Relatos
Relatos
Relatos
impunidad
Lorena
amkie
© Lorena Amkie
Marzo 2015
brigadaparaleerenlibertad@gmail.com
www.brigadaparaleerenlibertad.com
@BRIGADACULTURAL
MIS PÁJAROS......................................5
SERGIO AMADEO............................43
NOTAS DE PRENSA.........................81
CINCO MODELOS
PARA NUEVE ARTISTAS................85
MUCHACHADECONFIANZA.......91
MIS PÁJAROS
Los doctores dijeron que fue la adrenalina. Que fue la vio-
lencia de toda la situación la que despertó ese demonio
dentro de mí. Y sí, usaron la palabra “demonio”. Porque
un hombre que se defiende es un chingonazo; una mujer
es un demonio o, más bien, es poseída por un demonio:
las mujeres siempre tenemos que ser poseídas por algo.
Haya sido lo que haya sido, yo soy la primera mujer que
después de tres meses de estar secuestrada, asesinó con
sus pro- pias manos a uno de sus secuestradores antes de
escapar por una ventana. ¿Me arrepiento? No. ¿Por qué
diablos me arrepentiría? “Porque matar a alguien te
cambia la vida. No hay vuelta atrás”. ¿Vuelta atrás? No
hubo vuelta atrás des- de que me arrastraron fuera de mi
cochecito (que no era la gran cosa, ni crean), me metieron
la cabeza en una bolsa y me ataron las muñecas con un
alambre. Los sicólogos quie- ren oír que me arrepiento,
que sueño, como Lady Macbeth, con la indeleble sangre
en mis manos y la verdad es que sí sueño con eso, todas
las noches, pero no es una pesadilla: ese recuerdo es lo
único que me ha mantenido viva estos meses, porque no
fueron ni los calmantes, ni el volver a mi casa, “a su
ambiente familiar”, ni el “amor incondicional de sus
padres”. Porque, aunque a todos les cueste oírlo, nunca
me había sentido mejor que cuando enredé ese alambre
—5—
alrededor del cuello de ese tipo. Nadie quiere oírlo. Y
como nadie quiere oírlo, he decidido dejar de hablar.
*
Dejen de frotarse las manitas como moscas: no voy
contar- les detalles que alimenten su morbo. Los conté
demasiadas veces y pronto descubrí que a la gente le
gustaba escuchar- los. Pero hasta ahí. “La repetición es
parte de la curación. Miranda está elaborando lo que le ha
sucedido”. Que vuel- va a hablar de las manos sudorosas
que recorrieron su piel, que nos cuente de nuevo sus
dolores, sus gritos, su terror y su soledad. Pero ¿hablar de
un asesinato? Eso es de sicópa- tas. Los medios me
buscaron y yo creí que ellos escucharían pero ¡oh,
sorpresa!, resultó que mi historia incitaba a la vio- lencia y
la censuraron. ¡Incitaba a la violencia! La violencia no
necesita ser incitada, no es una bestia dormida alrededor
de la cual debemos caminar de puntitas para que no se
des- pierte. Es un estado, es una época. Es todas las
épocas. “La venganza no es lo que va a sanarte. No
llenará el hueco”.
¿Que no? La gente no sabe nada. ¿Quieren saber algo? Mi
primer asesinato es el cuento de hadas que me narro antes
de ir a dormir, alrededor de una fogata y con una taza de
chocolate caliente entre las manos.
*
—7—
estudiar en la UNAM y su- frir por “el horror, el horror”
de la Humanidad para sentirse
—8—
más vivo, más cerca del lumpen, de los problemas
sociales. Ja, ja. En vez de eso, sale en su Volvo, no el más
lujoso, claro, un Volvito modesto y lindo de color azul
metálico, y se va rápido para que nadie lo vea y sepa que
tiene la maldición de una familia de lana… Lleva una
estampita rebeldona en la defensa trasera y, claro, la
estampita de Mac. Todos ellos quieren matar.
Ese día Julián y yo habíamos terminado. Otra vez.
Ya sé que esto suena a déjà vu, pero lo era cada par de
me- ses, cuando la pasión rebotaba contra los celos, contra
los cuestionamientos de si la fidelidad y la liberalidad
son com- patibles, contra las miradas de aquel grupo de
amigos tan asfixiante y destructivo y adictivo. Ya no
puedo más, me haces sufrir, me duele el alma. No digas
eso, por favor no digas eso, sólo hay que relajarnos un
poco, mira, mírame a los ojos. No puedo, no puedo más,
no duermo, no pue- do respirar, por favor. Pero es que te
amo. Yo también te amo, ésa no es la cuestión. Esa es la
única cuestión. En fin… diálogos de película. Diálogos
adolescentes, tormentosos y apasionados. Todo ese
sufrimiento, todo ese purísimo do- lor, tan puro, tan
hermosamente inocente en comparación al sufrimiento
realísimo del confinamiento, de la amenaza real de
muerte. Porque sí, cuando te separas de ese primer amor,
aunque sea por décima vez, sientes que te mueres. Sientes
que tu corazón va caminando por un delgadísimo
alambre de circo y sabes que abajo no hay red. Sientes
que eres un pez, que el anzuelo te ha atrapado, que
alguien esti- rará más y más y un trozo de ti saldrá
volando por los aires para alimentar a las pirañas de allá
abajo. Pero encerrada en un cuarto, con la ropa
despedazada, el cuerpo pegajo-
so, la boca muda, mudísima, y los ojos cerrados a fuerza
de horror y vendajes ásperos y apretados… eso es el mie-
do. Eso es sentir que te vas a morir, de veras. Y no quieres
que llegue el punto en que desees que eso pase. No
puedes dejar que la esperanza te abandone como una rata
asusta- da. Tienes que atrapar a la rata, aferrarle entre tus
dedos, acariciarla con mucho amor hasta que te agarre
cariño y se quede ahí y no te muerda con sus colmillos
llenos de rabia antes de adelgazarse lo suficiente para
escapar por debajo de la puerta.
Julián se aferraba a mis pies como yo, días
después, me aferraba a esa rata-esperanza, en mi encierro.
Julián lloraba sobre mis botas de moda, porque hasta para
cortar yo mantenía el estilo, y estábamos sobre el pasto y
todavía no era hora de clase. Los dos llorábamos porque
era una desgracia, sí que era una desgracia amar tanto y
dejar de amarse y querer amarse y no saber nada de nada.
Las úl- timas palabras fueron dichas, de nuevo, y de
nuevo uno de los dos se fue caminando para dejarle al
otro la escena agonizante de la partida en la memoria. Él
fue el que partió aquella vez, lo recuerdo perfectamente
porque aun siendo una memoria tan triste, la evocaba
todo el tiempo, como evocaba cualquier memoria en la
que hubiera caras, colo- res, aire y amor, aunque fuera el
final del amor. Mi vida se acababa, lloraba para mis
adentros, y al final decidí levan- tarme, no faltar a mi
clase de filosofía. ¿Por qué? No era un deseo inconsciente
ni consciente de encontrarle una expli- cación, un sentido
al tormento del fin del amor. ¿Por qué ir a mi clase de
filosofía? También me pregunté eso muchas veces, la
pregunta me obsesionó por completo, porque uno
se aferra a lo más absurdo que tiene a su alcance para po-
der darle vueltas eternamente sin que el tema se agote.
Era la pregunta más estúpida, y muchas veces creí que
moriría con ese signo de interrogación en los labios
sangrantes. Y me parecía bien. ¿Qué otra cosa podía
analizar? ¿El sentido de mi vida? ¿El precio de mi rescate?
¿El momento de mi muerte, lo que había legado a la
Humanidad, lo que pasa- ría con mis padres? No, mejor
me pregunté mil veces por qué después de cortar con
Julián me levanté, caminé hasta el baño, me lavé la cara y
me presenté ante esa maestra de filosofía 20 minutos
tarde. Era mi carácter dramático; hoy es muy fácil
responder. Quería que todos me vieran, todos los que
seguían tan de cerca la telenovela de nuestro noviazgo, y
sospecharan que algo había sucedido. Y antes de llegar a
mi salón, me topé con un conocido, amigo de un primo.
Al verme desvanecida en llanto me preguntó si estaba
bien, le dije que no, preguntó si había algo que pudiera
hacer, y le pedí un abrazo. El abrazo más triste de mi
vida. Pinche vieja rara, debe haber pensado. Acabó la
estúpida clase, me fui a mi coche, arrastrando cada uno
de mis 40 kilos, y ahí lloré un poco más. Un mucho más.
Comenzó a atardecer. El estacionamiento se vació, poco a
poco, y el cielo dejó atrás sus tonos dramáticos para
oscurecerse y ya. No podía quedarme mucho tiempo ahí;
los estacionamientos vacíos siempre me han puesto los
pelos de punta. Así que prendí el coche sin dejar de
sollozar: seguía rindiéndole tributo al dios del amor.
Prendí las luces, apagué el radio y me fui. Adiós
estacionamiento vacío y oscuro. Hola ciudad, zona de
oficinas, tránsito.
Todas las luces amarillas eran como soles con
rayos tétricos y vaporosos a través de mis lágrimas. Las
luces rojas
eran… no sé, algo poético, un corazón sangrante o algo
así. Las verdes no eran nada, con las verdes sólo seguía
adelan- te, se me quitaba el miedo que me da pararme en
un semá- foro en la noche, y seguía llorando. Paso
cerrado por obras. Claro. Siempre hay algún paso cerrado
por obras, y siempre uno siente que se lo cerraron a uno,
a propósito, por chingar. Igual que al formarse en una
cola del súper uno piensa que ha elegido la más lenta de
todas, como si el Universo entero conspirara en nuestra
contra: nos toca siempre el peor pe- dazo de pastel, el
carril más lento, la mamá más sicótica, el secuestro menos
buena onda. Nadie jamás ha dicho la frase “a mí me
atraen los mártires”. O “quéjate y triunfarás”. Yo por eso
ya no me quejo y soy parte de la solución. Cómo hablo de
mí, ¿no? Una egocéntrica total. Luego llegará el momento
de todos somos Rusia, todos somos la solución, “todos
somos 132”, Charlie Hebdo, o alguna otra mamada. Yo
iba manejando, camino cerrado, mal presentimiento. Pero
no había posibilidad de un buen presentimiento luego de
dejar ir al amor de tu vida para luego tomar una clase
me- diocre de filosofía. Así que no escuché a mi instinto.
Nunca lo había escuchado, creo. El instinto de
supervivencia: siem- pre murmura pero a veces grita, y
cuando grita lo escuchas. Esa noche sólo susurró y su voz
se perdió entre tantas voces dentro de mi cabeza, letras de
canciones, citas pertinentes, declaraciones de amor,
disculpas, ruegos, despedidas… “Este camino pinta mal”
no se ganó su lugar dentro de ese escándalo, y tomé el
desvío. Es una zona residencial de to- das maneras, y
muy cara. Aquí no pasan cosas malas.
En la esquina de mi casa, tiempo atrás, habían
pues-
to una enorme manta que decía “Precaución: Zona de se-
cuestros Express”. Precaución. ¿Cómo podía prevenirme?
Era la mejor ruta para llegar a mi casa, pasaba al menos
una vez al día por ahí. Si hay una manta, ¿por qué no hay
una patrulla? Ja, ja. Hasta tierna, sueno. Una patrulla no.
Mejor un sicario, un francotirador. Pero gracias por la
adverten- cia: si pasa algo, no podré negar que fui
advertida. Meses después alguien retiró la manta y yo
dejé de tener miedo al pasar por esa cuadra. Increíble,
¿no? Lo que llaman el estú- pido poder de la mente
humana. Lo mío no fue poder, fue discapacidad. Fui
advertida y no hice caso. Maldita manta estúpida.
Malditos colonos que votaron por la belleza de la colonia,
de la bella colonia residencial en la que tampoco pasa
nada, y mandaron quitar la manta.
El desvío estuvo bien. Sólo di un pequeño rodeo y
pronto estuve cerca de mi casa, tan cerca que ya me veía
re- huyéndole a mis papás, encerrada en mi cuarto, tirada
en el suelo escuchando Radiohead, como era necesario, y
huyen- do al baño para vomitar, que no era necesario pero
sí opor- tuno, bueno para seguir enflacando y llegar a esa
imagen ideal de la modelo heroinómana, esposa de
cantante suicida que siempre se ve jodida, con el bilé rojo
corrido y el pelo es- currido, babeado y pegado a la
frente. Pero me tocó el peor pedazo del pastel, la cola del
súper que no avanza, la lección que nadie tiene por qué
aprender, porque el karma es una mamada y la justicia un
deseo siempre insatisfecho. Mi es- túpida tía esotérica, que
es tan pseudo-clarividente como yo era pseudo-
intelectual, habría dicho que en mi vida pasa- da fui una
violadora y que me lo merecía. Los chauvinistas
mexicanos habrían insistido en que fue culpa del largo de
mi falda, aunque traía pantalón, que los piropos son un
elo-
gio y los escotes una invitación. Y yo me lleno los oídos
de chapopote, porque me revienta que me digan “aguas”
ya que me estrellé contra una columna. Idiotas. Opino que
yo fui la gota de un vaso retacado, uno de esos vasos de
Coca Cola que te regalaron hace 15 años a cambio de unas
cor- cholatas y ya están despintado pero nadie se atreve a
tirar, un pinche vaso que ya sabe a lo que has estado
tomando, en el que el agua transparente es amarillenta, el
café es tóxico y los jugos dejan un saborcito a… a mugre,
llanamente. Yo soy la gota que se derramó de ese vaso, se
escurrió por la barbilla del pobre idiota que chupaba, y se
arrastró por el piso para juntarse con otras gotitas y
formar charcos furio- sos en los que resbalarán quienes lo
merecen, tarde o tem- prano, para romperse la frente
contra el escritorio oxidado de algún burócrata apestoso.
Mis ojos hinchados buscaron instintivamente la
manta de Zona de Secuestro Express y al no encontrarla
in- gresé en la cuadra, una cuadrita corta, oscura y sin
ladridos de perros. Unas luces aparecieron en mi
retrovisor. Aceleré. Una camioneta me cerró el paso.
Finito. No hay nada que hacer. ¿Qué se debe hacer? Como
en los temblores, cada quién dice otra cosa: tocar el claxon,
no resistirse, resistir con todas tus fuerzas, defenderte, salir
corriendo, ofrecer tu coche y tu dinero, cooperar y no
ponerlos nerviosos. Si son profesionales no tienes de qué
preocuparte: lo que quieren es el dinero, no matarte. Ja.
Pero quieren todo. Quieren el dinero, quieren la sangre,
quieren la carne. Y matarte. No lo dudes. Todos quieren
matarte, y tú a ellos. Cuando era niña, me decía que
quería estar del lado de los malos para no tener que
temerles. Bendita ingenuidad. En algunos paí-
ses me seguirían considerando niña, pero ahora mi alma
es vieja. Es más, me cambiaron el alma, trituraron la mía
con un pisapapeles y me pusieron otra usada y medio
podrida.
¿Eran profesionales? Qué importa. Hicieron lo que tenían
que hacer, mientras yo no hacía lo que debí hacer… salir
corriendo a toda velocidad. Tocar el claxon. Gritar por
la ventana. Estrellarme contra la camioneta para hacer
ruido. No hice nada: la pasividad mató al gato. Tenían
las caras cubiertas como en la peor pesadilla y pronto
mi cara desapareció también dentro de una bolsa negra.
Mi vida anterior se quedó ahí dentro, mi inocencia,
mis preocupaciones adolescentes y toda posibilidad de
felicidad… mas no de satisfacción.
¿Qué piensas en esos momentos? Ah, una
pregunta tan tediosa como ¿qué es “rosebud” en El
Ciudadano Kane o qué hay dentro del maletín de Pulp
Fiction. ¿Qué pensaba? “Puta madre, puta madre, puta
madre”. Y también pensaba “lo sabía”. El terror había
hecho que esperara un asalto, un balazo, una cuchillada
en cada esquina, por años. Al fin lle- gó, pensaba.
Después de sobrevivir esto, ya no tendré que tener miedo
nunca más. De nuevo, la ingenuidad… como si ya
hubiera pagado mi cuota. E ingenua también al dar por
hecho que sobreviviría, pues no fue así: yo, completa, no
sobreviví. Mientras se acercaban no pensé en mis papás,
en Julián, en el dinero, en nada. Puta madre, puta madre,
puta madre. Garganta soldada, piernas cercenadas, sudor
frío. Y la inconciencia.
*
En las películas la gente se despierta cuando ya está
amarra- da a una cama. Y así lo narran: “Abrí los ojos y
encontré mis
muñecas atadas…”. Yo desperté cuando todavía estaba en
camino. No voy a decir que intenté orientarme bla, bla,
bla, porque no sé orientarme ni cuando estoy bien
despierta, a las doce del día y con un mapa en la mano.
Tampoco “des- perté como de una pesadilla”, como
mucha gente escribe. Yo desperté como alguien que no
puede seguir inconsciente porque le falta el aire y sólo
bien despierto puede coordi- narse para respirar mejor.
Algo así. El coche seguía movién- dose, los tipos no
hablaban entre sí ni oían música; se me ocurrió que iban
sentaditos, derechitos, pensando en sus anhelos personales
con los cinturones de seguridad puestos y viendo el
camino como cualquier grupo de gente que aca- ba de
desatar una cadena de eventos irreversible.
Tuve ganas de decir algo y estuve pensándolo unos
minutos mientras me empapaba de sudor y seguía
repitién- dome puta madre, puta madre, puta madre.
¿Qué debía de- cirles? “No hagan esto”. “Suéltenme y ahí
muere”. “¿Qué no saben quién es mi papá?”. “¿A dónde
me llevan?”. Logré mantener la claridad de mente un
ratito, luego las frases se batieron y ya ni recordaba por
qué había comenzado a for- mularlas. El camino era largo,
o estábamos dando vueltas. Pensé que sería precioso que
acabáramos en la esquina de mi casa. Ya habíamos oído
que había casas de secuestro por ahí, en nuestra propia
calle. “Casas de secuestro”. Suena a eufemismo, como
“casas de citas”. Parpadeé dentro de mi bolsa y sentí que
el sudor me pegaba las pestañas. Habla, di algo, establece
contacto. Ni siquiera tenía fuerzas para ca- rraspear, para
toser o llorar. De pronto pensé en mi coche, en que estaría
estorbando a la mitad de la calle. El tráfico matinal iba a
estar enfurecido contra mi pobre cochecito, le
mentarían la madre, gritarían buscando a su dueño y, al
no ver la manta de Zona de Secuestros Express, no
sospecharían lo que me había pasado hasta después, hasta
que a alguien se le ocurriera revisar el interior del auto y
hallara mi cartera, mi celular, mi triste mochila con libros.
¿Por qué triste? Por- que todos mis objetos estarían tristes,
sobre todo mi coche, incapaz de explicarle a los cláxones
de sus congéneres que ahí había pasado algo muy malo,
que él no tenía la inten- ción de molestar a nadie y que
estaba dispuesto a moverse si tan solo alguien, un buen
samaritano, pisaba el acelerador… Cientos de estudiantes
camino a sus universidades se enca- bronarían por llegar
tarde, dirían cosas como: “Es que no es posible, se pasan”,
o “¿Qué hijo de puta deja su coche así, a la mitad de la
calle?”. Hasta que el conocimiento los hiciera arrepentirse.
Ojalá que se enteren pronto de que es el coche de una
pobre chica que ahora tiene una bolsa en la cabeza, que
nunca quiso dejarlo estacionado ahí, que el coche sufre por
la ausencia y por la inutilidad. Ojalá que haya, dentro de
este mundo, una buena persona, una sola, que agarre mi
coche y se lo lleve a lavar, a afinar, a un cambio de aceite,
para consentirlo durante estos momentos difíciles.
¿Volvería a ver a mi cochecito azul? Sí, en eso pensaba.
Me almacenaron en la casa, bodega o lo que fuera,
tratándome con más rudeza de la necesaria. ¿No que eran
profesionales?, me dije, herida en el orgullo. Además, me
tocaba que me secuestraran unos amateurs. Pero no habían
anunciado su profesionalismo, ni me habían tendido una
tarjeta de presentación con sus credenciales, ni nada. Eran
lo que eran y yo era lo que era: una víctima a su merced,
enmudecida y enmascarada.
Estaba en una cama que no olía a nada, con la ropa
pegada al cuerpo y la garganta clausurada. Escuchaba vo-
ces en un cuarto contiguo. Había cuatro, creí distinguir
cuatro voces. Discutían. Es algo serio, me dije, tiene que
ser algo serio porque lo que han comenzado es demasiado
se- rio. Se encendió un radio. Quieren ocultar su diálogo
con música, pensé. Luego la estación cambió y volvió a
cam- biar. Comprendí que discutían acerca de la estación
y pensé puta madre, puta madre, puta madre. Yo ni
siquiera soy lo importante en este asunto. Entonces tuve
el primer pen- samiento positivo desde mi abducción: lo
mío tenía que ser un secuestro exprés. Así lo había estado
anunciando la lona, y la lona no mentía, no podía mentir.
Claro, era un secuestro exprés, todo lo indicaba: la prisa, la
falta de pro- fesionalismo, el radio (¿por qué el radio?).
Pronto llamarían a mis padres y listo: antes del amanecer
estaría de vuelta en mi hogar. Al día siguiente todo el
mundo sabría y Ju- lián vendría a verme, todo cobraría
perspectiva y con un beso sellaríamos un pacto eterno. Ya
me veía ahí, frente a su cara empapada de lágrimas de
terror a posteriori, diciéndo- le: Cuando estaba ahí,
creyendo que podía morir, sólo pen- sé en ti, y en nuestras
estúpidas peleas. Qué frágil es todo, amor mío, qué frágil.
Yo te amo, a pesar de todo, y cuando tenía una bolsa en la
cabeza, me dije que si volvía a verte, te diría que te amo,
que siempre te amaré, que te perdono y quiero que me
perdones todo y lo que sea, y que nun- ca más nos
separemos. ¿Qué te hicieron?, preguntaría él, consternado.
Naturalmente, le preocuparía que me hubie- ran violado.
Naturalmente. Y no tan naturalmente, por lo visto, porque
sólo después de ese largo proceso mental, se
me ocurrió esa posibilidad. El argumento “son profesiona-
les” ya no aplicaba, pues alcanzaba a escuchar el estúpido
programa del Panda en el radio. Alguien que escucha eso
no puede ser profesional. Los profesionales son como mili-
tares, no escuchan nada, no se pelean por el radio, no coci-
nan… ¿qué era ese olor? ¿Sopa Maruchan? Sopa
Maruchan. Estos secuestradores son pobres, son
aficionados y comen sopa instantánea. Puta madre. No lo
harán, no se atreverán. Deben tener alma, ¿no? En algún
lado, hasta el más hijo de puta tiene un pedazo de alma.
Comprendí después que, en efecto, todos tenemos alma,
pero eso no significa nada. El alma puede estar mutilada,
encabronada, ser el alma de un asesino.
De modo que podían violarme. Era una
posibilidad, y ¿por qué no, después de todo? Fuera del
endeble argu- mento del alma, ¿quién los detendría,
quién, incluso, se los reclamaría? En este país, uno
aprende de gratitud: “Sí, me asaltaron, pero se portaron
bien, hasta eso. No me dispa- raron”. ¿Quién reclamaría
una violación si no se comete un asesinato? “Sí, la
violaron, pero ¡no la mataron! Algo es algo…”. ¿Por qué
no hacían la llamada? ¿No era ése el punto del secuestro
exprés? ¿Que acabara rápido, que pu- dieran hacer más
de uno al día? Adelante, quería decir, aca- ben con éste y
vayan por el siguiente, se les hace tarde. Pero no podía
hablar. Diles que tienes una tarjeta de débito con algunos
miles de pesos. Son unos nacos, pobres, de sopa
Maruchan. Aceptarán lo que sea. Llámalos, ruega, llora,
su- plica, ofrece, negocia. No te quedes ahí acostada como
pen- deja. Cuando recuerdes esto pensarás que no hiciste
todo lo posible porque se acabara más pronto. “Cuando
recuerdes
esto”… pensando de nuevo que el futuro era inminente,
no negociable, que yo sobreviviría. No he hecho nada tan
malo, pensé, como para merecer esto. Alguna fuerza
divina intervendrá. Eso. Algo sucederá, todo estará bien.
Vamos, llámales, ofrece tu dinero, que hagan la llamada,
que esto se acabe, que no te violen.
Escuché algunas frases inconexas, algunas carca-
jadas groseras. Recordé la discusión que había tenido con
un tío semanas atrás. Él decía que las mujeres debíamos
tomarnos los piropos que nos gritan los albañiles como un
cumplido. Como si el deseo fuera el deseo, sin importar el
sujeto del que provenga. Yo defendí mi posición feminista
con ardor: los piropos son una invasión, una violación.
Por qué, decía él, te están diciendo que qué guapa. No,
respon- dí, ellos saben que jamás podrán tenerte, ni a ti ni
a lo que representas. Eso les encabrona, así que buscan la
manera de encabronarte de regreso, de molestarte de la
manera en que pueden hacerlo, de violarte al menos
verbalmente. Si volteas y te enojas, ya perdiste. Pero
aunque no voltees y no muestres enojo, ya perdiste. Lo
que ellos quieren es formar parte de tu mundo aunque
sea por un instante y de la ma- nera más asquerosa.
“Aunque no me voltees a ver, aunque me desprecies, yo
te veo las tetas, te veo el culo y puedo imaginar lo que se
me antoje, lo estoy haciendo ahora, lero lero, y no puedes
evitarlo…”
—Van a violarme— dije en voz alta, y me
sorprendió escucharme. Había roto el hechizo, había
hablado, pero para decir esa frase que implicaba una
certidumbre absoluta. Iban a violarme. No cabía duda.
Ellos eran los que gritaban piropos y ahora me tenían ahí,
sin lentes oscuros para desdeñarlos, sin una calle que
cruzar para dejarlos atrás,
sin la amenaza de la luz, de los guarros, de las
autoridades. Quise cerrar las piernas pero mis tobillos
estaban atados. Ahí está, dijo mi voz positiva, tus piernas
están bien cerradas. No te va a pasar nada, pronto
acabará todo.
Cuando era niña, mi mayor miedo era a que no
me bajara, a no poder ser madre. Cuando al fin sucedió y
com- prendí que ahora “era una mujer”, comencé a
tenerle terror a las violaciones. Y eso que cuando era
chica la cosa no esta- ba tan mal. Ya sé que todos dicen
eso, que todos creen que sus tiempos son los más
violentos. Qué me importa lo que digan “todos”, yo sé lo
que sé, y sé que esta ciudad es hostil, amenazante, mala.
Y yo me he convertido en su digna re- presentante. Es una
cuestión de sobrevivencia, un instinto, una evolución.
Quizá ese miedo a las violaciones, que eran la única
manera de sexo que podía imaginar, fue lo que hizo que
años después las cosas entre Julián y yo nunca acabaran
de darse. Claro, hacíamos algo, pero no eso. Para decirlo
con todas sus letras: todavía era virgen. No era una
cuestión moral, no es que quisiera esperar hasta el
matrimonio o algo así; es que cada vez que estábamos
cerca, yo me quedaba sin aliento (no en el buen sentido),
los ojos se me llenaban de lágrimas y la herida en mi
centro comenzaba a dolerme tan- to, que no valía la pena
continuar. Él se asustaba; el asunto era demasiado
traumático. Hablé con una amiga y le dije: es que sí
quiero, pero mi cuerpo no. Tú eres tu cuerpo, dijo. ¿Y
entonces? Si no quieres, no quieres. Pero te amo, sí, te
amo, mi cuerpo te ama, mis labios te aman, mis manos te
aman, mi piel entera te ama… no es personal. ¿Que no es
perso- nal?, gritó un día, indignado, ¡no hay nada más
personal!
Vírgenes, los dos. Aunque ¿existe verdaderamente
la virginidad masculina? ¿No la pierden la primera vez
que
se la jalan? Probablemente no. Es que ya soy una amarga-
da. ¿O es que la virginidad va directamente relacionada
con el dolor? Nunca hice el amor contigo, Julián, y ahora
van a violarme cuatro piroperos con aliento a Maruchan.
Puta madre, puta madre, puta madre. Ahora que leo esto,
suena chistoso. O al menos suena como si la persona que
lo na- rra tuviera sentido del humor. No es chistoso. Y no
tengo sentido del humor, ni un deseo de superación
personal, ni los recursos sanos para salir adelante. No
tengo el don del perdón, ni la capacidad de ver el otro
lado de la historia, ni tengo mi virginidad para
entregársela a quien yo quiera, a algún chico años atrás,
un chico nervioso que me quisiera de veras y que creyera
que yo soy la mujer más hermosa del mundo, sólo
porque le dejo tocarme. Mi virginidad era para alguien
que temblaría al poseerme, que perdería la erección y
echaría a perder cuatro condones en una noche, para Ju-
lián que me esperaba y que me quería, que no sabía cómo
hacer las cosas y no porque fuera idiota sino porque me
amaba y había decidido esperarme hasta que se me
quitara el miedo. Me robaron la espera de Julián, sus
meses inúti- les, su dolor de huevos, su amor joven, sin
riesgos de sida ni gonorrea. Me robaron la pureza de los
besos de Julián, su desnudez, la alegría que sentiría el día
que le dijera que sí, que ya era el momento. Y esa,
solamente, era una buena razón para matar.
*
DECLARACIONES DE:
•Beatriz Salazar, secretaria
•Rosalba Martínez de Machorro, ama de casa, matrimonia-
da con el finado Sergio Amadeo Machorro
•Dulce Ámbar Aguilar, secretaria
•Margarita Becerra, comerciante informal
•Adela López, ama de casa, madre del finado Adelo
López-
Landa
•Acacia Limoneros, comerciante informal, madre de la fi-
nada Ameyali Limoneros
•Siddhartha García, empleado de una compañía de seguri-
dad privada
•Fuentes cercanas a los involucrados en el caso, que prefie-
ren permanecer anónimas
•X, elemento del escuadrón responsable de la Segunda
Etapa de la Operación BUCASUPRE. Su identidad ha sido
omitida para salvaguardar su seguridad.
Y EN LOS:
Videos recobrados de las cámaras de seguridad del edificio
Y EN EL:
Plan de Extracción del Ciudadano Sergio Amadeo Macho-
rro, redactado por el capitán Aníbal Guerrero, EPD.
ANTECEDENTES
UBICACIÓN Y EXTRACCIÓN
DEL CIUDADANO
MACHORRO
NOTAS DE PRENSA
Periódico La Prensa Objetiva:
CONTADOR FRUSTRADO
ASESINA A SOLDADO DURANTE SIMULACRO
Un simulacro de evacuación en un edificio de oficinas del
Pa- seo de las Palmas se convirtió en una tragedia cuando
Adelo López-Landa, un contador de segunda, perdió la
cordura y se entregó a un frenesí que dejó un saldo de 23
civiles heri- dos y un soldado muerto. Después de golpear
indiscrimina- damente al subteniente Higinio Hernández,
López-Landa le disparó en la cabeza para después quitarse
la vida por me- dio de tres disparos en el estómago. “Él
(Hernández) era un soldado dedicado al bien de esta
patria”, comentó Victorio Hernández, primo hermano del
fallecido, con lágrimas en los ojos, “todos en la familia
estamos muy tristes”.
Periódico El Metrónomo:
ENCUENTRAN A “NARCOREPORTERA”
EN PEDAZOS
En la cajuela de un sedán alemán blanco del año 1998 en-
cuentran el cuerpo descuartizado de una reportera del pe-
riódico Mundo Hoy. Las autoridades afirman que el
asesina- to de la mujer estuvo relacionado con las drogas,
pues para sorpresa de familiares y compañeros de trabajo,
—81
—
Relatos de
impunidad
la fallecida utilizaba su profesión como frente para
dedicarse al nar-
—82
—
cotráfico y otras actividades ilícitas. “Siempre es triste ver
un cuerpo femenino en tal estado”, afirmó el oficial
Genaro Gorroso, encargado de la investigación, “pero se
trataba de una criminal, al fin y al cabo, y no hay por qué
llorarla”, puntualizó.
Periódico La Imprenta
HÉROE CONTROLA INCENDIO
En la madrugada de ayer, un incendio espontáneo pudo
haber provocado la pérdida de importantes documentos
de las Fuerzas Armadas. El primer sargento Gabino
Montoya, que se encontraba por casualidad trabajando en
una oficina cercana al Archivo, percibió el olor de papel
quemado. Acu- dió al lugar del que provenía el olor y
extinguió el incendio por sí solo. “Hice lo que cualquiera
hubiera hecho”, comen- ta Montoya (en la foto), quien se
hizo acreedor a una meda- lla por Valor Bajo Fuego a
causa de su hazaña. Gracias a la oportuna intervención
del sargento, sólo se perdió una serie de documentos
relacionados a un simulacro. “Nada real- mente
importante”, comenta el vocero oficial de las Fuerzas
Armadas.
Periódico Insurgentes
NO QUIEREN TRABAJAR
Durante una entrevista, el Secretario de Trabajo, Salvador
Aparicio Torres, sugirió que el problema con el trabajo en
México no tiene que ver con el desempleo, los bajos
salarios, las pésimas condiciones para laborar o la
desigualdad, sino con la pereza de la gente. “En este país
la gente no quiere trabajar. Siempre van a culpar al
gobierno, pero hay que ver casos como el de Palmas para
entender que nuestra pobla-
ción es floja. Para bien o para mal, tenemos que
aceptarlo”, lamentó. El Secretario se refería sin duda al
edificio del Pa- seo de las Palmas que permaneció cerrado
cuatro semanas después de que un empleado llevara un
arma de fuego y amenazara con asesinar a dos secretarias,
una de ellas em- barazada. El empleado estaba a punto de
ser arrestado por la Unidad de Granaderos cuando saltó
desde el catorceavo piso. Su cadáver fue arrollado por
una camioneta de Porve- nir, una importante compañía en
cuanto a cuentas de aho- rro (Afores) se refiere. Al volver
a sus labores habituales, las numerosas empresas ubicadas
en el espacio corporativo vieron reducido el número de
su personal. Algunos directi- vos afirmaron que muchos
de sus empleados no volvieron a sus puestos, y que al
intentar contactarse con ellos, parecía que habían
“desaparecido de la faz de la tierra”. Un repor- taje
publicado días después del incidente en el periódico
Mundo Hoy, sugería que una oscura unidad militar había
llevado a cabo una operación en el edificio que había
resul- tado en más de 90 civiles muertos, todos antiguos
emplea- dos de las empresas de ese edificio. La
disparatada teoría de conspiración fue ahogada al poco
tiempo por el sentido común del público general y la
autora fue encontrada en la cajuela de un sedán alemán
blanco, descuartizada. Investi- gaciones posteriores
indicaron que estaba involucrada con el narcotráfico.
Periódico El Colorado
ELEVADO ¡AL CIELO!
La vida de Sergio Acadio Martínez era una vida humilde.
Se dedicaba a limpiar los escritorios de otros que tenían
me-
jores trabajos que él, de otros que, gracias a la burocracia,
se hacían ricos a costa suya y de otros como él. Barría
bajo sus pies, enjuagaba sus sanitarios, todo por un
modesto sala- rio que su querida esposa Paty, ahora
viuda, aprovechaba al máximo para poder alimentar a sus
cuatro hijos hasta la quincena siguiente. Lo encontraron
en un elevador. Los mé- dicos forenses dijeron que murió
de un paro cardiaco, quizá por exceso de trabajo. Al
preguntársele sobre este caso, el Secretario de Trabajo,
Salvador Aparicio Torres, comentó: “Estamos trabajando
en un proyecto que proteja a emplea- dos como Sergio
Acadio, a los menos afortunados, a los que trabajan día a
día para ofrecer una mejor vida a sus familias. La gente
en este país trabaja demasiado, es algo que tiene que
cambiar”. Sergio Acadio Martínez quería ascender, me-
jorar su nivel de vida, elevar el futuro de sus hijos. Pero
este elevador, trágicamente, lo llevó al cielo.
*
— Hoy tampoco llegó a trabajar.
— Pues ya, se la peló. ¡Rocío! Cancélale la nómina al Sergio
Almudeno.
— Creo que se llamaba Sergio Amadeo, jefe.
— Sí, sí, como sea.
CINCO MODELOS
PARA NUEVE
ARTISTAS
No tengo ni idea de cómo lo consiguió Manuel, ni puta
idea. Casi siempre tenemos un modelo para todos.
Cuando tenemos. Una vez la mujer ésa no llegó y le
dijimos a Mi- riam medio en serio medio en broma que se
quitara la ropa y ya, que le pagábamos y todo. “¿Por
doscientos pesos la hora? Estás pendejo.” Dos semanas
después le vi las tetas gratis y me la cogí gratis también,
pero para ella era un tema de dignidad. Le repetí la
letanía de la belleza del cuerpo y dijo que si le pagaban se
sentía puta. Ese día en mi casa ni dejó que yo pagara la
pizza, pinche feminista. El caso es que ahora teníamos
cinco modelos: un lujo inusitado. Cinco mo- delos para
nueve artistas. “Yo no traigo varo”, dijo Charly, y Manuel
le hizo señas para que se callara el hocico. Él había hecho
el arreglo con el chofer y en vez de llevarlos a su visita de
siempre los habían traído aquí. Sólo a los que servirían.
De ellos, dos no tenían ni fuerzas para protestar, otros dos
no entendían muy bien el asunto. Habrán creído que era
una visita médica colectiva o algo por el estilo. Una mujer
en silla de ruedas se dejó quitar el suéter viejo y la playera
de algodón manchada de tres caldos diferentes sin decir
ni pío. Qué carnes flácidas e increíbles. En cualquier parte
de esos cuerpos era posible encontrar semejanzas a una
vagina
o a un escroto aguado. Estalactitas de piel con
movimiento como el del mar. Increíble. Priscila se
escandalizó y nadie la tomó en serio porque
escandalizarse era su onda. Soltó un discurso furioso y
dijo que no iba a ser parte del asunto. Manuel le dijo que
o era o ya no era parte de ningún asunto y como
estábamos a punto de poner la expo colectiva, se tragó el
veneno y sacó sus carbones. “Priscila”. Seguro la perra se
llama María o Guadalupe o María Guadalupe, con la cara
de india que tiene. Ella nunca se dejó ver nada, no por mí,
al menos, pero Manuel tenía fama de tirarse a sus
alumnas. El mentor y el alumno, etcétera.
Estaban la de la silla de ruedas, que debió ser una
amargada a juzgar por la profundidad de las arrugas de
su ceño fruncido, una viejita diminuta y encorvada
vestida como enfermera de antaño y con un collar del que
colgaba un camafeo (se lo dejamos por que nos recordó a
la mujer de Titanic y nos moríamos de risa), el hombre de
la andadera, que acabó sentado sobre una caja porque la
andadera nos estorbaba y la aventamos por ahí, el gordillo
sin pelo cuya boca se fruncía por reflejo cada dos
segundos, y El Abuelo. No sé por qué acabamos
diciéndole así. Creo que era un viejo genérico y cada
quién le vio algo de sus propios viejos en alguna parte. Él
sí que se daba cuenta. Él caminó hacia el patíbulo como
una oveja furiosa y llena de dignidad, no es- peró que le
ayudáramos a quitarse el abrigo inglés, el pan- talón de
pinzas, el sombrero del Viejo Proverbial.
—Es por el bien del arte— le dijo Lola con cara de
no estar muy convencida. Ella misma, minutos después,
se mordía los labios para no carcajearse ante el dantesco
es- pectáculo de todos aquellos miserables despojos
expuestos ante nosotros, para nosotros.
El arte se benefició por un rato, eso sí. Yo, al
menos, me di vuelo hundiéndome en los surcos de carne,
en las mi- radas tan fijas que sabes que no ven el mismo
mundo que tú, en los lunares mutantes con cabelleras
propias. Charly delineaba alguna curva, arrancaba y
lanzaba las hojas al aire en un verdadero frenesí de
inspiración, queriendo captar la luz en un pezón viejo, en
una oreja anormalmente crecida. Como si cada línea fuera
una criatura voladora que se pu- diera escapar; había que
captarlas ahora y desarrollarlas luego, meterlas a la jaula
y alimentarlas luego.
Isabel entornaba la mirada, se perdía en las tonali-
dades sepias y trataba de plasmar la podredumbre en su
lienzo, embadurnándose los dedos de óleo. Sabiduría, le
llamaba entre pincelada y pincelada, erudición de la vejez,
o algo así como “Más sabe el viejo por viejo que por
diablo” aplicado a la carne. Isabel nunca me había
gustado pero así, con los dedos untuosos y lubricados, ah,
con sus propias carnes bondadosas pero jóvenes
escondidas debajo de esos vestidos de punto, agitándose y
salpicando los terracota a sus pies, ah, con qué gusto la
habría salpicado yo de mis tonos untuosos.
Lola seguía mordiéndose los labios, convirtiendo
sus carcajadas en tos porque no reírse era su idea de
respeto a sus mayores. Ella hacía figurines a lápiz, con
millones de líneas delgadísimas que al principio no eran
nada y al final eran poco más: una sombra grandilocuente.
Para ella había demasiados colores y curvas y sus lápices
se burlaban tam- bién, tratando de estilizar lo bruto y
fracasando sin remordi- mientos. Si no tosía, canturreaba.
Gaspar la callaba. Gaspar El Emo, que empezó en una
esquina con su tinta china por-
que todo tenía que ser negro. Lloró un poco, se
identificaba con lo horrendo y ahí había mucho de
horrendo y de triste, pero su empatía no le quitaba ni
artista ni lo inadaptado so- cial y se acabó instalando a los
pies de la mujer de la silla de ruedas, analizando su
entrepierna con una fascinación que bordeaba la
curiosidad científica. Al final en su libreta había tres
líneas, pero eran tres líneas importantes.
Los trazos sonaban como lluvia, la bodega olía a
su- dor y a zapatos viejos y estábamos ebrios y
exhilarantes. Ma- nuel incluso movió a los viejos,
acomodándoles los brazos, las cabezas o los pies para
enseñarnos nuevas perspectivas, mientras el gordillo
fruncía los labios, la viejita diminuta se hacía más pequeña
ante nuestros ojos y El Abuelo sostenía la mirada de
quien se atreviese —nadie— y se erguía apo- yado en su
bastón, con la piel de su vientre colgante pero sin grasa de
sobra, con las uñas de manos y pies arregladas, con el
sombrero a sus pies. Charly en algún momento se lo puso
y gritó: “¡Un Magritte, un Magritte!” y todos nos reí- mos
a carcajadas. Menos Gaspar, que tiene prohibido reírse de
cualquier cosa. Los juntamos, los sentamos unos sobre
otros, les pusimos el sombrero, a los que tenían pelo los
des- peinamos. La corbata del Abuelo acabó entre las tetas
infi- nitas de la gruñona, la andadera sirvió de poste para
que Miriam bailara como una desnudista, el gordillo tuvo
pelo por primera vez: pelo de óleos color terracota.
Alucinante. Si aquello no era un bacanal artístico, no sé
qué podría serlo. El Abuelo buscó arruinarlo más de una
vez, pero sus juicios de viejo silencioso no le pudieron a
nadie.
Como todo lo bueno, tenía que acabar. El teléfono
de Manuel sonó y había que devolverlos. El chofer llegaba
en diez minutos. Qué demonios, tenían que haberse diver-
tido también: un día menos de estar observando cómo de
lejos viene La Muerte caminando sin prisa para
llevárselos. Habían formado parte de algo importante:
algunos de no- sotros seremos grandes artistas y ellos ya
no tenían nada mejor que hacer. Que perder. Qué
demonios. Tal vez todos deberíamos pegarnos un tiro. Tal
vez no. Quisiera decir que pasó porque “éramos
demasiado jóvenes”, pero la verdad es que pasó porque
ellos eran demasiado viejos. El mundo ya no les pertenece.
Lorena
Amkie
MUCHACHA DE CONFIANZA
TESTIMONIOS DE UN TRIPLE SECUESTRO REVELA-
DOS EN LA EMISIÓN DEL 20 DE MAYO DEL
PROGRA- MA TELEVISIVO “LA BUENA
SAMARITANA”, NA- RRADOS A MODO DE OBRA DE
TEATRO EN UN ACTO
PERSONAJES
—91
—
AURORA Y ALBA DE LA HUERTA, “las niñas”:
Hijas de Ana María y Andrés, la primera tiene siete años y
la se- gunda cinco. Se parecen a su madre.
EL BEBÉ, Diego: El hijo más pequeño de Ana María y
Andrés. Para el momento de la entrevista, tiene once
meses de edad.
“LA AUDIENCIA”
ÚNICO ACTO
EDECANES.)
(Aplausos.)