Acaso La Muerte PDF
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Acaso la muerte
Jaramillo Morales, Alejandra
Acaso la muerte. - 1a ed. - Buenos Aires : El fin de la noche, 2010.
364 p. ; 20x13 cm. - (Mapamundi)
ISBN 978-987-1491-27-8
1. Narrativa. I. Título
CDD 863
ISBN 978-987-1491-27-8
Editorial El fin de la noche
www.elfindelanoche.com.ar
A Juan Camilo Jaramillo, Claudia Barón,
Valeria Fayad e Iván Granados.
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polvo. Un hueco ascendente cubre el vacío de mi estar;
vivo desprovista de tiempo. Con el trapo amarro el cuer-
po, lo jalo, lo bamboleo. Sólo en el espejo existen mis
movimientos, mi rostro aturde; su hedor, su hondura.
La respiración se agita, me conmueve. Lúgubres gotas
de sudor se asoman sobre mi nariz, me aterra este caer
incesante.
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incontenible mía? Rostros como flashes, luces que suben
y bajan de un escenario de sufrimientos, gentes que se
pierden en el panorama triste de mis recuerdos, profundo
eco de voces que no llegan, no alcanzan a ser presencias,
golpean continuas este silencio de mis días. Como el
cuchillo y las armas y el latir del corazón incontenible y
la mirada aturdida, las miradas que explotan y de erótico
nada, pero sí de sumisión, de tortura, de delirio. Con
el filo en el cuello y con la soga que pende de tus ojos,
salto sin dudarlo y claro, y ese latir insoportable y esa
sangre expansiva y el cuerpo indómito, desorbitado y
el terror de mirar y la imposibilidad de mirar los ojos y
sus voces que no cesan, que siguen retumbando. Que
se detengan ya, que no regresen, que no te vayas, no me
dejes, no me dejes.
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pidió un taxi. Esto era normal en Bogotá, ya que daba un
poco de miedo salir a la calle a esas horas de la noche
así como así, y menos una mujer sola.
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apartamento un tanto minimalista. Un sofá, dos sillas,
una mesa de comedor japonesa, todos los muebles grises
y las paredes blancas, un florero empotrado en la pared
con una flor exótica (¿cómo se llama?, “ave del paraíso”,
quizás), un mueble de madera pintado de negro con
muchos discos compactos y con un equipo de sonido.
No había más adornos en el apartamento; sólo un piano
se veía en el fondo de un pequeño estudio. Claro, esta
sala que acaba de describir era la sala de un apartamento
donde no había ocurrido nada, es decir que la doctora
Beatriz estaba viéndolo con ojos de señora organizada,
porque en realidad ese espacio minimalista estaba lleno
de policías, vasos regados, cobijas, un espejo roto encima
de la mesa del comedor, las paredes chorreadas de agua
o quizás de algún licor. Tanto desorden le hizo pensar
que quizás ya le estaban saqueando la casa, como suele
ocurrir en estos operativos.
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original, uno de esos que el padre de la parlamentaria
había adquirido en subastas de obras de arte en París.
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tranquilizantes en el baño y regados en la sala. De la otra
mujer habían encontrado sus documentos de identidad
y, en ese preciso momento, un sargento estaba hacien-
do las averiguaciones pertinentes para encontrar a su
familia y avisarles lo sucedido.
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Beatriz Galindo era una mujer que rondaba los
cincuenta años. Pese a su profundo descreimiento en
el amor, o quizás gracias a eso, mantenía una relación
de pareja con el padre de sus hijos desde hacía más de
veintiocho años. Había decidido que era mejor construir
esa amistad con un hombre tranquilo, carismático y
buen padre, antes de seguir en la búsqueda invariable
de pasión que escuchaba día a día de boca de las mu-
jeres que visitaban su consultorio. Como caso extraño,
le molestaba también buscar relaciones con hombres
maravillosos, que tarde o temprano le hacían salir sus
peores demonios. En realidad, la doctora Galindo sufría
de un mal complicado, un agobio crónico por haber es-
cuchado durante tantos años a cientos de mujeres que
le daban argumentos para pensar que el amor era una
falacia, un acto imposible que perseguimos de manera
enfermiza hasta el cansancio y que, en verdad, nunca
alcanzamos. Sin embargo, decían que era una terapeuta
excelente y que una de sus especialidades radicaba en
hacer que las mujeres lograran sostener relaciones tran-
quilas y amorosas. Era probable que su éxito estuviera
precisamente en que las convencía de que lo mejor
era conformarse con una buena amistad, con tener un
compañero para la vida, y olvidarse de continuar en
la búsqueda —oculta, pero presente— del “verdadero
amor” de las princesas.
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abusado de forma apabullante, a quien ella había logrado
sacar adelante pese a las cargas de su memoria olvidada.
Había en su familia un fantasma en torno a la amnesia,
y por ello para Beatriz Galindo tratar a ese niño fue la
catapulta para empezar estudios y tratamientos sobre
el tema, y disminuir su propio miedo de ser una abuela
“desmemoriada”, como lo había sido la suya. Pensaba
que la amnesia era el tema literario por excelencia y,
más allá de todos los estudios que había realizado, se
había dedicado a investigar toda la literatura y películas
inspiradas en dicha cuestión. Era su tema pero, con los
años, había cedido a la tentación de vivir cómodamente
de atender mujeres con problemas amorosos, consultas
de cuarenta y cinco minutos (en un consultorio que
había organizado en su casa para poder estar cerca de
sus hijos) y, sobre todo, consultas bien pagas, porque las
mujeres, con la liberación femenina, habían adquirido
unas contradicciones y una capacidad adquisitiva de
las que ella se servía. Se reía de saber que las mujeres
de su época —incluyéndose ella misma— no querían
ser princesas, pero seguían soñando con encontrar un
príncipe azul. Ahí radicaba el gran dilema: autonomía,
poder, decisiones claras y una búsqueda eterna de hom-
bres principescos que las hicieran sentir más mujeres.
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La noche que Irene perdió la memoria, la doctora
Galindo regresó a casa y, entre las sábanas, le contó a
su marido un poco sobre el caso que acababa de ver; en
seguida se quedó dormida. Durante el día siguiente tuvo
mucho trabajo, motivo por el cual no leyó el periódico ni
vio las noticias del mediodía. Sin embargo, por la tarde,
cuando su marido regresó del trabajo, éste le preguntó si
había escuchado todo el revuelo que estaban haciendo
sobre el caso. En efecto, los medios de comunicación
estaban abusando de la sospecha de asesinato que se
asignaba a la congresista Irene Carmona, para acabar
con su imagen mucho antes de que la justicia tomara
una decisión. A la noche resolvió ver las noticias, y le sor-
prendió la irresponsabilidad del manejo que se le daba
al caso. En resumidas cuentas, lo que estaban diciendo
en los medios era que la parlamentaria que más luchaba
por la transparencia y por la “honestidad” (puesta ésta
totalmente entre comillas por el tenebroso tono perio-
dístico de las notas) había cometido un crimen pasional
que manchaba su hoja de vida. Casi ni mencionaban
que estaba en estado amnésico, lo cual daba espacio a
que ella hubiera sido víctima también en el crimen. En
ese momento la doctora Galindo empezó a entender
que los periodistas estaban haciéndoles el juego a los
muchos políticos de este país, a quienes Irene había
denunciado por corrupción y por politiquería, aunque
todavía la indignación de la doctora no era suficiente para
que tomara la decisión de vincularse al caso Carmona.
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política importante. La búsqueda de transparencia y de
coherencia había empezado a ser en Colombia una de
las principales banderas políticas, pues la mayoría de la
gente estaba ya cansada de vivir con el fantasma de la
corrupción y con los grandes atropellos que se cometían
día a día contra el patrimonio público. El fenómeno
era maravilloso en una sociedad que había comulgado
y participado de una cultura mafiosa, que había per-
meado casi todas las relaciones sociales hasta el punto
de convertir a la mayoría de las personas que querían
erradicar ese mal. Esa sociedad, de un momento para
otro, caía en la gran narrativa de la transparencia y de
la coherencia, en la visión posmoderna de la pérdida de
grandes ideales, y más bien promulgaban por individuos
que dieran alguna muestra de honestidad y de sensatez.
Ser candidato independiente de los partidos políticos
tradicionales del país, del liberal, del conservador, y hasta
del comunista, era leído como una muestra inequívo-
ca de diferencia, una garantía de nuevos tiempos y de
nuevas formas de hacer Gobierno. Aunque poco a poco
empezaron a descubrir que muchos se lanzaban como
independientes de nombre, pero dependientes de las
mismas maquinarias políticas, de las mismas prácticas
politiqueras y clientelistas, de las mismas fuentes de
financiación de las campañas más tradicionales y co-
rruptas de la historia del país.
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nos había dado, la cultura del narcotráfico, de la mafia
organizada, que terminó por gobernar, junto con los
grandes señores de corbatas y corbatines del Jockey,
este país desangrado por la violencia.
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de que aun los más honestos tienen historias sórdidas,
para minar la confianza que la gente depositaba con su
voto en personas como Irene Carmona.
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agarró de un manotazo: le pareció que era mejor botarlas
que intentar una limpieza. Siguió bajando las escaleras,
se asomó a la sala y vio los muebles tallados que había
heredado de su madre; hacían juego perfecto con su casa
tan antigua. Por un instante pensó cómo sería su vida si
hubiera optado por el celibato, o por la soltería; cómo
sería su vida si un día se levantara y olvidara todos esos
instantes y esas cosas que le daban sentido. Por fin llegó
a la cocina, tomó un vaso con agua, abrió la nevera para
buscar algo más de tomar y se encontró con la noticia
de que nadie había hecho la compra y, por tanto, estaba
condenada a seguir tomando agua de la llave. Así era la
vida en su casa. Ella se resistía a asumir todas las cargas
de las mamás tradicionales y, sin embargo, había termi-
nado por ceder. Sólo cuando ella obligaba a sus hijos o
a su marido, se hacían las cosas que se necesitan para
que una familia pueda seguir su curso tranquilo, normal,
con comida, luz, agua y por supuesto teléfono, que no
puede faltar en casa de adolescentes —como sus hijos—.
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puerta, la cerró y regresó al consultorio. Se sentó en la
silla donde se sientan los pacientes: ése era el estado en
que estaba la doctora. Necesitaba una terapia, alguien
que la escuchara de verdad, alguien que le dijera qué
hacer con su vida. Fue en ese momento cuando vio, en
el periódico inmundo ese que había dejado su paciente,
un titular que decía “Congresista condenada a prisión”.
Sintió un cimbronazo, se le estremeció el cuerpo y, por
primera vez, se sintió culpable, atormentada por no
haber decidido ayudar a esa mujer a tiempo. ¿Ahora qué
podía hacer?, ¿habría manera de apelar en ese caso?,
¿sería factible salvarla de esa condena? Tal vez ya era
tarde y no había camino de regreso. Siguió leyendo el
artículo y no encontró mención alguna al estado am-
nésico de la congresista. Ése fue el campanazo final: la
sorprendió que estuvieran condenándola sin tener en
cuenta su enfermedad, quizás sin haberla tratado. En ese
momento decidió que era ella, y sólo ella, quien debía
ayudarla, quien la acompañaría a recorrer los recovecos,
los intríngulis de esa memoria que seguro se perdía a sí
misma para salvarse de sus propios recuerdos.
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quedan pegados a las cobijas, a los cuerpos calientes
de sus parejas. Se les encarcela el alma de frío, de tanto
ver llover. Siguió hasta la séptima; tal vez allí habría
más gente, pero se encontró con una mañana aún
más solitaria. Decidió caminar hacia el Norte: quizás
se encontraría con menos indigentes y no tendría que
decirles que no tenía nada, que había salido sin bille-
tera. Qué miedo, por eso la pueden apuñalear a una o
pegarle o, en el mejor de los casos, insultarla, en fin,
no importa qué, simplemente le daba miedo. Por eso
caminó hacia el Norte, hacia el lugar donde vivía Irene
Carmona y, en pocos minutos, se encontró sentada en
un andén observando ese edificio, preguntándose por
qué, por qué, por qué.
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para muchas personas era bueno que ella se hundiera,
que se pudriera en la historia de la política del país
como una parlamentaria puta, quitamaridos, lesbiana
y asesina. Ése era el mejor destino para una mujer que
quería mandar, que se lanzaba a caminar por el terreno
de los hombres, por el mundo en ruinas que ellos han
ido dejando.
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final la descubrieran asesina, se supiera que era verdad la
condena, que había matado a esa mujer. Sólo importaba
que Irene se reconstruyera un pasado que la dejara vivir
y entender algo de lo sucedido.
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triángulo amoroso que había producido ese asesinato.
Lo que se sabía de la historia, y esto bien podía ser ma-
nipulado también, era que la congresista Carmona había
tenido un gran amor de juventud, con quien siempre
había pensado que se casaría pero que, por cosas del
destino, como dice la gente, terminó abandonándola,
casándose con otra mujer, una recién aparecida que se
lo estaba quitando para siempre. Claro que no era tan
literal pues, cuando la congresista regresó a Colombia,
después del casamiento de él y se reencontraron, pudo
más el deseo, y terminaron siendo amantes. Y claro,
esta parte de la historia no es tan extraña (cuántos casos
se han visto). Lo raro fue la relación que terminaron
estableciendo las dos mujeres. Decían que no sabían
nada de quién era la otra. Se habían conocido en un
grupo de mujeres que hacían terapia entre pares para
superar dificultades amorosas. No se sabía muy bien si
eran amigas, amantes o qué, pero lo que sí era claro era
que habían construido una relación cercana; tanto es
así que habían estado de viaje por Europa juntas y hasta
llevaban un tiempo viviendo en el mismo lugar. Claro
está que la gente, lo que llaman “la opinión pública”
—que en nuestro país es más un chismorreo público
que una opinión calificada— estaba segura de que eran
amantes, y se inventaron quién sabe cuántas historias
más alrededor de esa mujer pública, que estaba más
quemada que las brujas condenadas a la hoguera por
la Inquisición.
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le preguntó qué iba a hacer, para dónde iba, ella bal-
buceó un poco y terminó por mentirle. No quería que
él supiera en lo que se estaba metiendo. Quizás iba a
detenerla, o le iba a pedir que no se metiera en un caso
tan peligroso; detrás de los políticos, podía encontrar
todo tipo de historias truculentas, y ella quizás termi-
naría crucificada también. Entonces prefirió callar, y
así lo hizo por mucho tiempo. Se dirigió sin vacilar al
juzgado adonde habían llevado el caso de la congresista.
Quedaba en esos viejos edificios de la diecinueve, esos
edificios de apartamentos viejos que se habían venido a
menos desde que tuvieron la mala suerte de convertirse
en juzgados. Al entrar decidió presentar su carné de
Medicina Legal; quizás así le pondrían más atención y
le prestarían los expedientes con diligencia, actitud que
solía no ser frecuente entre los funcionarios públicos.
Los resultados no fueron tan extraordinarios. Tuvo que
esperar un buen rato antes de que la atendieran y, luego
de haber sido atendida, esperó más tiempo aún, hasta
que le entregaron los archivos. Sin embargo pensó que,
de no haber sido por su carné, quizás nunca le habrían
dado la oportunidad de ver esos papeles.
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Irene. La doctora Galindo sabía que eso era lo menos
probable, que era mucho más posible que hubiera sido
víctima y por eso hubiese perdido la memoria pero, de
todas maneras, sin ver a la paciente no podía hacer un
diagnóstico confiable. Encontró que le habían dictado
una medida de protección de internación, según el ar-
tículo 374 del Código Penal y, curiosamente, la habían
llevado a una institución pública en el sur de la ciudad, y
no a una privada como su familia quizás habría pedido.
Pensó que definitivamente algo se traían entre manos;
era un juego sucio, y debía tener cautela en la forma de
entrar a jugarlo.
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condenados cumplan penas reales —justificó, como
queriendo meterse en el juego.
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Esa mañana cogió la misma buseta que había toma-
do durante los dos últimos meses rumbo al centro de la
ciudad. Estaba cumpliendo dos labores para la famosa
toma que el primero al mando había elucubrado, y que
estaba generando un revuelo insospechado en la orga-
nización. Juana, alias “Cristina”, debía vivir en una casa
que habían alquilado al norte de Bogotá, lugar donde
se realizarían los encuentros de los altos mandos de la
organización durante la etapa de planeación y ejecución
del juicio. La casa tenía un garaje muy cómodo, donde
nadie veía qué entraba a la casa y salía de allí y, además,
tenía una sala interna, a la que se llegaba por el garaje
sin pasar por ventana alguna, de manera que era el es-
pacio perfecto para encontrarse. Como su compañero
era un hombre bastante más joven que ella, se necesitó
que otro hombre pasara por su esposo para no generar
suspicacia y comentarios en el barrio, mientras que
Julián, el compañero Camilo, cumplía labores de chofer
del señor de la casa, para llevar y traer a los comandan-
tes a sus destinos. Era él quien se encargaba de hacer
los movimientos de personas que entraban y salían de
la casa, así como de todas las compras necesarias para
las comidas que debían prepararse allí. Las jornadas de
planeación eran largas: algunas veces duraban hasta
tres días seguidos; de esta manera debía haber buenas
provisiones. Juana y su supuesto marido tenían una
rutina previsible. Él era un hombre de negocios que
salía temprano por la mañana y regresaba por la noche,
sonriente y cariñoso con su mujer. Ella era una abogada,
que estaba terminando su tesis de posgrado y, por tanto,
debía hacer parte de su investigación en la sala civil del
Palacio de Justicia.
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se encontraría con la toma, recordó a su madre. No
había podido llamarla en los últimos días. La verdad
era que no debía hacerlo; debía mantenerse en absoluta
clandestinidad. Sin embargo, habría querido escuchar
su voz, decirle lo mucho que la amaba, hablarle de la
profunda admiración que sentía por ella, aunque hubiera
preferido no ser una mujer pública, aunque nunca la
hubiera visto en las plazas de los pueblos de Caldas,
como a Gabriela, a Migoña y a su padre, dando discursos.
Juana, alucinada, se quedaba mirándolos, soñando con
ser ella un día quien saliera a los balcones de esos viejos
pueblos a decir esas palabras que de niña no alcanzaba
a entender y que producían tal encanto en las personas.
Con los años Juana empezó a entender esas palabras, a
dudar de éstas, hasta terminar en contra de los principios
políticos de su propio padre.
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qué hacía, y no le gustaban mucho sus acciones, pues
poco hacían eco del discurso de Jorge Eliécer Gaitán, su
líder político. A él le encantaron su rebeldía y su actitud
crítica, condiciones que lo atarían a ella hasta el día de
su muerte. Juan Vélez se le adelantó y le detuvo el paso.
—¿Qué dice usted, señorita, se refiere a mí?
—¿A quién más podría referirme?
—¿Tiene algo en mi contra, o en contra de mi familia?
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rara. Tenía unas facciones duras, muy marcadas, ojos
negros profundos, cejas prominentes, una nariz aguileña
larga y unos labios grandes que parecían pincelados por
un pintor. Su pelo se extendía hasta cerca de la cintura,
pero nunca lo dejaba suelto. Se hacía unas moñas que le
afeaban el rostro y, pese a eso, Juan Vélez sentía retumbar
su corazón cuando la veía. Desde el primer encuentro,
y por el resto de sus vidas, Juan le permitió a su amada
entablar una conversación que ningún hombre de su
medio habría siquiera imaginado que podía permitírseles
a sus mujeres; dedicaron su tiempo a hablar de política
y sólo de política y, gracias a su insistencia para enamo-
rarla, y a que siempre tuvo en cuenta los comentarios
que ella le hacía, pudieron ser felices por varias décadas.
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seguía recordando, seguía pensando en su madre, su
padre, sus hermanas y hermanos, en lo bella que era
Bogotá cuando habían llegado, en lo hermoso que era
vivir la ciudad de los sueños, en lo difícil que fue darse
cuenta de que esa ciudad, como el país, estaba construida
sobre injusticias, exclusiones y miserias.
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pues doña Cecilia era quizás la más politizada de todos
y, por tanto, vivía pendiente de las promesas y temas en
que su marido se metía. Le aconsejaba qué hacer, qué
decir y hasta le preparaba los discursos, mientras él le
insistía en que ella también debía hacer política, que
la plaza pública también estaba abierta para ella, pero
Cecilia siempre le respondía que vivían en un mundo
donde era mejor el dicho que dice que detrás de cada
gran hombre hay una gran mujer, al muy degradante que
dice que detrás de cada gran mujer hay un gran pendejo.
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vigilancia, lo cual podía dificultar la entrada en el día de
la toma. Esa vigilancia redoblada había logrado que la
fecha se corriera, pero ella mantuvo su tarea de entrar a
la Corte Suprema todas las mañanas a continuar con su
investigación sobre filiación natural en la Sala Civil. No
querían generar dudas, ni hacer pensar a nadie que ella
estaba relacionada con los planes de toma. Su labor era
fundamental, pues su permanencia allí había permitido
que diera información sobre los movimientos diarios
en el lugar. Todas las mañanas entraba a la Corte y se
quedaba un par de horas seguidas revisando las rela-
torías en el tema de su supuesta investigación. Luego
salía a la cafetería y se daba a la tarea de observar con
cuidado la entrada y salida del personal en el edificio.
También ponía atención a la entrada de compañeros
que debían hacer reconocimiento del lugar. Ella era la
encargada de observar las reacciones de los vigilantes
para avisar cualquier movimiento sospechoso de parte
de la seguridad del Palacio.
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personas terminaran por hablar, de manera que se ha-
bían organizado de forma compartimentada para que
las personas tuvieran la menor cantidad de información
posible, y así lograr que lo que una persona cantara no
hiciera caer a muchas más.
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siquiera pensar en pasar más del tiempo debido cerca
de Juana. Desde el día en que ella empezó a decirle que
no saldría viva de esa acción que iban a realizar, Julián
sentía temor de que esa fatalidad pudiera ser cierta, y
peor aun, de que él no estuviera pasando cerca de ella
sus últimos meses de vida. Julián era un hombre joven,
de veintitrés años, comprometido del todo con la causa
revolucionaria, quien se había enamorado de Juana Vélez
hasta la locura. Se habían conocido en unas condicio-
nes poco ortodoxas y, aun con sus diferencias de edad,
habían decidido hacerse pareja, por encima de todas
las presiones del mundo que los rodeaba.
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ese día. La habitación estaba llena de velas y de flores, olía
a albahaca y a hierbabuena, y tenía una cama pequeña
con un reluciente tendido blanco. Ella le tapó los labios
con una mano mientras con la otra se fue hundiendo
entre su sexo y fue animando a su miembro a lanzarse
a la maravilla de penetrarla. Lo desnudó con cuidado,
despacio, minuciosamente. No importaba nada; estaba
poseída por el deseo contenido de amarlo, por la intrusa
muerte que andaba imponiéndose. Quiso morderlo,
arañarlo, romperle la piel como se la habían roto a ella
algún día, para que le quedaran las marcas de haberla
querido, de haber sido su hombre, de haberlo poseído
tantas veces con sus caricias certeras, desagarradas. Le
chupó el cuerpo entero, le lamió las piernas, los brazos,
el sexo ya erguido y decidido. Julián se dejó, como lo
había hecho tantas veces, sintiendo el ímpetu de este
momento, la fuerza con que esa mujer se lo comía, se
lo devoraba, se lo untaba, la ferocidad con que lo vivía,
casi como si fuera la última.
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A Juana le gustaba recordar los paseos al pueblo
natal de su padre. Era un viaje en el tiempo, un regresar
al mundo más fantástico, travesía que, desde que vivía
en Bogotá, nunca volvió a repetir. Sus padres se habían
mudado a Manizales por la carrera política de don Juan,
pues ni las amenazas que habían sufrido durante los
años de mayor violencia los habían amedrentado para
dejar de trabajar porque el partido liberal, el glorioso, se
impusiera en el pueblo y sus alrededores a la godarria
que quería mantenerse en el poder. Entonces, ya en
Manizales, viajaban al pueblo a hacer campaña política.
Era allí donde Juana veía a su padre en los balcones de
los pueblos dando sus largos discursos. Tenía fama de
ser un gran orador, y sobre todo de ser un caudillo a
capa cabal, de esos que mueven a las masas, así como
era antes con la política. Juana adoraba las salidas a
caballo; sobre todo le gustaba la llegada a los pueblos.
Su padre la llevaba en el caballo de él, y ella sentía el
ardor de la sangre cuando entraban en los pueblos y
la gente los ovacionaba. Era su padre, ese ser que les
daba oportunidades, les daba todo lo que necesitaban,
les entregaba una ideología de libertad que terminaría
siendo parecida a la de los godos, sanguinolenta, y da-
ñina para el país. En el pueblo se quedaban en casa de
la tía Tula, una vieja que, cuando murió, tenía ya ciento
cinco años y que se pasó la vida dando misas al general
Bolívar porque le daba miedo que ya nadie se acordara
de él. Una mujer solterona, que guardaba debajo de la
cama la carta que su único novio le había mandado
desde Medellín, cuando estaba a punto de morir de una
enfermedad poco conocida en la época, y que siempre
había soñado con casarse con un hombre de letras, un
hombre inteligente que le pudiera reemplazar al novio
de la bella carta y de los gestos grandilocuentes. Vivía
en una casa pobre pero digna, que Don Juan le había
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salvado de la quiebra de su familia, y su pobreza era tan
extrema que, después de las campañas políticas de sus
sobrinos, usaba los votos como papel higiénico.
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que sus amigos no lograran entrar, de que los asesinaran
antes de llegar, pero decidió seguir como si nada hasta
estar segura de que habían tomado control del edificio.
Ésa era la orden que había recibido, y así lo haría.
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sólo con una revolución acabarían las injusticias, que
estaba en sus manos transformar este país.
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pasado de ser un minero cuya única pertenencia era
un zurrón, a negociar hasta con ingleses, elegante y
entregado a la política. Juana y sus hermanos jugaban
a ser la familia Vélez. Ella siempre quiso ser el abuelo o
el tío comunista pero, como era mujer, le tocaba ser la
abuela. Eso no le gustaba mucho pues, aunque la quería,
le parecía una mujer demasiado alejada de la política,
de la vida pública, y ése era el terreno vital que Juana
realmente quería explorar, mientras que su hermano, el
que la seguía, se pavoneaba, siendo el abuelo, y repetía
sin cesar las frases que el viejo le había inculcado a su
padre.
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había dejado de existir. Tuvo un deseo profundo de estar
muerta; quiso quitarse la vida, pero algo más fuerte que
ella misma la guió a mantenerse en pie de lucha, y fue
esa fuerza extraña la que hizo que el combate para llegar
hasta el último piso, donde los magistrados de la Corte,
junto con varios compañeros, se encontraban encerrados
en un baño tratando de sobrevivir a los gases y al humo
que se producían en el edificio, fuera una de las mayo-
res dificultades para el ejército. Sí, la valentía de Juana
fue histórica en la organización. Por momentos fue ella
sola quien había detenido la subida del ejército, quien
mantuvo en vilo al país esperando que se desatara el
nudo de guerra que, por ingenuidad, habían construido
mientras pensaban estar sellando un pacto de justicia
con sus conciudadanos.
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conversando con hombres y mujeres sobre temas im-
portantes, sobre la vida, el amor, la política, y no como
en su aburridísimo colegio donde se codeaba con niñas
de clase media alta que pasaban el tiempo jugando al
escondite y hablando del día en que por fin tuvieran
novio, o en la terrible clase de puericultura. No, ésa no
iba a ser la vida de Juana, pensaba la niña mientras es-
cuchaba a su madre inventar historias sobre su futuro y
soñar con una hija valiente y segura, sin saber que estaba
labrando el futuro de una mujer aguerrida, lanzada, que
iba a ser capaz de terminar siendo guerrillera; sí, señora,
literalmente guerrillera, peleadora de fusil y metralleta.
Juana sabía que, de todas maneras, su madre era una
mujer valiente. Cuando doña Cecilia estaba esperando
a Juana, su primera hija, se desató en el pueblo lo más
duro de la violencia entre conservadores y liberales.
Estaban bajo un Gobierno conservador que trataba
de ocultar los atropellos contra la población, dando a
entender que los asesinos eran los liberales. Una tarde,
mientras estaba en casa planchando las camisas de don
Juan, esperando a que éste regresara de la cantina de la
plaza, donde se reunía con sus copartidarios a comentar
las últimas noticias del Gobierno, tocaron a la puerta de
la pequeña casa en que vivían. Era un hombre de bigote
grande, malencarado, que le dijo sin titubeos: “Váyanse
del pueblo, o su marido es hombre muerto”.
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—Juan, vengo a sentarme a tu lado, a no dejarte solo
un minuto más pues, si en este pueblo de desagradeci-
dos hijueputas te piensan matar, lo harán por encima
de mi cadáver.
Su actitud causó conmoción entre los copartidarios
de Don Juan así como entre las mujeres de éstos. Para
todos era un acto cobarde de don Juan no obligar a su
mujer, embarazada, a permanecer en casa, y más bien
permitirle convertirse en su guardaespaldas. El chismo-
rreo fue muy grande, tanto que en el partido llegaron a
pensar en la posibilidad de darle la orden de no andar
por la calle con su esposa; sin embargo, algo les hizo
pensar que don Juan era capaz de cualquier cosa por
su mujer y prefirieron quedarse callados, pues sabían
que Juan Vélez era una pieza fundamental del engranaje
político de la región, el político con mayor carisma y el
más querido por el pueblo, es decir, el de más votos. Así,
hasta el día en que Juana decidió llegar a este mundo, su
madre se dedicó como una fiera a cuidar a su esposo, a
ayudarlo para que pudiera terminar su labor en el pueblo
y la región aledaña, sin huir al peligro de las terribles
amenazas que sobre él recaían. Era difícil saber por qué
motivo no lo habían asesinado pero, entre las mujeres del
pueblo, quedó siempre la duda de que era por la valentía
de Cecilia, lo cual les molestaba, pues ninguna de ellas
era capaz de tal despliegue de coraje y de libertad y, si
lo hubieran sido, sus maridos se hubieran engargado
de acallar sus ínfulas. Don Juan, por su parte, sentía
esta afrenta de su mujer a sus posibles asesinos como
la mejor forma de la política, y sobre todo, lo hizo feliz,
pues no había errado al escoger a doña Cecilia como su
compañera de vida por su valor y por su desfachatez.
53
dignamente, Juana volvió a pensar en su madre y en sus
seres queridos. El final, aunque sean sólo minutos lo que
nos separe de la muerte, es un tiempo lento, un tiempo
en que suceden cosas insospechadas en nuestra mente,
regresan los rostros más amados, los aromas, las sensa-
ciones. Recordó los momentos más felices de su vida,
la llegada a Bogotá, la entrada a la universidad, el amor
con Martín, el amor maternal, el amor fraternal, el amor
pasional. Pensó en su profundo amor por la revolución,
sus días en Cuba, en esos viajes en que los preparaban
para la lucha, para cambiar el país. Sintió a Julián, alias
“Camilo”, quien había muerto dentro de su cuerpo en
una tarde de noviembre cuando el ejército colombiano
entró a arrasar con todo aquello que diera muestras de
vida en el Palacio de Justicia. Mientras toda la película
de su vida se pasaba por su mente, el drama dentro del
Palacio aumentaba. Les había tomado mucho tiempo
entender que el Gobierno no negociaría, que el presi-
dente Betancur no cedería, aunque siempre pensaron
que era fácil cualquier negociación con él pues, si Turbay
(que había montado semejante cacería de brujas) había
negociado, el presidente actual terminaría por hacerlo.
Se equivocaron. El país les había dado la espalda a sus
magistrados; nadie había dado espacio para que las
denuncias que ellos debían hacer fueran públicas. El
fracaso era inaplazable, sólo les restaba la muerte y, a
los que quedaban vivos, cargar con la culpa de ese error
histórico que marcaría para siempre a Colombia, que
dejaría al país sumido en la tristeza, una congoja que
una semana después sería sepultada con los miles de
muertos de una catástrofe natural que algún dios facho
le había enviado al Gobierno colombiano para que el
olvido rondara por entre los escombros del derrumbado
y sometido Palacio de Justicia.
54
3
55
cuando no sabía cómo frenar el tiempo para que nada de
eso sucediera, para que la vida se fuera por un camino
más amable, menos doloroso. Caminaba de un lado a
otro y hablaba sin cesar; preguntaba, balbuceaba, decía
y me seguía mirando y la miraba a ella y quería decirle
que con ella no, que no le hiciera daño, que la cuidára-
mos. Pero él insistía, le tenía rabia, le quería hacer algo
triste, le apuntaba con su mano fría y le cogía la cara, y
entonces trataba de taparme la cara, de no mirar, pero
¿cómo dejar de ver eso que tanto nos duele?, ¿cómo
evitar la mirada de ella, que me pedía auxilio, que no
me quería ver sufrir?, ¿cómo no sentir la desgarradura,
la piel quebrada, las limaduras en la carne, el cuerpo
que se deshace?
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con flores y con música. Él era mi amor más preciado, lo
que yo más ansiaba y me estaba acostumbrando, mejor
dicho, me acostumbré.
57
Y sí, claro que así seguiríamos por muchos años,
porque en ese cuerpo mi piel se volvía fuego, agua, flui-
dos, tersuras, calma, porque aprendimos a vivir en el
otro, en la piel del otro que se encargaba de atarnos a la
vida. La muerte estaba conjurada en nuestro amor, en
nuestros cuerpos, en su ondular, en su deseo. Cuando
llegué de Madrid, me recogió en el aeropuerto, como yo
esperaba, y me cortó la emoción cuando sin tregua me
dijo que no dormiría conmigo, que había otra mujer. Sí,
se había casado y yo ni me había enterado, y ahora qué
hacer, devolverme, matarme, salir corriendo, qué hacer,
me preguntaba, y cómo te explico que se me metió un
silencio incurable, que pasé varios días entre la cama,
la ducha, la calle, la cama, la ducha, y todo en silencio,
y mi familia se preguntaba qué hacer conmigo, cómo
sacarme del sopor, de la profundidad de ese dolor. Yo
sólo supe refugiarme en ese mundo sin palabras, como
ahora, pero en ese tiempo la memoria aún se dejaba ver.
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mujer que me lo había quitado, esa mujer que le daba
lo cotidiano, el pan de cada día, aunque yo se lo daba
también a mi manera: de a poquito. Pensaba que debía
ser hermosa, o más bien inteligente, o las dos cosas, y
entonces aparecían los celos y me sentaba en casa a
llorar, después de que él se iba, y no dejaba de pensar
en ella, cómo era, quién podía haberlo hechizado así, y
sin embargo no quería saber nada de lo real, quería que
ella fuera mi fantasma, y no mi realidad. Me la imaginaba
haciéndole el amor, desnudándolo, besándole ese pene
suyo tan grande, tan erguido, y sentía las sensaciones
que ella debía sentir al ser penetrada por ese sexo que
me había nombrado por tantos años; la veía mirándolo,
observando su piel mientras se desnudaba frente a ella,
porque a Daniel le encantaba exhibirse, mostrarse, sí,
porque se sabía hermoso. Sabía que su cuerpo, su cara, su
sexo eran firmes, claros, majestuosos. Ella seguramente
lo pellizcaba, o le mordía las orejas, qué sé yo; la verdad
es que me sumía en esos pequeños engaños, pensaba en
ella hasta el infinito, me obsesionaba con ella sin querer
hablar de eso, sin querer saber quién era.
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negros. Jugaba, ya desnuda, con su pelo negro, largo,
con ondas, y me deleitaba saber que su olor se quedaría
todo el resto del día en mi casa. A veces pasábamos las
tardes juntos, trabajando, conversando, compartiendo
un simulacro de cotidianidad, ese que añoramos las
amantes. Yo me seguía preguntando por qué, por qué
se había ido después de tantos años. Y entonces pude
entender que Daniel me tenía miedo. Después de su
última recaída en las drogas, cuando tocó fondo, cuando
terminó caminando sin rumbo por las oscuras calles del
Cartucho, decidió salirse de ese mundo, decidió que
su vida se iba a transformar, que su futuro promisorio
en la música debía llevarse a cabo. Entonces tomó un
avión y se fue sin titubeos a buscarme, y vivimos días
de gloria y plenitud, en Madrid. Pasábamos el tiempo
escuchando música, nos íbamos para el Retiro y, con su
saxo, me tocaba las melodías que había compuesto para
mí. Daniel era un músico versátil, maravilloso, y yo una
enamorada absoluta que se moría de amor con cada
una de sus notas; sin embargo, él necesitaba tranquili-
dad, estabilidad, cuidados que presintió imposibles en
mí. Yo no me lo imaginaba, no sabía que Daniel estaba
buscando una vida tradicional, lenta, calmada, que ahí
podía cifrar su salud, su distancia con el mundo azaro-
so de las drogas. Y así fue: regresó a Colombia cuando
pensábamos que nuestra relación por fin iba a estabi-
lizarse, cuando yo estaba decidida a casarme con él, a
vivir un amor tranquilo, de esos que nunca antes había
deseado, porque nuestro amor había sido turbulento y
sin embargo cambió de rumbo sin avisármelo. Yo bus-
caba experiencias, quería vivir momentos y situaciones
extremas, quería conocerme en diferentes universos,
y, claro, Daniel sufría con eso, sentía que yo era una
mujer volátil, que mis otros amores, que los hombres
con los que hacía el amor, de forma efímera, eran su
60
peor tragedia. Sin embargo él lo aceptaba porque nos
amábamos, porque estábamos seguros de que nuestras
vidas debían mantenerse cerca, de que tendríamos hi-
jitos y viviríamos felices para siempre. Pero no fue así:
él tuvo más miedo que certeza, más miedo que amor.
Encontró a esa mujer; ella le daba seguridad, le daba
una vida tranquila, era una mujer sin pretensiones, sin
necesidades muy extravagantes, sin estas ganas mías
desorbitadas de sexo y rumba y de conocimiento y po-
lítica. Era una mujer estable, y entonces él se perdió en
esa certeza, se quedó entre esos brazos que le daban
calma y firmeza.
61
me mantuve en la fantasía y vivía así, sin cuestionar,
gozando del minuto compartido, y pasándome la vida
de una reunión en otra tratando de entender cómo la
corrupción, la mentira, la hipocresía se habían apodera-
do de nuestra sociedad. Debíamos ayudar para que este
país volviera a la cordura; cuánto nos costaría, porque
la muerte era la respuesta a cualquier transformación.
Por eso decidimos hacerlo despacio. Ya no queríamos
más generaciones exterminadas, más generaciones su-
midas en el olvido y en la muerte. Trabajábamos por
transformar la cultura política, por hacer una revolución
política, dentro de las reglas, una revolución para volver
a los márgenes de la ley (irónico ¿verdad?). Eso era lo
que buscábamos en este país, porque se había perdido
todo eso, se había legitimado la incoherencia, la intriga,
la mafia, porque habíamos aprendido a ser mafiosos en
nuestras acciones y creíamos que el dinero lo compraba
todo, que los favores eran lo que mantenía a quienes
gobernaban, que la política era una corruptela insal-
vable que mantenía al país desangrado. Y, entre tanto,
¿yo qué?, ¿cómo me explicaba la desazón terrible que
sentía por Daniel? Me imaginaba que un día vendría a
decirme que no más, que su mujer lo requería, que no
quería confundirse más, y sin embargo él no dejaba de
decir que nos necesitaba a las dos, que no podía vivir
sin nosotras, que su vida estaba justificada en nuestra
existencia, y ¿por qué a mí?, ¿por qué tenía yo el papel
más difícil?, o por lo menos eso creía, pues finalmente
parece que los dos lados son dolorosos, que lo que más
queremos es que nuestro hombre sea sólo para noso-
tras, que nadie más lo toque, lo vea, lo sienta. Entonces
empecé a sufrir. Los días del placer, de la felicidad de
saberlo en mi casa fueron llegando a su fin y empezaba
para mí la amargura, el deterioro, largas noches de in-
somnio, noches enteras de preguntarme qué hacer, cómo
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alejarme de él; noches en que sabía que no podía, que
no había amor más grande, que no tenía cómo olvidarlo.
Y, mientras me sumía en esa tristeza amorosa, mi vida
daba un giro insospechado.
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mejor una buena estrategia que una negativa mía irrevo-
cable. Continuó diciendo que le parecía importante que
lo eligiéramos entre todos; así, mencionó tres nombres
y nos pidió que votáramos entre esos nombres. Cuando
pronunció mi nombre, me sentí bien, pero me molestó la
forma en que me estaba eligiendo. Entonces me decidí a
cambiarle las reglas. Pedí la palabra —él era siempre el
moderador de las reuniones— y le dije que sólo acepta-
ría hacer parte de los precandidatos si podían sugerirse
otros nombres y si se hacía una votación con todos los
posibles precandidatos. El viejo me miró fijamente y lo
pensó por un rato. Era extraño: a él no le gustaba que lo
contradijeran y, sin embargo, viniendo de mí, lo toleraba.
“Bueno —dijo— que se haga como Irene quiere”. Las
personas postularon a varios candidatos más y yo estaba
segura de que, en ese contexto, por las prevenciones que
me tenían algunos de mis compañeros, no terminaría
encabezando la lista. Sin embargo votaron por mí, ma-
yoritariamente, quizás porque sabían que no podíamos
contrariar al dueño de la plata. Esas viejas costumbres
nuestras de no contradecir, no criticar, no permitirnos ser
diferentes... Así, terminé haciendo campaña, montada
en un potro difícil que unos meses después me llevaría
al Congreso de la república. No sé si fue lo mejor, o si
esa nueva labor en mi vida me hizo enceguecer más en
mi tortuosa manera de amar a Daniel. Lo que sé es que
todo el tiempo libre que me quedaba lo pasaba con él,
en mi casa, confundida ante esa presencia que yo creía
completa y que no era más que un espejismo, una diluida
forma del amor, una migaja intolerable.
Sonó la voz. Retumbaba. Lo vimos entrar por esa
puerta y el corazón acelerado, la piel erizada, y no podía-
mos creerlo: era él, y venía con firmeza, quítate la camisa,
el antiguo temblor entre las piernas, las vértebras se
agolpaban, dolía la espalda, espasmos de miedo, ardores
64
en el cuerpo entero. Nos miraba fijamente, nosotras sor-
prendidas, quién le dijo que viniera, cómo llegamos a ese
instante, qué hacía allí. Las palabras sobraban, nuestros
rostros parecían decirlo todo, y sin embargo él quería ha-
blar, quería decir lo que pensaba, lo que estaba sufriendo.
Seguía mirándola, me daba pena su dolor, su gesto de
fracaso. Lo importante era no hablar, que no se saliera
con la suya, que no lograra la información que tanto
anhelaba. Con las manos gritaba, y nosotras seguíamos
sus instrucciones, sin aliento, atolondradas, unos golpes
más, nada de caricias, y se fundían las lágrimas entre la
piel silenciosa, porque no salían palabras, porque ella
sabía silenciarse, porque ella estaba preparada para no
decir, para callar. Entonces amarradas, nos amenazaba
con vidrios; había roto los vasos, la mesa, con sus uñas
largas, petrificantes, con su mirada perdida, obnubilada.
Oigo su voz, sus gritos, el llanto que nos poseía, oigo sus
manos calentarse, prepararse para la faena infernal que
realizaba y se deleitaba con el sudor, con el dolor, con
su parsimoniosa manera de matarnos.
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estaban los malos y que nosotros éramos los buenos.
Y, mientras los días pasaban y visitábamos diferentes
lugares del país, y pasábamos de un escándalo a otro,
Daniel se pavoneaba en todos los rincones de mi vida.
Yo había empezado a creerle que se vendría conmigo,
porque durante mucho tiempo había usado esa tácti-
ca: la de decirme que estaba conmigo, que su relación
se iba a acabar, que su mujer no era lo que él soñaba.
Claro está que, un tiempo después, cuando yo empecé
a presionarlo y cuando ella comenzó a sentir que algo
estaba sucediendo con él, tuvo que cambiar el discurso.
A esas alturas yo ya era congresista y vivía agobiada por
las amenazas, porque en este país uno no podía decir
nada sobre los poderosos. Llegaban amenazas a mi casa,
a mi oficina. En mi celular encontraba terribles mensajes
en que se me decía que, si hablaba de tal caso o de tal
robo, o de tal denuncia, me mataban, y yo seguía como
si nada, muerta de miedo, pero segura de que eso era
lo que debía hacer. Me había tomado mi papel en serio.
Sí, después de la decisión tomada una tarde cualquiera
en casa de don Jaime, yo había cambiado mi vida para
siempre. Así eran las cosas. A mí me había gustado la
política desde niña. En el colegio era la más revoltosa,
pero siempre desde las reglas, buscando cambios por las
buenas. Así me lo imaginaba yo, así esperaba que este
país pudiera llegar a ser más justo, más organizado, pero
me daría cuenta de que no era posible. Me desilusiona-
ría porque pueden más los otros, porque la fuerza del
poder es inabarcable y nos embarca en las prácticas de
siempre. Daniel me acompañaba, compuso la música
ganadora para nuestra campaña, y yo me sentía feliz.
Esperaba el día en que lo viera entrar con sus maletas a
mi casa y decir: “ Aquí estoy”, y bueno, estaríamos felices,
seguros de que la vida es eso, encontrarse, amarse. Así
había sido desde hacía años, así debía ser.
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Pero la felicidad mentirosa empezó a despellejarse,
a perder brillo, a desaparecer. Entre las muchas tareas
que mi nueva vida me ponía y los escasos encuentros
con Daniel, fui entendiendo por fin que me estaba enga-
ñando, que estaba tapando el sol con las manos, que no
podía seguir en lo mismo. Una tarde en que recibí una
de las amenazas más fuertes de esos tiempos, sentí cómo
mi vida se desajustaba. Podía morir y no había logrado
mi sueño más ansiado: vivir con Daniel, tener un hijo
suyo, pasar los domingos tomada de su mano. No podía
seguir así, estaba decidido: él debía tomar una decisión.
Ya estaba cansada de andar por ahí, imaginándome su
vida con ella. Me agobiaba sentirlo cerca pero lejos, y
le dije: “O ella o yo”, como en las canciones. Porque el
amor es así, cursi, sin medidas, vallenatero, romanticón,
y nosotros que no, que así no son las cosas, que son más
inteligentes, más ilustradas: mentira. Cuando nos hun-
dimos en penas de amor, nos apabulla la vergüenza de
caer en el lugar común de los enamorados decadentes.
Daniel me miró con sorpresa: hasta un día antes todo
parecía normal... Algunas veces entrábamos en el tema,
pero era superficial. Nunca había sentido el ultimátum,
nunca había pensado que de verdad yo le iba a exigir un
cambio en nuestras vidas. Sí, se lo estaba exigiendo y él
me miraba, con la respiración entrecortada, sabiendo
que no podía hacer nada. Yo esperaba cambios grandes,
resoluciones firmes a nuestra relación, y la vida pasaba,
mientras yo me refugiaba en mi trabajo: leyes impor-
tantes. Que las mujeres, que los homosexuales, que la
inversión social, que tantas cosas por cambiar en este
país, esa inmensa responsabilidad que tenía, aunque sin
bancada no era posible transformar casi nada. Balbuceó
muchas cosas, intentó tranquilizarme, quiso que yo me
quedara serena al final de la conversación, pero no, ya
no era así; yo debía tomar decisiones. Daniel encontró
67
una forma de manipularme. Me dijo que, si yo dejaba
la vida política, él dejaba a su mujer y empezábamos
una vida juntos. Lo miré con desgana, casi con despre-
cio. Él sabía mi pasión por la política, él sabía que me
estaba pidiendo algo que no podía dejar, él sabía que
yo dejaba la rumba, mis otros amantes, hasta la comida
por él, pero la política nunca. No entendí que el cambio
era imposible, que Daniel no iba a tomar una decisión,
que no estaba dispuesto a perder y, después de muchas
palabras sin sentido, de peticiones imposibles, me dijo
que él nos necesitaba a las dos, que no podía vivir sin
nosotras, y yo no aguanté más. Le pedí, con tranquili-
dad, que se fuera de mi casa, que se llevara todas sus
cosas, que dejara las llaves en la mesa y me encerré en
el baño, a llorar mi vida, a llorar mi desgracia, a intentar
un nuevo comienzo.
68
estaba comprometida con un sinnúmero de personas que
habían depositado su voto por mí. Me creí a cabalidad
aquello de la representación y no podía defraudarlos.
Me parecía que cumplir con ese mandato era tan revo-
lucionario como cualquier otra forma de lucha en este
país. Quería mostrarle al resto de los congresistas que
cumplir con los electores trae altos costos, pero que es
nuestra verdadera misión con la democracia. ¡Qué ilusa!
Ser congresista es una farsa: las plenarias, las formas
en que se negocian el país. Yo me imaginaba que así
podía ser, pero verlo por dentro fue más difícil todavía;
sin embargo yo estaba feliz. Llegué a pensar que podía
lograr algo; pensé que era una verdadera piedra en el
camino de muchos politiqueros y que por eso me ame-
nazaban. Me equivocaba; yo en realidad no significaba
mucho, nadie me temía de verdad. Sin embargo, en
ese momento el miedo seguía poseyéndome; cada día
entendía mejor lo que siente un paranoico, un enfermo
terminal, lo que se siente cuando la vida puede irse en
cualquier momento, lo que se siente cuando alguien
desea nuestra muerte.
69
recomendado muchos métodos, pero nada me satisfa-
cía. Me preocupaba ser una mujer pública, pues sabía
que en este país la vida privada de las mujeres es un
tesoro para los periodistas. Les encanta convertirnos
en brujas y putas, y así terminaría yo, marcada como
la quitamaridos, la tal por cual que se había metido en
la vida de quién sabe cómo se llama la mujercita esa,
mientras que era ella la que había llegado a entrometer-
se en mi vida. Alguien me habló de unas terapias muy
interesantes que se hacían entre pares. Era una práctica
muy conocida en Estados Unidos, para que las personas
aprendieran a ser facilitadoras de la terapia del otro. Yo
nunca había hecho una terapia de este tipo; hasta esos
días no me interesaba eso, me sentía completa, dueña
total de mis actos, exitosa e independiente. Por eso mis
primeras sesiones con las mujeres “desilusionadas”, como
empecé a llamarlas, fueron desastrosas. Ese grupo me
ofrecía una característica que era fundamental para mí:
las mujeres no dicen sus nombres y se comprometen a
no revelar información sobre las otras. Sabía que ellas
inmediatamente se darían cuenta de quién era yo; de una
u otra manera me verían en televisión o en los diarios
pero, como yo sabía sus vidas, seguramente no usarían
la información en contra mía.
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vida, del amor, de todo, teniendo que decir mi situación.
Cuando llegó mi turno, estuve a punto de levantarme
de la silla y de salir corriendo, pero pensé que no era
justo con esas mujeres que yo hubiera escuchado sus
historias y no contar la mía; finalmente no regresa-
ría más, no creía que me sirviera de nada conversar
con esas mujeres. Les dije, muy resumidamente, que
el hombre de mi vida se había casado con otra mujer
y que, por cosas del destino (sí, caí en ese vocabulario
cursi), ahora yo me había convertido en su amante; que
llevábamos como tres años y medio de amantes y que
no me quedaba otra salida que dejarlo, lo cual parecía
ser imposible para mí. Ellas me escuchaban, atentas y,
mientras seguía contando mi historia, la que tú ya sabes,
empecé a lagrimear, a lloriquear, a perder el control. La
sesión continuó. La mujer que nos estaba guiando nos
pidió que eligiéramos una pareja, alguna de las otras
mujeres que estaban a nuestro alrededor y debíamos
hablar por diez minutos cada una. Yo no entendía nada;
ahora qué mierda debía hacer yo. Ya me habían hecho
pasar por la vergüenza de contar mi historia y pretendían
que volviera a contársela a otra persona. Pero, bueno,
ya estaba allí y no me iba a ir hasta que se acabara la
sesión. Una mujer joven, delgada, de baja estatura, con
pelo escaso y café, y unos ojos negros poco expresivos,
vestida con un pantalón gris y un saquito verde claro,
se me acercó y me preguntó si quería hacer pareja con
ella. Le dije que sí: no pensaba pasar por la vergüenza
de buscar a otra persona.
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una amante. No tenía ninguna prueba, su marido era
un hombre juicioso; llegaba a casa temprano y se arrun-
chaba con ella a ver televisión y a conversar, comían en
la cama y hacían el amor una que otra vez en la semana.
Todo parecía ir normal, pero ella empezó a sentir que él
no estaba ahí, lo sentía ausente y decidió preguntarle.
Él se molestó, le dijo que qué quería, que a qué horas
se imaginaba que él podía estar con otra persona, que
ella era su única mujer y zanjó el tema del todo. Sin
embargo, ella siguió con la duda y, en lo más profundo
de su cuerpo, se fue abriendo un hueco que le amargó
el alma, la vida, que la impidió seguirlo amando igual
que antes. Y claro, mi situación era la contraria: esta-
ba con un hombre casado. Nos haría bien conocer lo
que nos pasaba, lo que significaba la vida de la otra.
Al principio sentí temor de estar frente a esa mujer, de
imaginarme a la mujer de Daniel, de lo que ella podría
sufrir si supiera cómo eran las cosas en realidad, pero
poco a poco entendí que ésa es la vida, que las historias
que todas estábamos contando son parte de una misma
historia, la única, la arquetípica, en la que estamos para
siempre envueltos, de la que no podemos salvarnos.
Para que yo existiera se necesitaba lo que ella sentía y
viceversa, así que qué nos quedaba por hacer: cambiar
nuestros roles, jugar a ser lo otro, a vivir en la otra orilla.
Por un instante quise decirle a ella y a mí misma que
no importaba, que era mejor seguir como estábamos,
que disfrutara a su marido y que yo gozaría también
de mi amante, que la vida no cambia demasiado, que
se sufre igual en cualquier lado, pero volví a sentir esa
tensión interna, ese deseo de tener a Daniel para mí,
y entendí que nos consume la posesión, que nos gana
la mala gana de tener y tener, y poseer y no soltar. Sin
embargo, le dije que yo quería un amor distinto, que si
mi esposo (o el hombre que fuera a compartir su vida
72
conmigo) tenía una amante, no me importaba, que lo
importante era amanecer con él, disfrutar las mañanas
de domingo a su lado, amarlo sin tapujos, sin mentiras.
Ella callaba; no me dijo nada. Ésa era la técnica: yo la
escuchaba a ella, ella a mí y chao.
73
sensaciones, no me habría degradado para decirle que
no se la llevara, que la dejara ahí, para pedir que no
muriera, que no se podía seguir así.
74
4
75
ser y, en esa extraña tarea, la doctora encontraba insólito
goce. Estas lecturas sobre Irene Carmona la llevaban a
recordar su infancia: los temores con su abuela. Recor-
daba —y éstas son memorias ya muy elaboradas— que
la abuela se pasaba los días validando su pasado. Era ya
vieja cuando Beatriz la conoció y, a esas alturas, no sólo
sufría de vacíos mentales, sino de un muy avanzado al-
coholismo. La vieja, luego de sus pérdidas de memoria,
le preguntaba, una y otra vez, a cada uno de quienes la
acompañaban, incluida Beatriz, pequeños detalles de
esos días extraviados, como buscando asirse al pasado
que más le conviniera; y así era: reinventaba su vida
con los detalles —a veces imaginarios— de quienes le
contaban sus propias historias. La doctora Galindo, de
niña, sufría por ella; se conectaba con sus miedos desde
ese lugar de la infancia que permite entender desde la
sensibilidad, y no desde la razón.
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para ayudarla a recobrar la memoria, para saber qué le
había sucedido al inconsciente de esa mujer, que había
perdido los rastros de su propia vida. Así, muy pronto,
emprendió su tarea investigativa, pues no podría ayudar
a la congresista si no empezaba por conversar con algu-
nas personas cercanas a ella. No dejaba de ser extraño
que la doctora Galindo, una mujer ocupadísima, con
tantos pacientes que atender, decidiera hasta cancelar
algunas de sus consultas para dedicarse a otras labores,
pero ni su marido ni sus hijos se daban cuenta. Cuando
ella estaba en consulta, era como si no estuviera en casa,
así que no notaron demasiado sus ausencias. Empezó a
dedicar gran parte de su tiempo a la investigación, las
consultas con Irene, lecturas y conversaciones con los
grandes gurús de la amnesia para entender lo que había
sucedido con Irene Carmona. Sus dotes investigativas
fueron brotando y, con ellos, una mujer que, pese a sus
convicciones de años, soñaba también con el amor, con
la ilusión del placer, con el deseo de descubrir en la
historia de Irene alguna pista para su propia vida. Di-
cen por ahí que nada llega en vano y, claro, a la doctora
Galindo le estaba llegando el momento de observar su
vida monótona y repetitiva, sus propias contradicciones.
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de Irene, a algunos compañeros de trabajo y quién sabe
a qué otras personas; el proceso daría la pauta. Por va-
rios meses estos preparativos le cambiaron la vida. No
comía bien, no dormía, se pasaba el tiempo sumida en
sus averiguaciones, tratando de entender la información
que le iba llegando, tratando de armar el rompecabezas
de la vida de esa mujer que se había atrevido a pensar
más allá de lo permitido a las mujeres.
78
sorprendió lo solemne de la casa, la entrada, el hombre
que le abrió la puerta; había un silencio extraño en el
lugar. Se preguntó si sería por los acontecimientos de
la vida de Irene o si siempre así habría sido esa familia.
Continuó el recorrido alrededor de la casa hasta el es-
tacionamiento, donde la señora María Teresa la estaba
esperando. Era una mujer como de unos sesenta años,
de pelo gris, elegante. Llevaba una falda negra, una
camisa blanca y un chal que le cubría el torso con una
sutileza y un refinamiento que la convertían en una
mujer distante, casi mítica. Con mucha parsimonia la
condujo a una salita de luz tenue donde encontraron el
amable calor de una chimenea bien encendida. Desde
allí se podía observar el atardecer sabanero. Se sentaron,
una frente a la otra, lo cual sorprendió a la doctora, pues
se sintió como en su consultorio y no sabía quién era la
paciente. La conversación empezó sobre pequeñeces:
detalles sobre la casa, ya que a Beatriz Galindo le gustaba
la decoración de ese lugar. Hablaron también de los fríos
de abril, mientras la doctora terminaba de decidirse a
hablarle de Irene. Sin embargo, fue la madre de Irene
quien tomó la delantera y le preguntó qué quería saber
sobre Irene, por qué estaba buscando información so-
bre su hija.
79
La mujer encendió el primer cigarrillo de la tarde.
No parecía de las que fumaban, pensó la doctora, y
la siguió observando con atención. La doctora conti-
nuó la conversación con su teoría de que Irene debía
haber sido víctima de algún abuso esa noche en que
había muerto la otra mujer, de quien había olvidado el
nombre. Y por eso ella estaba convencida de que había
un montaje en su contra, que querían hundirla, que la
estaban culpabilizando para neutralizarla a ella y sus
compañeros políticos.
—Qué pena con usted, doctora, ¿cómo me dijo que
es su apellido?
—Galindo —respondió.
—Pues bien, nosotros creemos que todo lo sucedido
debe haber sido un montaje, no sé de quién, tal vez del
muchacho ese con que ella había tenido amores desde
que era casi una niña, o de algún político, no sabemos,
pero lo que sí es cierto es que no creemos que ella sea
una asesina. Pero, doctora, entiéndame que ya no tengo
ganas de revivir más esos dolores. Irene está muy mal, y
no nos dejan verla. Dicen que ella no nos quiere ver, que
entra en unos estados peores cuando nos ve y nosotros
creemos que es mentira, que lo que buscan ellos es dis-
tanciarla de todo. Entonces, doctora Galindo, ¿cómo cree
usted que ahora nos van a permitir que usted la trate?
—Doña María Teresa, creo que debemos intentarlo.
Ayúdeme con un poco de información, y yo me las inge-
nio para llegar hasta ella. Ayer mismo estuve viéndola.
80
—Entonces puede entender lo que mi marido y yo
estamos sintiendo. Nuestra hija, la única, la niña de nues-
tros ojos, ha sido una mujer exitosa, le ha ido siempre
bien. Y, de un día para el otro, resulta ser para la gente
una asesina lesbiana, porque así lo han presentado.
—Lo sé —aseveró la doctora—; por eso me siento
en el deber de ayudarlos.
—Ay, doctora, si usted quiere, inténtelo. Vaya y véala.
Nosotros estamos dispuestos a darle a usted la autori-
zación, pero tenga cuidado con lo que la hace ver, tenga
cuidado con lo que puede encontrar en la mente de mi
hija. Ese hombre la maltrató tanto...
81
no conocieran buena parte de su vida. Los protegía de
saber muchas de sus andanzas, y por eso ellos pensa-
ban que ella era sólo triunfo, y la imaginaban casada,
con hijos, exitosa y muy feliz. Y con todo lo que la gente
estaba hablando de su hija, el pobre hombre ya ni salía
de casa; había cortado todas sus relaciones sociales y
se pasaba el tiempo encerrado en su cuarto mirando la
Sabana, preguntándose qué había hecho mal, por qué
su hija había terminado así si todo iba tan bien...
82
mujer, pero que corrieron con la mala suerte de que su
hija vivía en una época y tenía un carácter que la lanzaría
a recorrer el mundo, a querer conocer mucho más de lo
que sus padres podrían imaginar, una mujer aventurera,
exploradora, tanto que ahí los tenía, deprimidos, aver-
gonzados, encerrados en esa casa de paredes blancas
y de altos ventanales, mirándose la cara el uno a la otra
sin saber cuándo ni cómo les había salido todo tan mal.
83
Galindo que la imitaba, sentada en la misma posición en
que ella se encontraba. Irene se quedó observando por
unos segundos; luego bajó la cabeza de nuevo, y rápida-
mente volvió a mirarla. Entonces se quedó concentrada
en detallar el rostro de la doctora. Beatriz Galindo siguió
mirando fijamente la pared, esperando, segura de que
la congresista estaba empezando a mirarla, sabiendo
que así empezaba a atraer su atención, y conseguiría
su confianza. Estos casos eran muy lentos, y su arte, la
clave de su éxito, radicaba en saber encontrar los gestos
y actitudes que hacían abrir la mente de sus pacientes
hasta poder llegar a sus espacios más recónditos. Eran
pequeños detalles que hacían posible reanudar antiguas
conexiones de la mente humana, ese caótico mundo de
pulsiones eléctricas que conforman al ser y su identidad.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Irene, después
de un tiempo muy largo de espera.
—Beatriz Galindo.
—¿Qué haces acá?
—Estoy acá para seguir ayudándote y para hablar
contigo.
84
La doctora Galindo quedó desorientada. La vez
anterior no había logrado que le contestara casi ningu-
na pregunta. Claro está que no lo había intentado con
cautela, y hoy estaba hablando como si nada. Dudó de
que la información del doctor Bustos sobre su silencio
fuera cierta (quizás era una forma de alejarla de la pa-
ciente), y continuó preguntándole. Debía continuar con
preguntas que Irene pudiera contestarle; de otra forma,
se bloquearía antes de tiempo.
85
la doctora. La doctora Galindo supo que estaba en un
estado de memoria infantil, que estaba recordando algo
de cuando era niña, y decidió continuar por allí. Era una
lástima que la mamá de Irene no quisiera conversar más
sobre el caso; tal vez se alegraría de saber que la estaba
empezando a recordar, pensó la doctora.
—¿Y tu mamá también cocina?
—Sí, pero cosas más fáciles. Huevitos, arroz, carne
frita.
—¿Y tu abuelita cómo es?
—Mi abuelita es la mujer más linda. Ella juega con-
migo todo el tiempo, se tira al piso a jugar y hacemos ca-
sitas de plastilina, escuchamos música, jugamos a vestir
las muñecas y me da juguitos de zanahoria y naranja.
86
mi mamá se la llevaron”. Qué extraño esto de la memoria;
qué absurda confianza la que tenemos en la identidad,
aun a sabiendas de que, en cada instante, se pone en
juego una nueva red de reconstrucciones del pasado.
87
pedir una cita con el hombre que había reemplazado a
Irene Carmona en su cargo; sin embargo, mientras espe-
raba en la línea a la persona que debía ver la agenda del
congresista y que seguramente le preguntaría el motivo
de su cita, pensó en la posibilidad de que su reemplazo
fuera una de las personas interesadas en desaparecer
de la palestra pública a la congresista. Sintió que estaba
yendo muy lejos, que tal vez era absurdo pensar que un
compañero de trabajo de Irene estuviera atacándola
pero, como andaba jugando a las paranoias típicas de
detectives, especuló que esa posibilidad no era tan re-
mota y que, si le decía algo sobre su intención de reabrir
el caso, lo pondría sobre aviso y tal vez se guardara la
información. Así, colgó el teléfono antes de que le pre-
guntaran para qué llamaba. Al poco tiempo recordó a una
amiga suya que trabajaba en la UTL de un senador que
quizás la podría ayudar a llegar a la persona de mayor
confianza de Irene Carmona entre su equipo. Así fue:
la llamó y, sin tener que contar demasiados detalles, le
dijo el nombre de la persona que había sido la mano
derecha de la congresista en los últimos años. Le explicó
también que quien la había reemplazado era una de las
personas que había estado trabajando externamente en
su equipo, que también era de confianza.
88
Se citaron en el consultorio de la doctora a las cinco
y media de la tarde de ese mismo día. Liliana llegó a
la cita un poco retrasada: las tareas de la oficina no le
habían permitido salir a tiempo del centro. La doctora
Galindo la recibió como si fuera una paciente más; no
quería generar sospechas en su familia. La hizo pasar a
su consultorio mientras aprovechaba unos minutos para
ir al baño o para dirigir alguna tarea doméstica, como
solía hacer entre paciente y paciente. Liliana se mantuvo
de pie, observando el lugar: los libros, la luz tenue del
consultorio, y se fijó especialmente en un cuadro de una
mujer embarazada hecho en carboncillo que estaba justo
en frente del diván. Cuando la doctora Galindo regresó,
Liliana intentó acostarse en el diván —“Un chiste, como
para romper el hielo”, bromeó—. La doctora Galindo le
explicó todo lo que sabía hasta el momento. Le habló de
su llegada la noche del crimen, de sus averiguaciones
posteriores, de su deseo de ayudar a Irene y de su idea
de que esto debía ser un montaje para deshacerse de
ella en el campo político. El tono convencido, seguro y
hasta prepotente de la doctora sorprendió a Liliana y la
ubicaría un tiempo después en el lugar de la asistente de
investigación. Así se empezó a sentir muy pronto, cuando
se vieron sumidas en esa extraña historia de amenazas,
de celos y amores, de infidelidades, de locura.
89
proyecto político le ha quitado mucha credibilidad todo
lo sucedido.
—¿Pero a usted le cabe en la cabeza que no sea un
crimen político?
—Pues vea, doctora, la verdad es que yo ya no sé
qué pensar. Durante los años que he conocido a Irene,
su vida privada siempre fue un misterio. Ella me contó
muchas veces la historia de su novio de toda la vida,
pero nunca lo conocí. Su vida amorosa parecía inexis-
tente en los últimos años y, sin embargo, en ella había
un erotismo, una capacidad de seducción y un conoci-
miento tal del amor que yo siempre pensaba que Irene
se traía muchas cosas escondidas. Ahora, con la muerte
de esa mujer, hemos sabido muchas cosas de ella que
confirman mis sospechas. Irene era una mujer de vida
alegre; no lo digo peyorativamente. Ojalá yo tuviera una
vida así: se había acostado con mucha gente, hombres,
mujeres, homosexuales, bisexuales. La rumba había
rondado su vida y nosotros no sabíamos nada. No sé si
usted me entiende: es muy raro haber estado tan cerca
de una persona, ser quizás una de sus personas de mayor
confianza, y terminar uno enterándose de tantas cosas
después. Eso me hace temer, sospechar, pensar que
puede ser cierto que ella o el otro tipo hayan matado a
la mujercita esa.
—Yo la entiendo, Liliana, y creo que me pasaría igual
si una persona tan cercana se me desdibujara tanto,
pero quiero que tenga en cuenta que en este proceso
hay cosas escondidas, hay tapujos. Tal vez usted no
sepa que a Irene no la pueden condenar por el estado
amnésico en que está y, sin embargo, le han hecho creer
a la ciudadanía que la condenaron, que era culpable. Y
todo eso lo hacen con un diagnóstico de un siquiatra
de pacotilla, que se atrevió a afirmar que la congresista
había perdido la memoria por el choque psíquico que le
90
había producido matar a la otra mujer. Eso no se puede
demostrar con una paciente en las condiciones en que
está Irene. Yo la he visitado varias veces y sé en qué
estado se encuentra. Liliana, necesito ayuda de alguien
que la conozca.
—Doctora, busque a los papás. Tal vez ellos la
ayuden.
—Ay, Liliana, ya me dijeron que no me querían ni
ver. No sé qué hacer; si usted me ayudara, podríamos
intentar develar lo sucedido con su amiga Irene. Le
aseguro que lo más probable es que no sea culpable.
Y de sus andanzas, usted misma lo dijo, ojalá nosotras
tuviéramos una vida así.
—Bueno, doctora Galindo, estoy de acuerdo con
usted en que puede ser un crimen político. Espero que
mi ayuda le sirva. Le voy a contar los temas en que ella
estaba trabajando, las últimas amenazas que había re-
cibido, y así usted puede seguir investigando, pero, por
favor, no diga que habló conmigo. Lo otro que le que-
ría decir es que Irene tiene una buena amiga, desde la
época del colegio. Ella le podría dar pistas sobre su vida
privada; creo que ella sí le conoce bien las andanzas.
91
La congresista se había preguntado mucho por qué los
medios de comunicación no decían nada sobre el tema,
hasta que descubrió, escudriñando en las escrituras y
en toda la documentación que pudo encontrar, que los
dueños de uno de los diarios más importantes del país,
así como ex presidentes y demás señoritos de esos de
corbatín y de visitas al club, eran beneficiarios de estos
negocios, por lo cual nadie quería que se destapara
nada. Irene había realizado una ardua investigación y
el escándalo iba a ser della Madona, y por ello recibió
nuevas amenazas. Alguien supo que ella estaba en esa
investigación, se filtró la información, y empezaron las
llamadas. Recibió amenazas que le pedían renunciar a su
cargo; le decían que matarían a su madre, que la matarían
a ella, con datos precisos, direcciones, y demás. Pero ella
ya podía superar al miedo. Había armado dos escándalos
antes, que también estuvieron cerca de costarle la vida
y, sin embargo, nada había sucedido. Así se había vuelto
temeraria y se jugaba el todo por el todo, sin temor, con
el deseo de que este país algún día fundara su sistema
político en la honestidad, en la transparencia, lo cual ella
misma descubriría que va en contravía de la historia de
la raza humana pues, si los grandes capitales y poderes
han estado fundados siempre en grandes crímenes, por
qué pensar que eso podría cambiar de un momento para
otro. Liliana continuó su relato.
92
más poderosos del país se habían puesto de acuerdo en
un determinado momento para dejar de pautar en los
canales de televisión pública, buscando que la televisión
se privatizara por completo gracias a la iliquidez por la
que pasarían los canales públicos, y lograr así manejar
la información nacional a su libre albedrío.
—Estos temas son muy extraños para mí —advirtió
la doctora— ¿y qué es grave allí?
—Era un delito que dejaran de pautar en los canales
públicos. Es una afrenta a las necesidades comunicativas
del Gobierno. Aunque estaba reglamentado el delito,
nadie en el país se opuso a dichas acciones, por una
parte porque parecía no haber pruebas de que fuera
una acción deliberada, en cuyo caso no había ninguna
manera de penalizarlos, y por otra porque en este país
las perversidades de tener un capitalismo mal entendido,
es decir, un capitalismo feudal, hacía que los poderosos
gobernaran con toda facilidad.
—¿Y qué tenía que ver Irene ahí?
—Irene llevaba meses buscando información y pa-
recía haber encontrado algunas pruebas de que había
sido deliberado y, lo que es peor, acordado por los duros
de los dos grandes grupos económicos. Hasta me dio a
entender un día que iba a poder destapar lo más podrido
de esas negociaciones.
—¿Y los podían enjuiciar?
—No, es un problema de poder, de imagen. Ni el
presidente ni ellos quieren que se sepa de sus debilidades
ni de sus sus tretas.
Liliana se fue del consultorio y le dejó a la doctora
la sensación tranquilizadora de haber encontrado un
mínimo apoyo, aunque sentía también reticencia en la
forma de despedirse.
93
Después de varias sesiones arduas y poco fluidas,
llegó un día en que por fin Irene Carmona empezó a
hablar sobre los juegos con la abuela, las caricias de la
mamá y las emociones encontradas que le producía a
Irene el ir y venir de su padre. Hablaron de esas tardes
maravillosas en que papá llegaba y se dedicaban a con-
versar, a contarle cuentos, a inventar historias de mundos
desconocidos y mágicos, mientras mamá los miraba con
atención y con mucho amor. La doctora Galindo sentía
que esta época de la vida de Irene había sido plácida para
ella y se seguía lamentando de no poder hablar de ello
con su madre. En esa sesión descubrió que había unos
núcleos de memoria de esa época que Irene no lograba
desatar y que seguramente guardaban la información
más importante. Por ejemplo, no fue posible llegar al
momento en que su madre se había ido que, por las
características de la familia Carmona, debía haber sido
algo pasajero y sin demasiada trascendencia, pero que
sin embargo era un hito memorable para la vida de Irene.
En cierto momento la doctora decidió lanzarse a buscar,
en la mente de Irene, algún recuerdo de Daniel. Empezó
por llevarla con mucho tino hacia su adolescencia, con
preguntas que le hacían recordar momentos felices,
fiestas, salidas con amigos, hasta que le preguntó por el
hombre que la había amado y a quien ella había amado
con todas sus fuerzas.
—¿Y cómo era Daniel? ¿Por qué te gustó Daniel?
—Daniel era chiquito, se le salían los mocos y tocaba
el violín —recordó Irene.
94
a tiempos más presentes, para poder llegar en algún
momento a la escena del crimen, a los días que ante-
cedieron a esa noche fatídica.
95
y había contestado todas sus preguntas. Sin embargo
esta pregunta fue el fin y comienzo de la sesión y de
una nueva etapa de dudas y de conjeturas para Beatriz
Galindo. Irene permaneció en el mismo lugar, mirándola
fijamente, y se fue sumiendo lentamente en su silencio
característico. La doctora repitió la pregunta y, en ese
momento, la congresista se puso las manos sobre el rostro
y, entre sollozos, dijo: “Me quería matar a mí también”.
96
estaba más amable y más dada a la conversación. Se
comprometieron a buscar información para dilucidar
los hechos de la vida de Irene que les parecía necesario
aclarar para sacarla del hoyo de la memoria, y quién
sabe si lograrían sacarla también del peso absoluto de
la culpabilidad.
97
5
99
a la organización, no tenían la culpa de que su hijo
mayor, Martín, hubiese terminado siendo uno de los
comandantes de la organización guerrillera. El día de
la detención, Juana llevaba varios días preocupada pues
no tenía noticias de Martín, su compañero. Sabía que
la familia Urbano podría tener alguna noticia y decidió
ir a casa de sus suegros, luego de una larga ausencia,
pues no habían vuelto por motivos de seguridad, sin
imaginarse que allí llevaban días y días esperando su
llegada. Sí, la estaban esperando, y no precisamente sus
suegros. El ejército había montado un operativo para en-
contrarla, pues sabían que tarde o temprano aparecería
por allí. Debían buscar información de Martín, quien en
ese momento estaba desaparecido, y no había ninguna
señal de que estuviera vivo o muerto. Sabían que Juana
tenía mucha información, aunque unos años atrás había
decidido volver a una vida medio normal, con el fin de
convertirse en una madre confiable y amorosa, pero el
solo hecho de ser la esposa de Martín Urbano le daba
un manejo de información de primera mano. Juana, por
ser una mujer tan aguerrida, no había permitido que
Martín hiciera lo que muchos otros compañeros de la
organización habían hecho con sus mujeres: mantener-
las al margen de la vida política. Ella era una dirigente
guerrillera también, y eso no lo cambiaría ni el amor
más grande. En realidad, a Martín no se le habría pasado
por la mente hacer algo así. Él había conocido a Juana
en los albores de su compromiso político, cuando ella,
como estudiante de la Universidad Nacional, creía que
era posible darlo todo por la revolución, y desde ese mo-
mento supo que no dejaría de pensar así, que esa mujer
lo acompañaría hasta la tumba o hasta el poder, que esa
mujer daría todas las peleas por hacer de esta Colombia
algo más justo. Pero lo que nunca imaginaron, ninguno
de los dos, fue que las fragilidades del amor llevan a los
100
seres humanos a cometer los errores más tontos y que,
gracias a esa fragilidad, se produciría la tragedia más
grande que esa familia podría vivir.
101
habrían imaginado que podría ser suya. El viaje fue
larguísimo, casi interminable. Con todos los niños ma-
reados, dormidos unos encima de otros, vomitados, en
un taxi Ford largo de los que se mueven como lanchas
en mar picado. “Pobres niños —se lamentaba la abuela
Josefa— tener que dejar la vida tranquila de una ciudad
chiquita para irse a vivir a ese monstruo”. La abuela Josefa
no conocía Bogotá y se había quejado mucho de irse a
vivir allí. Sin embargo, tenía muchas ganas —aunque
se las tragaba— de conocer el monstruo ese, de ver la
calles de la historia del país, de saber dónde habían ma-
tado a Gaitán, dónde había gobernado su amado López
Pumarejo, porque la abuela era una liberal de esas que
habría dado la vida por el partido si fuera necesario. Era
la madre de doña Cecilia, y había quedado viuda del
viejo anarquista por un estúpido accidente. Los niños no
paraban de preguntar cuánto faltaba para llegar, y doña
Cecilia, siempre tranquila, les explicaba que el viaje era
muy largo, que todavía faltaba un poco por llegar, pero
que no se aceleraran, y empezaba a hablarles del barrio
donde iban a vivir, de la casa, de las altas rejas que ro-
deaban la casa. Les hablaba de Bogotá, la ciudad de los
edificios altos, la ciudad de los presidentes, y los niños
quedaban alucinados, imaginándose las aventuras que
los esperarían en esa gran ciudad. Cada uno pensaba
en su futuro, imaginándose lo que llegarían a ser en esa
metrópoli, porque eso producen las ciudades grandes,
las ciudades esperanza. Su nombre bien lo indicaba,
porque esa ciudad se había llamado Nuestra Señora de
la Esperanza, y eso producía esperanzas de ser más, de
crecer, de ser gente de bien, de vivir en un mundo mejor.
102
viendo cómo la ciudad se abría a su paso, cómo el nuevo
mundo se erigía a su alrededor. Cuando llegaron al barrio,
Juana recordó, al ver esas calles grandes, anchas y des-
conocidas, las palabras de la tía Luz que le recomendaba
a doña Cecilia tener mucho cuidado con los niños: “No
los dejes salir por ahí en Bogotá; allá se roban los niños
para hacer ritos satánicos”. Y Juana, pobre niña, sentía
miedo de que se la llevaran, de que un día no volviera a
ver a mamá, o a la abuela, pero era claro que las ganas
de conocer se impondrían, tanto para ella como para
sus hermanos, que no tardaría mucho en conseguir ami-
gos en el barrio y empezar las andanzas por la ciudad.
Cuando finalmente se bajaron del taxi, frente a la casa
nueva, los niños se quedaron pasmados, perplejos, con
cara de montañeros alucinados, intentando entender
lo que estaba sucediendo con sus vidas. Don Juan los
esperaba ansioso: quería verles las caritas al llegar. Los
llevó por toda la casa, les mostró sus cuartos, y los dejó
allí atareados, imaginando cómo decorarían sus habi-
taciones, cómo jugarían, cómo construirían un futuro
en esa ciudad grande, en ese paraíso de lo desconocido.
103
reconocer las voces, pero era tan fuerte el dolor que
ella misma padecía que sus sentidos lo tergiversaban
todo, y entonces se preguntaba por Martín, si estaría
también allí, si lo tendrían molido a golpes como a ella.
Se preguntaba si lo estarían despedazando, o si tal vez
ya lo habrían dejado en libertad, no importaba si vivo o
muerto. Cuando se padece un dolor como ése, cuando
se pierde la integridad física y moral, cuando los seres
humanos se sumen en la impotencia, sólo quedan el
silencio y unas terribles ganas de morir. Entonces, la
muerte se torna en libertad.
104
que más bien debía entregar en la crianza de sus hijas
unas opciones diferentes. Sin embargo, no sabía que el
ejemplo es una vía fundamental y que, por ello, sus hijas
intentarían seguir su modelo, o desbaratarlo.
105
montar en bicicleta con los niños de los Herrera. Una
tarde se demoraron en llegar, y doña Cecilia entró en
pánico. Ni ella ni ninguna de las personas que vivían
en la casa estaban en condiciones de salir a buscarlos;
estaban tan desubicadas como los niños, y eso la llenó
de impotencia. En casa de la familia Herrera, no había
nadie y, por tanto, no había manera de saber qué les
había pasado. Los niños sabían que, antes de que os-
cureciera, debían volver a casa y nunca habían faltado
a ese mandato. En medio del llanto las encontró Juan
a doña Cecilia, la abuela y las niñas, esperando que él
ayudara a encontrar a los niños. “Tomás y Javier salieron
a montar bicicleta desde las tres de la tarde y no han
regresado, no sé que les pasó”, le advirtió doña Cecilia.
Don Juan Vélez, muy aturdido, salió a buscarlos. Pasó por
casa de los Herrera, y no sabían nada de ellos. Los niños
ya estaba acostados y no había manera de despertarlos
para preguntarles, dijo la mamá. Entonces se decidió a
caminar por ahí a ver si los encontraba. Los hermanos
Vélez iban muy felices en sus bicicletas, acompañados
por sus amigos de barrio, grandes conocedores de la
zona, cuando Tomás, que era un poco travieso, se ade-
lantó pensando que seguirían por esa calle, y el pobre
Javier lo siguió para pedirle que se devolviera. Los otros
habían tomado otra ruta, y ellos ya estaban solos y per-
didos. En ese momento la ciudad se convirtió en un
terrible monstruo. Cada ventana, cada casa, cada puerta
se dibujaban como gárgolas espantosas; en cada rincón
se escondía el ladrón de niños, ese hombre temible,
grande, fortachón que se los llevaría hasta el infierno.
Tomás y Javier empezaron a temblar, a llorar. Decidieron
sentarse en un murito, en una esquina desconocida y
perversa, a esperar mientras oscurecía para que en algún
momento alguien los encontrara. No se habían aprendido
el teléfono de la casa como para llamar a doña Cecilia,
106
lo cual habría sido casi igual pues ella aún no se atrevía
a recorrer la calles de Bogotá.
107
que muy pronto eran capaces, especialmente Tomás,
de moverse con tranquilidad y sin permiso por zonas
mucho más alejadas de lo imaginable.
108
revolución la mantenía viva. Sin embargo, la cotidianidad
de la pesebrera parecía ser diferente. Nada sucedía, es
decir, nada nuevo y, por el contrario, ella se iba recu-
perando, ganando fuerzas, sumiéndose en un estado
en el que la vida empieza a ganarle a la muerte, y sin
embargo, los recuerdos de la tortura, del sufrimiento,
sumados al sufrimiento que los otros seres queridos
podían haber sentido, le carcomían las entrañas. Los
militares colombianos habían adquirido formas muy
sofisticadas y salvajes de conseguir información; para-
dójico, sí, sofisticado y salvaje, y ella se deleitaba, en lo
más profundo de ese sentirse perdida en el mundo, de
no haber hablado, y así de haber protegido a su gente.
109
la curaba. Él sí la miraba, y le decía cómo la veía; le iba
contando su mejoría, le hablaba del color de sus ojos,
de lo tierna y limpia que empezaba a lucir su piel, la
halagaba con sus palabras y la iba mejorando con sus
cuidados. Juana sentía rabia y consolación cuando es-
cuchaba llegar al muchacho; sus días empezaron a girar
en torno a esa visita matutina.
110
diferentes en su mente. Se insinuaban amorosas, cui-
dadosas, certeras y fue entonces cuando ella empezó a
tener presentes esas manos, cuando se le empezaron a
grabar en el cuerpo, como lo harían por el resto de su
vida, pues estaba destinada a imaginarlas, a añorarlas
para siempre.
111
hijo de una familia de izquierda y que cada día temía
encontrarse con alguien de su familia en una de estas
inmundas pesebreras. Temía que lo obligaran a torturar
a alguien; le aclaró que él no había torturado a nadie,
que hasta ahora sólo había ayudado a curar a algunas
personas. Juana no sabía qué pensar, se preguntaba por
qué este hombre le estaba dando toda esa información.
Él continuó conversando, como si el tiempo se hubiera
detenido, como si pudiera quedarse para siempre allí,
y ella lo escuchaba, y poco a poco se fue deleitando con
las palabras, con la voz, y terminó subiendo la mirada,
asomándose a esos ojos, encontrando en ellos el brillo
mágico que le ratificó que ese hombre nunca la había
golpeado, que nunca la había tocado, que quizás nunca
le haría daño.
112
a sufrir con Juana. Esperaba de ella muchos nietos, una
familia de bien, una mujer que estudiara para tener una
vida normal, una vida tranquila, y sin embargo, muy
pronto empezó a descubrir que no sería así, que su hija
estaba en el mundo para otras cosas, y la tristeza lo fue
invadiendo. No la reprendía porque sabía que era el peor
camino. Entonces optó por la negación, por olvidarse de
lo que estaba viendo, y continuó haciendo planes con
la vida de su hija, la niña de sus ojos que, pese a él, no
aceptaba el mundo como era. Don Juan parecía haber
olvidado que él un día decidió transformar el mundo
también pero, claro, a esas alturas este país había borra-
do por el resto del siglo la posibilidad de construir una
democracia. Se habían inventado esa extraña repartición
del Gobierno, esa farsa entre conservadores y liberales
que les permitió dejar de matarse entre ellos, pero que
significó la muerte de otras organizaciones políticas y
de los sueños de emancipación.
113
escuchar su voz, de sentirse acompañada por él. Un día
llegó el momento inevitable: el soldado acercó su mano
al rostro de ella, empezó a tocarlo despacio, como si se
asomara a él por primera vez. Ella sintió un espasmo,
un corrientazo que le sacudió el cuerpo entero. Se dejó;
tal vez había esperado que esto sucediera desde hacía
muchos días. Qué emoción, un poco de cariño, un poco
de piel, una caricia requerida, y entonces se lanzó a lo
que no pensaba hacer. Acercó su mano a la cara del
muchacho y, lenta pero certera, le fue quitando la capu-
cha, y vio sus ojos y el resto de su rostro y se convenció
de todo lo que él le había dicho, de su tranquilidad, de
su cariño. Sintieron mucho miedo, no solamente por
estar incumpliendo las normas del lugar, no, sentían
miedo porque estaban entrando en un terreno de des-
conciertos. Por cosas de esta vida absurda de la guerra,
estaban en dos bandos diferentes, eran enemigos y sin
embargo estaban sumidos en el placer de tocarse, verse,
revelarse al orden, a las normas, a estas reglas impuestas
que ahora justificaban su deseo.
114
curara del todo de las torturas antes de que las vieran
sus familiares y amigos. Por fin llegó el día de las prime-
ras visitas: padres, madres, hijos, hijas, amigos, amigas,
compañeros, todos llegaban con mucha cautela. Era
claro que la cacería no terminaba; traían la información
oculta, escrita en las barriguitas de los niños, en papelitos
cosidos entre los dobladillos, todo en clave. Y claro, todos
y todas habían pasado por las requisas, que se quite la
ropa, que se agache, y una mano se metía, vulnerando el
sexo de las mujeres, para buscar armas, cartas, cualquier
información prohibida. Juana vio llegar a su madre; se
emocionó de verla, pero sintió un dolor inmenso al leer
en su rostro el sufrimiento que le estaba produciendo
todo esto. Doña Cecilia se abrazó a su hija y lloró como
una niña. Juana no sabía qué decirle, cómo explicarle
todo lo que estaba pasando. No sabía cómo hacer para
preguntar por Martín sin ponerlo en peligro, pero no
fue necesario que lo hiciera pues, entre sollozos, Doña
Cecilia le dijo: “Creemos que lo mataron, hija; no han
vuelto, no hemos podido encontrar a ninguno”. Juana
entendió muy bien lo que su madre le estaba diciendo,
y desde ese día se sumió en el silencio, en una tristeza
que le duraría muchos años de su vida, y que sólo el
amor ayudaría a hacerla soportable.
115
Fueron años de transformaciones. El país se sumía en
la terrible farsa del Frente Nacional y, mientras tanto,
las guerrillas se iban fortaleciendo, se creaban nuevos
grupos guerrilleros, se iba fraguando el destino de esa
joven que estaba creciendo para dar su vida por ese país
desagradecido.
116
y transformar el país, de devolverle al pueblo las tierras
y las riquezas.
117
habían decidido por la acumulación y para la injusti-
cia. Pero él no lo aceptaría nunca, o casi nunca, pero sí
le daría a Juana los besos que necesitaba, que eran la
forma de aceptar que la lucha de su hija era necesaria
también, y sería él mismo quien le ayudaría a regresar a
la guerrilla en medio de la mayor desilusión de su vida
y de la de toda su familia.
118
en un periódico, y así supo que estaba viva. Entonces
inició la búsqueda. Su juventud le imposibilitaba pensar
en las otras ataduras que la vida de Juana podría tener.
Nunca se preguntó si sería casada, si tendría hijos; él
debía encontrarla, no importaba cómo ni cuándo.
119
6
121
derretían por mí, pero quién le explicaba eso a mi papá,
quién a mi mamá que creían en las palabras tontas de
los profesores. Se pasaron años preguntando y pregun-
tando que cómo me iba, que si era buena estudiante, y
casi nunca preguntaban si era feliz. Para ellos el mundo
había sido siempre tan fácil que no hacía falta preguntar
eso. Era un colegio medio liberal (raro en mis viejos, pero
creo que lo eligieron porque mi colegio anterior había
sido tan aburrido...) y yo ni me acordaba. Querían que
estuviera mejor, más tranquila, a ver si algún día me
volvía dizque buena estudiante. Pero de todos modos
papá y mamá eran especiales conmigo. Casi ninguna
niña o niño de los que estudiaban conmigo tenían a la
mamá en casa al volver del cole; en cambio yo siempre
encontraba a mamá. Ella trabajaba por la mañana en
un centro de atención a gente muy pobre —creo que ni
le pagaban— y por las tardes llegaba a hacer comidas
ricas para papá y para mí. Y, cuando yo llegaba, me leía
cuentos y me acompañaba a hacer las tareas. Yo las ha-
cía rapidito; todo me salía fácil, y ellos se preocupaban,
porque en eso sí les había tocado esforzarse y a mí todo
me salía sin mucho esfuerzo. Mis profes decían que
yo tenía alto rendimiento y que por eso me aburría en
clase y terminaba haciendo otras cosas. Me la pasaba
escribiendo historias y me las decomisaban, y mi papá se
ponía muy bravo. Me sermoneaba: “No me molesta que
seas escritora; haz lo que tú quieras, pero por favor pon
atención en clase”. Para ese entonces me fui aburriendo
de las historias; ya había terminado mi saga de cuentos
para arreglar el mundo, porque eso sí veía yo: que las
cosas eran como injustas. Cómo así que mi mamá salía
en un carro tan bonito, de una casa con nevera llena
de cosas y, cuando yo no quería comer, me recordaban
que había niños muriéndose de hambre y yo pensaba,
entonces, por qué mejor no les daban la comida a ellos
122
en vez de embutírmela a mí. Pero no me obligaban
mucho; la verdad es que no había caso: yo no recibía.
Mi mamá salía así, toda elegante, a ver personas que no
tenían ni dónde vivir. Eso no suena muy justo, pero mis
compañeritos de clase no se preocupaban mucho por
eso; claro que yo los hice preocupar con algunas de las
historias que le escuchaba a mi mamá.
123
nos unieron los de bachillerato y se armó la gorda. Qué
cosa, cómo nos molestan las críticas. A mí me empezó
a gustar la política desde ahí, porque quería ayudar a
cambiar el mundo, pero estaba lejos de entender a los
seres humanos. Unos compañeritos de bachillerato que
se unieron a las protestas salieron echados del colegio y
yo, que era una culimba chiquitica, me opuse, y llamaron
a mis papás y les dijeron que yo seguía haciendo cosas
que no debía hacer. Mi mamá creía que no era justo lo
que estaba pasando y me apoyó, y le dijeron a los profes
que yo estaba queriendo ser justa, y me sentaron en la
reunión y yo les dije que la que había empezado todo
era yo y que no entendía por qué los echaban a ellos,
pero me dijeron que ya venían haciendo muchas co-
sas malas y que no podían mantenerlos en el colegio.
Entonces me preguntaba qué pasaba con las personas
que hacían cosas malas en el planeta, ¿las botaban al
espacio sideral? Claro, me faltaban años para entender
que nuestro mundo es implacable con los diferentes,
los deshechos; los meten en manicomios o los matan.
Yo no sabía que a mí la muerte me iba a rondar tanto, y
seguimos haciendo muchas cosas. A veces nos tocaba
hacerlas calladitos la boca, sin que nadie supiera quién
las hacía, porque nos castigaban, pero yo terminé deci-
diendo que sí me sacaban del colegio pues mis papás
me conseguían otro, pero a papá no le gustó mucho mi
valentía y empezó a darme sermones, lo más de bonito,
que cuidado, que uno necesita estar bien con la gente,
que la crítica es importante pero que hay que tener tino.
Yo no sé si tanto tino sirve, y ahora más que nunca, ahora
que me han querido matar por eso. Pero es que tanto
tino les ha permitido a todos hacer lo que se les da la
gana sin preocuparse de los otros.
124
Y bueno, mi vida seguía transcurriendo entre el
colegio y mis clases de piano, y las rutinas que mi mamá
me ponía, que estudiar un rato, que seguir practicando
piano, que ayudarla a cocinar, en fin, y así poquito a poco
me fui creciendo, y apareció Daniel y me mostraba su
flauta, pues antes de piano y saxo tocaba flauta dulce,
y sí, claro que era un supermúsico. Todo el tiempo uno
lo veía inventando melodías, y la profe de música se
encantaba con todo lo que él hacía. Yo no sabía cómo
sería el futuro con él ni que lo iba a querer tanto, pero
desde muy temprano sabía que Daniel iba a ser músico.
Nos llevaban a tocar a diferentes sitios y la gente lo feli-
citaba. A mí también, pero la música no era lo mío, eso
era evidente. Yo me fui haciendo amiga de él, aunque
me parecía muy pequeño, hasta que caí en esas redes,
y no me pude soltar, bueno, más o menos. Tal vez los
últimos meses de mi vida sí me solté, cuando andaba
por ahí, con Camila, cuando nos fuimos a gozar de esa
nueva vida que se nos dibujaba en el horizonte. Hasta
se me estaba olvidando su cuerpo, pero bueno, él se
encargaría de que lo recordáramos, de que no dejáramos
que su imagen se diluyera en nuestras pieles.
125
con el Gobierno, así fue como yo fui aprendiendo tanto
de ese sector. En vacaciones, desde que era muy niña,
le pedía que me llevara a trabajar a su oficina, y sí, me
llevaba y yo me pasaba el día preguntando y pregun-
tando. Hablaba con la secretaria, con los porteros, con
todo el que me encontraba y les preguntaba de todo; me
gustaba saber cómo vivían, dónde, por qué trabajaban
y qué hacían. Por las noches, cuando llegaba la hora de
dormir, me quedaba en la cama escuchando las historias
que papá le contaba a mamá. Pobre, le tocaba aceptar
tantas cosas por mantener el estatus que no podía dejar
de trabajar para el Gobierno, que qué se ponía a hacer
y yo iba pensando que a mí me tenía que tocar dife-
rente. Claro que a veces se ponía de valiente —de eso
algo le saqué yo, y les decía unas cuantas verdades—,
pero nunca tanto como para quedarse sin trabajo. Los
sábados íbamos al club a jugar tenis; a mí me aburría
un poco eso: me gustaba más el cine o los conciertos.
126
lo dejaba que se restregara contra mí. Y claro, venía la
oleada, el mar que se subía en mi cabeza: era el calor
de la costa que me cubría el cuerpo.
127
cuando empecé a sentir la fuerza que se agolpaba en mi
cuerpo, en mis palabras, en mí, y me fui convenciendo
de que era capaz de grandes seducciones.
128
juegos del cuerpo que todos los niños juegan, pero que
en mi caso parecían como una obsesión. Luciana, sí, un
poquito más, dame más, y siempre nos dábamos unos
besos lentitos, en la ducha, o mientras jugábamos por
ahí, y nadie lo sabía, hasta que nos vio Nicole, y se puso
furiosa, que por qué hacíamos eso; le voy a contar a
mamá, ustedes están locas, y la fui convenciendo de que
era rico, y yo le daba una pruebita y así me la compré,
a punta de besitos también y las tres guardábamos un
secreto, un misterio que fue creciendo cuando estuvimos
con mis papás visitándolos en Grecia y nos fuimos a las
islas con Luciana, Nicole y sus dos primos franceses,
Jacques y Pierre, unos señoritos rebonitos que tenían
miradas como de película y que a mí me hablaban en
francés, y yo me derretía de escucharlos, y claro, como
a mí me tenían en clases de francés, pues medio les
contestaba. Pero lo que de verdad nos unió, el verdadero
lenguaje que nos permitió conocernos fue el del cuerpo;
íbamos a la playa y hacíamos pactos de quién tocaría a
quién debajo del agua mientras los papás nos vigilaban
en la playa. Y llegaba el momento en que nos dejaban
jugar solos, y jugábamos a unas escondidas donde nadie
buscaba a nadie y veíamos cómo unos besaban a los
otros, y hacíamos muchas cositas que nadie quería saber
que hacíamos hasta que finalmente llegó el día en que
nos encontró el tío Guillermo, y se acabó. Nos dijo que,
si dejábamos de hacer esas cosas, no le contaría nada a
nadie, y nosotros nos sentimos mejor porque sabíamos
que nos iban a regañar y a castigar y demás, así que nos
quedamos tranquilos. Pero, como a mí me gusta ser
frentera, me fui y le conté a mi papá y mi mamá todo, y
ellos dijeron que no contarían nada, pero me explicaron
muchas cosas, de las que yo ya sabía la mayoría, y como
siempre, los convencí de que no había problema, y no
129
lo había, pero ellos no podrían aceptar todo lo que su
hijita experimentaría en su vida.
130
Mi mamá siempre tuvo la idea de que leer alimen-
taba el alma, y así me lo hizo creer a mí. Desde que
recuerdo me leía cuentos maravillosos, pero no para
dormir. Ella decía que la lectura es un acto activo, que
uno lee cuando está muy despierto, cuando puede poner
atención, que por eso las personas en este mundo han
dejado de leer, porque les leen para dormir. Entonces a
la hora de irme a la cama, cuando era pequeñita y ne-
cesitaba todavía un poco de compañía (cuentan papá
y mamá, yo no recuerdo mucho esos tiempos, con esta
memoria rara que yo tengo), me acariciaban la cabecita
y me contaban historias y me iba durmiendo, mientras
que, por las tardes, mamá se sentaba en la habitación
de la chimenea, donde ella solía trabajar, y me invitaba
a leer. Yo, después de haber hecho la tarea, de haber
jugado un poco por la casa y de haber practicado el
piano, me sentaba, ya exhausta, a escucharla leer. Más
adelante, cuando la lectura en voz alta se me había
vuelto una práctica gozosa, le leía yo, y era yo misma
quien elegía los libros que leeríamos. Mamá gustaba
mucho de la literatura, y en casa había de todo tipo de
obras literarias. A mí me gustaba buscar los autores
que escuchaba nombrar a mis padres. Mamá me deja-
ba leer lo que yo quisiera hasta el día en que pedí que
leyéramos un libro del Marqués de Sade. Mi madre se
quedó pasmada y no supo cómo decirme que no se
podía. Yo insistí, y ella no me dejó leerlo por varios días,
hasta que un día me encontró encerrada en mi cuarto
leyendo el libro prohibido. Yo me había dado cuenta
mucho tiempo antes de que había temas prohibidos,
de que mis padres sabían que yo buscaba descubrir lo
que no debía saber, y yo no paraba de buscar. Y claro,
yo estaba en el mundo para entender cómo era el sexo,
cómo se vivía el erotismo, cómo se podía gozar de los
131
más grandes placeres que la dicha de un supuesto dios
sin sexo ni deseo nos había prodigado.
132
compañía, y yo decía que sí, pero que no obligada, y así
empecé a imaginarme el matrimonio como una com-
pañía obligatoria, y por eso le tenía tanto miedo y me
le escabullía a Daniel, al matrimonio, pues a él nunca
me le pude escapar, porque lo amaba, con todo, con
mi ser completo, como en rancheras, en baladas, como
en todo el mundo cursi que a veces me colmaba, y sí,
con el piano le cantaba canciones al amor, desde que
estaba muy pequeña, desde que aprendí a tocar, porque
me gustaba el amor, o su idea, o lo que de él me había
imaginado y soñaba con grandes ilusiones y romances
y no le tenía miedo a nada y sabía que me lanzaría a lo
que viniera, y Daniel era mi atadura, mi límite, mi coraza
y, sí, él siempre sufrió porque yo no estaba del todo, y
cómo quisiera haber estado ahí, que se quedara en mí
y no me temiera, pero cómo saberlo, cómo entender lo
que le estaba pasando si me decía otra cosa, si me seguía
llamando para que regresara pronto, para que me casara
con él, porque sólo en mi cuerpo era feliz, porque seguía
soñando su vida conmigo, y yo me seguía sumiendo en
mis distracciones europeas, pensando en las responsa-
bilidades que tendría al regresar, porque también me
esperaba la vida política, porque yo debía entregarme a
Daniel y al país, a cambiar ese país corrupto. Y mi papá
y mi mamá siempre querían saber, siempre viajaban por
el mundo a verme, a intentar darle sentido a mi vida,
pero yo me encargaba de mostrarles éxitos; me habían
dado una beca como joven política para recorrer varios
países europeos conociendo sistemas de la socialdemo-
cracia, y me daban viajes y yo aprovechaba y aprendía
política y otras cosas más, y mis viejos, orgullosos; y yo
vivía mundos ocultos y ellos sin ver, creyendo que yo
era su niña linda, su niña de los ojos, su niña todo bien.
133
Mi prima Luciana era la que más se asustaba cuando
me daban silencios largos. Desde muy niña le preguntaba
a mamá por qué me pasaba eso. Estábamos pasando
vacaciones en Santorini cuando un día me levanté con
la calladera y Luciana, a quien yo amaba, me hablaba
y me hablaba, y yo ni contestaba y me decía: “¿Qué te
pasa?” y yo seguí por ahí, viendo el mar, las ventanas
azules y esos techos redonditos y tiernos de las casas
mediterráneas. Mamá le explicó, no sin el temor reve-
rencial que le tenía ella a esas crisis mías, que a veces me
ponía un poco triste, que me daba por estar solita; “Ya
se le va a pasar”, decía. Y yo nunca supe si mis silencios
eran como la memoria, intermitente, si iban y venían
como las olas del mar, si me sumía en ellos para dejar de
ser tan certera, tan decidida, pero a veces escuché al tío
Guillermo diciendo que tuvieran cuidado, que eso era
por mi inteligencia, que me podría dar algo grave y mamá
se ponía a llorar, y papá le decía que no se preocupara,
que yo era una niña muy normal, que tenía un poco de
depresión o algo así pero, como yo sabía que eso me
hacía más inteligente, a veces hasta traté de usarlo para
llamar la atención, pero no me gustaba porque entonces
me daba una tristeza fingida, que duele más que la ver-
dadera. Si no me cree, haga el ensayo; póngase a pensar
que está triste, y trate de meterse en ese lugar de su ser
donde habita el dolor y la tristeza y no importa la razón,
o mejor la justificación, y usted termina entrando en ese
mar de sollozos que llevamos dentro, y por eso preferí
hacer todos los esfuerzos por no callarme, y Luciana se
ponía feliz cuando pasábamos una temporada juntas y
a mí no me daba nada de calladera y me preguntaba:
“¿Por qué estas tan contentita?, ¿por estar acá con no-
sotros?”. Luciana supo que yo me acostaba con Pierre
cuando estábamos grandes y se puso como celosa, por-
que Pierre me daba más de lo que ella me había dado
134
en nuestros juegos, y claro, como hacía años que no
hacíamos nada porque nos habíamos vuelto grandes...
Pero un día me llegó a París, unas vacaciones que yo
estaba por allá dizque relajándome de la universidad,
de tanta revuelta política, y me quedaba en casa de una
amiga del colegio que se había ido para allá y Pierre que
todavía no andaba de viajero llegaba a verme, hasta que
una noche llegó con Luciana y nos fuimos a tomar y a
una fiesta del carajo, y claro esa noche el muy bandido
nos llevó a la cama a las dos, pero fue medio tonto, pues
no alcanzó a imaginarse que desde ese día quedaría
fuera de los planes de nuestras vacaciones. Sí, Luciana
y yo terminamos viviendo un amantazgo efímero, que
nunca regresó, y que terminó de definirle la sexualidad
a mi amada prima.
135
¿dónde dejaste tu familia, dónde el valor de ser feliz?
Irene, deja ya de olvidarte tanto, de perderte en los labe-
rintos intrincados de esa memoria tuya, de tu memoria
hueca, de tu vacío de vida, deja ya de estar a la deriva,
de irte de un lado para otro de esa mente efímera. Irene,
cuéntame ya lo que recuerdes, lo que sabes, ayúdame a
entender qué pasó, quién la mató, quién se ensañó con
ustedes, quién se hundió en tu cuerpo a la fuerza, quién
te doblegó en silencios. Irene, y ese cuerpo de siempre, y
esas manos, y yo lo veía y me decía: “Sigue, haz lo que te
digo, no pares”. Ya querías que se fuera de acá, y yo hacía
caso, porque era imperioso, era mi vida o la suya, todo
por seguir en este mundo, no pares de tocarla, hazle lo
que más te gustaba y las otras palabras y las otras manos
y yo sin saber cómo huir, cómo ayudar, cómo soltarme.
¿Irene? Termina ya con tu tormento, recuerda por favor,
vuelve a tu memoria, tal vez no seas asesina, tal vez no
haya muerte, tal vez estés más acá de tu memoria y sepas
que la vida aún tiene sentido. ¡¡¡Irene!!!
136
su existencia hasta que el azar de vivir encontrándonos
nos llevaba al mismo lugar, a la misma habitación, no
importaba cuál o dónde fuera, era la misma, y nos lan-
zaba al fluir de nuestros cuerpos. Daniel sabía poco de
Pierre, pero sabía y, cuando lo vio en un bar en Madrid,
casi muere de celos. Empezó a contenerse, a tratar de
no preguntarme nada pero, luego de tres días de con-
tención, terminó preguntando y yo sin cuidado le dije
que Pierre siempre había sido mi amante, pero que no
significaba nada. Yo de transparente y, claro, Daniel se
moría de tristeza, pero no me decía. Tal vez entendía un
poco cómo era yo, sabía que no podía detenerme; pero,
claro, yo sentía que mi amor por él era más importante
que todos mis devaneos juntos, y eso no lo entendía.
Él no pudo entender que mi amor era inquebrantable,
aunque yo seguía pensando que la vida era larga, que
todavía había muchas experiencias por vivir; ya vendrían
los días de calma, de hijos, de familia.
137
clandestinas, un grupo de tres estudiantes, dos niñas
y un niño, decidimos empezar unos diálogos con las
directivas para negociar unas formas de participación
en el colegio que nos garantizaran ser escuchados. Y,
claro, a mí me terminaron queriendo mucho, porque
ésa es otra extraña característica mía: conseguía que
me quisieran, aun cuando era yo quien más problemas
(de esos problemas que hay que poner entre comillas)
generaba. Yo criticaba todo, era mi hobby, pero al final
siempre ayudaba a crear salidas negociadas, y así las
cosas resultaban bien y la directora decía que algún día
yo sería profesora de ese colegio, pero no hubo tiempo:
mi vida estaba condenada, a la intensidad, a la pérdida.
138
esa fuerza que antecedía a la vida y que me decía que
las mujeres podían cambiarlo todo, y cómo me gustaba
que me dijeran: “Qué niña tan inteligente”, o “Qué niña
tan fuerte”, o “Cómo juegas bien fútbol”, o cualquier co-
mentario tonto que le hacen a una, pero que en realidad
me hacían sentir como que todas las mujeres cabían en
mi cuerpo, y yo las admiraba tanto... Hasta a las señoras
de las que mamá contaba que aguantaban hombres
horribles, y yo me imaginaba el cambio, porque estaba
segura de que sería diferente.
139
En el colegio no me gustaban las niñas; nunca me
puse por ahí a hacer nada con ninguna. Mi único amorci-
to de infancia era Luciana, mi prima, pero en realidad no
era amorcito; eran de esos juegos que los niños y las niñas
hacemos para entender el cuerpo que nos dio la vida,
porque eso de lidiar con las pulsiones de un ser sexual
no es cosa fácil. Hay quienes no tienen tantos problemas,
pero a mí me tocó duro, porque estaba llena de deseos,
de ganas de sensaciones para ese cuerpo prestadito que
me daban para pasearme por este mundo, en esta vida,
y quién sabe qué habría hecho en otras vidas, si es que
existen, pero con las del colegio no jugábamos al sexo.
Jugábamos a las escritoras, las músicas, las intelectuales.
Así eran las mamás de ellas: se iban con otros hombres y
dejaban a sus hijos; ésa era la moda: sepárese y váyase,
pero igual, nosotras queríamos ser como ellas. Nunca
jugábamos a ser como mi mamá; eso nos parecía como
raro y yo metida entre tanto revolucionario, pues eso
parecían los papás de mis amigos, me terminó gustan-
do más la imagen de otras mujeres que la de mi mamá.
Me parecía tan normalita ella, tan buenecita; yo quería
ser una mujer de armas tomar, lanzada, aguerrida, con
historias para contar.
140
serio, para ser mamá las veinticuatro horas del día, y no
andar por ahí volantoniando. Mamá me llevó a lugares
maravillosos, con mi padre, que también es un hombre
cariñoso y cuidandero, y me enseñaron a quererme, a
querer al mundo, a las personas, y yo a cambio les de-
volví mis ganas, lo que hacía, mi tenacidad, y con ellos.
Entre libros y viajes fui entendiendo un poco más sobre
esto que se parece a la vida, y supe, leyendo con mamá,
que sólo un príncipe que viene de otro planeta puede
enseñarnos lo que los seres humanos nunca entende-
ríamos; que se ve sólo con el corazón, que el amor y la
bondad y la ternura y la compasión son invisibles a los
ojos, y más para esta raza humana que se complace en
despedazarse, en matarse, en acabarse unos a otros.
141
7
143
había desistido de la quijotesca empresa de develar
el caso de su amiga, ex jefe, compañera política: Irene
Carmona. Pero Liliana cumplió la cita, tarde, pero la
cumplió y, desde que se sentó, su compromiso con el
caso fue evidente. Empezó por decirle a la doctora que
ya había llamado a la amiga de Irene y que las recibiría
esa misma noche. También le contó que su nuevo jefe,
el congresista Martínez, el segundo renglón de la lista
que había encabezado Irene, le había dado vía libre para
la investigación.
—Tuvimos una reunión bastante clandestina donde
me dio toda la información que él tenía sobre las amena-
zas que había recibido Irene durante los últimos meses
en el Congreso —le informó Liliana.
Juan Pablo Martínez había declinado la oferta de
trabajar en la UTL de Irene, pues tenía otros compro-
misos laborales que le daban una mejor remuneración;
sin embargo se había mantenido muy cerca de ella, apo-
yándola en cada debate, en cada acción que emprendía.
Seguía muy interesado en construir una opción política
con los jóvenes que venían trabajando unidos desde el
movimiento estudiantil de los noventa. Le había dicho
también a Liliana que a todos ellos les servía esclarecer
lo sucedido con Irene para que su proyecto político
no muriera por las tergiversaciones de la información
que estaban influyendo en la opinión pública. La si-
tuación se ponía cada vez más difícil para las fuerzas
independientes. Los politiqueros de siempre estaban
capitalizando la situación de Irene Carmona, así como
algunos otros errores que venían encontrando en otros
de los representantes independientes en el Congreso
y, definitivamente, eso enrarecía el ambiente para las
próximas elecciones.
144
—Vamos en picada; los medios están ayudando a
manipular la información para beneficio de los dueños
del poder —alertó Liliana.
—Entonces también les sirve políticamente que
aclaremos este caso —explicó la doctora, mientras to-
maba la última gota de su capuchino.
—Sí, a Juan Pablo y a todas nosotras nos conviene
esclarecer lo sucedido con Irene. También debemos
destapar algunos de los casos que Irene no alcanzó a
presentar, con el fin de mejorar la imagen. Juan Pablo
me habló de unos casetes que Irene tenía sobre el caso
de la pauta publicitaria. No sabemos quién le guardó
esa información a Irene.
—Tal vez deberíamos encontrarlos —insinuó la
doctora.
—Nadie sabe de ellos, y todavía siguen llegando
llamadas amenazantes que los reclaman.
Si las conjeturas que estaban haciendo la doctora
Galindo y Liliana eran ciertas, el escándalo que armarían
debía ser impactante, pues pensaban que jugar con la
vida privada de una persona para acabarla públicamente
era una maldad desbordada, y seguro lo hacían con el
interés de restarle votos a Liliana. También le contó que
había llamado a la casa de la familia de Daniel, y que uno
de sus hermanos estaba dispuesto a entrevistarse con
ellas. Él creía que Daniel podía estar todavía en el país,
que tal vez había recaído en las drogas y seguro que lo
encontrarían en alguna de las ollas que habían nacido
con la explosión que había producido la limpieza de El
Cartucho. Liliana comentó que una persona lo había
visto caminando de un lado para otro por las calles del
centro de la ciudad, andrajoso y desorbitado. Podía no
ser él, pero podía serlo, y encontrarlo era muy impor-
tante para continuar esclareciendo este caso. Daniel
145
debía tener información que ayudara a saber quiénes
los habían puesto en esa angustiosa escena de muerte.
146
míticos, batiks. Era un lugar acogedor, poco usual, con
hamacas y con unos grandes sillones, donde se sentaron
a conversar. Catalina sacó una botella de whisky y, sin
dudarlo, ni preguntarlo tampoco, les sirvió unos vasos
grandes de esa bebida relajante. Parecía que Catalina
supiera que necesitaban estar en mejores condiciones
para empezar esa conversación, o mejor, como si ella
necesitara un poco de alcohol en la cabeza para hablar
de su hermana del alma, Irene.
147
dado. Yo estoy segura de que la puedo ayudar, no sé qué
recuerdos terribles encontremos, pero sé que es la única
forma de regresarla a la vida; la amnesia es una forma
muy tortuosa de habitar la muerte, se vive allí como en
el infierno. La verdad es que pensamos que las personas
que pierden la memoria se desconectan del dolor que
produjo la crisis, pero no hay tal, es como todo olvido
del inconsciente: se mantiene y va taladrando la mente,
la vida, las posibilidades de las personas. Irene tiene re-
cuerdos muy dolorosos y, sólo ayudándola a recordar, se
podrá recuperar de ello. En las pocas sesiones que llevo
con ella, he encontrado información muy deshilvanada,
como es de esperarse, pero normalmente uno cuenta
con alguien de la familia que le cuenta la historia per-
sonal del paciente, y así uno se ayuda para darle pistas
importantes que lo conduzcan a los recuerdos. Pero en
este caso estoy sola, y necesito alguien que me hable más
sobre la infancia y adolescencia de Irene. Hay recuerdos
confusos, tejidos, que requieren mayor conocimiento de
mi parte, y sus padres no están interesados en ayudarme.
—Bueno, doctora, entonces la escucho, hágame
las preguntas que necesite. Yo intentaré contestar lo
que sepa.
Catalina les contó muchas historias de su infancia
con Irene. Les habló de su poder de seducción, de las
hazañas del colegio, de la certeza que siempre había
tenido Irene de ser capaz de transformarse, de trans-
formar el mundo.
—Cuando la conocí, era una niña un poco asustada;
llegaba por primera vez al salón de clase: estábamos en
tercero de primaria. Le pregunté de qué colegio venía
y me dijo que de uno muy aburrido, que acá esperaba
sentirse mejor. Y ahora que la conozco y les cuento esto a
ustedes, me parece obvio que la misma niña atemorizada
poco a poco se adueñara del colegio. Los niños del curso,
148
todos enamorados de ella, y no era la monita del curso,
ni la del mejor cuerpo, pero los seducía por su altivez,
por su desfachatez, por su talante guerrero y amoroso
a la vez. Durante la época del colegio, en especial hasta
que ella empezó a salir con Daniel, pasábamos todo el
tiempo juntas. Los Carmona hasta me llevaban a viajes
por Europa y por la costa, y a otros lugares maravillosos
con ellos. Irene tenía la familia que ninguno de los demás
tenía, y eso nos sorprendía; nos hacía verla con cierta
envidia. Imagínense, estábamos en un colegio donde
la mayoría de los niños tenían los padres separados;
nuestros padres eran revolucionarios, se habían hecho
dueños de su cuerpo. Sin embargo, abandonaron la labor
de la maternidad y de la paternidad. Y por supuesto nos
sentíamos extrañados de tener una compañera de clase
que llegaba a casa y encontraba a mamá, y le hacía pos-
tres y la llevaba a pasear y la acompañaba toda la tarde.
A mí eso me gustaba mucho. Cuando íbamos a su casa
por la tarde, yo sentía que recuperaba por unas horas a
mi madre mientras ella pasaba la vida trabajando por
una revolución que no llegaría. Ahora me ven: tengo
una vida descomplicada y estable con mi pareja, pero
no nos decidimos a tener hijos.
149
en sí misma, que se pasaba días y noches recorriéndose
por dentro, y yo me pasaría años tratando de entender
esas palabras hasta que tuve la edad suficiente para
saber que Irene encontraba en sí misma las baterías, el
ánimo para construir, después del silencio, las cataratas
de vida que sabe producir.
150
amigas y amigos sabían que estar cerca de esa mujer era
vivir al borde de una explosión. El mundo era diferente
ante las puertas que ella nos abría: cómo explicarles esto
si parece tan absurdo con mis palabras. Tal vez nunca
lo entiendan, o tal vez eso ya no será recuperable en
ella, pero mire, doctora: si usted me dijera que le va a
devolver a Irene esa forma de habitar el mundo, yo ha-
ría lo que fuera necesario para ayudarle pero, si la va a
regresar a ese lugar tan triste en que la vi en los últimos
años, desde su regreso de Europa, mejor que no haga
ningún esfuerzo. Bueno, la verdad es que estoy siendo
injusta, pero es que a mí me dolió mucho verla sufrir. La
pérdida de Daniel (aunque mantenían su amantazgo,
lo había perdido) fue un golpe muy duro para Irene,
tanto que la cambió, la aterrizó en un mundo al que
ella no corresponde, un universo donde desapareció
el brillo y la emoción. Cuando llegó María Camila, las
cosas cambiaron. Recuerdo mucho la emoción que le
produjo esa amistad. Cuando empezaron su relación,
por varios meses eran sólo amigas y hablaban de sus
amores, de sus deseos. A Irene le empezó a regresar
un poco su atractivo, su fascinación; le quería mostrar
sus mundos ocultos a esa mujer con quien se identifi-
caba por ser lo contrario de ella, y así fue floreciendo
de nuevo. Y Liliana recordó algunos momentos en que
la congresista se volvía más animada, en que salía lo
más temprano que podía, pero no sabía si era para ver
a Daniel o a María Camila. Y claro, cuando empezaron
a enamorarse, Irene venía a mi casa y me contaba sin
tapujos todo lo que venía sucediendo, y se emocionó
y me dejó entender que estaba encontrando un nuevo
amor en su vida, y yo la acolité, y la acompañé, y conocí
a María Camila. Me pareció rara, distinta, pero supe lo
que significaba para Irene y me hizo feliz saberlas felices
a ellas, y vi el renacer de mi amiga. Me gustaba salir con
151
ellas, pues las puertas del mundo volvieron a abrirse
con la presencia de Irene. Además yo ya no soportaba a
Daniel: me parecía un miedoso absurdo. Y como se había
vuelto tan distante de todos nosotros, no conocíamos a
su esposa, y por eso yo no pude saber lo que de verdad
estaba sucediendo hasta que lo vi escrito en los diarios
y me di cuenta del drama que debieron haber vivido. Me
imaginé esa escena espantosa, el horror de encontrarse
con la mirada de Daniel que las veía, y descubrir que lo
habían dejado por estar juntas.
152
hija. No, doctora, no creo que eso haya pasado. María
Teresa no dejó a Irene ni para ir a trabajar; lo hacía sólo
cuando ella estaba en el colegio.
153
tenía alguna sugerencia para ese encuentro. A Catalina
le cambió el rostro y les advirtió:
—Me imagino que el encuentro será con Pascual.
Tengan mucho cuidado: es un hombre embaucador, un
seductor vital, casi tan magnético como la misma Irene.
Con estas palabras las despidió. La doctora Galindo
no estuvo muy atenta a la descripción de Pascual, pero
muy pronto viviría en carne propia los embates feroces
de ese hombre de ojos verdes como la albahaca. Salieron
y lentamente entraron en las calles angostas, de luces
tenues, en el claroscuro de formas que gravitan en el
aire de una noche casi imaginaria, en el silencio que se
producía en la Candelaria a altas horas de la madrugada.
—Buenos días, doctor Bustos, ¿cómo se encuentra
usted? —saludó la doctora Galindo muy temprano a la
mañana siguiente. Hacía un frío terrible; los alrededores
de la clínica estaban cubiertos de neblina.
—Buen día, doctora, ¿cómo va su terapia con nues-
tra paciente?
—Muy bien aunque, como usted se imaginará, va-
mos muy lento. ¿Cuándo es que nos va a acompañar?
—Ay, doctora, creo que eso le dificultaría mucho su
gestión. Siempre que yo entro en ese cuarto, su paciente
se pone como una fiera.
154
sus aventuras, su vida más íntima?, ¿empezará a recordar
por ese camino?”, se preguntó Beatriz.
155
de amores furtivos, de su prima, del francés, de las es-
pañolas, del viejo Rafa, de las playas, de Grecia. Ese
día Irene se derramó en prosa: soltaba información
como nunca antes. La doctora no sabía si había sido la
referencia a Catalina. Tal vez la memoria de su amiga
le daba las llaves de su intimidad y le permitió hablar
como lo hizo ese día.
156
Beatriz Galindo entró al café. Liliana estaba sen-
tada de frente a la puerta y Pascual le daba la espalda.
Se acercó.
—Buenas noches —saludó la doctora—, discúlpen-
me la tardanza.
—Qué formal es usted, doctora —dijo galante Pas-
cual y se levantó a saludarla. Le extendió la mano y le
dijo—: mucho gusto en conocerla; soy Pascual. Espero
que pronto no necesite el adjetivo de hermano de Daniel
para recordarme.
La mirada de Pascual era lo más potente que Beatriz
había visto en su vida. Quedó clavada en esos ojos que
no olvidaría por muchos días y noches. La conversación
fue muy fluida y no duró mucho tiempo.
157
más dificultades por la estrecha relación que siempre
tuvo con mamá y que Irene había deteriorado, así que
terminó entrando en una rumba más pesada de la que
nosotros imaginamos. Pero de ahí salió, y se fue a ver a
Irene, y nosotros ni idea de que tenía otra novia. Llegó
de Madrid y contó, unos días después, que se casaba. Mi
mamá casi se muere de rabia pero, cuando supo que no
era con Irene, casi muere, pero de dicha. Camila fue re-
cibida en casa como la salvadora, como una libertadora.
Y saben que las batallas que libraba mi hermano eran
las del amor y del odio. En fin, a él nadie lo encuentra,
dicen que se voló del país, pero yo tengo la idea de que
está metido en alguna de las ollas de criminalidad de esta
ciudad. Si ustedes quieren, lo buscamos. Yo, desde hace
varios días, cuando unos amigos dijeron que lo habían
visto, pensé en buscarlo, pero me detuvo no saber para
qué. ¿Qué vida le espera? Dígame, doctora, usted que
sabe de eso, ¿cuál es la peor tortura: dejar que se acabe
en sus fantasías basuqueras o regresarlo a este infierno
de soledad, especialmente ahora que una de sus mujeres
está muerta y la otra, enferma?
—Sí, Pascual, tiene razón, yo también me debato en
preguntas similares sobre Irene, igual que sus padres y
sus amigos, ¿pero no cree usted que es mejor ayudar a
esa mujer, que no podemos permitir que la política de
este país se siga corrompiendo tanto a costa de la dig-
nidad de las pocas personas que hacen las cosas bien?
—Doctora —le advirtió Pascual—, ¿no estará usted
siendo un poco ilusa? la corruptela de este país es ar-
quetípica. Eso no lo cambia nadie; bueno, podría llegar,
como decía el presi gangoso, a sus justas proporciones.
158
un hombre delicioso. De palabras precisas, con manos
gruesas muy bien movidas, y una capacidad mordaz y
aguda de encontrar el lado más brutal a todas las co-
sas. Terminaron la agradable conversación. Pascual
se despidió, grabó en su celular el número de las dos
mujeres, pagó la cuenta y se comprometió a ayudarlas.
Por su parte Liliana y Beatriz se quedaron en la mesa,
conversaron sobre todo lo dicho por Pascual, mas no
sobre él, y decidieron los pasos a dar.
159
articular su relato con verdadera precisión. Catalina se
acercó a saludarla; le extendió la mano, y ella no res-
pondió. Unos minutos después la llamó:
—Ven, amiga, tú no viniste a mi casa, pero sí te
conozco. ¿Cómo está Daniel? —le preguntó.
Catalina no supo qué hacer, guardó silencio hasta
que la doctora Galindo salvó la situación:
—Catalina no lo ve hace muchos días, pero sí ha
visto a tus padres.
—No puede ser, ellos no están más, ¿sabes, Cata?
Se fueron, me dejaron, se los llevaron, ya nunca los vi
más. ¿Y el colegio? —preguntó Irene.
—Bien —le siguió la corriente Catalina—, hace unos
días fui por allá.
—¿Y qué te dijeron de mamá?, ¿Ve, doctora? Sigo sin
recordar el nombre. Son tantas imágenes... veo tantas
cosas... A ti no te veo, Cata, pero sí: ya sé quién eres.
Catalina salió aterrada. No entendía casi nada de
lo que Irene decía. La información sobre su vida era
deshilvanada y, lo peor, errónea. La doctora Galindo le
contó muchas cosas más. Le habló de los temas políti-
cos. Había algo que le decía que Catalina era la persona
que tenía la información que estaban buscando. Y no se
equivocaba. Varias horas después, Catalina, conmovida
por la visita a Irene, las llamó para decirles que tenía
algo para ellas y les entregó los casetes que contenían
la prueba principal de que sí había sido deliberada la
quiebra de los canales públicos.
160
no quedara ningún camino de disidencia. Los canales
públicos, por lo menos, daban un poco de espacio a la
diferencia, aunque en buena medida los manejaban
también los cacaos por su riqueza. No podía soportar
que tomaran esa decisión. Su relación con su jefe venía
deteriorándose, y así terminó traicionándolo. Grabó las
reuniones entre los dos bandos, y allí quedó la prueba
que la congresista necesitaba. Antes de exiliarse, se los
entregó con la condición de que los usara sin contar
cómo los había encontrado. Pero todo se sabe en el bajo
mundo del dinero y de la politiquería, así que terminaron
por enterarse de que existían esos casetes y los buscaban
por mar y cielo. Por eso habían amenazado a Irene, y el
asesor llevaba ya más de dos meses desaparecido allá
en su exilio.
161
logro) fue llenar su mente con la imagen avasalladora
de los ojos de Pascual Soler.
162
Haber encontrado las pruebas que estaban buscando y
saber que por tener esos casetes estaba en un gran peli-
gro, sumado a la alegría que sentía por la forma en que
Irene estaba respondiendo a la terapia, la hacía sentir
en medio de las turbulencias más grandes. Vivía como
en el cine, y su propio ser, el yo tan trabajado de nuestra
doctorcita se revolcaba entre la emoción y los nervios.
Y para completar el cuadro, Pascual Soler la llamó para
pedirle una cita. Quería ir a verla a su consultorio, quería
un encuentro con ella. Su voz le había estremecido cada
parte de su cuerpo. Accedió a darle la cita para el día
siguiente: era la condición que él imponía para seguir
ayudándolas.
163
—Pascual —dijo—, éste es mi consultorio y acá
soy una profesional. Discúlpeme la reacción, pero me
molesta que usted se quiera burlar de mí. Si usted no
quiere ayudarnos, pues bien, buscaremos a su hermano
nosotras solas, pero no me haga esto. —Entonces Pascual
se levantó, tomó su mochila y, sin musitar palabra, salió
de su consultorio.
Pocos segundos después, se escuchó el sonido del
portón de la calle. Ella, por su parte, abrumada por su
reacción, se reacomodó en el sillón y vio salir a ese mu-
chacho que podía tener quince años menos que ella, y se
lamentó por la idea de que no lo vería más, por el vacío
inusitado de no poder sentir nunca más esa violenta y
excitante agitación.
164
8
165
demorado. Sin embargo, Doña Cecilia creía que ella era
un eslabón más de un proceso que sus hijas continua-
rían. Pensaba en un camino a la libertad, a la igualdad,
a las oportunidades, camino que para ella significaba
aun sacrificios y limitaciones. Las ideas libertarias de
Doña Cecilia, en las que el propio Juan Vélez se había
nutrido siempre, eran, sin que la misma Juana pudiera
ser consciente de ello, el motor de sus determinaciones,
la fuerza que la impulsaría a cumplir con todos sus retos.
Su hermana sabía que no estudiaría en un lugar así: a ella
le interesaba el mundo de élite. Los hermanos menores
estaban alucinados con las posibilidades de la vida que
Juana iniciaba y que ellos esperaban también alcanzar.
166
lanzada que fuera, la intimidaban sus palabras largas,
sonoras, extrañas, el conocimiento que ostentaban con
seguridad, y casi le parecía imposible que un día ella
fuera a hablar de la misma forma. Claro que el camino
de las mujeres era aún lento; faltaba mucha historia para
que las señoritas pudieran hablar un poco más duro.
Ellas, la misma Juana, eran también otro eslabón, y lo
más sorprendente: en ese mundo de hombres aguerridos
que dieron la vida por la revolución, la gran revolución
que se estaba fraguando en esas luchas por la igualdad,
y que daría algunos frutos a largo plazo, era la feminista.
167
barbarie que nuestra mal nombrada civilización estaba
desplegando. Era una cadena innumerable de oprobios
contra la humanidad, una larga lista de intereses mezqui-
nos e individuales; el poder del dinero y el pensamiento
desbordados en contra de la humanidad misma. Había-
mos sido capaces de crear los medios para acabar con
la obra de ese Dios abandónico que nos había dejado
en manos de la modernidad, el proyecto más atroz de
nuestra historia. Eran jóvenes que creyeron, por poco
tiempo, en el amor, en el cambio, en la posibilidad de
retomar el camino de la vida, y que cayeron pronto en la
desilusión de un capitalismo que desdoblaba sus garras
para avasallar las ideas y los sueños. Jóvenes soñadores
en muchas latitudes del mundo que pedían un futuro
mejor: París, México, Argentina, Estados Unidos. Largas
manifestaciones y mucha sangre juvenil derramada
mientras ellos llenaban de flores los fusiles pidiendo
paz, fraternidad, libertad, igualdad.
168
la que, en sus primeros dos semestres de estudios, ya
empezaba a participar.
169
Tomás era el menor de sus hermanos, un travieso
muchachito que le sacaba canas a sus padres. Empe-
zó con la marihuana, como todos los demás, inclusive
su hermano mayor, pero sus ansias de aventurarse en
las múltiples sensaciones que albergaba su cerebro,
con ayuda de una que otra droga, lo llevó al límite. Se
escapaba de la casa para consumir hongos, ácidos, y
terminó protagonizando escenas muy dolorosas para
toda la familia, mientras salía a la otra orilla de sus fre-
néticos viajes interiores. Un mañana, mientras todos se
preparaban para salir de casa, unos al colegio, otros a la
universidad y otros a trabajar, lo encontraron en la sala
de la casa, montado en uno de los asientos, bañándose
imaginariamente. Cuando los vio llegar, las palabras que
estaba pronunciando desde hacía horas en esa labor
de limpieza a la que lo llevaban sus propios fantasmas
subieron de tono. Gritos feroces salían de sus labios,
denigrando a cada uno de los miembros de la fami-
lia que lentamente se iban acercando aterrorizados, a
ver el estado de perdición, como lo llamaba don Juan
Vélez , en que se encontraba Tomás. “Eso es culpa de
este monstruo de ciudad”, repetía sin cesar la abuela,
que seguía quejándose de haberse venido del pueblo.
Juana lo adoraba pues era más intrépido y lanzado que
ella misma, y eso ya era mucho decir. Fue siempre su
hermanito menor pero, cuando ya se había convertido
en un hombre, todo un universitario y había supera-
do las crisis infames que pueden llegar a producir los
alucinógenos y los ácidos, se hicieron amigos también.
Con él habló todos los temas de la revolución; a él fue
a quien tuvo siempre de compañero en sus búsquedas,
fue el contacto que la mantendría atada a la familia.
170
un nuevo momento paradigmático en la lucha a la que
pertenecía Juana. En Chile, por vías democráticas, Salva-
dor Allende había llegado al poder; era posible lograrlo
por vías pacíficas, se repetían incansables. El júbilo fue
inmenso, y los planes también. Soñaron que pronto
ganarían unas elecciones, que llegarían a cambiar este
país, y esta vez por las buenas, como en Chile. Uno que
otro de los revolucionarios con los que Juana exacer-
baba sus sentimientos patrióticos y libertarios seguía
dudando de la vía armada, mientras que muchos otros
tenían la certeza de que era el único camino para de-
rrotar a la oligarquía colombiana. Cómo saber quién
tenía la razón. La historia se encargaría en muy pocos
años, con el atroz asesinato de Allende en la Casa de
la Moneda, de demostrarles que por las buenas no se
puede expropiar a quienes lo han tenido todo, que su
poderío es más grande que la bondad y la inteligencia
social, que el bienestar y el progreso eran sólo un ideal
demagógico de la modernidad, ese proyecto elitista y
perverso que contenía y diluía las transformaciones
sociales de la época.
171
largas jornadas de reflexión sobre la situación del país,
la pobreza, los cambios necesarios para redistribuir las
riquezas que tanto les estaban robando.
172
encontrado en los ojos de Juana una luz superior a to-
das las que había siquiera imaginado, y no dejaría de
quererla ni un solo día en el resto de su corta existencia.
“Pero yo iré
entregando a los sapos mi mordido clavel.
Pero tú vendrás
por las turbias cloacas de la oscuridad”.
173
ansiosos. En la vida de Juana ya había habido otros hom-
bres, otros encuentros, de esos que el afán adolescente
de su época deshizo de amores. Encuentros furtivos con
amigos de la revolución. Pero esto era distinto, y quién
le creería eso, cómo podría explicar que ella sabía que
era diferente; era un sentimiento incomparable el que
cobijaba sus células en las palabras ondeantes, sonoras,
perturbadoras que Martín le iba diciendo:
174
comprobaba con una fuerza inusitada la existencia de
Dios. El cuerpo se expandía, eran pieles de esas que
se pegan, que no se pueden vivir más sin el otro, y sin
embargo, su amor era tan firme que no había angustia.
Vivían en la plenitud de haber encontrado los ojos más
amables en que mirarse; eran para el otro la certeza de
la vida, del sentido de continuar en este mundo injusto
y equivocado.
175
futuro tendrán esos muchachos con esas ideas revolu-
cionarias”, repetía el viejo Juan sin cesar. Doña Cecilia
zanjó las discusiones una noche en que se le colmó la
copa: “Frente a todos tus hijos quiero decirte, acá estoy
Juan, han pasado muchos años y sigo creyendo en mi
vida a tu lado. Creo que nada podrá separarme de ti,
menos la muerte, pero recuerda muy bien que desde el
primer día que nos conocimos te lo dije: tú no estabas
a la altura de los cambios que proponías y, si nuestros
hijos son quienes logren esos cambios, pues podrás darte
por bien servido, habrán llevado tu bandera tan lejos
como tú no quisiste llevarla. Y ustedes, jóvenes, tengan
claro que un país no lo cambia un hombre, mucho les
he repetido eso, ni una mujer tampoco, eso es más lento
y complejo de lo que los discursos nos permiten ver.
Algún día verán que de los errores y aciertos de su padre
aprendieron la firmeza, el compromiso con el país, y el
decoro que seguramente los caracterizará”.
176
era un escándalo, y por eso Clara pensaba que Juana
haría el amor por primera vez en su vida con Martín.
Juana conocía el tamaño de su amor por Martín y el
amor que él le profesaba, pero Clara insistía tanto con
ese discurso retrógrado de la abuela que llegó a sentir
temor, hasta el día en que Martín la llevó a casa de sus
padres y la presentó como su novia. Clara insistía que
eso no era un motivo fuerte, que era para hacerle creer
cuentos, pero que la iba a dejar sola, y quién sabe si
hasta embarazada. Pero Juana, con su férrea ilusión de
querer a ese hombre sin cesar, de cambiar este país a su
lado, no hizo más caso a las calumnias de su hermana.
177
lucha de Juana y de Martín se fueron a la guerrilla. Unos,
al ELN y otros, a las FARC. No les importaba perder la
vida; pensaban que ése era el precio justo para que este
país cambiara por fin su rumbo oligárquico y excluyente.
Martín y Juana estaban decididos a seguir los pasos de
sus amigos; empezaron a hacer los contactos necesarios
para subir al monte y, cuando todo estuvo listo, el viejo
Antonio Urbano, un revolucionario empedernido, les
hizo cambiar sus planes.
178
posara en su paisaje. Pasaron varios días de encuentros
constantes, hasta que Inés anunció su partida. Entonces
se cartearon por varios meses, y Antonio le rogó que se
casara con él y se viniera a vivir a San Juan. Sin embargo,
Inés era una mujer de arraigo que tenía claro que nunca
dejaría su ciudad, y le dijo que, sólo si él venía a vivir a
Bogotá, se casarían. Antonio, que sabía que a muchos de
sus amigos intelectuales, incluido Salinas, el Gobierno
colombiano les había negado la entrada al país, sintió
desfallecer ante el temor de que esa conservadora nación
le negara la entrada. Sin embargo, se casaron por poder,
y así logró la residencia para vivir en ese extraño país
donde pasaría varias décadas de su vida.
179
arriesgaran su vida tan rápido, y sobre todo porque no
le encontraba sentido a generar semejante ruptura con
la familia de Juana cuando apenas iban a probar suerte
por allá. En un principio Juana se molestó y mantuvo la
idea de irse pero, con los días, mientras seguían hacien-
do planes para la huida, Martín empezó a convencerla
de esperar unos pocos meses, de tomarse un poco de
tiempo antes de tomar una decisión tan definitiva con
su familia. Juana terminó aceptando, sin imaginarse que
la decisión implacable ya había sido tomada y que no
había marcha atrás: estaba condenada a distanciarse de
su familia pronto, y tal vez para siempre.
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9
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si no te da miedo, y ella pues no, qué más puedo hacer.
Pero a mí me gustaba algo de su mamá. La veía valiente,
y eso que yo a esas alturas no sabía que era de izquierda,
aunque sí nos encontrábamos para ir a las marchas del
1 de Mayo, y yo toda contenta, arengando, pero a Cata
le dolía la soledad, aunque también la hacía fuerte.
Ella se salvó, no como otros de nuestros amigos que
de tanto estar solos se fueron perdiendo en las drogas,
el alcohol y la rumba. Cata no: ella era tranquila, y se
pasaba el tiempo conmigo; yo era más loca y a ella le
encantaba secundarme. Cuando cumplimos quince
años, decidimos que eran dos semanas de rumba, una
para mi cumpleaños y otra para el de ella. Con su mamá
la cosa era fácil, pero con los míos fue bastante difícil.
Entonces, que tenemos que estudiar donde tal y que
tenemos reunión del grupo de música y etcétera, hasta
que nos dejaban salir y nos íbamos y fueron las prime-
ras borracheras. Claro, las drogas todavía no llegaban
pero muy pronto sí, porque nos fuimos de viaje juntas
a Cartagena y allá estaban 1as primas y otros amigos y
terminamos todos trabaditos, delicioso, andando por
ahí, y la Cata toda consciente de la vida y yo perdida,
me hundía en la alucinación de la bareta y me dejaba ir
y mi mente se rebotaba y los pensamientos trastocados
y yo no entendía nada de lo que veía y la música sono-
rísima y la rumba buena y llegar a casa del tío, con ese
hedor a todo y nosotras, escondiéndonos para que no
nos vieran. Por suerte dormíamos en un cuarto lejos
de los demás que, porque estábamos muy ruidosas y
como no había hombres, pues no les preocupaba lo que
pasara por ahí. Y la Cata me ayudaba para verme con
Daniel. Se iba conmigo a su casa, para que mis papás
no se alborotaran, que íbamos a estudiar y ella se iba
a caminar mientras nosotros nos revolvíamos entre las
cobijas de cualquier cama o los cojines de cualquier sofá.
182
Se nos llenaba el alma de contento, todavía inocentes,
jugando a la refriega, aunque yo ya sabía más: ya había
hecho el amor muchas veces antes, pero es que, a los
dieciséis, y ante ese amor, volví a ser virgen. Pero después
ya no lo quería: Cata empezó a odiar a Daniel —ahora
de viejos— porque ella veía que yo sufría mucho. Es
que eso de Daniel de casarse y seguirme prometiendo
esta vida y la otra a mí me destrozaba. Yo quería ser la
de allá, la que lo tenía cuando yo no lo tenía, y Cata se
moría de rabia de que él jugara conmigo y que yo se lo
permitiera. Y se puso contenta cuando supo que me es-
taba enamorando de otra persona. Sí, no se le hizo raro
que fuera una mujer; ella sabía que yo siempre había
coqueteado con mujeres, que me gustaba su sexo, sus
caricias, y me acompañó otra vez en mi enamoramiento
y me escuchaba las historias de ese encuentro potente y
mágico con Camila. Yo regresé a mis cabales, me sentí
viva, tanto que le pude bajar el tono a la política y me
di tiempo para el amor, y Cata feliz. Y más cuando le
dije que ya no veía a Daniel y se preguntaba qué hacía
el loco ese sin mí, porque ella siempre dijo que Daniel
estaba enfermo, que aceptaba mis reglas pero que, por
detrás, no podía vivirlas y que lo único que quería era
poseerme; y yo le decía que no, porque para mi Daniel
era tan bonito, aunque más de una caía en sus brazos
y Cata se enteraba y me decía que no le creyera tanto
eso de que yo era su vida, pero yo sabía que sí. De todas
formas ahora sé que yo era su vida de forma extraña; al
menos me dejó viva. Fui yo la que se quedó a soportar
todos estos recuerdos, o más bien lo haría por venganza,
¿será que la muerte de Camila era una extraña forma de
protegerla de todas estas marcas absurdas y dolorosas?
183
amor es la mayor falacia de los seres humanos. De qué
sustancia extraña estaba hecho el afecto que mantenía
juntos a los seres, me preguntaba yo, y no tengo respuesta,
pues ante el amor a mí siempre se me interpone el des-
tino aciago de estar sola, de perderlo todo, de encontrar
seres que no pueden quedarse. Esta vida de maleta que
me ha tocado, este mundo sin refugios me alberga como
pasajera sin rumbo en una noche larga, fría, derruida. Y
esta ciudad fantasma que nos acogía, que no nos dejaba
ver más allá de nuestras narices y el amor que otra vez
venía, como la muerte, que no se puede resistir y que
nos derrumba sin miramiento. Cata lo supo siempre, y
yo no le creí. Daniel no vendría, estaba tan plagado de
celos, de tristezas, de vacíos, él que se sentía el dueño
silencioso del mundo, porque en su timidez caminaba
con la seguridad de quien no le teme a nada, y yo no
entendía que tanto amor no era explicable, que mi ma-
nera de amarlo lo repelía y lo atraía en un movimiento
perpetuo de pérdida y de desolación.
184
Es un amor grande, poderoso, y Cata lo sabe. Ella
siempre entendió lo que sentíamos Daniel y yo, aunque
le daba miedo que yo sufriera. Pero nos amábamos
con toda la ternura y la entrega. Claro, ella pensaba
que era un amor de adolescentes y ya grandes, y decía:
“¿Viste que te lo dije?, nunca iban a crecer, ustedes se
iban a quedar chiquitos por seguir juntos”. Y claro, así
fue un poco, aunque tuvimos que acompañar tantas
transformaciones del uno y de la otra, tantas nuevas
etapas, tantos sueños frustrados y tantos logros. Empe-
zamos a querernos como niños; me dijo que si quería
ser su hermanita, la que nunca tuvo y yo que sí, y así
nos hicimos novios. Y pensábamos que era más lindo
ser novios como hermanos y yo me sentía feliz porque
yo sí que no tenía ni hermanos ni hermanas, y él me
llenaba todos los vacíos y empezamos a crecer juntos y
al comienzo él era todo lo que yo necesitaba. Pasábamos
los días en ese insólito devenir de los adolescentes que
olvidan que el mundo exterior existe. Aunque a veces yo
pasaba las horas en su casa hablando con su padre de
temas políticos y el viejo se sorprendía de que yo fuera
tan versada. Pero con los días me olvidé de todo, y a
mi familia le parecía que esa junta con Daniel era una
pérdida de tiempo: ya no me interesaba leer ni tocar el
piano. Solo quería verlo y hablar con él por teléfono y
salir a pasear por ahí y, claro, darnos besos y más besos,
porque estábamos inaugurando el mundo del amor, de
la plenitud y yo que no sabía que esas sensaciones no
regresarían más, porque el resto de mis amores serían
de paso, de hotel, amores sin certezas, y por eso me
dolió tanto su abandono, tan duro, porque perder la
única certeza que tenía, mi Daniel, que para mí no se
podía ir nunca, era imposible. Yo no entendía eso, pero
no había salida; ésa era la realidad y por eso me di a la
tarea de aceptar su nueva vida, de dejarlo ir y, cuando
185
lo hice, nadie me creía, casi ni Cata. Sólo cuando me vio
tan feliz, enamorándome otra vez, creyó que era posible.
186
en este mundo. Sabía que no estaba del todo en algún
lugar, que me estaba diluyendo y que tenía que vivir sin
tregua para sentirme acá, para no perderme, y Daniel
era la víctima de mis andanzas, pues sufría mucho. Él
quería que yo frenara, pero no lo decía y más bien me
azuzaba a hacer más, a no detenerme. Cómo podía yo
saber que, en cada nueva determinación vital mía, lo
perdía un poco más, que Daniel se iba llenando de un
miedo desbordante del que nunca saldría.
187
otra forma encontramos un vacío interno, una tristeza,
una fractura que nos lleva a criticarlos.
188
podían tomar. Tal vez se salvaron de que se lo dijera, o
lo sabrán ahora, me pregunto, tal vez no, porque yo me
sumí en otro silencio y nada de palabras y no les digo
nada y, como sus rostros se perdieron, ya no sé cuáles
son y quién me habla y quién me mira, y usted sólo sabe
aterrorizarme y yo me siento perdida, y lo siento pero
debo irme y bueno, tanta piel que me toca a mí oler y
cómo se graban esos olores y esas sensaciones y ya ni
sé quién es quién, ni Camila, que tanto se adentró en
mi ser. Con esas ganas que tenía de aprender, de vivir,
de hacer lo que hasta ese momento no había hecho y
yo con miedo de que despertara demasiado porque yo
la quería para mí, así como se daba a su marido hasta
que llegué yo, y zas; tanto no saber lo que de verdad
nos corría pierna arriba y bueno, Cata todo el tiempo
acompañándome, conversando, sin parar; hasta dos
días seguidos pasamos una vez en medio de todas las
elucubraciones. Sí, lo recuerdo, fue un descolorido otoño
en Nueva York, un viaje relámpago para alejarnos de
alguna pena de amor o algo por el estilo y estuvimos
dos días enteros deambulando de café en café de bar
en bar, comiendo bagels con café en los desayunaderos
de la ciudad, mientras nos ayudábamos a tomar alguna
de las decisiones importantes que finalmente nunca
tomamos, como que yo me iba a casar con Daniel o
que ella se separaba del hombre con el que hasta ese
momento seguía compartiendo su vida, claro, todo esto
cuando eran apenas novios y esas jornadas nos hacían
más felices que el resto de la vida y salíamos las dos
por ahí abrazadas, con más de un Martini en la cabeza,
seguras de que nada ni nadie podría hacer que dejára-
mos de vivir esa amistad que nos habíamos inventado
la una para la otra.
189
Con Daniel el diálogo era diferente. De tanto mi-
metismo, sólo podíamos encontrar en el otro lo que se
parecía y, cuando empezaron las diferencias, nos llegó
el momento de ver el reto que teníamos para amarnos
sin castrarnos. Sí, llegamos a la universidad y cada uno
a sus estudios. Él, música (eso era indudable que pasa-
ría) y yo, Ciencias Políticas, una carrera que me ayudó
a delinear mis pasiones nacionales, porque yo estaba
segura de que tenía mucho que aportarle a este país.
Me había hecho a la idea de que yo sabía un camino
pacífico de ayudar a transformarlo; qué ilusa, no sabía
aún todas las vacuidades de los seres humanos, lo poco
que nuestra condición actual nos permite transformar.
El tiempo me llevaría a entender que preferimos ser
el subyugador, o por lo menos soñar con serlo en vez
de romper ataduras y de buscar una sociedad donde
la libertad y la responsabilidad sean una posibilidad.
Yo estaba dispuesta, siempre lo he estado, a pensar, a
entender lo que pasaba; veía con claridad el sistema
y entendí, desde muy joven que, tal como estaban las
cosas, este mundo iba para el infierno. Razón tenían
los que decían que el infierno está en este mundo, en
este reino de los humanos y sus banalidades, pero la
verdad es que cada vez era más evidente para mí que
las personas no estaban dispuestas a ceder la facilidad
de tener, o lo que es peor, de pasarse la vida soñando
con tener lo que quizás, sin saberlo, nunca tendrían.
190
muchas experiencias antes de pensar en que nuestra
relación fuera el lugar de llegada de nuestros amores. Yo
lo entendí y le pedí que lo entendiera y él que bueno que
tú tienes razón, pero día a día en él crecía un dolor que
no me explicaba, del que no hablaba y yo seguía viviendo,
dándome permiso de vivir todo aquello que mis sentidos
y mi razón, tejidos en una oscilación que los confundía
me dictaban. Mi vida era cada vez más y más compleja;
él decía que sí, que estábamos bien y yo pensaba que así
era y Pascual, su hermano, que me decía que yo lo había
llevado a las drogas, al fondo del pozo, al infierno, como
si la vida de los que no llegan allá no estuviera también
en este infierno que es vivir en medio de una sociedad
hipócrita, grotesca y cómoda; este mundo donde no nos
animamos a pensar por nosotros mismos, donde todos
como salchichas mantenemos la injusticia y la desigual-
dad. Yo quería más, quería conocer, y Daniel, cuando
supo que yo andaba por ahí fumando quién sabe qué
cosas, empezó con el cuentito de que él la iba a probar
también, y yo le decía que él la llevaba en la sangre, que
no la necesitaba, pero cómo iba yo a negarle ese deseo,
ese manantial de riquezas y alucinaciones internas que
podría encontrar en sí mismo y pensaba cómo sería mi
Daniel componiendo bien trabado, si así era alucinante,
porque uno de nuestros mayores encuentros estaba en
su música. Yo me sentía habitar ahí; él decía que yo
era su musa, y eso me hacía feliz y pasábamos días, no
importa dónde ni cuándo, pero el tiempo se detenía y
él sólo me hablaba de lo que estaba componiendo y yo
lo entendía y lo seguía y hasta lo ayudaba a copiar en
las partituras sus ideas, esas mágicas formas del arte.
Porque yo siempre pensé que la música era el arte más
perfecto y con Daniel sí que lo entendía. Y entonces yo
observaba cómo brotaba la música de su cuerpo, de
esa mente prodigiosa y me enamoraba más y no quería
191
perderlo nunca; bueno, en realidad no se me ocurría
que así pudiera ser, y viajábamos por el mundo. Aun en
Bogotá, la ciudad era un viaje para nosotros y cuando
llegó y me dijo que ahora sí había probado aquello y
que por qué no nos echábamos un polvo trabados y
entonces empezamos a probarlo todo juntos y yo veía
que su música seguía creciendo y entonces me fui para
Europa y él ya andaba días perdiéndose por ahí, en esas
rumbas largas, como él las llamaba y yo no sabía muy
bien qué hacía, pero claro, como queríamos ser libres
no nos inmiscuíamos en la vida del otro, ni preguntá-
bamos nada, hasta que Pascual me dijo que viniera y lo
ayudara a encontrar a Daniel, que por qué yo lo había
metido allá. Bueno, eso decía la mamá; Pascual dizque
no pensaba igual, pero que no me apareciera por la
casa de ellos porque su mamá no me podía ni ver y yo
ayudando y entonces encontramos el rumbiadero de
mi compositor. Encontramos ese pequeño infierno, esa
alegoría de la sociedad que hemos inventado, ese lugar
que llaman “Cartucho” y que cada día vuelve a crearse
en cualquier esquina de la ciudad, porque como ya dije
el infierno está en todas partes, pero aquí lo vive uno con
mucha fuerza y era increíble ver tanto niño bien por ahí,
como salidos de los grabados de Goya, perdidos en las
alucinaciones de un vicio que les daba la única salida a
ese mundo del éxito en el que ellos mismos no creían, y
Daniel allí, entre basura y hogueras infrahumanas, en la
inmundicia, desmadejado, ido, y nosotros tratando de
sacarlo y yo con el alma deshecha y Pascual con su paso
certero; lo sacamos y lo ayudaron en un centro. Meses
después se fue a Europa a verme y yo que sí, que ahora
sí me caso, que listo y él ya había tomado la decisión de
casarse con la otra, con la que no necesitaba vivir más o
menos. Lo que más le gustó a Daniel de Camila fue eso:
que ella no hablaba de experiencias por vivir, que ella no
192
tenía sueños de expandirse, de extender sus percepcio-
nes, su entendimiento y claro, cuando llegó el día ese,
no soportó que yo le hubiera dado alas a Camila, que
la hubiera vuelto un ave de vuelo largo, que Camila se
dejara llevar por mi instinto aventurero y lo dijo, lo gritó
y siempre igual, yo le decía que lo amaba y él me hacía el
amor con ternura, con valentía, con necesidad, porque
dizque su vida estaba en mi sexo y que no podía vivir
sin él, sin esa cuca prodigiosa en la que se había criado,
y bueno llegó, y los gritos y todo eso, que lo saquen, que
no vuelva y ella aterrorizada, con los ojos en el infinito
y yo sin entender y en fin… Claro, las reglas estaban
claras: teníamos que vivir y aceptaríamos lo que viniera,
pero por supuesto eso no era posible. Nuestro mandato
de la posesión era muy fuerte y no éramos capaces de
entender la vida del otro y entonces los celos, el miedo,
pero era poquito, porque no hablábamos mucho, hoy no
nos vemos y al otro día ni una palabra, como si hubié-
ramos estado en un agujero negro y no quedaba nada
que decir, pero de vez en cuando nos contaban que lo
vi, que estaba con un tipo y se la veía lo más de feliz, o
nos encontrábamos y bueno, el dolor y la angustia de
no poder frenar eso, de saber que la vida no da espera,
que teníamos diecisiete o diecinueve o veintidós o vein-
ticinco o veintiocho, que sólo se es joven una vez y yo
andando de un lado para otro, y él imaginándome por
ahí y yo pensando en él, en las mujeres que gozarían de
su música, su cuerpo, su cadencia, pero siempre firme,
convencida y él perdiéndose, dejándome, salvándose
de las torturas de mi vida.
193
salir a dar una vuelta y me fui, a su piso, el de Rafa, y me
metí ya ni sé qué, y no salí de allá en dos días, porque
además la responsabilidad del matrimonio me hacía
pensar que ahora sí, que la política era una obligación al
retornar y yo tenía miedo de perderme cualquier movida
en Madrid, y Daniel me esperaba en casa y yo jadeando
con Rafa, ese español visionario y poeta que me había
seducido con sus juegos y sus magias de saltimbanqui
y sus gorritas de fieltro y sus objetos voladores y sus
espacios laberínticos y esas alas en vuelo de sus besos
y yo me dejaba ir y llevaba meses en ese vuelo por los
más intrincados recodos de mis sentidos, y Daniel me
esperaba en casa, y yo sin salir de allí, en medio de una
sinfonía de relojes, con las ventanas cerradas para que
no se nos escapara el olor a sexo, porque tú eres mi
heroína y me cantaba la canción y seguíamos de viaje
y yo feliz, y leíamos a Bukowsky y Daniel me esperaba
en casa y yo ni me acordaba hasta que Rafa me dijo que
regresara, que estábamos en Madrid, que las galaxias se
habían ido y yo aterricé en la ciudad y el olor de Daniel
llegó y salí corriendo, a medio vestir, y Rafa queriendo
despedirse y yo que no y lo dejé impávido y Daniel ya
no me esperaba en casa y me fui al retiro y claro estaba
sentado en una banca, cerca del ángel famoso, tocando
con su saxo esas lentas notas de la canción más lúgubre
que hubiera compuesto, la canción del adiós, la canción
de la despedida y yo no podía saberlo y él me vio llegar
y me dijo “Hola” y yo, “Lo siento”. Me recibió como si
nada y pasamos los últimos días, que yo no sabía últimos,
de ese amor que siempre quiso ser certero y que yo no
acepté y se regresó una tarde y yo quedé convencida y
soñaba, como las niñas, con bodas y trajes y demás, todo
eso que no llegaría, que nunca sucedería.
194
No puede ser tanto abismo, tanta desazón, tanto
abatimiento. Cómo decirlo, cómo explicar todo esto que
se siente, todo lo que se ve agolpado en esta memoria
incontenible mía. Rostros como flashes, luces que suben
y bajan de un escenario de sufrimientos, gentes que se
pierden en el panorama triste de mis recuerdos, profun-
do eco de voces que no llegan, que no alcanzan a ser
presencias, que golpean continuas este silencio de mis
días. Como el cuchillo y las armas y el latir del corazón
que no se contenía y la mirada aturdida, las preguntas
que explotaban y de erótico nada, de sumisión, de tor-
tura, de delirio todo, como con el filo en el cuello y la
soga que pendía de tus ojos y yo saltando sin dudarlo y
claro ese latir insoportable y esa sangre que se expande
y el cuerpo indómito, desorbitado y el terror de mirar
y la imposibilidad de cerrar los ojos y sus voces que no
cesan que siguen retumbando. Que se detengan ya, que
no regresen, que no te vayas, no me dejes, no me dejes.
195
Daniel, y le dije que seguía en pie y ella me explicó que
le habían dicho que se casaba con otra persona y yo que
cómo se le ocurre si me está esperando en poco tiempo,
ahora que termine mis labores acá y pueda regresar, y la
pobre Cata, que ya no tenía contacto casi con nadie que
fuera cercano a Daniel, pues no le interesaba esa gente,
se quedó aterrorizada de dudas, pero no hurgó más el
tema, se creyó mis palabras o quizás no quiso decirme
más para que lo descubriera yo misma y sí, así sería, y
a mí no se me pasaba por la mente.
196
sintiendo, ella sabía de mí, ella me podía ver sin difi-
cultad, sabía que la ciudad era mi perdición, que cada
rincón sería siempre un abrupto flechazo de recuerdos
y que Daniel estaría presente a cada segundo; porque
sus calles eran una resonancia de su música, porque él,
el compositor de la ciudad, se había dedicado a cantarla
y mi andar por Bogotá era una variación eterna sobre
un tema imposible: el tema de su ausencia.
197
10
199
Luego del interrogatorio, el señor Carmona (quizás
le gustaría más que lo llamaran “doctor”) intentó con-
cluir la conversación con una serie de comentarios que
dejaron en la nebulosa a estas investigadoras amateur de
casos judiciales extremos. Sólo horas más tarde, Liliana
y Beatriz Galindo entenderían que el padre de Irene las
había confundido, que había jugado con ellas. Todo eso
las llevó a preguntarse qué les estaría ocultando, qué
necesidad tenía de impedir, como lo había logrado,
que ellas le preguntaran lo que de verdad era impor-
tante saber para esclarecer la situación de Irene. Pues
don Gerardo, con su maestría de funcionario público
para eludir conversaciones, consiguió que al final ellas
no hicieran las preguntas que venían a hacer, y por el
contrario, dio su versión de la situación de Irene, la cual
en su momento parecía muy acertada pero que, con un
poco de inteligencia y tiempo, generaba muchas más
dudas que certezas.
200
ese joven, pero no pensamos que llegaría tan lejos. Sin
embargo, las coordenadas de la realidad, y perdonen si
me pongo como poético, es mi forma de soportar esta
conversación, nos fueron llevando a la encrucijada de
aceptar que uno de los dos había cometido esa atroci-
dad. Y bueno, además ha sido difícil entender eso de
que estaba viviendo con la mujer esa, con su gusto por
los hombres, tanto que yo siempre se lo cuestionaba
pues me parecía que andaba con muchos amigos, to-
dos raros, políticos, y demás, pero nosotros estamos en
este mundo para acompañarla y no haríamos más que
aceptar sus decisiones, como siempre lo hicimos. Intuyo
que usted no sabe, doctora: Irene ha sufrido siempre
de unos vacíos de conciencia. Ella tenía unos terribles
silencios, que no eran muy frecuentes, pero que sus
amigos, la misma Catalina, conocen, y los médicos nos
han dicho que, en esos espacios sin conciencia, Irene
podía construir realidades alternas que la llevaban a
imaginarse otra vida. Por eso pensábamos que ella se-
ría escritora, pues en su infancia componía cuentos y
poemas en que el mundo infantil de sus personajes era
diametralmente opuesto al de su propia vida. Nosotros
tal vez no les dimos la importancia debida a esas situa-
ciones, aunque sí la llevamos a psicólogos, pero ahora
nos damos golpes de pecho, pues el médico que dio el
veredicto, como les venía contando, dijo además que,
en esos vacíos mentales de Irene, había ido creciendo
otra vida, o mejor, su ser criminal y que por ello había
llegado hasta este punto. —La doctora intentaba hacer
comentarios, pero Gerardo Carmona, con un gesto de
mano displicente y amable a la vez, le indicaba que
guardara silencio.
201
algún día eso se aclare. Pero miren, además de estas
posibles injusticias, creo que ustedes deben saber que
están arriesgando sus vidas. Nosotros estamos amena-
zados. Llaman semanalmente a casa preguntando por
unos casetes, que no conocemos y que nos pueden costar
la vida, como dicen esos hombres. No sé hasta dónde
vale la pena que ustedes se arriesguen tanto. No quiero
desanimarlas, pero por favor tengan mucho cuidado. No
hemos abandonado el país, pues tenemos la esperanza
de que Irene regrese a sus cabales algún día, que nos
deje verla. Por ahora, ya usted lo mencionó, dice que no
somos sus padres, pues está sumida en ese otro mundo
imaginario que fue construyendo a lo largo de su vida
de inconsciencia. Pero ustedes se imaginarán que unos
padres entregados como nosotros no son capaces de
abandonar a su hija en un momento como éste. Sepan
que estamos para ayudarlas; cualquier otra información
que necesiten, no duden en llamarme. Estaré dispues-
to a conversar con ustedes; de nuevo gracias, muchas
gracias por lo que hacen.
202
de clase media a soportar las encrucijadas de este ser
utilitario y eficiente que vamos siendo a estas alturas de
la historia, sin ver de cerca otros mundos de su país. Y,
para completar, Pascual horadaba su mente con su olor
que entonces invadía el consultorio. “Qué tonta fui —se
repetía sin cesar— tanta pataleta por el miedo de decirle
que yo tampoco puedo dejar de pensarlo, que quisiera
pasar mis horas con él”.
203
vicioso, imparable. Pero la amiga de la doctora estaba
apenas en los primeros meses del desamor, cuando ya
se ha aceptado. Quizás hasta trajera ya una historia de
amor incipiente, o nuevas recetas para soportar la sole-
dad, de esas que la misma doctora Galindo le ayudaba
a refutar. Y la otra, una mujer que también orillaba los
cincuenta, atractivísima, muy bien casada, estable, y
que por tema de conversación aportaba la vida de sus
hijos e hijas (solía evitar hablar de su propia vida) que,
ya mayores (era de las que había empezado a tener hijos
muy joven), enfrentaban el reto de construir relaciones
de pareja en este mundo que ha desdibujado los medios
para los fines. Y, claro, no faltaría el momento en que le
preguntarían a la doctora, como sucedió: “¿Y tú cómo
estás?”. Y ella, que no les iba a contar por mucho tiempo
sus aventuras de detective, les contestó con pausa, como
para que no quedaran dudas:
—Estoy un poco confundida —mientras hablaba, se
recogía el pelo y lo sostenía en una moña imaginaria con
una de sus manos—, mejor dicho, perdida. Cada día me
convenzo más de que he gastado mi vida impulsando
a las personas que me rodean a vivir en un naufragio
permanente. Yo, que me creía que les ayudaba a pasar
por este mundo de forma más digna... Me retumban en
la mente esas palabras del olvidado maestro, ese que
siempre regresa, cuando decía que, si fuéramos capaces
de entender el mundo que estamos inventando, sabría-
mos que vamos al colapso, y cada día entiendo más y me
duele y me doy golpes de pecho, pues pienso que la única
salida que queda para no perpetuar la maquinita que
nos llevará a la destrucción está en el límite; el suicidio,
la locura o el abismo de vivir en lo más intenso, y claro,
todo eso va contra mis propias teorías de cómo salvarnos
de las incertidumbres. —Que Beatriz se encontrara en
204
crisis era normal, pero que pusiera en duda su carrera
ya era demasiado extraño, pensaban sus amigas.
—Bueno, ¿pero hay algo más que nos quieras contar,
te estás enamorando? —le preguntaron. Ella sonrió y
prefirió callar: por ahora ese fantasma llamado Pascual
no rondaría los chismorreos con sus amigas, aunque le
costara no nombrarlo. Estaba tan presente, tan clavado
en sus deseos...
Terminaron sus capuchinos, los discretos postres
que compartieron, y un extraño silencio se coló en la
conversación. Ellas no entendían qué le sucedía, pero en
fin, ya habría días más claros, pensaron. Se despidieron
como casi siempre, contentas de haber compartido sus
historias con las otras.
205
verla vivir, acompañarla tan cerca y tan lejos como para
que ella, su mujer, se sintiera libre, fuera soberana de
su propio destino.
—¿Cómo es tu mamá?
—Yo sé que mamá tiene miedo y quiero protegerla.
Por las noches, ahora que vivimos en otra casa, como
de unos amigos, y no salimos casi a la calle, me acuesto
pegadita a su cuerpo y escucho su corazón y pienso que
es tan linda y la abrazo fuerte, como para que nunca se
vaya, y no sé ese pensamiento a qué viene, si ella está
206
siempre ahí. Como papá sí se va, a mí me duele que a
ella le haga tanta falta; es que lo echa mucho de menos.
Habla de él todo el día y ahora me dice que en la calle,
si salimos —aunque pasan los días y nada, seguimos
encerradas—, que no hable de él, que mejor no diga
nada de papá y a mí que me gusta tanto hablar de él que
me da miedo que se me salgan las palabras. Yo trato de
cuidarla, aunque soy chiquitita y su cuerpo me cubre.
Me siento calentita y me duermo contenta, porque ella
concilia el sueño y se relaja y yo también y al otro día
volvemos a jugar mucho y pasamos el tiempo allí y que
no te acerques a las ventanas, y yo me siento con ella y la
miro y quiero ver a los abuelos, pero todavía no se puede.
¿Dónde estás, Irene? No paro de correr. Estamos
en el parque y mamá está feliz, ya viene la abuela. Nos
vemos en ese parque, muy de vez en cuando. Mamá
dice que ella es la mujer de la fuerza, que es un motor
y yo casi no entiendo, pero sí veo que mamá queda
contenta. Pasa días felices, cantando, como que todo
tiene sentido para ella de nuevo. A mí me parece que
a mamá la ausencia de papá la enferma, pero ella me
quiere a mí, y por eso no se va más.
Y de súbito regresa el silencio. Irene se hunde en su
vacío y la doctora Galindo sale, apurada, para cumplir
con la cita con Liliana. Habían quedado como siempre
en el Café de Merlín, para tomar nuevas determinacio-
nes estratégicas.
207
criminalidad en los vacíos mentales. Yo sabía de sus
estados amnésicos, pues en los archivos del juzgado se
mencionan, y también porque en el diálogo con ella se
han hecho evidentes, pero estoy casi segura de que ella
está encontrando nudos narrativos en su mente que
hacen referencia a su vida real, que la ayudan a recordar.
No sé si puede ser que sus padres llegaron a tener algún
tipo de militancia política, o algo por el estilo, o si había
algún motivo por el que se separaban y se escondían.
Pero en la narración de Irene encuentro que su padre
las abandonaba por periodos. Cómo saberlo. Alguna
dificultad con el Gobierno de turno, o un problema con
algún político.
—Cada vez me parece más que en este país todo
es posible. Sin embargo, no están dispuestos a hablar, y
quizás no hay salida —aseveró Liliana—. Bueno, docto-
ra, además debo decirle que el otro senador amigo que
conoce el caso de la pauta publicitaria está dispuesto a
empezar la controversia.
—Yo lo he estado pensado —respondió la doctora—,
y creo que debemos darle un poco de tiempo a la entrega
de los casetes. El proceso con Irene avanza y no quiero
que por razones externas nos imposibiliten continuar
la terapia. Doctora, se me olvidaba decirle que Pascual
Soler se comunicó conmigo ayer; dice que encontró
documentos que quizá a usted le interesaría ver. Quedó
en llegar a eso de las siete.
208
Intentaron, con el ritmo de la respiración, con la mirada,
con un leve movimiento de las manos, decirse todo lo
que estaban sintiendo. La doctora era poco experta en
estas cosas, y eso que escuchaba a diario historias sobre
el tema. Pero la fuerza de su deseo la transformó por
unos instantes en una fiera, en un ser desbordado que
era capaz de hacerle saber al otro lo que sentía, en una
economía contenida y deliciosa, mientras uno trataba
de actuar como si nada sucediera, como si su presencia
no fuera una chispa en sus días. Quiso decirle muchas
cosas, pero los minutos fueron demasiado cortos para
vencer sus miedos. Por su parte, Pascual parecía estar
molesto con ella, y la ignoró un poco, como si la última
vez no le hubiera declarado su deseo. En fin, Pascual
parecía saber más de estos oficios, aun siendo mucho
más joven que la doctora, y quizás tuviera claro que
ese poco de indiferencia podría ser el detonante que la
llevaría a perderse en sus seducciones.
209
Tampoco la familia de María Camila había procurado
encontrar sus pertenencias. Todo estaba intacto. Pude
ver el dolor que reinaba en el lugar. Mi hermano no re-
gresó más; todavía no lo han vuelto a ver. El apartamento
estaba desordenado, atiborrado de pequeños objetos y
retratos que mostraban la profunda melancolía en que
estaba sumido Daniel antes de ir a buscarlas. Yo me ha-
bía enterado de su separación, pero no supe nada más.
Daniel era un hombre muy reservado, y pocas cosas me
contaba. Sí, había hecho de su casa un altar de culto a
esas dos mujeres, a su ausencia. Llegó al punto de po-
nerles un detective que les tomaba fotos. Y quizás él se
dejaba seducir por la angustia de ese descubrimiento.
Sus dos mujeres, los lados opuestos de su propia vida
unidos por la más perfecta de las comuniones: el sexo.
Por la historia que encontré en el lugar y por los frag-
mentos de papeles escritos por él, creo que supo de la
relación de sus dos mujeres varias semanas antes del
encuentro final. Doctora, encontré una nota que había
dejado sobre la mesa. No tiene fecha, pero supongo que
la escribió poco antes de salir a su encuentro. “Nada
queda. Sólo los fragmentos de mi deshilvanada esta-
día en este mundo desvencijado y turbio. Me aturden
las imágenes, los sueños, los recuerdos. Sus rostros se
multiplican y me horadan sin cesar. Sé que mi rumbo
se ha perdido, no tengo salida, ellas lo justificaban todo,
ellas eran la balanza donde yo me regocijaba. Hasta la
música me abandona… queda el silencio, el deseo de
verlas. Ahora soy yo el que se las imagina, tanto como
ellas me imaginaban con la otra, la invisible, y yo conven-
cido de que ellas eran las alas que mantenían mi vuelo.
Caído. Como el ángel. Así quedo, aplastado, sostenido
en la soga que me ahorca y no me deja morir. Camila, la
certeza, la fuerza, el soporte. Irene, la pasión, el vértigo,
la música. Debo ir al encuentro. Una señal lo dice. Me
210
esperan, las veré, sí, las veré y seré yo el testigo más real
de sus deseos”. ¿Lo ven?, Daniel perdió el rumbo. ¿Para
qué encontrarlo?, ¿para qué buscarlo? —repetía Pascual.
Luego continuaron la conversación y se convencieron de
que era importante saber la verdad de lo sucedido. Daniel
e Irene seguían vivos y tenían derecho a una segunda
oportunidad, para no ser condenados por asesinos—.
Usted podrá interpretar esa disyuntiva de mi hermano
mejor que yo, doctora, ¿pero no le parece que Daniel
estaba encontrando en María Camila las certezas de
nuestra madre, esa forma incondicional de estar para
nosotros, mientras que en Irene encontraba el campo
creativo, fundado en su carácter incierto, como nuestro
padre, quien por sus ocupaciones y sus mujeres fue siem-
pre un ser casi intangible para nosotros, un individuo
que con sus ausencias producía sufrimientos a granel?
En fin, como ve, el mundo de Daniel era profundo y
complejo también. Y claro, supongo que el de María
Camila también debía serlo. Somos tan indescifrables,
¿verdad, doctora?
Pascual Soler había pasado toda la conversación
interpelando a Beatriz Galindo, acercándola y alejándola
de sus palabras, coqueteándole con su apatía. Minutos
más tarde, se encontraban solos en el auto de la doc-
tora; Pascual Soler le había pedido que lo acercara a
un lugar del norte de la ciudad. Recorrieron el trayecto
hablando de temas diversos, temas que la doctora no
podría recordar. Tanto la desbordaba ese hombre que
le impedía conectarse con la realidad. Pero aterrizó, de
manera intempestiva, cuando Pascual, antes de bajarse
del coche, le dijo:
—Doctora, yo también necesito una mujer incierta
para vivir, y creo que esa mujer puede ser usted. —No le
dio tiempo de reaccionar. Se bajó del carro, sin vacilar,
y emprendió la marcha.
211
“¿Qué hacer ahora?”, se preguntó la doctora. ¿Cómo
reencontrarlo, cómo controlar sus ganas, cuando su
presente cada vez la llevaba más y más cerca del abismo,
del deseo de romper cualquier límite? Quería sentirse
viva, y este hombre la estaba ayudando en su propósito.
Entonces recordó las palabras de Catalina cuando les
había dicho que se cuidaran de ese hombre, ¿qué querría
decir, de qué perversión cuidarse, y cómo frenar cuando
la suerte parecía ya estar echada?
212
En el rincón de Irene, la conversación siguió fluyen-
do. La doctora pensaba que estaban próximas a encontrar
los nudos que no le permitían a Irene terminar de unir
sus recuerdos. Muchas de las narraciones que le relataba
desaparecían como por arte de magia de su mente al día
siguiente. Eran destellos que se negaban a sí mismos. Sin
embargo, la doctora sentía que las historias de Irene la
estaban ayudando a entender su mundo interno, bueno,
el de las dos, y eso le daba sentido a esta búsqueda. Los
agujeros negros de su mente estaban llenándose paula-
tinamente de nombres y anécdotas que iluminaban, no
sin ocultar sus sufrimientos, el rostro de Irene Carmona.
213
que temían develar. Quería buscarlos, pero le pareció
que lo mejor era lograr que Irene quisiera verlos. Ya
había encontrado el rostro de su madre, con nombre
propio, y el de su padre. Quizás, si conseguía despertarla
de ese nuevo letargo, aceptaría una visita suya, y así los
podría vincular en el proceso. Así mantuvo el diálogo,
intentando abrir la mente de la congresista, buscando
que dejara fluir su catarata de recuerdos inconexos. Creía
que habían creado ya algunas ataduras en sus relatos
que, en esa mente delirante y sorda, los recuerdos em-
pezaban a moldearse, a tejerse. Quizás estaba mucho
más cerca de lo imaginado de los núcleos detonadores
de su amnesia. Sin embargo, con los días lo único que
logró fue devolverla a la imagen de esa mujer, de Juana
Vélez. Sólo de ella hablaba, con tremenda dificultad.
Fueron sesiones lentas, agobiantes. En estos casos los
retrocesos son normales y eso lo sabía la doctora, pero
no estaba muy a gusto con el actual. Sentía que nadie le
daba las pistas que ella necesitaba, y así se le dificultaba
mucho más la labor de reorganización de esa memoria.
Pero el recuerdo de esa mujer, que parecía muy real, y no
un invento de sus alucinaciones de infancia, como decía
el señor Carmona, le daba un brillo especial a su rostro,
pese a lo difícil que resultaba regresarla a las palabras.
214
en el rostro de los tres, tanto que abría un abismo a las
palabras. Ellos parecían sentirse señalados, eso estaba
claro para Beatriz Galindo, y ella sentía miedo de sus
reacciones.
—Vengo a decirles que el momento de ver a Irene
está cerca. Creo que pronto lograremos que los reciba.
Ya los ha recordado, hasta me ha dicho su nombre: Doña
María Teresa. Sin embargo, debo decirles que Irene vive
de unos recuerdos que necesito que me aclaren. Me
habla de otra madre, quizás alguien que la cuidó en
su primera infancia. Una tal Juana Vélez, y de verdad
necesito que me ayuden a encontrarla, es quizás una
de las personas que más nos ayudarían.
La doctora Galindo no midió la magnitud de la si-
tuación. No se imaginó que esos dos seres, desolados y
solitarios, pudieran sentir tanto miedo de sus palabras
y de sus peticiones.
—Doctora —replicó el padre de Irene, con el rostro
demudado—, ya le hemos dicho que nuestra hija tiene
en su mente un mundo imaginario. En sus vacíos de
memoria, deliraba a veces y aparecían personas que
nunca habíamos conocido. —En ese instante una traza
de terror apareció en el rostro de doña María Teresa—.
No intente encontrar personas que no existen. No pierda
su tiempo. Claro que queremos ver a nuestra hija; en
cuanto crea que podemos verla, no dude en llamarnos.
Por ahora déjenos tranquilos, ya suficiente tenemos con
el dolor que nos acompaña. Y ahora, por favor, váyase
de nuestra casa.
215
oficina era ahora un ser seco e impenetrable. Le llamó la
atención su descortesía y la antipatía con que la señora
de Carmona había guardado silencio. Algo ocultaban,
¿y cómo encontrarlo?, ¿qué hacer para que hablaran?,
se preguntaba, mientras recibió una sorpresiva llamada
de Pascual Soler, que la retaba a encontrarse a solas con
él. Todavía conmovida por las dudas generadas por el
encuentro, aceptó. Unos minutos después, estaba en
un café en la zona rosa, sentada frente a frente con el
hombre que le hacía delirar las células, la derretía en
silencio y la sumía en la incertidumbre. Ella, Beatriz
Galindo, constructora de certezas, ella, se acercaba al
torbellino más peligroso, más incierto: la pasión.
216
11
217
Sí, Juana Vélez había empezado a sentirse extranjera
en su mundo. Los observaba con detenimiento y trataba
de imaginar lo que cada uno de ellos, de esos seres a
los que amaba y con quienes había compartido toda su
vida, pensaría el día en que se enteraran de que ella, la
joven inteligente y audaz, se había vuelto tan atrevida
que dejaría sus estudios para dedicarse a la revolución.
218
Ese día a la tarde pasó por casa de la familia Urbano.
Quería saber si los padres de Martín tenían noticias de
él. Vivía con la ansiedad de que llegara el día en que
Martín enviaría por ella. Como solía suceder, la recibieron
amorosos. Le dieron turrón y mazapanes y conversaron
de política. El viejo Antonio le habló de sus navidades en
España, de los años de la república y ella, como siempre,
se dejó llevar por esas memorias que la tocaban tanto
que dudaba de si en otra vida había participado de esas
reminiscencias españolas. Y, como solía suceder, el viejo
terminaba recitando versos de sus poetas preferidos:
Vallejo, Alberti, Lorca. Juana escuchaba en las palabras
del viejo la voz de Martín, de su amor, “Tanto amor y
no poder nada contra la muerte”, y soñaba con estar de
nuevo abrazándolo. Pero de él, nada: no había noticias,
y la felicidad de ver a los viejos Urbano no era completa.
El día de su partida parecía alargarse y ella estaba ya lista
para dejar esa vida burguesa que cada vez le parecía más
agobiante e insulsa.
219
en lo más interno de su ser, en ese lugar donde el miedo,
el amor y el valor hierven.
220
antes hubiese existido otro hombre y otra mujer, como
si en esa mañana se hubiesen inventado los sexos. Se
montaron en un bus, buscaron un puesto donde poder
conversar y empezaron un recorrido breve y sin rumbo,
por las calles de Bogotá. Martín se abrazó a Juana con
fuerza y en esa posición le habló al oído.
—Deserté.
—No puede ser, ¿cómo es posible que dejes la re-
volución de lado? —y le suelta la mano con un gesto de
indignación. Martín no cede al abrazo.
—Tú sabes que eso no es posible. No te preocupes,
mi amor: como yo, varios de nuestros compañeros de-
sertaron. Encontramos que, desafortunadamente, ésa
no es nuestra revolución. —Trataba de abrazarla más,
pero ella estaba entumecida de rabia.
—¿Y los campesinos y la revolución obrera?, ¿dónde
la dejan?, ¿ahora me vas a decir que hay que hacer una
revolución de intelectuales? —replicó Juana.
—Espera, no te aceleres. No vamos a dejar morir
nuestros ideales, pero estamos convencidos de que se
puede hacer la revolución con menos verticalidad. Allá
están sumidos en un ejército intransigente y sin escrú-
pulos. No importa matar al que te parece si no está de
acuerdo con los que mandan. ¿Crees que ése es el nuevo
país que estamos soñando?
—Pero, entonces, ¿cuándo encontraremos una sa-
lida a esta inercia, o es que se te olvidaron las familias
con las que semana a semana nos encontrábamos? Las
calles de Bogotá seguían pasando a su lado, y Martín
forcejeaba con Juana para lograr hablar lo más cerca
posible con ella.
—Claro que no, compañera preciosa; estamos acá
para transformar este país y lo lograremos. Pero nuestra
lucha está en las ciudades: somos urbanos, mi apellido
no es en vano. —Y por fin una tregua, una sonrisa ante
221
este consejo de guerra—. Vamos a crear nuestra pro-
pia guerrilla, una organización que pueda entender las
necesidades de este pueblo sin tener que apelar a las
antiguas estructuras. Si el tema es renovar el país, pues
hasta renovaremos las prácticas guerrilleras. Y sí, com-
pañera, usted va a ser muy necesaria para esta lucha,
ojalá que no se nos baje del bus.
222
Fueron días aciagos. No tenía con quien conversar, con
quien intentar entender lo que estaba sucediendo, y de
Martín no había noticias. Estaba sola y desesperada;
procuraba entender, quería conocer el camino a seguir,
soñaba con una nueva sociedad.
223
se complicaba; Juana esperaba noticias de Martín o de
cualquier otro de sus compañeros. Quería saber qué
estaban pensando, pues los del partido cada día le ha-
cían saber, con más determinación que, si se acercaba
a ellos, la sacarían también a ella. Claro, a Juana eso no
le parecía tan grave si había una opción interesante de
organización con Martín, pero temía quedarse sin lo
uno ni lo otro. Por más amor que le tuviera a Martín, no
estaba dispuesta a dejar de lado sus ideales. Ella debía
cumplir con sus sueños, y sólo participaría en una or-
ganización que decididamente tuviera en cuenta a las
bases sociales del país. Ella había visto ya a su padre y
sus copartidarios olvidar a la gente común, y eso no se
lo podía perdonar.
224
que nos vamos varios días”. Juana quedó petrificada.
¿Estaría Martín allí? ¿Sería realmente un encuentro o
una trampa?, ¿cómo tomar una decisión?, ¿qué hacer?
Y, además, ¿cómo manejar a su padre? Juana, por más
liberada que era en su vida privada, había manejado
siempre sus relaciones y su vida de tal forma que no
fuera necesario contrariar a su padre demasiado, por lo
que nunca se había quedado fuera de casa. Pero siempre
llega una primera vez, y ésta sería la suya. Habló con su
madre. Le dijo que se iba de paseo con sus compañeros
de universidad, que era una decisión tomada y que no
estaba dispuesta a pedirle permiso a su padre. Doña
Cecilia, con esa mirada de siglos, le respondió: “Hija,
simplemente vete, déjale una nota, asume tu vida”. Ella,
sin embargo, sabía que don Juan iba a tener un ataque
de furia cuando supiera que su hija había tomado una
determinación como aquélla. Seguramente doña Ceci-
lia estaba leyendo ya en los ojos de su hija otras tantas
decisiones que no podrían detener y que la llevaban a
pensar que lo mejor era promover de una vez por todas
la tremenda discusión que esto generaría entre ella y
su marido. Como era de esperarse, la culparía de ese
libertinaje de su hija:
—Porque, claro, usted se ha encargado de meterles
en la cabeza esas cosas, esas ideas de libertad, qué cosa,
cómo fui yo a casarme con la hija de un anarquista.
Como solía suceder, doña Cecilia zanjaría la discu-
sión con algunas de sus frases célebres:
—Entonces usted viene a quejarse de haberse casa-
do conmigo ahora, cuando los resultados no son lo que
usted quería, cuando fue usted, Juan Vélez, y no yo, el
que insistió en que no podía vivir su vida sin mí, que yo
era la mujer de sus sueños. Mire, Juan, el día que usted
quiera, yo me voy de acá con mis hijos, y usted, que le
falta el tesón que a mí me sobra, y que su hija Juana
225
heredó, se quedará eternamente mirando a través de los
cristales, esperando a que regrese para ponerle orden a
su vida y yo no volveré siquiera la mirada para ver con
qué gesto de patética sorpresa me ve alejarme.
Don Juan Vélez había vivido tan enamorado y orgu-
lloso de su mujer, de su inteligencia y su entrega por la
familia que nunca fue capaz de refutar esas sentencias
de ella. Estaba seguro de que no podía vivir sin ella y le
aceptaba sus ínfulas de libertad, pero con sus hijos era
diferente y llegaría al extremo de no ceder en su orgullo
por las andanzas políticas y vitales de su hija Juana.
226
una luna de miel. Si bien estarían juntos, como pareja y
disfrutarían de este ansiado reencuentro, iban camino a
una finca, en las afueras de Bogotá, donde se reunirían
con un grupo de compañeros con quienes iniciarían
conversaciones para definir las características de la or-
ganización guerrillera que iban a conformar y las activi-
dades que debían realizar en el corto y mediano plazo.
227
como estandarte, y cargaban con el dolor de la muerte
de Allende, que terminó por minar cualquier resquicio
de confianza en las salidas democráticas. La primera
mañana desayunaron todos juntos. Se rieron mucho
contando sus anécdotas del monte. El flaco les dijo con
su voz temeraria y dulce:
—Ahora sí, hermanos, vamos a trabajar.
En la sala de la casa, todos ya acomodados y en
silencio, siguió hablando:
—Debemos ser creativos en la lucha. Una organiza-
ción guerrillera en Colombia, un país eminentemente
urbano, requiere una guerrilla urbana capaz de atraer
las miradas de los más poderosos.
Había que dotar la lucha de actos simbólicos que
llevaran a la gente a pensar más, a cuestionar al Gobier-
no, las injusticias sociales, la politiquería. Martín pidió
la palabra para agregar que el hombre nuevo debía ser
su derrotero. El flaco continuó:
—Y Bolívar, mis hermanos, sí, compañeros, Bolívar
será el norte.
No se podía continuar vendiendo el país al impe-
rio. Entonces abrió la discusión y aparecieron las ideas
y sugerencias que darían inicio a su particular grupo
revolucionario.
228
elecciones presidenciales y había que utilizar ese clima
para promover su organización.
229
campaña de expectativa que habían decidido realizar.
Realizó tomas a buses de empresas y a fábricas para
dar a conocer sus ideas a los trabajadores con el fin
de conseguir adeptos y cooptar nuevos miembros. En
cuanto a la organización, empezó su crecimiento: hubo
la necesidad de aumentar la seguridad, y decidieron
compartimentarse. Gracias a eso Juana fue nombrada
jefa de una célula que debía prepararse para futuras
acciones de recuperación. Debían protegerse, usar los
seudónimos, nunca revelar su identidad ni su verdadero
lugar de residencia. Había siempre compañeros que se
encargaban de movilizar a la gente, a ciegas, a los en-
cuentros de célula para que no supieran dónde se habían
realizado ni conocieran la identidad de sus integrantes.
Claro está que ese tipo de organización quizás habría
funcionado como un reloj en una nación europea, u
oriental pero, en la bacanería colombiana, la seguridad
estaba mandada a recoger. Enamoramientos, rumbas y
otras plagas los llevaron a dar mucha más información
de la debida, en esas épocas en que seguían pensando
que eran invulnerables, y tarde o temprano pagarían las
consecuencias de su irresponsabilidad.
230
lucha política para poder tener un campo de acción
amplio en el país y una acogida respetable. Entre sus
tareas, en compañía de la misma Juana, estaba la de
hacer contactos con organizaciones guerrilleras de otros
países y los contactos con Cuba, que servirían para que
los militantes de la organización tuviesen un lugar donde
formarse libremente. En esa época el sueño era la unidad
latinoamericana. Había que sacudirse del imperio, y
la única salida estaba en la unión. Así, Bolívar fue to-
mando cada vez más fuerza en su discurso, y por tanto
se mantuvo el plan inicial de recuperar su espada. Era
un símbolo de latinoamericanismo, de enfrentamiento
con el imperio norteamericano, de buscar las raíces de
la libertad en las luchas de independencia.
231
la necesidad de ahondar en la ciencia y en la filosofía
para dejar en sus hijos, con el tiempo que le quedaba de
vida, un legado que les sirviera para comprender mejor
el mundo. Ya ella sabía que su labor estaba realizada
pero, como siempre decía, la mujer de generaciones,
de la cual ella formaba parte, debía adquirir un lugar
de entendimiento, para poder ayudar a transformar
ese mundo de hombres que les había quedado tan mal
inventado. Alguna vez llegó a pensar en la posibilidad
de separarse de Don Juan. Estaba cansada de verlo más
y más comprometido con la corrupción que empezaba a
arruinar el país. Sin embargo, lo amaba, y sabía que sólo
un hombre como él habría sido capaz de soportar por
compañera de viaje a una dama anarquista, aun siendo
una gran ama de casa. Entonces zanjó en su interior la
posibilidad de abandonar a Don Juan. La familia era su
eje, aun para la libertad. Todo el conocimiento y toda la
sabiduría que tenía en torno a la libertad y a la autonomía
la vivirían las mujeres de las generaciones posteriores.
232
Juana se quedó estupefacta. Sin embargo, con tran-
quilidad, le contestó a su madre la pregunta. Con pelos
y señales le explicó todo lo que estaba pasando y ella,
con el rostro serio y con una cierta sonrisa interna, le
aceptó sus decisiones.
—Hija, no te olvides de que los caminos de la evo-
lución son largos. Llevamos millones de millones de
años acá, tratando de existir. No te dejes engañar por el
alboroto del momento, nútrete de conocimiento, estudia
más, no abandones la universidad, fórmate, que ese es
el único acto verdaderamente revolucionario. Juana, por
su parte, entendía esa charla como un acto de bellísimo
apoyo de su madre y un llamado a complejizar la lucha
armada con el conocimiento, pero no estaba aún en
capacidad de entender el mensaje. Doña Cecilia le ad-
virtió que su padre no aceptaría sus elecciones políticas
y Juana, con su prepotencia juvenil, le dijo que no fuera
tan escéptica, que su papá siempre la acompañaría en
sus decisiones.
—Recuerda El violinista en el tejado —le dijo doña
Cecilia—: la cuerda se tensa hasta que se rompe, no
juegues a reventar la familia.
Sin embargo, Juana llevó las tensiones al punto máxi-
mo, y Don Juan optó por olvidar que alguna vez había
tenido una hija mayor, por muchos años.
233
había dicho que en su casa podían esconderse algunos
compañeros y se decidió que allí, por ser la casa de un
congresista, estaban bien cubiertos. Así que a esa casa
debían llegar Martín y el Gordo, quien había sido el
primero en haber tomado la espada en sus manos. Ella
los escondería allí por unos días mientras la situación
se normalizaba. Así fue. Todos llegaron sin problemas
hasta la casa de los Vélez. Juana los llevó al estudio y se
quedaron celebrando la acción lograda. Horas más tarde,
su padre llegó con la noticia de lo sucedido. Se sentaron
todos a ver el noticiero. Juana, Martín y el Gordo se mor-
dían los codos para no gritar de emoción. La idea era
que su padre no se enterara, en la medida de lo posible,
de que en su casa estaban escondidos algunos de los
artífices de ese acto que él, con cautela política, tildaba
de absurdo. Pero no fue posible evitar el conflicto. Horas
más tarde don Juan llamó a Juana a su habitación para
preguntarle a qué horas se iban esos muchachos. Juana,
poseída por la emoción, le dijo que no se irían, que ella
los estaba protegiendo pues podían tener problemas de
seguridad. Ellos pertenecían al movimiento guerrillero
que había recuperado (“Robado, dirás”, dijo don Juan)
la espada, movimiento en el que también militaba ella
y, sin dudarlo, sin temer las consecuencias de sus actos,
Don Juan le dijo que inmediatamente debían abandonar
su casa, que no quería verla nunca más. Fue tan fuerte
el tono que utilizó y tan profunda la decepción que se
dibujó en su cara que Juana no insistió. Bajó a su cuarto,
sacó algo de ropa y les dijo a sus compañeros de lucha
que debían irse a celebrar a otra parte: había que usar
el plan B.
234
12
235
se hubiera empecinado en demostrarnos que nada es
tan seguro como el azar de perderlo todo, pues quizás,
y eso jamás lo habría podido saber Daniel, era más fácil
que Camila se fuera con otra mujer —como lo hizo— a
que lo hiciera yo, pero cómo cambiar las percepciones,
como borrar de la mente de Daniel todos los sufrimientos
causados por mí y cómo no ver que en él se formara esa
certeza de que Camila lo cuidaría sin cesar, le daría el
espacio para no caer más en el delirio de las drogas, de
la rumba y de la noche bogotana.
236
Por unos pocos meses, me entregué a un solo ser, en
cuerpo y alma, aunque suene cursi, como nunca antes
me había sucedido, hasta que llegó Daniel a destrozar mi
nueva alegría, porque así debía ser, porque la tragedia me
asedia, porque él no era capaz de perdonarnos, porque
lo estábamos dejando sin camino de salida.
237
cuenta de que en realidad estaba cayendo en la falacia
de la ciudadanía, en la bola de nieve que se llevaría por
delante a la juventud de una época en que nos creímos
otra vez el cuento de que la democracia era capaz de
llevarnos a alguna parte. Anarquista es que he debido
ser, pero ahora es que me llega el tiempo de entenderlo.
Y bueno, mi panorama político era complejo, y por ello
terminé jugándome cartas sola; no quise entregarme
fácilmente a ningún movimiento político, y fui haciendo
un camino con mi capacidad inusual de entender y de
convencer. Es que había construido para mis criterios
políticos una premisa que aún hoy casi nadie que me
rodea está dispuesto a aceptar: la vida pública es ante
todo el reflejo de la vida privada. Yo pretendía ser una
política que diera un ejemplo de coherencia. Si era por
mi deseo de explorar, pues de eso podría hablar públi-
camente, o si era mi deseo de formar una familia, pues
lo haría a cabalidad y no me dejaría llevar por los deseos
sojuzgantes de esta sociedad que lo único que quiere
es consumírselo a uno. Pero claro, esos argumentos no
cabían en ninguna parte, pero mis destrezas sí y, poco
a poco, me fueron cooptando, más los del centro, luego
los ex guerrilleros, y yo fui haciendo un camino que me
trajo hasta esta orilla de desechos, a este borde infernal,
donde toda esperanza se pierde en el vacío; en el abismo
de la negligencia.
238
al pueblo con reformas que no estarían nunca al nivel
de los cambios sociales y políticos requeridos por el
país. En medio de ese revuelo, recién llegada yo a la
universidad, un grupo de jóvenes, orquestados por sus
ideales y por una pequeña élite de políticos en pañales
que bien se la tenían planeada para tomar su puesto
en el Gobierno Nacional, arremetieron con fuerza para
promover una asamblea constituyente. Y claro, ahí caí yo,
de activista política, promoviendo la consulta popular.
En esos meses conocí líderes estudiantiles de muchas
corrientes, algunos que intentaban cooptarme y otros
simplemente porque mi curiosidad me llevaba más lejos
de lo que la gente se imaginaba, y yo me les metía en
reuniones en las que ellos mismos habrían intentado
evitarme. Me movía sin cautela, lanzada; todavía no
entendía la magnitud de los peligros que me rodeaban.
Y bueno, mi decisión por la vía democrática me llevó a
entregarme a ese movimiento pro nueva Constitución.
El apoyo del M 19, luego de la amnistía, y su reingreso
a la vida civil y política, a la idea de realizar una asam-
blea constituyente, hizo que varios sectores opositores
de ésta terminaran cediendo. A mí me parecía que eso
había sido un gran éxito de la guerrilla, que eran pasos
importantes para que personas que venían pensando
el país desde miradas libertarias e incluyentes tuvieran
un lugar legal para decidir. Estaba tan obnubilada que
no podía ver el error. La verdad es que me tomó mucho
tiempo bajarme de la nube. Aun siendo congresista,
me seguía creyendo que la participación política y el
lugar que habíamos alcanzado era un gran logro para
el país. Ahora que me debato entre la vida y la muerte,
que me hundo en este silencio borrascoso y aciago, sé
que estuve siempre equivocada. La presencia de esos
ex guerrilleros en la constituyente permitió que la farsa
pareciera más plural. Con los años, nos hemos venido
239
dando cuenta de que la famosa Constitución fue en
realidad otro canto de ángeles. En sus leyes se soñó un
país, pero se dejó el campo abierto para que se siguiera
construyendo un país opresor, sí, por supuesto, con otras
reglas, más perversas, más de acuerdo con el mundo
postindustrial. Mire, doctora, las cosas son muy jodidas.
Esa Constitución es bonita. Es más: creo que ayudó a que
no tuviéramos tantos muertos políticos, de los pesados,
como la fila de muertos que vimos salir del capitolio en
los años anteriores a la constituyente. Sí, pensábamos
que la Constitución había abierto un campo real a los
políticos de oposición, pero lo que no sabíamos es que
en realidad era el andamiaje perfecto para que cual-
quier político que alcanzara cargos de importancia en
el país estuviera maniatado y sometido a la economía
global y a los intereses privados. Pero claro, yo misma
recorrí el país ayudando a presentarla y explicarla a las
clases populares, que eran las que después la sufrirían
más. Cómo decirle que no podía imaginarme que era
la Constitución perfecta para que entráramos de lleno
en el mundo postimperial. Era el camino a la supuesta
desideologización en que vivimos ahora.
240
Pierre, y me decía que antes ese hombre no había sufrido
mucho —mi Daniel—, y yo le decía que yo quería ser
como ella y se reía; porque eso ya no era posible. Ella
me contestaba: “Yo soy lo que soy por lo tonta que he
sido, más bien ayúdame a darme unos pinitos, a salir
de este enconchamiento que el matrimonio terminó de
crear en mi vida”. Mi Camila, pues a veces siento que
fue ella el verdadero amor de mi vida, era hija única en
una familia muy tradicional. Era la princesa encantada
de los sueños y debía casarse con el príncipe que no la
hiciera sufrir, que la llevara directo al paraíso. Pero sus
papás, como ella, se habían olvidado de que eso entre
humanos no es posible, que los cuentos de hadas son
un invento para que soportemos este mundo desolado y
triste. Ella se fue topando con una que otra experiencia
que la llevó a pensar que debía despertar.
241
que antes, tanto que no se enteró de que me iba de viaje
hasta que, días después de mi partida, decidió llamar
a mi oficina para saber por qué yo no contestaba el
celular. Estaba solo en la ciudad y le había entrado un
deseo tremendo de quedarse a dormir conmigo; era la
oportunidad perfecta que hacía años no teníamos, pero
que por casualidades del destino no podía llevarse a
cabo, pues yo me encontraba durmiendo en las mismas
sábanas de su mujer. Bueno, no es tan literal. Pasaron
varios días de viaje hasta quedar atrapadas en nuestras
pieles. Sí, sí, ya sé que cuento mal las historias, que me
adelanto, que se me agolpan los recuerdos. Es que yo
llegué un día con el cuento de que me iba de viaje, que
tenía vacaciones y que además iba a hacer una visita
de trabajo para completar un descanso bien largo, y
me iba a Nueva York y a Madrid, dos ciudades de mis
vidas pasadas. Camila me miró a los ojos, con sus ojitos
de buhíta en celo y me dijo que ella se iba conmigo. Así
no más, y yo que qué haces con tu marido y ella que
nada, que ya estaba cansada, que cada vez estaba más
convencida de que sus corazonadas eran ciertas y no
estaba dispuesta a sufrir por un hombre como él, que
más bien había llegado su momento de gozarse la vida
y que por favor la dejara acompañarme y le permitiera
aprovechar mi compañía para hacer lo que nunca antes
había hecho.
242
a su mujer por mí, y se lo dije, y él se quedó callado y
bueno, seguían las discusiones y él se deprimía, y a mí
me daba pesar y lo volvía a recibir (no fuera que cayera
otra vez en las drogas), hasta que me fui enfriando. Es
que de verdad yo me estaba enamorando y no sabía, y
lo dejaba llegar a casa y pasábamos horas y yo sólo me
sentaba a su lado, como despidiéndome y le conversa-
ba y lo consentía y nada más, y eso de cuándo aquí, si
nunca habíamos podido resistir más de diez minutos sin
terminar en cualquier baño que estuviera cerca haciendo
el amor desaforados.
243
organizaciones políticas, de que el tema de partidos era lo
más importante. Si queríamos una democracia fuerte, de-
bíamos tener partidos fuertes, y así una mejor capacidad
de representación. Años más tarde me interesé mucho
también por la participación ciudadana. Me enamoré
de experiencias de otros países de democracia directa y,
durante mucho tiempo, estuve intentando aprender de
eso. Bueno, trataré de organizar en el tiempo todo esto.
En la universidad fui construyendo mi argumentación
sobre los partidos y, mientras eso sucedía, me llegó el
cuarto de hora de apoyar la iniciativa de acabar con el
Gobierno del Elefante. Nos creímos esa historia de bue-
nos y malos y pensábamos que, sacando al presidente,
podríamos cambiar las prácticas del país. Sí, yo, como
muchas personas más, ayudamos a crear el mito de la
honestidad, la aversión por la corrupción, como si fuera
una práctica realizada sólo por unos cuantos.
244
futuro político y para mi vida amorosa con Daniel. Y aquí
estoy, perdida, sin rumbo, sometida a este maremágnum
de recuerdos que no se hilvanan, a esta muerte que me
hunde en silencios y vacíos.
245
hacer: intentar romper esa carrera infernal al tener, al
poseer, que nos vuelve criminales, roedores, insensibles.
246
que me contaba la despedida con su marido, cómo fue
que le había dicho que se iba, y que me preguntaba qué
tantas cosas íbamos a hacer en nuestra visita a la capital
del mundo. Pero, cuando llegó el momento de salir al tren
de la ciudad, cuando nos sumergimos en el olor agrio
de esas cañerías donde andan trenes a toda velocidad
llevando gente de un lado para otro, el semblante le
empezó a cambiar: “¿Estás segura de que no nos pasa-
rá nada?”. “Tranquila, no te preocupes, yo me conozco
este tren”. Pero la pobre Camila no podía controlar los
nervios, menos cuando en nuestro vagón quedamos
rodeadas de locos. Varios ojos se asomaban del ensue-
ño de la droga y de la vida callejera y nos miraban, y
yo seguía hablándole, sin miedo, y ella casi temblaba,
pero como que no me decía nada, y terminó diciendo
que si era posible bajarse del tren y tomar otra cosa,
pero no valía la pena y le dije que estuviera tranquila,
que si quería nos bajábamos a tomarnos un trago con
la maleta y todo, y ella que bueno. Y entonces, en vez de
seguir uptown, nos bajamos hacia el Village. Llamamos
a Jack, un viejo amigo taxista y fotógrafo que vivía en
un apartamento allí cerca. Dejamos la maleta y Jack se
puso unos cuantos chiros y salimos por ahí. Dos días
después no habíamos llegado a casa de la amiga donde
nos íbamos a quedar. Pasábamos de una rumba a otra,
de un bar a otro. Comíamos y dormíamos unas horas y
continuábamos por ahí. Jack nos dio posada esos días, y
Camila se sentía más extraña que nunca. Cómo era eso
de que no había llegado, de que nos habíamos bajado a
tomar un trago y aquí seguíamos, casi dos días de juerga,
y llamaba a sus papás a decirles que estaba bien, y ellos
que por qué no les daba el teléfono de donde estaba y
ella que no se preocuparan que todo estaba bien, y yo la
miraba y me encantaba ver su sorpresa. Pasábamos del
jazz al blues, y luego a Webster Hall, por horas bailando
247
en cada piso, y la Camilita atolondrada, y luego bagels,
y sushi, y otra vez rock, hasta que me dijo: “Oye, ya no
doy más, vamos a dormir en serio”, y tomamos el tren,
con la maleta otra vez, y era de noche pero ella ya estaba
más calmada, y llegamos a casa de Laura. Y como Laura
me conocía bien, ni preguntó qué nos había pasado.
248
caballero aventurero. Jack lo sugirió, al vernos tan inno-
vadoras, pero la verdad es que, en Nueva York, más que
una que otra droga, un poco de sexo y la rumba pesada,
no tuvimos deseos de nada así. No sé a cuál de las dos le
siguió sonando la idea. Lo que sé es que días después, ya
en Madrid —otra ciudad alucinante—, sentadas en un
balcón que daba a la Plaza Tirso de Molina, en casa de
Rafa, volvió a salir el tema y él nos fue llevando, como
quien no quiere la cosa, a encontrarnos con el abismo
de nuestros cuerpos.
249
pasado mis últimos años en Madrid, y me encantaba
recorrer esas calles. Ir a comprar el pan, el jamón, los
boquerones, como si el tiempo no hubiera sucedido,
como si mi Daniel me estuviera esperando y fuera po-
sible empezar de nuevo, encontrar el amor y dejar de
lado todo el sufrimiento que había vivido en los últimos
años. Sin embargo, las cartas ya estaban echadas: yo era
la de ahora, la que se sentía fuerte, la que había logrado
salir del túnel del desamor, airosa, despreocupada y con
deseos de enamorarse.
250
yo, pero muy rapidito nos tenía a las dos bailando con
él, y tocándolo, y besándolo, y claro él era el centro de
la faena, y estaba feliz, y nosotras entregadas a la exu-
berancia de producir placer a la limón.
251
que enlazarse, y todo era ella, Camila, Camila, y ¿cómo
saber que Rafa nos abriría las puertas a este paraíso de
sensaciones, a este amor que nos desbordaría sin cesar
hasta la trágica noche de la muerte?
252
13
253
sido tan enfática en advertirles que él era un peligro. Ella,
por su parte, sentía que primaba el encanto de ver a ese
hombre, su armonía, su figura de quijote sin dama, sin
futuro, y no obstante, le producía un deseo profundo de
mirarlo. Pascual era un enigma para la doctora, y eso la
tenía embrujada.
254
Pascual Soler había abandonado una célebre carrera
en una entidad financiera, luego de haberse graduado de
administrador en una de las universidades más prestigio-
sas de Estados Unidos. Cuando regresó al país, venía ya
con una maestría en Administración, y muchas entidades
se peleaban por darle trabajo. Pero el aburrimiento lo
fue cercando, y no pudo soportar más las concesiones
que se deben hacer para seguir escalando en el poder.
Entonces decidió salirse del trabajo; se fue a vivir a un
barrio muy popular, casi en un inquilinato, y se dejó
llevar por la inercia. Consiguió trabajos pequeños para
sobrevivir y mucho espacio para vivir. Inversamente a
como lo habría hecho de seguir en ese mundo de la acu-
mulación. La doctora Galindo se preguntaba por la madre
de Pascual: no sólo tenía un hijo drogadicto, perdido en
la adicción, sino que su otro hijo se había abandonado
a una vida sin los sentidos que nuestra tradición sabe
reconocer. Pascual, por su parte, le decía que su madre
había aceptado con resignación sus decisiones, pero que
las partidas de Daniel, sus caminatas por el infierno sí
no estaban dentro de su gama de posibilidades, y por
ello el dolor la iba minando.
—Cada vez se la ve más triste, más empequeñecida,
más solitaria. Está sumida en un letargo del que no creo
que pueda despertar, aunque vive como si nada, pero
uno conoce a su madre y sé que vive sin vivir, que está
casi muerta en vida.
Se despidieron con ternura, con la ternura de quien
sabe que tiene contados los minutos con la otra persona
aun cuando no tiene prisa. Una leve caricia de la mano
de Pascual en su rostro, un beso casi en los labios y un
corazón punzante, desorbitado, en cada cuerpo.
255
interesados en que se ocultase el acuerdo perverso
que giraba en torno al tema de la pauta publicitaria.
Todo parecía ir bien hasta que un día, mientras Beatriz
Galindo iba de regreso a casa, una camioneta de esas
que usan los narcos, los guerrilleros y los congresistas,
se le atravesó en el camino. Ella supo inmediatamente
que no había ningún error, que venían por ella y, en
los segundos que siguieron, vio su muerte, vivió la más
dolorosa despedida; pensó en sus hijos, su marido, en
su vida, pero no encontró, entre las imágenes que la
circundaban, ninguna que le anticipara del todo el fin.
Minutos después se encontraba tirada en el piso del
vehículo, con los ojos vendados, marchando a un lugar
del que nunca sabría dónde estaba. El tiempo tomó un
aire inquietante, que después no podría recordar. Nunca
sabría si habían pasado horas, o segundos; era algo pa-
recido a la eternidad y así no era como ella se imaginaba
la muerte. Estaba viva, y la llevaban al encuentro de uno
de los hombres más cínicos que habría de conocer.
256
No obstante, intuía, por la insistencia de Irene, que esa
madre no era doña María Teresa.
257
—Siéntese, doctora. Qué bueno tenerla por acá —le
fue diciendo mientras a ella la sentaban a empujones
en una silla como de interrogatorio y le destapaban los
ojos. Todo esto ocurrió en un cuarto tan oscuro y frío
que la doctora imaginó que se encontraban en el último
sótano de un búnker. Esta escena ayudaba a mantener
las ficciones sobre el país que ella estaba conociendo en
los últimos tiempos—. ¿Cómo la puedo atender? Tal vez
le gustaría tomarse un traguito conmigo, como para que
se relaje. Mire, doctora —y le fueron entregando un vaso
lleno de algún licor que ella bebió sin pausa—, estamos
acá porque usted está jugando con candela. Doctora, no
pierda su tiempo. Si quiere seguir jugando a la siquiatra
exitosa y devolverle la memoria a mi colega, bienvenida,
no hay nada oculto ni nada que pueda perjudicarnos
en que esa pobre jovencita recupere su memoria. De
ella nada tememos. Y claro, debo decirle que me han
dicho que usted está dizque atando cabos y uniendo
todas las situaciones que sucedieron en la vida de la
congresista Carmona con nosotros —le dijo mientras
seguía tomando su trago. La doctora, ya medio ebria de
todo el licor que le estaban dando, trataba de entender
las palabras de ese hombre, de observar bien sus gestos
y, por supuesto, le daban licor para que no fuera capaz
de hacerlo, para no darle pistas que ellos no querían
que la doctora Galindo tuviese. Puede que no tuvieran
nada que ocultar sobre Irene pero, por otro lado, tenían
mucho que ocultar. Formaban parte de una de las redes
de corrupción más grandes del país y estaban aliados
en sus labores con uno de los más importantes grupos
económicos. Pero, claro, miedo sí querían que tuviera y
sobre todo, una clara conciencia de que ellos no tenían
nada que ver con el caso de la congresista—. Permítame
explicarle un poco cómo son las cosas en este país, del
que por las noticias que tengo, doctora, entiende poco.
258
La torta está dividida hace rato, y quien quiere ser parte
de ésta debe dejarse llevar por los negociados tradicio-
nales. Lo que pasa, doctora, es que todo esto se parece
mucho a los espectáctulos de toros. Si cada cierto tiempo
no muere un torero asesinado por el toro, el espectáculo
se muere. No sé si usted entiende ese símil, pero se lo
intentaré explicar mejor. Si no entramos en la paranoia
del control social y de la purga de la corrupción, los que
no tienen parte del ponqué, o mejor dicho, los peces
medianos, le tirarían en bandada a los grandes. Esto es lo
que no queremos, porque los que no tienen nada están
tan jodidos que ni fuerzas para revolucionarse tienen.
Por eso —la doctora Galindo trataba de concentrarse y
de entender lo que este hombre decía, hurgando en su
mirada para descifrar otras claves importantes—, por eso
a nosotros nos sirve que aparezcan personajes como su
adorada paciente. Ella, sin darse cuenta la pobre, legiti-
ma el sistema en que vivimos. Ella hace el espectáculo
catártico, la comedia y la tragedia que llevan a que la
gente quede tranquila, duerma bien con sus culpas
apaciguadas y que los peces medianos medio se crean
el cuento de que los intereses se están reacomodando.
Pero mire cómo son las cosas. Somos nosotros los que
decidimos qué pueden denunciar los congresistas como
la suya. Les damos la carnada y ellos muerden el anzuelo
y, mientras el país se debate por escándalos tremendos
de corrupción, nuestros negocios alcanzan sus mayores
niveles, hacemos las movidas más grandes. ¿Ahora sí
me entiende?
259
no sé si ya sabe que al pobre lo picaron en Europa. Los
orgullos, las vanidades de los seres humanos son más
poderosas que la razón. Al gran jefe le parece que dar
a conocer esa traición le hace perder terreno de ne-
gociación; poder, doctora, poder es lo que de verdad
cuenta en estas cuestiones. El poder de su congresista
era tan limitado, tan infantil, tan de pataleta, mientras
que el poder nuestro está articulado con los intereses
más grandes, con las sumas que de verdad importan,
y personajitos como ella no nos interesan. Claro que a
más de uno le interesa la idea de que esos congresistas
de escándalo queden hundidos en su propia mierda,
como lo está su paciente. Finalmente a nadie le gusta
que le hieran su ego, lo saquen al escarnio público;
claro que, si después llega a la cuenta una millonada,
pues hasta la vanidad puede posponerse. ¿Será que me
puede comprender mejor ahora, doctora? Otra cosita,
doctorcita, por favor háganos llegar los casetes, o se
le complican las cosas a usted y a la muchachita esa,
Liliana. No se expongan. Agradezca que esta vez la de-
volvamos intacta. Ésas son las órdenes que me dieron;
espero que no nos tengamos que volver a ver, doctora.
La amarraron de nuevo y la llevaron a un carro, tal vez
el mismo en que la habían llevado hasta allí. Un tiempo
después la dejaron por ahí, en una calle cualquiera de
Bogotá. Antes de soltarla, le devolvieron las llaves del
carro y su cartera con el celular. Su coche lo habían
dejado cerca de Medicina Legal, como prueba de que
la conocían bien y, unos minutos después, le avisaron
por el teléfono móvil dónde ir a buscarlo.
260
pocas horas que no alcanzaron a darse cuenta. Tomó
un baño de inmersión y trató de relajarse con aromas
tranquilizantes y con un poco de coñac. Sus noches se
fueron colmando de fantasmas, de temores, que decidió
conjurar de forma muy conciente. Aceptó el miedo y se
mantuvo firme en la lucha. Las cosas se estaban poniendo
difíciles; no sabía muy bien adónde llegarían esos cíni-
cos y se debatía con qué hacer con los casetes famosos.
Pero una cierta entereza, un deseo de burlar el descaro
de esos magnates de la política y del poder la hicieron
mantener su decisión de no devolverles nada. Además,
aunque tenía la sensación de que ese congresista no
le había mentido, quizás estaba en lo cierto cuando le
decía que el caso de Irene no estaba relacionado con
ellos y que, por tanto, el problema terminaba siendo
meramente de celos. Le parecía tan absurdo saber que
el país, su país, estaba en manos de seres desvergonza-
dos y cretinos como ese senador que no dudó más su
propósito de hacer público, una vez que Irene lograra
mejorarse, el contenido de los casetes.
261
familiares que Irene contaba y las inconsistencias con
la vida que de ella se conocía.
262
pasado doloroso que seguramente había vivido. No se
sabía nada de sus padres, y a nosotros nos pareció que
era la mejor manera de ayudar a un ser desprovisto de
afecto, un ser que nos necesitaba y que nunca tendría
que saber que no éramos sus padres.
263
familia diferente la devastaría, pero al mismo tiempo le
permitiría vivir con los recuerdos que estaban aflorando
de su otra mamá, la mamá linda de la que tanto estaba
hablando, de su padre cantor, de sus abuelos, en fin,
ese mundo oculto que le negaron por años. Sentía una
extraña indefensión, tenía la información que explicaba
buena parte de los recuerdos que Irene estaba recupe-
rando, pero no las fuentes que le aclararían los detalles
que necesitaba. Entonces, ahora sólo le restaba buscar
a esa madre, encontrar esa mujer de la que su paciente
hablaba con insistencia.
—Irene, he venido con tus padres, quieren verte.
—¿Cuáles, doctora?
—María Teresa y Gerardo.
—Qué bueno. Hace días que los quería ver.
264
doctora había obviado la información de la adopción, y
ellos tampoco la mencionaron. La doctora sabía que esa
información sin la veracidad de un ser querido era una
metáfora de un mundo fantástico al que Irene no podía
aferrarse. Ella necesitaba una presencia real para poder
empezar a entender la situación. Por ese motivo, Beatriz
Galindo se decidió a buscar a Pascual para contarle lo
sucedido y pedirle que la ayudara en la búsqueda de la
familia biológica de Irene.
265
apellido Urbano y su propio nombre brotaron: Luisa.
Y ese dato les dio la pista que necesitaban. En efecto,
pese a la clandestinidad de sus padres, habían podido
casarse con sus verdaderos nombres y Pascual tuvo el
gusto de encontrar la partida de matrimonio y hasta el
registro civil de la niña: Luisa Urbano Vélez. Irene, la
Irene de la vida de su hermano, era otra niña, otro ser
que había sufrido un cambio de rumbo inexplicable
hasta ese momento.
266
el café donde pasaba sus tardes de vejez y le pidió que
fuera a su encuentro sola. La doctora les contó a Pascual
y Liliana lo sucedido, y ellos decidieron acompañarla,
aunque sabían que deberían esperarla en el carro; de
todas maneras ella los necesitaría. El impacto de ese
encuentro vislumbraba una terrible sensación de tristeza
para la doctora. En efecto, así sería como estaba siendo
toda la historia que rodeaba la vida de Irene Carmona.
El regreso de la congresista a su mundo real se hacía
cada día más difícil para Beatriz Galindo, pues era algo
así como entregarle la novela más agria, para que al
final descubriera que el personaje desolado, traicionero,
desgarrado, era ella misma. No obstante, a esas alturas
no había salida. Ése era su deber, y lo llevaría hasta las
últimas consecuencias.
267
si su escepticismo le impidiese creer lo que le habían
dicho en el teléfono.
—Hace meses estoy tratando de ayudar a una pacien-
te para que recobre la memoria. Sus padres, de los que
ahora sé que son sus padres adoptivos, me ocultaron esa
realidad por mucho tiempo, y por eso no lograba entender
la información que ella me estaba dando. Hace muchas
semanas esa chica me habló de usted (la llama “la abuela
del parque”) y de su madre, mejor dicho, su hija. Pero,
sólo hasta que supe que era adoptada, entendí que debía
buscar esa otra familia de la que hablaba mi paciente.
Su nieta sufrió una pérdida de memoria tan severa que,
cuando la adoptaron, pudo recomponer una memoria
como si no hubiera tenido una vida anterior. Pero em-
pezó a sufrir vacíos mentales y, hace unos meses, vivió
un shock nervioso que la llevó a perder la memoria de
nuevo. Yo entré en ese momento en su vida y he estado
haciendo una terapia con ella. Su nieta es la congresista
Irene Carmona. No sé si ha escuchado algo de ese caso.
268
noches en que pensaba el destino que le habría depa-
rado la vida, cuando no podía dormir y daba vueltas en
la cama al lado del hombre que me ha acompañado por
décadas, pensaba en Luisa; así se llamaba.
—Sí, ya lo sé —susurró la doctora.
—Esperaba que la vida le hubiera dado un lugar
amable o una muerte digna, pues nunca supimos si
estaba viva o muerta. Ahora siento una devastación in-
terior, porque no sé qué mundo puedo darle, qué familia
devolverle, cómo sentarme frente suyo para explicarle
que su madre murió, combatiendo contra la nación que
ella ha ayudado a construir, y que su padre desapareció
como ella sin haber dejado rastro alguno, porque así
son las cosas en este país de demócratas leguleyos, en
este país de cabrones, y me perdonará la grosería. Usted
puede imaginarse cómo me siento. Hace años sólo creo
en el sinsentido de la vida; no me he suicidado porque
tengo más hijos y nietos, y su presencia me sana por
escasos minutos del dolor de mis pérdidas. Doctora, yo
perdí a mi hija varias veces, entre otras por la furia de
mi marido al saber que era guerrillera. Recuperar a mi
nieta es quizás lo mejor que me ha pasado en años. Si es
verdad que es mi Luisa, lléveme a ella, ¿será eso posible?
269
con mi marido, su abuelo. Han pertenecido a bandos
casi opuestos y no sabían nada el uno de la otra. —Per-
maneció en silencio, mirando su taza de café, como
intentando recomponer en lo profundo de su ser alguna
esperanza que le permitiera ser promesa en la vida de
su nieta recién recuperada.
270
14
271
a la familia —la guerra lo había lanzado a esa vida de
ausencias y de melancolía que es el exilio— y sabía de
esos dolores. Juana, por su parte, no estaba dispuesta
a perder terreno y pensaba que lo sucedido era una
ganancia; en ese momento era libre y contaba con los
seres que amaba.
272
gitana blanca, una camisa vaporosa de color violeta y
una corona de azahares sobre la cabeza con ese eterno
pelo de gamín que la caracterizaba. Estaba también
reluciente y, aunque el dicho dice que no hay novia
fea, ésta era una novia hermosa, tanto como el novio.
Entraron los dos juntos desde el principio a la capilla
donde se realizó la ceremonia. Los viejos Urbano los
acompañaron con el mismo fervor que les profesarían
en todas sus decisiones. Y por supuesto, un séquito de
amigos revolucionarios con los que diez años después
no volverían a tener oportunidad de encontrarse a plena
luz del día, sin compartimentaciones y clandestinidad,
o sin los destinos que la muerte les guardaba.
273
y se sumergieron en los preparativos de la boda, Juana se
descubrió un día con la necesidad de llamar a su madre.
Oh, sorpresa, pese a las ínfulas de su libertad, sintió que
ella, esa mujer que le había enseñado tantas cosas en
la vida, tenía derecho a saber que su hija se iba a casar,
y llegó a pensar que quizás hasta la acompañaría. Sin
embargo, la decisión de don Juan Vélez de no querer
saber nada de su hija era tan implacable que no hubo
forma para doña Cecilia de negociar con él la asistencia
a la boda. “Quien vaya a esa farsa sin mi consentimien-
to se va de esta casa”, dijo, como última palabra sobre
el tema. Y por supuesto, cuando unos meses después
se enteró de que Tomás había ido a acompañar a su
hermana, lo echó de la casa, aunque la pelea con él no
duraría tanto tiempo.
274
tenían sus miembros muy conservadores, con quienes
no había ni cómo hablar, y otros más libertarios que
terminaban cayendo en las redes de estos locos de la
revolución urbana.
275
nuevo país que estaban construyendo. Era una falacia
inevitable. La emoción, la adrenalina de la juventud y
el sueño de la libertad los consumía y no podían ima-
ginarse que no sólo no les dejarían un mejor país a sus
hijos e hijas, sino que los dejarían solos, amedrentados,
abandonados por culpa de la muerte implacable, de
las desapariciones y de los otros sinsabores que la vida
clandestina les implicarían.
276
de la revolución y recursos para la organización. Cuando
Martín empezó a tener cargas más fuertes en la orga-
nización y sobre todo a tener que clandestinizarse, los
Urbano colaboraban cuidando a Luisa mientras Juana
trabajaba.
277
Bogotá era el escenario de sus vidas visibles y ocultas.
A la abuela Cecilia la veían en el parque de la treinta y
cuatro. Una vez cada quince días. Mientras Luisa era un
bebé, la abuela la paseaba cargadita por el parque y le
contaba historias de la vida de su madre, de su infancia
en Manizales, de su familia. Martín pasaba las mañanas
en el parque del salitre con la niña y luego se daban el
viaje hasta el centro para almorzar con Juana. En cada
barrio había amigos que los recibían, soñadores des-
piertos que compartían con ellos su vida de padres y de
madres. Habían dejado la casa de la caleta, para proteger
a la niña y vivían de nuevo en un pequeño apartamento
en el centro de la ciudad. El tío Tomás, que ya fuera de
casa de los abuelos Vélez había decidido también entrar
en la organización guerrillera, pasaba días en casa de
Juana, preparando nuevas estrategias de cooptación, y
jugaba sin cesar con Luisa. La llevaba, desde antes de
haber cumplido un año, a los matinales del Trevi y del
Embajador. Y Juana, que no dejaba de sentirse estu-
diante de la Universidad Nacional, aunque no se había
graduado por los afanes de la revolución y luego de la
maternidad, la llevaba a caminar por los potreros de ese
centro maravilloso del saber y de la conspiración. Algu-
nas tardes, iban a escuchar conciertos de música clásica
con la bebita en brazos o caminando, cuando empezó a
caminar. Era también la ciudad oculta en que Martín y
todos los compañeros y compañeras de la organización
tejían los vínculos, las fachadas, las estrategias para sus
acciones de recuperación y de publicidad guerrillera.
Martín salía de casa, en un barrio del centro de la ciudad,
y se adentraba en los submundos de la clandestinidad,
de esos encuentros de ensueño, que con el tiempo em-
pezaron a ser compartimentados y a ciegas, donde se
labraba el futuro de su nación libre.
278
Una de las acciones más sonadas de esos años fue el
secuestro y posterior asesinato de un líder sindical que,
según ellos, estaba traicionando al pueblo. Y, aunque
a los poderosos esa muerte poco les importaba, sí les
preocupaban los alcances de esa organización de la que
seguían sin tener muchas pistas. Por tanto, la embestida
fue fuerte, no tanto como lo sería un par de años después
cuando le robaron un arsenal al ejército, pero de todas
maneras desde ese ajusticiamiento debieron entrar,
muchos de ellos, en una clandestinidad más rigurosa.
279
de su ausencia, sufría en silencio, escribiendo cartas
que nunca le entregaría y que, como gran paradoja, sólo
las podrían leer los policías que allanaron su casa años
después. Martín se entregaba por esos días sólo a la niña
y a Juana, les cocinaba, les cantaba; los viejos Urbano
los visitaban, como hacían muy a menudo, para ver a
su nieta amada. Algunas mañanas, cuando ya estaba
Juana lista para salir a trabajar, se acercaba a despertar
a Martín y él, saliendo de los intrincados pozos de sus
sueños, le pedía: “No, no me despiertes todavía, estoy
en una reunión histórica de Bolívar con el Che y no me
puedo perder nada de lo que digan”. Regresaba al sueño
y, minutos después, se levantaba feliz, lleno de la alegría
que esos encuentros imposibles e imaginarios le brinda-
ban. Habían visitado Cuba y a Martín el encuentro con
la Revolución Cubana y el sueño del hombre nuevo del
Che lo marcaron para siempre.
280
—Yo no pienso dejar mi vida con Luisa; mi trabajo
ha sido una forma de mantener esta casa y no pienso
irme. Eras tú quien asumiría ese lado de la revolución;
yo me quedo acá.
—Juana, mi amor, no creas que tus decisiones van
por encima del mundo. —Juana por momentos se ar-
maba planes en la cabeza, de los que le parecía que
nada ni nadie podrían desbaratarlos—. Aunque tú no
lo quieras entender en este momento, tu vida también
depende de la organización y no puedes tomar deci-
siones sola. Vamos a dar un golpe grande, en el que yo
he participado más que activamente y, cuando sea un
éxito, tendrán pistas para encontrarme. Y por supuesto
tú y Luisa deben estar a salvo. Por la magnitud de mis
acciones de los últimos meses, la decisión que se ha to-
mado es que tanto tú y Luisa como yo salgamos del país
una vez que se termine esta labor. Mientras tanto te irás
a casa de la compañera Margot; ella pasará a buscarte al
Parque de los Novios el próximo miércoles a las tres de
la tarde y te llevará a una casa cómoda, donde deberán
estar escondidas por muchos días. Debes lograr que la
niña entienda la situación y no se deje ver por nadie. Una
vez que se calme un poco la persecución que de seguro
nos montarán, llegaré a buscarte. Nos imaginamos que
será un mes después de los hechos. Y saldremos a vivir
a un lugar tranquilo por unos meses. Juntos, Juana, sin
separarnos ni un minuto.
—No, Martín, yo no puedo aceptar esas condiciones.
Yo había pensado que nuestra decisión de mantenerme
a mí en esta vida era para que esto no sucediera, y ahora
me cambias todo.
—Sí, mi amor, yo sé que no queríamos poner en ries-
go la vida estable de Luisa ni la tuya, pero no nos queda
otra salida. Mi propio compromiso con la organización
281
las pone a ustedes en peligro, y no podemos hacer nada
más.
—¿Y por qué no nos sacan de una vez?
—Porque podríamos dar pistas que no queremos
dar por ahora.
—Pues no me voy, Martín, yo estoy bien como estoy.
—Juana, no te estoy dando una opción. Esto es una
orden que yo mismo recibí del primero al mando. Y de-
bemos cumplirla al pie de la letra; de otra manera pones
en peligro a mucha más gente, a Luisa y a ti misma. Tú
tienes demasiada información, Juana, no lo olvides.
282
que no se aburriera, pero por momentos no lo lograba,
como tampoco lograba controlar su miedo e intuía que
la niña lo estaba percibiendo. Después de una semana
de haber estado allí, la depresión empezó a ganarles.
La niña dormía muchas más horas de las esperadas, y
ella dejó de dormir casi por completo. Era la época de
Navidad, y eso quizás ayudó a mejorar la situación de la
niña. Muchas personas hacían novenas y se divertían,
mientras ellas debían mantenerse sin que nadie fuera
de la casa las viera. Una noche, a principios de año, el
cansancio venció a Juana.
283
“Tiene miedo, algo está sintiendo de todo esto”. Entonces
empezaron a pasar días de emoción. Cada día llegaba
una noticia nueva sobre esa acción de su organización
guerrillera, y Juana y Margot se sentían felices. Pero los
días de dicha se fueron acabando en tanto que pasaba
el tiempo y no había noticias de Martín. Se cumplió el
mes que Martín le había dado como plazo, y no llegaba.
284
el baño haciendo sus necesidades, dos compañeros de
la organización, nada menos que el primero y el tercero
al mando, llegaron en un carro y empezaron a pitar. La
madre de Martín salió corriendo a ver quién era y les
hizo un gesto descomunal de terror al punto que esos
locos que andaban por ahí tratando de encontrar noticias
de los compañeros desaparecidos, como era el caso de
Martín, huyeron despavoridos. Esto no sucedería con
Juana, porque el azar estaba empeñado en que esa familia
se deshiciera en llantos y en desolaciones.
285
Por lo menos quería saber qué iban a hacer con Juana y
la niña, si saldrían del país o qué destino les esperaba.
—Bien —aprobó Margot, y salió de la casa.
Cuando Juana estuvo segura de que no quedaba
nadie por allí, cogió su bolso, con los pocos pesos que
le quedaban y salió con la niña a la calle. Luisa se negó
por unos minutos a salir:
—Mamá, tú dijiste que sólo cuando viniera papá
saldríamos; me da miedo, no quiero salir sin él —le
dijo llorando.
Juana le explicó que había habido un cambio en
los planes en que se les había dicho que salieran sin él,
que pronto lo encontrarían. Luisa terminó aceptando
y salieron.
286
de inmediato. La patrulla que pasaba frecuentemente
estaba cerca y los llamó. Cuando abrieron la puerta de
la casa para recibirlas, cayeron los de la patrulla y las
metieron a ella y la niña, y todos gritaban: “¡La niña no,
no se la lleven, déjelas acá!”. El viejo Antonio Urbano,
como un loco, gritaba en la calle: “¡Se llevan a mis hijas!”.
Y toda la cuadra en silencio: sólo se veían cortinas que
se cerraban, pequeñas hendijas donde los ojos más des-
piadados —algunos los llaman “inocentes”— permitían
que en este mundo se atropellara de esa manera a los
seres humanos.
287
hablaría; entonces, por la ausencia de su hija, a la que
nunca más encontraría, entró en un estado catatónico
del que sólo saldría luego de haber vivido en su cuer-
po innumerables profanaciones y monstruosidades el
día en que las manos humanas y tiernas de Julián la
regresaron a la esperanza, al deseo sin fin de encontrar
a Martín y a Luisa.
288
15
289
mi responsabilidad política, y mi vida privada seguía
estando en segundo lugar. Cómo siento haber pensado
así, cómo me gustaría no haberla perdido, porque ahora
sé; ella era lo único real que me quedaba en la vida.
Poco tiempo después del regreso, empezaría a pensar
que ese mundo de la política era una ilusión incierta,
porque nadie da un peso por uno. A mí me dejaron así,
me lanzaron y ya, y tanta cosa que yo hice y todo lo que
entregué y mire, doctora, todo lo que usted me ha con-
tado que han dicho y yo en este silencio, en esta soledad
que me consume y Camila ida, sin poder volver y Daniel
quién sabe en qué infierno. Pero, claro, si uno pudiera
vivir después de saber, cuando ya entiende, si uno pu-
diera vivir con la experiencia acumulada de otros, si la
vida no estuviera siempre signada por el caos... Como
le decía la abuela a mamá, a la mamá del principio,
que ojalá ella pudiera aprender de la experiencias de
otras mujeres, porque yo las oía y me acuerdo de esa
conversaciones y le repetía que no se dejara llevar por la
emoción y qué hacemos si así es la vida. Claro, la abuela
lo sabía, que eso es lo brutal y maravilloso de la vida,
que somos una infinidad de seres y en el fondo somos
la misma persona, el mismo ser que debe nacer, llorar,
comer, morir, ese ser que se repite y que sólo desde sí
mismo, desde su propia vida puede comprender lo que
significa estar en el mundo.
290
y ella me dice que sí, que me ha pensado mucho y yo le
pregunto por mamá y no contesta, por papá y tampoco.
La doctora me mira con miedo, qué me tendrá que decir,
pero bueno, la abuela me toma la mano y yo me voy; la
veo llegando al parquecito y me trae galletas de avena
que ella misma me hacía y un cuaderno de dibujitos que
en sus ratos de ocio me pintaba y unas notas que mamá
guardaba, de las que le decía: “Mijita, son para que le
leas a la niña cuando esté más grande”. La abuela pasaba
horas leyendo y escribiendo, dejando sus pensamientos
en esos papeles, y por eso a mí seguro me dio después
dizque por escribir lo que me pasaba. Y dábamos vuel-
tas por el parque y, cuando llovía, nos metíamos en
una tiendita y ellas conversaban mientras yo veía los
regalos. La abuela me traía fotos: “Éste es el abuelo y
ésta la tía y la bisabuelita, y ésta la finca”. También me
traía fotos de mamá de niña y otras cositas más; un día
llegó con un calidoscopio y nos dijo que era para que
entendiéramos cómo funcionaba la vida humana; que a
cada paso estábamos barajando las pocas posibilidades
que nos daba la vida; que éstas eran como las piedras
de un calidoscopio y se conjugaban en cada ser finitas
posibilidades —el amor, la amistad, la belleza, el ho-
rror—, y se conseguían infinitos resultados. Y le llevaba
a mamá unos libros y ella decía: “Ay, mami, qué belleza
este libro, cómo quiero tener más tiempo para leer, pero
nada, esto de ser mamá es maravilloso y no me importa
que la vida se vaya por ahí”. Y la abuela le daba un abrazo
y a veces lloraban, porque Juana era tan joven y corría
tantos peligros. Yo no entendía mucho, pero ahora en-
tiendo, ahora que caminé por los infiernos, ahora que
sé que las piedras del calidoscopio de la realidad no son
tan brillantes ni coloridas como las del calidoscopio de
la abuela, ahora sé por qué el llanto, por qué la tristeza,
por qué la muerte.
291
Sí, sí, no me detengo, ya sigo con la historia. Pues
salimos en un tren, muy amelcochadas las dos para
Granada. El viaje ya era otro. No el viaje inicial de las
aventuras, de libertinaje interior, como me gustaba decir-
le a Camila, no, ahora era el viaje del amor, y casi ni nos
poníamos a pensar en que éramos dos mujeres, que no
era “normal” nuestro amor; eso qué nos importaba en ese
momento, si lo único que teníamos era la felicidad que
nos producía el encuentro. Fueron días de plenitud. Yo
olvidé por esos días que en cada ciudad andaluza había
un amante al que visitar, un cuerpo posible para reiniciar
diálogos que yo siempre dejaba abiertos; algo se había
cerrado en mí, y era Camila el centro de mi atención. Y
claro, ahora nos contábamos diferentes, nos rehicimos
en las conversaciones y yo recordaba las tardes con
Cata, pero ahora era con amor, con la pasión extraña
que pueden darse dos mujeres por entender, desde el
puerto de lo mismo, de la similitud, lo que sienten. Sí,
porque es maravilloso eso de sentarse con un ser de otro
planeta, un ser de otro sexo —qué más diferente que
eso — y lanzarse a la tarea de hacerle entender algo de
nuestro ser, sabiendo que es una traducción imposible,
como las culturas que se encuentran y nunca pueden
hacerse entender del todo qué significa Dios o el amor
o la familia, pero acá, en esta orilla desde la que con-
versábamos Camila y yo, sabíamos, con asombro y con
felicidad, que este campo de amor que nos circundaba
no estaba minado por la angustia de no ser entendidas.
Es que con esa compañera de sexo las cosas ya estaban
traducidas, ya estaba recorrido el abismo de la diferencia
metafísica. Entonces lo que nos ataba era la fascinación
de ser como la otra, de encontrar en sus ojos, más que
el ser que quisiéramos ser, el ser que siempre habíamos
sido.
292
Los detalles del viaje se me han borrado; ya no se
cuántos días ni cuántas ciudades, ni esas cosas que los
turistas guardan en su agenda para coleccionar. Nosotras
derivábamos en ese estar que se abría en nuestras entra-
ñas, y nada nos sacaba de ese estado, y me acordaba de
esas épocas bellas en que jugaba en las playas de Grecia
con las primas y Pierre, y las caricias de mamá antes de
irme a la cama, la mamá otra, cuando me decía, y ahora
entiendo, que nunca dudara de su amor, que ella era la
mamá más feliz del mundo, que me amaba más que na-
die en el mundo, y yo la miraba con ese amor seguro de
la infancia, con esa certeza de que ella era única. Cómo
imaginarme lo que mi mente guardaba, pero la plenitud
de la vida está en esos instantes, y uno termina sabiendo
que con los años se pierden, nada es cierto, todo está
en esa loca carrera hacia la muerte, hacia el olvido. Y sí,
por supuesto también me llegaban los recuerdos de las
viejas canciones republicanas del abuelo. Dónde estará
el viejo mágico y los cantos revolucionarios de papá, y
esa mamá linda que me dejó crecer el pelo, aunque ella
siempre lo tenía rapado. Yo le decía: “Mamita, ¿por qué
te lo cortas así?”, y ella me contestaba: “Para sentirme
libre”. Yo le replicaba: “Pero yo quiero ser como las prin-
cesas”, y ella me hacía cara de lástima. Pero así somos
las niñas porque a mí ya me llegaría el día de no querer
ser princesa y me metí en esa debacle feminista de no
querer ser princesa pero querer encontrar príncipes, y
tantos recuerdos que no sé cuál memoria recuperaba, o
si sólo ahora puedo saber lo que mi mente pensaba en
ese momento, en fin, como nunca se cuenta lo que se
vivió, como sólo somos en lo dicho, en el estar siendo
de las palabras, pero en fin, éramos felices.
293
Estado altamente corrupto y mafioso. No alcancé a llegar
cuando ya estaba recibiendo la primera amenaza por un
caso que estábamos estudiando y que no alcancé a dar
a conocer antes de los desgraciados acontecimientos
que nos ocurrieron. Mi fascinación política empezaba
a venirse a pique. No me parecía que mi función como
congresista fuera realmente valiosa; algo me decía que
mi oficio era al final una gran farsa y por primera vez
sentí lo que hoy me resuena de modo constante en la
mente: que mi tarea era una forma más inútil y absur-
da de darle sentido a ese mundo de podredumbre que
es el Estado colombiano; que, con mis acciones, casi
pataletas políticas, les daba el camino para que ellos
mismos se rieran de todos sus conciudadanos. Es más,
mis cavilaciones sobre este tema empezaron a ahon-
darse un día que un senador muy grosero llegó hasta
mi oficina, se sentó frente a mi escritorio, sin siquiera
haberme preguntado si tenía tiempo de escucharlo (y
para esos días sí que no tenía tiempo, pues necesitaba
darle cada minuto que me quedaba a mi amor), y me
dijo que tuviera cuidado con lo que hacía, que nunca
me olvidara de que en este país las cosas ya estaban
organizadas y de que no debía tocar intereses como los
que él representaba. Siguió con una perorata que ahora
sé y me inició en las conjeturas que hoy me han llevado
a pensar que más bien asco de mí misma debe darme
por mis días de funcionaria de la patria.
294
y quizás sí me pesaba frente a ellos. Además era una
situación muy extraña pues, aunque aún no sabía qué
iba a pasar en esa relación, qué tanto estaríamos juntas
ahora que habíamos vuelto a estas vidas normales, yo
sentía que ella había transformado algo dentro de mí,
que mi forma de amar se estaba transmutando y que
eso seguro que les encantaría a mamá y papá, pero
también era seguro que no les gustaría mucho saber
con quién era que mi amor tocaba tierra firme. Y bueno,
para terminar, mi apartamento se me antojaba grande,
vacío, casi invisible ante esta tremenda sensación de
amor y soledad que me poseía. Los primeros días nos
vimos poco. Camila y yo estábamos poniéndonos al día
con nuestros trabajos, aunque sí hablábamos mucho
por teléfono y era claro que nuestro tono amoroso no
se desvanecía. Su presencia en el mundo me sosegaba
y me daba energías para no naufragar en ese espacio
perverso en que debía pasar mis horas diurnas. Además,
para completar todo el panorama, supe que Daniel me
había estado buscando y sentí con total firmeza que su
lugar en mi vida estaba perdido.
295
sobresaltados, agresivos, felinos que daban tumbos por
la habitación. Ése era el ambiente de nuestra relación
y, por esas extrañas cosas del destino, de las que uno
nunca sabe si son malas o buenas, no llegamos a cono-
cer el otro lado de nuestro amor. De esa pasión nunca
aterrizamos, mejor dicho, la muerte no nos dio tiempo
de aterrizar. Si fueron buenas o malas, no puedo darme
una respuesta porque siempre tuve miedo de perder
en mis relaciones la emoción, llegar a la cotidianidad,
pero qué no daría yo por tener a Camila a mi lado, por
no haberla perdido nunca aunque me costara tener que
vivir con ella una vejez sin sexo ni reverberaciones. Mi
entrega con Camila fue total, como nunca me habría
imaginado, y eso ni Daniel ni la vida me lo perdonaron.
296
que era para mí, aunque solía dormir mejor en la cama
de mamá pues, como papá a veces pasaba tantos días
sin venir porque estaba viajando, yo me metía en esas
cobijas de plumas y me acercaba a mamá, y leíamos
cuentos. Y, cuando mamá trabajaba, yo me quedaba
en la casota de los abuelitos. El abuelo Antonio y la
abuela Inés tenían una casa grande y a mí me gustaba,
y el abuelo me tenía un centro de ciencias en el jardín
y sembrábamos plantas, frijoles y rosas y otras cosas
así. Había una tortuga y un gato blanco grande como
el de Alicia, y a veces en las noches yo me imaginaba
que el gato Fortunato desaparecía y sólo quedaba de él
la sonrisa y por ahí me volaba yo y caía al otro lado de
las cosas y el abuelo me decía que le contara, que a él
le encantaban mis historias y hasta las escribía. Me hizo
un libro de cuentos y yo feliz, y la abuelita me enseñaba
a cocinar cosas ricas y me mostró cómo se escriben los
poemas, porque a ella le gustaba la poesía y pasábamos
horas intentando rimar mis pensamientos y llegaba la
mamita y yo corría a recibirla y me traía una chocolati-
na Jet y guardábamos las figuritas para cuando llegara
papá, porque él era el que llenaba el álbum de Historia
Natural. Y a mamá le preguntaban por ahí que por qué
no me mandaba más bien a un jardín y ella respondía
que algún día, que por ahora la cercanía con los abuelos
me hacía muy bien; ahí aprendía muchas cosas del mun-
do, con los experimentos del abuelo y los números y el
ajedrez con sus peones pequeñitos y esa reina blanca y
negra que lo puede todo y el rey en el confín del mundo,
todos los juegos que cada día nos inventábamos, y yo
me la pasaba contenta sin querer ir a ningún jardín; qué
más que el jardín de la casa de los abuelos, grande, con
flores, con animalitos. También me gustaban las tardes
de la universidad. Me llevaban a pasear y me subía en
las piedras; veía animales grandes y los enfermitos, yo
297
me hacía amiga de los caballos y de las ovejas y de las
vacas, en fin, era lindo estar con la mamá y con el papá
lindo de la barba, que a veces llegaba sin barba. Yo lo
miraba como sin entender y después que sí es, y besos
y abrazos y a jugar, que “el tiempo es corto”, decía él.
Saltar y bailar y comer y reír, todo junto, como para que
no quedaran dudas de que él había pasado por la casa,
por el nido de amor, como le decían por ahí. Y abrazaba
a mamá, se daban besitos y a mí me preguntaban: “¿Tú
también quieres?”. Y yo corría y nos revolcábamos en la
cama los tres dándonos besos y jugando a ser uno solo.
Tal vez éramos felices, cómo saberlo.
298
sabíamos que la vida, perdón, la muerte, se encargaría
en pocos meses de salvarnos de tantas luchas que nos
quedaban por dar, porque esos meses nos dedicamos a
vivir la intensidad de nuestra pasión, antes de esa noche
fatal en que Daniel se nos presentó en el apartamento
porque había descubierto que ella y yo, la una y la otra,
estábamos viviendo juntas, que nos habíamos enamo-
rado. Él quería que lo supiéramos, que nos diéramos
cuenta de nuestra trágica vida y cayéramos con él en
su pozo sin fondo.
299
Nos íbamos al cine y salíamos a bailar, y todavía no
nos hundíamos en ese mundo gay que aún no era el
nuestro. Más bien íbamos a bares donde los hombres
nos coqueteaban y nosotras muertas de risa, hasta que
una noche queríamos bailar apretaditas y ya estábamos
cansadas de hacerlo en casa y nos sumergimos por fin
en ese mundo profundo, efervescente de la homose-
xualidad y bailamos como nunca; nos fuimos iniciando
en los códigos, en los gestos, en las claves de esa nueva
vida que nos brindaba la tranquilidad de amarnos sin
más miradas de las necesarias. Fue rápido y lento, pocos
instantes que transcurrieron en cámara lenta: llegamos
a un bar gay que me había recomendado una amiga
aventurera que se la pasaba conociendo todos los sitios
extraños de Bogotá, como decía ella. Nos sentamos y
pasaron minutos; temblábamos, hasta que me decidí
y le tomé la mano y quién nos verá, quién irá a contar,
pero era más grande el amor y el deseo de tocarnos, y
empecé con mucha suavidad a consentirle su mano y
ella se vino a besarme, con el sudor que nos corría por
el cuerpo, miedo de que nos vieran, felicidad de ser en
público, como si ese ser observadas nos proporciona-
ra el sello final, el sentido ritual de ser para otros. Me
besó y felices salimos a bailar y empezamos a vivir en
ese estado de libertad. Y claro, tenía miedo de que me
hicieran un escándalo: “Congresista lesbiana”, pero no
alcanzaron, porque la gente de ese mundo se protege
mucho y, cuando lo pudieron hacer, ya era demasiado
tarde. Yo ya estaba sumida en ese hueco de mi memoria
y Camila ida, eternamente ida de mí.
300
con ese terrible dolor de huesos, iba y me hacía el agua de
panela con limón y me ponía las cobijas y me consentía.
Y claro, ésa era mi manera de decirme que todo estaba
bajo control, que podíamos seguir viviendo, porque mi
niñita interna se moría del miedo y yo la tranquilizaba.
Ahora entiendo que la soledad es un acto de valentía,
que quienes hemos conocido ese lugar de nuestro ser
en que nos intentamos autosatisfacer para mantenernos
libres sabemos que es un espacio solitario, doloroso,
aciago. Quisiéramos justificarnos en ese sentido de ser
para uno mismo, pero mi vida con Camila me hizo dudar
de esas certezas, esos vacíos, pues un día me di cuenta
de que enfermarse, tener una gripa y llamar al despacho
de la congresista a decir que estaba enferma y seguir en
cama y tener un ser que te cuida, te consiente, te da los
medicamentos, el amor que antes creía darme yo sola,
y sí, no es que no me lo pueda dar, pero cómo me gustó
recibirlo de otra persona, como lo hacían mis madres,
las dos, que me protegieron tanto, o mis padres, que me
traían frutas y cariñitos cuando me había quedado el día
en cama porque estaba enferma. También la abuelita
del parque me mandaba regalos porque no habíamos
podido ir a verla, y el abuelo Antonio me traía discos de
cuentos para que oyéramos juntos. La abuelita Inés me
hacía pastelitos de manzana y yo feliz, aunque me dolía
todo, pero yo era el centro y me amaban, y yo amaba esa
forma de quererse, y la mamá Tere leyéndome cuentos
y papá llegando por la noche a saludarme. Ahora se me
agolpan esas memorias y una y otra vida justificadas en
que Camila viniera un día a cuidarme y yo a sentir que
la valentía de la soledad, de la libertad para qué y ahora
qué será de mi vida, qué nuevas valentías necesito para
sobrevivir a estas ausencias.
301
Yo nunca conocí a su familia. La verdad es que nos
dio miedo. A mí no me había ido muy bien con mis sue-
gras. La mamá de Daniel nunca me quiso, quién sabe
por qué. Yo sólo sé que Camila les dijo que vivía en casa
de una amiga mientras conseguía un apartamento para
ella y que en ese momento los invitaría a conocer su
nueva casa. Alguna tarde llegué y Camila había acaba-
do de llegar de sacar sus cosas del apartamento en que
vivía con su marido. Venía devastada, aunque de eso no
hablamos mucho pues, cuando salía, él llegaba, y fue un
poco difícil la situación. Pero pronto estaba recuperada
y pensábamos tomarnos un tiempo para poder encarar
su familia y la mía. Mi mamá cumplió años y decidimos
ir juntas. Bueno, no era el momento de ir a contarles que
éramos pareja ni nada por el estilo; pensamos que era
mejor que la fueran conociendo, que se encariñaran con
ella como amiga y después sí les diríamos. Entonces papá
y mamá nos recibieron como si nada, nos preguntaron
dónde nos habíamos conocido, les contamos del viaje,
y pasamos una deliciosa tarde en compañía de mis pa-
dres, como si nada en el mundo estuviera cambiando,
como si mi vida no fuera una antípoda de lo que ellos
se imaginaban.
302
que más los necesito, de no saber cómo me tomarán. Sí,
que sigan, y tiemblo, y un frío profundo se apodera de
mi cuerpo y los veo, y la tranquilidad me va invadiendo,
con esa ternura que significa la paz de saberse de algún
lugar, de verlos y sentir que mi historia con ellos es cierta,
que las imágenes que tengo de un pasado alegre, vivaz,
existe. Y ellos quizás todavía lo quieran constatar. Mamá
me abraza; yo me pego a su cuerpo y lloro y lloro y papá
nos abraza a las dos y me dicen que todo va a estar bien.
Qué bueno ese poco de ternura, qué bueno que mi ser
se haya abierto al afecto y los deje entrar; cada poro de
mi cuerpo siente esa corriente deliciosa de su presencia,
de la protección. Seguro que tendré noventa y todavía
me gustará esto de que me protejan y sin tanta máscara
y deseo de libertad y en fin hasta que nos sentamos y
conversamos y claro hay un vacío y les digo que quiero
salir de acá y me dicen que así será. No saben cuándo ni
cómo, pero dicen que será pronto y me tranquiliza y sé
que vendrán otras veces. Y todavía no decimos nada, ni
ellos ni yo; mucho silencio recorre esta pieza, esta obra
teatral que vivimos, y quizás ellos piensan que no sé, que
aún no me doy cuenta, y la doctora tampoco dice nada
y yo hace tiempo que entendí, sí, aunque ella se hace la
loca. Bueno, no hay que olvidar que la loca soy yo, no ella,
y no me dice de verdad qué pasa, aunque cuando vino
la abuela sí ya empezó con eso, pero es que no sé que
fue primero: la abuela o ellos. Días después fue cuando
la doctora empezó a decirme que sí era verdad, que el
mundo que yo había visto desde tantos años atrás era
verdadero; que mi mamá linda sí había existido. Nadie
me quiere contestar dónde está, por qué no viene, y un
día ya se lo pude preguntar a mamá Tere y ella se puso
a llorar y papá le dijo: “Contrólate, dijimos que esto
no iba pasar”. Y ella, con toda tristeza, me aclaró: “Yo
no sabía nada de tu pasado, no te lo ocultamos, sólo
303
te ocultamos que no eras nuestra hija biológica, pero
es que en realidad eso qué importaba si en tu mente
no quedaba nada de esa otra vida, o eso pensaba yo”. Y
más lloraba y yo sentada allí, todavía en esa habitación,
sabiendo que mi mundo era una colcha de retazos y de
tristezas, sin poder siquiera imaginar de qué viviría en
lo sucesivo. Cómo continuar esta vida si los sentidos
están más que borroneados para mí.
304
tan ideales, no cabían en estos cuerpos insignificantes,
pasajeros y mustios que veníamos siendo, pero claro, me
faltaban estos meses de naufragio interior para enten-
der lo que ya empezaba a presentir: yo, Irene Carmona
o como me llame en realidad, no soy quien para guiar
a nadie y mucho menos para justificar este sistema de
mierda en que nos devoramos unos a otros. Sólo desde
la profundidad de las tinieblas que tuve que avizorar,
pude entrever que mi tarea, aun en la miseria en que
me encuentro, está en el adentro y claro, sonará medio
esotérico, o light, pero qué importa, eso es lo único con
sentido para mí en este momento: irme librando de la
esquizofrenia de nuestros días.
305
sabes que la soledad no es la única forma de la libertad,
que ya una vez, al menos, tu mundo vaciado se llenó de
dichas, de palabras amorosas, de cantos dulces, de un
cuerpo intenso, certero. “¡No se vayan, no nos lleven,
no me dejen sin ella! —gritaba en lo profundo sin poder
decir nada, y cada vez la distancia aumentaba—, no me
alejen de ella, no me saquen de su cuerpo, no me lan-
cen a este abismo de infiernos, no, por favor, déjenme
permanecer, hundirme en sus gritos, nunca me dejen
sola”. Sí, sí, ya te contaré cómo es el infierno, cómo es
la muerte.
306
16
307
mamá linda de la que llevaba meses recomponiendo el
rostro y los momentos de vida común, estaba muerta y
que su padre, el de las canciones y de los juegos, estaba
desaparecido desde hacía muchos años.
308
en largas caminatas por esa ciudad impredecible que
en un mismo día pasa del verano al invierno, de la lu-
minosidad a la nostalgia, como una perpetua montaña
rusa de sensaciones urbanas y vitales.
309
—No fue culpa de ellos; no se sabe muy bien qué
pasó, pero todo sucedió en ese momento en que te lle-
varon con tu mamá los del ejército.
Beatriz Galindo estaba segura de que Irene, por las
memorias que había encontrado de sus padres, no se
imaginaría que la habían dejado en adopción, abando-
nada, pero no cabía duda de que eso era problemático y
generaba muchas más preguntas. Le costó días terminar
de convencerla de lo sucedido, en especial porque ella
había perdido su memoria luego de haber sido captura-
das por el ejército en la puerta de la casa de los Urbano.
Entonces no recordaba nada de lo sucedido después: sólo
el momento en que había llegado a casa de sus padres
nuevos y cómo la vida había vuelto a existir.
310
reabran el caso, bien sea este mismo caso iniciado con
la muerte de Camila o que la familia de Camila, una vez
que sepan que Irene está libre, la demanden. De todas
maneras lo importante es que me dejen sacarla y, una
vez que logremos eso, adelante. No veo el momento
en que ese congresista cínico se dé cuenta de que sus
amenazas no nos amedrentaron. Pero tengo más co-
sas para contarte. Cada vez me queda más claro que
Irene fue víctima también en esa noche fatal. Daniel
las amenazó a las dos y las usó para varias atrocidades
que su estado mental lo llevaron a realizar. También ha
sido impresionante llegar a los núcleos más dolorosos
de la infancia de Irene, cuando perdió su memoria por
primera vez pues, como ya sabes, se la llevaron con su
madre los militares, y esos horrores que ella ha logra-
do desentrañar son espeluznantes. La parte hermosa
han sido los encuentros de Irene con sus familias. Con
los Carmona se ve constantemente y ha sido notorio
lo potente de sus afectos, en especial porque se han
relacionado de forma muy amorosa con la sensación
de abatimiento de Irene por haber perdido a su madre
y su familia y, años después, a Camila. Su madre se ha
dedicado horas a hablar con ella de su amor por Camila
y a acompañarla en esa pena tan difícil.
—¿Y cómo está ella? ¿se la ve mejor? Me gustaría
verla —pidió Liliana.
—Claro que sí; sería lindo que vinieras pronto. Se la
ve muy bien. La ha hecho muy feliz el encuentro con su
otra familia. Después de la abuela, vino a visitarla su tío
Tomás. Y luego todos los demás han ido llegando. De los
Urbano supimos que se habían ido a vivir a España para
huir de las tristezas pero, una vez que logramos encon-
trarlos, decidieron venir a verla. No sabes lo emocionante
que fue ese encuentro con el abuelo y la abuela. Yo los
recogí en el hotel y les conté muchos de los recuerdos
311
de Irene con ellos. El abuelo, antes de entrar a la pieza
de Irene, empezó a cantar una de las viejas canciones
republicanas y ella, desde dentro, empezó a llorar como
una niña. Ya sabes, ella vive con fuerza el pasado. Es más,
sé, y eso me tortura mucho, que la realidad de Irene es
su memoria; habitará por mucho tiempo en recuerdos
más que en su propio presente. Ahora me siento segura
de que ella no fue la persona que asesinó a Camila, y
eso me alegra, pero la estoy viendo adentrarse en un
mundo de fantasía en el que los vacíos y el pasado serán
lo único cierto de su vida por largo rato.
Acordaron cuándo sería la visita de Liliana y que-
daron en verse en el Congreso para ir a ese encuentro
tan esperado por ella.
312
conocía tan bien y se dedicó a mortificarlas, las llevó al
exceso de nervios y cualquiera de los tres podría haber
llegado al límite de darse un tiro; además, ese hombre
había llegado armado y, sin embargo, la muerte había
sido con pastillas, con un número grande de pastillas
que difícilmente alguien puede dar a otro. ¿Se habría
suicidado Camila en medio de ese espanto? ¿A quién
juzgar en un caso como este, quién puede ser culpable
de una tragedia en la que se condensan las mayores
angustias de los hombres y mujeres de nuestra época?
La doctora Galindo empezó a divagar: este mundo nos
va dejando cada día más sin sentido, nos lanza al amor
y a ese proyecto inmenso de hacer una familia como
autómatas, compradores compulsivos de carreras uni-
versitarias, amores, hijos, puestos, y nos perdemos en los
vericuetos de esta esquizofrénica condición humana que
vamos padeciendo. Cómo juzgar a esa niña que lo había
perdido todo por llenar sus vacíos o a esa otra mujer que
se había enamorado de un ser que no podía darse, que
estaba escindido en este planeta de contradicciones y
de pérdidas. Daniel, Irene, Camila, y miles de nombres
más retumbaban en la mente de la doctora Galindo.
Extrañas pulsiones eran las que los ataban. Extrañas
formas del amor son las que estamos construyendo.
Tanto miedo de ir siendo, de irnos quitando las máscaras
hasta encontrarnos con nosotros mismos, sin importar
la profundidad de las dolencias y, claro, vamos tapando
con sexo, con bellezas falsas, con tetas grandes y culos
redonditos y neveras llenas de comidas extrañas y los
que no tienen con qué, pues en el abismo, cayendo a
velocidad constante, en este universo de náufragos, de
desamparo, donde sólo la locura parece ser una salida
digna al horror. Sí, un amor que se teje de pulsiones
contradictorias, masoquistas. Ellas se amaron porque la
otra tenía lo que a la una le faltaba; ellas quizás querían
313
poder completar una gran mujer para Daniel, pero ¿qué
Daniel de nuestro tiempo puede encontrar mujer com-
pleta si no estamos preparados para el desasosiego ni
para la incertidumbre?, ¿qué ser tranquilo, austero e
inmanente se dejaría llevar por este mundo brutal, por
estas formas abrumadoras del poder que nos sojuzgan?
¿Cómo salir de este naufragio, cómo cortarle las alas a
este animal sin rostro que nos viene carcomiendo las
entrañas? Estamos inventando el amor de la incomu-
nicación; cada día estaremos más lejos unos de otros,
separados por largas paredes de monitores radiantes que
nos crearán la sensación, vacía y turbia, de estar con los
demás, así, sin estar, como estas dos mujeres estaban
con su hombre, con ellas mismas, como Irene vivió su
vida, sintiendo que gozaba de la libertad mientras su
libertad la condenaba a seguir perdiendo a quienes más
amaba. En fin, la doctora Galindo tenía ahora muchos
temas nuevos que pensar, y no le era muy claro qué
haría con toda esa lucidez que de golpe la aturdía. Y
ahí estaba ella misma, coqueteando con el deseo de ir
un poco más allá, ¿adónde la llevaría todo esto, a qué
orilla insospechada la lanzarían sus propias pulsiones?
314
—Pero, doctor Bustos, ¿de qué me está hablando?,
necesito verla ya mismo, estamos a pocos días de salir
de este lugar con ella —contestó la doctora.
Le pidió que se sentara en una silla frente a su trono
de director y, con un tonito medio imperial, con ínfulas
de jefe, que hasta ahora no había tenido oportunidad
de desplegar frente a la doctora (y que era su pequeña
venganza por el olvido), le dijo:
—Las cosas se están poniendo feas. A mí vinieron
a amenazarme y me dijeron que, si dejaba salir a la
congresista sin que usted aclarara un asunto con unos
empresarios, me mataban. Me dijeron que ya había fal-
tado yo a la palabra con ellos una vez, pero que bueno,
que me perdonaban ésa, pero que no dos veces. Usted
entiende de qué me hablaban. Mire, cuando usted lle-
gó acá, yo había recibido orden de que nadie viera a la
congresista Carmona. Sin embargo, usted me convenció
y con el tiempo me gustó tanto ser testigo, a escondidas,
claro está, de sus terapias con esa mujer, y en especial de
su mejoría, que decidí mantenerle las puertas abiertas a
usted. Además, nadie había venido a desmentirla a usted
con ese cuento de que tenía permiso de la justicia para
hacer el tratamiento. Yo siempre me olí que había algo
raro, que usted no venía representando a nadie, pero
como ya le dije, me dejé tentar, pero ahora no puedo
hacer nada. Me dicen que usted los puede encontrar, que
los busque y después hablamos de nuevos encuentros
con Irene Carmona.
315
escándalo? Qué terrible tener que perder en esa jugada
contra esos tipos corruptos y desagradables. Esa misma
tarde se decidió a buscar a Pascual; era él y sólo él quien
la podría ayudar a tomar una decisión acertada. Sin
embargo, no tuvo que hacer muchos esfuerzos. Unos
cuantos minutos luego de haber salido de la clínica, le
llegó un mensaje de texto a su celular. Raro en él eso de
apelar a la tecnología, pero hasta eso hacía por encon-
trarse con la doctora. Mientras la doctora Galindo iba
leyendo el mensaje, su rostro se iba encendiendo en
colores de vida y se fue llenando de expectativas para
el próximo encuentro con Pascual.
316
inocencias — y ella le hacía mala cara y él le tocaba el
rostro, con un cariño tranquilizador.
—Pero, Pascual, lo que pasa es que no quiero que
esas luchas de Irene queden inconclusas; además, des-
pués de conocer a ese tipo que me mandó secuestrar,
no quiero que se salgan con la suya, pero ahora no sé
que hacer.
—Doctora mía, la verdad es que no me parece nada
inteligente esa posición suya. Usted ya entendió que
en este país la pelea está más que perdida. ¿Para qué
arriesgar a Irene y a usted misma? Entregue esos case-
tes y siga con lo suyo. Suficiente con el bien que le está
haciendo a Irene y su familia.
—¿Pero esos tipos ineptos y corruptos?, ¿cómo dejar
esto pasar?
—Mire, escándalos puede haber miles y éste no va
a ser tan trascendental como para arriesgar todo lo que
usted está trabajando hace tiempo. No se desgaste en
lo innecesario.
La doctora se propuso pensar para tomar una de-
terminación. Una vez más se despidieron, con besos y
caricias que iban presagiando el punto más álgido de
esta relación.
317
La conocían; ese muchacho no había dudado un
instante ir a decirle al jefe que la doctora lo estaba es-
perando. Regresó y le dijo:
—Mire, doctora, que lo espere unos minutitos y ya
está con usted. Un rato después se encontró sentada de
frente a ese hombre que se venía colando en sus pesa-
dillas y, pese a la molestia, supo manejar la situación.
—Vengo a decirle que estoy dispuesta a entregarle
las evidencias que usted está buscando, pero para ello
necesito que no se interponga en la salida de la congre-
sista Carmona de la clínica.
—Bien, mi doctora, me alegra que no se haya decidi-
do por el escándalo. Eso no le iba a hacer bien a ninguno
de ustedes. Dicen por ahí que le ha descubierto más de
un tapado a la congresista. Mire, deje los casetes esta
noche en la dirección que le voy a dar en este papel y
mañana mismo podrá visitar a su paciente de nuevo y
sacarla del suplicio de estar encerrada en ese antro de
mala muerte.
Beatriz Galindo dudó en aceptar; le daba una furia
inmensa ver la insolencia con la que ese hombre hablaba,
cómo se refería a ese lugar al que ellos mismos habían
condenado a la joven congresista.
—¿Qué me garantiza que, una vez en sus manos
ese paquete, usted me va a dejar sacar a mi paciente?
—Yo no tengo necesidad de enredarle la vida a esa
pobre muchacha, mientras que no se meta con nosotros.
Crea en mi palabra y le aseguro que no se va a arrepentir.
Mañana a la noche podrá estar con la congresista fuera
de ese lugar. Mejor dicho, como para que se tranquili-
ce, marque el número de la clínica y pregunte por el
doctor Bustos. —La doctora llamó y lo comunicó con
el congresista.
—Doctor, ¿cómo va todo? Mire, mañana, a me-
nos que haya alguna contraorden, pueden sacar a la
318
congresista Carmona de allá. Ya ve que estoy con la
doctora Galindo y todo marcha lo más de bien, así que
no se preocupe. ¿Ve, doctora?, confíe en mí. ¿Qué otra
opción le quedaba?, ¿cómo amenazarlo? Creer en ese
ser execrable era su única posibilidad.
319
se encontraban en ese antro y de lo inexistente de su
causa. Decidió con mucha tristeza, pero con la certeza
de que hacían lo correcto, dejar pasar la oportunidad
de recuperar para esta historia a ese hombre del que
ahora entendía que se había ido para siempre de la
vida de Irene. Quizás no valía la pena, quizás nunca
podrían recuperar nada de lo que habían vivido, quizás
su ausencia sería una buena excusa para no juzgar a
Irene Carmona.
320
labios, en el profundo deseo que la colmaba de hacer el
amor con ese joven escurridizo y genial. Finalmente se
fue a dormir. Ya en la cama, abrazada como cada noche
al cuerpo de su marido, pensó en lo injusto que había
sido este silencio profundo en que había mantenido a ese
hombre que compartía su lecho desde hacía tantos años
y pensó: “Pronto tendré que hablar con él, ojalá antes
de que se entere por las noticias”. El caso había estado
en total reserva pero, con la salida de la congresista,
pronto se sabría algo, y ella debía contarle a su marido
antes de que se enterara por otro lado. Se preguntó por
qué ese silencio y pensó en lo mucho que estaba nece-
sitando tener un espacio en su vida sólo para ella. Eso
era lo que había hecho: reconstruir un lugar en su alma
que sólo le perteneciera a ella, que ni su marido ni sus
hijos tuvieran acceso para sentirse un poco libre, para
vivir sólo para sí misma. Y, sin embargo, sintió que su
vida seguía teniendo sentido junto a ellos; se acercó un
poco más, le olió la espalda, le dio un pequeño beso, y
siguió recomponiendo su vida, sus deseos y sí, era allí,
quizás, donde debería estar, y otra vez ese rostro leve y
profundo de Pascual se interponía en su mente y ella,
se dijo con desparpajo: “Qué ganas te tengo, Pascual”.
321
—Pero usted entiende, doctora, uno no puede arries-
gar tanto el pellejo.
—Sí, claro, vamos a llevar a Irene a casa hoy, ¿está
todo bien, verdad?
—Claro doctora, no se preocupe. Venga, que ella
ya está avisada y lista para salir. En efecto, Irene ya se
encontraba en compañía de sus padres, con sus pocas
pertenencias empacadas y una sonrisa temerosa y an-
siosa por salir de allí.
—La estábamos esperando, doctora —le dijo.
—Acá estoy, Irene, para este gran día.
—Sí, estoy emocionada, pensé que nunca saldría
de este lugar.
Irene salió de la clínica con un paso nuevo y con
una mirada profunda que fue dejando a lo largo del re-
corrido por ese pequeño infierno. Nadie se despidió de
ella, exceptuando al Doctor Bustos. Mientras se dirigían
a la casa de los magnolios, Beatriz Galindo redescubría
su ciudad. Algo había cambiado para ella en esos meses.
El contacto con los mundos tormentosos y turbios de
la congresista, con ese país degradado, con el naufragio
en que estamos sumidos los seres humanos, la había
convertido en una mujer diferente, con menos certe-
zas y con más comprensiones, con menos respuestas
y con más incógnitas, con menos conocimientos y con
más ganas de saber. Esa noche cenaron y, cuando la
doctora se despidió de Irene, sintió un tremendo vacío
en el estómago. Sus terapias continuarían, pero Irene
ya no estaba en sus manos: había empezado un nuevo
vuelo y debía hacerse cargo, ella solita, de todos esos
atroces recuerdos que le poblarían las noches y los días
de ahora en adelante.
322
complacida —no sin dudarlo— de la pequeña victoria
que significaba la salida de Irene de la clínica, de haber
logrado que regresara a su memoria. Cuando se sentó
frente a Pascual, entendió que ése era el día tan ansiado.
Tomaron una cerveza y, casi sin tener que decir nada,
salieron del lugar rumbo a un motel en las montañas
de la ciudad. Entraron a la habitación, una habitación
discreta, con un espejo grande a un lado y un televisor
que nunca prendieron. No tenían tiempo. Habían sabido
desde hacía meses que este día llegaría. Lo que no sabían
es si, después de este momento de euforia, se volverían
a ver, si la vida les depararía un segundo encuentro, y
por ello debían aprovecharlo al máximo. Beatriz Galindo
llevaba su pelo suelto —ahora solía dejarlo así —, una
camisa de flores de colores vivos y un jean. Como era
habitual, Pascual vestía de negro, con esa figura de caba-
llero andante, de linyera, de último pasajero de un viaje
sin retorno. La doctora lo veía radiante. Nunca lo había
visto tan hermoso. Pascual le tomó su mano y la llevó a
su corazón. Luego llevó su rostro y le hizo escuchar ese
latir, rimbombante, que presagiaba la fuerza de ese acto
tan repetido que estaban destinados a inventar. Entonces
la llevó a la cama, le fue quitando toda la ropa, se des-
nudó él también e inició una inigualable seducción de
besos, mordiscos y lamidos. La doctora se sentía como
una orquesta. Muchas cuerdas vibraban en su cuerpo,
cuerdas que ella no conocía y que ese hombre estaba
inaugurando. Pascual, por su parte, amaba el olor de
esa mujer y, mientras más la besaba, más confirmaba
que ese aroma lo acompañaría sin cesar en los inters-
ticios de sus horas. Hicieron el amor con todo su ser.
Fueron uno solo, fueron agresivos, violentos, tiernos,
gruñones, tímidos, celosos, fueron tantas cosas que se
hace difícil contarlo. Con parsimonia, con silencio, con
palabras de amor (“Ay, doctora, tanto que me imaginé
323
este momento y es mejor que todos mis sueños”). Con
dulzura, hicieron de ese acto eterno, un pequeño poema
irrepetible, tal vez único. Pascual, con ese olor amargo
del pielroja, era una sombra más fuerte que todos los
destinos posibles de la doctora, era como un poco de
agua sagrada que nunca regresará y que sin embargo nos
horada y purifica. Cómo explicar lo que sintieron, cómo
explicar que la doctora se llenó de vida, se chupó entero
a ese fantasma para llenarse ella de vitalidad, de deseos
de continuar, pese a las amarguras que estaba viviendo.
Vampiro, sí, dama maléfica que se dio al amor y al arte
de germinar en su cuerpo la belleza de otro cuerpo, la
alegría de esas caricias que ese hombre le daba. Entera,
salió de esa habitación la doctora Galindo. Se marcharon
en el auto de la doctora y, en unos cuantos minutos, se
despidieron en una esquina. ¿Se volverían a ver? ¿Habría
una segunda vez para esos cuerpos? ¿Cómo saberlo?
Beatriz Galindo siguió en su carro luego de que Pascual
se despidió y emprendió su camino.
324
La doctora se dirigió, ya con su marido a bordo, al
mismo lugar del que acababa de salir con Pascual Soler.
Eligió la misma habitación. La cama por poco estaba aún
caliente. No llegaron con pretensiones muy pasionales;
el marido de la doctora sentía que había mucho de que
hablar, pero sin embargo, luego de unas cuantas palabras,
hicieron el amor, sin mayores novedades. La doctora le
preguntó, con desparpajo:
—¿Qué pensarías si te dijera que hace una hora
estaba en esta misma cama con otro hombre?
Su marido guardó silencio por unos minutos. Tal
vez estaba recuperándose de semejante declaración o
intentando llegar a lo más certero de su ser para darle la
mejor respuesta posible a su Beatriz. Un rato después,
con lentitud y con decisión, le contestó:
—La felicidad no está en lo que se desborda, la felici-
dad está en lo que se contiene. Tú sabes que yo siempre
he pensado eso y, si me sigues eligiendo, si podemos
seguir compartiendo ese lecho, esa casa, esos instantes,
no hay nada que perturbe mi deseo de estar a tu lado.
Duele, pero puedo sobrevivir, aun a la rabia.
325
Entonces, se internó en los ojos azules de su marido,
en años de convivencia, en días y noches de acoplamien-
to, y le dijo que tenía una historia muy larga que contarle.
Él, que la conocía más que nadie en el mundo, le dijo:
—Sí, ese relato lo he estado esperando.
Y en ese momento, finalmente, Beatriz lo tomó de
la mano para llevarlo por el infierno, hasta devolverlo
a este cielo donde los esperaban tiempos de zozobra y
tranquilidad, de abundancia y carencia, de desborda-
miento y contención.
326
17
327
algún contacto con influencias políticas que pudiera
pedir por sus familiares. Dentro del Gobierno nacional,
era probable que así se lograra dar un fin menos trágico
a la desaparición de Juana y de Luisa.
Antonio Urbano se debatió durante varios días sobre
la posibilidad de acudir a la familia Vélez a pedir ayuda.
No sabía si estaban enterados de lo sucedido; tal vez ya
lo estaban por las noticias que él había logrado difundir
a través de organismos internacionales, y sobre todo le
preocupaba que Juan Vélez estuviera cerrado del todo
ante la situación de su hija. Llevaban ya cinco años de
no tener ningún contacto y era difícil saber cómo reac-
cionarían, pero Inés, su mujer, lo persuadió, en medio
del llanto, de que dejaran el orgullo a un lado e intentara
hablar con esa familia. Le dijo que ese hombre debía
tener contacto directo con el presidente, y eso podía
salvar a alguno de los tres. Entonces tomaron la difícil
decisión de ir a visitarlos.
328
—Querida, debo decirte algo que hasta a mí me
duele profundamente. Juana y su hija cayeron; se las
llevó algún organismo del Estado, no sé cual.
Doña Cecilia dejó de vivir. Y Juan no sabía cómo
revivirla de ese golpe tan fuerte. Por esos mismos días,
una noche, mientras estaban comiendo, sonó el timbre.
Era la pareja Urbano, a quienes sólo habían visto una
vez apenas Martín y Juana se habían ennoviado.
329
dejando llevar por el deseo de volver a tener a su hija en
sus brazos y de conocer a su pequeña nieta.
330
su hermano comunista asesinado; sus días con Juana en
las campañas políticas; el amor por esa niña; las dudas
que le generaba el país; sus propias contradicciones
con su partido, que negaba y negaría hasta el final de
su vida; los mandatos políticos frustrados de su mujer;
en fin, su vida brotaba en su mente mientras trataba de
ordenar las palabras que iba a decir.
331
La noche terminó con una extraña algarabía en sus
corazones. Algo había cambiado para siempre, y esa
transformación en la vida de don Juan les daba ganas de
continuar; Doña Cecilia lo amó ese día más que nunca
en toda su existencia. Sin embargo, el ambiente era de
notable tristeza, y sólo les restaba moverse con celeridad
para lograr sus cometidos.
332
Por su parte el viejo Antonio Urbano se movía en
los círculos internacionales y nacionales de derechos
humanos, para tratar de conseguir información. Un día
les llegó la primera noticia. El general que se encontra-
ba al mando de las fuerzas armadas en el país llamó a
don Juan Vélez y lo citó en su despacho. Le dijo, con esa
extraña pedantería matizada de modestia que ostentan
los que de verdad tienen el poder, que lo único que
había podido hacer por él era encontrar a su hija; que
en pocos días aparecería y sería juzgada por la justicia
en una cárcel de la ciudad. Le aseguró que la volvería
a ver con vida.
—De los otros dos, no le puedo decir nada, mejor
dicho, usted, doctor, sabe la ficha que le estamos po-
niendo a esto de la subversión, así que no busque más:
no los va a encontrar.
La confusión de emociones de Juan fue tremenda.
Su hija estaba viva, pero ni de su nieta ni del marido
de su hija había noticias. Cuando les dio a los demás
las buenas y malas nuevas, todos sintieron la misma
confusión de emociones; sin embargo, continuaron
la búsqueda, porque no hay padre ni madre que, sin
haber visto el cadáver de su hijo, pueda comprender
que nunca más lo volverá a encontrar. Y entre todos
los ires y venires de esas familias con su dolor y con su
desasosiego sería la misma Juana, luego de haber salido
de la cárcel, quien haría la búsqueda más desesperada,
más completa, más impotente.
333
ayudarla en el proceso. La vida de todos giraría ahora en
torno a lograr que Juana saliera de la cárcel, lo cual no
sería posible hasta el día que en que se logró acordar la
amnistía, que les daría salida, dos años después, luego
de un movido consejo de guerra en el que, con su gran
desparpajo, dieron a conocer sus ideas y sus juicios
sobre el país.
334
—Sí, hija, pero las contradicciones que tu padre vive
por sus opciones políticas y laborales le pesan demasiado
y, para negarlo, ha tenido que convencerse de ideales
que antes nunca habría si quiera tenido en cuenta. Por
eso no podía entenderte a ti porque, ante la frustración
de lo que verdaderamente es el partido hoy en día, él
mismo habría tenido que ser guerrillero, y eso sí jamás:
traicionar a su partido nunca.
335
con ese retrato. Querían darle gusto en todo, saber qué
deseos tenía y entregarse a ella. Don Juan sentía una
necesidad tremenda de resarcirse con ella por los años
de ausencia y no escatimó esfuerzos para hacerlo. Por
las mañanas la llamaban para que se pasara a la cama de
sus padres, como había hecho hasta pocos días antes de
salir de su casa; le llevaban el desayuno y le daban fuerzas
para continuar la tarea aterradora de buscar a quienes
su propio padre —por su posición en el Gobierno— sa-
bía que no encontraría jamás. También pasaron largas
noches de conversaciones. Se sentaban en el estudio,
cada uno con el trago de su preferencia, y rehicieron la
historia de por qué la guerrilla, por qué el comunismo,
por qué sus deseos de igualdad, los de Juana, que en lo
más profundo de su alma el viejo Vélez compartía. Les
contó todas las experiencias de la cárcel, y les explicó,
que si no fuera por la pérdida de sus seres queridos, ella
estaría dispuesta a seguir dando su vida por la revolu-
ción. Su padre no dudó en darle muchos argumentos
contra esas posturas ideológicas; sin embargo, terminó
diciéndole que la apoyaría en cualquier circunstancia,
que si ella decidía volver al monte sería él mismo quien
le arreglaría el morral. No estaba en condiciones de
detenerla ni de entorpecer sus determinaciones.
336
de varios días de compartimentaciones, lograron encon-
trarse. Estuvieron varias horas hablando sobre el destino
de la organización, la conformación de más columnas
guerrilleras rurales y la necesidad de incrementar el
conflicto. Habían llegado a la conclusión de que con el
Gobierno era muy difícil negociar y que debían seguir
la lucha. Por ello estaban realizando una serie de cur-
sos de preparación en Cuba y él esperaba que Juana
saliera con el próximo grupo de guerrilleros rumbo a
La Habana. Claro, para el primero al mando también
era ya evidente que Martín no aparecería y que de la
niña no había noticias y que, a estas alturas del partido,
con la forma como se estaban manejando las cosas en
esa cacería de brujas, seguro que no aparecería, y por
eso pensaba que Juana estaría dispuesta a mantenerse
en la pelea. Sin embargo, para el corazón de Juana, las
cosas eran diferentes. Ella debía convencerse por sus
propios medios, con todo el dolor que le traería, de que
su marido y su hija no aparecerían jamás.
337
haciendo presión política al Gobierno colombiano. Los
primeros meses decidieron no acudir al escándalo, no
salir en medios de comunicación y más bien hacer todo
lo que estuviera a su alcance por vías poco reconocibles.
Juana fue recomponiendo los últimos días de la vida de
Martín, poco a poco, a través de contactos de la guerrilla
que la fueron mandando de un lado a otro para que ob-
tuviera información. Así, fue llegando al nudo final de
esa historia. Descubrió que sí había caído en manos del
ejército, de un escuadrón del B2. Supo de cuál escuadrón
se trataba y se hizo evidente para ella que Martín había
sido asesinado. Meses después, cuando salió de forma
masiva en medios de comunicación la noticia de esa
desaparición, mientras el Gobierno tapaba sus atropellos
con el gran número de guerrilleros que se encontraban
presos (pues en realidad habían desaparecido miles de
personas), apareció supuestamente su cadáver. Las co-
nexiones de Juana y su familia y la Embajada Española
ayudaron para que el escándalo sobre la desaparición
de Martín llevara al Gobierno a tomar la decisión de
hacer aparecer su cuerpo en una población lejana de
la capital, donde no había sido detenido. Y como fue
típico del discurso oficial de la época, inventaron una
historia de por qué la misma guerrilla lo había asesinado,
versión que para Juana era absolutamente imposible.
Aunque lo principal de todo ese desenlace radicaba en
que Juana había logrado que el Gobierno reconociera
la muerte de Martín.
338
Aunque Juana no podía imaginarse a su niña muerta,
optaron por visitar los archivos de Medicina Legal de
Menores. Pero nada: no había ninguna noticia. Juana
era incansable por su deseo de encontrar a la niña. Puso
denuncias en todas las comisiones e instituciones de
derechos humanos del mundo, movió cielo y tierra hasta
que uno de los funcionarios de mayor confianza del
mismísimo presidente de la república llamó a don Juan
Vélez para decirle que con respecto a la niña sí no había
nada qué hacer. Ni el cuerpo ni nada podían entregar y
no se hacían cargo de las consecuencias de continuar
investigaciones sobre el tema. En definitiva, lo estaban
amenazando y le pedían que no dañara la imagen del
Gobierno, que ya estaba bastante desprestigiado con
las campañas de derechos humanos, y que el caso de
la niña podía costarles muy caro. Juana no se detuvo;
hizo un escándalo de grandes dimensiones que sólo se
conoció en países extranjeros, pues la prensa colombiana
censuró ese caso, como muchos otros, por los inmensos
compromisos que tenían con el Gobierno. La impunidad
siguió en aumento, y Juana Vélez tuvo que llegar a la
conclusión, que la acompañaría hasta la muerte, de que
sólo con las armas, utilizando la fuerza y la muerte, con
una lucha frontal contra la burguesía colombiana, era
posible desenmascarar todas sus barbaries y atropellos.
339
con mayúscula, se fue acostumbrando a la presencia
de Julián hasta que, cuando ya se había convencido
del todo de que ni su hombre ni su hija aparecerían,
terminó descubriendo en la memoria de esas manos
que la habían protegido cuando más lo necesitaba, una
vaga pulsión amorosa, que fue creciendo con la entrega
y decisión de ese muchacho de quererla sin condicio-
nes. Sin embargo, cuando Juana se dio cuenta de que
se despertaba y se acostaba pensando en Julián, intentó
frenar la relación. Tenía miedo de la diferencia de edades,
y en especial de que ella ya estaba dándose cuenta de
que debía volver a sus actividades revolucionarias. Pero
los azares del amor son irremediables, y Juana y Julián,
tarde o temprano, terminaron llegando hasta sus pieles,
donde descubrieron un espacio abierto a sus mayores
necesidades y deseos, y no pudieron de ahí en adelante
alejarse el uno del otro. Juana sintió temor también por
su padre; era una nueva locura que seguramente a él lo
incomodaría, pero ella estaba en ese mundo para vivir su
vida y le era imposible complacerlo contra ella misma.
Pese a lo esperado, don Juan Vélez se imaginó, desde
que ese joven amable e inteligente llegó a acompañarla
en sus largas jornadas de búsqueda, que eso sucedería,
pues vio en los ojos de ese muchacho la decisión férrea
que había ya conocido en los suyos propios cuando se
enamoró de doña Cecilia. Así, cuando Juana le habló de
su relación con Julián, él ya estaba de regreso y la apoyó,
de la misma manera que apoyaría el regreso de Juana,
en compañía de Julián, a la guerrilla.
340
ya no tenía sentido, entre las balas de la lucha. Aunque
ella se había enamorado locamente de Julián, como
para convencer a los comandantes de que la dejaran
llevárselo con ella al monte, algo muy profundo había
muerto dentro de ella.
341
estuvo por varios años buscando un espacio político de
negociación para regresar a la vida civil. Juana le habló
de su melancolía, de su abatimiento y de su nuevo amor.
El comandante le dijo que era extraño que ella pidiera
regresar a la guerrilla en compañía de un hombre tan
joven, y que por política estaban separando a los ena-
morados porque venían causando muchos problemas.
Pero la tragedia de Juana, los dolores de su vida lo con-
movieron y terminó accediendo a mandarlos a Cuba a
hacer un curso de preparación y le dijo que los mandaría
juntos a una columna móvil de alguna región del país,
destino que conocerían sólo a su regreso.
342
convocaban de alma entera. Cuando llegó la hora de salir,
se fueron despidiendo de una a uno. Juana empezó por
sus hermanos y luego, como una ciega que necesitaba
grabar en sus manos los rostros de los seres amados, fue
palpando el rostro de cada uno. Fue un instante de abso-
luta comunión. Las profundas tragedias de esas familias
llenaban de sombras esa despedida. Juana encontró en
el rostro de Antonio Urbano, el viejo español, la memo-
ria imborrable del rostro de Martín, y lloró con toda su
fuerza amarrada al cuerpo de su suegro. En el rostro de
Inés, pudo dejar para siempre los rastros grabados en
su piel de Luisa, su hijita y, en los rostros de sus padres,
pudo entender las trazas absurdas de su propio destino.
Comprendió que quien lucha por la libertad carga con el
infortunio de estar condenado a la soledad. En un lugar
de Bogotá, les dijeron adiós, y los vieron partir con sus
morrales llenos de ilusiones, de miedo, de certeza de
un viaje sin retorno.
343
18
345
por ella, y una buena cantidad de frutas: guanábana,
fresas, cerezas que, como cosa rara, dizque estaban en
cosecha en Colombia, aunque años atrás no se veían ni
por las curvas. Pero como ahora nos hemos vuelto tan
globalizados, hasta las frutas del verano neoyorquino
llegan por acá. Veníamos radiantes pero, como me había
tocado una semanita un poco dura del trabajo, estaba
rendida. Para esa noche no había planes. Aunque en el
último tiempo no perdonábamos ni viernes ni sábado
para ir a bailar en alguno de esos lugares de ambiente
donde podíamos amacizarnos hasta el cansancio, ese día
teníamos ánimo caserito y pensábamos cocinar fondue
y conversar en casa. No habíamos quedado con nadie,
lastimosamente, pues quizás eso nos habría salvado,
o una visita inesperada, pero nada, ni el teléfono sonó
durante esas horas de angustia que Daniel nos tenía
reservadas, en su buen deseo de tenernos como siempre
quiso, a las dos, en unísono.
346
pero jamás me hubiera imaginado que pasaríamos la
noche, la última noche de nuestras vidas, sometidas a
los deseos de un hombre en estado de locura y que nos
llevaría al infierno tan rápido y tan certero.
347
Pero en ese momento inicial lo único que atiné a decir
fue qué hacía allí, y él se rió, con una risa sobrenatural,
de otro planeta y me miró con un gesto tan evidente.
Luego Camila levantó la mirada, y ella también tenía
ese gesto que supongo que inmediatamente después lo
tuve yo también, y ya sabíamos lo que sucedía; no hacían
falta palabras y él empezó a decirnos que nos amaba,
que nos extrañaba, y nosotras en silencio. Y la noche
se hacía turbia, inmunda; Camila se iba consumiendo
en sí misma, cómo era posible, repetía, tanta tragedia,
tanta coincidencia, y él pedía que no lo dejáramos, pero
en el fondo del alma de los tres sabíamos que en ese
instante nos estábamos dejando todos a todos, que en
este mundo nuestros rumbos no merecían estar unidos,
aunque yo no esperaba que el desenlace fuera éste, tal
vez, ¿si yo hubiera muerto?, ¿si me hubiera ido sin tener
que sobrevivir a este vacío, a estas ausencias que hoy
me invaden?
348
Preguntaba qué pasaba, y mamá me tapaba la boca y me
abrazaba duro y yo no sabía qué pensar. Ella me hacía
daño con su mano en mi boca pero al mismo tiempo,
con la otra mano, me daba todo su amor, me abrazaba
fuerte y yo me le pegaba como una larva sin sentido,
sin rumbo, en un mundo grande y aterrador. Quería
entrarme en su piel y esos hombres horribles gritaban,
y yo me tapaba los oídos, porque el abuelo Antonio me
había dicho siempre que cuando llegaban personas
que uno no quería escuchar lo que había que hacer era
taparse los oídos y nunca contestar, que si te dicen algo
que no quieres o bueno… Mamá tenía miedo y yo era
tan pequeña, tan poca cosa y no podía salvarla y yo me
apretaba, pero de nada servía; ella se iba deshaciendo y
nos bajaron y alcancé a sentir una patada. El resto se lo
dieron a mamá, que todavía me cargaba, y nos llevaron
por un corredor y tantos gritos. ¿Cómo será el infierno?
Yo ya lo conocí, y está en esta puta tierra, en este terreno
de lo infame, de los humanos, de nosotros mismos, en
nuestras propias almas.
349
como que quería que yo no oyera, no pensara y yo me
quería dormir en sus brazos para no sentir más, para
dejar este mundo por un rato, pero su corazón me des-
pertaba, y entonces me abrazaba más fuerte. Pensaba
en las noches con papá, en sus caricias, y seguro que ella
también lo recordaba, y me tapaba los oídos, para que
no me enterara, y yo entonces contaba ovejitas a ver si
me dormía, o mejor lobitos, como decía el abuelo, para
que no nos creyéramos que hay buenos y malos, y mamá
temblaba, y un hombre entró al cuarto: “Ya casi venimos,
vete alistando, puta guerrillera, para que nos digas todo
lo que sabes”. Y ella más me apretaba, y yo lloraba, pero
mamá decía que no fuera a gritar, que si les dábamos
gusto más daño nos hacían, pero ella seguro se sentía
mal de decirle eso a una niña porque después me decía
que me quedara tranquila, que no me preocupara, que
llorara si lo necesitaba. Seguro tenía miedo de lo que
yo dijera, pero la verdad es que no tenía información
muy pertinente, y por eso no importaba, pero ella me
apretaba contra su cuerpo, más que nunca, y yo seguía
tratando de irme de este mundo, y fue pasando el tiempo.
Quién sabe en qué andarían esos hombres horribles y yo
me quedé dormida y soñé tantas cosas a la vez, tantos
recuerdos y funestas realidades y desperté llorando y
mamá lloraba sobre mi cuerpo, y se hablaba a sí misma:
“Debes ser fuerte, no te debes dejar, hay que proteger a los
compañeros y compañeras, no puedes caer, no hables”,
y yo trataba de entender y le preguntaba: “Mamá, ¿qué
dices?” y ella me decía que cantáramos, y empezamos
a cantar las canciones republicanas que nos sabíamos
y yo me iba tranquilizando. Es que las niñas somos así:
un poco del amor verdadero y nos relajamos, pero el
monstruo estaba muy cerca y tarde o temprano entraría.
Y claro, así fue: llegaron como cinco y encendieron unas
luces superpotentes y nos arrojaron sobre una silla, y le
350
dijeron que pensara bien lo que iba a hacer, que fuera
alistando los números y los nombres pues los tenía que
llevar hasta sus jefes y yo no entendía nada, hasta que
mencionaron a papá y yo los miraba aterrorizada, y
papá dónde estaba, pensaba yo y no decían nada de eso,
sólo que no perdiera el tiempo protegiendo muertos le
decían, pero ella no les creía y se mantenía en silencio
y me apretaba más duro que antes, como si supiera que
me iban a llevar, que me separarían de su cuerpo.
351
o temprano la víctima se erguiría en victimario como
para lograr lo imposible. Para que no nos hiciera daño,
decidió decirle que no era así, que nosotras no sabíamos
nada hasta esta tarde, que nunca habíamos pensado
hacerle daño, que queríamos vivir nuestra vida y que
eso era todo. Pero él no podía entender: el abandono lo
había carcomido, y además empezó a decirnos que desde
hacía como un mes nos estaba siguiendo y sabía muy
bien cada uno de nuestros pasos, que nos había visto,
que se sentaba frente al edificio a mirar las luces de esta
casa cómo prendían y apagaban, y se imaginaba cada
uno de nuestros actos y sufría en esta soledad innom-
brable que estaba viviendo. Y habló de tantas cosas, de
las drogas que consumía para olvidarnos, de las mujeres
que buscaba en las calles para sacarnos de su memoria
y se le veía la angustia en el rostro, el desasosiego que
estaba sufriendo, y cómo había tratado de sobrevivir a
las noches sucesivas en que nos sabía lejos de él, sin
entender cómo podíamos estar juntas, cómo podía ser
que estuviéramos en la misma casa, pues pasó una noche
entera y luego otra, y nunca salió Camila y entonces se
imaginó, y sus pulmones morían de ahogo y cada vez
tenía menos fuerza para vivir y se quedaba en las calles
noches enteras y hacía una música de muertos y nada
servía. Se sentó en el piano y nos tocó las músicas más
fúnebres, más atormentadas que le habíamos oído, y yo,
que llevaba toda la vida escuchando su música, supe
lo que estaba viviendo, el infierno en que deambulaba
y no supe cómo decirle que me había ido por su bien,
pensando en que ahora sí podría estar con la mujer que
lo sabía querer. ¿Cómo me imaginaba que era esa mujer
con la que él vivía?, pues debía ser parecida a mi Camila
y esa sí que sabía querer; con ella sí que uno sentía la
seguridad que no se sentía con nadie más. Cómo decirle,
y que me creyera, que yo no le quería quitar su mujer (sí,
352
en realidad un poco sí se la quería quitar, pues admito
que me enamoré de Camila como si me enamorara de
la mujer de Daniel y mierda, sí lo era), pero yo no quería
hacerle daño y sí, porque los seres humanos somos así,
terribles, contradictorios, si no podía tenerlo pues que
tuviera un poco de gozo y mucho de tristeza, y ojalá que
pasara sus días sintiendo que me había perdido y que
había perdido lo más importante, pero así no sería y me
dejaría a mí con vida, mientras que nuestra Camila se
iría para siempre. Y en esa oscuridad del apartamento,
no había luces encendidas; escuchamos, entre sollozos,
esa música que nos había compuesto y no encontrába-
mos el lugar ni la forma de decirnos, uno a uno a uno:
“Lo siento, éste no era el final que esperábamos, pero
ahí estábamos y no teníamos salida”. Nada nos quedaba
en la vida más que asumir ese abatimiento.
353
acaso había una salida posible, un camino fuera de esta
malaventura desproporcionada.
354
intentando fingir el placer que nunca podríamos volver
a sentir. Era como ver la tierra partirse en tajos, como
conocer por un instante la absoluta perdición, y la vida
se nos iba yendo en esos instantes, y no puedo entender
qué buscaba Daniel, qué absurdo deseo lo llevó tan
lejos, pero recuerdo pequeños reflejos de su mirada,
de esos ojos que tanto había amado, hundiéndose en
las tinieblas, dejando también este mundo. Y no po-
díamos detenernos, con el revólver y con una que otra
patadita nos iba moviendo: “Quiero más, más de lo que
me quitaron”, y en voz alta contaba lo que cada una de
nosotras le había hecho en otras noches de pasión, decía,
y nos pedía que pensáramos que la otra era él, y seguía
hablando, imparable, y nosotras entrando en las peores
náuseas y cayendo profundo en esa pantomima que los
somníferos empezarían a detener. Y creo recordar que se
metió en la cama y trató de ser parte de ese juego, pero
pronto se echó a llorar porque ya no nos sentía, o mejor
dicho nosotras ya no lo queríamos y entonces Camila se
fue yendo y él se volcó sobre ella a golpearla, a pedirle
que no lo dejara, que su vida sin ella no tenía sentido. Yo
pensaba lo mismo y me moría por abrazarla y no dejarla
ir, llevarla a algún lugar para que me la salvaran, pero es
que uno protege la vida propia por instinto y yo temía que
Daniel me diera un tiro, y me quedé inmóvil, viendo mi
ruina, entrando precipitadamente en mi agujero negro,
mientras se ensañaba conmigo, y poco a poco sacaba
toda su rabia: nada de amor le quedó para mí. Yo era
su enemiga, el ser que más lo había hecho sufrir y me
golpeaba y me ponía ese instrumento frío en la sien y me
decía que esto era lo que yo quería, verlo así, acabado,
tantos años que me había demorado, pero finalmente
lo había logrado. Y yo seguía mi llanto, mi abandono,
mi partida, y él me seguía cobrando sus rabias y me fue
repitiendo todas las veces que lo había dejado y todo
355
lo que había hecho, y cada recuerdo que le venía a la
mente le daba un aire más siniestro. Sí, para mí quedó
el odio, tanto que decidió, a última hora, dejarme viva,
bueno, no sabíamos qué pasaría con las pastillas, pero
no me pegó el balazo que tanto pronosticó mientras me
hablaba, mientras me recordaba su sufrimiento y, para
no escucharlo, le fui contando con mi mente cada día,
cada hora que pasé pensándolo. Traje a mi mente, en
esos instantes en que pensé que la muerte me llegaba,
porque también yo me iba yendo, pensé en todo mi
amor por él y el amor sanador de Camila, mejor dicho,
esa forma reparadora de amar que había aprendido
con ella y me fui hundiendo en el letargo, sintiendo el
latido profundo de mi corazón que estaba siendo capaz
de soportar las peores injurias, el peor desamor, las más
dolorosas pérdidas. Y dejé de vivir en esta tierra, después
de esa larga noche en que la vida me deparó conocer
en pleno lo más confuso, irracional e impresionante del
alma humana.
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y me obligaban a mirar, mejor dicho la obligaban a ella
a mirarme para asegurarse de que mis ojos brillaban
de angustia mientras la acababan a palos y le gritaban,
pero sí, yo ya estaba entrando en el vacío, ya me costaba
entender y escuchar. Los ojos ni parpadeaban, y esos gol-
pes, esas torturas se quedarían para siempre grabadas en
mi piel, esa piel de la memoria más insondable, esa que
perdería en mi conciencia y que me perseguiría en mis
días de silencio hasta dejarme hundida, años después,
en las tinieblas de que ahora voy saliendo. Y siento otra
vez el despegarse, la larva que se suelta del cuerpo ama-
do, y viene a mi mente el instante final, fatídico, en que
un hombre grande con bigotes y con uniforme militar
entró, me tomó en sus brazos y me llevó para siempre
del canto de mi mamá, y me dejó vaciada de amor, de
ternura y sólo hasta que volví a dormir en la cama de
los nuevos papás pude volver a sentir que respiraba, que
el aire regresaba, que mi cuerpo restituía, con creces, la
piel que me había sido robada.
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habrá futuro y sueños de ser, de llegar, cuándo volveré
a construir un camino deseado, ahora que todo se ha
vaciado? Sólo mi mente y sus recuerdos existen y yo en
ellos, rehaciendo una mujer, Luisa —Irene, un ser que
pueda vivir las lentas minuciosidades de la cotidianidad
que hoy aparecen ante mis ojos como una tolvanera en
el horizonte—. ¿Dónde estará el oasis, el remanso de
mi vida? ¿Acaso sólo el recuerdo de haber amado con
entrega a Camila me dará la fuerza para continuar en
esta faena acuciosa de seguir entendiendo lo inhumano
de lo humano, las más álgidas vilezas de ese extraño
material del que estamos hechos?
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Puentes, errancias, exilios. Volverse otro. Lugares
de cruce o desencuentro literario. ¿Qué hay más allá de
la prudencia del mapa?
El fin de la noche, constelación de narrativa y poe-
sía hispanoamericana. Con publicaciones de cuidado
artesanal y soporte imperecedero, el sello integra la
tecnología de edición más avanzada –impresión bajo
demanda, libre acceso de lectura online y distribución
digital internacional que permite que los libros estén
siempre disponibles– a la delicada paciencia para el
armado de cada título.
Que los libros luminosos jamás se agoten.