ha marcado a las sociedades
colonizadoras de manera tan poderosa como a las colonizadas (2008, 127). Es decir, la palabra
«poscolonial» alude al proceso de desvanecimiento o liberación del síndrome colonial. Sea
como fuere, aunque se asuma que a partir del año 1945 aparecen nuevas formaciones culturales
y políticas en el nuevo mundo descolonizado, existen muchos autores que no aceptan que deban
situarse en un mismo nivel a Australia y Egipto, Nueva Zelanda y Zimbabue, Canadá y la India
(Shohat 2008, 107-109). De esta manera, puede decirse que el prefijo pos- es una suerte de
nueva provocación posmoderna (Gandhi 1998, 5-9), ya que como otras veces hemos apuntado
en este blog, no hace referencia a una ruptura completa o a un rechazo, sino a la imposibilidad
de superación de ciertas dinámicas, en este caso las dinámicas coloniales, que todavía están
muy presentes en el mundo contemporáneo.
[2] Rusdhie utilizó esta fórmula –«el imperio contraescribe» sería su traducción– para remarcar
que las producciones literarias de las antiguas colonias estaban siendo obra de autores de habla
inglesa o educados al modo occidental, como él mismo. Son escritores no occidentales que
escriben desde el centro –o sea, Occidente–, pero manteniendo una postura marcadamente
crítica, una paradoja que no siempre se comprende. En este sentido, los ataques que el mundo
islámico ha lanzado contra Rushdie, indio de familia musulmana, plantean su complicidad con
los valores imperialistas: expresarse en la lengua del colonizador es definirse en los términos
que él marca.
[3] La tempestad (1611), una de las obras teatrales más célebres de Shakespeare, relata el
naufragio del duque milanés Próspero y su hija Miranda en una isla inhóspita donde sólo habita
un autóctono, el salvaje Calibán, del que se sirve para poder sobrevivir. Este drama ha sido en
el siglo XX ocasionalmente releído e interpretado por otros autores –Rubén Darío, Fanon,
Ngugi wa Thiong’o– como una justificación de la dominación europea sobre los desposeídos.
La reescritura del propio Césaire, Una tempestad (1969), naturaliza la figura de Calibán, el
«buen salvaje», y enfatiza los aspectos totalitarios de Próspero, el europeo civilizado.
[4] Un borrador inicial del texto aparece en la revista Wedge en 1985, aunque la primera
versión canónica de este ensayo, titulado en inglés, «Can the Subaltern Speak?», sería
publicado en 1988 dentro de Marxism and the interpretation of Culture, una obra colectiva
editada por la Universidad de Illinois que aborda el análisis de la sociedad y la cultura desde
posiciones neomarxistas. Este trabajo, sin embargo, sería objeto de una nueva revisión en el año
1993, cuando Spivak lo incluye con modificaciones de importancia en su libro A Critique of
Postcolonial Reason. Toward a History of the Vanishing Present, que es traducido al castellano
en 2009 por la editorial Akal. Esta es la versión que aquí utilizamos y citamos.
[5] En Piel negra, máscaras blanca escribirá: «Para nosotros el que adora a los nègre está tan
“enfermo” como el que los abomina» (2009, 42). Fanon había estudiado en Francia; allí conoce
la obra de Marx y Freud, sus principales influencias.
[6] La batalla de Argel, una pelić ula italiana de 1965, dirigida por Gillo Pontecorvo, muestra a
la perfección la participación en la lucha callejera contra las tropas francesas por parte de las
capas más populares: ladrones, pobres, ex presidiarios, etc. Se puede ver con subtítulos en
castellano aquí.