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Acaso la muerte

Alejandra Jaramillo Morales

Acaso la muerte
Jaramillo Morales, Alejandra
Acaso la muerte. - 1a ed. - Buenos Aires : El fin de la noche, 2010.
364 p. ; 20x13 cm. - (Mapamundi)

ISBN 978-987-1491-27-8

1. Narrativa. I. Título
CDD 863

Imagen de tapa: S/T, de Silvia Troian


silviatroian@hotmail.com

© Editorial El fin de la noche, 2010


Buenos Aires, Argentina

ISBN 978-987-1491-27-8
Editorial El fin de la noche

Hecho el depósito que previene la ley 11.723

Para sugerencias o comentarios acerca del contenido de esta obra,


escríbanos a: info@elfindelanoche.com.ar

www.elfindelanoche.com.ar
A Juan Camilo Jaramillo, Claudia Barón,
Valeria Fayad e Iván Granados.

A Erwin Fabián, mi novio,


porque su amor ha
hecho posibles mis duelos.

A mis hijos, Matías y Libertad,


por la alegría que trae su presencia.
“Los que hemos viajado mucho y amado mucho; los que
hemos… no diré sufrido, pues a través del sufrimiento hemos
alcanzado siempre la autonomía, sólo nosotros apreciamos el
complejo mundo de la ternura, y comprendemos el estrecho
vínculo que existe entre el amor y la amistad”.
Durrell, Lawrence, Justine.

“La anima a descubrirse porque nadie como ella para asaltar


los miedos que la aterran y convertir dragones en trinos de
oropéndolas, pues siempre está a la zaga de sus sueños,
a la deriva dulce de su anhelo, porque flota, balandra y
apegada, como alguien que amamanta, siempre fue así,
como un destino”.
Albalucía, Ángel, Misiá señora.
Cogió el trapo para matarla. Era una de esas cuca-
rachas gigantes, voladoras, que pululan en el verano de
ciertas ciudades húmedas y sucias. Se recostó contra la
pared, empezó a sudar y, luego de unos segundos, se
decidió a matarla. Era muy extraña su decisión: acercarse
a uno de esos animales inmundos le podía arruinar el
día, el mes y hasta el año. No tenía opción: cuando uno
está solo en el mundo, no hay otra forma de solucionar
los problemas. La cucaracha se movía muy rápido, por
el suelo, por las paredes y, cuando se sentía acorralada,
salía a volar. Ella estaba sudando; no bastaba el verano
infernal en que se encontraba para encima tener que
ir de un lado al otro del apartamento persiguiendo a
ese animal horroroso, con un trapo, como si no hubie-
ra chancletas o escoba. Hacía días se había dañado el
aire acondicionado y, desde entonces, las ventanas se
mantenían abiertas, así que no era la primera vez, ni
la última, que estaría sometida a esta faena infernal de
matar una cucaracha gigante para continuar su día. Fi-
nalmente la alcanzó y le dio unos cuantos golpes que la
dejaron lela, por no decir medio muerta. Qué descanso;
ahora sí podía seguir con su rutina, no sin antes haber
hecho el último de los actos relacionados con la muerte
de ese aborrecible animal: recogerla y tirarla en la ca-
neca. Entonces dio la vuelta a la mesa del comedor, se
acercó a la esquina donde la había dejado hacía unos
minutos mientras tomaba un respiro y se limpiaba el
sudor, y se encontró con el cadáver tieso y azuloso de
un ser humano.

La luz opaca de la tarde me abruma. Siento el silencio


como un manotazo. Mi piel se estira como un caucho
y regresa a su sitio en un golpe seco. Sólo las miradas
abundan, ausentes y totales. Muerdo mis dedos, rasguño
el rincón, y trato, sin éxito, de sacar el último rastro de

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polvo. Un hueco ascendente cubre el vacío de mi estar;
vivo desprovista de tiempo. Con el trapo amarro el cuer-
po, lo jalo, lo bamboleo. Sólo en el espejo existen mis
movimientos, mi rostro aturde; su hedor, su hondura.
La respiración se agita, me conmueve. Lúgubres gotas
de sudor se asoman sobre mi nariz, me aterra este caer
incesante.

Filudo, cortopunzante, brilla a la luz. Lo veo. Habla,


dice y me mira fijamente, y no sé cómo frenar el tiempo
para que nada de esto suceda. Camina de un lado a otro,
habla sin cesar, pregunta, balbucea, dice y me mira, y
la mira a ella. Yo quiero decirle que no le haga daño; él
insiste, tiene rabia, quiere hacer algo triste. Le apunta
con la mano fría, le coge la cara y yo trato de taparme
los ojos, de no mirar, pero cómo evitar esa mirada si
ella me pide auxilio, cómo no sentir la desgarradura,
la piel quebrada, las limaduras en la carne, el cuerpo
que se deshace.

Miedos. Sube por las piernas. Temblor continuo,


incontrolable. Tantas preguntas, tantos golpes. La mi-
rada es fija, y yo no entiendo; rasguño paredes, huecos.
Ahora la cama se extiende, siento las manos atadas,
veo tus ojos. Tiemblo. No dejes de mirarme. Habla, no
te vayas. Espero. Espero. Espero. Huele a frío. Anda el
viento deshaciendo mis piernas. Hueco. Regresa, no
me dejes. La pared huele a muerte, la cobija húmeda se
pega en mi piel. No debo respirar. Suelto el aire despacio,
limpio el cuerpo del afuera. ¿Cómo hundirme del todo
en mí misma?

No puede ser tanto abismo, tanta desazón, tanto


abatimiento. ¿Cómo decirlo?, ¿cómo explicar todo esto
que se siente, todo lo que se ve agolpado en esta memoria

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incontenible mía? Rostros como flashes, luces que suben
y bajan de un escenario de sufrimientos, gentes que se
pierden en el panorama triste de mis recuerdos, profundo
eco de voces que no llegan, no alcanzan a ser presencias,
golpean continuas este silencio de mis días. Como el
cuchillo y las armas y el latir del corazón incontenible y
la mirada aturdida, las miradas que explotan y de erótico
nada, pero sí de sumisión, de tortura, de delirio. Con
el filo en el cuello y con la soga que pende de tus ojos,
salto sin dudarlo y claro, y ese latir insoportable y esa
sangre expansiva y el cuerpo indómito, desorbitado y
el terror de mirar y la imposibilidad de mirar los ojos y
sus voces que no cesan, que siguen retumbando. Que
se detengan ya, que no regresen, que no te vayas, no me
dejes, no me dejes.

Suéltala, no la toques, déjala correr, deja que se


deslice por las grietas de esta inmundicia, que se vaya
pronto, que no regrese más, que sus senos se pierdan
para siempre en esta alucinante forma de no existir.
Suéltame, no me detengas, no más, no más de eso, no
me aturdas más, no nos quieras así, no la destroces más,
que esta vida es un infierno sin límites, qué buena esta
muerte, este hueco, este silencio que me rodea, buena
esta calma sin vacilaciones, este remanso de palabras,
de sueños, de vida. Irene... ¡no te vayas!

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1

El teléfono había repicado ya varias veces cuando


su esposo la despertó y le dijo:
—Beatriz, contesta; a esta hora sólo te llaman a ti.
Beatriz Galindo, con los movimientos que produce
el sueño, logró agarrar el teléfono.
—Buenas noches, doctora, qué pena llamarla a es-
tas horas de la noche, pero usted sabe: cuando hay que
trabajar, hay que trabajar.
No reconoció la voz que le hablaba. Sin embargo,
no necesitó despertar del todo para saber que el que
llamaba era uno de los funcionarios de la policía para
pedirle diagnósticos de criminales locos.
—Doctora, lo que pasa es que tenemos un caso
gordo que debemos solucionar ya mismo.
—¿A estas horas? —preguntó la doctora.
—Sí, doctora, entiéndame: es un caso pesado en
serio. Le explico para que se venga rapidito. Lo que pasa
es que parece que la senadora Irene Carmona mató a
una mujer; mejor dicho, es un caso complicado: le en-
contraron una mujer muerta en la cama. ¿Se imagina?
Y, por supuesto, tenemos todos los periodistas afuera
esperando noticias, ávidos de una chiva. Y esta chiva
está buenísima. Entonces, antes de que amanezca, ne-
cesitamos su diagnóstico.

Beatriz Galindo tomó nota de la dirección; se alegró


de que el lugar fuera cerca de su casa. Se puso unos
pantalones negros de algodón —de los que usaba para
estar en casa—, un saco rojo cuello de tortuga y un
abrigo negro muy caliente que había comprado en una
rebaja de verano en Manhattan. Era alta, rubia, de rostro
alargado, de contextura delgada. Había en su rostro un
gesto de lejanía. Para no tener que salir sola en su carro,

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pidió un taxi. Esto era normal en Bogotá, ya que daba un
poco de miedo salir a la calle a esas horas de la noche
así como así, y menos una mujer sola.

Al entrar en el edificio, sintió una cierta molestia,


aunque no terminaría de descifrarla ni encontraría mo-
tivos para seguir en este caso hasta varios días después,
cuando se sintió agotada de ver, en todos los noticieros
y periódicos, la misma noticia. La congresista Carmona
vivía en un edificio de Chapinero, alto, ni muy elegan-
te ni muy prole, algo así como indefinido —como les
gusta a muchas personas en la ciudad que no quieren
que su estrato les marque demasiado sus relaciones ni
su personalidad—. La parlamentaria, sin embargo, no
era una mujer de estrato medio. En realidad, algo había
escuchado sobre esa mujer; quizás hasta había votado
por ella en las pasadas elecciones. Como buena colom-
biana, no lograba acordarse muy bien de su último voto
(“Con esa cultura política que nos mandamos”, pensó).
Volviendo al tema, sabía que era hija de un funcionario
público que había ostentado altos cargos de Gobierno
en Gobierno. Además, ¿qué burócrata de alto rango en
Colombia es de estrato medio?

Ya en la entrada había muchas personas, muchos


periodistas que estaban merodeando. Ella se preguntaba
quién había avisado a los medios sobre el caso, cómo
era posible que el cuerpo de la mujer muerta estuviera
todavía caliente, y los periodistas ya estuvieran esperando
la noticia para acabar con la reputación de una mujer,
en este caso, una dama pública, lo cual suele ser una
noticia muy codiciada en este país.

Subió al apartamento y se encontró con un espa-


cio mucho más sobrio de lo que se imaginaba. Era un

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apartamento un tanto minimalista. Un sofá, dos sillas,
una mesa de comedor japonesa, todos los muebles grises
y las paredes blancas, un florero empotrado en la pared
con una flor exótica (¿cómo se llama?, “ave del paraíso”,
quizás), un mueble de madera pintado de negro con
muchos discos compactos y con un equipo de sonido.
No había más adornos en el apartamento; sólo un piano
se veía en el fondo de un pequeño estudio. Claro, esta
sala que acaba de describir era la sala de un apartamento
donde no había ocurrido nada, es decir que la doctora
Beatriz estaba viéndolo con ojos de señora organizada,
porque en realidad ese espacio minimalista estaba lleno
de policías, vasos regados, cobijas, un espejo roto encima
de la mesa del comedor, las paredes chorreadas de agua
o quizás de algún licor. Tanto desorden le hizo pensar
que quizás ya le estaban saqueando la casa, como suele
ocurrir en estos operativos.

El cuadro que encontró en la habitación era mucho


más deplorable. No pensemos en las personas que se
movían de un lado para otro del cuarto; hagamos abs-
tracción de todo eso por un momento. En una esquina,
tirada en el suelo, cubierta con una cobija, estaba la
congresista Irene Carmona, con la mirada perdida, re-
pitiendo sin cesar: “No sé quién es, no sé quién es” y,
más cerca de la puerta (aunque no era lo primero que
uno miraba), estaba el cuerpo de la otra mujer, que aún
los policías no tapaban con una sábana. Seguro no lo
hacían porque, en su morbo, querían seguir mirando su
piel, su sexo y seguro se estarían imaginando la escena
de las dos mujeres haciendo el amor, besándose, aca-
riciándose. El cuarto tenía un color gris profundo: eran
los mismos colores de la sala. Sobre la cama había un
pequeño cuadro de Chagall. Si la doctora lo hubiera visto
más de cerca, habría descubierto que se trataba de un

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original, uno de esos que el padre de la parlamentaria
había adquirido en subastas de obras de arte en París.

Beatriz Galindo entendió muy pronto que se trataba


de un caso de amnesia, y empezó a hacer las preguntas
pertinentes al representante de la fiscalía. Le explicaron
que la congresista Carmona se había comunicado con
la portería y había pedido que llamaran a la policía. El
vigilante cumplió con su petición. Cuando llegaron los
policías, ella les abrió la puerta con toda la inocencia,
como si ni siquiera se imaginara que lo que estaba con-
tando la podía vincular con un crimen —mejor dicho, la
convertía en la principal sospechosa de esa muerte—.
Les dijo que alguien había puesto un cuerpo muerto en
su cama, que ella no conocía a esa mujer, que ella no
entendía lo que estaba pasando y después se sumió en
una especie de letargo, se sentó en un rincón y dejó de
contestar a sus preguntas, repitiendo hasta el cansancio
la frase: “No sé quién es”. Era claro que había entrado en
un estado sicótico, y lo que ellos necesitaban era que la
doctora les diera el diagnóstico para poder llevársela y
empezar el tratamiento psiquiátrico necesario, no sin
antes haberla acusado de presunto homicidio.

Los policías ya habían averiguado alguna infor-


mación que rápidamente le dieron a la doctora para
terminar de ponerla en contexto. El apartamento era
efectivamente de la congresista: lo habitaba desde hacía
varios años. La mujer que estaba muerta en la cama
había empezado a quedarse allí desde hacía un par de
meses. Durante la noche del crimen, las vieron entrar
en la tarde, muy contentas, y luego llegó el novio de
la parlamentaria, quien había salido unas horas antes
de la llamada a la portería. Esto lo convertía en el otro
sospechoso de esta extraña muerte. Habían encontrado

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tranquilizantes en el baño y regados en la sala. De la otra
mujer habían encontrado sus documentos de identidad
y, en ese preciso momento, un sargento estaba hacien-
do las averiguaciones pertinentes para encontrar a su
familia y avisarles lo sucedido.

La doctora Galindo se quedó en el cuarto observan-


do con detenimiento y se encontró con la mirada perdida
de la congresista Carmona. Entonces sintió por primera
vez compasión por aquella mujer. En su rostro se veía
el peso de una amnesia plagada de recuerdos, se veían
las trazas de un arduo pasado, perdido en una memoria
silenciada y tortuosa. Tenía una memoria hueca con
un fondo amargo. Sin embargo, la doctora no alcanzó
a pensar mucho en el contenido de esa memoria ni en
el procedimiento que debía llevarse a cabo para sacar a
esa mujer de aquel letargo. A esas horas de la noche, en
especial cuando se está acostumbrado a encontrarse con
casos así, lo único que hizo fue firmar el diagnóstico que
rezaba: “Paciente con amnesia severa no determinada”.

Salió del apartamento con la sensación de vacío


que siempre le producía ese trabajo, y pensó que tal vez
estaba siendo ya hora de retirarse y de dedicarse por
completo a su consultorio. Le molestaba mucho la acti-
tud de los policías, el morbo de los periodistas y le dolía
pensar que aun ella adquiría esa actitud desdeñosa frente
a los pacientes enloquecidos que cometían crímenes
atroces o eran sospechosos de haberlos cometido. Sin
embargo, al haber dejado el edificio, tuvo la sensación
de desapego necesaria para poder olvidar la mirada de
esos hombres y mujeres, criminales o no, a los que ella
diagnosticaba para Medicina Legal. Y no se imaginó que
éste sería uno de los casos más importantes dentro de
su larga trayectoria de estudio sobre la amnesia.

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Beatriz Galindo era una mujer que rondaba los
cincuenta años. Pese a su profundo descreimiento en
el amor, o quizás gracias a eso, mantenía una relación
de pareja con el padre de sus hijos desde hacía más de
veintiocho años. Había decidido que era mejor construir
esa amistad con un hombre tranquilo, carismático y
buen padre, antes de seguir en la búsqueda invariable
de pasión que escuchaba día a día de boca de las mu-
jeres que visitaban su consultorio. Como caso extraño,
le molestaba también buscar relaciones con hombres
maravillosos, que tarde o temprano le hacían salir sus
peores demonios. En realidad, la doctora Galindo sufría
de un mal complicado, un agobio crónico por haber es-
cuchado durante tantos años a cientos de mujeres que
le daban argumentos para pensar que el amor era una
falacia, un acto imposible que perseguimos de manera
enfermiza hasta el cansancio y que, en verdad, nunca
alcanzamos. Sin embargo, decían que era una terapeuta
excelente y que una de sus especialidades radicaba en
hacer que las mujeres lograran sostener relaciones tran-
quilas y amorosas. Era probable que su éxito estuviera
precisamente en que las convencía de que lo mejor
era conformarse con una buena amistad, con tener un
compañero para la vida, y olvidarse de continuar en
la búsqueda —oculta, pero presente— del “verdadero
amor” de las princesas.

Luego de varios años de convivencia con su marido,


llegaron los hijos, tres en total, y dedicó buena parte de
su vida a criarlos. Para ella éste había sido su proyecto
más importante. Pero, para sus colegas, Beatriz Galindo
era en realidad una de las personas que más sabía sobre
amnesia en el país, lo cual la ubicaba en un lugar privile-
giado entre siquiatras y psicoanalistas. Muy joven había
tomado un caso de amnesia de un niño maltratado y

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abusado de forma apabullante, a quien ella había logrado
sacar adelante pese a las cargas de su memoria olvidada.
Había en su familia un fantasma en torno a la amnesia,
y por ello para Beatriz Galindo tratar a ese niño fue la
catapulta para empezar estudios y tratamientos sobre
el tema, y disminuir su propio miedo de ser una abuela
“desmemoriada”, como lo había sido la suya. Pensaba
que la amnesia era el tema literario por excelencia y,
más allá de todos los estudios que había realizado, se
había dedicado a investigar toda la literatura y películas
inspiradas en dicha cuestión. Era su tema pero, con los
años, había cedido a la tentación de vivir cómodamente
de atender mujeres con problemas amorosos, consultas
de cuarenta y cinco minutos (en un consultorio que
había organizado en su casa para poder estar cerca de
sus hijos) y, sobre todo, consultas bien pagas, porque las
mujeres, con la liberación femenina, habían adquirido
unas contradicciones y una capacidad adquisitiva de
las que ella se servía. Se reía de saber que las mujeres
de su época —incluyéndose ella misma— no querían
ser princesas, pero seguían soñando con encontrar un
príncipe azul. Ahí radicaba el gran dilema: autonomía,
poder, decisiones claras y una búsqueda eterna de hom-
bres principescos que las hicieran sentir más mujeres.

Por su conocimiento sobre la amnesia y por su re-


nombre como siquiatra, la habían llamado de Medi-
cina Legal. A ella le parecía un trabajo poco honroso,
casi incompatible con su tarea principal. Sin embargo
aceptó, pues no le quitaba mucho tiempo y le permitía
seguir encontrando casos interesantes que, aunque ella
no los trataba de forma directa, le daban espacio para
seguir estudiando y para preguntarse sobre la condición
humana.

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La noche que Irene perdió la memoria, la doctora
Galindo regresó a casa y, entre las sábanas, le contó a
su marido un poco sobre el caso que acababa de ver; en
seguida se quedó dormida. Durante el día siguiente tuvo
mucho trabajo, motivo por el cual no leyó el periódico ni
vio las noticias del mediodía. Sin embargo, por la tarde,
cuando su marido regresó del trabajo, éste le preguntó si
había escuchado todo el revuelo que estaban haciendo
sobre el caso. En efecto, los medios de comunicación
estaban abusando de la sospecha de asesinato que se
asignaba a la congresista Irene Carmona, para acabar
con su imagen mucho antes de que la justicia tomara
una decisión. A la noche resolvió ver las noticias, y le sor-
prendió la irresponsabilidad del manejo que se le daba
al caso. En resumidas cuentas, lo que estaban diciendo
en los medios era que la parlamentaria que más luchaba
por la transparencia y por la “honestidad” (puesta ésta
totalmente entre comillas por el tenebroso tono perio-
dístico de las notas) había cometido un crimen pasional
que manchaba su hoja de vida. Casi ni mencionaban
que estaba en estado amnésico, lo cual daba espacio a
que ella hubiera sido víctima también en el crimen. En
ese momento la doctora Galindo empezó a entender
que los periodistas estaban haciéndoles el juego a los
muchos políticos de este país, a quienes Irene había
denunciado por corrupción y por politiquería, aunque
todavía la indignación de la doctora no era suficiente para
que tomara la decisión de vincularse al caso Carmona.

Irene Carmona había llegado al Congreso de la re-


pública como candidata independiente. Se sabía que su
triunfo se debía a un esfuerzo de grupos de jóvenes que,
avalados por sectores poderosos de la sociedad, habían
denunciado las irregularidades de diferentes congresistas
y políticos, lo cual los había convertido en una opción

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política importante. La búsqueda de transparencia y de
coherencia había empezado a ser en Colombia una de
las principales banderas políticas, pues la mayoría de la
gente estaba ya cansada de vivir con el fantasma de la
corrupción y con los grandes atropellos que se cometían
día a día contra el patrimonio público. El fenómeno
era maravilloso en una sociedad que había comulgado
y participado de una cultura mafiosa, que había per-
meado casi todas las relaciones sociales hasta el punto
de convertir a la mayoría de las personas que querían
erradicar ese mal. Esa sociedad, de un momento para
otro, caía en la gran narrativa de la transparencia y de
la coherencia, en la visión posmoderna de la pérdida de
grandes ideales, y más bien promulgaban por individuos
que dieran alguna muestra de honestidad y de sensatez.
Ser candidato independiente de los partidos políticos
tradicionales del país, del liberal, del conservador, y hasta
del comunista, era leído como una muestra inequívo-
ca de diferencia, una garantía de nuevos tiempos y de
nuevas formas de hacer Gobierno. Aunque poco a poco
empezaron a descubrir que muchos se lanzaban como
independientes de nombre, pero dependientes de las
mismas maquinarias políticas, de las mismas prácticas
politiqueras y clientelistas, de las mismas fuentes de
financiación de las campañas más tradicionales y co-
rruptas de la historia del país.

Las contradicciones de la época estaban cifradas en


la historia política de un país que había optado por la
desinformación, la corrupción y la pobreza. Colombia
había pasado hasta el momento gobernada desde los
salones del Jockey Club en Bogotá, lo cual había gene-
rado una fuerte exclusión social, unas guerrillas que
buscaban transformar la sociedad, y había terminado
también por producir, gracias a la fértil tierra que Dios

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nos había dado, la cultura del narcotráfico, de la mafia
organizada, que terminó por gobernar, junto con los
grandes señores de corbatas y corbatines del Jockey,
este país desangrado por la violencia.

Era una sociedad que había conocido desde siempre


la brutalidad, que había visto cómo sus líderes eran ase-
sinados uno a uno, en una marcha incesante de muertos.
Era un país donde la pobreza no cedía y donde (lo cual
parecía ser lo más grave en el momento en que Irene
Carmona había llegado al Congreso) una oligarquía de
años había mantenido el poder para sus intereses; en
realidad, el poder que les sobraba a las grandes corpo-
raciones mundiales. En ese país Irene Carmona, con su
naturalidad, su desfachatez y su carisma, hizo una cam-
paña relámpago y llegó, solita, a un Congreso corrupto,
descompuesto, inmanejable.

El escándalo era realmente bochornoso. La doctora


Galindo empezó a sentir una molestia insoportable por
la presentación que hacían del caso de Irene Carmona.
En los últimos días les venía haciendo seguimiento a
los medios de comunicación y no podía entender la
irresponsabilidad de esas noticias. Cuando empezó a
ver noticias del caso, poco a poco se fue sorprendiendo
por la ausencia de información que presentaban sobre
la amnesia de la congresista. Además, empezó a sentir
extrañeza de que en ningún momento la hubieran entre-
vistado a ella para dar su versión sobre posibles motivos
de esa enfermedad, o las posibles formas de salvar a la
congresista de la condena que se le impugnaba. Así se
hacía evidente que, a quienes manejaban los medios
de comunicación, poco les preocupaba el destino de la
parlamentaria y que más bien tenían intereses de hun-
dirla, y producir así la sensación en la opinión pública

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de que aun los más honestos tienen historias sórdidas,
para minar la confianza que la gente depositaba con su
voto en personas como Irene Carmona.

La gota rebalsó la copa un sábado a la mañana,


cuando uno de sus pacientes dejó un periódico de cró-
nica roja en su consultorio y decidió, como cosa fuera
de lo normal, hojearlo. Se había levantado temprano,
un poco malhumorada por un exceso de tragos que
había bebido la noche anterior. Salió de su cuarto y
recorrió muy lenta toda la casa. Vivía en una casa vieja,
de tres pisos y con buhardilla, la cual había convertido
en su habitación desde hacía un par de años. Le gustaba
amanecer en el silencio y tener la luz que entraba sólo
en ese espacio de la casa. Era un espacio muy pequeño,
decía su marido, y por eso durante muchos años había
sido utilizado para guardar chécheres. Sin embargo, la
doctora Galindo no había perdido nunca la esperanza
de convencer a su marido de que llevaran su cama para
allá hasta que, finalmente, y luego de muchos años,
lo logró. Ese viernes había decidido salir de casa con
unas amigas, viejas pacientes que ya no necesitaban
de sus servicios, y se había pasado un poco de tragos.
Al levantarse a la mañana, bajó las escaleras, todavía
medio dormida, pero sintiendo cada olor de su hogar,
cada sonido del piso de madera, recordando, en cada
paso su vida, los momentos que había pasado en esa
casa en la que llevaba viviendo hacía más de veinte años.

Fue un recorrido rápido en el que se agolparon años


de vida y de recuerdos. Miró los cuadros antiguos, aquel
retrato de su bisabuela que había heredado por llevar su
mismo nombre. Vio que las flores artificiales del jarrón
chino que estaba en el rincón del segundo piso, junto
a la habitación de su hija, estaban llenas de polvo, y las

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agarró de un manotazo: le pareció que era mejor botarlas
que intentar una limpieza. Siguió bajando las escaleras,
se asomó a la sala y vio los muebles tallados que había
heredado de su madre; hacían juego perfecto con su casa
tan antigua. Por un instante pensó cómo sería su vida si
hubiera optado por el celibato, o por la soltería; cómo
sería su vida si un día se levantara y olvidara todos esos
instantes y esas cosas que le daban sentido. Por fin llegó
a la cocina, tomó un vaso con agua, abrió la nevera para
buscar algo más de tomar y se encontró con la noticia
de que nadie había hecho la compra y, por tanto, estaba
condenada a seguir tomando agua de la llave. Así era la
vida en su casa. Ella se resistía a asumir todas las cargas
de las mamás tradicionales y, sin embargo, había termi-
nado por ceder. Sólo cuando ella obligaba a sus hijos o
a su marido, se hacían las cosas que se necesitan para
que una familia pueda seguir su curso tranquilo, normal,
con comida, luz, agua y por supuesto teléfono, que no
puede faltar en casa de adolescentes —como sus hijos—.

Un par de horas más tarde, luego de haber tomado


un largo baño para recuperarse del trasnocho y de los
tragos, recibió al primer paciente: un hombre un poco
grotesco y soez, abandonado hasta por la empleada de
servicio por sus manías y por su mal genio que, poco a
poco, estaba descubriendo que en realidad lo habían de-
jado todos, su mujer, sus hijos y demás por su enfermiza
manera de vivir su cuerpo. La consulta se desenvolvió con
naturalidad; el paciente había entrado ya en el ciclo de
consultas en que lloraba por todo. Estaba descubriendo
que el agua moja y, por tanto, se veía como el ser más
deplorable y asqueroso que había conocido. Ella sólo
escuchaba y lo dejaba encontrarse con esa imagen de
sí mismo que quizás nunca nadie le haría ver de nuevo.
Al terminar la consulta, acompañó a su paciente a la

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puerta, la cerró y regresó al consultorio. Se sentó en la
silla donde se sientan los pacientes: ése era el estado en
que estaba la doctora. Necesitaba una terapia, alguien
que la escuchara de verdad, alguien que le dijera qué
hacer con su vida. Fue en ese momento cuando vio, en
el periódico inmundo ese que había dejado su paciente,
un titular que decía “Congresista condenada a prisión”.
Sintió un cimbronazo, se le estremeció el cuerpo y, por
primera vez, se sintió culpable, atormentada por no
haber decidido ayudar a esa mujer a tiempo. ¿Ahora qué
podía hacer?, ¿habría manera de apelar en ese caso?,
¿sería factible salvarla de esa condena? Tal vez ya era
tarde y no había camino de regreso. Siguió leyendo el
artículo y no encontró mención alguna al estado am-
nésico de la congresista. Ése fue el campanazo final: la
sorprendió que estuvieran condenándola sin tener en
cuenta su enfermedad, quizás sin haberla tratado. En ese
momento decidió que era ella, y sólo ella, quien debía
ayudarla, quien la acompañaría a recorrer los recovecos,
los intríngulis de esa memoria que seguro se perdía a sí
misma para salvarse de sus propios recuerdos.

La paciente que debía llegar acababa de llamar para


decir que se le había presentado un inconveniente y
no podía venir. Beatriz Galindo subió a su closet, sacó
el abrigo de invierno (apenas servía para estos días
helados de abril en Bogotá) y se echó a las calles a ca-
minar, a pensar, a limpiarse la culpa que la carcomía
en ese momento. La ciudad estaba gris, había llovido
toda la noche y aún no cedían las nubes. El sol estaba
ausente y así el color de su barrio se acentuaba por
lúgubre, apagado, somnoliento. Bajó al parquecito;
la sorprendió el verde opaco de los árboles, la cancha
de básket vacía (¿un sábado a esa hora?). Era el frío;
eran esos días en que los bogotanos se enconchan, se

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quedan pegados a las cobijas, a los cuerpos calientes
de sus parejas. Se les encarcela el alma de frío, de tanto
ver llover. Siguió hasta la séptima; tal vez allí habría
más gente, pero se encontró con una mañana aún
más solitaria. Decidió caminar hacia el Norte: quizás
se encontraría con menos indigentes y no tendría que
decirles que no tenía nada, que había salido sin bille-
tera. Qué miedo, por eso la pueden apuñalear a una o
pegarle o, en el mejor de los casos, insultarla, en fin,
no importa qué, simplemente le daba miedo. Por eso
caminó hacia el Norte, hacia el lugar donde vivía Irene
Carmona y, en pocos minutos, se encontró sentada en
un andén observando ese edificio, preguntándose por
qué, por qué, por qué.

“¿Por qué había sido tan ciega? ¿Qué me pasó?


¿Cómo dejé pasar ese momento?, ¿Cómo fui de estú-
pida que no leí más en el rostro amarillento y turbio de
la congresista?”. Estas preguntas y el nombre de Irene le
retumbaban en su mente. Irene, ese nombre que significa
paz, ese nombre que se encontraba en los terrenos limi-
nales de la desmemoria, del autismo de pasado. ¿Cómo
era posible que no hubiera hecho nada? Y volvía a ver
las palabras que contaban que la parlamentaria había
sido condenada; habían descubierto que la mujer que
había aparecido en su lecho (y los diarios usaban esas
palabras cariadas, vencidas, frívolas) era, en realidad, la
esposa de un hombre que había sido novio de la congre-
sista, y aquélla se había convertido en su amante en los
últimos meses. Y claro, como la mujer tenía marcas de
haber estado atada con sogas y con otras magulladuras
más y había muerto por una sobredosis de los narcóticos
que usaba la congresista para conciliar el sueño, habían
decidido, así no más, rapidito, que era culpable, segu-
ramente porque no se había logrado defender, porque

28
para muchas personas era bueno que ella se hundiera,
que se pudriera en la historia de la política del país
como una parlamentaria puta, quitamaridos, lesbiana
y asesina. Ése era el mejor destino para una mujer que
quería mandar, que se lanzaba a caminar por el terreno
de los hombres, por el mundo en ruinas que ellos han
ido dejando.

¿Cómo no lo había pensado antes? Era posible que


todo esto fuera un montaje de los políticos que se sen-
tían atacados por ella, por esas mentes masculinas que
se inventan estas agresiones infernales, pero quizás
estaba exagerando. Podía ser también que la otra mujer
se hubiera suicidado allí para meterla en problemas,
pero entonces recordó que la muerta estaba residien-
do en casa de Irene, y eso empezaba a complicar más
las cosas. ¿Cómo había dejado pasar todas las señales
que se mostraban, que fulguraban en ese apartamento?
¿Cómo hacer para volver a ver esas imágenes? Ahí había
claves que la doctora Galindo no había observado. Claro
que ella no era detective ni investigaba casos de éstos,
pero sí sabía muy bien leer las señales que la realidad
daba; había aprendido el arte de ayudar a recomponer,
con pocos detalles, historias de vida. Así se lograba re-
componer las memorias; así, con unos cuantos detalles
apenas mencionados por sus pacientes amnésicos, lo-
graba que regresaran a su memoria, no importaba si
era para devolverles el peor de los mundos. La doctora
Galindo tenía la teoría de que la memoria pesa mucho
más cuando está perdida entre los recovecos del in-
consciente, cuando hemos dejado de recordarla, pues
nos sume en las peores divagaciones y en tremendas
incapacidades; por eso es mejor recobrarla, asumirla,
sufrirla. Eso era lo que debía hacer con Irene: buscarla,
oírla, hacer que le contara su vida; no importaba que al

29
final la descubrieran asesina, se supiera que era verdad la
condena, que había matado a esa mujer. Sólo importaba
que Irene se reconstruyera un pasado que la dejara vivir
y entender algo de lo sucedido.

¿Por qué, por qué, por qué no se había acercado a


ese caso? ¿Cómo no había ido a decirles que la amnesia
sucede con mayor facilidad cuando se es víctima que
cuando se es victimario? Era así: se había demostrado que
es mucho más difícil que la amnesia tape las acciones de
uno mismo. En este caso, el síntoma mental es otro; en
cambio, lo que suele tapar la amnesia son las llagas de
ataques que las personas han sufrido. Es más bien una
reacción al sufrimiento, al haber vivido momentos que
revientan la mente y le impiden recordar. Así, era más
probable que Irene hubiera sido testigo del asesinato, que
hubiera sido agredida también como la muerta; quién
sabe qué cosas más había tenido que vivir, para haberse
perdido a sí misma. Pobre mujer, qué cosas habría visto
y sentido. ¿Será que la examinaron, que se tomaron la
molestia de ver si en su cuerpo había también marcas
de lo sucedido, si había sido víctima también? Debía ser
una treta, y por eso nadie había buscado en el cuerpo
de Irene. Beatriz Galindo siguió caminando, dándose
golpes de pecho, tratando de pensar en las múltiples
posibilidades, y tomó la decisión de buscar a Irene, de
encontrarla, de ayudarla a recordar, de reconstruir los
instantes que precedieron a la muerte, al olvido, a la
condena.

Aunque a la doctora Galindo le parecía más perti-


nente pensar el caso desde una perspectiva política, por
lo cual estaba empeñada en que había sido un montaje
de politiqueros corruptos y asesinos para deshacerse de
Irene Carmona, de lo que se hablaba en el país era del

30
triángulo amoroso que había producido ese asesinato.
Lo que se sabía de la historia, y esto bien podía ser ma-
nipulado también, era que la congresista Carmona había
tenido un gran amor de juventud, con quien siempre
había pensado que se casaría pero que, por cosas del
destino, como dice la gente, terminó abandonándola,
casándose con otra mujer, una recién aparecida que se
lo estaba quitando para siempre. Claro que no era tan
literal pues, cuando la congresista regresó a Colombia,
después del casamiento de él y se reencontraron, pudo
más el deseo, y terminaron siendo amantes. Y claro,
esta parte de la historia no es tan extraña (cuántos casos
se han visto). Lo raro fue la relación que terminaron
estableciendo las dos mujeres. Decían que no sabían
nada de quién era la otra. Se habían conocido en un
grupo de mujeres que hacían terapia entre pares para
superar dificultades amorosas. No se sabía muy bien si
eran amigas, amantes o qué, pero lo que sí era claro era
que habían construido una relación cercana; tanto es
así que habían estado de viaje por Europa juntas y hasta
llevaban un tiempo viviendo en el mismo lugar. Claro
está que la gente, lo que llaman “la opinión pública”
—que en nuestro país es más un chismorreo público
que una opinión calificada— estaba segura de que eran
amantes, y se inventaron quién sabe cuántas historias
más alrededor de esa mujer pública, que estaba más
quemada que las brujas condenadas a la hoguera por
la Inquisición.

La doctora Galindo se levantó muy temprano el lu-


nes siguiente. Llevaba dos noches sin dormir, pensando
en Irene Carmona. Se bañó, se puso ropa muy elegante
sastre, medias veladas y unos tacones que usaba sólo
para hacer vueltas en las que necesitaba que la tomaran
en serio. Por algún extraño motivo, cuando su marido

31
le preguntó qué iba a hacer, para dónde iba, ella bal-
buceó un poco y terminó por mentirle. No quería que
él supiera en lo que se estaba metiendo. Quizás iba a
detenerla, o le iba a pedir que no se metiera en un caso
tan peligroso; detrás de los políticos, podía encontrar
todo tipo de historias truculentas, y ella quizás termi-
naría crucificada también. Entonces prefirió callar, y
así lo hizo por mucho tiempo. Se dirigió sin vacilar al
juzgado adonde habían llevado el caso de la congresista.
Quedaba en esos viejos edificios de la diecinueve, esos
edificios de apartamentos viejos que se habían venido a
menos desde que tuvieron la mala suerte de convertirse
en juzgados. Al entrar decidió presentar su carné de
Medicina Legal; quizás así le pondrían más atención y
le prestarían los expedientes con diligencia, actitud que
solía no ser frecuente entre los funcionarios públicos.
Los resultados no fueron tan extraordinarios. Tuvo que
esperar un buen rato antes de que la atendieran y, luego
de haber sido atendida, esperó más tiempo aún, hasta
que le entregaron los archivos. Sin embargo pensó que,
de no haber sido por su carné, quizás nunca le habrían
dado la oportunidad de ver esos papeles.

Al leer los expedientes del caso Carmona, descu-


brió que sí se mencionaba el estado de la congresista,
y de manera facilista, pues las pruebas no parecían tan
convincentes (y eso que ella era siquiatra, y no detec-
tive). La declaraban culpable del asesinato de María
Camila Benavides, con la excepción de que no podían
encarcelarla por ser inimputable. El veredicto argüía
que la congresista había entrado en estado amnésico
después de haber cometido el crimen y precisamente
por causa de haberlo ejecutado, con la ayuda de un
diagnóstico médico de un siquiatra pichicato que le
estaba haciendo el juego a quienes querían hundir a

32
Irene. La doctora Galindo sabía que eso era lo menos
probable, que era mucho más posible que hubiera sido
víctima y por eso hubiese perdido la memoria pero, de
todas maneras, sin ver a la paciente no podía hacer un
diagnóstico confiable. Encontró que le habían dictado
una medida de protección de internación, según el ar-
tículo 374 del Código Penal y, curiosamente, la habían
llevado a una institución pública en el sur de la ciudad, y
no a una privada como su familia quizás habría pedido.
Pensó que definitivamente algo se traían entre manos;
era un juego sucio, y debía tener cautela en la forma de
entrar a jugarlo.

No quiso perder tiempo. Salió del juzgado, no sin


antes haber agradecido a los funcionarios que la habían
atendido (ya tendría que volver a verlos), y se dirigió a
la clínica siquiátrica donde se encontraba internada
Irene Carmona. Al llegar al hospital, se encontró con ese
ambiente entre lúgubre y tranquilizante de los centros
psiquiátricos. Personas vestidas de formas diferentes,
muchos como empijamados; otros, uniformados, cami-
nando como autómatas de un lado para otro del lugar. De
nuevo decidió presentar su carné de Medicina Legal. La
llevaron al consultorio del médico que manejaba la ins-
titución y la hicieron pasar luego de haberla anunciado.
—Doctora Galindo, sé muchas cosas de usted, me
alegra conocerla. ¿Qué la trae por acá? —El encargado
de la institución había sido alumno de la doctora Ga-
lindo, pero evitó decírselo por temor de que ella no lo
recordara, como en realidad sucedía.
—Doctor Bustos —le dijo al ver su nombre en la
bata del hospital—, vengo a ver a la congresista Ire-
ne Carmona. Existe la posibilidad de que empecemos
un tratamiento; usted sabe, la justicia necesita que sus

33
condenados cumplan penas reales —justificó, como
queriendo meterse en el juego.

El médico se sonrió. Qué podía ser más real que esta


pena a la que estaba sometida pero, en fin, algo debía
estar sucediendo con este caso, pues le sorprendía lo
que estaba escuchando. A él le habían dicho que el caso
Carmona debía ser enterrado, y la presencia de la doctora
Galindo mostraba algo distinto. Se sintió maravillado
de pensar que tendría la oportunidad de ver cómo esta
mujer trataría un caso de amnesia tan severo, y la llevó
inmediatamente a la habitación donde tenían confinada,
en su trasegar amnésico, a la joven congresista.

Abrieron la puerta y vieron a Irene Carmona: estaba


sentada en el piso en una esquina de la habitación. Como
era de esperarse, aquella mujer seguía confinándose a las
esquinas, a los espacios más cerrados. Beatriz recordó la
imagen de la noche del crimen. La congresista, sentada
en el rincón de su habitación, desnuda, con una cobija
que apenas cubría su cuerpo, repitiendo sin cesar las
palabras que mostraban su desconcierto, su terror, su
mente perdida entre las elucubraciones de una memo-
ria hueca, putrefacta. La imagen que encontraba acá
era más triste. Eso era lo que sentía la doctora, pues le
dolía imaginarse que muchas personas deseaban que
esa mujer se pudriera encerrada en esa clínica vetusta y
amarillenta, encarcelada para siempre, en cadena perpe-
tua, en su inconsciente. El médico le explicó que nadie
había logrado sacarle una palabra. Sólo habló cuando
sus padres habían intentado acercarse y entonces afirmó
repetidas veces, llorando como una niña y pidiendo con
sus gestos que se marcharan: “A mi mamá se la llevaron,
a mi mamá se la llevaron”.

34
2

Iba camino a la muerte. Juana Vélez Arango, alias


“Cristina”, sintió una tremenda punzada en el cuerpo.
Desde el día en que uno de los altos mandos de la or-
ganización guerrillera a la que pertenecía le había co-
municado que sería parte de una acción grande que
se estaba planeando, tuvo el presentimiento de que en
ese momento se encontraría con el rostro de la parca.
No sintió miedo; por el contrario, experimentó un gran
alivio: ya había soportado demasiado en este mundo, y
no le quedaban más fuerzas. Y sin embargo, asumió con
responsabilidad las tareas que le estaban asignando: no
quería fallarle a la revolución, aunque parecía que era la
revolución la que le estaba fallando a ella. Era extraño,
pero ya no sentía esa emoción, ese crepitar de adrena-
lina en su cuerpo. La felicidad de estar aportando a un
nuevo país, al país del pueblo, a un país revolucionario
y más justo ya no la seducía: había tenido demasiados
dolores como para que la alegría de sus primeros años
de militar en la guerrilla se mantuviera.

Su compañero, Julián, uno de los hombres que más


había amado en este mundo, le decía, lleno de felicidad:
“No seas pesimista, saldremos airosos de este juicio
histórico contra la oligarquía de este país. Ya verás cómo
estaremos celebrando con los comandantes y con todos
los compas; será una victoria política. Nos situará ante el
mundo como uno de los grupos guerrilleros más audaces
y lanzados de la historia”. Juana lo miraba sonriente, le
veía en los ojos esa emoción que ella ya había perdido
para siempre y que recordaba como una de las mayores
dichas de su vida. Pensaba: “Sí, amor, saldremos victo-
riosos, pero yo estaré muerta”.

35
Esa mañana cogió la misma buseta que había toma-
do durante los dos últimos meses rumbo al centro de la
ciudad. Estaba cumpliendo dos labores para la famosa
toma que el primero al mando había elucubrado, y que
estaba generando un revuelo insospechado en la orga-
nización. Juana, alias “Cristina”, debía vivir en una casa
que habían alquilado al norte de Bogotá, lugar donde
se realizarían los encuentros de los altos mandos de la
organización durante la etapa de planeación y ejecución
del juicio. La casa tenía un garaje muy cómodo, donde
nadie veía qué entraba a la casa y salía de allí y, además,
tenía una sala interna, a la que se llegaba por el garaje
sin pasar por ventana alguna, de manera que era el es-
pacio perfecto para encontrarse. Como su compañero
era un hombre bastante más joven que ella, se necesitó
que otro hombre pasara por su esposo para no generar
suspicacia y comentarios en el barrio, mientras que
Julián, el compañero Camilo, cumplía labores de chofer
del señor de la casa, para llevar y traer a los comandan-
tes a sus destinos. Era él quien se encargaba de hacer
los movimientos de personas que entraban y salían de
la casa, así como de todas las compras necesarias para
las comidas que debían prepararse allí. Las jornadas de
planeación eran largas: algunas veces duraban hasta
tres días seguidos; de esta manera debía haber buenas
provisiones. Juana y su supuesto marido tenían una
rutina previsible. Él era un hombre de negocios que
salía temprano por la mañana y regresaba por la noche,
sonriente y cariñoso con su mujer. Ella era una abogada,
que estaba terminando su tesis de posgrado y, por tanto,
debía hacer parte de su investigación en la sala civil del
Palacio de Justicia.

Ese día de noviembre a las ocho de la mañana, mien-


tras recorría su trayecto al Palacio, cuando en realidad

36
se encontraría con la toma, recordó a su madre. No
había podido llamarla en los últimos días. La verdad
era que no debía hacerlo; debía mantenerse en absoluta
clandestinidad. Sin embargo, habría querido escuchar
su voz, decirle lo mucho que la amaba, hablarle de la
profunda admiración que sentía por ella, aunque hubiera
preferido no ser una mujer pública, aunque nunca la
hubiera visto en las plazas de los pueblos de Caldas,
como a Gabriela, a Migoña y a su padre, dando discursos.
Juana, alucinada, se quedaba mirándolos, soñando con
ser ella un día quien saliera a los balcones de esos viejos
pueblos a decir esas palabras que de niña no alcanzaba
a entender y que producían tal encanto en las personas.
Con los años Juana empezó a entender esas palabras, a
dudar de éstas, hasta terminar en contra de los principios
políticos de su propio padre.

Juana Vélez Arango era hija de Juan Vélez, un buen


hombre caldense, un político liberal que se pasó la vida
como parlamentario en un país que terminó defrau-
dándolo. Era un hombre sui géneris. Aunque formaba
parte del mundo machista y excluyente de la sociedad
caldense de su época, se enamoró de Cecilia Arango, una
mujer callada, lectora de novelas y de libros de política,
que no era muy bien aceptada en su medio por tener
intereses de hombres. Sin embargo, Juan se enamoró de
ella el día que la encontró muy de mañana caminando
por la plaza de Bolívar, vestida de negro, con un som-
brero coquetón y la escuchó decir, entre dientes: “Estos
políticos jóvenes que son sólo palabras”. Sí, Doña Cecilia
lo conocía; sabía de él, de su familia, como lo sabía la
mayor parte de la ciudad. Era imposible no conocer
a los Vélez. Y sabía también que él, desde muy joven,
estaba en las andanzas políticas y, como ella le ponía
atención a los temas de hombres, sabía qué pensaba y

37
qué hacía, y no le gustaban mucho sus acciones, pues
poco hacían eco del discurso de Jorge Eliécer Gaitán, su
líder político. A él le encantaron su rebeldía y su actitud
crítica, condiciones que lo atarían a ella hasta el día de
su muerte. Juan Vélez se le adelantó y le detuvo el paso.
—¿Qué dice usted, señorita, se refiere a mí?
—¿A quién más podría referirme?
—¿Tiene algo en mi contra, o en contra de mi familia?

Juan Vélez sabía que Cecilia era hija de un viejo


anarquista, que no hablaba con nadie y que poco se metía
en temas públicos, pero tuvo mucho miedo de que por
algún motivo sus familias no se quisieran, pues desde
ese momento estuvo seguro de que ésa era la mujer de
su vida, de que pasaría el resto de sus años con ella,
aunque le costara la vida misma seducirla.
—No, señor, sólo que a mí me gustan los políticos
que piensan de verdad en el pueblo.

Esa misma tarde empezó a buscar la estrategia para


acercarse a ella. Recordó que uno de sus primos estaba
casado con una prima de Cecilia, y se dio a la tarea de
que lo invitaran a algún evento en que pudiera verla de
nuevo. Ante su inusitada insistencia, el primo decidió
preguntarle qué era lo que lo tenía tan entusiasmado por
acercarse a la familia Arango, hasta que Juan terminó
por decirle la verdad. Su primo se echó a reír. Él mismo
conocía a Cecilia Arango y no pensaba que una mujer
así, tan marimacha y ensimismada (“Dicen que se la pasa
leyendo y que no habla con nadie”, le dijo) le pudiera
gustar a su primo. Sin embargo, muy pronto organizó
el encuentro, con la esperanza de que su primo se de-
cepcionara al ver a aquella mujer tan poco femenina,
tan desagradable. Juan no la veía con los mismos ojos.
En realidad, doña Cecilia era una mujer de una belleza

38
rara. Tenía unas facciones duras, muy marcadas, ojos
negros profundos, cejas prominentes, una nariz aguileña
larga y unos labios grandes que parecían pincelados por
un pintor. Su pelo se extendía hasta cerca de la cintura,
pero nunca lo dejaba suelto. Se hacía unas moñas que le
afeaban el rostro y, pese a eso, Juan Vélez sentía retumbar
su corazón cuando la veía. Desde el primer encuentro,
y por el resto de sus vidas, Juan le permitió a su amada
entablar una conversación que ningún hombre de su
medio habría siquiera imaginado que podía permitírseles
a sus mujeres; dedicaron su tiempo a hablar de política
y sólo de política y, gracias a su insistencia para enamo-
rarla, y a que siempre tuvo en cuenta los comentarios
que ella le hacía, pudieron ser felices por varias décadas.

Juana seguía recorriendo las calles de la ciudad,


mirando a través de la ventana los lugares donde había
transcurrido su vida desde el día maravilloso en que su
padre fue elegido como representante de la Cámara, y
toda la familia tuvo que trasladarse a vivir a la Capital.
Salir de Manizales en ese momento para radicarse en
Bogotá fue una aventura, posarse en una ciudad cos-
mopolita, una gran ciudad; y eso que Bogotá todavía
no era la gran ciudad que Juana veía al otro lado de la
ventana de esa buseta que la llevaba a la muerte, como
ella misma se repetía sin cesar. Pensaba también en la
alegría que debía tener Julián esa mañana de noviem-
bre; alcanzaba a escuchar los latidos de su corazón. Lo
imaginaba despierto desde muy temprano, pensando
cada paso, cada acción que debía realizar al entrar en el
Palacio de Justicia. Sabía que todos estaban felices, con
la adrenalina encaramada en la cabeza, con la emoción
que produce el riesgo, la valentía, el coraje de retar al país,
de vivir por una revolución que quizás nunca llegaría,
pero que le daba sentido a sus días. Ella simplemente

39
seguía recordando, seguía pensando en su madre, su
padre, sus hermanas y hermanos, en lo bella que era
Bogotá cuando habían llegado, en lo hermoso que era
vivir la ciudad de los sueños, en lo difícil que fue darse
cuenta de que esa ciudad, como el país, estaba construida
sobre injusticias, exclusiones y miserias.

Desde muy niña Juana ponía atención a las conver-


saciones de sus padres. Vivían en una de esas casas viejas
del Viejo Caldas, céntricas, con portón y contraportón,
donde se abría la puerta desde arriba con una cuerda
atada a la chapa y que tenía un vestíbulo amplio con te-
cho alto, donde se recibía a las visitas. Había una cocina
pequeña donde, por las noches, antes de entrar, debían
tirar un cenicero para espantar a las ratas. Los muebles
eran de plástico, como el de una piscina. Recordó el día
en que los habían comprado; Juana los veía brillantes
y limpios, y la hacían sentir en la casa más elegante
del mundo. Alrededor del vestíbulo había una serie de
cuartos, todos comunicados por arcos donde, en épocas
de humedad, las paredes se veían cubiertas con mapas
de moho que servían como carta de navegación en los
juegos de sus hermanos. Era una casa donde no había
intimidad, pero donde los adultos pensaban que los
niños no eran capaces de entender lo que pasaba, de
manera que Juana oía conversaciones y escuchaba los
gemidos de sus padres sin que ellos se imaginaran que
la pobre niña sabía muy bien lo que estaba sucediendo.
Sus padres hablaban los temas más importantes cuan-
do se iban a dormir, y Juana recorría todos los cuartos
(de algo debía servirle ser la hija mayor). Se escondía
en el cuarto inmediatamente anterior al de sus padres
para escuchar sus conversaciones privadas. La política
era uno de los temas que más se repetían. Sí, como en
ninguna otra casa, la vida política era un tema familiar,

40
pues doña Cecilia era quizás la más politizada de todos
y, por tanto, vivía pendiente de las promesas y temas en
que su marido se metía. Le aconsejaba qué hacer, qué
decir y hasta le preparaba los discursos, mientras él le
insistía en que ella también debía hacer política, que
la plaza pública también estaba abierta para ella, pero
Cecilia siempre le respondía que vivían en un mundo
donde era mejor el dicho que dice que detrás de cada
gran hombre hay una gran mujer, al muy degradante que
dice que detrás de cada gran mujer hay un gran pendejo.

Juana recordaba esas conversaciones con emoción.


Siempre esperaba el día en que su mamá cediera a los
llamados de su padre, en que la viera salir, con la camisa
roja, bien peinada, por uno de esos tantos balcones. Pero
su madre, a quien no había llamado, de quien quizás no
volvería a escuchar la voz, nunca accedió a la propuesta
de su marido. Se mantuvo inamovible en su decisión de
hacer política desde la cama, entregando su vida a un
mundo de transformaciones que nunca vería realizar y
que la llevarían tan lejos como a criar una hija capaz de
entregar su vida por la revolución. Sí, mientras seguía
viendo pasar calles y calles, recuerdos de su juventud,
sabía que muy pronto estaría con una ametralladora
en las manos, protegiendo la entrada al cuarto piso del
Palacio de Justicia. Ésta era su labor en la acción a la que
se dirigía en ese momento; su vida seguía agolpándose
en su memoria, como una catarata de imágenes que al
mismo tiempo le daban y le quitaban el sentido.

Se bajó de la buseta en la carrera cuarta; caminó


hasta el Palacio, como todos los días. Los porteros ya la
conocían, y le alegró ver que la vigilancia se mantenía
reducida. Un tiempo antes, cuando cayeron unos com-
pañeros con los planos del Palacio, habían redoblado la

41
vigilancia, lo cual podía dificultar la entrada en el día de
la toma. Esa vigilancia redoblada había logrado que la
fecha se corriera, pero ella mantuvo su tarea de entrar a
la Corte Suprema todas las mañanas a continuar con su
investigación sobre filiación natural en la Sala Civil. No
querían generar dudas, ni hacer pensar a nadie que ella
estaba relacionada con los planes de toma. Su labor era
fundamental, pues su permanencia allí había permitido
que diera información sobre los movimientos diarios
en el lugar. Todas las mañanas entraba a la Corte y se
quedaba un par de horas seguidas revisando las rela-
torías en el tema de su supuesta investigación. Luego
salía a la cafetería y se daba a la tarea de observar con
cuidado la entrada y salida del personal en el edificio.
También ponía atención a la entrada de compañeros
que debían hacer reconocimiento del lugar. Ella era la
encargada de observar las reacciones de los vigilantes
para avisar cualquier movimiento sospechoso de parte
de la seguridad del Palacio.

Juana sabía que había otras personas en la misma


tarea fuera de las que ella vigilaba, y que también estaban
compartimentadas. No obstante, un día se encontró con
una pareja de compañeros de la organización, que no
estaban en su célula de trabajo para la toma. Se vieron
a distancia, y Juana inmediatamente decidió no salu-
darlos. Vio cómo la mujer entró a la cafetería y se sentó
a tomar café mientras el compañero se dirigió al baño.
Lo vio salir y bajar al sótano, y observó también cómo
nadie se daba cuenta de dichos movimientos. Habían
aprendido el arte de no verse para proteger sus vidas y
las de muchas personas. Hablar, es decir, “cantar”, era
una de la peores bajezas que se podía cometer en una
organización como ésta pero, ante las temibles torturas
que el ejército les proporcionaba, era posible que algunas

42
personas terminaran por hablar, de manera que se ha-
bían organizado de forma compartimentada para que
las personas tuvieran la menor cantidad de información
posible, y así lograr que lo que una persona cantara no
hiciera caer a muchas más.

Durante esos dos meses, Juana salía a la tarde y se


dirigía a su casa. Allí estaba ayudando en la escritura del
juicio al presidente en el tema de Derechos Humanos,
su segunda tarea para la toma. Poco tiempo atrás ella
había sido torturada por el ejército, y su vida se había
visto truncada para siempre. Sabía también que era un
tema álgido para el país, pues nadie quería reconocer
los atropellos que se estaban produciendo. Por eso ella
estaba muy comprometida con que la toma le abriera los
ojos a la ciudadanía sobre la tortura y las desaparicio-
nes, que las personas, de todas las edades, empezaran a
entender la magnitud de las violaciones a los derechos
humanos que se estaban llevando a cabo en el país. Julián
llegaba por la tarde con el supuesto marido de Juana,
entraban al garaje y, cuando habían cerrado las puertas,
sacaban al resto del equipo de trabajo sobre Derechos
Humanos. Hacían largas reuniones; habían recogido
información de los casos más importantes y, de ésta se
estaban nutriendo para escribir el texto de denuncia.
Escribían con la piel, con sus propias marcas indelebles,
con las torturas a las que habían sido sometidos. Era la
historia de un país escrito con sangre en el cuerpo de
muchas personas, en el dolor de creer en la revolución.

En ese tiempo Juana y Julián tenían pocas oportu-


nidades para estar juntos. A la noche, Julián debía salir
de la casa, a pie, y tomar un bus hacia el occidente de
la ciudad. Se dirigía a un apartamento donde estaba
viviendo mientras se planeaba la toma, y no podía ni

43
siquiera pensar en pasar más del tiempo debido cerca
de Juana. Desde el día en que ella empezó a decirle que
no saldría viva de esa acción que iban a realizar, Julián
sentía temor de que esa fatalidad pudiera ser cierta, y
peor aun, de que él no estuviera pasando cerca de ella
sus últimos meses de vida. Julián era un hombre joven,
de veintitrés años, comprometido del todo con la causa
revolucionaria, quien se había enamorado de Juana Vélez
hasta la locura. Se habían conocido en unas condicio-
nes poco ortodoxas y, aun con sus diferencias de edad,
habían decidido hacerse pareja, por encima de todas
las presiones del mundo que los rodeaba.

El amor era una de sus mayores obsesiones. Juana


era una enamorada del amor, del amor de sus padres,
ante todo, del amor que había visto en el cine, de los
amores que había vivido, y Julián le había representado
la posibilidad de volver a querer. Cuando se nos ha vul-
nerado el cuerpo, cuando hemos perdido toda relación
con el mundo del cariño y del cuidado, cuando otros
seres humanos se dan el derecho de maltratarnos, de
penetrarnos a la fuerza, de rajarnos la piel y de rasgarnos
cada célula del cuerpo a punta de estrujones, de golpes,
cuando nos hemos perdido por completo, la aparición
de un nuevo amor es una demostración de vida. En esos
días Juana habría querido quedarse con él cada noche,
arrullarlo entre sus brazos, cuidarlo, amarlo, protegerlo,
darle besos en cada palmo de la piel, entregarse a las
fruiciones de sus cuerpos, a las lentas contorsiones de
la ternura, gracias al amor y al deseo. Pero sabía muy
bien que no podía ceder a sus ganas: estaba cumpliendo
órdenes y no podía infringirlas. Sin embargo, unos días
antes de la toma, en medio de una reunión, le pidió a
Julián que la acompañara a la cocina. El la siguió sin
dudarlo. Juana había decorado el cuarto de servicio para

44
ese día. La habitación estaba llena de velas y de flores, olía
a albahaca y a hierbabuena, y tenía una cama pequeña
con un reluciente tendido blanco. Ella le tapó los labios
con una mano mientras con la otra se fue hundiendo
entre su sexo y fue animando a su miembro a lanzarse
a la maravilla de penetrarla. Lo desnudó con cuidado,
despacio, minuciosamente. No importaba nada; estaba
poseída por el deseo contenido de amarlo, por la intrusa
muerte que andaba imponiéndose. Quiso morderlo,
arañarlo, romperle la piel como se la habían roto a ella
algún día, para que le quedaran las marcas de haberla
querido, de haber sido su hombre, de haberlo poseído
tantas veces con sus caricias certeras, desagarradas. Le
chupó el cuerpo entero, le lamió las piernas, los brazos,
el sexo ya erguido y decidido. Julián se dejó, como lo
había hecho tantas veces, sintiendo el ímpetu de este
momento, la fuerza con que esa mujer se lo comía, se
lo devoraba, se lo untaba, la ferocidad con que lo vivía,
casi como si fuera la última.

El amor siempre había estado presente en su vida. El


amor de su madre por el abuelo, ese viejo anarquista que
le había permitido a doña Cecilia leer todas las novelas
de la época y lanzarse a los laberintos de la política. El
amor de su padre por el otro abuelo, el colono, el que se
había hecho a pulso: de hijo natural y minero a dueño
del pueblo. Su amor por el país, por la revolución, por
los cambios que no vería. El amor por Martín Urbano,
el amor por Julián, el amor por el sexo, por el erotismo,
por el derecho. El amor por todo aquello que podría
producirse en su vientre, el amor por su madre, el amor
por ese cuerpo suyo tan trajinado, tan adormecido, tan
dolorido, tan torturado.

45
A Juana le gustaba recordar los paseos al pueblo
natal de su padre. Era un viaje en el tiempo, un regresar
al mundo más fantástico, travesía que, desde que vivía
en Bogotá, nunca volvió a repetir. Sus padres se habían
mudado a Manizales por la carrera política de don Juan,
pues ni las amenazas que habían sufrido durante los
años de mayor violencia los habían amedrentado para
dejar de trabajar porque el partido liberal, el glorioso, se
impusiera en el pueblo y sus alrededores a la godarria
que quería mantenerse en el poder. Entonces, ya en
Manizales, viajaban al pueblo a hacer campaña política.
Era allí donde Juana veía a su padre en los balcones de
los pueblos dando sus largos discursos. Tenía fama de
ser un gran orador, y sobre todo de ser un caudillo a
capa cabal, de esos que mueven a las masas, así como
era antes con la política. Juana adoraba las salidas a
caballo; sobre todo le gustaba la llegada a los pueblos.
Su padre la llevaba en el caballo de él, y ella sentía el
ardor de la sangre cuando entraban en los pueblos y
la gente los ovacionaba. Era su padre, ese ser que les
daba oportunidades, les daba todo lo que necesitaban,
les entregaba una ideología de libertad que terminaría
siendo parecida a la de los godos, sanguinolenta, y da-
ñina para el país. En el pueblo se quedaban en casa de
la tía Tula, una vieja que, cuando murió, tenía ya ciento
cinco años y que se pasó la vida dando misas al general
Bolívar porque le daba miedo que ya nadie se acordara
de él. Una mujer solterona, que guardaba debajo de la
cama la carta que su único novio le había mandado
desde Medellín, cuando estaba a punto de morir de una
enfermedad poco conocida en la época, y que siempre
había soñado con casarse con un hombre de letras, un
hombre inteligente que le pudiera reemplazar al novio
de la bella carta y de los gestos grandilocuentes. Vivía
en una casa pobre pero digna, que Don Juan le había

46
salvado de la quiebra de su familia, y su pobreza era tan
extrema que, después de las campañas políticas de sus
sobrinos, usaba los votos como papel higiénico.

El día del inicio de la operación en el Palacio de


Justicia, Juana, alias “Cristina”, llegó, como de costumbre,
a continuar con sus labores investigativas. Sabía que, al
momento de escuchar a sus compañeros entrar por el só-
tano gritando: “¡Viva Colombia!”, debía dirigirse a recibir
su morral con las municiones y su metralla, para luego
tomar su lugar. Esa mañana le pareció eterna. Y lo estaba
siendo pues, en realidad, la hora en que debía realizarse
la toma se dilataba más de lo previsto; ella empezaba a
temer que algo inesperado hubiera hecho cambiar de
parecer a los comandantes, y que por algún motivo no se
realizaría la operación ese día. Sin embargo, cuando ya
se sentía demasiado nerviosa y no podía soportar más,
decidió salir al baño para ver si los movimientos del lugar
seguían siendo normales, o si había algún cambio, y se
encontró con uno de los comandantes del operativo,
vestido de civil, con traje y corbata. Ella lo vio; sabía que
él la estaba reconociendo, pero no se saludaron. Trató de
leer en su rostro algún mensaje que le pudiera aclarar lo
que estaba ocurriendo, pero la verdad era que él mismo
estaba sorprendido de la demora que tomaba la entrada
del grueso de los compañeros que venían a perpetrar la
toma del Palacio. Juana sintió una gran tranquilidad al
ver que todo parecía normal; no había ningún indicio de
que la seguridad del edificio estuviera redoblada, y las
personas se movían con la misma tranquilidad con que
lo hacían en un día cualquiera. Juana siguió esperando
el grito triunfal que le daría a conocer la llegada de sus
compañeros, sin embargo, lo primero que escuchó no
fue ese grito, sino el sonido de un tiroteo en el sótano.
No sabía qué hacer; por unos segundos tuvo miedo de

47
que sus amigos no lograran entrar, de que los asesinaran
antes de llegar, pero decidió seguir como si nada hasta
estar segura de que habían tomado control del edificio.
Ésa era la orden que había recibido, y así lo haría.

Unos minutos después del tiroteo, salió en busca


de su arma. Era lo que más quería en ese momento:
tener el arma en las manos, asumir su posición de lucha
y defender el juicio que le cambiaría el rumbo al país.
Sus compañeros esperaban cambios muy grandes con
esta toma; algunos hasta se imaginaban que saldrían
de allí al Palacio de Nariño, a gobernar, pues el pueblo
se iba a solidarizar con la causa y se armaría por fin la
revolución. Juana no creía que fuera a dar para tanto
pero, sin embargo, sentía que era un acto heroico que
sería fundamental para la historia de Colombia. Al salir
se encontró con un triste panorama. Varios de sus com-
pañeros ya habían muerto al llegar al Palacio, así como
muchos otros estaban heridos. Por este motivo no pudo
llegar a su posición de combate en mucho tiempo, ya
que tuvo que ayudar en las curaciones necesarias para
que los heridos pudieran recuperarse y continuar las
labores asignadas. Juana empezó a sentir con más fuerza
la punzada aguda en el pecho que le hacía pensar no sólo
que moriría en ese lugar, sino un terrible presentimiento
de que muchos de ellos no saldrían con vida. Unas horas
después, mientras con el apoyo de otros dos compañe-
ros protegía el cuarto piso de la entrada del ejército y
escuchaba cómo un tanque de guerra irrumpía con toda
su fuerza en el edificio que simbolizaba la justicia en el
país, confirmó que sus presentimientos eran reales: la
vida se les estaba agotando. Iban a morir como ratas
quemadas y asesinadas por un Gobierno que entregaba
sus decisiones al ejército y por un pueblo que no había
sido capaz de entender que el cambio era posible, que

48
sólo con una revolución acabarían las injusticias, que
estaba en sus manos transformar este país.

Cuando niña, Juana se sentaba por horas a escuchar


a su padre contar historias de su pueblo, de su infancia,
del abuelo. Le gustaba imaginarse el día en que su abuelo
había llevado al pueblo el primer carro, aun cuando sólo
podía utilizarlo alrededor de la plaza central. Pero así
eran las cosas: el abuelo debía ser el primero en traer
un carro, porque era el más poderoso y el mejor comer-
ciante de la región. Era un viejo inteligente, cariñoso, y
con una sabiduría de aquellas que tenían los abuelos
nacidos en el siglo xix. Como él mismo había sufrido
por ser hijo natural de una mujer muy pobre y se había
hecho a pulso, les inculcaba a sus hijos ideas de justicia.
Les enseñó que el trabajo dignificaba a los hombres y
por eso, desde muy pequeños, les pagaba, por las tareas
de la casa: diez centavos por deshierbar el frente; veinte
centavos por ir a traer la mula de la manga, llevarla a la
pieza de los aparejos y las monturas, y arreglarla para salir
a recorrer sus tierras. Sus hijos habían aprendido bien
la lección. Uno de ellos, el tío que Juana nunca conoció
pues lo asesinaron en el pueblo por un lío de faldas, fue
comunista, tenía ideales revolucionarios, mientras que
los otros hermanos se sumaron a ese partido liberal que
soñaba con darles derechos a los trabajadores, con pro-
mover las libertades individuales y separar el Estado de
la Iglesia, aunque no se imaginaron que ellos mismos
terminarían promoviendo un partido Liberal corrupto
y clientelista. Ella sabía que su familia había sido im-
portante en el pueblo pues, desde el hospital hasta la
biblioteca, pasando por otros tantos establecimientos
públicos, llevaban el nombre de sus abuelos y de otros
miembros de su familia. Sabía también que habían cre-
cido con ese abuelo aguerrido, emprendedor. Él había

49
pasado de ser un minero cuya única pertenencia era
un zurrón, a negociar hasta con ingleses, elegante y
entregado a la política. Juana y sus hermanos jugaban
a ser la familia Vélez. Ella siempre quiso ser el abuelo o
el tío comunista pero, como era mujer, le tocaba ser la
abuela. Eso no le gustaba mucho pues, aunque la quería,
le parecía una mujer demasiado alejada de la política,
de la vida pública, y ése era el terreno vital que Juana
realmente quería explorar, mientras que su hermano, el
que la seguía, se pavoneaba, siendo el abuelo, y repetía
sin cesar las frases que el viejo le había inculcado a su
padre.

Perdió el miedo. Juana estaba ya viviendo en un más


allá sin regreso que la inmunizaba. Durante el primer
día del operativo, vio a Julián mientras curaban a los
heridos. Le veía el valor y la alegría en el rostro. Cuan-
do por fin pudo llegar hasta el tercer piso y ocupar su
lugar, dejó de verlo para siempre. El momento de su
muerte lo intuyó como una madre que siente a su hijo
a la distancia. Juana esperaba que él saliera con vida.
Sentía que ese hombre se merecía un mundo de posi-
bilidades. Era inteligente, aguerrido, fuerte y sensible,
características que lo convertían en un gran guerrillero.
Colombia necesitaba hombres como él, y por eso ella
habría querido dar su vida por la de él. Sí, claro, el país
también necesitaba mujeres fuertes, como ella había
sido años atrás, pero ya no lograba serlo más.

Cuando ya era evidente que el ejército había deci-


dido entrar a la fuerza, que no iba a haber diálogo, se
tomaron el primer y segundo piso, luego de un largo
enfrentamiento en el que quedó claro para Juana que su
hombre amado, que el único ser que le había quedado
en la vida después de las muertes y desapariciones,

50
había dejado de existir. Tuvo un deseo profundo de estar
muerta; quiso quitarse la vida, pero algo más fuerte que
ella misma la guió a mantenerse en pie de lucha, y fue
esa fuerza extraña la que hizo que el combate para llegar
hasta el último piso, donde los magistrados de la Corte,
junto con varios compañeros, se encontraban encerrados
en un baño tratando de sobrevivir a los gases y al humo
que se producían en el edificio, fuera una de las mayo-
res dificultades para el ejército. Sí, la valentía de Juana
fue histórica en la organización. Por momentos fue ella
sola quien había detenido la subida del ejército, quien
mantuvo en vilo al país esperando que se desatara el
nudo de guerra que, por ingenuidad, habían construido
mientras pensaban estar sellando un pacto de justicia
con sus conciudadanos.

La infancia de Juana en Manizales transcurrió de


manera fluida, aunque ella siempre recordó las mo-
lestias que le causaba esa cultura patriarcal, donde las
niñas estaban sujetas a muchas condiciones sociales
que ella no soportaba. Juana había aprendido a convivir
con todo eso, especialmente porque su madre le per-
mitía ser diferente en la casa. Doña Cecilia le hablaba
de política, del país en que vivían, del gran futuro que
tendrían las niñas como ella, pues estaba convencida
de que las mujeres lograrían cambios, se harían libres
de las cargas que las sumían y les impedían ser como
cada mujer quería ser. Juana la escuchaba y soñaba con
el día en que eso sucediera. También le decía que algún
día se iría a Bogotá, a la capital, a estudiar, porque doña
Cecilia tenía muy claro que sus hijas iban a estudiar, a
seguir una carrera, como muchas mujeres en la capital
ya lo estaban haciendo. Juana se deleitaba con la sola
idea de viajar a Bogotá. Sabía que uno de sus tíos vivía
allí y se imaginaba estudiando en una gran universidad,

51
conversando con hombres y mujeres sobre temas im-
portantes, sobre la vida, el amor, la política, y no como
en su aburridísimo colegio donde se codeaba con niñas
de clase media alta que pasaban el tiempo jugando al
escondite y hablando del día en que por fin tuvieran
novio, o en la terrible clase de puericultura. No, ésa no
iba a ser la vida de Juana, pensaba la niña mientras es-
cuchaba a su madre inventar historias sobre su futuro y
soñar con una hija valiente y segura, sin saber que estaba
labrando el futuro de una mujer aguerrida, lanzada, que
iba a ser capaz de terminar siendo guerrillera; sí, señora,
literalmente guerrillera, peleadora de fusil y metralleta.
Juana sabía que, de todas maneras, su madre era una
mujer valiente. Cuando doña Cecilia estaba esperando
a Juana, su primera hija, se desató en el pueblo lo más
duro de la violencia entre conservadores y liberales.
Estaban bajo un Gobierno conservador que trataba
de ocultar los atropellos contra la población, dando a
entender que los asesinos eran los liberales. Una tarde,
mientras estaba en casa planchando las camisas de don
Juan, esperando a que éste regresara de la cantina de la
plaza, donde se reunía con sus copartidarios a comentar
las últimas noticias del Gobierno, tocaron a la puerta de
la pequeña casa en que vivían. Era un hombre de bigote
grande, malencarado, que le dijo sin titubeos: “Váyanse
del pueblo, o su marido es hombre muerto”.

Doña Cecilia se cambió las babuchas de estar en


casa, se puso los zapatos y un sombrero. Ni siquiera
se miró a un espejo para ver qué cara tenía (eso no
importaba) y se dirigió sin pensarlo dos veces a la can-
tina. Cuando su marido la vio entrar, hizo un gesto de
inmensa extrañeza, pero por su talante no se movió
hasta que ella no explicara por qué estaba en ese lugar
prohibido a las mujeres.

52
—Juan, vengo a sentarme a tu lado, a no dejarte solo
un minuto más pues, si en este pueblo de desagradeci-
dos hijueputas te piensan matar, lo harán por encima
de mi cadáver.
Su actitud causó conmoción entre los copartidarios
de Don Juan así como entre las mujeres de éstos. Para
todos era un acto cobarde de don Juan no obligar a su
mujer, embarazada, a permanecer en casa, y más bien
permitirle convertirse en su guardaespaldas. El chismo-
rreo fue muy grande, tanto que en el partido llegaron a
pensar en la posibilidad de darle la orden de no andar
por la calle con su esposa; sin embargo, algo les hizo
pensar que don Juan era capaz de cualquier cosa por
su mujer y prefirieron quedarse callados, pues sabían
que Juan Vélez era una pieza fundamental del engranaje
político de la región, el político con mayor carisma y el
más querido por el pueblo, es decir, el de más votos. Así,
hasta el día en que Juana decidió llegar a este mundo, su
madre se dedicó como una fiera a cuidar a su esposo, a
ayudarlo para que pudiera terminar su labor en el pueblo
y la región aledaña, sin huir al peligro de las terribles
amenazas que sobre él recaían. Era difícil saber por qué
motivo no lo habían asesinado pero, entre las mujeres del
pueblo, quedó siempre la duda de que era por la valentía
de Cecilia, lo cual les molestaba, pues ninguna de ellas
era capaz de tal despliegue de coraje y de libertad y, si
lo hubieran sido, sus maridos se hubieran engargado
de acallar sus ínfulas. Don Juan, por su parte, sentía
esta afrenta de su mujer a sus posibles asesinos como
la mejor forma de la política, y sobre todo, lo hizo feliz,
pues no había errado al escoger a doña Cecilia como su
compañera de vida por su valor y por su desfachatez.

Cerca del final, cuando la entrada de un tanque del


ejército era inminente, cuando ya sólo les restaba morir

53
dignamente, Juana volvió a pensar en su madre y en sus
seres queridos. El final, aunque sean sólo minutos lo que
nos separe de la muerte, es un tiempo lento, un tiempo
en que suceden cosas insospechadas en nuestra mente,
regresan los rostros más amados, los aromas, las sensa-
ciones. Recordó los momentos más felices de su vida,
la llegada a Bogotá, la entrada a la universidad, el amor
con Martín, el amor maternal, el amor fraternal, el amor
pasional. Pensó en su profundo amor por la revolución,
sus días en Cuba, en esos viajes en que los preparaban
para la lucha, para cambiar el país. Sintió a Julián, alias
“Camilo”, quien había muerto dentro de su cuerpo en
una tarde de noviembre cuando el ejército colombiano
entró a arrasar con todo aquello que diera muestras de
vida en el Palacio de Justicia. Mientras toda la película
de su vida se pasaba por su mente, el drama dentro del
Palacio aumentaba. Les había tomado mucho tiempo
entender que el Gobierno no negociaría, que el presi-
dente Betancur no cedería, aunque siempre pensaron
que era fácil cualquier negociación con él pues, si Turbay
(que había montado semejante cacería de brujas) había
negociado, el presidente actual terminaría por hacerlo.
Se equivocaron. El país les había dado la espalda a sus
magistrados; nadie había dado espacio para que las
denuncias que ellos debían hacer fueran públicas. El
fracaso era inaplazable, sólo les restaba la muerte y, a
los que quedaban vivos, cargar con la culpa de ese error
histórico que marcaría para siempre a Colombia, que
dejaría al país sumido en la tristeza, una congoja que
una semana después sería sepultada con los miles de
muertos de una catástrofe natural que algún dios facho
le había enviado al Gobierno colombiano para que el
olvido rondara por entre los escombros del derrumbado
y sometido Palacio de Justicia.

54
3

¿Olvidaste las palabras, Irene? ¿Olvidaste que tu


vida era un camino hacia la libertad, un testimonio a
la locura y voracidad vitales? ¿Olvidaste que te habías
propuesto ser feliz y querías construir una vida de pla-
ceres, un futuro sin vacilaciones? ¿Olvidaste que debías
gobernar el mundo? Te habías imaginado un país justo,
soñabas con una sociedad sincera. ¿Qué pasó, Irene?
¿Dónde quedaron las palabras que te ayudaban a vivir,
a entender; las palabras que te ayudaban a convencer a
las personas, que te hacían seductora, solemne, risue-
ña, las palabras que te permitían nombrar tus deseos
hasta realizarlo? ¿Qué pasó, Irene? ¿Dónde quedó tu
risa, dónde tus gestos, dónde tus ambiciones, dónde tu
felicidad? ¿Qué pasó, Irene? ¿Qué se hizo del tiempo
de la vida, del tiempo de viajar? ¿Qué hiciste con las
caricias de otros cuerpos, con esas largas noches de
rumba, con las calles en que aprendiste a amar y a ser
amada, con las sonrisas, que se hicieron tus amores?
¿Dónde dejaste los libros, las películas, las ilusiones?
¿Dónde quedó tu certeza, tu cordura, tu juicio?, ¿dón-
de tu deseo de ser libre? Irene, Irene, Irene, retumban
en tu mente voces que te llaman, seres que habitaron
tu cuerpo, tus pensamientos, tus deseos, voces que te
envolvieron de caricias, de anhelos, de besos, voces que
te dedicaron su mirada, sus odios, sus venganzas. Irene,
sigues escuchando esas voces, sigues entendiendo que
se fueron las palabras, que no tienes cómo contarte, que
ya no puedes decirle lo que sucedió.

Era filudo, cortopunzante, brillaba a la luz, a la luz


tenue que nos cobijaba. Lo veía, sí, lo veía cuando lo
movía, cuando lo sacaba y le decía que hablara, cuando
me miraba fijamente, cuando le preguntaba para qué,

55
cuando no sabía cómo frenar el tiempo para que nada de
eso sucediera, para que la vida se fuera por un camino
más amable, menos doloroso. Caminaba de un lado a
otro y hablaba sin cesar; preguntaba, balbuceaba, decía
y me seguía mirando y la miraba a ella y quería decirle
que con ella no, que no le hiciera daño, que la cuidára-
mos. Pero él insistía, le tenía rabia, le quería hacer algo
triste, le apuntaba con su mano fría y le cogía la cara, y
entonces trataba de taparme la cara, de no mirar, pero
¿cómo dejar de ver eso que tanto nos duele?, ¿cómo
evitar la mirada de ella, que me pedía auxilio, que no
me quería ver sufrir?, ¿cómo no sentir la desgarradura,
la piel quebrada, las limaduras en la carne, el cuerpo
que se deshace?

¿Que si quiero contarte? Claro, quisiera hablar para


ti, quisiera explicarte lo que pasó, ahora que repiten mi
nombre, porque sé que tengo mucho para decir, aunque
las palabras se me escapan, como el agua, como el viento.
Sí, quiero contarte que lo veía en mi casa. Sí, cuando
regresé de Madrid, cuando supe que se había casado,
porque ni eso fue capaz de contarme antes de volver. Yo
pensaba que venía a estar con él, que era el hombre de
mi vida, que nunca más me separaría de él, aunque no
me dijo nada, no me anunció lo que pasaba. Venía a casa,
casi desde que empecé a vivir allí, y nos desnudábamos;
habíamos dicho que nunca más nos veríamos vestidos.
Le di una llave para sentir que vivía conmigo, que era
mi pareja y yo jugaba ese juego sin cesar. A cualquier
hora llegaba a casa, y zas, me esperaba en la entrada y,
más rápido que abrir la puerta estaba ya, desnuda, con
él entre mis piernas, con los besos atragantados, feliz,
sabiendo que se iría, pero pensando en lo mucho que me
alegraría al día siguiente, en lo mucho que disfrutaría su
presencia cuando regresara una vez más a llenar mi casa

56
con flores y con música. Él era mi amor más preciado, lo
que yo más ansiaba y me estaba acostumbrando, mejor
dicho, me acostumbré.

Llevaba dos años allá, en Madrid. Él había ido a


visitarme y me pidió que me volviera, que ya no podía
estar más sin mí, y yo, con las ganas que me daban de
seguir por ahí, de continuar gozando la movida esa,
el ritmito infernal en que me mantenía en Europa, le
dije que me diera un poco más de tiempo, que en unos
meses estaría de vuelta, que él era el ser que yo más
amaba, que no lo dudara un minuto. Pero él sentía que
me volaba, que me escapaba, que no era una mujer
de fiar. Algo le hacía falta, algo necesitaba y yo no lo
sabía, o mejor, no entendía. Pensaba que estábamos
en lo mismo; finalmente él también se había dedicado
a la rumba bogotana o los laberintos más oscuros de
esa ciudad. Había pasado mucho tiempo tocando por
ahí, engalanado, con su saxofón o con su piano, dando
conciertos a torpes enamorados que se aglomeraban
en bares, tabernas, teatros, para escuchar sus melodías,
para oír su música, hasta que me decidí. Claro, yo sabía
desde hacía muchos años que quería estar con él, des-
de esa época maravillosa en que nos coqueteábamos
en el colegio, cuando su música era el punto de mayor
encuentro, el concertista, y yo me dejaba seducir por
su mirada, jóvenes, casi niños, y salíamos de la mano,
buscando las certezas que la vida nunca daría. Hicimos
el amor por primera vez una tarde en que no había nadie
en su casa, cuando nos quedó un espacio de tiempo
entre las miradas de sus hermanos y los cuidados de
nuestras madres; éramos tan jóvenes que él todavía era
virgen, aunque le daba miedo reconocerlo (“Siempre
es así”, decía) mientras el corazón le latía a un ritmo
sofocante, desesperado.

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Y sí, claro que así seguiríamos por muchos años,
porque en ese cuerpo mi piel se volvía fuego, agua, flui-
dos, tersuras, calma, porque aprendimos a vivir en el
otro, en la piel del otro que se encargaba de atarnos a la
vida. La muerte estaba conjurada en nuestro amor, en
nuestros cuerpos, en su ondular, en su deseo. Cuando
llegué de Madrid, me recogió en el aeropuerto, como yo
esperaba, y me cortó la emoción cuando sin tregua me
dijo que no dormiría conmigo, que había otra mujer. Sí,
se había casado y yo ni me había enterado, y ahora qué
hacer, devolverme, matarme, salir corriendo, qué hacer,
me preguntaba, y cómo te explico que se me metió un
silencio incurable, que pasé varios días entre la cama,
la ducha, la calle, la cama, la ducha, y todo en silencio,
y mi familia se preguntaba qué hacer conmigo, cómo
sacarme del sopor, de la profundidad de ese dolor. Yo
sólo supe refugiarme en ese mundo sin palabras, como
ahora, pero en ese tiempo la memoria aún se dejaba ver.

Regresó cuando yo ya sabía andar de nuevo, cuan-


do las cosas habían empezado a cambiar. Vivía en mi
apartamento nuevo, el que me había regalado papá, y un
día me vio pasando por la calle y se lanzó a saludarme.
Al principio quise decirle que no, que no quería hablar
nunca más con él, pero cómo decirle eso. Una hora
después estábamos retozando entre las sábanas grises
que pensé que nunca lo albergarían. Sí, estábamos como
hechizados, enfermos; no podíamos dejar de besarnos, y
así nos siguió la vida, guerreando con lo que sentíamos,
tratando de separarnos. Su mujer no se merecía esto, pero
bueno, cómo venía a meterse en el camino, después de
tantos años de amarnos y de soñar con hacer una vida
juntos. De ella no supe nada. Daniel, por petición mía,
decidió callarse. Pero a mí me gustaba imaginármela;
trataba de construir en mis fantasías cómo sería esa

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mujer que me lo había quitado, esa mujer que le daba
lo cotidiano, el pan de cada día, aunque yo se lo daba
también a mi manera: de a poquito. Pensaba que debía
ser hermosa, o más bien inteligente, o las dos cosas, y
entonces aparecían los celos y me sentaba en casa a
llorar, después de que él se iba, y no dejaba de pensar
en ella, cómo era, quién podía haberlo hechizado así, y
sin embargo no quería saber nada de lo real, quería que
ella fuera mi fantasma, y no mi realidad. Me la imaginaba
haciéndole el amor, desnudándolo, besándole ese pene
suyo tan grande, tan erguido, y sentía las sensaciones
que ella debía sentir al ser penetrada por ese sexo que
me había nombrado por tantos años; la veía mirándolo,
observando su piel mientras se desnudaba frente a ella,
porque a Daniel le encantaba exhibirse, mostrarse, sí,
porque se sabía hermoso. Sabía que su cuerpo, su cara, su
sexo eran firmes, claros, majestuosos. Ella seguramente
lo pellizcaba, o le mordía las orejas, qué sé yo; la verdad
es que me sumía en esos pequeños engaños, pensaba en
ella hasta el infinito, me obsesionaba con ella sin querer
hablar de eso, sin querer saber quién era.

Cuando volvimos a vernos, pensé que íbamos a


hacer el amor un par de veces y ya, que cada cual se-
guiría su camino (finalmente, Daniel estaba casado,
tenía una vida propia) y, sin embargo, no pudimos. Al
poco tiempo se había apoderado de cada rincón de mi
casa. Mi estudio lo había convertido en su oficina; allí
componía, allí escribía la música que seguramente des-
pués le dedicaba a ella. Me hacía feliz saber que estaba
allí. Yo salía por las mañanas y sabía que él llegaría, a
componer, a tocar su saxo, a tocar piano, en ese piano
antiguo que mi papá me había heredado en vida, mien-
tras yo trabajaba y llegaba a la hora de almuerzo a verlo,
a tocarle su cuerpo, a hundirme en sus profundos ojos

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negros. Jugaba, ya desnuda, con su pelo negro, largo,
con ondas, y me deleitaba saber que su olor se quedaría
todo el resto del día en mi casa. A veces pasábamos las
tardes juntos, trabajando, conversando, compartiendo
un simulacro de cotidianidad, ese que añoramos las
amantes. Yo me seguía preguntando por qué, por qué
se había ido después de tantos años. Y entonces pude
entender que Daniel me tenía miedo. Después de su
última recaída en las drogas, cuando tocó fondo, cuando
terminó caminando sin rumbo por las oscuras calles del
Cartucho, decidió salirse de ese mundo, decidió que
su vida se iba a transformar, que su futuro promisorio
en la música debía llevarse a cabo. Entonces tomó un
avión y se fue sin titubeos a buscarme, y vivimos días
de gloria y plenitud, en Madrid. Pasábamos el tiempo
escuchando música, nos íbamos para el Retiro y, con su
saxo, me tocaba las melodías que había compuesto para
mí. Daniel era un músico versátil, maravilloso, y yo una
enamorada absoluta que se moría de amor con cada
una de sus notas; sin embargo, él necesitaba tranquili-
dad, estabilidad, cuidados que presintió imposibles en
mí. Yo no me lo imaginaba, no sabía que Daniel estaba
buscando una vida tradicional, lenta, calmada, que ahí
podía cifrar su salud, su distancia con el mundo azaro-
so de las drogas. Y así fue: regresó a Colombia cuando
pensábamos que nuestra relación por fin iba a estabi-
lizarse, cuando yo estaba decidida a casarme con él, a
vivir un amor tranquilo, de esos que nunca antes había
deseado, porque nuestro amor había sido turbulento y
sin embargo cambió de rumbo sin avisármelo. Yo bus-
caba experiencias, quería vivir momentos y situaciones
extremas, quería conocerme en diferentes universos,
y, claro, Daniel sufría con eso, sentía que yo era una
mujer volátil, que mis otros amores, que los hombres
con los que hacía el amor, de forma efímera, eran su

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peor tragedia. Sin embargo él lo aceptaba porque nos
amábamos, porque estábamos seguros de que nuestras
vidas debían mantenerse cerca, de que tendríamos hi-
jitos y viviríamos felices para siempre. Pero no fue así:
él tuvo más miedo que certeza, más miedo que amor.
Encontró a esa mujer; ella le daba seguridad, le daba
una vida tranquila, era una mujer sin pretensiones, sin
necesidades muy extravagantes, sin estas ganas mías
desorbitadas de sexo y rumba y de conocimiento y po-
lítica. Era una mujer estable, y entonces él se perdió en
esa certeza, se quedó entre esos brazos que le daban
calma y firmeza.

“¿Y yo qué? —me pregunto—, ¿yo qué?”. Entonces


seguimos viéndonos en mi apartamento, viviendo en
la lujuria de compartir el segundo que quedaba para
mí. Durante mucho tiempo me sentía como casada
con Daniel. Trataba de olvidar la verdad, de decirme
esa tremenda mentira; me engañaba como si pudiera
olvidar que él no estaba conmigo, que en la calle, en
mi trabajo, en mi vida diaria Daniel no existía. Como
yo siempre había sido tan reservada con mis amores,
como casi no me gustaba hablar de eso, las personas
con quienes trabajaba, mis compañeros políticos, no se
preguntaban por mi vida amorosa. Creo que pensaban
que a mí no me interesaba eso, que no me importaba
el amor, y por eso le dedicaba mi vida a la política, a
nuestros proyectos de cambiar el país. Cómo podían
imaginarse que en realidad estaba ocultando mi frus-
tración tratando de decir que todo estaba bien, que la
vida seguía marchando mientras Daniel entraba y salía
de mi casa, mientras yo sabía que, al llegar por la noche,
cuando más lo necesitaba, nunca iba a estar. Nunca
encontraría mi cama caliente con su cuerpo perfecto,
moldeado, delicioso. Aunque durante mucho tiempo

61
me mantuve en la fantasía y vivía así, sin cuestionar,
gozando del minuto compartido, y pasándome la vida
de una reunión en otra tratando de entender cómo la
corrupción, la mentira, la hipocresía se habían apodera-
do de nuestra sociedad. Debíamos ayudar para que este
país volviera a la cordura; cuánto nos costaría, porque
la muerte era la respuesta a cualquier transformación.
Por eso decidimos hacerlo despacio. Ya no queríamos
más generaciones exterminadas, más generaciones su-
midas en el olvido y en la muerte. Trabajábamos por
transformar la cultura política, por hacer una revolución
política, dentro de las reglas, una revolución para volver
a los márgenes de la ley (irónico ¿verdad?). Eso era lo
que buscábamos en este país, porque se había perdido
todo eso, se había legitimado la incoherencia, la intriga,
la mafia, porque habíamos aprendido a ser mafiosos en
nuestras acciones y creíamos que el dinero lo compraba
todo, que los favores eran lo que mantenía a quienes
gobernaban, que la política era una corruptela insal-
vable que mantenía al país desangrado. Y, entre tanto,
¿yo qué?, ¿cómo me explicaba la desazón terrible que
sentía por Daniel? Me imaginaba que un día vendría a
decirme que no más, que su mujer lo requería, que no
quería confundirse más, y sin embargo él no dejaba de
decir que nos necesitaba a las dos, que no podía vivir
sin nosotras, que su vida estaba justificada en nuestra
existencia, y ¿por qué a mí?, ¿por qué tenía yo el papel
más difícil?, o por lo menos eso creía, pues finalmente
parece que los dos lados son dolorosos, que lo que más
queremos es que nuestro hombre sea sólo para noso-
tras, que nadie más lo toque, lo vea, lo sienta. Entonces
empecé a sufrir. Los días del placer, de la felicidad de
saberlo en mi casa fueron llegando a su fin y empezaba
para mí la amargura, el deterioro, largas noches de in-
somnio, noches enteras de preguntarme qué hacer, cómo

62
alejarme de él; noches en que sabía que no podía, que
no había amor más grande, que no tenía cómo olvidarlo.
Y, mientras me sumía en esa tristeza amorosa, mi vida
daba un giro insospechado.

Estábamos en la casa de mi mecenas político, un


hombre poderoso por su riqueza, en una de esas ex-
trañas reuniones en que terminábamos metidos los
jóvenes independientes de la política tradicional del
país. Llegábamos a su casa, donde había siempre un
gran número de escoltas, los suyos y los de otras figuras
importantes que lo visitaban. Un mesero, de los varios
que nos atendían durante las reuniones, nos guiaba
hasta el salón de la chimenea, donde el viejo zorro,
rico, patriarca, lo esperaba a uno y le decía, repetidas
veces: “No se siente cerca de la chimenea, que termina
calcinado”. Pero, claro, en los fríos de Bogotá, no faltaba
el congelado que arribaba tarde a la reunión, se sentaba
ahí, y terminaba calcinado. Esa tarde como muchas
otras, se estaban tomando decisiones importantes, —así
sucedía con ese hombre de empresa, viejo e inteligente,
a quien casi todos le seguían la corriente— cuando Don
Jaime dijo que estaba decidido a patrocinar la campaña
de uno de nosotros al Congreso de la república y dijo
de paso, con una sonrisa burlona en su cara, que él ya
tenía su candidato. A todos se nos congeló la sangre; era
claro que una lista financiada por él en lo económico
y en lo político sacaba por lo menos un congresista,
pero nos preguntábamos quién de nosotros estaba en
condiciones de aceptar ese reto.

Tuve miedo de lo que iba a decir. Sabía su afecto por


mí y me dolía que me eligiera a dedo para encabezar la
lista. Claro, así pensó hacerlo pero, como me conocía,
decidió tomarse las cosas con un poco de calma: era

63
mejor una buena estrategia que una negativa mía irrevo-
cable. Continuó diciendo que le parecía importante que
lo eligiéramos entre todos; así, mencionó tres nombres
y nos pidió que votáramos entre esos nombres. Cuando
pronunció mi nombre, me sentí bien, pero me molestó la
forma en que me estaba eligiendo. Entonces me decidí a
cambiarle las reglas. Pedí la palabra —él era siempre el
moderador de las reuniones— y le dije que sólo acepta-
ría hacer parte de los precandidatos si podían sugerirse
otros nombres y si se hacía una votación con todos los
posibles precandidatos. El viejo me miró fijamente y lo
pensó por un rato. Era extraño: a él no le gustaba que lo
contradijeran y, sin embargo, viniendo de mí, lo toleraba.
“Bueno —dijo— que se haga como Irene quiere”. Las
personas postularon a varios candidatos más y yo estaba
segura de que, en ese contexto, por las prevenciones que
me tenían algunos de mis compañeros, no terminaría
encabezando la lista. Sin embargo votaron por mí, ma-
yoritariamente, quizás porque sabían que no podíamos
contrariar al dueño de la plata. Esas viejas costumbres
nuestras de no contradecir, no criticar, no permitirnos ser
diferentes... Así, terminé haciendo campaña, montada
en un potro difícil que unos meses después me llevaría
al Congreso de la república. No sé si fue lo mejor, o si
esa nueva labor en mi vida me hizo enceguecer más en
mi tortuosa manera de amar a Daniel. Lo que sé es que
todo el tiempo libre que me quedaba lo pasaba con él,
en mi casa, confundida ante esa presencia que yo creía
completa y que no era más que un espejismo, una diluida
forma del amor, una migaja intolerable.
Sonó la voz. Retumbaba. Lo vimos entrar por esa
puerta y el corazón acelerado, la piel erizada, y no podía-
mos creerlo: era él, y venía con firmeza, quítate la camisa,
el antiguo temblor entre las piernas, las vértebras se
agolpaban, dolía la espalda, espasmos de miedo, ardores

64
en el cuerpo entero. Nos miraba fijamente, nosotras sor-
prendidas, quién le dijo que viniera, cómo llegamos a ese
instante, qué hacía allí. Las palabras sobraban, nuestros
rostros parecían decirlo todo, y sin embargo él quería ha-
blar, quería decir lo que pensaba, lo que estaba sufriendo.
Seguía mirándola, me daba pena su dolor, su gesto de
fracaso. Lo importante era no hablar, que no se saliera
con la suya, que no lograra la información que tanto
anhelaba. Con las manos gritaba, y nosotras seguíamos
sus instrucciones, sin aliento, atolondradas, unos golpes
más, nada de caricias, y se fundían las lágrimas entre la
piel silenciosa, porque no salían palabras, porque ella
sabía silenciarse, porque ella estaba preparada para no
decir, para callar. Entonces amarradas, nos amenazaba
con vidrios; había roto los vasos, la mesa, con sus uñas
largas, petrificantes, con su mirada perdida, obnubilada.
Oigo su voz, sus gritos, el llanto que nos poseía, oigo sus
manos calentarse, prepararse para la faena infernal que
realizaba y se deleitaba con el sudor, con el dolor, con
su parsimoniosa manera de matarnos.

La campaña fue una luna de miel. Sí, en lo político y


con Daniel. Armamos grupos investigativos para contarle
al país casos concretos de corrupción; queríamos que los
colombianos supieran lo que sus políticos hacían, el tipo
de personas que habían venido eligiendo en sus vetustos
partidos liberal y conservador. Con los comunistas no
nos metíamos pues poco poder ostentaban en la palestra
política de la época, aunque ganas no nos faltaban. Nos
hubiera gustado contarle a la gente que la izquierda co-
lombiana era corrupta también, que se creían el cuento
de que por la causa revolucionaria valía todo, que había
que seguir las mismas prácticas porque en este país no
quedaba otra opción, y nosotros estábamos seguros de
que no era así. Caímos en el error de pensar que allá

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estaban los malos y que nosotros éramos los buenos.
Y, mientras los días pasaban y visitábamos diferentes
lugares del país, y pasábamos de un escándalo a otro,
Daniel se pavoneaba en todos los rincones de mi vida.
Yo había empezado a creerle que se vendría conmigo,
porque durante mucho tiempo había usado esa tácti-
ca: la de decirme que estaba conmigo, que su relación
se iba a acabar, que su mujer no era lo que él soñaba.
Claro está que, un tiempo después, cuando yo empecé
a presionarlo y cuando ella comenzó a sentir que algo
estaba sucediendo con él, tuvo que cambiar el discurso.
A esas alturas yo ya era congresista y vivía agobiada por
las amenazas, porque en este país uno no podía decir
nada sobre los poderosos. Llegaban amenazas a mi casa,
a mi oficina. En mi celular encontraba terribles mensajes
en que se me decía que, si hablaba de tal caso o de tal
robo, o de tal denuncia, me mataban, y yo seguía como
si nada, muerta de miedo, pero segura de que eso era
lo que debía hacer. Me había tomado mi papel en serio.
Sí, después de la decisión tomada una tarde cualquiera
en casa de don Jaime, yo había cambiado mi vida para
siempre. Así eran las cosas. A mí me había gustado la
política desde niña. En el colegio era la más revoltosa,
pero siempre desde las reglas, buscando cambios por las
buenas. Así me lo imaginaba yo, así esperaba que este
país pudiera llegar a ser más justo, más organizado, pero
me daría cuenta de que no era posible. Me desilusiona-
ría porque pueden más los otros, porque la fuerza del
poder es inabarcable y nos embarca en las prácticas de
siempre. Daniel me acompañaba, compuso la música
ganadora para nuestra campaña, y yo me sentía feliz.
Esperaba el día en que lo viera entrar con sus maletas a
mi casa y decir: “ Aquí estoy”, y bueno, estaríamos felices,
seguros de que la vida es eso, encontrarse, amarse. Así
había sido desde hacía años, así debía ser.

66
Pero la felicidad mentirosa empezó a despellejarse,
a perder brillo, a desaparecer. Entre las muchas tareas
que mi nueva vida me ponía y los escasos encuentros
con Daniel, fui entendiendo por fin que me estaba enga-
ñando, que estaba tapando el sol con las manos, que no
podía seguir en lo mismo. Una tarde en que recibí una
de las amenazas más fuertes de esos tiempos, sentí cómo
mi vida se desajustaba. Podía morir y no había logrado
mi sueño más ansiado: vivir con Daniel, tener un hijo
suyo, pasar los domingos tomada de su mano. No podía
seguir así, estaba decidido: él debía tomar una decisión.
Ya estaba cansada de andar por ahí, imaginándome su
vida con ella. Me agobiaba sentirlo cerca pero lejos, y
le dije: “O ella o yo”, como en las canciones. Porque el
amor es así, cursi, sin medidas, vallenatero, romanticón,
y nosotros que no, que así no son las cosas, que son más
inteligentes, más ilustradas: mentira. Cuando nos hun-
dimos en penas de amor, nos apabulla la vergüenza de
caer en el lugar común de los enamorados decadentes.
Daniel me miró con sorpresa: hasta un día antes todo
parecía normal... Algunas veces entrábamos en el tema,
pero era superficial. Nunca había sentido el ultimátum,
nunca había pensado que de verdad yo le iba a exigir un
cambio en nuestras vidas. Sí, se lo estaba exigiendo y él
me miraba, con la respiración entrecortada, sabiendo
que no podía hacer nada. Yo esperaba cambios grandes,
resoluciones firmes a nuestra relación, y la vida pasaba,
mientras yo me refugiaba en mi trabajo: leyes impor-
tantes. Que las mujeres, que los homosexuales, que la
inversión social, que tantas cosas por cambiar en este
país, esa inmensa responsabilidad que tenía, aunque sin
bancada no era posible transformar casi nada. Balbuceó
muchas cosas, intentó tranquilizarme, quiso que yo me
quedara serena al final de la conversación, pero no, ya
no era así; yo debía tomar decisiones. Daniel encontró

67
una forma de manipularme. Me dijo que, si yo dejaba
la vida política, él dejaba a su mujer y empezábamos
una vida juntos. Lo miré con desgana, casi con despre-
cio. Él sabía mi pasión por la política, él sabía que me
estaba pidiendo algo que no podía dejar, él sabía que
yo dejaba la rumba, mis otros amantes, hasta la comida
por él, pero la política nunca. No entendí que el cambio
era imposible, que Daniel no iba a tomar una decisión,
que no estaba dispuesto a perder y, después de muchas
palabras sin sentido, de peticiones imposibles, me dijo
que él nos necesitaba a las dos, que no podía vivir sin
nosotras, y yo no aguanté más. Le pedí, con tranquili-
dad, que se fuera de mi casa, que se llevara todas sus
cosas, que dejara las llaves en la mesa y me encerré en
el baño, a llorar mi vida, a llorar mi desgracia, a intentar
un nuevo comienzo.

El miedo es una sensación cambiante, extraña, has-


ta novedosa. Empecé a temer durante la campaña, no
porque recibiera amenazas (eso sucedería cuando ya me
había convertido en congresista), sino porque teníamos
una actitud demasiado retadora. Tal vez por lo jóvenes,
por lo poco que conocíamos la verdadera historia crimi-
nal de la política colombiana, o porque estábamos en
medio de la euforia de estar cerca de acceder al poder,
nos dábamos el lujo de hablar más de la cuenta. Arma-
mos varios escándalos que sirvieron para que nuestra
lista se perfilara como una de las mejores opciones del
momento. Sin embargo, en esos días yo me sentía des-
bordada. Estaba feliz de poder incidir en la historia del
país, en su rumbo político. No me imaginaba que me
quisieran hacer daño de verdad. Cuando asumí el cargo
como congresista, las cosas empezaron a cambiar. El
miedo se fue haciendo más real. Entendí que la muerte,
más en este país, sí está agazapada por doquier, pero ya

68
estaba comprometida con un sinnúmero de personas que
habían depositado su voto por mí. Me creí a cabalidad
aquello de la representación y no podía defraudarlos.
Me parecía que cumplir con ese mandato era tan revo-
lucionario como cualquier otra forma de lucha en este
país. Quería mostrarle al resto de los congresistas que
cumplir con los electores trae altos costos, pero que es
nuestra verdadera misión con la democracia. ¡Qué ilusa!
Ser congresista es una farsa: las plenarias, las formas
en que se negocian el país. Yo me imaginaba que así
podía ser, pero verlo por dentro fue más difícil todavía;
sin embargo yo estaba feliz. Llegué a pensar que podía
lograr algo; pensé que era una verdadera piedra en el
camino de muchos politiqueros y que por eso me ame-
nazaban. Me equivocaba; yo en realidad no significaba
mucho, nadie me temía de verdad. Sin embargo, en
ese momento el miedo seguía poseyéndome; cada día
entendía mejor lo que siente un paranoico, un enfermo
terminal, lo que se siente cuando la vida puede irse en
cualquier momento, lo que se siente cuando alguien
desea nuestra muerte.

Y mientras el miedo seguía recorriendo mis días,


habitando mis noches, poblando mis pesadillas, el amor
se me iba escapando. Estaba decidida a dejar a Daniel,
no podía más. Después de catorce años de amarnos, de
soñar nuestra vida en común, debía ahora convivir con
migajas, con la caridad de su cuerpo y con la tibieza de
su ausencia. No, estaba decidido que no sería así; o venía
conmigo, o nuestra relación se acabaría para siempre.
Pero claro, no era nada fácil para mí tomar esa decisión,
tanto que, en dos oportunidades más, acepté su regreso
a mi vida, y entonces me sentía fracasada, perdida. Así
fui llegando a la conclusión de que necesitaba ayuda, de
que definitivamente no iba a lograrlo sola. Me habían

69
recomendado muchos métodos, pero nada me satisfa-
cía. Me preocupaba ser una mujer pública, pues sabía
que en este país la vida privada de las mujeres es un
tesoro para los periodistas. Les encanta convertirnos
en brujas y putas, y así terminaría yo, marcada como
la quitamaridos, la tal por cual que se había metido en
la vida de quién sabe cómo se llama la mujercita esa,
mientras que era ella la que había llegado a entrometer-
se en mi vida. Alguien me habló de unas terapias muy
interesantes que se hacían entre pares. Era una práctica
muy conocida en Estados Unidos, para que las personas
aprendieran a ser facilitadoras de la terapia del otro. Yo
nunca había hecho una terapia de este tipo; hasta esos
días no me interesaba eso, me sentía completa, dueña
total de mis actos, exitosa e independiente. Por eso mis
primeras sesiones con las mujeres “desilusionadas”, como
empecé a llamarlas, fueron desastrosas. Ese grupo me
ofrecía una característica que era fundamental para mí:
las mujeres no dicen sus nombres y se comprometen a
no revelar información sobre las otras. Sabía que ellas
inmediatamente se darían cuenta de quién era yo; de una
u otra manera me verían en televisión o en los diarios
pero, como yo sabía sus vidas, seguramente no usarían
la información en contra mía.

Llegué el primer día, entre asustada y avergonzada.


Me daba vergüenza tener que contarle a un grupo de
desconocidas mi vida privada; me daba miedo que su-
pieran mi situación, y sin embargo me repetía infinitas
veces dónde estaba mi seguridad, por qué me avergon-
zaba de mi vida si siempre me había sentido tranquila
de lo que hacía, si no me importaba ser quien era. Más
bien, había luchado toda mi vida por ser natural, por
no temerle al qué dirán y ahí estaba yo, aterrorizada,
sentada en un círculo de mujeres desilusionadas de la

70
vida, del amor, de todo, teniendo que decir mi situación.
Cuando llegó mi turno, estuve a punto de levantarme
de la silla y de salir corriendo, pero pensé que no era
justo con esas mujeres que yo hubiera escuchado sus
historias y no contar la mía; finalmente no regresa-
ría más, no creía que me sirviera de nada conversar
con esas mujeres. Les dije, muy resumidamente, que
el hombre de mi vida se había casado con otra mujer
y que, por cosas del destino (sí, caí en ese vocabulario
cursi), ahora yo me había convertido en su amante; que
llevábamos como tres años y medio de amantes y que
no me quedaba otra salida que dejarlo, lo cual parecía
ser imposible para mí. Ellas me escuchaban, atentas y,
mientras seguía contando mi historia, la que tú ya sabes,
empecé a lagrimear, a lloriquear, a perder el control. La
sesión continuó. La mujer que nos estaba guiando nos
pidió que eligiéramos una pareja, alguna de las otras
mujeres que estaban a nuestro alrededor y debíamos
hablar por diez minutos cada una. Yo no entendía nada;
ahora qué mierda debía hacer yo. Ya me habían hecho
pasar por la vergüenza de contar mi historia y pretendían
que volviera a contársela a otra persona. Pero, bueno,
ya estaba allí y no me iba a ir hasta que se acabara la
sesión. Una mujer joven, delgada, de baja estatura, con
pelo escaso y café, y unos ojos negros poco expresivos,
vestida con un pantalón gris y un saquito verde claro,
se me acercó y me preguntó si quería hacer pareja con
ella. Le dije que sí: no pensaba pasar por la vergüenza
de buscar a otra persona.

Ella empezó diciendo que me había elegido pues


quería conocer el otro lado de la historia. A mí me llamó
la atención lo que decía, ¿cómo así que el otro lado?,
y continuó diciendo que ella estaba allí precisamente
porque tenía el presentimiento de que su marido tenía

71
una amante. No tenía ninguna prueba, su marido era
un hombre juicioso; llegaba a casa temprano y se arrun-
chaba con ella a ver televisión y a conversar, comían en
la cama y hacían el amor una que otra vez en la semana.
Todo parecía ir normal, pero ella empezó a sentir que él
no estaba ahí, lo sentía ausente y decidió preguntarle.
Él se molestó, le dijo que qué quería, que a qué horas
se imaginaba que él podía estar con otra persona, que
ella era su única mujer y zanjó el tema del todo. Sin
embargo, ella siguió con la duda y, en lo más profundo
de su cuerpo, se fue abriendo un hueco que le amargó
el alma, la vida, que la impidió seguirlo amando igual
que antes. Y claro, mi situación era la contraria: esta-
ba con un hombre casado. Nos haría bien conocer lo
que nos pasaba, lo que significaba la vida de la otra.
Al principio sentí temor de estar frente a esa mujer, de
imaginarme a la mujer de Daniel, de lo que ella podría
sufrir si supiera cómo eran las cosas en realidad, pero
poco a poco entendí que ésa es la vida, que las historias
que todas estábamos contando son parte de una misma
historia, la única, la arquetípica, en la que estamos para
siempre envueltos, de la que no podemos salvarnos.
Para que yo existiera se necesitaba lo que ella sentía y
viceversa, así que qué nos quedaba por hacer: cambiar
nuestros roles, jugar a ser lo otro, a vivir en la otra orilla.
Por un instante quise decirle a ella y a mí misma que
no importaba, que era mejor seguir como estábamos,
que disfrutara a su marido y que yo gozaría también
de mi amante, que la vida no cambia demasiado, que
se sufre igual en cualquier lado, pero volví a sentir esa
tensión interna, ese deseo de tener a Daniel para mí,
y entendí que nos consume la posesión, que nos gana
la mala gana de tener y tener, y poseer y no soltar. Sin
embargo, le dije que yo quería un amor distinto, que si
mi esposo (o el hombre que fuera a compartir su vida

72
conmigo) tenía una amante, no me importaba, que lo
importante era amanecer con él, disfrutar las mañanas
de domingo a su lado, amarlo sin tapujos, sin mentiras.
Ella callaba; no me dijo nada. Ésa era la técnica: yo la
escuchaba a ella, ella a mí y chao.

Las siguientes sesiones terminamos de nuevo tra-


bajando juntas. Ahora hablábamos de otras cosas, de
nuestras madres, de nuestra infancia, de la vida en ge-
neral. Nuestros hombres eran el final del problema, de
un problema largo, que no solucionaríamos fácilmente.
Después de muchas dudas y vergüenzas, me pareció que
algo se había fortaleciendo en mí con esa única conver-
sación que había tenido con las mujeres desilusionadas
y decidí regresar. Me fue gustando ir a conversar con
ellas. Empezaba a entenderlas, a entender que no es
una cuestión de fracasos, que es más bien una nece-
sidad de ser oídas, de encontrar personas para hablar
de la vida, para contarnos nosotras mismas sin que
nos juzguen, sin que nos conozcan, sin que conviertan
nuestros sentimientos en chismes o señalamientos. Así
fui cediendo, regresando; me fui acercando a esa mujer
pequeñita, calmada, una mujer que, como yo, lo único
que buscaba era una pareja para obtener esa felicidad
falaz que tanto nos venden. No podía imaginarme que
ella fuera la mujer que yo trataba de imaginar; nunca
se me pasó por la cabeza que esa mujer que hablaba
conmigo por las tardes durmiera toda la noche abrazada
a mi Daniel, que se untara de su sudor, que se revolcara
en la cama con él. Tal vez, si lo hubiera imaginado, mi
vida habría sido distinta, no estaría ahora como estoy,
no se habría perdido para siempre mi memoria, no me
habría sumido en esta catarata de recuerdos sin orden
ni rumbo, ni retorno. No habría vivido ese instante de
desasosiego, de duda, no habría ido hasta el fin de mis

73
sensaciones, no me habría degradado para decirle que
no se la llevara, que la dejara ahí, para pedir que no
muriera, que no se podía seguir así.

Mientras mi terapia continuaba, igual que mi cegue-


ra, Daniel seguía apareciendo, llamando. Me buscaba
incesante, y yo a veces caía en la tentación; mi cuerpo
se dejaba llevar por el deseo de hablarle a su cuerpo, de
ver su piel, de sentir su miembro grande y persuasivo. Y
claro, la vida política también continuaba y tenía cada
vez más trabajo, cada vez más miedo, cada día había más
amenazas. Ahora andaba con guardaespaldas, muchos
guardaespaldas, y recordaba las tardes aquellas en que
me sentaba a fumar porros en Madrid y salía por las
calles del centro y me paseaba hasta la Plaza Mayor, y
daba vueltas alrededor, y bajaba a Atoche, y me metía
por el parque y terminaba tomando cerveza en algún
hueco, con amigos, escuchando jazz, pensando en Da-
niel, soñando con el día que pudiéramos estar juntos
otra vez, en el día maravilloso en que tuviéramos esa
casa soñada en la sabana de Bogotá, rodeados de música
y fuego, abrazados hasta el cansancio, viendo correr a
nuestros hijos afuera en el campo, mientras nosotros
inventábamos por enésima vez el amor más perfecto
del mundo.

Irene, ¿olvidaste las palabras? ¿Olvidaste tu cuerpo?


¿Olvidaste vivir? Irene, ¿te perdiste entre la muerte, en-
tre la ausencia, entre la bruma de no saber quién eres?

74
4

“Es verdad: lo oculto nos atrae, lo prohibido nos


fascina”, pensaba la doctora Beatriz Galindo mientras
daba vueltas en la cama, desvelada, tratando de decidir
qué paso debía dar a continuación. El primer encuentro
con Irene en el hospital psiquiátrico había sido poco
iluminador. La doctora no había hecho mayores es-
fuerzos por empezar una terapia con Irene Carmona
en esa ocasión, tal vez por miedo, porque todavía no se
convencía del todo o porque prefería hacer unas cuantas
averiguaciones antes de empezar el tratamiento para sa-
ber cuánto peligro corría. Sin embargo, en su insomnio,
pudo presentir la fuerza que la iba atando a la historia
de Irene Carmona. Supo que iba continuar con el caso.
Después de haber intentado dormirse por un largo rato,
sin éxito, decidió levantarse de la cama. No tenía sueño.
Bajó al consultorio y se sentó a leer sobre las diferentes
causas de la amnesia.

Después de haber hecho una lectura minuciosa de


los expedientes del caso Carmona y buscado todo lo que
pudo encontrar en los medios de comunicación sobre
éste, Beatriz Galindo empezó a sumirse en esa extraña
fascinación que le había producido siempre acercarse a
un paciente con pérdida de memoria. Venían a su mente
las muchas historias de hombres y mujeres —del cine y de
la literatura también— que intentan rehacer un pasado
sumidos en los temores de no poder nunca encontrarse
a sí mismos. De qué sí mismos podían hablar si en rea-
lidad la memoria, lo que conocemos como identidad,
es una suma de impulsos neuronales, a veces caóticos,
que desintegran la realidad y la rehacen de múltiples
maneras. Sin embargo, los seres humanos —tal vez más
los de esta época dada al sujeto— buscan la certeza del

75
ser y, en esa extraña tarea, la doctora encontraba insólito
goce. Estas lecturas sobre Irene Carmona la llevaban a
recordar su infancia: los temores con su abuela. Recor-
daba —y éstas son memorias ya muy elaboradas— que
la abuela se pasaba los días validando su pasado. Era ya
vieja cuando Beatriz la conoció y, a esas alturas, no sólo
sufría de vacíos mentales, sino de un muy avanzado al-
coholismo. La vieja, luego de sus pérdidas de memoria,
le preguntaba, una y otra vez, a cada uno de quienes la
acompañaban, incluida Beatriz, pequeños detalles de
esos días extraviados, como buscando asirse al pasado
que más le conviniera; y así era: reinventaba su vida
con los detalles —a veces imaginarios— de quienes le
contaban sus propias historias. La doctora Galindo, de
niña, sufría por ella; se conectaba con sus miedos desde
ese lugar de la infancia que permite entender desde la
sensibilidad, y no desde la razón.

Beatriz Galindo había decidido ocultar a su marido


sus nuevas andanzas. Por ello él, que sabía casi todo
de su vida, no estaba enterado de que su obsesión del
momento era Irene Carmona, su amnesia y su posible
inocencia. Sí, le parecía mejor mantenerse en silencio,
y por eso pensaba en lo interesante que les resulta a
los seres humanos lo oculto, lo prohibido, pues así se
sentiría durante muchos días con su esposo. Cuando se
sentaba frente a él, con su café humeante de las maña-
nas y conversaban sobre esos temas del diario vivir que
abundan en las conversaciones de las parejas, donde
casi todo se dice, algo que ella no entendía del todo le
impedía contarle lo que estaba sucediendo. La doctora
Galindo seguía preguntándose por qué quería salvar a
la congresista; ella misma no se explicaba el apremio
que le producía este caso. En un principio pensó que
su labor consistía únicamente en realizar una terapia

76
para ayudarla a recobrar la memoria, para saber qué le
había sucedido al inconsciente de esa mujer, que había
perdido los rastros de su propia vida. Así, muy pronto,
emprendió su tarea investigativa, pues no podría ayudar
a la congresista si no empezaba por conversar con algu-
nas personas cercanas a ella. No dejaba de ser extraño
que la doctora Galindo, una mujer ocupadísima, con
tantos pacientes que atender, decidiera hasta cancelar
algunas de sus consultas para dedicarse a otras labores,
pero ni su marido ni sus hijos se daban cuenta. Cuando
ella estaba en consulta, era como si no estuviera en casa,
así que no notaron demasiado sus ausencias. Empezó a
dedicar gran parte de su tiempo a la investigación, las
consultas con Irene, lecturas y conversaciones con los
grandes gurús de la amnesia para entender lo que había
sucedido con Irene Carmona. Sus dotes investigativas
fueron brotando y, con ellos, una mujer que, pese a sus
convicciones de años, soñaba también con el amor, con
la ilusión del placer, con el deseo de descubrir en la
historia de Irene alguna pista para su propia vida. Di-
cen por ahí que nada llega en vano y, claro, a la doctora
Galindo le estaba llegando el momento de observar su
vida monótona y repetitiva, sus propias contradicciones.

Compró un cuaderno para tomar notas del caso


Carmona. Se sentía como una estudiante que estrena-
ba útiles escolares. Le faltaba la bolsita de colores y el
morral de los libros. ¿Cómo empezar?, ¿qué pasos debía
dar primero?, se preguntaba. Era importante hablar con
la madre de la congresista, aunque muy seguramente el
dolor de esa mujer dificultaría el diálogo. Tal vez sería
importante hablar con el padre; al novio, Daniel, había
que tratar de encontrarlo, aunque, en los expedientes
que había leído en el juzgado, se decía que se había
fugado del país. Quizás debía buscar a algunas amigas

77
de Irene, a algunos compañeros de trabajo y quién sabe
a qué otras personas; el proceso daría la pauta. Por va-
rios meses estos preparativos le cambiaron la vida. No
comía bien, no dormía, se pasaba el tiempo sumida en
sus averiguaciones, tratando de entender la información
que le iba llegando, tratando de armar el rompecabezas
de la vida de esa mujer que se había atrevido a pensar
más allá de lo permitido a las mujeres.

Después de haber regresado del juzgado y de haber


leído con mucho cuidado todos los expedientes del juicio
por la muerte de Camila, se decidió a visitar a la mamá
de la congresista Carmona. No era fácil, pensaba la doc-
tora, llegar como una desconocida cualquiera a decirle
a la señora de Carmona que le hablara de la vida de su
hija, a quien, para su desgracia, tenían internada en un
hospital, casi de beneficencia, sin camino de salida. Sin
embargo, como había ocurrido con el médico del hos-
pital, su renombre como siquiatra le abrió las puertas.
Encontró el teléfono de la casa de la familia Carmona,
llamó y la madre, la señora María Teresa, le dijo que la
esperaba el jueves a las tres de la tarde.

La familia Carmona vivía en una casa lujosa a las


afueras de la ciudad, al norte de la carrera séptima.
Era una urbanización de ensueño, de esas que la gran
mayoría de los bogotanos no alcanzan a imaginar que
existen. Casas, o mejor dicho, mansiones, con vista a
la Sabana, seguridad ultrasegura y unos jardines que
envidiarían hasta los reyes. La doctora Galindo decidió
llevar su carro: un taxi hasta ese lugar costaría mucho
dinero. Se perdió entre las diferentes calles de la ur-
banización hasta que por fin divisó a lo lejos la casa
blanca, de grandes ventanales, con los tres magnolios
florecidos, como la había descrito la mamá de Irene. Le

78
sorprendió lo solemne de la casa, la entrada, el hombre
que le abrió la puerta; había un silencio extraño en el
lugar. Se preguntó si sería por los acontecimientos de
la vida de Irene o si siempre así habría sido esa familia.
Continuó el recorrido alrededor de la casa hasta el es-
tacionamiento, donde la señora María Teresa la estaba
esperando. Era una mujer como de unos sesenta años,
de pelo gris, elegante. Llevaba una falda negra, una
camisa blanca y un chal que le cubría el torso con una
sutileza y un refinamiento que la convertían en una
mujer distante, casi mítica. Con mucha parsimonia la
condujo a una salita de luz tenue donde encontraron el
amable calor de una chimenea bien encendida. Desde
allí se podía observar el atardecer sabanero. Se sentaron,
una frente a la otra, lo cual sorprendió a la doctora, pues
se sintió como en su consultorio y no sabía quién era la
paciente. La conversación empezó sobre pequeñeces:
detalles sobre la casa, ya que a Beatriz Galindo le gustaba
la decoración de ese lugar. Hablaron también de los fríos
de abril, mientras la doctora terminaba de decidirse a
hablarle de Irene. Sin embargo, fue la madre de Irene
quien tomó la delantera y le preguntó qué quería saber
sobre Irene, por qué estaba buscando información so-
bre su hija.

La doctora Galindo sintió mucho temor al iniciarse


la conversación. Sospechaba que esta mujer se resistiría
mucho en este diálogo, y no encontraba la manera de
romper el hielo, pero ya no había nada que hacer. Debía
contestar la pregunta, debía asumir el motivo de su visita.
—Usted no debe saberlo, señora Carmona, pero
como siquiatra he trabajado por mucho años el tema
de la amnesia y creo que podría ayudar a su hija.

79
La mujer encendió el primer cigarrillo de la tarde.
No parecía de las que fumaban, pensó la doctora, y
la siguió observando con atención. La doctora conti-
nuó la conversación con su teoría de que Irene debía
haber sido víctima de algún abuso esa noche en que
había muerto la otra mujer, de quien había olvidado el
nombre. Y por eso ella estaba convencida de que había
un montaje en su contra, que querían hundirla, que la
estaban culpabilizando para neutralizarla a ella y sus
compañeros políticos.
—Qué pena con usted, doctora, ¿cómo me dijo que
es su apellido?
—Galindo —respondió.
—Pues bien, nosotros creemos que todo lo sucedido
debe haber sido un montaje, no sé de quién, tal vez del
muchacho ese con que ella había tenido amores desde
que era casi una niña, o de algún político, no sabemos,
pero lo que sí es cierto es que no creemos que ella sea
una asesina. Pero, doctora, entiéndame que ya no tengo
ganas de revivir más esos dolores. Irene está muy mal, y
no nos dejan verla. Dicen que ella no nos quiere ver, que
entra en unos estados peores cuando nos ve y nosotros
creemos que es mentira, que lo que buscan ellos es dis-
tanciarla de todo. Entonces, doctora Galindo, ¿cómo cree
usted que ahora nos van a permitir que usted la trate?
—Doña María Teresa, creo que debemos intentarlo.
Ayúdeme con un poco de información, y yo me las inge-
nio para llegar hasta ella. Ayer mismo estuve viéndola.

La mujer se quedó silenciosa. Se notaba la molestia


que le causaba que la doctora sí pudiera ver a su hija,
y ella no.
—¿Usted tiene hijos, doctora?
—Sí, claro.

80
—Entonces puede entender lo que mi marido y yo
estamos sintiendo. Nuestra hija, la única, la niña de nues-
tros ojos, ha sido una mujer exitosa, le ha ido siempre
bien. Y, de un día para el otro, resulta ser para la gente
una asesina lesbiana, porque así lo han presentado.
—Lo sé —aseveró la doctora—; por eso me siento
en el deber de ayudarlos.
—Ay, doctora, si usted quiere, inténtelo. Vaya y véala.
Nosotros estamos dispuestos a darle a usted la autori-
zación, pero tenga cuidado con lo que la hace ver, tenga
cuidado con lo que puede encontrar en la mente de mi
hija. Ese hombre la maltrató tanto...

La doctora salió de la casa de la Familia Carmona


muy confundida y con poca información. “Tenga cuidado
con lo que puede encontrar en la mente de mi hija” era
la frase que más le resonaba de la conversación. ¿Por
qué lo habría dicho?, ¿tendría algo que ocultar? ¿De que
terrible pesadilla quería alejar a su hija, de qué realidad
quería protegerla? Era de esperarse que la madre se por-
tara de esa manera, que la conversación regresara a las
banalidades, tomaran un té, ya casi en silencio, sin saber
qué más decir, y tuviera que continuar su investigación
sin la ayuda de los padres de Irene pues, al despedirse,
la señora Carmona le pidió, muy encarecidamente, no
molestar a su marido. Él estaba enfermo y desconsolado,
y su esposa temía por su salud. No quería producirle
más dolores de cabeza; era suficiente con todo lo que
había sucedido hasta el momento. El padre de Irene era
un hombre tradicional, que se había enriquecido con
las prácticas ilegales de la burocracia que muchos han
usado en este país y que no los hace delincuentes. Por
su personalidad un tanto soberbia y prepotente, había
entrado en una tremenda depresión con lo sucedido con
su hija. Parece que Irene había logrado que sus padres

81
no conocieran buena parte de su vida. Los protegía de
saber muchas de sus andanzas, y por eso ellos pensa-
ban que ella era sólo triunfo, y la imaginaban casada,
con hijos, exitosa y muy feliz. Y con todo lo que la gente
estaba hablando de su hija, el pobre hombre ya ni salía
de casa; había cortado todas sus relaciones sociales y
se pasaba el tiempo encerrado en su cuarto mirando la
Sabana, preguntándose qué había hecho mal, por qué
su hija había terminado así si todo iba tan bien...

El dolor y las reacciones de esa familia eran entendi-


bles. Estaban viviendo las consecuencias de pertenecer
al siglo xxi, aunque todavía se creían en el xix . Habían
criado con mucho cuidado a una niña hermosa, caris-
mática e impetuosa, que se les había impuesto en todo.
Irene pertenecía a una generación que parecía no tener
sentido de existir y que, sin embargo, estaba capitalizan-
do algunas de las luchas de la generación de los sesenta.
Irene era para sus padres su mayor baluarte, aunque
con ella habían tenido que aprender sobre la libertad,
la autonomía, el placer, la vida, pues tanto María Teresa
Dussán como Gerardo Carmona eran hijos de la clase
alta bogotana. Los dos fueron criados como “gente de
bien”, codeándose con los más poderosos del país, lo
cual le había permitido a don Gerardo ser un funcionario
público ad eternum, con buenas garantías económicas,
además de la herencia de su familia; y a doña María
Teresa, una dama distinguida, de las de guante y som-
brero en su juventud, hacer una carrera para estar más
adornada aún. Es decir, eran una pareja tranquila, poco
conocedores del mundo real, que vivirían, hasta el final
de sus vidas, en un mundo rosa, de gente bien vestida,
inteligente y sin demasiados problemas por resolver. Un
hombre y una mujer que se empeñaron en darle todo a
su hija, en consentirla, en educarla para ser una buena

82
mujer, pero que corrieron con la mala suerte de que su
hija vivía en una época y tenía un carácter que la lanzaría
a recorrer el mundo, a querer conocer mucho más de lo
que sus padres podrían imaginar, una mujer aventurera,
exploradora, tanto que ahí los tenía, deprimidos, aver-
gonzados, encerrados en esa casa de paredes blancas
y de altos ventanales, mirándose la cara el uno a la otra
sin saber cuándo ni cómo les había salido todo tan mal.

Irene levantó la mirada cuando se abrió la puerta.


Estaba sentada sobre la cama. Miró fijamente a la doc-
tora Galindo y, con parsimonia, se dirigió al rincón de
siempre. Se acurrucó y escondió su rostro dentro de
sus brazos. El doctor Bustos le había dicho, mientras
se dirigían al cuarto de la congresista que, gracias a las
sesiones continuadas de terapia profunda, Irene había
empezado a salir del cuarto. Salía siempre en silencio; la
habían visto caminando, despacio, pensativa, ensimis-
mada. Le dijo también que buscaba los rincones para
sentarse y que se miraba las manos por períodos largos
de tiempo. La doctora le agradeció la información y le
pidió que la dejara sola con la congresista. El Doctor
Bustos salió del cuarto y cerró la puerta y, como venía
siendo la costumbre, no aguantó las ganas de quedarse
fuera tratando de escuchar lo que sucedía allí dentro.

La doctora Beatriz Galindo se sentó en la cama y


acompañó a su paciente en silencio durante unos cuan-
tos minutos. Esperaba con paciencia a que Irene levan-
tara la cabeza para observarla. La curiosidad la llevaría
en algún momento a darle la cara. Quería producirle
confianza, curiosidad, que la sintiera amable con su
situación. Finalmente esa actitud ya venía dando resul-
tado. Esperó un rato hasta que Irene levantó la mirada,
curiosa, y se encontró con la mirada perdida de la doctora

83
Galindo que la imitaba, sentada en la misma posición en
que ella se encontraba. Irene se quedó observando por
unos segundos; luego bajó la cabeza de nuevo, y rápida-
mente volvió a mirarla. Entonces se quedó concentrada
en detallar el rostro de la doctora. Beatriz Galindo siguió
mirando fijamente la pared, esperando, segura de que
la congresista estaba empezando a mirarla, sabiendo
que así empezaba a atraer su atención, y conseguiría
su confianza. Estos casos eran muy lentos, y su arte, la
clave de su éxito, radicaba en saber encontrar los gestos
y actitudes que hacían abrir la mente de sus pacientes
hasta poder llegar a sus espacios más recónditos. Eran
pequeños detalles que hacían posible reanudar antiguas
conexiones de la mente humana, ese caótico mundo de
pulsiones eléctricas que conforman al ser y su identidad.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Irene, después
de un tiempo muy largo de espera.
—Beatriz Galindo.
—¿Qué haces acá?
—Estoy acá para seguir ayudándote y para hablar
contigo.

Irene volvió a hundir su rostro y se sumió en el si-


lencio. La doctora Galindo sabía que no podía perder
esa oportunidad, que debía iniciar un diálogo con Irene.
—¿Cuál es tu color favorito? —le preguntó la doctora.
—El violeta —le respondió Irene, sin levantar la
cabeza.
—¿Y tu animal favorito?
—El tiburón —contestó sin moverse.
—¿Te gustaría tener un tiburón?
—Claro que no. Me daría miedo estar cerca de uno,
pero son especiales por su imponencia, por su agilidad.

84
La doctora Galindo quedó desorientada. La vez
anterior no había logrado que le contestara casi ningu-
na pregunta. Claro está que no lo había intentado con
cautela, y hoy estaba hablando como si nada. Dudó de
que la información del doctor Bustos sobre su silencio
fuera cierta (quizás era una forma de alejarla de la pa-
ciente), y continuó preguntándole. Debía continuar con
preguntas que Irene pudiera contestarle; de otra forma,
se bloquearía antes de tiempo.

—¿Qué te dan de comer acá?


—Cosas que no me gustan —respondió, todavía
sin levantar la cabeza—: una carne tiesa y mucha papa
y arroz.
—¿Y qué te gusta comer? —continuó la doctora con
el interrogatorio.
—Me gustan los mariscos. Como los prepara mi
papá.

Este dato podía ser importante. Tal vez estaba re-


cordando algo de la familia, y eso ya era un avance. La
doctora decidió continuar por ahí.
—¿Entonces a tu papá le gusta cocinar?
—Sí, claro, cocina cosas deliciosas. Mi mamá dice
que él tiene ese gusto español.
—¿Y cocina muy a menudo?
—Cuando viene a casa. Él no está siempre.
—¿Por qué?
—Debe trabajar fuera.
—¿Y tu mamá qué hace?
—Mi mamá va a trabajar, y yo me quedo con los
abuelitos.

Irene había empezado a mover la cabeza, como una


niña pequeña, para asomar uno de sus ojos y mirar a

85
la doctora. La doctora Galindo supo que estaba en un
estado de memoria infantil, que estaba recordando algo
de cuando era niña, y decidió continuar por allí. Era una
lástima que la mamá de Irene no quisiera conversar más
sobre el caso; tal vez se alegraría de saber que la estaba
empezando a recordar, pensó la doctora.
—¿Y tu mamá también cocina?
—Sí, pero cosas más fáciles. Huevitos, arroz, carne
frita.
—¿Y tu abuelita cómo es?
—Mi abuelita es la mujer más linda. Ella juega con-
migo todo el tiempo, se tira al piso a jugar y hacemos ca-
sitas de plastilina, escuchamos música, jugamos a vestir
las muñecas y me da juguitos de zanahoria y naranja.

La fluidez con que estaba recordando su infancia


era un avance importante para la doctora; en realidad,
era una muestra de que realizaba conexiones neuronales
fuertes y de que era posible llevarla a otros recuerdos.
Pero la doctora prefirió dejar las cosas ahí; esos remansos
de memoria ayudan mucho para los torbellinos que una
terapia de éstas debe enfrentar. A la doctora la cautiva-
ba esa extraña característica de la mente humana que
guarda el lenguaje en lo más recóndito de la memoria: es
uno de los aprendizajes, con los recuerdos táctiles, más
ancestrales y más difíciles de perder, pensaba. Por eso
los pacientes amnésicos no pierden el lenguaje, pero sí
pueden bloquear su uso al llegar a campos del recuerdo
enormemente traumáticos. Terminó por decirle que
estaba allí para ayudarla, para que muy pronto pudiera
volver a su casa, para que se sintiera mejor y pudiera
comer lo que le gustaba, para que se reencontrara con
sus papás. Sin embargo, parece que dijo alguna palabra
equivocada, pues inmediatamente la congresista empezó
a llorar y a repetir sin cesar: “A mi mamá se la llevaron, a

86
mi mamá se la llevaron”. Qué extraño esto de la memoria;
qué absurda confianza la que tenemos en la identidad,
aun a sabiendas de que, en cada instante, se pone en
juego una nueva red de reconstrucciones del pasado.

Por la información que había conseguido en el en-


cuentro de ese día, era fundamental hablar con su madre.
Era ella y sólo ella quien podría ayudarla a entender el
momento en que Irene había sentido ese profundo aban-
dono. Tal vez doña María Teresa había sufrido alguna
enfermedad o algún viaje inesperado que la niña había
vivido con mucho dolor. Pero tendría que continuar
sin su ayuda. Sin embargo, la doctora Galindo estaba
contenta: intuía que los progresos de la terapia se ve-
rían de manera rápida, y por eso decidió aumentar sus
encuentros con Irene. Temía por la reacción de quienes
estaban intentando deshacerse de Irene Carmona, sin
embargo, nadie intentó detenerla en su labor, con lo
que se dio cuenta de que no estaban muy preocupados
por el caso. Era probable que esas personas se hubiesen
tranquilizado con el diagnóstico que les habían dado
de que la amnesia de Irene era irreversible, con lo cual
nadie se preguntaba por el paradero de la congresista.
Gracias a este descuido, la doctora Beatriz logró conven-
cer al doctor Bustos de mantener las terapias, y éste a su
vez se dejó llevar por las ganas de ver cómo la doctora
Galindo trataba a la congresista.

Beatriz Galindo decidió dirigirse al despacho de la


congresista Carmona y empezar a hacer algunas pregun-
tas a los miembros de la Unidad de Trabajo Legislativo.
Necesitaba información para continuar la terapia con
la congresista y confirmar sus sospechas de algún tipo
de amenazas que la congresista hubiera recibido en el
tiempo anterior al asesinato. Llamó al Congreso e intentó

87
pedir una cita con el hombre que había reemplazado a
Irene Carmona en su cargo; sin embargo, mientras espe-
raba en la línea a la persona que debía ver la agenda del
congresista y que seguramente le preguntaría el motivo
de su cita, pensó en la posibilidad de que su reemplazo
fuera una de las personas interesadas en desaparecer
de la palestra pública a la congresista. Sintió que estaba
yendo muy lejos, que tal vez era absurdo pensar que un
compañero de trabajo de Irene estuviera atacándola
pero, como andaba jugando a las paranoias típicas de
detectives, especuló que esa posibilidad no era tan re-
mota y que, si le decía algo sobre su intención de reabrir
el caso, lo pondría sobre aviso y tal vez se guardara la
información. Así, colgó el teléfono antes de que le pre-
guntaran para qué llamaba. Al poco tiempo recordó a una
amiga suya que trabajaba en la UTL de un senador que
quizás la podría ayudar a llegar a la persona de mayor
confianza de Irene Carmona entre su equipo. Así fue:
la llamó y, sin tener que contar demasiados detalles, le
dijo el nombre de la persona que había sido la mano
derecha de la congresista en los últimos años. Le explicó
también que quien la había reemplazado era una de las
personas que había estado trabajando externamente en
su equipo, que también era de confianza.

Entonces se decidió a llamar. Preguntó por Liliana


Cubides y, aunque había inventado una mentira para
dar como respuesta si le preguntaban para qué la ne-
cesitaba, no le preguntaron nada y, sin mayor dificul-
tad, se encontró hablando con la mano derecha de la
congresista. Le dijo que debían hablar de Irene; le pidió
mucha reserva y le dijo que se vieran a solas. Liliana
tuvo un poco de recelo; casi no se decide a poner una
cita con la doctora Galindo, pero su deseo de esclare-
cer lo sucedido con Irene la hizo acceder a la reunión.

88
Se citaron en el consultorio de la doctora a las cinco
y media de la tarde de ese mismo día. Liliana llegó a
la cita un poco retrasada: las tareas de la oficina no le
habían permitido salir a tiempo del centro. La doctora
Galindo la recibió como si fuera una paciente más; no
quería generar sospechas en su familia. La hizo pasar a
su consultorio mientras aprovechaba unos minutos para
ir al baño o para dirigir alguna tarea doméstica, como
solía hacer entre paciente y paciente. Liliana se mantuvo
de pie, observando el lugar: los libros, la luz tenue del
consultorio, y se fijó especialmente en un cuadro de una
mujer embarazada hecho en carboncillo que estaba justo
en frente del diván. Cuando la doctora Galindo regresó,
Liliana intentó acostarse en el diván —“Un chiste, como
para romper el hielo”, bromeó—. La doctora Galindo le
explicó todo lo que sabía hasta el momento. Le habló de
su llegada la noche del crimen, de sus averiguaciones
posteriores, de su deseo de ayudar a Irene y de su idea
de que esto debía ser un montaje para deshacerse de
ella en el campo político. El tono convencido, seguro y
hasta prepotente de la doctora sorprendió a Liliana y la
ubicaría un tiempo después en el lugar de la asistente de
investigación. Así se empezó a sentir muy pronto, cuando
se vieron sumidas en esa extraña historia de amenazas,
de celos y amores, de infidelidades, de locura.

—Liliana, necesito su ayuda; es posible que usted


tenga información que puede ser muy útil para la terapia
con Irene —le pidió la doctora.
—Mire, doctora, yo he tenido mucho miedo en este
tiempo. En el Congreso se hablan muchas cosas y yo
me siento en peligro. Ni sé por qué acepté venir donde
estaba usted. Irene se venía metiendo en temas gordos,
iba a destapar un par de escándalos tenaces, pero se nos
ha pedido guardar silencio, sobre todo porque a nuestro

89
proyecto político le ha quitado mucha credibilidad todo
lo sucedido.
—¿Pero a usted le cabe en la cabeza que no sea un
crimen político?
—Pues vea, doctora, la verdad es que yo ya no sé
qué pensar. Durante los años que he conocido a Irene,
su vida privada siempre fue un misterio. Ella me contó
muchas veces la historia de su novio de toda la vida,
pero nunca lo conocí. Su vida amorosa parecía inexis-
tente en los últimos años y, sin embargo, en ella había
un erotismo, una capacidad de seducción y un conoci-
miento tal del amor que yo siempre pensaba que Irene
se traía muchas cosas escondidas. Ahora, con la muerte
de esa mujer, hemos sabido muchas cosas de ella que
confirman mis sospechas. Irene era una mujer de vida
alegre; no lo digo peyorativamente. Ojalá yo tuviera una
vida así: se había acostado con mucha gente, hombres,
mujeres, homosexuales, bisexuales. La rumba había
rondado su vida y nosotros no sabíamos nada. No sé si
usted me entiende: es muy raro haber estado tan cerca
de una persona, ser quizás una de sus personas de mayor
confianza, y terminar uno enterándose de tantas cosas
después. Eso me hace temer, sospechar, pensar que
puede ser cierto que ella o el otro tipo hayan matado a
la mujercita esa.
—Yo la entiendo, Liliana, y creo que me pasaría igual
si una persona tan cercana se me desdibujara tanto,
pero quiero que tenga en cuenta que en este proceso
hay cosas escondidas, hay tapujos. Tal vez usted no
sepa que a Irene no la pueden condenar por el estado
amnésico en que está y, sin embargo, le han hecho creer
a la ciudadanía que la condenaron, que era culpable. Y
todo eso lo hacen con un diagnóstico de un siquiatra
de pacotilla, que se atrevió a afirmar que la congresista
había perdido la memoria por el choque psíquico que le

90
había producido matar a la otra mujer. Eso no se puede
demostrar con una paciente en las condiciones en que
está Irene. Yo la he visitado varias veces y sé en qué
estado se encuentra. Liliana, necesito ayuda de alguien
que la conozca.
—Doctora, busque a los papás. Tal vez ellos la
ayuden.
—Ay, Liliana, ya me dijeron que no me querían ni
ver. No sé qué hacer; si usted me ayudara, podríamos
intentar develar lo sucedido con su amiga Irene. Le
aseguro que lo más probable es que no sea culpable.
Y de sus andanzas, usted misma lo dijo, ojalá nosotras
tuviéramos una vida así.
—Bueno, doctora Galindo, estoy de acuerdo con
usted en que puede ser un crimen político. Espero que
mi ayuda le sirva. Le voy a contar los temas en que ella
estaba trabajando, las últimas amenazas que había re-
cibido, y así usted puede seguir investigando, pero, por
favor, no diga que habló conmigo. Lo otro que le que-
ría decir es que Irene tiene una buena amiga, desde la
época del colegio. Ella le podría dar pistas sobre su vida
privada; creo que ella sí le conoce bien las andanzas.

La congresista Irene Carmona había dedicado bue-


na parte de su tiempo en el Congreso de la república
a hacer control político a sus colegas en sus negocia-
ciones con intereses económicos privados y estaba a
punto de hacer un par de debates que eran realmente
complicados, como decía Liliana. Por una parte estaba
investigando unos decretos para reglamentaciones del
Plan de Ordenamiento Territorial que había expedido el
Congreso y que favorecían notablemente a los dueños
de las tierras de la Sabana de Bogotá, y lo peor del caso
es que vinculaba directamente a algunos congresistas,
alcaldes y gobernadores que tenían parte en los negocios.

91
La congresista se había preguntado mucho por qué los
medios de comunicación no decían nada sobre el tema,
hasta que descubrió, escudriñando en las escrituras y
en toda la documentación que pudo encontrar, que los
dueños de uno de los diarios más importantes del país,
así como ex presidentes y demás señoritos de esos de
corbatín y de visitas al club, eran beneficiarios de estos
negocios, por lo cual nadie quería que se destapara
nada. Irene había realizado una ardua investigación y
el escándalo iba a ser della Madona, y por ello recibió
nuevas amenazas. Alguien supo que ella estaba en esa
investigación, se filtró la información, y empezaron las
llamadas. Recibió amenazas que le pedían renunciar a su
cargo; le decían que matarían a su madre, que la matarían
a ella, con datos precisos, direcciones, y demás. Pero ella
ya podía superar al miedo. Había armado dos escándalos
antes, que también estuvieron cerca de costarle la vida
y, sin embargo, nada había sucedido. Así se había vuelto
temeraria y se jugaba el todo por el todo, sin temor, con
el deseo de que este país algún día fundara su sistema
político en la honestidad, en la transparencia, lo cual ella
misma descubriría que va en contravía de la historia de
la raza humana pues, si los grandes capitales y poderes
han estado fundados siempre en grandes crímenes, por
qué pensar que eso podría cambiar de un momento para
otro. Liliana continuó su relato.

—El otro tema en que estaba inmiscuyéndose era


también muy delicado. Cuando la legislación colombiana
permitió la creación de canales de televisión privados,
dejó una ley que protegía a los empresarios medios de
la economía real de no ser arrollados en materia de
comerciales de televisión por los grandes gremios, y
obligaba a los dueños de los canales privados a pautar
en los canales públicos. Sin embargo, los dos gremios

92
más poderosos del país se habían puesto de acuerdo en
un determinado momento para dejar de pautar en los
canales de televisión pública, buscando que la televisión
se privatizara por completo gracias a la iliquidez por la
que pasarían los canales públicos, y lograr así manejar
la información nacional a su libre albedrío.
—Estos temas son muy extraños para mí —advirtió
la doctora— ¿y qué es grave allí?
—Era un delito que dejaran de pautar en los canales
públicos. Es una afrenta a las necesidades comunicativas
del Gobierno. Aunque estaba reglamentado el delito,
nadie en el país se opuso a dichas acciones, por una
parte porque parecía no haber pruebas de que fuera
una acción deliberada, en cuyo caso no había ninguna
manera de penalizarlos, y por otra porque en este país
las perversidades de tener un capitalismo mal entendido,
es decir, un capitalismo feudal, hacía que los poderosos
gobernaran con toda facilidad.
—¿Y qué tenía que ver Irene ahí?
—Irene llevaba meses buscando información y pa-
recía haber encontrado algunas pruebas de que había
sido deliberado y, lo que es peor, acordado por los duros
de los dos grandes grupos económicos. Hasta me dio a
entender un día que iba a poder destapar lo más podrido
de esas negociaciones.
—¿Y los podían enjuiciar?
—No, es un problema de poder, de imagen. Ni el
presidente ni ellos quieren que se sepa de sus debilidades
ni de sus sus tretas.
Liliana se fue del consultorio y le dejó a la doctora
la sensación tranquilizadora de haber encontrado un
mínimo apoyo, aunque sentía también reticencia en la
forma de despedirse.

93
Después de varias sesiones arduas y poco fluidas,
llegó un día en que por fin Irene Carmona empezó a
hablar sobre los juegos con la abuela, las caricias de la
mamá y las emociones encontradas que le producía a
Irene el ir y venir de su padre. Hablaron de esas tardes
maravillosas en que papá llegaba y se dedicaban a con-
versar, a contarle cuentos, a inventar historias de mundos
desconocidos y mágicos, mientras mamá los miraba con
atención y con mucho amor. La doctora Galindo sentía
que esta época de la vida de Irene había sido plácida para
ella y se seguía lamentando de no poder hablar de ello
con su madre. En esa sesión descubrió que había unos
núcleos de memoria de esa época que Irene no lograba
desatar y que seguramente guardaban la información
más importante. Por ejemplo, no fue posible llegar al
momento en que su madre se había ido que, por las
características de la familia Carmona, debía haber sido
algo pasajero y sin demasiada trascendencia, pero que
sin embargo era un hito memorable para la vida de Irene.
En cierto momento la doctora decidió lanzarse a buscar,
en la mente de Irene, algún recuerdo de Daniel. Empezó
por llevarla con mucho tino hacia su adolescencia, con
preguntas que le hacían recordar momentos felices,
fiestas, salidas con amigos, hasta que le preguntó por el
hombre que la había amado y a quien ella había amado
con todas sus fuerzas.
—¿Y cómo era Daniel? ¿Por qué te gustó Daniel?
—Daniel era chiquito, se le salían los mocos y tocaba
el violín —recordó Irene.

Para la doctora Galindo fue claro que Irene estaba


recordando al Daniel de su infancia. Sabía, por doña
María Teresa, que habían estudiado juntos en el mismo
colegio, de manera que ella lo recordaba desde que era
muy pequeño. Lo importante era acercar ese recuerdo

94
a tiempos más presentes, para poder llegar en algún
momento a la escena del crimen, a los días que ante-
cedieron a esa noche fatídica.

—¿Cómo se hicieron amigos?


—Por la música. Estábamos en la misma clase. Así
empezamos a pasar tiempo juntos y, claro, terminamos
de novio.
—¿Cómo es Daniel?
—Daniel es un hombre tierno, silencioso y muy
indeciso —afirmó Irene.
—¿Cuándo lo viste por última vez?

Irene había tenido una actitud más tranquila en esta


sesión. Todo parecía indicar que la memoria de Irene
fluía con facilidad en algunos temas, que se dejaba llevar
por su memoria sin reticencias. Sin embargo, como era
de esperarse, había espacios de vida, momentos que se
enmarañaban y, seguramente, la noche de la muerte
de Camila era uno de esos momentos. Aunque todavía
no había intentado preguntarle nada sobre su época
como congresista de la república, la doctora tenía el
presentimiento de que era esa memoria más reciente la
que había perdido totalmente, y por eso no había sido
posible que dilucidaran el asesinato. Sabía también que
había algo de la infancia de Irene que dificultaba la re-
construcción de los recuerdos. Pensó que, en la fluidez
en que se encontraba ese día, sería posible hablar de
Daniel sin llegar a un núcleo de dolor que bloqueara a
Irene, pues pensó que el último encuentro con Daniel
que ella registraría no sería precisamente el del día del
crimen.

En esa sesión Irene Carmona no se había senta-


do en el rincón. Había mirado a los ojos a la doctora

95
y había contestado todas sus preguntas. Sin embargo
esta pregunta fue el fin y comienzo de la sesión y de
una nueva etapa de dudas y de conjeturas para Beatriz
Galindo. Irene permaneció en el mismo lugar, mirándola
fijamente, y se fue sumiendo lentamente en su silencio
característico. La doctora repitió la pregunta y, en ese
momento, la congresista se puso las manos sobre el rostro
y, entre sollozos, dijo: “Me quería matar a mí también”.

Muchas preguntas llegaron a la mente de la doctora.


Daniel era evidentemente sospechoso del asesinato,
pero ella lo había descartado por su inexplicable certeza
de que todo esto era un montaje político. Sin embargo,
estas palabras y la dificultad con que las decía Irene la
llevaron a pensar que Daniel también tenía algo que
ver en el asunto, que quizás era cierto que había inten-
tado matarla, que su desaparición debía responder a
una culpabilidad que él creía demostrable. Tal vez les
habían hecho un montaje para que Daniel y la con-
gresista aparecieran como culpables. Tal vez la iban
a matar a ella y la que había terminado muriendo fue
la otra. ¿Cómo saberlo? Esta historia era muy confusa.
La misma doctora empezó a sentir un poco de agobio
con el caso, pero ya era demasiado tarde para salir de
allí, para abandonar las serias intenciones que tenía de
esclarecer lo sucedido. Decidió buscar alguna persona
de la familia de Daniel, buscar a la familia de Camila, y
ante todo convencer a Liliana de que la llevara a visitar
a la amiga personal de la congresista.

El calidoscopio se había movido de nuevo; las pie-


zas se reflejaban de forma diferente en los tres espejos
encontrados y se hacía más difícil continuar con la in-
vestigación. La doctora Galindo llamó a Liliana Cubides
y le contó todo lo que había hablado con Irene. Liliana

96
estaba más amable y más dada a la conversación. Se
comprometieron a buscar información para dilucidar
los hechos de la vida de Irene que les parecía necesario
aclarar para sacarla del hoyo de la memoria, y quién
sabe si lograrían sacarla también del peso absoluto de
la culpabilidad.

97
5

Era la segunda vez que la trasladaban. En algún lugar


de su mente, alcanzaba a preguntarse adónde la lleva-
rían. Había sabido siempre que esos cambios de lugar
podían ser el camino a la muerte o el regreso a alguna
cárcel desde donde sería juzgada. Juana Vélez llevaba
dos semanas sobreviviendo a torturas inimaginables
y, pese a todo lo que le habían hecho (las violaciones,
las quemaduras, los plantones, las ataduras infames y
el dolor de ver esos ojitos tristes que miraban cómo la
despedazaban), no le habían sacado ni una palabra.
Estaba intacta su memoria, sus nombres, sus datos, no
había dado nada; de ella no se habían enterado de nada.
Sin embargo, la caza de brujas había sido tan dura, tan
contundente, que muchas personas habían caído y, por
supuesto, muchas habían hablado, motivo por el cual ella
misma se encontraba allí. Estaba medio inconsciente, su
cuerpo estaba ya reventado y no podía siquiera mante-
nerse en pie. La hicieron entrar en un cuarto y la dejaron
tirada a su suerte, sintiendo los ruidos inaguantables de
las ratas que merodeaban el lugar, hasta que empezaron
a aparecer soldados del servicio militar a llevarle comida,
a quienes reconocía por el uniforme, aunque siempre
llevaban los rostros cubiertos.

Desde el día en que la cogieron, la habían mante-


nido a punta de agua y panela. Parecía que la querían
viva, pero en las condiciones más inhumanas posibles.
Juana estaba segura de que había caído por culpa de
algún compañero de la organización, pues sólo dos o
tres personas sabían la dirección de la casa de la fami-
lia Urbano, donde la habían esperado. Esa casa había
estado siempre muy compartimentada para proteger a
los viejos Urbano que, aunque habían ayudado mucho

99
a la organización, no tenían la culpa de que su hijo
mayor, Martín, hubiese terminado siendo uno de los
comandantes de la organización guerrillera. El día de
la detención, Juana llevaba varios días preocupada pues
no tenía noticias de Martín, su compañero. Sabía que
la familia Urbano podría tener alguna noticia y decidió
ir a casa de sus suegros, luego de una larga ausencia,
pues no habían vuelto por motivos de seguridad, sin
imaginarse que allí llevaban días y días esperando su
llegada. Sí, la estaban esperando, y no precisamente sus
suegros. El ejército había montado un operativo para en-
contrarla, pues sabían que tarde o temprano aparecería
por allí. Debían buscar información de Martín, quien en
ese momento estaba desaparecido, y no había ninguna
señal de que estuviera vivo o muerto. Sabían que Juana
tenía mucha información, aunque unos años atrás había
decidido volver a una vida medio normal, con el fin de
convertirse en una madre confiable y amorosa, pero el
solo hecho de ser la esposa de Martín Urbano le daba
un manejo de información de primera mano. Juana, por
ser una mujer tan aguerrida, no había permitido que
Martín hiciera lo que muchos otros compañeros de la
organización habían hecho con sus mujeres: mantener-
las al margen de la vida política. Ella era una dirigente
guerrillera también, y eso no lo cambiaría ni el amor
más grande. En realidad, a Martín no se le habría pasado
por la mente hacer algo así. Él había conocido a Juana
en los albores de su compromiso político, cuando ella,
como estudiante de la Universidad Nacional, creía que
era posible darlo todo por la revolución, y desde ese mo-
mento supo que no dejaría de pensar así, que esa mujer
lo acompañaría hasta la tumba o hasta el poder, que esa
mujer daría todas las peleas por hacer de esta Colombia
algo más justo. Pero lo que nunca imaginaron, ninguno
de los dos, fue que las fragilidades del amor llevan a los

100
seres humanos a cometer los errores más tontos y que,
gracias a esa fragilidad, se produciría la tragedia más
grande que esa familia podría vivir.

Unos meses antes habían dado el golpe guerrillero


más espectacular al robar un arsenal completo del ejér-
cito colombiano. Este acto había producido a nuestro
querido presidente la necesidad imperiosa de acabar
con ese grupo de locos que estaban poniendo en riesgo
la estabilidad y dignidad de su Gobierno. De esta mane-
ra empezaron a buscarlos por mar y tierra y les tocó a
todos clandestinizarse, más de lo que estaban. Pero los
esfuerzos no fueron suficientes y fueron cayendo uno
a uno hasta que las cárceles del país estuvieron llenas
de presos políticos, sin contar los muchos que desapa-
recieron para siempre. Las dos veces que cambiaron
a Juana de lugar, ella pensó que la iban a matar, que
definitivamente la desaparecerían; no se imaginaba que
su familia había movido todas las palancas para que el
ejército no la matase, para que la condenaran a prisión.

La llegada fue magnífica. Venían todos, Doña Ce-


cilia, los cuatro niños, la abuela Josefa y hasta Marinita,
la muchacha del servicio que había vivido con ellos
desde el momento en que había nacido su primera hija,
Juanita, y claro, el taxista. Doña Cecilia contrató un taxi
que debía traerlos a todos a Bogotá donde los esperaba
don Juan, quien finalmente había llegado a la Cámara
de Representantes y ahora debía ejercer su profesión en
Bogotá. Una semana atrás doña Cecilia había viajado
a la capital para ver la casa que don Juan había arren-
dado. Era una casa grande, del viejo Teusaquillo, con
escalera principal y de servicio, con cuartos separados
unos de los otros, con sala, comedor, con patio, en fin,
una casa que los niños, especialmente Juana, nunca

101
habrían imaginado que podría ser suya. El viaje fue
larguísimo, casi interminable. Con todos los niños ma-
reados, dormidos unos encima de otros, vomitados, en
un taxi Ford largo de los que se mueven como lanchas
en mar picado. “Pobres niños —se lamentaba la abuela
Josefa— tener que dejar la vida tranquila de una ciudad
chiquita para irse a vivir a ese monstruo”. La abuela Josefa
no conocía Bogotá y se había quejado mucho de irse a
vivir allí. Sin embargo, tenía muchas ganas —aunque
se las tragaba— de conocer el monstruo ese, de ver la
calles de la historia del país, de saber dónde habían ma-
tado a Gaitán, dónde había gobernado su amado López
Pumarejo, porque la abuela era una liberal de esas que
habría dado la vida por el partido si fuera necesario. Era
la madre de doña Cecilia, y había quedado viuda del
viejo anarquista por un estúpido accidente. Los niños no
paraban de preguntar cuánto faltaba para llegar, y doña
Cecilia, siempre tranquila, les explicaba que el viaje era
muy largo, que todavía faltaba un poco por llegar, pero
que no se aceleraran, y empezaba a hablarles del barrio
donde iban a vivir, de la casa, de las altas rejas que ro-
deaban la casa. Les hablaba de Bogotá, la ciudad de los
edificios altos, la ciudad de los presidentes, y los niños
quedaban alucinados, imaginándose las aventuras que
los esperarían en esa gran ciudad. Cada uno pensaba
en su futuro, imaginándose lo que llegarían a ser en esa
metrópoli, porque eso producen las ciudades grandes,
las ciudades esperanza. Su nombre bien lo indicaba,
porque esa ciudad se había llamado Nuestra Señora de
la Esperanza, y eso producía esperanzas de ser más, de
crecer, de ser gente de bien, de vivir en un mundo mejor.

Entraron a Bogotá por la Avenida Jiménez. Doña


Cecilia los despertó a todos, y ellos se abalanzaron contra
las ventanas del taxi, extasiados, mirando a lado y lado,

102
viendo cómo la ciudad se abría a su paso, cómo el nuevo
mundo se erigía a su alrededor. Cuando llegaron al barrio,
Juana recordó, al ver esas calles grandes, anchas y des-
conocidas, las palabras de la tía Luz que le recomendaba
a doña Cecilia tener mucho cuidado con los niños: “No
los dejes salir por ahí en Bogotá; allá se roban los niños
para hacer ritos satánicos”. Y Juana, pobre niña, sentía
miedo de que se la llevaran, de que un día no volviera a
ver a mamá, o a la abuela, pero era claro que las ganas
de conocer se impondrían, tanto para ella como para
sus hermanos, que no tardaría mucho en conseguir ami-
gos en el barrio y empezar las andanzas por la ciudad.
Cuando finalmente se bajaron del taxi, frente a la casa
nueva, los niños se quedaron pasmados, perplejos, con
cara de montañeros alucinados, intentando entender
lo que estaba sucediendo con sus vidas. Don Juan los
esperaba ansioso: quería verles las caritas al llegar. Los
llevó por toda la casa, les mostró sus cuartos, y los dejó
allí atareados, imaginando cómo decorarían sus habi-
taciones, cómo jugarían, cómo construirían un futuro
en esa ciudad grande, en ese paraíso de lo desconocido.

Juana estaba agotada, el cuerpo no resistía más. Se


pasaba horas dormitando, entre la paja que le habían
dejado como cama, que en realidad había sido la cama
de un caballo que habitaba el lugar antes que ella. ¿Quién
iba a ser tan cuidadoso con ella para dejarla durmien-
do sobre una paja calentita? Tenía terribles pesadillas,
veía a Martín degollado, y después lo veía llegar, con
las bolsas del mercado, bailando, cocinando para ellas,
cantando esas viejas canciones republicanas, de la Es-
paña de la guerra, de la España de su padre, y otra vez lo
veía muerto, y temía no haber reconocido su voz, pues
en los dos lugares anteriores donde la tuvieron reclui-
da se oían los gritos de los torturados. Ella intentaba

103
reconocer las voces, pero era tan fuerte el dolor que
ella misma padecía que sus sentidos lo tergiversaban
todo, y entonces se preguntaba por Martín, si estaría
también allí, si lo tendrían molido a golpes como a ella.
Se preguntaba si lo estarían despedazando, o si tal vez
ya lo habrían dejado en libertad, no importaba si vivo o
muerto. Cuando se padece un dolor como ése, cuando
se pierde la integridad física y moral, cuando los seres
humanos se sumen en la impotencia, sólo quedan el
silencio y unas terribles ganas de morir. Entonces, la
muerte se torna en libertad.

Abrió los ojos, en una de esas mañanas bogotanas,


fría y gris, y se dispuso a seguir soñando despierta. La
sensación de despertar en ese cuarto, sola, con una puer-
ta para ella, donde podía jugar sin que sus hermanos la
molestaran, un cuarto escogido para la niña mayor, para
que pudiera estudiar en paz, porque pronto estaría en
la universidad. Faltaban cinco años pero, en fin, sentía
ese placer de la novedad, de la novedad mejorada, de
una casa con escaleras, con baños grandes, con espacios
para jugar, con rejas altas para protegerlos del extraño
mundo capitalino, una casa que brillaba, que parecía de
sueños. Sintió ruidos: eran sus hermanas que se habían
levantado temprano a hacer oficio. Juana ayudaba a su
madre; le gustaba hacerla sentir bien, pero sentía que
eso de que su vida girara en torno a que la casa estu-
viera limpia no era lo más divertido. Había leído ya en
los libros de su madre que las mujeres podían hacer
una vida propia el día que tuvieran un cuarto propio y
que no se debían al oficio doméstico. Pero doña Cecilia
era un personaje muy extraño; con sus lecturas y su
rebeldía, uno podría imaginarse que sería un ama de
casa diferente, pero no, ella sentía que, como estaban
las cosas en esos tiempos, su labor seguía siendo ésa y,

104
que más bien debía entregar en la crianza de sus hijas
unas opciones diferentes. Sin embargo, no sabía que el
ejemplo es una vía fundamental y que, por ello, sus hijas
intentarían seguir su modelo, o desbaratarlo.

Cuando Juana tuvo edad suficiente y cuando em-


pezó con ideas más revolucionarias, le echó en cara su
pereza, su poca decisión para transformar la realidad en
que vivían, su vieja postura de ideóloga sin acción, sin
entrega, pero siempre terminaba disculpándose con ella
cuando su madre le explicaba, con su tono pausado y
tierno, que la vida de los seres humanos no se mide en
nacimientos y muertes, sino en generaciones, que su vida
era continuada por ellas, así como ella había continuado
la vida de la abuela y de muchas mujeres de tiempos atrás.
Le preguntaba, para terminar la discusión: “¿Tú crees,
que hay muchas mujeres de mi edad que lean los libros
que yo leo y le hablen a su esposo con tono e ideas de
dirigente político?”. Así, la llegada a Bogotá, al barrio, a la
casa, era para Juana el inicio de su camino a la libertad,
a la revolución, y tener un cuarto propio, como ella lo
sentía; le daba alas para pensar, para escribir, para leer,
cada día más, y con más entusiasmo, porque ella estaba
para cosas grandes, pensaba y, no podía perder tiempo.

Llegó el tiempo de conseguir amigos. Al principio las


rejas los separaban a todos del mundo real del barrio, y
sin embargo empezaron a pasar por la calle niños y niñas,
jóvenes, señoras, para saber quiénes eran los nuevos
vecinos, hasta que finalmente empezaron a conversar
con la gente. Los vecinos se deleitaban con su tonadita
paisa, y ellos hacían ejercicios en la mesa del comedor,
para hablar bogotano pues, como todo inmigrante, es-
peraban mimetizarse pronto. Sus hermanos fueron los
primeros en salir; los dejaron salir a jugar al parque y

105
montar en bicicleta con los niños de los Herrera. Una
tarde se demoraron en llegar, y doña Cecilia entró en
pánico. Ni ella ni ninguna de las personas que vivían
en la casa estaban en condiciones de salir a buscarlos;
estaban tan desubicadas como los niños, y eso la llenó
de impotencia. En casa de la familia Herrera, no había
nadie y, por tanto, no había manera de saber qué les
había pasado. Los niños sabían que, antes de que os-
cureciera, debían volver a casa y nunca habían faltado
a ese mandato. En medio del llanto las encontró Juan
a doña Cecilia, la abuela y las niñas, esperando que él
ayudara a encontrar a los niños. “Tomás y Javier salieron
a montar bicicleta desde las tres de la tarde y no han
regresado, no sé que les pasó”, le advirtió doña Cecilia.
Don Juan Vélez, muy aturdido, salió a buscarlos. Pasó por
casa de los Herrera, y no sabían nada de ellos. Los niños
ya estaba acostados y no había manera de despertarlos
para preguntarles, dijo la mamá. Entonces se decidió a
caminar por ahí a ver si los encontraba. Los hermanos
Vélez iban muy felices en sus bicicletas, acompañados
por sus amigos de barrio, grandes conocedores de la
zona, cuando Tomás, que era un poco travieso, se ade-
lantó pensando que seguirían por esa calle, y el pobre
Javier lo siguió para pedirle que se devolviera. Los otros
habían tomado otra ruta, y ellos ya estaban solos y per-
didos. En ese momento la ciudad se convirtió en un
terrible monstruo. Cada ventana, cada casa, cada puerta
se dibujaban como gárgolas espantosas; en cada rincón
se escondía el ladrón de niños, ese hombre temible,
grande, fortachón que se los llevaría hasta el infierno.
Tomás y Javier empezaron a temblar, a llorar. Decidieron
sentarse en un murito, en una esquina desconocida y
perversa, a esperar mientras oscurecía para que en algún
momento alguien los encontrara. No se habían aprendido
el teléfono de la casa como para llamar a doña Cecilia,

106
lo cual habría sido casi igual pues ella aún no se atrevía
a recorrer la calles de Bogotá.

Definitivamente esto de ser montañero era un pro-


blema real: los signos de la ciudad cosmopolita se desdi-
bujaban ante los ojos inexpertos, y afloraban significados
de la ciudad pequeña, de la Manizales de siempre. Doña
Cecilia, pocos días antes había decidido ir a visitar a su
marido al centro. Tomó un taxi y se bajó en la carrera
séptima, a media cuadra del capitolio, cuando escuchó
sonar las campanitas del Santísimo. Como de costumbre,
se arrodilló para verlo pasar. Sin embargo, cuán grande
fue su sorpresa cuando vio que nadie a su alrededor se
arrodillaba, que ninguno de esos capitalinos incrédulos,
pensó, se detenía ante la imponencia del Altísimo. Ella
se mantuvo en su ritual; pensó que tal vez en esta ciudad
eso no se acostumbraba, pero ella lo hacía porque le na-
cía, porque estaba acostumbrada a hacerlo. Finalmente
levantó la mirada para verlo pasar cuando se encontró
con que el Santísimo que estaba esperando era un carro
de paletas. ¡Qué vergüenza! Se levantó y, con su humor,
se lanzó hacia el capitolio, muerta de la risa, a contarle a
su marido lo que había acabado de hacer. Sin embargo,
el caso de la pérdida de los niños era peor; no era de
risas, y ella estaba sufriendo de terror, porque hasta ella
temblaba de pensar que se los hubiesen robado. Don
Juan Vélez salió a buscarlos y, en menos de tres cuadras,
ya los había encontrado. Les dio un regaño tremendo y
les dijo que por suerte habían tomado esa sabia decisión
de quedarse quietos en un lugar. Es la única manera de
que a uno lo encuentren. El episodio terminó en que
ninguno de sus hijos, incluyendo a las niñas, pudo volver
a salir hasta que no se supiera el número de teléfono
de memoria y no fuera capaz de dibujar el mapa de las
calles por donde tenían permitido transitar. Claro está

107
que muy pronto eran capaces, especialmente Tomás,
de moverse con tranquilidad y sin permiso por zonas
mucho más alejadas de lo imaginable.

En este lugar las torturas empezaron a menguar. No


escuchaba tantos gritos y empezó a recuperarse. Seguían
entrando a la pesebrera muchachos jóvenes encapucha-
dos. Se les notaba por el cuerpo y por el uniforme que
eran bachilleres que prestaban servicio militar; entraban
seguido a llevarle algo de comer y empezaban a tratarla
un poco mejor. Juana se preguntaba por qué, qué nuevos
dolores vendrían, para qué la estaban preparando. Había
oído decir que por momentos debían devolverles las
fuerzas a esos cuerpos torturados para que soportaran
nuevas tandas de sufrimiento. Temblaba de imaginarse
lo que vendría y pasaba horas pensando en Martín, re-
cordando su cuerpo, su olor, su ternura. Fueron pasando
días y la seguían tratando igual. Nada cambiaba, y ella se
iba recuperando; empezó a ilusionarse de que la dejarían
salir, de que tal vez la llevarían a una cárcel. Uno de los
bachilleres empezó a visitarla todos los días: era quien
le curaba las heridas. Le daba mucha rabia que unas
manos que podrían haberla torturado la curaran ahora,
pero se dejaba por la esperanza que le traía semejante
acto de misericordia humana.

Las noches eran eternas; no dejaba de sentir el so-


nido de las ratas que merodeaban el lugar y temía el
momento en que la rozaran a ella, o lo que es peor, la
mordieran. Recordaba las historias de otros países, pues
por desgracia, cuando se entra en un mundo como el de
la revolución, uno se entera de situaciones que nunca
quisiera saber. Ratas que entraban en el cuerpo, que
iban devorando los cuerpos por dentro, y despertaba
sobresaltada, aterrorizada, pero siempre el amor por la

108
revolución la mantenía viva. Sin embargo, la cotidianidad
de la pesebrera parecía ser diferente. Nada sucedía, es
decir, nada nuevo y, por el contrario, ella se iba recu-
perando, ganando fuerzas, sumiéndose en un estado
en el que la vida empieza a ganarle a la muerte, y sin
embargo, los recuerdos de la tortura, del sufrimiento,
sumados al sufrimiento que los otros seres queridos
podían haber sentido, le carcomían las entrañas. Los
militares colombianos habían adquirido formas muy
sofisticadas y salvajes de conseguir información; para-
dójico, sí, sofisticado y salvaje, y ella se deleitaba, en lo
más profundo de ese sentirse perdida en el mundo, de
no haber hablado, y así de haber protegido a su gente.

La vida regresaba, y la incertidumbre aumentaba.


¿Qué pasaría con ella?, ¿qué extraños planes tendrían?
Cualquier cosa podía esperarse de esos bárbaros. Entre
tanto el muchacho seguía cuidándola, y ella sólo le veía
las manos y escuchaba una voz dulce. Qué poco podía
creerle a esa voz, y él iba diciéndole que no se preocu-
para, que estaba mejorando mucho, mientras ella no
se atrevía a levantar la mirada. No quería ver esos ojos,
no quería entrarse en una mirada con fondo negro, con
fondo tan tortuoso. Se imaginaba que este muchacho
estaba torturando a otros de sus compañeros en alguna
otra pesebrera alrededor suyo y que, por desgracia, con
ella debía cumplir la orden de cuidarla, pero cualquier
día lo obligarían a torturarla de nuevo y él no podría
decir que no. Entonces ese cuerpo que ahora protegía
se vería burlado por esas mismas manos, y entonces
ella perdería la esperanza, la fe de que la condición
humana pudiera un día ser mejor, menos atroz, menos
degradante. Y sin embargo, ella empezó a soñar con esa
voz; se repetían en sus noches las palabras de consuelo
que ese muchacho le concedía cada mañana mientras

109
la curaba. Él sí la miraba, y le decía cómo la veía; le iba
contando su mejoría, le hablaba del color de sus ojos,
de lo tierna y limpia que empezaba a lucir su piel, la
halagaba con sus palabras y la iba mejorando con sus
cuidados. Juana sentía rabia y consolación cuando es-
cuchaba llegar al muchacho; sus días empezaron a girar
en torno a esa visita matutina.

Entonces entraron tres hombres, le taparon la cabeza


con una capucha. Ella se imaginaba que él estaba allí y,
aunque su voz no se escuchaba en ese momento, no pudo
dejar de imaginar sus manos en todo lo que sucedió.
Le gritaban que debía hablar, que su vida dependía de
eso y sacaban armas. Las cargaban y se las ponían en la
cabeza y ella, muda. Entonces la empezaron a desnudar
y ella imaginó que la iban a moler a golpes otra vez.
La amarraron a la silla, sin ropa, desprotegida, con la
humillación de saberse presa de los otros; parecía que
tenían un arsenal y cada vez engatillaban más armas y
las rozaban contra su cuerpo. Ella seguía allí, resistien-
do, sin hablar y ellos, desesperados. Los oía decir: “Qué
mierda que la tenemos que dejar así, esta putica tiene
información que serviría mucho, pero los superiores ya
no nos dejan hacer más”. Y, de la sola esperanza de salir
de allí, se sometió a esos horrores como muerta, como
si nada estuviera sucediendo y, sin embargo, recordaba
las manos que la curaban y pensaba si eran las mismas
que la tocaban. “Cerdos, asesinos”, pensaba Juana, y le
metían los dedos y la hurgaban sin cesar, y ella que no
por favor, pero sólo lo pensaba. Ya no quería resistirse,
ya sólo quería que se acabara el infierno. Su voz nunca
se escuchó, aunque ella se lo imaginaba, a ese joven
alto y esbelto aprovechándose de su cuerpo; pensaba
en sus manos, en las atrocidades que le estaría hacien-
do pero, mientras las recordaba, esas manos aparecían

110
diferentes en su mente. Se insinuaban amorosas, cui-
dadosas, certeras y fue entonces cuando ella empezó a
tener presentes esas manos, cuando se le empezaron a
grabar en el cuerpo, como lo harían por el resto de su
vida, pues estaba destinada a imaginarlas, a añorarlas
para siempre.

Ese día la dejaron sin comer; nadie más entró a verla


y ella no hizo más que llorar, de tristeza, de dolor por
su cuerpo, por todo lo que venía viviendo, por Martín,
por esos ojitos preciosos que la vieron hundirse en la
tortura, por su propia vida, y lloró también de pensar
que la iban a sacar con vida. La fuerza de vivir estaba
imponiéndose, ahora sí, de verdad, con ímpetu, y le
volvía al cuerpo su entereza, su deseo de transformar su
país, sus ansias de amar, su entrega por la revolución.
Entonces llegó él y le confirmó lo que estaba pasando.
Ella se mantuvo en silencio, pensando en sus manos,
tratando de leer en sus palabras si él habría osado tocar
su cuerpo luego de haberlo sanado con manos humanas.
La desamarró y le dio tiempo para que se vistiera. Se
tapó los ojos mientras Juana se ponía con desgano el
delantal que le habían dejado para cubrir y calentar su
cuerpo. Juana seguía sin levantar la mirada; temía ver
esos ojos que la veían destruida. Entonces le dijo que
no se preocupara, que la iban a sacar, que no pensaban
matarla. Ella mantuvo el silencio.
—Te lo digo porque los escuché ayer después de ha-
ber salido de aquí; me dijeron que te siguiera cuidando,
que pronto te vas de acá.

Juana no cedió a sus palabras y continuó en silencio.


El muchacho le trajo comida y se sentó a su lado a verla
comer. Le habló de muchas cosas; le dijo que estar allí
era lo más doloroso que le había sucedido, que él era

111
hijo de una familia de izquierda y que cada día temía
encontrarse con alguien de su familia en una de estas
inmundas pesebreras. Temía que lo obligaran a torturar
a alguien; le aclaró que él no había torturado a nadie,
que hasta ahora sólo había ayudado a curar a algunas
personas. Juana no sabía qué pensar, se preguntaba por
qué este hombre le estaba dando toda esa información.
Él continuó conversando, como si el tiempo se hubiera
detenido, como si pudiera quedarse para siempre allí,
y ella lo escuchaba, y poco a poco se fue deleitando con
las palabras, con la voz, y terminó subiendo la mirada,
asomándose a esos ojos, encontrando en ellos el brillo
mágico que le ratificó que ese hombre nunca la había
golpeado, que nunca la había tocado, que quizás nunca
le haría daño.

Bogotá siguió siendo una sorpresa para Juana. Entrar


al colegio, a las afueras de la ciudad, en un lugar donde
había dejado de ser la hija del político y pasó a ser la
niña inteligente y beligerante. Allí encontró amigas para
hablar de la vida, amigas que le enseñaron sobre el sexo.
Las niñas bogotanas estaban más adelante que las de
Manizales; se notaba que no eran de familias puritanas,
pero sí de familias pudientes que se atrevían, de vez
en cuando, a pensar. Muy seguido doña Cecilia recibía
noticias de su hija, que no hacía las cosas como se le
pedía, que era una gran estudiante, pero que cuestionaba
todo. Y doña Cecilia le decía que era importante ir con la
corriente para ir contra la corriente, y Juana se enfurecía,
y le explicaba que no podía hacerlo. Así la fue viendo
crecer; así mismo don Juan la vio volverse una señorita
hermosa, pero sin garbo. No le gustaba maquillarse, no
le interesaba la belleza, se mandaba cortar el pelo como
un gamín y dedicaba su tiempo a pensar en el futuro de
una mujer que cambiaría el mundo. Don Juan empezó

112
a sufrir con Juana. Esperaba de ella muchos nietos, una
familia de bien, una mujer que estudiara para tener una
vida normal, una vida tranquila, y sin embargo, muy
pronto empezó a descubrir que no sería así, que su hija
estaba en el mundo para otras cosas, y la tristeza lo fue
invadiendo. No la reprendía porque sabía que era el peor
camino. Entonces optó por la negación, por olvidarse de
lo que estaba viendo, y continuó haciendo planes con
la vida de su hija, la niña de sus ojos que, pese a él, no
aceptaba el mundo como era. Don Juan parecía haber
olvidado que él un día decidió transformar el mundo
también pero, claro, a esas alturas este país había borra-
do por el resto del siglo la posibilidad de construir una
democracia. Se habían inventado esa extraña repartición
del Gobierno, esa farsa entre conservadores y liberales
que les permitió dejar de matarse entre ellos, pero que
significó la muerte de otras organizaciones políticas y
de los sueños de emancipación.

Pasaron varios días más de visitas cotidianas del


muchacho de los ojos intensos. Juana, seguía recuperán-
dose; esperaba el día en que saliera de ese lugar y hacía
cuentas alegres sobre el futuro encuentro con Martín.
Se imaginaba el día en que la tuviera de nuevo entre
sus brazos, ver a su familia, su madre, sus hermanos,
su padre. Pensaba en todos sus seres queridos y en lo
mucho que quería estar con ellos, dedicarse a mirarlos,
a abrazarlos, a no perder más tiempo de la vida en hacer
todo lo que ella estaba pensando que debía hacer por
este país de mierda que casi le causa la muerte. Pero,
como la cotidianidad está en lo que sucede hoy, en el
instante presente, aunque los seres humanos intente-
mos de todas las formas posibles vivir en el futuro, en
la fantasía, en lo que no existe, su vida estaba atada a la
alegría, cada vez mayor, de ver llegar a ese muchacho, de

113
escuchar su voz, de sentirse acompañada por él. Un día
llegó el momento inevitable: el soldado acercó su mano
al rostro de ella, empezó a tocarlo despacio, como si se
asomara a él por primera vez. Ella sintió un espasmo,
un corrientazo que le sacudió el cuerpo entero. Se dejó;
tal vez había esperado que esto sucediera desde hacía
muchos días. Qué emoción, un poco de cariño, un poco
de piel, una caricia requerida, y entonces se lanzó a lo
que no pensaba hacer. Acercó su mano a la cara del
muchacho y, lenta pero certera, le fue quitando la capu-
cha, y vio sus ojos y el resto de su rostro y se convenció
de todo lo que él le había dicho, de su tranquilidad, de
su cariño. Sintieron mucho miedo, no solamente por
estar incumpliendo las normas del lugar, no, sentían
miedo porque estaban entrando en un terreno de des-
conciertos. Por cosas de esta vida absurda de la guerra,
estaban en dos bandos diferentes, eran enemigos y sin
embargo estaban sumidos en el placer de tocarse, verse,
revelarse al orden, a las normas, a estas reglas impuestas
que ahora justificaban su deseo.

Finalmente llegó el día de salir; la llevaron a una cár-


cel donde pasaría varios meses antes de que la enviaran
a sumarse con el resto de compañeros y compañeras en
la Cárcel Central, donde serían convocados a un Consejo
de Guerra, que ellos convertirían en una tribuna pública
para mostrarle al pueblo las inconsistencias e injusticias
de ese país tropical. De ese lugar saldría años más tarde,
cuando se logró el acuerdo histórico de amnistía que
le permitió quedar libre. Cuando llegaron a la primera
cárcel, todas las presas políticas sabían que muchos de
sus compañeros estaban presos también, y Juana espe-
raba que alguien le contara del paradero de Martín. Sin
embargo, las mantuvieron muchos días sin visitas, sin
mayor información, tal vez porque necesitaban que se

114
curara del todo de las torturas antes de que las vieran
sus familiares y amigos. Por fin llegó el día de las prime-
ras visitas: padres, madres, hijos, hijas, amigos, amigas,
compañeros, todos llegaban con mucha cautela. Era
claro que la cacería no terminaba; traían la información
oculta, escrita en las barriguitas de los niños, en papelitos
cosidos entre los dobladillos, todo en clave. Y claro, todos
y todas habían pasado por las requisas, que se quite la
ropa, que se agache, y una mano se metía, vulnerando el
sexo de las mujeres, para buscar armas, cartas, cualquier
información prohibida. Juana vio llegar a su madre; se
emocionó de verla, pero sintió un dolor inmenso al leer
en su rostro el sufrimiento que le estaba produciendo
todo esto. Doña Cecilia se abrazó a su hija y lloró como
una niña. Juana no sabía qué decirle, cómo explicarle
todo lo que estaba pasando. No sabía cómo hacer para
preguntar por Martín sin ponerlo en peligro, pero no
fue necesario que lo hiciera pues, entre sollozos, Doña
Cecilia le dijo: “Creemos que lo mataron, hija; no han
vuelto, no hemos podido encontrar a ninguno”. Juana
entendió muy bien lo que su madre le estaba diciendo,
y desde ese día se sumió en el silencio, en una tristeza
que le duraría muchos años de su vida, y que sólo el
amor ayudaría a hacerla soportable.

Juana pasó su aguerrida adolescencia en esa Bo-


gotá de los sesenta. Vio a su padre crecer en la política
nacional, y empezó a cuestionarlo. Aprendió a entender
las noticias, a cruzar la información que oía en casa,
en los periódicos, en la televisión, y se preocupaba en
serio por la pobreza, por las desigualdades. Salía muy
seguido con sus hermanos y hermanas a caminar; los
llevaba hasta la Universidad Nacional y les contaba
las historias que había leído sobre los estudiantes de
ese magno centro educativo, como ella lo consideraba.

115
Fueron años de transformaciones. El país se sumía en
la terrible farsa del Frente Nacional y, mientras tanto,
las guerrillas se iban fortaleciendo, se creaban nuevos
grupos guerrilleros, se iba fraguando el destino de esa
joven que estaba creciendo para dar su vida por ese país
desagradecido.

El miedo seguía creciendo; cómo saber qué venía


después, qué les harían, qué les podría pasar a su familia,
a las personas que amaba, cómo haría para encontrar a
los desaparecidos, a esas personas que les arrancaron
de los brazos, a todos los que se llevaron a la fuerza y
no habían regresado, cómo seguir viviendo en este país
vaciado de Martín, de su amor, de su sonrisa, cómo
continuar la vida, se preguntaba, cómo olvidarse de esos
ojitos brillantes que ella misma había alimentado. Sin
embargo, la vida siempre vuelve a ganar, o casi siempre, y
Juana fue regresando a desear estar viva, a pensar en las
muchas cosas que haría cuando saliera de ese encierro,
en las búsquedas, los deseos que le darían sentido a su
nueva vida. Las noches eran largas, casi tanto como las
de las pesebreras o los cuartos oscuros donde la habían
torturado, pero el solo hecho de saber que algún día es-
taría fuera de allí le daba fuerzas suficientes para seguir.
La condenaron a siete años de prisión por rebelión con
jurisdicción y mando político y militar. Juana asumió
su condena y la tomó por sorpresa la noticia de que la
llevarían a la cárcel donde estaban los demás para asistir
al Consejo de Guerra. Esperaban salir, encontrarse en
las montañas de Colombia con todos los compañeros,
recomenzar la lucha y, aunque nadie hablaba de eso,
era claro que la lucha no terminaba, que no podían
cederle espacio a la oligarquía colombiana, que debían
continuar con su propósito —que por cierto creían muy
posible— de tomarse el poder, de unirse con el pueblo

116
y transformar el país, de devolverle al pueblo las tierras
y las riquezas.

El Consejo de Guerra abrió la posibilidad de que


muchas personas en el país escucharan sus motivos,
conocieran los verdaderos objetivos de su lucha y co-
nocieran la verdad sobre muchas de las actuaciones del
ejército. Se dedicaron a dar a conocer información sobre
lo poco que en este país se protegía la vida de la gente,
cómo se vulneraban sus derechos humanos, cómo se
repartían las riquezas unos pocos y dejaban por fuera
de la fiesta a la gran mayoría, a ese pueblo que espera-
ba atento llegar algún día a gobernar de la mano de su
organización. Fue así como se fue fraguando la idea de
hacer una amnistía para los presos políticos. Así, lograron
salir y reencontrarse con sus vidas, con sus luchas, con
su revolución, con la muerte.

Aunque la mayoría de los compañeros y compañeras


de la organización salieron del país para encontrarse a
definir el rumbo de la revolución, Juana tomó la deci-
sión de quedarse en casa de sus padres por unos meses.
Debía buscar a algunos de los desaparecidos, a los más
cercanos, a los suyos, antes de volver a la lucha. Sí, esa
era su nueva decisión pues, aunque antes de que cayeran
todos había optado por otra vida menos clandestina y
más dedicada a otras pasiones de su vida, ahora sentía
que casi nada la podría detener de regresar a la lucha
armada. Su padre no dejaba de lamentarse por la vida
que ella había elegido, pero el amor y los dolores que
todo esto estaba causando en su familia lo hizo ceder y
volvió a ser el mismo padre amoroso y cuidadoso con
Juana. Tal vez, muy en el fondo, el viejo Juan Vélez esta-
ba entendiendo que sus propias luchas por la igualdad
estaban perdidas, que habían vendido el país, que se

117
habían decidido por la acumulación y para la injusti-
cia. Pero él no lo aceptaría nunca, o casi nunca, pero sí
le daría a Juana los besos que necesitaba, que eran la
forma de aceptar que la lucha de su hija era necesaria
también, y sería él mismo quien le ayudaría a regresar a
la guerrilla en medio de la mayor desilusión de su vida
y de la de toda su familia.

Mientras Juana se mantuvo en Bogotá recorriendo


todos los rincones y las instancias donde era posible
encontrar a quienes ella estaba buscando, tocando todas
las puertas que su padre lograba abrir, en esa búsqueda
inaplazable y tortuosa, Julián Montero, el joven de fami-
lia de izquierda que la había curado en las pesebreras
de la Escuela de Caballería, empezaba su carrera de
Filosofía y Letras en la Universidad Nacional y dedicaba
la mayor parte de su tiempo libre a pensar en ella y a
buscarla. Juana, ya en la cotidianidad de su búsqueda,
estaba dejando atrás las memorias de su cautiverio, de
las torturas, pero de todas maneras una que otra vez se
acordaba de las manos sanadoras y amorosas de ese
joven, de quien nunca supo el nombre. Y, claro, lo que
justifica toda esta historia es que una tarde llegó a casa
y le dijeron que la había llamado Julián Montero, y ella
no supo quién era. Dejó pasar el mensaje, no devolvió
la llamada y, sin embargo, estaba ya cifrándose el en-
cuentro que le ayudaría a soportar los dolores que la
vida le tenía agazapados.

Julián llegó una mañana a la pesebrera y ya se habían


llevado a Juana. Entonces empezó su tormento. Se había
quedado sin saber su nombre, y no sabía si de verdad
se la habían llevado a la cárcel, si la desaparecerían, no
sabía que harían con ella. Unos meses después, cuando
se empezó a hablar de la amnistía, encontró su rostro

118
en un periódico, y así supo que estaba viva. Entonces
inició la búsqueda. Su juventud le imposibilitaba pensar
en las otras ataduras que la vida de Juana podría tener.
Nunca se preguntó si sería casada, si tendría hijos; él
debía encontrarla, no importaba cómo ni cuándo.

Una tarde Juana abrió la puerta de la vivienda de sus


padres, en el norte de Bogotá, y se encontró con los ojos
asustados y felices de Julián Montero, que había logrado
por fin llegar hasta ella. En ese momento Juana sintió
con más fuerza que nunca el agobio de sus búsquedas,
su vida puesta en el vilo de encontrar a sus seres ama-
dos. Sí, estos meses la habían transformado; se sentía
perdida, desecha, mustia, y sin embargo, al ver a Julián,
al escucharle su relato, al saber que ese joven sí había
encontrado lo que ella no lograba hallar, el amor de su
vida, se permitió empezar con él una amistad que me-
ses más tarde se convertiría en uno de los amores más
importantes de su vida, el amor que la acompañaría
hasta la muerte.

119
6

Irene, Irene, Ireneeeeeene. ¿Dónde estás? ¿Qué


pasó, Irene? ¿Dónde tú, dónde la vida, dónde el deseo,
dónde la emoción, dónde las ganas de vivir? Levántate
ya, deja esa muerte que te está consumiendo, deja de
vivir así, sin aliento, sin esperar nada de vuelta. Deja ya
ese nido de recuerdos, sal pronto de tu memoria hueca,
de tu campo vacío, del lugar de tus pesadillas sin voz.
Deja que la vida vuelva a florecerte, que las músicas de
otros tiempos te lancen al vuelo, déjate ser, déjate revivir,
Irene. Irene, escucha. Oye estas voces de ti misma que
se aglomeran, se agolpan, están que se hablan. Irene,
¿dónde estás tú? No te dejes perder, no te dejes ir más
profundo, más hondo, más allá, donde el camino no
tiene regreso. No te vayas, Irene, no te dejes morir.

Sí, claro, como te venía diciendo, mi vida ha sido


hasta bella. Cómo decirlo. Tantas cosas que he hecho, sí,
querer al Danielillo ese, dar la vida por él. Mira, lo conocí
cuando tenía siete años. Mis padres me cambiaron de
colegio; yo no recuerdo mucho el colegio de antes. Ellos
decían que no me había gustado nada y que por eso se
me había olvidado, raro eso de la memoria selectiva, y
¿será que dura siempre eso de recordar por pedacitos?
Entré a ese colegio, y Daniel ya estaba allí. Era chiquito y
mocoso. Yo no sabía qué hacer. No por Daniel, claro que
no. Lo que no sabía era qué hacer allí; era nuevecita, y
me sentía asustada. Mi padre me había llevado al colegio
nuevo y yo tenía miedo de quedarme sola. Pero, como
siempre, el miedo me duró poco y me solté de sus manos
y en menos que nada era medio dueña del colegio. De-
cían que tenía una gran capacidad de adaptación, esas
cosas de los adultos; lo que de verdad pasaba era que
yo sabía gobernar el mundo. Entraba a los lugares y se

121
derretían por mí, pero quién le explicaba eso a mi papá,
quién a mi mamá que creían en las palabras tontas de
los profesores. Se pasaron años preguntando y pregun-
tando que cómo me iba, que si era buena estudiante, y
casi nunca preguntaban si era feliz. Para ellos el mundo
había sido siempre tan fácil que no hacía falta preguntar
eso. Era un colegio medio liberal (raro en mis viejos, pero
creo que lo eligieron porque mi colegio anterior había
sido tan aburrido...) y yo ni me acordaba. Querían que
estuviera mejor, más tranquila, a ver si algún día me
volvía dizque buena estudiante. Pero de todos modos
papá y mamá eran especiales conmigo. Casi ninguna
niña o niño de los que estudiaban conmigo tenían a la
mamá en casa al volver del cole; en cambio yo siempre
encontraba a mamá. Ella trabajaba por la mañana en
un centro de atención a gente muy pobre —creo que ni
le pagaban— y por las tardes llegaba a hacer comidas
ricas para papá y para mí. Y, cuando yo llegaba, me leía
cuentos y me acompañaba a hacer las tareas. Yo las ha-
cía rapidito; todo me salía fácil, y ellos se preocupaban,
porque en eso sí les había tocado esforzarse y a mí todo
me salía sin mucho esfuerzo. Mis profes decían que
yo tenía alto rendimiento y que por eso me aburría en
clase y terminaba haciendo otras cosas. Me la pasaba
escribiendo historias y me las decomisaban, y mi papá se
ponía muy bravo. Me sermoneaba: “No me molesta que
seas escritora; haz lo que tú quieras, pero por favor pon
atención en clase”. Para ese entonces me fui aburriendo
de las historias; ya había terminado mi saga de cuentos
para arreglar el mundo, porque eso sí veía yo: que las
cosas eran como injustas. Cómo así que mi mamá salía
en un carro tan bonito, de una casa con nevera llena
de cosas y, cuando yo no quería comer, me recordaban
que había niños muriéndose de hambre y yo pensaba,
entonces, por qué mejor no les daban la comida a ellos

122
en vez de embutírmela a mí. Pero no me obligaban
mucho; la verdad es que no había caso: yo no recibía.
Mi mamá salía así, toda elegante, a ver personas que no
tenían ni dónde vivir. Eso no suena muy justo, pero mis
compañeritos de clase no se preocupaban mucho por
eso; claro que yo los hice preocupar con algunas de las
historias que le escuchaba a mi mamá.

Miedo sí, miedo que se subía por las piernas, que


se escondía en lo más profundo del ser, un temblor
continuo, incontrolable, y sí, seguía ahí, filudo, corto-
punzante, y ese brillo raro que producía al blandirlo, al
moverse, tantas preguntas, tantos golpes, tanta historia
que se agolpaba, y esa mirada fija, y yo sin entender, sin
saber qué pasaba. Claro, claro, tú te ibas hundiendo,
te dejabas ir en esa muerte que es la impotencia, se
perdía la fuerza, y cómo cuidarte, cómo sacarte de ahí,
cómo frenar lo que estaba sucediendo. Esa cama que se
extendía, manos atadas, insultos, desagravios, golpes,
atropellos. Mírame, mírame, fuiste tú, fuiste tú, tú la
perdiste, tú la dejaste, tú acabaste con su vida.

Sí, venía diciendo que mi mamá me esperaba en


casa, y que en el colegio las cosas fueron siendo así. A mí
me gustaba mover a mis compañeros y compañeras; les
hablaba de hacer un mundo un poco mejor. Así empe-
zamos con el cuento de hacer una asamblea estudiantil.
Teníamos muchas cosas que nos molestaban del colegio
y había que hacer algo. Nos acercamos a un profesor
de filosofía que había en el cole y le preguntamos qué
pensaba. Supongo que le parecimos medio inofensivos:
teníamos como diez años. Así que nos ayudó a montar
todo y después lo terminaron echando del trabajo. Hici-
mos unas carteleras superchéveres donde contábamos
muchas cosas que pasaban y que no nos gustaban. Se

123
nos unieron los de bachillerato y se armó la gorda. Qué
cosa, cómo nos molestan las críticas. A mí me empezó
a gustar la política desde ahí, porque quería ayudar a
cambiar el mundo, pero estaba lejos de entender a los
seres humanos. Unos compañeritos de bachillerato que
se unieron a las protestas salieron echados del colegio y
yo, que era una culimba chiquitica, me opuse, y llamaron
a mis papás y les dijeron que yo seguía haciendo cosas
que no debía hacer. Mi mamá creía que no era justo lo
que estaba pasando y me apoyó, y le dijeron a los profes
que yo estaba queriendo ser justa, y me sentaron en la
reunión y yo les dije que la que había empezado todo
era yo y que no entendía por qué los echaban a ellos,
pero me dijeron que ya venían haciendo muchas co-
sas malas y que no podían mantenerlos en el colegio.
Entonces me preguntaba qué pasaba con las personas
que hacían cosas malas en el planeta, ¿las botaban al
espacio sideral? Claro, me faltaban años para entender
que nuestro mundo es implacable con los diferentes,
los deshechos; los meten en manicomios o los matan.
Yo no sabía que a mí la muerte me iba a rondar tanto, y
seguimos haciendo muchas cosas. A veces nos tocaba
hacerlas calladitos la boca, sin que nadie supiera quién
las hacía, porque nos castigaban, pero yo terminé deci-
diendo que sí me sacaban del colegio pues mis papás
me conseguían otro, pero a papá no le gustó mucho mi
valentía y empezó a darme sermones, lo más de bonito,
que cuidado, que uno necesita estar bien con la gente,
que la crítica es importante pero que hay que tener tino.
Yo no sé si tanto tino sirve, y ahora más que nunca, ahora
que me han querido matar por eso. Pero es que tanto
tino les ha permitido a todos hacer lo que se les da la
gana sin preocuparse de los otros.

124
Y bueno, mi vida seguía transcurriendo entre el
colegio y mis clases de piano, y las rutinas que mi mamá
me ponía, que estudiar un rato, que seguir practicando
piano, que ayudarla a cocinar, en fin, y así poquito a poco
me fui creciendo, y apareció Daniel y me mostraba su
flauta, pues antes de piano y saxo tocaba flauta dulce,
y sí, claro que era un supermúsico. Todo el tiempo uno
lo veía inventando melodías, y la profe de música se
encantaba con todo lo que él hacía. Yo no sabía cómo
sería el futuro con él ni que lo iba a querer tanto, pero
desde muy temprano sabía que Daniel iba a ser músico.
Nos llevaban a tocar a diferentes sitios y la gente lo feli-
citaba. A mí también, pero la música no era lo mío, eso
era evidente. Yo me fui haciendo amiga de él, aunque
me parecía muy pequeño, hasta que caí en esas redes,
y no me pude soltar, bueno, más o menos. Tal vez los
últimos meses de mi vida sí me solté, cuando andaba
por ahí, con Camila, cuando nos fuimos a gozar de esa
nueva vida que se nos dibujaba en el horizonte. Hasta
se me estaba olvidando su cuerpo, pero bueno, él se
encargaría de que lo recordáramos, de que no dejáramos
que su imagen se diluyera en nuestras pieles.

Y a veces me viene el silencio, y quiero hablarte pero


no puedo, se me cansa la testa; no tengo palabras para
decirte tanto dolor. Era siempre lo mismo: mis papás se
sentían muy tristes cuando yo me sentía un poco así. Es
que yo era muy alegre, pero a veces, como de repente, me
daba una calladera, un silencio que ellos no entendían,
pero pasaba rápido y nos fuimos acostumbrando. Papá
es un buen hombre, trabaja mucho; en mi infancia salía
por las mañanas temprano y a veces llegaba muy tarde,
y mamá y yo nos dormíamos sin verlo. Cuando estaba
en casa, me leía cuentos bonitos por la noche, como le
habían dicho en el colegio. Es abogado y siempre trabajó

125
con el Gobierno, así fue como yo fui aprendiendo tanto
de ese sector. En vacaciones, desde que era muy niña,
le pedía que me llevara a trabajar a su oficina, y sí, me
llevaba y yo me pasaba el día preguntando y pregun-
tando. Hablaba con la secretaria, con los porteros, con
todo el que me encontraba y les preguntaba de todo; me
gustaba saber cómo vivían, dónde, por qué trabajaban
y qué hacían. Por las noches, cuando llegaba la hora de
dormir, me quedaba en la cama escuchando las historias
que papá le contaba a mamá. Pobre, le tocaba aceptar
tantas cosas por mantener el estatus que no podía dejar
de trabajar para el Gobierno, que qué se ponía a hacer
y yo iba pensando que a mí me tenía que tocar dife-
rente. Claro que a veces se ponía de valiente —de eso
algo le saqué yo, y les decía unas cuantas verdades—,
pero nunca tanto como para quedarse sin trabajo. Los
sábados íbamos al club a jugar tenis; a mí me aburría
un poco eso: me gustaba más el cine o los conciertos.

Algunas vacaciones íbamos al mar. Era alucinante.


Yo me sentaba a ver las olas; ir y venir, salir y regresar,
me gustaba la arena que destellaba mientras el agua
la rozaba y, cuando fui creciendo, veía a lo lejos las
parejas que se besaban en la playa, y me quedaba alu-
cinada mirando el agua, y el mar se volvía mi cuerpo y
me imaginaba siendo líquido, fluidos, siendo una piel
que se contonea, que vive erizada, y me pensaba a mí
misma como la arena, como el mar, como las gaviotas
mismas que se anclan en el agua, como el vaivén, el
calor, el centelleo. Quería que mi cuerpo fuera tocado
por alguien y se me iba poniendo cosquillosa la cuqui-
ta; sí, entre las piernas iba sintiendo las ganas y más
me gustaba pensar en eso y más miraba el mar y más
me concentraba en sentir y casi pasaba, como cuando
me acostaba en la cama de Daniel, como de catorce, y

126
lo dejaba que se restregara contra mí. Y claro, venía la
oleada, el mar que se subía en mi cabeza: era el calor
de la costa que me cubría el cuerpo.

Íbamos a casa del tío Guillermo, en la costa Caribe;


casa colonial, de altas paredes blancas y una palme-
ra exuberante en el centro del patio, cuya sombra en
ciertas horas del día, parecía un grabado en el suelo.
Me gustaban las ventanas, sobre todo las redonditas;
ponía una silla y me montaba allí, sobre almohadas, y
aparecía el mar, y yo me perdía en esa inmensidad, y me
encontraban ahí, y algunos me regañaban porque me
iba a caer. A otros les daba envidia y me bajaban para
subirse ellos, y otros, como mi madre, me dejaban estar
ahí todo el tiempo que quisiera. Como era hija única,
mientras que las hijas de mi tío Guillermo no llegaban
a la casa de la costa y no llegaba la tía Margarita con
sus hijitos emperifollados, yo me la pasaba sola. Claro
que a mí me gustaba: la casa se volvía mi territorio de
sueños y me divertía con miles de juegos en cámara
lenta, para que los adultos no se dieran mucha cuenta.
A mí siempre me gustó apoderarme de todo. A veces la
casa era mi hotel. Y yo tenía clientes que llegaban y veía
llegar los taxis y salía a atenderlos como en los hoteles
a los que íbamos cuando viajábamos a Europa. Como
no me dejaban abrir el portón principal, debía simular
la llegada de mis huéspedes, pero el resto lo hacía bien.
Sacaba bandejas y les llevaba a mis clientes comida y
demás cosas que me pedían en el room service. Otros días
la casa se convertía en mi museo. Me pasaba contando
a todas las personas que entraban al museo todos los
detalles de las maravillosas obras de arte y, por supuesto,
yo era una de las grandes artistas que exponían allí. Fue
así como me fui creyendo que podía hacer grandes co-
sas, en mis juegos, en mis alucinaciones de infancia; fue

127
cuando empecé a sentir la fuerza que se agolpaba en mi
cuerpo, en mis palabras, en mí, y me fui convenciendo
de que era capaz de grandes seducciones.

El tío Guillermo me quería; decía que yo era una niña


inteligente, que qué miedo eso, decía que me tenían que
cuidar mucho, y mi papá, su hermano mayor, le decía
que claro, que para eso estaban ellos en el mundo. El tío
estaba casado con una mujer griega, la tía Sofía, y vivían
con sus dos hijas en Roma. Se habían conocido cuando
el tío Guillermo trabajaba en la embajada griega, muy
al principio de su carrera diplomática, y llevaban ya un
par de años viviendo en Italia, donde representaba a
nuestro país como embajador. Desde su nacimiento,
Luciana y Nicole, mis primas, habían vivido en todo el
mundo. A mí me daba mucha envidia, pero sus viajes
me servían, pues en muchas ocasiones mis padres se
unían a ellos, o me mandaban a mí solita a visitar a los
tíos. Luciana tiene cuatro años más que yo, es alta, muy
delgada y tiene en su mirada el más profundo aliento de
una guerrera griega. Nicole, por su parte, es más gordita,
alta también; tiene dos años menos que yo y le encanta
jugar conmigo, tanto como a mí pasar mi tiempo al lado
de Luciana. No sé por qué, pero creo que vivimos de la
fascinación esa que producen los mayores, ese misterio
de saber qué cosas de la vida están experimentando, qué
piensan, como de mi prima Luciana, de la que decían
que era una adolescente insoportable. Y yo la veía tan
linda... con unas teticas que le iban creciendo y que
quería que tocara, porque siempre nos habíamos bañado
juntas, y a nadie se le había ocurrido cuestionar que lo
siguiéramos haciendo cuando ella empezó su pubertad.
Yo seguía siendo niña, pero mis deseos me llevaban le-
jos, y esas pulsaciones hacían que, con las personas que
nos rodeaban, terminara explorando cuerpos, caricias,

128
juegos del cuerpo que todos los niños juegan, pero que
en mi caso parecían como una obsesión. Luciana, sí, un
poquito más, dame más, y siempre nos dábamos unos
besos lentitos, en la ducha, o mientras jugábamos por
ahí, y nadie lo sabía, hasta que nos vio Nicole, y se puso
furiosa, que por qué hacíamos eso; le voy a contar a
mamá, ustedes están locas, y la fui convenciendo de que
era rico, y yo le daba una pruebita y así me la compré,
a punta de besitos también y las tres guardábamos un
secreto, un misterio que fue creciendo cuando estuvimos
con mis papás visitándolos en Grecia y nos fuimos a las
islas con Luciana, Nicole y sus dos primos franceses,
Jacques y Pierre, unos señoritos rebonitos que tenían
miradas como de película y que a mí me hablaban en
francés, y yo me derretía de escucharlos, y claro, como
a mí me tenían en clases de francés, pues medio les
contestaba. Pero lo que de verdad nos unió, el verdadero
lenguaje que nos permitió conocernos fue el del cuerpo;
íbamos a la playa y hacíamos pactos de quién tocaría a
quién debajo del agua mientras los papás nos vigilaban
en la playa. Y llegaba el momento en que nos dejaban
jugar solos, y jugábamos a unas escondidas donde nadie
buscaba a nadie y veíamos cómo unos besaban a los
otros, y hacíamos muchas cositas que nadie quería saber
que hacíamos hasta que finalmente llegó el día en que
nos encontró el tío Guillermo, y se acabó. Nos dijo que,
si dejábamos de hacer esas cosas, no le contaría nada a
nadie, y nosotros nos sentimos mejor porque sabíamos
que nos iban a regañar y a castigar y demás, así que nos
quedamos tranquilos. Pero, como a mí me gusta ser
frentera, me fui y le conté a mi papá y mi mamá todo, y
ellos dijeron que no contarían nada, pero me explicaron
muchas cosas, de las que yo ya sabía la mayoría, y como
siempre, los convencí de que no había problema, y no

129
lo había, pero ellos no podrían aceptar todo lo que su
hijita experimentaría en su vida.

Años más tarde el primo Pierre se convertiría en uno


de mis más asiduos amantes. Cada viaje mío a Europa,
nos encontrábamos y pasábamos días y noches juntos.
Pierre se convirtió en un eminente vagabundo, un vi-
vidor; se dedicó a viajar por el mundo, a vivir en cada
ciudad que le llamaba la atención, utilizando el dinero
de sus padres, y nos encontrábamos por ahí, y eran días
sin sentido, sin aliento, como viviendo en la piel, como
hundidos en la fascinación de no tener nada más que
nos uniera que la fantasía de ser un cuerpo en el vuelo
constante de un orgasmo retumbante. Pierre vino a pasar
unas vacaciones a la casa de la costa, cuando yo tenía
como catorce años, y casi es el primer hombre de mi vida,
pero no logró serlo porque mi mamá empezó a darse
cuenta y nos persiguió todas las vacaciones. Su mamá,
una francesa libertina y seductora, se sentía feliz de
imaginarse las diversiones que vivíamos, pero mi madre
tenía siempre miedo de un embarazo, peor entre fami-
liares, y evitó, sin éxito real, que Pierre y yo llegáramos
a la cama, y claro, no llegamos en esas vacaciones, pero
muy poco tiempo después nos encontramos en París,
en casa del tío Guillermo y empezamos un amantazgo
de años. Siempre me ha gustado repetir y repetir con
mis amantes; me gusta porque se vuelve fácil, porque
uno se encuentra, en cualquier lugar del mundo y sabe
que la pulsión está ahí, que no es más que mirarse y,
en unos cuantos minutos, la piel lo devuelve a uno a la
concentrada fuerza de una habitación, a la explosión de
desnudarse, besarse, comerse y, sin embargo, sucede
sin pensar más, sin quererse más allá de ese momento
epifánico.

130
Mi mamá siempre tuvo la idea de que leer alimen-
taba el alma, y así me lo hizo creer a mí. Desde que
recuerdo me leía cuentos maravillosos, pero no para
dormir. Ella decía que la lectura es un acto activo, que
uno lee cuando está muy despierto, cuando puede poner
atención, que por eso las personas en este mundo han
dejado de leer, porque les leen para dormir. Entonces a
la hora de irme a la cama, cuando era pequeñita y ne-
cesitaba todavía un poco de compañía (cuentan papá
y mamá, yo no recuerdo mucho esos tiempos, con esta
memoria rara que yo tengo), me acariciaban la cabecita
y me contaban historias y me iba durmiendo, mientras
que, por las tardes, mamá se sentaba en la habitación
de la chimenea, donde ella solía trabajar, y me invitaba
a leer. Yo, después de haber hecho la tarea, de haber
jugado un poco por la casa y de haber practicado el
piano, me sentaba, ya exhausta, a escucharla leer. Más
adelante, cuando la lectura en voz alta se me había
vuelto una práctica gozosa, le leía yo, y era yo misma
quien elegía los libros que leeríamos. Mamá gustaba
mucho de la literatura, y en casa había de todo tipo de
obras literarias. A mí me gustaba buscar los autores
que escuchaba nombrar a mis padres. Mamá me deja-
ba leer lo que yo quisiera hasta el día en que pedí que
leyéramos un libro del Marqués de Sade. Mi madre se
quedó pasmada y no supo cómo decirme que no se
podía. Yo insistí, y ella no me dejó leerlo por varios días,
hasta que un día me encontró encerrada en mi cuarto
leyendo el libro prohibido. Yo me había dado cuenta
mucho tiempo antes de que había temas prohibidos,
de que mis padres sabían que yo buscaba descubrir lo
que no debía saber, y yo no paraba de buscar. Y claro,
yo estaba en el mundo para entender cómo era el sexo,
cómo se vivía el erotismo, cómo se podía gozar de los

131
más grandes placeres que la dicha de un supuesto dios
sin sexo ni deseo nos había prodigado.

Mis papás se preguntaban por mi personalidad,


sabían que a mi paso las personas se despelucaban;
siempre temieron por eso, pero claro, se fueron acos-
tumbrando. Mamá se la pasaba cuidándome. En los
largos viajes que hacíamos con la familia, mis pobres
viejos intentaban que las pulsiones de deseo hacia mí
pudieran ser controladas. Mamá gustaba de verme jugar,
decía, y yo la dejaba pasar tiempo conmigo; al final, qué
me quitaba. Yo tenía claro que pronto llegaría el día en
que me tuvieran que dejar sola y haría de mi vida un
candelabro, como decían por ahí. Sí, yo sabía eso, por-
que papá se la pasaba diciendo que a mis quince años
me iría a hacer un intercambio a Londres y a París, y yo
me imaginaba lo que pasaría en ese momento y pensa-
ba en Pierre, y en otros amiguitos que había hecho en
nuestros viajes y el momento en que podría dedicar mi
tiempo a lo que yo quisiera, y no más clases de piano,
ni más cuentos ni lecturas obligadas. Si me oye mamá,
diría que soy injusta, pues sí, ella me dejó hacer muchas
cosas a mi manera, pero uno siempre quiere más. En mi
adolescencia teníamos cada vez más encontrones, pero
después todo fue pasando y yo me decidí a portarme
bien con ellos, a no dejarles ver demasiado lo que hacía.
Claro que hoy me arrepiento, pues a mí me gustaba la
transparencia, pero parece que sólo en la política, pues
en la vida privada me ha costado caro. Si ellos hubieran
sabido todo lo que yo era, lo que quería hacer... y, pobre-
citos, se preguntaban y preguntaban por mis deseos de
transformar el mundo, por mi vocación de sibarita, por
mi manía inagotable de cuestionar todo lo que sucedía a
mi alrededor. Peleábamos porque yo no quería practicar
el piano; papá insistía en que un instrumento es la mejor

132
compañía, y yo decía que sí, pero que no obligada, y así
empecé a imaginarme el matrimonio como una com-
pañía obligatoria, y por eso le tenía tanto miedo y me
le escabullía a Daniel, al matrimonio, pues a él nunca
me le pude escapar, porque lo amaba, con todo, con
mi ser completo, como en rancheras, en baladas, como
en todo el mundo cursi que a veces me colmaba, y sí,
con el piano le cantaba canciones al amor, desde que
estaba muy pequeña, desde que aprendí a tocar, porque
me gustaba el amor, o su idea, o lo que de él me había
imaginado y soñaba con grandes ilusiones y romances
y no le tenía miedo a nada y sabía que me lanzaría a lo
que viniera, y Daniel era mi atadura, mi límite, mi coraza
y, sí, él siempre sufrió porque yo no estaba del todo, y
cómo quisiera haber estado ahí, que se quedara en mí
y no me temiera, pero cómo saberlo, cómo entender lo
que le estaba pasando si me decía otra cosa, si me seguía
llamando para que regresara pronto, para que me casara
con él, porque sólo en mi cuerpo era feliz, porque seguía
soñando su vida conmigo, y yo me seguía sumiendo en
mis distracciones europeas, pensando en las responsa-
bilidades que tendría al regresar, porque también me
esperaba la vida política, porque yo debía entregarme a
Daniel y al país, a cambiar ese país corrupto. Y mi papá
y mi mamá siempre querían saber, siempre viajaban por
el mundo a verme, a intentar darle sentido a mi vida,
pero yo me encargaba de mostrarles éxitos; me habían
dado una beca como joven política para recorrer varios
países europeos conociendo sistemas de la socialdemo-
cracia, y me daban viajes y yo aprovechaba y aprendía
política y otras cosas más, y mis viejos, orgullosos; y yo
vivía mundos ocultos y ellos sin ver, creyendo que yo
era su niña linda, su niña de los ojos, su niña todo bien.

133
Mi prima Luciana era la que más se asustaba cuando
me daban silencios largos. Desde muy niña le preguntaba
a mamá por qué me pasaba eso. Estábamos pasando
vacaciones en Santorini cuando un día me levanté con
la calladera y Luciana, a quien yo amaba, me hablaba
y me hablaba, y yo ni contestaba y me decía: “¿Qué te
pasa?” y yo seguí por ahí, viendo el mar, las ventanas
azules y esos techos redonditos y tiernos de las casas
mediterráneas. Mamá le explicó, no sin el temor reve-
rencial que le tenía ella a esas crisis mías, que a veces me
ponía un poco triste, que me daba por estar solita; “Ya
se le va a pasar”, decía. Y yo nunca supe si mis silencios
eran como la memoria, intermitente, si iban y venían
como las olas del mar, si me sumía en ellos para dejar de
ser tan certera, tan decidida, pero a veces escuché al tío
Guillermo diciendo que tuvieran cuidado, que eso era
por mi inteligencia, que me podría dar algo grave y mamá
se ponía a llorar, y papá le decía que no se preocupara,
que yo era una niña muy normal, que tenía un poco de
depresión o algo así pero, como yo sabía que eso me
hacía más inteligente, a veces hasta traté de usarlo para
llamar la atención, pero no me gustaba porque entonces
me daba una tristeza fingida, que duele más que la ver-
dadera. Si no me cree, haga el ensayo; póngase a pensar
que está triste, y trate de meterse en ese lugar de su ser
donde habita el dolor y la tristeza y no importa la razón,
o mejor la justificación, y usted termina entrando en ese
mar de sollozos que llevamos dentro, y por eso preferí
hacer todos los esfuerzos por no callarme, y Luciana se
ponía feliz cuando pasábamos una temporada juntas y
a mí no me daba nada de calladera y me preguntaba:
“¿Por qué estas tan contentita?, ¿por estar acá con no-
sotros?”. Luciana supo que yo me acostaba con Pierre
cuando estábamos grandes y se puso como celosa, por-
que Pierre me daba más de lo que ella me había dado

134
en nuestros juegos, y claro, como hacía años que no
hacíamos nada porque nos habíamos vuelto grandes...
Pero un día me llegó a París, unas vacaciones que yo
estaba por allá dizque relajándome de la universidad,
de tanta revuelta política, y me quedaba en casa de una
amiga del colegio que se había ido para allá y Pierre que
todavía no andaba de viajero llegaba a verme, hasta que
una noche llegó con Luciana y nos fuimos a tomar y a
una fiesta del carajo, y claro esa noche el muy bandido
nos llevó a la cama a las dos, pero fue medio tonto, pues
no alcanzó a imaginarse que desde ese día quedaría
fuera de los planes de nuestras vacaciones. Sí, Luciana
y yo terminamos viviendo un amantazgo efímero, que
nunca regresó, y que terminó de definirle la sexualidad
a mi amada prima.

Luciana, Luciana, dime por qué vienes, dime en


qué lugar de mi cuerpo te quieres quedar, dime cómo
puedo hacerte feliz. Siempre tuve miedo de que Lu-
ciana quisiera ser mi pareja, pero ella sabía que yo era
más heterosexual que lesbiana, que mi tema eran las
exploraciones y que en mi vida era difícil quedarse;
alguna vez me escribió que tu cuerpo sigue rondando,
porque tenías razón Irene, tu piel se volvía espuma en
mis huesos y me colmabas de sensaciones centelleantes,
eres voraz, impenetrable y te impregnaste, te huelo sin
cesar, te siento con tu lengua fogata, con tu andar de
cierva, con tus ojos de águila y claro, la loca de mi prima
se consiguió una novia buenísima, y mi tío Guillermo
sufría mucho, pero la aceptó: de algo tenía que servirle
ser cosmopolita.

¡¡¡Irene, Irene, Ireeeeeeeeeeeeene!!!, ¿dónde estás?


¿Cómo haces para sobrevivir?, ¿cómo sigues por este
mundo, tan solitaria, tan sin miedo?, Irene, ¿qué haces?,

135
¿dónde dejaste tu familia, dónde el valor de ser feliz?
Irene, deja ya de olvidarte tanto, de perderte en los labe-
rintos intrincados de esa memoria tuya, de tu memoria
hueca, de tu vacío de vida, deja ya de estar a la deriva,
de irte de un lado para otro de esa mente efímera. Irene,
cuéntame ya lo que recuerdes, lo que sabes, ayúdame a
entender qué pasó, quién la mató, quién se ensañó con
ustedes, quién se hundió en tu cuerpo a la fuerza, quién
te doblegó en silencios. Irene, y ese cuerpo de siempre, y
esas manos, y yo lo veía y me decía: “Sigue, haz lo que te
digo, no pares”. Ya querías que se fuera de acá, y yo hacía
caso, porque era imperioso, era mi vida o la suya, todo
por seguir en este mundo, no pares de tocarla, hazle lo
que más te gustaba y las otras palabras y las otras manos
y yo sin saber cómo huir, cómo ayudar, cómo soltarme.
¿Irene? Termina ya con tu tormento, recuerda por favor,
vuelve a tu memoria, tal vez no seas asesina, tal vez no
haya muerte, tal vez estés más acá de tu memoria y sepas
que la vida aún tiene sentido. ¡¡¡Irene!!!

Sí, por supuesto, Pierre decidió mudarse a Madrid


cuando yo llegué. Pasamos tres días encerrados en un
cuarto de hotel, mientras encontraba un lugar para que-
darse, porque decía que no iba a perder la posibilidad
de ser amante mío por un tiempo indefinido. Yo todavía
no sabía cuándo regresaría, y eso a él le gustaba. En el
hotel nos dedicamos a deleitarnos; hizo de mi cuerpo
un ente etéreo que se evaporaba en sudores y quejidos,
que se distendía y volaba, y así vivimos tres días de pleno
sexo, extenuantes, explosivos, consagrados al tributo de
la piel, porque esa sangre griega que Pierre llevaba en
sus venas, cuando se tocaba con mi sangre latina, esta-
llaban, eran una bomba de tiempo, y no había más amor
posible que el que sucedía en la cama, porque después
casi ni recordábamos al otro, casi nos olvidábamos de

136
su existencia hasta que el azar de vivir encontrándonos
nos llevaba al mismo lugar, a la misma habitación, no
importaba cuál o dónde fuera, era la misma, y nos lan-
zaba al fluir de nuestros cuerpos. Daniel sabía poco de
Pierre, pero sabía y, cuando lo vio en un bar en Madrid,
casi muere de celos. Empezó a contenerse, a tratar de
no preguntarme nada pero, luego de tres días de con-
tención, terminó preguntando y yo sin cuidado le dije
que Pierre siempre había sido mi amante, pero que no
significaba nada. Yo de transparente y, claro, Daniel se
moría de tristeza, pero no me decía. Tal vez entendía un
poco cómo era yo, sabía que no podía detenerme; pero,
claro, yo sentía que mi amor por él era más importante
que todos mis devaneos juntos, y eso no lo entendía.
Él no pudo entender que mi amor era inquebrantable,
aunque yo seguía pensando que la vida era larga, que
todavía había muchas experiencias por vivir; ya vendrían
los días de calma, de hijos, de familia.

En Europa descubrí, a cabalidad, mi carisma. Supe


que en mí se agolpaban fuerzas capaces de seducir y,
aunque lo había intuido siempre, descubrí quién era
yo, en medio de los viajes, las conferencias y congresos
de jóvenes políticos, y yo sabía que, como en el poema,
las había más inteligentes y más bellas, pero en mí se
conjugaban los astros apropiados para revolucionar el
mundo. Lástima que ya no me tocara un mundo para
la revolución, que el mundo de mis años estuviera tan
cansado, que mis luchas pudieran ser tan poco eficien-
tes. Mis compañeros de viajes se deleitaban con mis
discursos, con mis ideas, con mis visiones de la demo-
cracia, como cuando estaba en el colegio y logramos
por fin que nos aceptaran crear el consejo estudiantil.
Fue un logro inmenso, después de que habían echado
a varios y de que estuvimos obligados a hacer acciones

137
clandestinas, un grupo de tres estudiantes, dos niñas
y un niño, decidimos empezar unos diálogos con las
directivas para negociar unas formas de participación
en el colegio que nos garantizaran ser escuchados. Y,
claro, a mí me terminaron queriendo mucho, porque
ésa es otra extraña característica mía: conseguía que
me quisieran, aun cuando era yo quien más problemas
(de esos problemas que hay que poner entre comillas)
generaba. Yo criticaba todo, era mi hobby, pero al final
siempre ayudaba a crear salidas negociadas, y así las
cosas resultaban bien y la directora decía que algún día
yo sería profesora de ese colegio, pero no hubo tiempo:
mi vida estaba condenada, a la intensidad, a la pérdida.

Creamos un equipo de fútbol de mujeres del colegio;


me gustaba mucho jugar de centro delantero y metía
goles a la lata, y pensar que soy una tonta, o una mamona
que no hago más que hablar bien de mí misma, pero
qué otra cosa puede uno hacer cuando la memoria le
devuelve esos recuerdos, cuando en mis largas jornadas
de silencio interior aparecen de pronto imágenes de
mí como me gustaría ser; claro que a veces no me iba
tan bien: me ponía triste o perdía un examen. Pero era
muy de vez en cuando; el resto del tiempo era una niña
sobresaliente, y qué más da: así es la gente que viene
a dizque cambiar el mundo, aunque todas las fuerzas
se confabulen en su contra. Como a mí, que se me fue
la memoria, las palabras, ya no sé ni lo que digo, y me
callo para no perder las pocas imágenes de mí misma
que me restan. Yo quería ser una mujer distinta; ésa era
una de mis obsesiones. No me gustaban las mujeres
sumisas, me gustaba imaginarme prepotente, porque no
entendía muy bien la palabra y me imaginaba que era
como tener una potencia tal que nadie lo paraba a uno
y, cuando jugaba fútbol me volvía así, prepotente, con

138
esa fuerza que antecedía a la vida y que me decía que
las mujeres podían cambiarlo todo, y cómo me gustaba
que me dijeran: “Qué niña tan inteligente”, o “Qué niña
tan fuerte”, o “Cómo juegas bien fútbol”, o cualquier co-
mentario tonto que le hacen a una, pero que en realidad
me hacían sentir como que todas las mujeres cabían en
mi cuerpo, y yo las admiraba tanto... Hasta a las señoras
de las que mamá contaba que aguantaban hombres
horribles, y yo me imaginaba el cambio, porque estaba
segura de que sería diferente.

Sí, me enamoré de ella, de sus ojos lentos, acallados,


de su figura extrapequeña, de su cuerpecito apretado, y
por primera vez no sabía qué hacer con Daniel. Ella em-
pezaba a cubrir todo mi cuerpo, a colmarme de felicidad;
ella, mi Camila, tan poco lanzada, tan poco aventurera
que parecía y se fue despertando de ese letargo de la
vida y me fue llevando por caminos inesperados y cómo
imaginarnos que el hombre que habíamos dejado era
el mismo, que era el mismo cuerpo de hombre sudo-
roso y erecto el que nos agobiaba y nos amaba. Cómo
saber si el relato que cada una contaba de él lo hacía
un hombre tan diferente... El Daniel de Camila era otro
ser; yo nunca lo comparé con el mío, y ella me llenaba,
y yo ya no quería sufrir más y me dijo que sí nena, que
me voy a vivir contigo y yo listo, y Daniel chao, y yo
pensaba que al fin lo dejaba solo con su mujer a ver si
se centraba en su vida por fin, a ver si lograba la paz que
venía buscando. No podía saber que lo estaba lanzando
al peor de los abismos, que él estaría dispuesto a todo
con tal de recuperarnos, de mantenerse con nosotras,
pues le dábamos el equilibrio que necesitaba para crear
y para vivir.

139
En el colegio no me gustaban las niñas; nunca me
puse por ahí a hacer nada con ninguna. Mi único amorci-
to de infancia era Luciana, mi prima, pero en realidad no
era amorcito; eran de esos juegos que los niños y las niñas
hacemos para entender el cuerpo que nos dio la vida,
porque eso de lidiar con las pulsiones de un ser sexual
no es cosa fácil. Hay quienes no tienen tantos problemas,
pero a mí me tocó duro, porque estaba llena de deseos,
de ganas de sensaciones para ese cuerpo prestadito que
me daban para pasearme por este mundo, en esta vida,
y quién sabe qué habría hecho en otras vidas, si es que
existen, pero con las del colegio no jugábamos al sexo.
Jugábamos a las escritoras, las músicas, las intelectuales.
Así eran las mamás de ellas: se iban con otros hombres y
dejaban a sus hijos; ésa era la moda: sepárese y váyase,
pero igual, nosotras queríamos ser como ellas. Nunca
jugábamos a ser como mi mamá; eso nos parecía como
raro y yo metida entre tanto revolucionario, pues eso
parecían los papás de mis amigos, me terminó gustan-
do más la imagen de otras mujeres que la de mi mamá.
Me parecía tan normalita ella, tan buenecita; yo quería
ser una mujer de armas tomar, lanzada, aguerrida, con
historias para contar.

Sin embargo mamá era una mujer amable; a mí me


gustaba pasar el tiempo con ella, era tan calmada... y
leíamos y no estaba pensando en grandes cosas. A veces
no sé qué será mejor: si una mamá valiente o una mamá
tranquila, o si es posible mezclar las dos. Yo por eso
había decidido no tener hijos, para no tener que tomar
decisiones al respecto, yo quería ser fuerte y punto. Sin
dudarlo, porque eso de ser madre es una tarea oficial,
aunque algunas se la toman como una travesura, pero
yo no quería jugar con eso; si me metía de mamá, como
pensé que haría con Daniel, era para tomármelo en

140
serio, para ser mamá las veinticuatro horas del día, y no
andar por ahí volantoniando. Mamá me llevó a lugares
maravillosos, con mi padre, que también es un hombre
cariñoso y cuidandero, y me enseñaron a quererme, a
querer al mundo, a las personas, y yo a cambio les de-
volví mis ganas, lo que hacía, mi tenacidad, y con ellos.
Entre libros y viajes fui entendiendo un poco más sobre
esto que se parece a la vida, y supe, leyendo con mamá,
que sólo un príncipe que viene de otro planeta puede
enseñarnos lo que los seres humanos nunca entende-
ríamos; que se ve sólo con el corazón, que el amor y la
bondad y la ternura y la compasión son invisibles a los
ojos, y más para esta raza humana que se complace en
despedazarse, en matarse, en acabarse unos a otros.

Suéltala, déjala que respire, se ahoga, no más, no


puedo ver más, no soporto estas visiones, ay, qué dolor,
que se coman las ratas estos ojos, paren, ya no más,
que la velocidad se me come las tripas, no se puede
vivir así, cállate, no me digas más, no me preguntes, no
quiero ver, déjame allá, sin salida, déjame en silencio,
no me toques más, no me quieras, no me agobies, deja
que mi cuerpo te olvide, déjame ir, no me regreses de
este lugar frío y lento en que vivo, no me devuelvas de
mis brumas, ya, suéltenme, dejen que corra, que salga
de acá, déjenla salir, que la muerte me llegue a mí, que
no se vaya; la necesito, no me dejes, Irene, no te vayas,
Ireeeeeeene, no, Ireeeeeeeeeeeeene.

141
7

Llegó puntual a la cita. Pidió un café oscuro, no,


mejor un capuchino y un brownie con helado, y sacó el
cuaderno para mirar las pocas notas que había tomado
en los últimos días. Había casi abandonado su consulto-
rio. Si seguía así, su marido o sus hijos se preguntarían
qué estaba pasando. Sintió el olor excitante del café, del
buen café y, con una pausa en la lectura, dejó sus pensa-
mientos fluir. Esos días intensos, ese regreso a sus inves-
tigaciones sobre la amnesia le traían recuerdos de otros
tiempos, de su vida en los Estados Unidos, donde había
estudiado antes de casarse. Recordaba amores, sueños,
pasiones ya casi olvidadas. Estaba viviendo una de esas
etapas en que la vida se nos agolpa, se amontona, se vuel-
ve resumen, balance, recapitulación. Es algo así como
sentir que las causas nunca estuvieron y las buscamos
sin cesar, intentando encontrar algún antiguo presagio,
alguna raíz profunda y digna de contener la explicación
de nuestro presente. Mientras el pasado rondaba por su
mente, la doctora Beatriz Galindo esperaba en el Café
de Merlín a Liliana, para continuar en la búsqueda de
información sobre la congresista Carmona. La verdad
es que la doctora estaba tocando fondo: las inercias del
matrimonio se convertían, de tajo, en aburrimiento. Era
su propia vida la que necesitaba recomponerse. Sabía
que, cada vez que empezaba a tratar a algún paciente
amnésico, algún caso importante, su vida colapsaba,
se quedaba suspendida en el aire, en el limbo de sus
propias composiciones personales, de una memoria
bien organizada que se reconcentraba y se colmaba de
preguntas que casi nunca tenían respuesta.

Cuando Liliana llegó, la doctora Galindo ya estaba


ansiosa al pensar que no vendría. Pensó que quizás

143
había desistido de la quijotesca empresa de develar
el caso de su amiga, ex jefe, compañera política: Irene
Carmona. Pero Liliana cumplió la cita, tarde, pero la
cumplió y, desde que se sentó, su compromiso con el
caso fue evidente. Empezó por decirle a la doctora que
ya había llamado a la amiga de Irene y que las recibiría
esa misma noche. También le contó que su nuevo jefe,
el congresista Martínez, el segundo renglón de la lista
que había encabezado Irene, le había dado vía libre para
la investigación.
—Tuvimos una reunión bastante clandestina donde
me dio toda la información que él tenía sobre las amena-
zas que había recibido Irene durante los últimos meses
en el Congreso —le informó Liliana.
Juan Pablo Martínez había declinado la oferta de
trabajar en la UTL de Irene, pues tenía otros compro-
misos laborales que le daban una mejor remuneración;
sin embargo se había mantenido muy cerca de ella, apo-
yándola en cada debate, en cada acción que emprendía.
Seguía muy interesado en construir una opción política
con los jóvenes que venían trabajando unidos desde el
movimiento estudiantil de los noventa. Le había dicho
también a Liliana que a todos ellos les servía esclarecer
lo sucedido con Irene para que su proyecto político
no muriera por las tergiversaciones de la información
que estaban influyendo en la opinión pública. La si-
tuación se ponía cada vez más difícil para las fuerzas
independientes. Los politiqueros de siempre estaban
capitalizando la situación de Irene Carmona, así como
algunos otros errores que venían encontrando en otros
de los representantes independientes en el Congreso
y, definitivamente, eso enrarecía el ambiente para las
próximas elecciones.

144
—Vamos en picada; los medios están ayudando a
manipular la información para beneficio de los dueños
del poder —alertó Liliana.
—Entonces también les sirve políticamente que
aclaremos este caso —explicó la doctora, mientras to-
maba la última gota de su capuchino.
—Sí, a Juan Pablo y a todas nosotras nos conviene
esclarecer lo sucedido con Irene. También debemos
destapar algunos de los casos que Irene no alcanzó a
presentar, con el fin de mejorar la imagen. Juan Pablo
me habló de unos casetes que Irene tenía sobre el caso
de la pauta publicitaria. No sabemos quién le guardó
esa información a Irene.
—Tal vez deberíamos encontrarlos —insinuó la
doctora.
—Nadie sabe de ellos, y todavía siguen llegando
llamadas amenazantes que los reclaman.
Si las conjeturas que estaban haciendo la doctora
Galindo y Liliana eran ciertas, el escándalo que armarían
debía ser impactante, pues pensaban que jugar con la
vida privada de una persona para acabarla públicamente
era una maldad desbordada, y seguro lo hacían con el
interés de restarle votos a Liliana. También le contó que
había llamado a la casa de la familia de Daniel, y que uno
de sus hermanos estaba dispuesto a entrevistarse con
ellas. Él creía que Daniel podía estar todavía en el país,
que tal vez había recaído en las drogas y seguro que lo
encontrarían en alguna de las ollas que habían nacido
con la explosión que había producido la limpieza de El
Cartucho. Liliana comentó que una persona lo había
visto caminando de un lado para otro por las calles del
centro de la ciudad, andrajoso y desorbitado. Podía no
ser él, pero podía serlo, y encontrarlo era muy impor-
tante para continuar esclareciendo este caso. Daniel

145
debía tener información que ayudara a saber quiénes
los habían puesto en esa angustiosa escena de muerte.

A eso de las siete de la noche, fueron, en el auto de la


doctora Galindo, a la Candelaria, donde se encontrarían
con Catalina Murillo, una compañera de colegio de Irene
Carmona, quien había sido desde la infancia su más
cercana compañía. Catalina había estudiado Ciencias
Políticas también, pero en la Universidad de los Andes,
mientras Irene estaba en la Nacional; habían compar-
tido estudios y sueños desde esos dos polos sociales y
del conocimiento del país. Entraron en el barrio de la
Candelaria por la carrera cuarta. Era la hora en que las
calles están plagadas de gente que salen de sus jornadas
diarias; oficinistas, estudiantes, secretarias huían del
centro, del ajetreo, del marasmo de problemas y dudas y
deudas que agobian a los habitantes de Bogotá. Subieron
por la calle décima para cruzar a la novena hasta llegar
a las calles altas donde el silencio se concentra, donde
la ciudad se extiende infinita, luminosa, y finalmente
se encontraron con la casa colonial de Catalina, donde
las aguardaban secretos necesarios para la historia que
buscaban develar.

Catalina las recibió muy amistosa, deferente. Llevaba


puesto un overall de jean y una camiseta roja. Era una
mujer alta, de ojos negros y pelo crespo, ya canoso. Era
profundamente atractiva, tanto que la doctora Galindo
tuvo la fantasía, por unos segundos, de que Irene po-
dría haber sido amante de esta mujer, fantasía que des-
echaría unas horas después luego de haber escuchado
todas las historias de la amistad sin fondo de esas dos
mujeres. Las llevó a una sala amplia que daba al patio
central de la casa. Había una chimenea que las salvaba
del frío. Estaba rodeada de objetos: máscaras, animales

146
míticos, batiks. Era un lugar acogedor, poco usual, con
hamacas y con unos grandes sillones, donde se sentaron
a conversar. Catalina sacó una botella de whisky y, sin
dudarlo, ni preguntarlo tampoco, les sirvió unos vasos
grandes de esa bebida relajante. Parecía que Catalina
supiera que necesitaban estar en mejores condiciones
para empezar esa conversación, o mejor, como si ella
necesitara un poco de alcohol en la cabeza para hablar
de su hermana del alma, Irene.

La doctora Galindo le explicó, con mucha cautela,


las razones que las habían llevado a visitarla. Le habló
de su teoría de acoso político, como había empezado a
llamar este caso, de la posibilidad grande que había de
ayudarla a Irene a recuperar su memoria, y así esclarecer
bien las culpas, y de la necesidad que tenía de pedirle
que la acompañara a una terapia con Irene. A Catalina
se le aguaron los ojos, tomó un sorbo grande y lento de
whisky, las miró a las dos, como tratando de leer en sus
rostros las claves ocultas de su visita y dijo:
—Doctora, por supuesto que la acompaño a una
sesión de la terapia que usted está haciendo con Irene,
me encantaría verla. Pero me pregunto cómo han sido
los encuentros con los padres; tal vez son las personas
a las que más quiera ver Irene.
Entonces la doctora le dio un contexto mayor de
todo lo que estaba sucediendo. Catalina quedó muy
sorprendida de que Irene no hubiera querido ver a sus
padres: ella sabía que Irene los amaba con intensidad,
con respeto, y no entendía esto que escuchaba.

—Mire, Catalina, con Liliana creemos que usted


nos puede ayudar a entender muchos detalles de la
vida de Irene. Nosotras hemos decidido empezar este
proceso porque nos parece injusto el trato que le han

147
dado. Yo estoy segura de que la puedo ayudar, no sé qué
recuerdos terribles encontremos, pero sé que es la única
forma de regresarla a la vida; la amnesia es una forma
muy tortuosa de habitar la muerte, se vive allí como en
el infierno. La verdad es que pensamos que las personas
que pierden la memoria se desconectan del dolor que
produjo la crisis, pero no hay tal, es como todo olvido
del inconsciente: se mantiene y va taladrando la mente,
la vida, las posibilidades de las personas. Irene tiene re-
cuerdos muy dolorosos y, sólo ayudándola a recordar, se
podrá recuperar de ello. En las pocas sesiones que llevo
con ella, he encontrado información muy deshilvanada,
como es de esperarse, pero normalmente uno cuenta
con alguien de la familia que le cuenta la historia per-
sonal del paciente, y así uno se ayuda para darle pistas
importantes que lo conduzcan a los recuerdos. Pero en
este caso estoy sola, y necesito alguien que me hable más
sobre la infancia y adolescencia de Irene. Hay recuerdos
confusos, tejidos, que requieren mayor conocimiento de
mi parte, y sus padres no están interesados en ayudarme.
—Bueno, doctora, entonces la escucho, hágame
las preguntas que necesite. Yo intentaré contestar lo
que sepa.
Catalina les contó muchas historias de su infancia
con Irene. Les habló de su poder de seducción, de las
hazañas del colegio, de la certeza que siempre había
tenido Irene de ser capaz de transformarse, de trans-
formar el mundo.
—Cuando la conocí, era una niña un poco asustada;
llegaba por primera vez al salón de clase: estábamos en
tercero de primaria. Le pregunté de qué colegio venía
y me dijo que de uno muy aburrido, que acá esperaba
sentirse mejor. Y ahora que la conozco y les cuento esto a
ustedes, me parece obvio que la misma niña atemorizada
poco a poco se adueñara del colegio. Los niños del curso,

148
todos enamorados de ella, y no era la monita del curso,
ni la del mejor cuerpo, pero los seducía por su altivez,
por su desfachatez, por su talante guerrero y amoroso
a la vez. Durante la época del colegio, en especial hasta
que ella empezó a salir con Daniel, pasábamos todo el
tiempo juntas. Los Carmona hasta me llevaban a viajes
por Europa y por la costa, y a otros lugares maravillosos
con ellos. Irene tenía la familia que ninguno de los demás
tenía, y eso nos sorprendía; nos hacía verla con cierta
envidia. Imagínense, estábamos en un colegio donde
la mayoría de los niños tenían los padres separados;
nuestros padres eran revolucionarios, se habían hecho
dueños de su cuerpo. Sin embargo, abandonaron la labor
de la maternidad y de la paternidad. Y por supuesto nos
sentíamos extrañados de tener una compañera de clase
que llegaba a casa y encontraba a mamá, y le hacía pos-
tres y la llevaba a pasear y la acompañaba toda la tarde.
A mí eso me gustaba mucho. Cuando íbamos a su casa
por la tarde, yo sentía que recuperaba por unas horas a
mi madre mientras ella pasaba la vida trabajando por
una revolución que no llegaría. Ahora me ven: tengo
una vida descomplicada y estable con mi pareja, pero
no nos decidimos a tener hijos.

»Siempre me sorprendieron las tristezas de Irene.


Las empecé a conocer en uno de nuestros viajes donde
vivimos unos días en que Irene se sumió en un silencio
terrible. Su madre, María Teresa, estaba nerviosísima, y
me hizo un largo interrogatorio sobre Irene en el colegio.
Quería saber si ya la habíamos visto así antes, y yo le in-
sistí que nunca. Le costó creerme, y parecía tener miedo
de que las personas alrededor nos diéramos cuenta de
la tristeza de su hija. Cuando le pregunté a Irene qué le
había pasado, unos días después, me dijo que no me
preocupara, que a ella le pasaba a veces, que se entraba

149
en sí misma, que se pasaba días y noches recorriéndose
por dentro, y yo me pasaría años tratando de entender
esas palabras hasta que tuve la edad suficiente para
saber que Irene encontraba en sí misma las baterías, el
ánimo para construir, después del silencio, las cataratas
de vida que sabe producir.

Liliana Cubides estaba fascinada escuchando este


relato. Le parecía que estaba conociendo a otra Irene,
no a la mujer para la que había trabajado por varios
meses. Liliana conoció a Irene Carmona cuando recién
había llegado de Europa. Y ya era otra persona. Se había
aplacado, era muy seria, aunque se le veía algo en los
ojos: unos destellos que mostraban marcas de un pasado
turbulento, como decían por ahí. Aunque era muy joven,
el fin de su esperanza de hacer su vida con Daniel la
había transformado. Entonces, cuando Liliana conoció
a Irene, era ya una mujer aplomada, decidida, aunque
mantenía el mismo deseo de transformar el mundo que
todas las personas le habían reconocido desde siempre.
Por su parte la doctora Galindo estaba tomando nota
de todo lo que decía Catalina. Quería encontrar pistas
nuevas para la terapia que debía hacer a más tardar a la
mañana siguiente. La última sesión había sido bastante
buena, sin mucha información nueva, pero con una
fluidez que ahora no podía dejar perder. Le gustaba ver
el encanto con que Catalina hablaba de su amiga; hasta
llegó a extrañarse de no sentir en Catalina tristeza por
Irene, pero se lo explicaba como una forma melancólica
de no permitirse sentir la pérdida de la amiga.

—Los días con Irene, nuestra infancia, nuestra ado-


lescencia, nuestra época de universitarias y políticas
principiantes, los viajes, en fin, cada día con ella era
una aventura. No sólo yo viví eso; muchas de nuestras

150
amigas y amigos sabían que estar cerca de esa mujer era
vivir al borde de una explosión. El mundo era diferente
ante las puertas que ella nos abría: cómo explicarles esto
si parece tan absurdo con mis palabras. Tal vez nunca
lo entiendan, o tal vez eso ya no será recuperable en
ella, pero mire, doctora: si usted me dijera que le va a
devolver a Irene esa forma de habitar el mundo, yo ha-
ría lo que fuera necesario para ayudarle pero, si la va a
regresar a ese lugar tan triste en que la vi en los últimos
años, desde su regreso de Europa, mejor que no haga
ningún esfuerzo. Bueno, la verdad es que estoy siendo
injusta, pero es que a mí me dolió mucho verla sufrir. La
pérdida de Daniel (aunque mantenían su amantazgo,
lo había perdido) fue un golpe muy duro para Irene,
tanto que la cambió, la aterrizó en un mundo al que
ella no corresponde, un universo donde desapareció
el brillo y la emoción. Cuando llegó María Camila, las
cosas cambiaron. Recuerdo mucho la emoción que le
produjo esa amistad. Cuando empezaron su relación,
por varios meses eran sólo amigas y hablaban de sus
amores, de sus deseos. A Irene le empezó a regresar
un poco su atractivo, su fascinación; le quería mostrar
sus mundos ocultos a esa mujer con quien se identifi-
caba por ser lo contrario de ella, y así fue floreciendo
de nuevo. Y Liliana recordó algunos momentos en que
la congresista se volvía más animada, en que salía lo
más temprano que podía, pero no sabía si era para ver
a Daniel o a María Camila. Y claro, cuando empezaron
a enamorarse, Irene venía a mi casa y me contaba sin
tapujos todo lo que venía sucediendo, y se emocionó
y me dejó entender que estaba encontrando un nuevo
amor en su vida, y yo la acolité, y la acompañé, y conocí
a María Camila. Me pareció rara, distinta, pero supe lo
que significaba para Irene y me hizo feliz saberlas felices
a ellas, y vi el renacer de mi amiga. Me gustaba salir con

151
ellas, pues las puertas del mundo volvieron a abrirse
con la presencia de Irene. Además yo ya no soportaba a
Daniel: me parecía un miedoso absurdo. Y como se había
vuelto tan distante de todos nosotros, no conocíamos a
su esposa, y por eso yo no pude saber lo que de verdad
estaba sucediendo hasta que lo vi escrito en los diarios
y me di cuenta del drama que debieron haber vivido. Me
imaginé esa escena espantosa, el horror de encontrarse
con la mirada de Daniel que las veía, y descubrir que lo
habían dejado por estar juntas.

—Catalina —interrumpió la doctora Galindo—, me


gustaría hacerle una pregunta: ¿Hubo alguna separación
entre Irene y su madre? Ella habla mucho de eso.
—No, doctora, no sé de qué me habla. Ése no era
un dolor de Irene: ella siempre estuvo con sus padres.
Ya le conté que los otros compañeros y compañeras del
colegio sentíamos una cierta envidia con Irene por ser
hija de una familia normal —dijo, haciendo un gesto de
comillas con las manos —. Las nuestras eran familias de
separados, y no es que me parezca mal. Sus beneficios
trae eso, pero lo que pasa es que la ausencia de alguno
de los padres —o en muchos casos, como nos pasaba a
nosotros, de los dos— es tan duro para un niño que en
esa época habríamos dado lo que fuera por tener una
familia así. Mire, doctora, cómo sería la cosa, que la
mamá de Irene nos adoptó a todos. Era allá, en la casa
de los magnolios, donde hacíamos las fiestas desde que
estábamos en primaria. Ellos han vivido allí toda la vida.
Eso le muestra la estabilidad de esa familia, mientras
nosotros cambiábamos de casa como de calzones. Allí
dormimos todos juntos por primera vez, allá aprendimos
a tomar aguardiente. Los viejos de Irene eran conser-
vadores en algunas cosas, pero su cosmopolitismo los
había cambiado y les permitía tener esa relación con su

152
hija. No, doctora, no creo que eso haya pasado. María
Teresa no dejó a Irene ni para ir a trabajar; lo hacía sólo
cuando ella estaba en el colegio.

—¿Y cómo explica usted que los padres de Irene no


conocieran mucho de su vida, si había tanta confianza?
—Mire, doctora, Irene es una mujer zarpada; no le
teme a nada, o mejor no le temía a nada. Probaba lo que
se le apareciera ante sus ojos y le llamara la atención.
Claro, tenía criterio para moverse por su desfachatez.
Pero alguna vez descubrió que los padres no pueden
saberlo todo, o por lo menos no cuando lo pueden con-
trolar a uno por el dinero. Mire, Irene era transparente
con ellos. Un día decidió contarle a su papá que iba a
perder la virginidad con Daniel y le preguntó cómo se
podían cuidar. El viejo casi muere y le pidió a María
Teresa que no la descuidara ni un minuto y que tratara
de convencerla de no hacerlo. Pero las decisiones de
Irene eran férreas, y entonces acudió a una profesora
del colegio, una profe joven que no dijo nada a nadie,
y buscó opciones, y ahí, en esa primera mentira, o más
bien, en esa primera verdad de la voluntad infranqueable
de Irene, empezó su camino al silencio con sus padres
y con muchas de las personas que la rodeaban.

Liliana le habló a Catalina de la información que Ire-


ne estaba guardando y de la importancia de encontrarla,
y Catalina dijo que no sabía nada de eso. Le preguntó
si ella sabía quién podía estar guardando todos esos
documentos, pero Catalina fue reticente y dijo no saber
nada. Le explicamos lo importante que era encontrar
esa información y que, si sabía algo, les contara. Liliana
también le comentó que, en pocos días, tendrían un
encuentro con un hermano de Daniel y le preguntó si

153
tenía alguna sugerencia para ese encuentro. A Catalina
le cambió el rostro y les advirtió:
—Me imagino que el encuentro será con Pascual.
Tengan mucho cuidado: es un hombre embaucador, un
seductor vital, casi tan magnético como la misma Irene.
Con estas palabras las despidió. La doctora Galindo
no estuvo muy atenta a la descripción de Pascual, pero
muy pronto viviría en carne propia los embates feroces
de ese hombre de ojos verdes como la albahaca. Salieron
y lentamente entraron en las calles angostas, de luces
tenues, en el claroscuro de formas que gravitan en el
aire de una noche casi imaginaria, en el silencio que se
producía en la Candelaria a altas horas de la madrugada.
—Buenos días, doctor Bustos, ¿cómo se encuentra
usted? —saludó la doctora Galindo muy temprano a la
mañana siguiente. Hacía un frío terrible; los alrededores
de la clínica estaban cubiertos de neblina.
—Buen día, doctora, ¿cómo va su terapia con nues-
tra paciente?
—Muy bien aunque, como usted se imaginará, va-
mos muy lento. ¿Cuándo es que nos va a acompañar?
—Ay, doctora, creo que eso le dificultaría mucho su
gestión. Siempre que yo entro en ese cuarto, su paciente
se pone como una fiera.

La doctora Galindo no lo invitaba con gusto, pero


sabía que debía tenerlo de amigo; de lo contrario, la
situación podía dificultarse y se quedaría sin poder ver
a Irene. Recorrió el lugar, casi sin mirar a las personas
que deambulaban por esa muerte lenta de la locura, en
esa libertad extraña de no pertenecer al mundo de la
cultura forzosa, hasta llegar al cuarto donde, en la mis-
ma esquina de siempre, encontró a Irene rumiando su
soledad. “¿Cuántas pieles recordará?, ¿cómo nombrarle

154
sus aventuras, su vida más íntima?, ¿empezará a recordar
por ese camino?”, se preguntó Beatriz.

—Doctora —la saludó Irene—, qué bueno verla.


Estaba esperando que viniera para decirle que necesi-
to su ayuda. Ayer vi su rostro y todavía no logro saber
cómo se llama. Entonces Irene entró en un llanto calmo,
lento; tal vez había soñado y, si era así, sería la primera
vez en todo ese tiempo, lo cual era una buena señal del
inconsciente que se estaba despertando.
—¿Cómo era? —preguntó la doctora.
—Hermosa; tenía el pelo corto y unos ojos más
grandes que los míos. Pero, doctora, yo la veía llorar, y
nada podía hacer.
—¿La habías visto antes?
—Sí, es mi mamá, pero del nombre nada. Es la mamá
linda, la que recibía a papá cada vez que llegaba, la que
me consentía y me cantaba canciones.

Siguieron la terapia. La doctora Galindo cada vez se


sentía más confundida con la información que fluía en
la mente de Irene. Le contó que había estado con Cata-
lina y que quería verla. Irene bajó la mirada. Se quedó
estática, pensando, quizás buscando en sus archivos
ese nombre, tal vez ese rostro, tal vez los momentos
compartidos con ella.
—Catalina no vino a visitarme. Ella no estuvo en
mi casa ni conoció a mamá. Ella jugaba conmigo, pero
nunca con papá —replicó Irene.

La doctora le preguntó por Daniel, y la congresista


empezó a contar historias deshilvanadas de hombres
y mujeres, de amantes que asustaban a Daniel. “Lo
asustaban. él temía por mi cuerpo, temía por mi amor”,
repetía sin cesar. Seguía contando escenas asombrosas

155
de amores furtivos, de su prima, del francés, de las es-
pañolas, del viejo Rafa, de las playas, de Grecia. Ese
día Irene se derramó en prosa: soltaba información
como nunca antes. La doctora no sabía si había sido la
referencia a Catalina. Tal vez la memoria de su amiga
le daba las llaves de su intimidad y le permitió hablar
como lo hizo ese día.

Dos días después, Liliana le dejó un mensaje en


el buzón del celular a la doctora, donde le decía que
al día siguiente la esperaba en el Café de Merlín, que
tendrían un encuentro importante allí a las siete de la
noche. Esa tarde, antes de salir a su encuentro, Beatriz
decidió tomar un baño, para relajarse, para estar más
preparada para la nueva información que Liliana le te-
nía. Su marido estaba fuera de la ciudad y no tuvo que
explicarle a nadie el motivo de su salida. Además, en
los últimos días, salía con frecuencia, lo cual de vez en
cuando sucedía, y su esposo sabía que era una necesidad
para continuar con las rutinas de la agobiante y deliciosa
vida de pareja. Salió en su carro, un poco retrasada, y
se dirigió por la circunvalación hacia el Café de Merlín.
Mientras estacionaba, sonó el celular. Beatriz contestó
sin mirar quién era. Entonces escuchó una voz profunda,
gruesa, que le dijo:
—Doctora, ya casi no la podemos esperar más, por
favor, ¿cuánto tiempo falta para su llegada?
—¿Quién habla?
Inmediatamente escuchó la voz de Liliana, que le
preguntaba:
—Doctora, estoy con Pascual, el hermano de Daniel,
y necesita irse. ¿Se demora mucho en llegar?
—No —contestó la doctora— estoy allá en tres
minutos.

156
Beatriz Galindo entró al café. Liliana estaba sen-
tada de frente a la puerta y Pascual le daba la espalda.
Se acercó.
—Buenas noches —saludó la doctora—, discúlpen-
me la tardanza.
—Qué formal es usted, doctora —dijo galante Pas-
cual y se levantó a saludarla. Le extendió la mano y le
dijo—: mucho gusto en conocerla; soy Pascual. Espero
que pronto no necesite el adjetivo de hermano de Daniel
para recordarme.
La mirada de Pascual era lo más potente que Beatriz
había visto en su vida. Quedó clavada en esos ojos que
no olvidaría por muchos días y noches. La conversación
fue muy fluida y no duró mucho tiempo.

—Qué suerte tuvieron de que yo hubiera contesta-


do el teléfono en casa de mis viejos ese día; allá no se
habla de Irene Carmona, es un tabú. Para mi madre, y
eso incluye ya al resto de la familia, menos a mí, claro
está, Irene es la peor bruja de la historia. Desde que
eran niños, no la quería por haber desvirgado a su mu-
chachito, y después porque lo veía sufrir por sus viajes
y sus andanzas. Yo siempre le dije a Daniel que no se
dejara enredar en eso, que viviera él también, que así
también se puede querer a una persona. Además él la
adoraba y ella a él, pero los celos son una de las peores
torturas para los hombres.
—Los seres humanos, dirá —retrucó Liliana Cubides
con tono feminista.
—Bueno, perdone usted el error tan grave; sí, los
seres humanos. Yo creo en todo eso, lo que pasa es que
las palabras a veces son más fuertes por la tradición que
por los nuevos significados que se le quieren dar. Pero
sigamos en lo que estábamos. Yo creo que Daniel no
pudo soportar la vida que llevaba Irene, y además tenía

157
más dificultades por la estrecha relación que siempre
tuvo con mamá y que Irene había deteriorado, así que
terminó entrando en una rumba más pesada de la que
nosotros imaginamos. Pero de ahí salió, y se fue a ver a
Irene, y nosotros ni idea de que tenía otra novia. Llegó
de Madrid y contó, unos días después, que se casaba. Mi
mamá casi se muere de rabia pero, cuando supo que no
era con Irene, casi muere, pero de dicha. Camila fue re-
cibida en casa como la salvadora, como una libertadora.
Y saben que las batallas que libraba mi hermano eran
las del amor y del odio. En fin, a él nadie lo encuentra,
dicen que se voló del país, pero yo tengo la idea de que
está metido en alguna de las ollas de criminalidad de esta
ciudad. Si ustedes quieren, lo buscamos. Yo, desde hace
varios días, cuando unos amigos dijeron que lo habían
visto, pensé en buscarlo, pero me detuvo no saber para
qué. ¿Qué vida le espera? Dígame, doctora, usted que
sabe de eso, ¿cuál es la peor tortura: dejar que se acabe
en sus fantasías basuqueras o regresarlo a este infierno
de soledad, especialmente ahora que una de sus mujeres
está muerta y la otra, enferma?
—Sí, Pascual, tiene razón, yo también me debato en
preguntas similares sobre Irene, igual que sus padres y
sus amigos, ¿pero no cree usted que es mejor ayudar a
esa mujer, que no podemos permitir que la política de
este país se siga corrompiendo tanto a costa de la dig-
nidad de las pocas personas que hacen las cosas bien?
—Doctora —le advirtió Pascual—, ¿no estará usted
siendo un poco ilusa? la corruptela de este país es ar-
quetípica. Eso no lo cambia nadie; bueno, podría llegar,
como decía el presi gangoso, a sus justas proporciones.

Se rieron mucho, como lo habían hecho a lo largo


de la conversación. Pascual tenía a la doctora alucina-
da, y Liliana también caía un poco en sus redes. Era

158
un hombre delicioso. De palabras precisas, con manos
gruesas muy bien movidas, y una capacidad mordaz y
aguda de encontrar el lado más brutal a todas las co-
sas. Terminaron la agradable conversación. Pascual
se despidió, grabó en su celular el número de las dos
mujeres, pagó la cuenta y se comprometió a ayudarlas.
Por su parte Liliana y Beatriz se quedaron en la mesa,
conversaron sobre todo lo dicho por Pascual, mas no
sobre él, y decidieron los pasos a dar.

Tres días después Liliana y la doctora Galindo se


encontraron de nuevo. Liliana traía una serie de informes
y documentos que Irene había guardado en la oficina
sobre el caso de la pauta publicitaria. Doctora, hay una
pista importante: un senador, muy cercano a nosotros y
nuestro proceso, estaba también investigando sobre este
caso. Ya uno de sus asesores se acercó a preguntarme
qué información teníamos, pues ellos quieren armar el
escándalo. Los documentos daban a conocer el manejo
extrañísimo y abrupto de finalización de la pauta publi-
citaria por medio de los dos grupos económicos, en el
mismo momento. Ahí estaban las pruebas, pero todavía
faltaba algo más; supongo que son los casetes que Irene
tenía para demostrar que había sido un acto deliberado.

Esa misma tarde Catalina acompañó a la doctora a


una sesión con Irene. Catalina estaba asustada y terminó
con la tristeza que una persona tan cercana puede sentir
después de haber visto en ese estado a un ser querido,
de haberla visto en ese lugar. “No es fácil habitar con
los locos, estamos tan desacostumbrados a ellos... Hace
siglos que los esconden”, pensó Catalina, mientras cru-
zaban el sanatorio para llegar hasta Irene. Por su mente
pasaron años y años de historia mientras veía a Irene,
mustia, sentada en el rincón de una habitación sin poder

159
articular su relato con verdadera precisión. Catalina se
acercó a saludarla; le extendió la mano, y ella no res-
pondió. Unos minutos después la llamó:
—Ven, amiga, tú no viniste a mi casa, pero sí te
conozco. ¿Cómo está Daniel? —le preguntó.
Catalina no supo qué hacer, guardó silencio hasta
que la doctora Galindo salvó la situación:
—Catalina no lo ve hace muchos días, pero sí ha
visto a tus padres.
—No puede ser, ellos no están más, ¿sabes, Cata?
Se fueron, me dejaron, se los llevaron, ya nunca los vi
más. ¿Y el colegio? —preguntó Irene.
—Bien —le siguió la corriente Catalina—, hace unos
días fui por allá.
—¿Y qué te dijeron de mamá?, ¿Ve, doctora? Sigo sin
recordar el nombre. Son tantas imágenes... veo tantas
cosas... A ti no te veo, Cata, pero sí: ya sé quién eres.
Catalina salió aterrada. No entendía casi nada de
lo que Irene decía. La información sobre su vida era
deshilvanada y, lo peor, errónea. La doctora Galindo le
contó muchas cosas más. Le habló de los temas políti-
cos. Había algo que le decía que Catalina era la persona
que tenía la información que estaban buscando. Y no se
equivocaba. Varias horas después, Catalina, conmovida
por la visita a Irene, las llamó para decirles que tenía
algo para ellas y les entregó los casetes que contenían
la prueba principal de que sí había sido deliberada la
quiebra de los canales públicos.

El asesor más cercano de uno de los cacaos más


grandes entró en contradicción con su jefe. “Manejar la
información de un país está bien —pensaba el asesor—,
pero no acabar con la televisión pública”. Todo esto se
lo había dicho a Irene y ella, por su parte, se lo había
contado a Catalina. Sería gravísimo llegar al punto en que

160
no quedara ningún camino de disidencia. Los canales
públicos, por lo menos, daban un poco de espacio a la
diferencia, aunque en buena medida los manejaban
también los cacaos por su riqueza. No podía soportar
que tomaran esa decisión. Su relación con su jefe venía
deteriorándose, y así terminó traicionándolo. Grabó las
reuniones entre los dos bandos, y allí quedó la prueba
que la congresista necesitaba. Antes de exiliarse, se los
entregó con la condición de que los usara sin contar
cómo los había encontrado. Pero todo se sabe en el bajo
mundo del dinero y de la politiquería, así que terminaron
por enterarse de que existían esos casetes y los buscaban
por mar y cielo. Por eso habían amenazado a Irene, y el
asesor llevaba ya más de dos meses desaparecido allá
en su exilio.

“Dios mío —pensó la doctora Galindo—, una atea no


convencida, y qué vamos a hacer con esta información,
dónde la guardamos, cómo cuidarnos de lo que pueda
pasar ahora”. Pero estaban limpias: nadie las seguía,
pues de lo contrario ya les habrían quitado los casetes,
así que decidieron pedirle a Catalina que los siguiera
guardando. Ella aceptó, todo por el deseo que tenía de
recuperar a su amiga.

Beatriz Galindo llegó a su casa exhausta esa noche.


Su marido y sus hijos le tenían comida preparada. Como
cosa muy extraña, cenaron todos juntos, conversaron
de muchas cosas. En fin, pasaron una velada familiar
entretenida; su hijo menor tenía novia, y eso era un
acontecimiento familiar. Al terminar, se sentó a meditar y
trató con todas sus fuerzas de poner su mente en blanco,
de alejarse de toda la información que cargaba encima
con este caso. Respiró profundo, como en yoga, pero lo
único que consiguió (lo que finalmente era ya un gran

161
logro) fue llenar su mente con la imagen avasalladora
de los ojos de Pascual Soler.

Estuvo varios días haciendo una y otra sesión de


terapia con Irene, retomó algunas de sus consultas y
dedicó el resto del tiempo a leer sobre amnesia. Cada
vez estaba más segura de que la información que brotaba
de la memoria de Irene era vívida. El proceso avanzaba
bien, y no descartaba la posibilidad de que, en su prime-
ra infancia, antes de haber llegado al colegio donde se
conocería con Catalina, habría habido alguna situación
límite con sus padres. Claro que Catalina insistía en que
Irene no había conocido a ninguna de sus dos abuelas.
En eso podía estar confundida, pero algo de cierto debía
tener toda esa información. Había fluidez en la memoria
de Irene, y debía encontrar respuestas a varios de los
interrogantes que tenía. Era claro que sólo los padres
podían aclarar todo esto, pero ¿cómo buscarlos?, ¿a cuál
de los dos?, ¿cómo habría seguido de salud don Gerardo?,
¿cómo estaría la mamá?, ¿debía regresar a la casa de los
magnolios?, ¿qué hacer? En reunión con Liliana, estuvo
evaluando todas las hipótesis. Le explicó, en términos
poco técnicos, lo que estaba sucediendo con Irene y la
necesidad de hablar con alguno de sus padres.
—Vea, doctora —explicó Liliana—, creo que debe-
ríamos acudir al padre. Puede que lo que haya dicho
la madre no sea tan cierto. Además acuérdese de que
Catalina nos dijo que los había visto y que estaban bien.
Busquemos al papá; tal vez nos reciba y esté dispuesto a
ayudarnos. —Ése fue el acuerdo. Liliana se comprometió
a llamar para pedir una cita y le avisaría a la doctora
cuando la obtuviera.

Beatriz Galindo estaba viviendo los más altos nive-


les de adrenalina que había soportado en toda su vida.

162
Haber encontrado las pruebas que estaban buscando y
saber que por tener esos casetes estaba en un gran peli-
gro, sumado a la alegría que sentía por la forma en que
Irene estaba respondiendo a la terapia, la hacía sentir
en medio de las turbulencias más grandes. Vivía como
en el cine, y su propio ser, el yo tan trabajado de nuestra
doctorcita se revolcaba entre la emoción y los nervios.
Y para completar el cuadro, Pascual Soler la llamó para
pedirle una cita. Quería ir a verla a su consultorio, quería
un encuentro con ella. Su voz le había estremecido cada
parte de su cuerpo. Accedió a darle la cita para el día
siguiente: era la condición que él imponía para seguir
ayudándolas.

Pascual entró en el consultorio de la doctora Galindo.


Se sentó en una de las dos sillas, donde ella le insinuó que
se sentara. Se mantuvo por varios minutos en silencio,
mirándola a los ojos, impregnando, con su aroma y con
su mirada fulminante, ese espacio de la vida diaria de la
doctora Galindo. Cuando por fin habló, ella ya estaba a
punto de echársele encima, de comérselo a besos, pero
se contuvo, por supuesto, y le escuchó su discurso.
—Mire, doctora, estoy acá, no porque necesite su
ayuda profesional. Creo que ando en un buen momento
y tengo medio claras mis propias películas. Y aquí me
tiene porque en los últimos días no he podido dejar de
pensar en usted. Tengo el olor de su pelo en mi mente,
vivo prendido de un recuerdo suyo, entonces, quería
preguntarle qué debo hacer, cómo sobrevivir a estas
ganas que tengo de apretarla. —La doctora Galindo pasó
por muchas emociones en pocos segundos, buscando
alguna que le permitiera responder con claridad y calma,
y terminó apelando a la profesión como escudo contra
el temblor de tierra que estaba sintiendo.

163
—Pascual —dijo—, éste es mi consultorio y acá
soy una profesional. Discúlpeme la reacción, pero me
molesta que usted se quiera burlar de mí. Si usted no
quiere ayudarnos, pues bien, buscaremos a su hermano
nosotras solas, pero no me haga esto. —Entonces Pascual
se levantó, tomó su mochila y, sin musitar palabra, salió
de su consultorio.
Pocos segundos después, se escuchó el sonido del
portón de la calle. Ella, por su parte, abrumada por su
reacción, se reacomodó en el sillón y vio salir a ese mu-
chacho que podía tener quince años menos que ella, y se
lamentó por la idea de que no lo vería más, por el vacío
inusitado de no poder sentir nunca más esa violenta y
excitante agitación.

164
8

El mundo de Juana era un caudal de sueños reali-


zados, una fantasía de bienaventuranzas. Había llegado
por fin a la universidad. La libertad, el pensamiento y la
vida los veía como un absoluto de posibilidades. Bueno,
eso pensaba ella y el resto de lunáticos revolucionarios
que fueron cruzando caminos por esos años aciagos
en que cambiar de raíz esta nación era el mayor de los
sueños. Años de lucha, clandestinidad, sexo, libertad vital
y ataduras políticas. Tiempos de ilusiones que llevarían
a la muerte a muchos hombres y mujeres. Juana estaba
feliz. Todo la deslumbraba; “Ahora sí que la vida venga
—pensaba—, ahora sí que vengan los cambios”. Sólo
importaba que la dicha la desbordaba, sólo interesaba
que cada segundo de sus días se veía colmado de nuevos
descubrimientos.

En casa de la familia Vélez, la entrada de Juana a la


universidad era también un acontecimiento. Este hecho
tenía, para cada miembro de la familia, un significado
diferente. Para don Juan, era el momento en que su
descendencia empezaba el camino hacia el poder que
otorgaba el conocimiento, y todavía no cuestionaba,
como lo haría años después, el que fuera una mujer, su
hija mayor, la que incursionara en el mundo político y
transformador de la universidad del Estado. Doña Ceci-
lia, por su parte, sentía gran orgullo de ver a una de sus
hijas, una mujer, salir de casa, empezar esa coloniza-
ción del mundo de afuera que ella había decidido vetar
para sí, aun cuando había tenido otras posibilidades. El
viejo anarquista, don Libardo, había estado dispuesto
a apoyarla en cualquier proyecto, a sabiendas de que
ya en la capital algunas mujeres empezaban a ir a las
universidades, lo cual en provincia sería mucho más

165
demorado. Sin embargo, Doña Cecilia creía que ella era
un eslabón más de un proceso que sus hijas continua-
rían. Pensaba en un camino a la libertad, a la igualdad,
a las oportunidades, camino que para ella significaba
aun sacrificios y limitaciones. Las ideas libertarias de
Doña Cecilia, en las que el propio Juan Vélez se había
nutrido siempre, eran, sin que la misma Juana pudiera
ser consciente de ello, el motor de sus determinaciones,
la fuerza que la impulsaría a cumplir con todos sus retos.
Su hermana sabía que no estudiaría en un lugar así: a ella
le interesaba el mundo de élite. Los hermanos menores
estaban alucinados con las posibilidades de la vida que
Juana iniciaba y que ellos esperaban también alcanzar.

Ahí estaba Juana, pasando los días en el agitado


mundo de los estudiantes, en ese encuentro constante
con el conocimiento: el conocimiento de la institución,
los maestros de psicología, ese sujeto que se perdía a
sí mismo, identidades que empezaban a fragmentarse,
verdades puestas entre comillas, nuevas formas de co-
nocer, mapas mentales que deshacían las seguridades
que Occidente, con sangre y fuego, había construido.
Un encuentro también con los sueños libertarios que
se evidenciaban en las largas conversaciones allá en el
Freud, en ese alucinamiento de escuchar a otros seres
que soñaban también con un mundo mejor, con la li-
bertad, con la división de los recursos, con devolver la
tierra a sus verdaderos dueños.

Los hombres de su época la enamoraron, como la


enamoró la libertad sexual y las muchas aventuras que
iría encontrando en su camino. Los veía llegar, con sus
largas cabelleras, sus ojos alevosos y esas largas ruanas
que marcaban su determinada visión retadora del mun-
do. Al principio sentía un poco de vergüenza pues, por

166
lanzada que fuera, la intimidaban sus palabras largas,
sonoras, extrañas, el conocimiento que ostentaban con
seguridad, y casi le parecía imposible que un día ella
fuera a hablar de la misma forma. Claro que el camino
de las mujeres era aún lento; faltaba mucha historia para
que las señoritas pudieran hablar un poco más duro.
Ellas, la misma Juana, eran también otro eslabón, y lo
más sorprendente: en ese mundo de hombres aguerridos
que dieron la vida por la revolución, la gran revolución
que se estaba fraguando en esas luchas por la igualdad,
y que daría algunos frutos a largo plazo, era la feminista.

Juana se sentaba horas a escuchar, y así se fueron


fraguando las preguntas y, poco a poco, en círculos más
pequeños, daba sus versiones y cuestionaba las políticas
que en su propia casa se ideaban. El mundo político de
su padre había caído en la peor de las negligencias. Los
ideales de lucha por la igualdad y por el mejoramiento
de los pobres, como ella había escuchado tanto en su
infancia, se habían convertido en un sistema de exclu-
siones cada vez más sofisticadas, en las que su propio
padre era una pieza necesaria y alienada, como para
hablar en términos de la época. ¿Culpable o víctima?
Ella no sabía la respuesta, pero sabía que su padre era
parte de un sistema político que ellos denigraban por
lucrar con el pueblo, por mirar el futuro del país como
un proyecto familiar o financiero. Así fue empezando a
hablar, y sus amigos y amigas supieron que le interesaba
la política, y la fueron cooptando, hasta que terminó
asistiendo a reuniones clandestinas de estudiantes que
apoyaban las causas comunistas de la guerrilla.

Fueron años de agitación. En todo el mundo flore-


cían sueños de libertad. Era una juventud que, más que
cualquier otra de la historia, estaba asomándose a la

167
barbarie que nuestra mal nombrada civilización estaba
desplegando. Era una cadena innumerable de oprobios
contra la humanidad, una larga lista de intereses mezqui-
nos e individuales; el poder del dinero y el pensamiento
desbordados en contra de la humanidad misma. Había-
mos sido capaces de crear los medios para acabar con
la obra de ese Dios abandónico que nos había dejado
en manos de la modernidad, el proyecto más atroz de
nuestra historia. Eran jóvenes que creyeron, por poco
tiempo, en el amor, en el cambio, en la posibilidad de
retomar el camino de la vida, y que cayeron pronto en la
desilusión de un capitalismo que desdoblaba sus garras
para avasallar las ideas y los sueños. Jóvenes soñadores
en muchas latitudes del mundo que pedían un futuro
mejor: París, México, Argentina, Estados Unidos. Largas
manifestaciones y mucha sangre juvenil derramada
mientras ellos llenaban de flores los fusiles pidiendo
paz, fraternidad, libertad, igualdad.

Clara Vélez, la hermana que la seguía, tenía claro,


como su nombre bien lo decía, su destino, aunque se de-
leitaba acompañando a Juana en las novedosas aventuras
universitarias. Al principio, mientras Clarita seguía en el
colegio, esos lances la hacían sentir grande, poderosa,
pero tenía claro que ella estudiaría en una universidad
de élite, para hacerse una mujer de bien, y poder casar-
se con un hombre que la mereciera, porque la vida de
doña Cecilia habría de producir paradigmas opuestos
de feminidad. Sin embargo, Clara mantenía sus planes
en silencio; no le decía nada a Juana para no molestarla.
Por su parte Juana, que amaba a Clara, sentía placer de
estar abriendo sus ojos a una vida nueva. Albergaba la
esperanza de que un día su hermana desistiera de sus
planes burgueses y se uniera a la causa libertaria, de

168
la que, en sus primeros dos semestres de estudios, ya
empezaba a participar.

La alucinación era total. El tiempo pasaba como una


barahúnda; la vida se revolcaba y Juana no se privaba
de nada. Primero fue la política, lo primero en la vida
de esta niña provinciana. La universidad estaba llena de
insignias en las paredes, un mundo ideológico que se
desplegaba a lo largo de las blancas paredes y que iba
marcando el futuro de una generación. Empezó a asistir
a reuniones secretas, donde la algarabía de la revolución
les llenaba las venas de impulso, y su destino se fue fra-
guando hasta el día fatal en que por esos mismos ideales
encontraría la muerte entre las losas importadas del
Palacio de Justicia. Luego fueron llegando las aventuras
psíquicas, los alucinógenos, la marimba, el yagé, largas
tardes y noches de alucinación en las que Juana se perdió,
buscando las raíces de ese ser complejo que se ocultaba
en la profundidad de su alma. Su hermana Clara nunca
estuvo dispuesta a probar esos viajes demenciales por
los intríngulis de la mente y la memoria, esa memoria
ancestral que se manifestaba en los recorridos internos
de Juana. Por el contrario, sus hermanos, aún muy me-
nores, encontraron en el barrio, entre las casas de tejados
altos y parques, el caldo de cultivo para desperdigar sus
mentes en las más insospechadas elucubraciones. Los
dos probaron muchas de las drogas que pasaron por
el barrio, pero sólo uno, Tomás, cayó abatido entre los
albores de esa adolescencia del rock y de la marimba.
Llegó a extremos tan tortuosos para Don Juan y Doña
Cecilia y para toda la familia que la misma Juana dejó de
consumir otras drogas, y continuó fumando su cachito
de marihuana de vez en cuando, pues a una planta tan
medicinal no se le hacía el feo, decía.

169
Tomás era el menor de sus hermanos, un travieso
muchachito que le sacaba canas a sus padres. Empe-
zó con la marihuana, como todos los demás, inclusive
su hermano mayor, pero sus ansias de aventurarse en
las múltiples sensaciones que albergaba su cerebro,
con ayuda de una que otra droga, lo llevó al límite. Se
escapaba de la casa para consumir hongos, ácidos, y
terminó protagonizando escenas muy dolorosas para
toda la familia, mientras salía a la otra orilla de sus fre-
néticos viajes interiores. Un mañana, mientras todos se
preparaban para salir de casa, unos al colegio, otros a la
universidad y otros a trabajar, lo encontraron en la sala
de la casa, montado en uno de los asientos, bañándose
imaginariamente. Cuando los vio llegar, las palabras que
estaba pronunciando desde hacía horas en esa labor
de limpieza a la que lo llevaban sus propios fantasmas
subieron de tono. Gritos feroces salían de sus labios,
denigrando a cada uno de los miembros de la fami-
lia que lentamente se iban acercando aterrorizados, a
ver el estado de perdición, como lo llamaba don Juan
Vélez , en que se encontraba Tomás. “Eso es culpa de
este monstruo de ciudad”, repetía sin cesar la abuela,
que seguía quejándose de haberse venido del pueblo.
Juana lo adoraba pues era más intrépido y lanzado que
ella misma, y eso ya era mucho decir. Fue siempre su
hermanito menor pero, cuando ya se había convertido
en un hombre, todo un universitario y había supera-
do las crisis infames que pueden llegar a producir los
alucinógenos y los ácidos, se hicieron amigos también.
Con él habló todos los temas de la revolución; a él fue
a quien tuvo siempre de compañero en sus búsquedas,
fue el contacto que la mantendría atada a la familia.

Después de la Revolución Cubana, que era la pa-


nacea de la izquierda latinoamericana, había llegado

170
un nuevo momento paradigmático en la lucha a la que
pertenecía Juana. En Chile, por vías democráticas, Salva-
dor Allende había llegado al poder; era posible lograrlo
por vías pacíficas, se repetían incansables. El júbilo fue
inmenso, y los planes también. Soñaron que pronto
ganarían unas elecciones, que llegarían a cambiar este
país, y esta vez por las buenas, como en Chile. Uno que
otro de los revolucionarios con los que Juana exacer-
baba sus sentimientos patrióticos y libertarios seguía
dudando de la vía armada, mientras que muchos otros
tenían la certeza de que era el único camino para de-
rrotar a la oligarquía colombiana. Cómo saber quién
tenía la razón. La historia se encargaría en muy pocos
años, con el atroz asesinato de Allende en la Casa de
la Moneda, de demostrarles que por las buenas no se
puede expropiar a quienes lo han tenido todo, que su
poderío es más grande que la bondad y la inteligencia
social, que el bienestar y el progreso eran sólo un ideal
demagógico de la modernidad, ese proyecto elitista y
perverso que contenía y diluía las transformaciones
sociales de la época.

Sin embargo, los años del júbilo chileno, el apogeo


cubano, y otros movimientos en el resto del continente
traían gran alboroto a los revolucionarios colombianos.
Juana empezó a colaborar en un periódico de denuncia
social que imprimían clandestinamente para repartir
en zonas marginales. Hacían el trabajo de edición y,
a continuación, en algunos lugares donde la gente no
sabía ni leer, debían hacer jornadas de lectura pública,
pero secreta. En ese entonces empezó Juana a conocer
la deliciosa sensación de la adrenalina. Salía de casa los
domingos, con el pretexto de hacer ejercicio, y viajaban
largos trayectos hasta zonas marginales, donde eran
recibidos por compañeros conocedores del sitio; hacían

171
largas jornadas de reflexión sobre la situación del país,
la pobreza, los cambios necesarios para redistribuir las
riquezas que tanto les estaban robando.

Una mañana la recogieron en un carro, un Renault


6 verde, muy bien cuidado, que iba conduciendo un
hombre hermoso, al que ella reconoció de inmediato.
Era un profesor de derecho de la universidad, de quien
muchas estudiantes jóvenes estaban enamoradas. Tenía
un rostro penetrante; ojos verdes oliva, profundos, un
perfil muy delineado, con una pequeña cicatriz en la
punta de la nariz que la acentuaba respingándola. Sus
labios eran perfectos, como de película. Lástima que
en las películas sólo muestren los labios de las muje-
res, porque éstos habrían hecho historia; sin embargo,
estaban ocultos tras una barba poblada. Caía sobre sus
hombros un pelo caoba, liso, con delicadas ondulacio-
nes. Era un rostro precioso, con unas facciones que le
daban un parecido asombroso con esa imagen pulida
de Jesucristo. Juana sintió temor de ver tanta belleza,
de tenerlo tan cerca, pues ya había soltado más de un
suspiro al verlo pasar con sus libros bajo el brazo; hasta
había bromeado con la posibilidad de cambiarse de
carrera sólo para encontrárselo un día. Y ahí estaba, en
un auto conducido por ese hombre rumbo a los confines
de la ciudad. Al subir al coche, Juana saludó con rapidez
a todos sus acompañantes, mientras la única persona
conocida le dijo: “Te presento a Mercedes —quien iba
a su lado—, a Jerónimo —iba adelante— y a Martín —el
conductor, quien levantó la mirada y por el retrovisor le
atravesó el alma—”. Juana no podía musitar palabra. Ese
hombre tenía la energía más fuerte que hubiese conocido
y ya no sabía cómo se recuperaría de su cercanía. Sin
embargo, no tendría que recuperarse. Martín Urbano,
un joven abogado, hijo de un republicano español, había

172
encontrado en los ojos de Juana una luz superior a to-
das las que había siquiera imaginado, y no dejaría de
quererla ni un solo día en el resto de su corta existencia.

Las labores de ese día transcurrieron dentro de la


normalidad. Juana pasó parte del tiempo conversando
con Martín Urbano, quien se decidió a buscarla cuando
en un descanso la vio sentada sola, en un rincón del
salón, tomando un café, pensativa, como lejana. Era el
amor, que aunque ellos no lo sabían, los estaba rondando.
Sí, azaroso y certero, el amor los estaba uniendo en un
proyecto de vida que los vincularía por siempre.
Fue un enamoramiento intenso. Desde la primera
noche de ese domingo en que se conocieron, empezaron
las largas conversaciones telefónicas. Juana se encerraba
en el estudio, y así sucedían las largas jornadas de lec-
tura de poesía. Entonces, ese mundo español de Martín
comenzó a crecer entre ellos dos:

“La noche no quiere venir


para que tú no vengas,
ni yo pueda ir”.

Leía ella, abrumada por la seducción, por no poder


entender lo que estaba sintiendo.

“Pero yo iré
entregando a los sapos mi mordido clavel.

Pero tú vendrás
por las turbias cloacas de la oscuridad”.

Y entonces el cuerpo se iba abriendo; Juana sabía


que ese hombre despoblaría de otros cuerpos el suyo, que
lo andaría con la firmeza con que ella quisiera, que sus
manos serían campos de vuelo para esos senos firmes y

173
ansiosos. En la vida de Juana ya había habido otros hom-
bres, otros encuentros, de esos que el afán adolescente
de su época deshizo de amores. Encuentros furtivos con
amigos de la revolución. Pero esto era distinto, y quién
le creería eso, cómo podría explicar que ella sabía que
era diferente; era un sentimiento incomparable el que
cobijaba sus células en las palabras ondeantes, sonoras,
perturbadoras que Martín le iba diciendo:

“Nadie comprendía el perfume


de la oscura magnolia de tu vientre.
Nadie sabía que martirizabas
un colibrí de amor entre los dientes.

Mil caballitos persas se dormían


en la plaza con luna de tu frente,
mientras que yo enlazaba cuatro noches
tu cintura, enemiga de la nieve”.

Martín, por su parte, no era un hombre enamo-


radizo como la mayoría de sus compañeros de lucha,
ni tampoco lo deleitaban los devaneos sexuales de su
generación. Sabía que la liberación sexual era un punto
determinante en la revolución, que daba espacios para
que hombres y mujeres vivieran vidas más tranquilas y
felices, pero gustaba del amor para su sexualidad. Así,
como un suceso muy raro en su época, pasaron varios
días antes de que sus diálogos, las largas caminatas con-
versadas, las noches de humo, música y baile con Juana
terminaran en la cama. Construyeron un vínculo más
fuerte que la vida y la muerte juntas. En pocos meses
su amor era ya infalible y su determinación de cambiar
el mundo juntos llegaba a proporciones inexplicables.
Hacer el amor con Martín, pensaba Juana, era una trai-
ción a la revolución, pues en cada caricia suya, Juana

174
comprobaba con una fuerza inusitada la existencia de
Dios. El cuerpo se expandía, eran pieles de esas que
se pegan, que no se pueden vivir más sin el otro, y sin
embargo, su amor era tan firme que no había angustia.
Vivían en la plenitud de haber encontrado los ojos más
amables en que mirarse; eran para el otro la certeza de
la vida, del sentido de continuar en este mundo injusto
y equivocado.

Entonces Juana desplegó al máximo sus alas. Desde


su entrada a la universidad, su crecimiento no se detenía;
ahora estallaba en miles de pedazos de felicidad. Sin
embargo, las relaciones en su casa empezaron a dificul-
tarse. Un día Don Juan Vélez fue a recoger a su hija a la
universidad, y se encontró con el mundo del libertinaje
ante sus ojos. En medio de su rabia y de su miedo, deci-
dió que Juana cambiaría de universidad, que ése no era
el mundo en que una hija suya debía moverse. Juana,
con el carácter que había heredado de su madre, le dijo
que antes muerta que irse de su universidad. Después
empezaron las discusiones sobre temas políticos que
enturbiaron el ambiente familiar. Juana tenía ya posi-
ciones encontradas con su padre; difamaba al Frente
Nacional y a las políticas que empobrecían cada día más
al pueblo: “¿De qué liberalismo viene usted, papá?, de
un liberalismo conservador, retrógrado, justiciero, que
sólo se interesa en el bienestar de quienes más tienen.
¿De qué igualdad nos habló usted en nuestra infancia,
si ahora trabaja para el poder y no es capaz de contrade-
cirlo?, ¿qué luchas son las suyas, si vive bien, honorable
congresista, y se le olvidó de dónde viene?”. Y entonces
empezaban las peleas. Don Juan acusaba a Doña Cecilia
de meterle esas ideas a Juana en la cabeza, y la situación
se complicaba más cuando Tomás, un culicagadito como
ése, se unía a las protestas de su hermana mayor. “Qué

175
futuro tendrán esos muchachos con esas ideas revolu-
cionarias”, repetía el viejo Juan sin cesar. Doña Cecilia
zanjó las discusiones una noche en que se le colmó la
copa: “Frente a todos tus hijos quiero decirte, acá estoy
Juan, han pasado muchos años y sigo creyendo en mi
vida a tu lado. Creo que nada podrá separarme de ti,
menos la muerte, pero recuerda muy bien que desde el
primer día que nos conocimos te lo dije: tú no estabas
a la altura de los cambios que proponías y, si nuestros
hijos son quienes logren esos cambios, pues podrás darte
por bien servido, habrán llevado tu bandera tan lejos
como tú no quisiste llevarla. Y ustedes, jóvenes, tengan
claro que un país no lo cambia un hombre, mucho les
he repetido eso, ni una mujer tampoco, eso es más lento
y complejo de lo que los discursos nos permiten ver.
Algún día verán que de los errores y aciertos de su padre
aprendieron la firmeza, el compromiso con el país, y el
decoro que seguramente los caracterizará”.

Ese día Juana entendió el mensaje de su madre. Su


camino revolucionario era aprobado por ella. Para don
Juan, fue claro que la fuerza de su mujer, la misma que
él había alimentado con orgullo siempre, era más grande
que su propia vida, que el destino de sus hijos, y el suyo
estaba echado, y comenzó su camino a la nostalgia por
haber equivocado la lucha. Sin embargo, su soberbia
empezó a crecer, y sería ese sentimiento el que decidiría
un día el rumbo de esa familia, que hasta ese momento
podía considerarse una familia feliz.

Clara tuvo mucho miedo de las relaciones de su


hermana con el profesor de Derecho ese, con ideas tan
raras, y sobre todo, de ese hombre que lo que quería era
aprovecharse de ella, y ya. Juana nunca le había contado
a su hermana que no era virgen. Sabía que para ella eso

176
era un escándalo, y por eso Clara pensaba que Juana
haría el amor por primera vez en su vida con Martín.
Juana conocía el tamaño de su amor por Martín y el
amor que él le profesaba, pero Clara insistía tanto con
ese discurso retrógrado de la abuela que llegó a sentir
temor, hasta el día en que Martín la llevó a casa de sus
padres y la presentó como su novia. Clara insistía que
eso no era un motivo fuerte, que era para hacerle creer
cuentos, pero que la iba a dejar sola, y quién sabe si
hasta embarazada. Pero Juana, con su férrea ilusión de
querer a ese hombre sin cesar, de cambiar este país a su
lado, no hizo más caso a las calumnias de su hermana.

La llegada de Martín a la familia Vélez fue tensa y


amable. Don Juan se dejó descrestar por la pinta española
de su yerno y doña Cecilia, por el amor que le tenía a su
hija pues, a los ojos de su madre, ese amor fue cristalino.
Ella supo, desde que lo había visto entrar en la cocina
de su casa, que ese hombre iba a querer a su hija bien,
sin ataduras castrantes, con la libertad que ella seguro
exigiría. Sin embargo, ese vínculo familiar no fue del
todo tranquilo. La edad de Martín asustaba a don Juan:
era cerca de ocho años mayor que Juana. Esperaba que
pronto tomara la decisión de casarse con ella, a lo que
la misma Juana se negaba, pues estaba dispuesta a vivir
muchas cosas más antes de casarse. Sin embargo, los
primeros meses del noviazgo de Juana y Martín trans-
currieron sin mayores contratiempos. Eran una pareja
calmada, y las turbulencias que entre ellos se movían,
las de la revolución, eran ocultas para la familia Vélez .

La agitación política crecía en el país. El fraude elec-


toral del 70 determinó el rumbo de la revolución. En
Colombia había que acudir a las armas para lograr su
cometido y, para ello, muchos de los compañeros de

177
lucha de Juana y de Martín se fueron a la guerrilla. Unos,
al ELN y otros, a las FARC. No les importaba perder la
vida; pensaban que ése era el precio justo para que este
país cambiara por fin su rumbo oligárquico y excluyente.
Martín y Juana estaban decididos a seguir los pasos de
sus amigos; empezaron a hacer los contactos necesarios
para subir al monte y, cuando todo estuvo listo, el viejo
Antonio Urbano, un revolucionario empedernido, les
hizo cambiar sus planes.

El viejo Antonio Urbano había llegado a Colombia,


exiliado, en los inicios de la dictadura de Franco, ena-
morado perdidamente de una colombiana que había
conocido en San Juan de Puerto Rico, primer puerto de
su exilio. Antonio llegó a San Juan por la misma época
en que muchos intelectuales españoles se radicaron en
la isla. Se conocieron en la playa frente al contemplado
de Pedro Salinas. Inés Barrero era hija de un profesor
universitario colombiano, un hombre de ciencia, apo-
lítico, que soñaba con un mundo de desarrollo y de
justicia. Este hombre de ciencia viajaba con frecuencia
a San Juan a dar conferencias y seminarios, y en algunas
ocasiones iba acompañado por su familia. Así, una tarde
de brisas caribeñas, un selecto grupo de intelectuales
latinoamericanos se reunieron a comer lechón en una
playa del norte de la isla. Allí, por esas casualidades inex-
plicables de la vida, encontró Antonio Urbano al amor
de su vida. Inés llegó con su familia, y fue presentada a
todos los jóvenes de la reunión por la anfitriona de la
fiesta. Era una mujer de baja estatura, pequeña como
un perfume fino, con los rasgos más andaluces que
Antonio había visto en su vida. El pelo negro recogido,
ojos profundos, rodeados por unas cejas imponentes,
y esa lejanía de andar de las andaluzas. Sólo faltaba
que la ilusoria belleza matemática de la Alhambra se

178
posara en su paisaje. Pasaron varios días de encuentros
constantes, hasta que Inés anunció su partida. Entonces
se cartearon por varios meses, y Antonio le rogó que se
casara con él y se viniera a vivir a San Juan. Sin embargo,
Inés era una mujer de arraigo que tenía claro que nunca
dejaría su ciudad, y le dijo que, sólo si él venía a vivir a
Bogotá, se casarían. Antonio, que sabía que a muchos de
sus amigos intelectuales, incluido Salinas, el Gobierno
colombiano les había negado la entrada al país, sintió
desfallecer ante el temor de que esa conservadora nación
le negara la entrada. Sin embargo, se casaron por poder,
y así logró la residencia para vivir en ese extraño país
donde pasaría varias décadas de su vida.

En casa de los Urbano, los temas de la revolución


eran habituales; eran parte de la vida cotidiana de la
familia. El viejo había dedicado su vida a cualificar los
discursos revolucionarios en el país; era un ideólogo
magistral, y tenía razones de peso para dudar mucho de
las posibilidades reales de la revolución colombiana. El
viejo Antonio Urbano generaba una confianza inusitada,
al punto que no había ningún plan que Martín y la misma
Juana dejaran de contarle. Por esos días se enteró de que
los tortolitos estaban planeando viajar al monte y unirse
a la guerrilla. Como era de esperarse, sintió orgullo de
que su hijo mayor estuviera tan comprometido con la
revolución y, sin embargo, algo le decía que, en este país
de las bananeras, la chicha y los discursos ventejulieros,
la vida de estos jóvenes se perdería en el vacío. Y, aunque
estaba en lo cierto, faltaban aún muchos años para que
su corazonada se convirtiera en una realidad implacable.
Sin embargo, la idea de que Juana saliera con Martín al
monte le pareció descabellada, no por su condición de
mujer, como ella misma había llegado a pensar al princi-
pio, sino porque le parecía un despropósito que los dos

179
arriesgaran su vida tan rápido, y sobre todo porque no
le encontraba sentido a generar semejante ruptura con
la familia de Juana cuando apenas iban a probar suerte
por allá. En un principio Juana se molestó y mantuvo la
idea de irse pero, con los días, mientras seguían hacien-
do planes para la huida, Martín empezó a convencerla
de esperar unos pocos meses, de tomarse un poco de
tiempo antes de tomar una decisión tan definitiva con
su familia. Juana terminó aceptando, sin imaginarse que
la decisión implacable ya había sido tomada y que no
había marcha atrás: estaba condenada a distanciarse de
su familia pronto, y tal vez para siempre.

Sin embargo, Martín Urbano se fue al monte pocos


días después. Iba pleno de ilusiones y de amor, sin saber
que desde ese otro lado la muerte acecha, que se encon-
traría con un mundo vertical, militar, atropellante, tan
injusto y absurdo como el mundo que querían cambiar.
Resignada y triste, Juana se quedó a la espera, contando
los días para que su amado le diera la señal precisa para
partir en su búsqueda y unirse a la revolución.

180
9

Sileeeeeencioooooooo… no hables más... no dejes


que las voces sigan contando tu silencio. No dejes que
el cuerpo se expanda tanto que el yo se desvanezca.
No, no calles que te ahogas, que se amontonan las pa-
labras en tus poros y vuelves a mirar sin rumbo, a vivir
sin territorio, a olvidarte de ser, acá, en este planeta de
soledades. “Silencio”, dice y yo no puedo mirar más, no
sé dónde estoy, ni sé qué más decir, no la conozco, no la
conozco, no sé quién es. Son las palabras que retumban.
Y la miraba y sabía quién era, claro, yo llevaba ya meses
viviendo en su cuerpo.

Cómo no voy a conocerla. Es Cata, mi amiga. Aun-


que a veces no la encuentro, es esta memoria mía que
devanea con el vacío, con el sinsentido de estar en el
mundo. Porque así me siento a veces, como que uno
no tiene por qué estar acá, para qué, para ahondar en
las debilidades humanas, para dejarse perder por las
pasiones insignificantes y maravillosas de los seres vivos.
Cata, la compañera de tareas, de juegos, de aventuras.
Cómo explicarle, es que uno, en esta vida de la prisa y de
la exacerbación de los sentidos, tiene que vivirlo todo,
o casi todo, y Cata ha sido mi acompañante, mi polo a
tierra. Siempre venía a casa, se quedaba con nosotros;
a ella le encantaba mi mamá, mi papá, esa vida nuestra,
porque Cata vivía con su madre, pero sin su madre; la
dejaba noches enteras solita en el apartamento mientras
dizque la vieja andaba queriendo cambiar el mundo,
de clandestina por ahí, labrando futuros que va uno a
ver y no eran posibles. Es que este país... sólo silencio
queda, sólo incertidumbre, pero la pobre Cata llegaba
al colegio, vestidita sola, sin haber desayunado; yo le
preguntaba qué te pasa y ella que dormí sola y yo que

181
si no te da miedo, y ella pues no, qué más puedo hacer.
Pero a mí me gustaba algo de su mamá. La veía valiente,
y eso que yo a esas alturas no sabía que era de izquierda,
aunque sí nos encontrábamos para ir a las marchas del
1 de Mayo, y yo toda contenta, arengando, pero a Cata
le dolía la soledad, aunque también la hacía fuerte.
Ella se salvó, no como otros de nuestros amigos que
de tanto estar solos se fueron perdiendo en las drogas,
el alcohol y la rumba. Cata no: ella era tranquila, y se
pasaba el tiempo conmigo; yo era más loca y a ella le
encantaba secundarme. Cuando cumplimos quince
años, decidimos que eran dos semanas de rumba, una
para mi cumpleaños y otra para el de ella. Con su mamá
la cosa era fácil, pero con los míos fue bastante difícil.
Entonces, que tenemos que estudiar donde tal y que
tenemos reunión del grupo de música y etcétera, hasta
que nos dejaban salir y nos íbamos y fueron las prime-
ras borracheras. Claro, las drogas todavía no llegaban
pero muy pronto sí, porque nos fuimos de viaje juntas
a Cartagena y allá estaban 1as primas y otros amigos y
terminamos todos trabaditos, delicioso, andando por
ahí, y la Cata toda consciente de la vida y yo perdida,
me hundía en la alucinación de la bareta y me dejaba ir
y mi mente se rebotaba y los pensamientos trastocados
y yo no entendía nada de lo que veía y la música sono-
rísima y la rumba buena y llegar a casa del tío, con ese
hedor a todo y nosotras, escondiéndonos para que no
nos vieran. Por suerte dormíamos en un cuarto lejos
de los demás que, porque estábamos muy ruidosas y
como no había hombres, pues no les preocupaba lo que
pasara por ahí. Y la Cata me ayudaba para verme con
Daniel. Se iba conmigo a su casa, para que mis papás
no se alborotaran, que íbamos a estudiar y ella se iba
a caminar mientras nosotros nos revolvíamos entre las
cobijas de cualquier cama o los cojines de cualquier sofá.

182
Se nos llenaba el alma de contento, todavía inocentes,
jugando a la refriega, aunque yo ya sabía más: ya había
hecho el amor muchas veces antes, pero es que, a los
dieciséis, y ante ese amor, volví a ser virgen. Pero después
ya no lo quería: Cata empezó a odiar a Daniel —ahora
de viejos— porque ella veía que yo sufría mucho. Es
que eso de Daniel de casarse y seguirme prometiendo
esta vida y la otra a mí me destrozaba. Yo quería ser la
de allá, la que lo tenía cuando yo no lo tenía, y Cata se
moría de rabia de que él jugara conmigo y que yo se lo
permitiera. Y se puso contenta cuando supo que me es-
taba enamorando de otra persona. Sí, no se le hizo raro
que fuera una mujer; ella sabía que yo siempre había
coqueteado con mujeres, que me gustaba su sexo, sus
caricias, y me acompañó otra vez en mi enamoramiento
y me escuchaba las historias de ese encuentro potente y
mágico con Camila. Yo regresé a mis cabales, me sentí
viva, tanto que le pude bajar el tono a la política y me
di tiempo para el amor, y Cata feliz. Y más cuando le
dije que ya no veía a Daniel y se preguntaba qué hacía
el loco ese sin mí, porque ella siempre dijo que Daniel
estaba enfermo, que aceptaba mis reglas pero que, por
detrás, no podía vivirlas y que lo único que quería era
poseerme; y yo le decía que no, porque para mi Daniel
era tan bonito, aunque más de una caía en sus brazos
y Cata se enteraba y me decía que no le creyera tanto
eso de que yo era su vida, pero yo sabía que sí. De todas
formas ahora sé que yo era su vida de forma extraña; al
menos me dejó viva. Fui yo la que se quedó a soportar
todos estos recuerdos, o más bien lo haría por venganza,
¿será que la muerte de Camila era una extraña forma de
protegerla de todas estas marcas absurdas y dolorosas?

Daniel, ¿dónde estás? ¿Quién te perdió? Su amor me


daba sentido y sin embargo cada vez pensaba más que el

183
amor es la mayor falacia de los seres humanos. De qué
sustancia extraña estaba hecho el afecto que mantenía
juntos a los seres, me preguntaba yo, y no tengo respuesta,
pues ante el amor a mí siempre se me interpone el des-
tino aciago de estar sola, de perderlo todo, de encontrar
seres que no pueden quedarse. Esta vida de maleta que
me ha tocado, este mundo sin refugios me alberga como
pasajera sin rumbo en una noche larga, fría, derruida. Y
esta ciudad fantasma que nos acogía, que no nos dejaba
ver más allá de nuestras narices y el amor que otra vez
venía, como la muerte, que no se puede resistir y que
nos derrumba sin miramiento. Cata lo supo siempre, y
yo no le creí. Daniel no vendría, estaba tan plagado de
celos, de tristezas, de vacíos, él que se sentía el dueño
silencioso del mundo, porque en su timidez caminaba
con la seguridad de quien no le teme a nada, y yo no
entendía que tanto amor no era explicable, que mi ma-
nera de amarlo lo repelía y lo atraía en un movimiento
perpetuo de pérdida y de desolación.

No calles, mujer, no detengas estas palabras, estos


recuerdos que empiezan a dibujarte; sigue, cuenta, cuén-
tate, que las palabras, aunque vacías, te recomponen,
que la única Irene que existe está allí en esa narración
deshilvanada de tus recuerdos amasijados y turbios,
no calles. Sileeeeeencioooooooo. Que se hunden las
amarras, que naufragamos en la ausencia de los que no
regresan, ataja la catarata que me ahogo, que no puedo
más, para qué me devuelves la vida, si esta muerte me
abraza silenciosa y apacible, si este marasmo de imáge-
nes incomprensibles duele menos que entender. No la
toques, no la agobies más, déjala salir, déjala ir. No pa-
aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaares, noooooooooooooooooo.

184
Es un amor grande, poderoso, y Cata lo sabe. Ella
siempre entendió lo que sentíamos Daniel y yo, aunque
le daba miedo que yo sufriera. Pero nos amábamos
con toda la ternura y la entrega. Claro, ella pensaba
que era un amor de adolescentes y ya grandes, y decía:
“¿Viste que te lo dije?, nunca iban a crecer, ustedes se
iban a quedar chiquitos por seguir juntos”. Y claro, así
fue un poco, aunque tuvimos que acompañar tantas
transformaciones del uno y de la otra, tantas nuevas
etapas, tantos sueños frustrados y tantos logros. Empe-
zamos a querernos como niños; me dijo que si quería
ser su hermanita, la que nunca tuvo y yo que sí, y así
nos hicimos novios. Y pensábamos que era más lindo
ser novios como hermanos y yo me sentía feliz porque
yo sí que no tenía ni hermanos ni hermanas, y él me
llenaba todos los vacíos y empezamos a crecer juntos y
al comienzo él era todo lo que yo necesitaba. Pasábamos
los días en ese insólito devenir de los adolescentes que
olvidan que el mundo exterior existe. Aunque a veces yo
pasaba las horas en su casa hablando con su padre de
temas políticos y el viejo se sorprendía de que yo fuera
tan versada. Pero con los días me olvidé de todo, y a
mi familia le parecía que esa junta con Daniel era una
pérdida de tiempo: ya no me interesaba leer ni tocar el
piano. Solo quería verlo y hablar con él por teléfono y
salir a pasear por ahí y, claro, darnos besos y más besos,
porque estábamos inaugurando el mundo del amor, de
la plenitud y yo que no sabía que esas sensaciones no
regresarían más, porque el resto de mis amores serían
de paso, de hotel, amores sin certezas, y por eso me
dolió tanto su abandono, tan duro, porque perder la
única certeza que tenía, mi Daniel, que para mí no se
podía ir nunca, era imposible. Yo no entendía eso, pero
no había salida; ésa era la realidad y por eso me di a la
tarea de aceptar su nueva vida, de dejarlo ir y, cuando

185
lo hice, nadie me creía, casi ni Cata. Sólo cuando me vio
tan feliz, enamorándome otra vez, creyó que era posible.

A nadie le gustaba que nos quisiéramos así. Su madre


sufría porque yo me iba a llevar a la cama a su niñito y
la mía porque él me volvía una inútil; hasta mal me fue
en el colegio por un tiempo. Es que nada me interesaba:
sólo mirarlo, verlo jugar fútbol, acompañarlo, pero uno
no cambia así no más. Yo era la aventura y a mi vida le
faltaba mucho, y entonces yo empecé a decirle que te-
níamos que vivir, que no había pierde, que íbamos a ser
capaces de acompañar la vida del otro, pero claro que no
iba a ser fácil, porque para los adolescentes el cambio
es inaceptable. Cata siempre se reía porque, después
de tantos años seguíamos, contándonos el uno al otro,
uno solo de nuestros amores, como si el dolor de haber
aceptado otros cuerpos se limpiara condesándolos en
un solo cuerpo, en una única piel, la que simbolizaba el
horror de no ser capaces de mantenernos atados sólo a
nuestros cuerpos. No sé cómo era todo eso para Daniel;
yo sé que, por su belleza, por su forma tímida y determi-
nada de andar por ahí, muchas mujeres se derretían por
él y sé que lo había aprovechado, aunque su hermano
Pascual me decía que lo hacía sólo por venganza, que si
no fuera por mis andanzas él no lo habría hecho, pero
yo no creo tanto: un hombre en esta sociedad no puede
aceptar así de fácil la monogamia porque los demás se
burlan y lo lanzan a comprobar su hombría. Pero, en
fin, lo que sí sé es que yo empecé a vivir con la certeza
de que siempre estaría con él; no quería perder mi cer-
teza, la certidumbre que me permitía estar viva, pero
también vi crecer en mí el hueco, ese infinito vacío que
se explicaba en mis silencios y que cada día me hacía
entender que necesitaba muchas pieles, muchas razones
más para estar viva, que no me era fácil mantenerme

186
en este mundo. Sabía que no estaba del todo en algún
lugar, que me estaba diluyendo y que tenía que vivir sin
tregua para sentirme acá, para no perderme, y Daniel
era la víctima de mis andanzas, pues sufría mucho. Él
quería que yo frenara, pero no lo decía y más bien me
azuzaba a hacer más, a no detenerme. Cómo podía yo
saber que, en cada nueva determinación vital mía, lo
perdía un poco más, que Daniel se iba llenando de un
miedo desbordante del que nunca saldría.

A Cata no le gustan las mujeres. Eso lo supe siempre


y tal vez por eso en nuestra relación no hubo dudas. Ha-
bíamos tejido una unión que nos hacía necesarias. Dos
horas sin vernos y ya teníamos historias trascendentes
para contarnos; es que la vida para nosotras sucedía con
una intensidad y velocidad inusitadas. Éramos capaces
de postergar nuestros amores, polvos, trabajos, logros,
sueños por una conversación que fuera capaz de ayudar-
nos a entender el porqué de las cosas. Extraña manera
esa de vivir. Con ella mis silencios eran entendidos; ella
sabía interpretarlos, como casi nadie logró hacerlo, ni
Daniel mismo, y nos gustaba ser la analista de la otra.
Lástima que en este país el psicoanálisis todavía no
tenga el estatus que se merece, pensábamos, pero en
verdad nosotras lo practicábamos sin dudarlo, con la
irresponsabilidad de las adolescentes que creen que
pueden analizarlo todo. Nos nutríamos de conversacio-
nes eternas, diálogos en que intentábamos darle sentido
a cada una de nuestras actitudes. Hora y horas trataba
de entender los abandonos de Catalina, el dolor que sus
padres le habían causado con tanto no estar allí, donde
ella más los necesitaba, explicándonos las amarguras
que causaba en mí la exagerada cercanía de mis padres,
porque no había salida. Sea uno padre o madre cercano
o lejano, frío o amoroso, como sea, los hijos de una u

187
otra forma encontramos un vacío interno, una tristeza,
una fractura que nos lleva a criticarlos.

Aun cuando estábamos ya estudiando en universi-


dades distintas, yo en la universidad pública y ella en una
de las privadas, nuestros encuentros eran constantes; no
dejábamos de vernos y contarnos y hacer de nuestras
vidas un espacio para la narrativa, para la invención,
porque siempre supimos que contarse es inventarse y de
todas maneras esa base fundamental del psicoanálisis
nos seducía más que cualquier otra cosa en la vida. Por
eso, cuando empezó mi amor con Camila, volvimos a
las largas conversaciones que la política y mis labores
como funcionaria pública me habían imposibilitado,
porque queríamos entender esa decisión mía de en-
tregarme a una mujer, de vivir para ella y sobre todo
de entregarme a una mujer que en realidad lo que me
daba era las certezas que yo celaba de la nueva vida de
Daniel. Estaba enamorándome de la mujer con la que
Daniel vivía mientras que nosotras analizábamos esa rara
búsqueda por estar del lado de allá; nos parecía que yo
no quería a Daniel, sino a su mujer, las seguridades que
ella le daba y que yo no podía dar, y por qué ahora yo se
las quería dar a Camila, cómo era posible que optara por
el amor certero cuando nunca en mi vida había vuelto a
vivir esa sensación. Después de un par de años de haber
estado con Daniel, en mí se abrió el agujero profundo, y
sólo podía vivir en la ambigüedad de muchos cuerpos
y yo no entendía lo que me estaba pasando y Cata ana-
lizaba todo y le dábamos vueltas hasta que con una de
esas salidas de ella me dijo que todas las explicaciones
sabían a mierda, que Camila me hacía feliz y ya, y yo
pensé en mis viejos, que no se preocupaban sólo por
la felicidad, sino por el éxito y estaban tan contentos
con mis logros y yo ahora dizque lesbiana y cómo lo

188
podían tomar. Tal vez se salvaron de que se lo dijera, o
lo sabrán ahora, me pregunto, tal vez no, porque yo me
sumí en otro silencio y nada de palabras y no les digo
nada y, como sus rostros se perdieron, ya no sé cuáles
son y quién me habla y quién me mira, y usted sólo sabe
aterrorizarme y yo me siento perdida, y lo siento pero
debo irme y bueno, tanta piel que me toca a mí oler y
cómo se graban esos olores y esas sensaciones y ya ni
sé quién es quién, ni Camila, que tanto se adentró en
mi ser. Con esas ganas que tenía de aprender, de vivir,
de hacer lo que hasta ese momento no había hecho y
yo con miedo de que despertara demasiado porque yo
la quería para mí, así como se daba a su marido hasta
que llegué yo, y zas; tanto no saber lo que de verdad
nos corría pierna arriba y bueno, Cata todo el tiempo
acompañándome, conversando, sin parar; hasta dos
días seguidos pasamos una vez en medio de todas las
elucubraciones. Sí, lo recuerdo, fue un descolorido otoño
en Nueva York, un viaje relámpago para alejarnos de
alguna pena de amor o algo por el estilo y estuvimos
dos días enteros deambulando de café en café de bar
en bar, comiendo bagels con café en los desayunaderos
de la ciudad, mientras nos ayudábamos a tomar alguna
de las decisiones importantes que finalmente nunca
tomamos, como que yo me iba a casar con Daniel o
que ella se separaba del hombre con el que hasta ese
momento seguía compartiendo su vida, claro, todo esto
cuando eran apenas novios y esas jornadas nos hacían
más felices que el resto de la vida y salíamos las dos
por ahí abrazadas, con más de un Martini en la cabeza,
seguras de que nada ni nadie podría hacer que dejára-
mos de vivir esa amistad que nos habíamos inventado
la una para la otra.

189
Con Daniel el diálogo era diferente. De tanto mi-
metismo, sólo podíamos encontrar en el otro lo que se
parecía y, cuando empezaron las diferencias, nos llegó
el momento de ver el reto que teníamos para amarnos
sin castrarnos. Sí, llegamos a la universidad y cada uno
a sus estudios. Él, música (eso era indudable que pasa-
ría) y yo, Ciencias Políticas, una carrera que me ayudó
a delinear mis pasiones nacionales, porque yo estaba
segura de que tenía mucho que aportarle a este país.
Me había hecho a la idea de que yo sabía un camino
pacífico de ayudar a transformarlo; qué ilusa, no sabía
aún todas las vacuidades de los seres humanos, lo poco
que nuestra condición actual nos permite transformar.
El tiempo me llevaría a entender que preferimos ser
el subyugador, o por lo menos soñar con serlo en vez
de romper ataduras y de buscar una sociedad donde
la libertad y la responsabilidad sean una posibilidad.
Yo estaba dispuesta, siempre lo he estado, a pensar, a
entender lo que pasaba; veía con claridad el sistema
y entendí, desde muy joven que, tal como estaban las
cosas, este mundo iba para el infierno. Razón tenían
los que decían que el infierno está en este mundo, en
este reino de los humanos y sus banalidades, pero la
verdad es que cada vez era más evidente para mí que
las personas no estaban dispuestas a ceder la facilidad
de tener, o lo que es peor, de pasarse la vida soñando
con tener lo que quizás, sin saberlo, nunca tendrían.

Sí, sí, estaba hablando de Daniel; es que se me mez-


clan los mundos, las vidas pasadas en que me vi inmersa,
los amores que tuve, yo no sé separar las cosas, tantos
rostros que no logro explicar, tanta gente que se esconde
en mi mente y a la que yo no alcanzo a ver del todo. Daniel
y yo nos habíamos jurado amor eterno, pero cada día
se hacía más evidente para los dos que debíamos vivir

190
muchas experiencias antes de pensar en que nuestra
relación fuera el lugar de llegada de nuestros amores. Yo
lo entendí y le pedí que lo entendiera y él que bueno que
tú tienes razón, pero día a día en él crecía un dolor que
no me explicaba, del que no hablaba y yo seguía viviendo,
dándome permiso de vivir todo aquello que mis sentidos
y mi razón, tejidos en una oscilación que los confundía
me dictaban. Mi vida era cada vez más y más compleja;
él decía que sí, que estábamos bien y yo pensaba que así
era y Pascual, su hermano, que me decía que yo lo había
llevado a las drogas, al fondo del pozo, al infierno, como
si la vida de los que no llegan allá no estuviera también
en este infierno que es vivir en medio de una sociedad
hipócrita, grotesca y cómoda; este mundo donde no nos
animamos a pensar por nosotros mismos, donde todos
como salchichas mantenemos la injusticia y la desigual-
dad. Yo quería más, quería conocer, y Daniel, cuando
supo que yo andaba por ahí fumando quién sabe qué
cosas, empezó con el cuentito de que él la iba a probar
también, y yo le decía que él la llevaba en la sangre, que
no la necesitaba, pero cómo iba yo a negarle ese deseo,
ese manantial de riquezas y alucinaciones internas que
podría encontrar en sí mismo y pensaba cómo sería mi
Daniel componiendo bien trabado, si así era alucinante,
porque uno de nuestros mayores encuentros estaba en
su música. Yo me sentía habitar ahí; él decía que yo
era su musa, y eso me hacía feliz y pasábamos días, no
importa dónde ni cuándo, pero el tiempo se detenía y
él sólo me hablaba de lo que estaba componiendo y yo
lo entendía y lo seguía y hasta lo ayudaba a copiar en
las partituras sus ideas, esas mágicas formas del arte.
Porque yo siempre pensé que la música era el arte más
perfecto y con Daniel sí que lo entendía. Y entonces yo
observaba cómo brotaba la música de su cuerpo, de
esa mente prodigiosa y me enamoraba más y no quería

191
perderlo nunca; bueno, en realidad no se me ocurría
que así pudiera ser, y viajábamos por el mundo. Aun en
Bogotá, la ciudad era un viaje para nosotros y cuando
llegó y me dijo que ahora sí había probado aquello y
que por qué no nos echábamos un polvo trabados y
entonces empezamos a probarlo todo juntos y yo veía
que su música seguía creciendo y entonces me fui para
Europa y él ya andaba días perdiéndose por ahí, en esas
rumbas largas, como él las llamaba y yo no sabía muy
bien qué hacía, pero claro, como queríamos ser libres
no nos inmiscuíamos en la vida del otro, ni preguntá-
bamos nada, hasta que Pascual me dijo que viniera y lo
ayudara a encontrar a Daniel, que por qué yo lo había
metido allá. Bueno, eso decía la mamá; Pascual dizque
no pensaba igual, pero que no me apareciera por la
casa de ellos porque su mamá no me podía ni ver y yo
ayudando y entonces encontramos el rumbiadero de
mi compositor. Encontramos ese pequeño infierno, esa
alegoría de la sociedad que hemos inventado, ese lugar
que llaman “Cartucho” y que cada día vuelve a crearse
en cualquier esquina de la ciudad, porque como ya dije
el infierno está en todas partes, pero aquí lo vive uno con
mucha fuerza y era increíble ver tanto niño bien por ahí,
como salidos de los grabados de Goya, perdidos en las
alucinaciones de un vicio que les daba la única salida a
ese mundo del éxito en el que ellos mismos no creían, y
Daniel allí, entre basura y hogueras infrahumanas, en la
inmundicia, desmadejado, ido, y nosotros tratando de
sacarlo y yo con el alma deshecha y Pascual con su paso
certero; lo sacamos y lo ayudaron en un centro. Meses
después se fue a Europa a verme y yo que sí, que ahora
sí me caso, que listo y él ya había tomado la decisión de
casarse con la otra, con la que no necesitaba vivir más o
menos. Lo que más le gustó a Daniel de Camila fue eso:
que ella no hablaba de experiencias por vivir, que ella no

192
tenía sueños de expandirse, de extender sus percepcio-
nes, su entendimiento y claro, cuando llegó el día ese,
no soportó que yo le hubiera dado alas a Camila, que
la hubiera vuelto un ave de vuelo largo, que Camila se
dejara llevar por mi instinto aventurero y lo dijo, lo gritó
y siempre igual, yo le decía que lo amaba y él me hacía el
amor con ternura, con valentía, con necesidad, porque
dizque su vida estaba en mi sexo y que no podía vivir
sin él, sin esa cuca prodigiosa en la que se había criado,
y bueno llegó, y los gritos y todo eso, que lo saquen, que
no vuelva y ella aterrorizada, con los ojos en el infinito
y yo sin entender y en fin… Claro, las reglas estaban
claras: teníamos que vivir y aceptaríamos lo que viniera,
pero por supuesto eso no era posible. Nuestro mandato
de la posesión era muy fuerte y no éramos capaces de
entender la vida del otro y entonces los celos, el miedo,
pero era poquito, porque no hablábamos mucho, hoy no
nos vemos y al otro día ni una palabra, como si hubié-
ramos estado en un agujero negro y no quedaba nada
que decir, pero de vez en cuando nos contaban que lo
vi, que estaba con un tipo y se la veía lo más de feliz, o
nos encontrábamos y bueno, el dolor y la angustia de
no poder frenar eso, de saber que la vida no da espera,
que teníamos diecisiete o diecinueve o veintidós o vein-
ticinco o veintiocho, que sólo se es joven una vez y yo
andando de un lado para otro, y él imaginándome por
ahí y yo pensando en él, en las mujeres que gozarían de
su música, su cuerpo, su cadencia, pero siempre firme,
convencida y él perdiéndose, dejándome, salvándose
de las torturas de mi vida.

Lo de Rafa fue el detonante. Sí, estábamos en Madrid


y Rafa llamó y yo no aguanté, que se iba a vivir a Austra-
lia y no lo vería más. Yo me iba a casar con Daniel, no
regresaría de Colombia y le dije a Daniel que tenía que

193
salir a dar una vuelta y me fui, a su piso, el de Rafa, y me
metí ya ni sé qué, y no salí de allá en dos días, porque
además la responsabilidad del matrimonio me hacía
pensar que ahora sí, que la política era una obligación al
retornar y yo tenía miedo de perderme cualquier movida
en Madrid, y Daniel me esperaba en casa y yo jadeando
con Rafa, ese español visionario y poeta que me había
seducido con sus juegos y sus magias de saltimbanqui
y sus gorritas de fieltro y sus objetos voladores y sus
espacios laberínticos y esas alas en vuelo de sus besos
y yo me dejaba ir y llevaba meses en ese vuelo por los
más intrincados recodos de mis sentidos, y Daniel me
esperaba en casa, y yo sin salir de allí, en medio de una
sinfonía de relojes, con las ventanas cerradas para que
no se nos escapara el olor a sexo, porque tú eres mi
heroína y me cantaba la canción y seguíamos de viaje
y yo feliz, y leíamos a Bukowsky y Daniel me esperaba
en casa y yo ni me acordaba hasta que Rafa me dijo que
regresara, que estábamos en Madrid, que las galaxias se
habían ido y yo aterricé en la ciudad y el olor de Daniel
llegó y salí corriendo, a medio vestir, y Rafa queriendo
despedirse y yo que no y lo dejé impávido y Daniel ya
no me esperaba en casa y me fui al retiro y claro estaba
sentado en una banca, cerca del ángel famoso, tocando
con su saxo esas lentas notas de la canción más lúgubre
que hubiera compuesto, la canción del adiós, la canción
de la despedida y yo no podía saberlo y él me vio llegar
y me dijo “Hola” y yo, “Lo siento”. Me recibió como si
nada y pasamos los últimos días, que yo no sabía últimos,
de ese amor que siempre quiso ser certero y que yo no
acepté y se regresó una tarde y yo quedé convencida y
soñaba, como las niñas, con bodas y trajes y demás, todo
eso que no llegaría, que nunca sucedería.

194
No puede ser tanto abismo, tanta desazón, tanto
abatimiento. Cómo decirlo, cómo explicar todo esto que
se siente, todo lo que se ve agolpado en esta memoria
incontenible mía. Rostros como flashes, luces que suben
y bajan de un escenario de sufrimientos, gentes que se
pierden en el panorama triste de mis recuerdos, profun-
do eco de voces que no llegan, que no alcanzan a ser
presencias, que golpean continuas este silencio de mis
días. Como el cuchillo y las armas y el latir del corazón
que no se contenía y la mirada aturdida, las preguntas
que explotaban y de erótico nada, de sumisión, de tor-
tura, de delirio todo, como con el filo en el cuello y la
soga que pendía de tus ojos y yo saltando sin dudarlo y
claro ese latir insoportable y esa sangre que se expande
y el cuerpo indómito, desorbitado y el terror de mirar
y la imposibilidad de cerrar los ojos y sus voces que no
cesan que siguen retumbando. Que se detengan ya, que
no regresen, que no te vayas, no me dejes, no me dejes.

Cata me llamó a Madrid; yo ya le había contado que


me iba a regresar para casarme con Daniel y le pareció
increíble: ella nunca pensó que eso fuera a suceder.
Estaba convencida de que nuestra relación estaba tan
desgastada... habíamos sufrido tanto con las mutuas infi-
delidades, con las mutuas aventuras vitales que negaban
la existencia del otro, porque Cata creía que los seres
humanos no somos capaces de entender tanta digresión
de vida. Ella siempre pensó que el amor es entrega,
renuncia; tal vez por eso ahí anda con su amorcito de
tantos años y él tan abnegado, asumiendo los principios
de realidad que esa forma del amor les imponía. Pero
nosotros, o mejor yo, no entendería esos límites, aunque
ahora estaba segura de que sí, ahora te lo juro, Cata, que
voy a poder estar con él, sólo con él, no te preocupes,
pero Cata llamaba a preguntarme por el matrimonio con

195
Daniel, y le dije que seguía en pie y ella me explicó que
le habían dicho que se casaba con otra persona y yo que
cómo se le ocurre si me está esperando en poco tiempo,
ahora que termine mis labores acá y pueda regresar, y la
pobre Cata, que ya no tenía contacto casi con nadie que
fuera cercano a Daniel, pues no le interesaba esa gente,
se quedó aterrorizada de dudas, pero no hurgó más el
tema, se creyó mis palabras o quizás no quiso decirme
más para que lo descubriera yo misma y sí, así sería, y
a mí no se me pasaba por la mente.

Y después tanto llanto con ella, y su hombro recibién-


dome, porque cuando supe la situación llegué directo a
su casa, a hundirme en esa muerte rara que produce el
desamor y ella dándome agüitas aromáticas, esencias
florales y yo sintiendo ese abismo profundo de mi ser,
ese vacío creciendo cada vez más, ese dolor intenso de
saberme perdida, de no haber sido capaz de amar a
Daniel como él requería y me sentí siempre culpable
y abatida y sin alientos de vivir. Por momentos se me
olvidaba el aire, o el apetito se perdía o no deseaba ni
levantarme de la cama y Cata venía con sus manos tibias
y me consentía la cabeza y le explicaba a mi madre que
ya me pondría bien y ellos atortolados con ese derrum-
bamiento mío, y yo tratando de salir del hoyo, de ese
agujero negro en que me veo ahora, otra vez, lanzada
sin misericordia a la caída perpetua de mis soledades,
de mis fantasmas.

Cata es luz, risa, alegría, un ser sin límites en el afec-


to; siempre me acompañaba, me guardaba la espalda,
me protegía de ese mundo tan ancho y grotesco que
yo me labraba. Ella decía que mi sentido del miedo era
ella, que sólo en sus cuidados yo encontraba límites a
mis torrentes. Sólo Cata podía entender lo que yo estaba

196
sintiendo, ella sabía de mí, ella me podía ver sin difi-
cultad, sabía que la ciudad era mi perdición, que cada
rincón sería siempre un abrupto flechazo de recuerdos
y que Daniel estaría presente a cada segundo; porque
sus calles eran una resonancia de su música, porque él,
el compositor de la ciudad, se había dedicado a cantarla
y mi andar por Bogotá era una variación eterna sobre
un tema imposible: el tema de su ausencia.

Suéltala, no la toques, déjala correr, deja que se


deslice por las grietas de esta inmundicia, que se vaya
pronto, que no regrese más, que sus senos se pierdan
para siempre en esta alucinante forma de no existir.
Suéltame, no me detengas, no más, no más de eso, no
me aturdas más, no nos quieras así, no la destrocen más,
que esta vida es un infierno sin límites, qué buena esta
muerte, ese hueco, este silencio que me rodea, buena
esta calma sin vacilaciones, este remanso de palabras,
de sueños, de vida. Irene... ¡¡¡no te vayas!!!

197
10

Gerardo Carmona no tuvo inconveniente en recibir-


las. Su mujer le había hablado de la siquiatra de Medicina
Legal que estaba ayudando a Irene y le pareció adecuado
hablar con ella. De hecho, dijo estar extrañado de que
hubiera tardado tanto en buscarlo (quizás su mujer no
le había contado su petición de que no lo molestara).
Liliana y la doctora Galindo habían preparado diferentes
planes para abordar esta conversación; tenían miedo
de las reacciones del señor Carmona; sin embargo, la
conversación fluyó mucho más de lo imaginado, aunque
no dio frutos muy determinantes para la investigación.
La doctora Galindo le contó los avances que tenían en
el proceso, le habló de las implicaciones políticas que
ella creía que eran la determinante de lo sucedido, le
mencionó los sucesos extraños que narraba Irene so-
bre su infancia y le dijo que Catalina les decía que eran
poco probables. Le habló también de los rumores de
que Daniel estaba otra vez andando por las calles de la
ciudad. Don Gerardo, con calma y con mucha atención,
escuchó todo lo que la doctora le decía, casi tomando
nota. Cuando la narración de la doctora culminó, Liliana
continuó contándole algunas de las situaciones que se
estaban presentando en el Congreso; le habló de las ame-
nazas y de la idea de terminar los escándalos iniciados
por Irene. Don Gerardo, quien no paraba de fumar un
cigarro, por cuyo olor se percibía su finura, inició una
serie de preguntas que más parecían un interrogatorio
judicial. Quería entender bien los pasos que estas dos
mujeres estaban dando y sobre todo el motivo que las
llevaba a exponer sus vidas en este caso, dijo. Ellas, sor-
prendidas, respondieron sus preguntas; tenía la maestría
de quien ha sabido siempre llegar a lo más profundo de
la información, y lo demostró con aquéllas.

199
Luego del interrogatorio, el señor Carmona (quizás
le gustaría más que lo llamaran “doctor”) intentó con-
cluir la conversación con una serie de comentarios que
dejaron en la nebulosa a estas investigadoras amateur de
casos judiciales extremos. Sólo horas más tarde, Liliana
y Beatriz Galindo entenderían que el padre de Irene las
había confundido, que había jugado con ellas. Todo eso
las llevó a preguntarse qué les estaría ocultando, qué
necesidad tenía de impedir, como lo había logrado,
que ellas le preguntaran lo que de verdad era impor-
tante saber para esclarecer la situación de Irene. Pues
don Gerardo, con su maestría de funcionario público
para eludir conversaciones, consiguió que al final ellas
no hicieran las preguntas que venían a hacer, y por el
contrario, dio su versión de la situación de Irene, la cual
en su momento parecía muy acertada pero que, con un
poco de inteligencia y tiempo, generaba muchas más
dudas que certezas.

—Querida doctora, le agradezco sobremanera el


interés que le ha causado el caso de mi hija. Igual que
usted creo que es una injusticia que dejemos el caso de
Irene así, sin esclarecer. Yo puedo decirle que quizás
no hemos estado a la altura de la situación, pero usted,
que es siquiatra, entenderá que el dolor que nos em-
barga impide, ojalá no por mucho tiempo, ver mejor lo
ocurrido y empezar a actuar de forma más adecuada.
El veredicto del médico que atendió a Irene durante el
proceso nos dejó aterrados; era claro para él, que su
amnesia era fruto de un shock producido por haber co-
metido un crimen. Y como ustedes pueden imaginarse,
nosotros no creemos que sea posible que Irene, nuestra
Irene, haya cometido un crimen así. Claro, de Daniel
tampoco lo esperábamos. Él la hizo sufrir mucho; en los
últimos años sabíamos su dolor por el matrimonio de

200
ese joven, pero no pensamos que llegaría tan lejos. Sin
embargo, las coordenadas de la realidad, y perdonen si
me pongo como poético, es mi forma de soportar esta
conversación, nos fueron llevando a la encrucijada de
aceptar que uno de los dos había cometido esa atroci-
dad. Y bueno, además ha sido difícil entender eso de
que estaba viviendo con la mujer esa, con su gusto por
los hombres, tanto que yo siempre se lo cuestionaba
pues me parecía que andaba con muchos amigos, to-
dos raros, políticos, y demás, pero nosotros estamos en
este mundo para acompañarla y no haríamos más que
aceptar sus decisiones, como siempre lo hicimos. Intuyo
que usted no sabe, doctora: Irene ha sufrido siempre
de unos vacíos de conciencia. Ella tenía unos terribles
silencios, que no eran muy frecuentes, pero que sus
amigos, la misma Catalina, conocen, y los médicos nos
han dicho que, en esos espacios sin conciencia, Irene
podía construir realidades alternas que la llevaban a
imaginarse otra vida. Por eso pensábamos que ella se-
ría escritora, pues en su infancia componía cuentos y
poemas en que el mundo infantil de sus personajes era
diametralmente opuesto al de su propia vida. Nosotros
tal vez no les dimos la importancia debida a esas situa-
ciones, aunque sí la llevamos a psicólogos, pero ahora
nos damos golpes de pecho, pues el médico que dio el
veredicto, como les venía contando, dijo además que,
en esos vacíos mentales de Irene, había ido creciendo
otra vida, o mejor, su ser criminal y que por ello había
llegado hasta este punto. —La doctora intentaba hacer
comentarios, pero Gerardo Carmona, con un gesto de
mano displicente y amable a la vez, le indicaba que
guardara silencio.

»No sabemos si es cierto o no; lo único que sabemos


es que la justicia la tiene por criminal y esperamos que

201
algún día eso se aclare. Pero miren, además de estas
posibles injusticias, creo que ustedes deben saber que
están arriesgando sus vidas. Nosotros estamos amena-
zados. Llaman semanalmente a casa preguntando por
unos casetes, que no conocemos y que nos pueden costar
la vida, como dicen esos hombres. No sé hasta dónde
vale la pena que ustedes se arriesguen tanto. No quiero
desanimarlas, pero por favor tengan mucho cuidado. No
hemos abandonado el país, pues tenemos la esperanza
de que Irene regrese a sus cabales algún día, que nos
deje verla. Por ahora, ya usted lo mencionó, dice que no
somos sus padres, pues está sumida en ese otro mundo
imaginario que fue construyendo a lo largo de su vida
de inconsciencia. Pero ustedes se imaginarán que unos
padres entregados como nosotros no son capaces de
abandonar a su hija en un momento como éste. Sepan
que estamos para ayudarlas; cualquier otra información
que necesiten, no duden en llamarme. Estaré dispues-
to a conversar con ustedes; de nuevo gracias, muchas
gracias por lo que hacen.

Las confusiones iban en aumento. La doctora Galin-


do empezaba a sentir que su mundo colapsaba con el de
Irene. El cansancio y la monotonía de su vida crecían, y
las injusticias del mundo de Irene la hacían toparse con
realidades poco conocidas por ella. Se veía llamada a ver
un nuevo país; la realidad que vivía cotidianamente se
iba transfigurando en una suma de despropósitos que
cada vez se hacían más incomprensibles para su mundo
ordenado y certero. Padres evasivos, madres mentirosas,
mujeres que vivían al límite, casi en el abismo de sus
deseos, políticos asesinos: una realidad que parecía más
novelesca de lo tolerable. Beatriz Galindo no estaba tan
familiarizada con el bajo mundo de las élites políticas
colombianas. Había dedicado su vida a ayudar a personas

202
de clase media a soportar las encrucijadas de este ser
utilitario y eficiente que vamos siendo a estas alturas de
la historia, sin ver de cerca otros mundos de su país. Y,
para completar, Pascual horadaba su mente con su olor
que entonces invadía el consultorio. “Qué tonta fui —se
repetía sin cesar— tanta pataleta por el miedo de decirle
que yo tampoco puedo dejar de pensarlo, que quisiera
pasar mis horas con él”.

Y bueno, para salirse un poco de todo esto, decidió


encontrarse con sus amigas. Llegó, un poco tarde; antes
de salir, recibió una llamada de Liliana de última hora.
Llevaba el pelo suelto —como casi nunca —, unos jeans,
una camisa roja y su abrigo de salir en las noches. Era un
aspecto inusual, demasiado juvenil para su edad. Quizás,
al inicio de la conversación, sus amigas no intuyeron los
ríos turbulentos que se despertaban dentro de Beatriz;
por el contrario, como solía suceder, la conversación
tomó sus rumbos esperados.
Beatriz Galindo se reunía con cierta regularidad
con estas dos amigas. Una de ellas, una cincuentona
que pocos meses atrás había sido abandonada por su
marido por una mujercita joven, hecho que se volvía ya
costumbre en los hombres. Así los hombres empezaban
la vida que los llevaría a tener hijos y a enfrentar de nuevo
los avatares que ellos no imaginaban volver a recorrer.
Claro, todo fundado en el viejo truco de te digo lo que
quieres oír y entonces esas jovencitas les dicen que son
muy libres, que buscan vivir una existencia de aventura
y ellos se la creen, y caen y, un tiempito después, ya no
pueden salirse del reloj biológico que les dice a ellas
que ya llegó la hora y entonces otra vez pañales y todo
eso que tan cansados los tenía, y terminan buscando a
sus mujeres para hacerse amantes de ellas, porque las
cincuentonas ya tienen esa vida resuelta. Un círculo

203
vicioso, imparable. Pero la amiga de la doctora estaba
apenas en los primeros meses del desamor, cuando ya
se ha aceptado. Quizás hasta trajera ya una historia de
amor incipiente, o nuevas recetas para soportar la sole-
dad, de esas que la misma doctora Galindo le ayudaba
a refutar. Y la otra, una mujer que también orillaba los
cincuenta, atractivísima, muy bien casada, estable, y
que por tema de conversación aportaba la vida de sus
hijos e hijas (solía evitar hablar de su propia vida) que,
ya mayores (era de las que había empezado a tener hijos
muy joven), enfrentaban el reto de construir relaciones
de pareja en este mundo que ha desdibujado los medios
para los fines. Y, claro, no faltaría el momento en que le
preguntarían a la doctora, como sucedió: “¿Y tú cómo
estás?”. Y ella, que no les iba a contar por mucho tiempo
sus aventuras de detective, les contestó con pausa, como
para que no quedaran dudas:
—Estoy un poco confundida —mientras hablaba, se
recogía el pelo y lo sostenía en una moña imaginaria con
una de sus manos—, mejor dicho, perdida. Cada día me
convenzo más de que he gastado mi vida impulsando
a las personas que me rodean a vivir en un naufragio
permanente. Yo, que me creía que les ayudaba a pasar
por este mundo de forma más digna... Me retumban en
la mente esas palabras del olvidado maestro, ese que
siempre regresa, cuando decía que, si fuéramos capaces
de entender el mundo que estamos inventando, sabría-
mos que vamos al colapso, y cada día entiendo más y me
duele y me doy golpes de pecho, pues pienso que la única
salida que queda para no perpetuar la maquinita que
nos llevará a la destrucción está en el límite; el suicidio,
la locura o el abismo de vivir en lo más intenso, y claro,
todo eso va contra mis propias teorías de cómo salvarnos
de las incertidumbres. —Que Beatriz se encontrara en

204
crisis era normal, pero que pusiera en duda su carrera
ya era demasiado extraño, pensaban sus amigas.
—Bueno, ¿pero hay algo más que nos quieras contar,
te estás enamorando? —le preguntaron. Ella sonrió y
prefirió callar: por ahora ese fantasma llamado Pascual
no rondaría los chismorreos con sus amigas, aunque le
costara no nombrarlo. Estaba tan presente, tan clavado
en sus deseos...
Terminaron sus capuchinos, los discretos postres
que compartieron, y un extraño silencio se coló en la
conversación. Ellas no entendían qué le sucedía, pero en
fin, ya habría días más claros, pensaron. Se despidieron
como casi siempre, contentas de haber compartido sus
historias con las otras.

Los días seguían sucediéndose unos a otros, y la


doctora Galindo continuaba su camino al fondo de sus
propios abismos. Irene les daba sentido a sus búsque-
das; en sus palabras encontraba una voz desgarrada y
entera, la voz de una mujer que se había dado el per-
miso de vivir, pero cómo entender las paradojas de esa
forma de habitar el mundo. Ella pensaba que lo mejor
era vivir en lo cierto, disminuir las incertidumbres, esa
gran tarea de los seres humanos, y ahora sentía que
sólo una vida abismal como la de la congresista valía
la pena. Y sin embargo, sabía que la estaba ayudando a
regresar a este infierno, a la destrucción inminente que
sólo los seres humanos somos capaces de causar. Sus
hijos, cada uno en sus historias diarias, la saludaban, le
preguntaban pequeños datos de la vida cotidiana. Casi
no se percataban de que su madre se hundía en sus
nuevas cavilaciones. Su marido, por el contrario, que
la conocía como nadie más podría hacerlo, la dejaba
estar en sus distancias, intuía el marasmo y lo dejaba
llegar, seguro de que su única labor en este amor era

205
verla vivir, acompañarla tan cerca y tan lejos como para
que ella, su mujer, se sintiera libre, fuera soberana de
su propio destino.

De nuevo la encontró sentada en la esquina, agaza-


pada, como temiendo la llegada de un nuevo tormento.
Irene Carmona la miró, una y otra vez, levantando su
cara de entre sus piernas. Estaba hermosa. Su rostro
tenía en ese momento un leve trazo de placidez. ¿En
qué remanso podía encontrarse?
—Irene, ¿cuántos años tienes?
—Cuatro, doctora.
—¿Qué haces? Mi abuelito canta unas canciones que
papá medio se sabe y yo tarareo con ellos. Que la guerra
y los pobres y otras cosas así. Y la abuela, “el perfumito”
le dicen, sale al patio, con sus ojos grandes y con su paso
saltarín. Es que a mí me gusta jugar con ella, y me dice
que ya está el helado, porque ella sabe hacer helado y
mamá prepara la torta. Y llegan los demás y me cantan
el cumple y papá; dicen que no debe estar allí, pero que
es mi cumpleaños y cómo se lo iba a perder, dice él, y
yo lo abrazo. Hace días que no lo veía. Es tan bonito...
Claro que casi no lo reconozco. Tiene el pelo corto, sin
barba y parece otro señor, pero mamá me dijo que es
él, que se cambió un poco la cara, pero que no lo dude
y yo le creo, a mi mamá, claro que le creo. Y cuando me
acerco y lo huelo, sí, es mi papá.

—¿Cómo es tu mamá?
—Yo sé que mamá tiene miedo y quiero protegerla.
Por las noches, ahora que vivimos en otra casa, como
de unos amigos, y no salimos casi a la calle, me acuesto
pegadita a su cuerpo y escucho su corazón y pienso que
es tan linda y la abrazo fuerte, como para que nunca se
vaya, y no sé ese pensamiento a qué viene, si ella está

206
siempre ahí. Como papá sí se va, a mí me duele que a
ella le haga tanta falta; es que lo echa mucho de menos.
Habla de él todo el día y ahora me dice que en la calle,
si salimos —aunque pasan los días y nada, seguimos
encerradas—, que no hable de él, que mejor no diga
nada de papá y a mí que me gusta tanto hablar de él que
me da miedo que se me salgan las palabras. Yo trato de
cuidarla, aunque soy chiquitita y su cuerpo me cubre.
Me siento calentita y me duermo contenta, porque ella
concilia el sueño y se relaja y yo también y al otro día
volvemos a jugar mucho y pasamos el tiempo allí y que
no te acerques a las ventanas, y yo me siento con ella y la
miro y quiero ver a los abuelos, pero todavía no se puede.
¿Dónde estás, Irene? No paro de correr. Estamos
en el parque y mamá está feliz, ya viene la abuela. Nos
vemos en ese parque, muy de vez en cuando. Mamá
dice que ella es la mujer de la fuerza, que es un motor
y yo casi no entiendo, pero sí veo que mamá queda
contenta. Pasa días felices, cantando, como que todo
tiene sentido para ella de nuevo. A mí me parece que
a mamá la ausencia de papá la enferma, pero ella me
quiere a mí, y por eso no se va más.
Y de súbito regresa el silencio. Irene se hunde en su
vacío y la doctora Galindo sale, apurada, para cumplir
con la cita con Liliana. Habían quedado como siempre
en el Café de Merlín, para tomar nuevas determinacio-
nes estratégicas.

—Sí, tienes razón. Evitó nuestras preguntas, mejor


dicho, no nos dejó llegar al momento de hacerlas. ¿Qué
piensas de eso? —preguntó Liliana.
—Pues no lo sé —respondió Beatriz Galindo—; cada
vez estoy más convencida de que ellos esconden algo.
Me parece poco convincente la teoría esa de que Irene
sufre de vidas paralelas, que ha creado un mundo de

207
criminalidad en los vacíos mentales. Yo sabía de sus
estados amnésicos, pues en los archivos del juzgado se
mencionan, y también porque en el diálogo con ella se
han hecho evidentes, pero estoy casi segura de que ella
está encontrando nudos narrativos en su mente que
hacen referencia a su vida real, que la ayudan a recordar.
No sé si puede ser que sus padres llegaron a tener algún
tipo de militancia política, o algo por el estilo, o si había
algún motivo por el que se separaban y se escondían.
Pero en la narración de Irene encuentro que su padre
las abandonaba por periodos. Cómo saberlo. Alguna
dificultad con el Gobierno de turno, o un problema con
algún político.
—Cada vez me parece más que en este país todo
es posible. Sin embargo, no están dispuestos a hablar, y
quizás no hay salida —aseveró Liliana—. Bueno, docto-
ra, además debo decirle que el otro senador amigo que
conoce el caso de la pauta publicitaria está dispuesto a
empezar la controversia.
—Yo lo he estado pensado —respondió la doctora—,
y creo que debemos darle un poco de tiempo a la entrega
de los casetes. El proceso con Irene avanza y no quiero
que por razones externas nos imposibiliten continuar
la terapia. Doctora, se me olvidaba decirle que Pascual
Soler se comunicó conmigo ayer; dice que encontró
documentos que quizá a usted le interesaría ver. Quedó
en llegar a eso de las siete.

¿Cómo?, Pascual venía a su encuentro. ¿Y cómo haría


para que esta joven no se diera cuenta de las pulsaciones
de su cuerpo, del deseo que se le exacerbaba, del arrebato
que Pascual le producía? Por suerte, cuando Pascual
Soler arribó al café, Liliana había ido al baño y tuvieron
que saludarse solos y mirarse, y en pocos segundos,
con la sensación terrible de que la intrusa ya regresaría.

208
Intentaron, con el ritmo de la respiración, con la mirada,
con un leve movimiento de las manos, decirse todo lo
que estaban sintiendo. La doctora era poco experta en
estas cosas, y eso que escuchaba a diario historias sobre
el tema. Pero la fuerza de su deseo la transformó por
unos instantes en una fiera, en un ser desbordado que
era capaz de hacerle saber al otro lo que sentía, en una
economía contenida y deliciosa, mientras uno trataba
de actuar como si nada sucediera, como si su presencia
no fuera una chispa en sus días. Quiso decirle muchas
cosas, pero los minutos fueron demasiado cortos para
vencer sus miedos. Por su parte, Pascual parecía estar
molesto con ella, y la ignoró un poco, como si la última
vez no le hubiera declarado su deseo. En fin, Pascual
parecía saber más de estos oficios, aun siendo mucho
más joven que la doctora, y quizás tuviera claro que
ese poco de indiferencia podría ser el detonante que la
llevaría a perderse en sus seducciones.

Una vez que regresó Liliana, Pascual empezó a


contarles sus avances. Parecía que él estaba decidido a
ayudar, y estaba dando señales de hacerlo. Le parecía
importante saber más sobre la historia de los días ante-
riores a la muerte de María Camila, en especial los días
de su hermano, de quien no había aún ninguna noticia.
—Quería contarles que estuve en el apartamento
de Daniel. Tuve que buscar por todas partes en casa de
mi madre las llaves, hasta que, en una caleta que sólo
nosotros conocemos, las encontré. Supuse que nadie
más sabía que allí había un duplicado de las llaves del
apartamento de Daniel y de María Camila. De otra forma
mi madre ya habría ido a fisgonear. Cuando finalmente
llegué hasta ese lugar, me sorprendió que nadie hubiera
intentado traspasarlo. El caso de Irene parecía cerrado del
todo, y no había interés en entrar en ese departamento.

209
Tampoco la familia de María Camila había procurado
encontrar sus pertenencias. Todo estaba intacto. Pude
ver el dolor que reinaba en el lugar. Mi hermano no re-
gresó más; todavía no lo han vuelto a ver. El apartamento
estaba desordenado, atiborrado de pequeños objetos y
retratos que mostraban la profunda melancolía en que
estaba sumido Daniel antes de ir a buscarlas. Yo me ha-
bía enterado de su separación, pero no supe nada más.
Daniel era un hombre muy reservado, y pocas cosas me
contaba. Sí, había hecho de su casa un altar de culto a
esas dos mujeres, a su ausencia. Llegó al punto de po-
nerles un detective que les tomaba fotos. Y quizás él se
dejaba seducir por la angustia de ese descubrimiento.
Sus dos mujeres, los lados opuestos de su propia vida
unidos por la más perfecta de las comuniones: el sexo.
Por la historia que encontré en el lugar y por los frag-
mentos de papeles escritos por él, creo que supo de la
relación de sus dos mujeres varias semanas antes del
encuentro final. Doctora, encontré una nota que había
dejado sobre la mesa. No tiene fecha, pero supongo que
la escribió poco antes de salir a su encuentro. “Nada
queda. Sólo los fragmentos de mi deshilvanada esta-
día en este mundo desvencijado y turbio. Me aturden
las imágenes, los sueños, los recuerdos. Sus rostros se
multiplican y me horadan sin cesar. Sé que mi rumbo
se ha perdido, no tengo salida, ellas lo justificaban todo,
ellas eran la balanza donde yo me regocijaba. Hasta la
música me abandona… queda el silencio, el deseo de
verlas. Ahora soy yo el que se las imagina, tanto como
ellas me imaginaban con la otra, la invisible, y yo conven-
cido de que ellas eran las alas que mantenían mi vuelo.
Caído. Como el ángel. Así quedo, aplastado, sostenido
en la soga que me ahorca y no me deja morir. Camila, la
certeza, la fuerza, el soporte. Irene, la pasión, el vértigo,
la música. Debo ir al encuentro. Una señal lo dice. Me

210
esperan, las veré, sí, las veré y seré yo el testigo más real
de sus deseos”. ¿Lo ven?, Daniel perdió el rumbo. ¿Para
qué encontrarlo?, ¿para qué buscarlo? —repetía Pascual.
Luego continuaron la conversación y se convencieron de
que era importante saber la verdad de lo sucedido. Daniel
e Irene seguían vivos y tenían derecho a una segunda
oportunidad, para no ser condenados por asesinos—.
Usted podrá interpretar esa disyuntiva de mi hermano
mejor que yo, doctora, ¿pero no le parece que Daniel
estaba encontrando en María Camila las certezas de
nuestra madre, esa forma incondicional de estar para
nosotros, mientras que en Irene encontraba el campo
creativo, fundado en su carácter incierto, como nuestro
padre, quien por sus ocupaciones y sus mujeres fue siem-
pre un ser casi intangible para nosotros, un individuo
que con sus ausencias producía sufrimientos a granel?
En fin, como ve, el mundo de Daniel era profundo y
complejo también. Y claro, supongo que el de María
Camila también debía serlo. Somos tan indescifrables,
¿verdad, doctora?
Pascual Soler había pasado toda la conversación
interpelando a Beatriz Galindo, acercándola y alejándola
de sus palabras, coqueteándole con su apatía. Minutos
más tarde, se encontraban solos en el auto de la doc-
tora; Pascual Soler le había pedido que lo acercara a
un lugar del norte de la ciudad. Recorrieron el trayecto
hablando de temas diversos, temas que la doctora no
podría recordar. Tanto la desbordaba ese hombre que
le impedía conectarse con la realidad. Pero aterrizó, de
manera intempestiva, cuando Pascual, antes de bajarse
del coche, le dijo:
—Doctora, yo también necesito una mujer incierta
para vivir, y creo que esa mujer puede ser usted. —No le
dio tiempo de reaccionar. Se bajó del carro, sin vacilar,
y emprendió la marcha.

211
“¿Qué hacer ahora?”, se preguntó la doctora. ¿Cómo
reencontrarlo, cómo controlar sus ganas, cuando su
presente cada vez la llevaba más y más cerca del abismo,
del deseo de romper cualquier límite? Quería sentirse
viva, y este hombre la estaba ayudando en su propósito.
Entonces recordó las palabras de Catalina cuando les
había dicho que se cuidaran de ese hombre, ¿qué querría
decir, de qué perversión cuidarse, y cómo frenar cuando
la suerte parecía ya estar echada?

Los días siguieron pasando. La doctora Galindo tuvo


que retornar, de a poco, a sus actividades normales; no
podía abandonar del todo a sus pacientes. La terapia
con Irene avanzaba, y ella cada vez estaba más radiante
y segura de estar haciendo lo adecuado, hasta una tarde
en que recibió la llamada que estaba esperando desde
que se había iniciado este proceso. Sí, llegó por fin la voz
aquella que debería amenazarla, decirle que su vida o la
de sus hijos corría peligro si no entregaban los casetes
famosos. Por supuesto, para una madre saber que sus
hijos están en peligro es quizás la peor de las torturas
y, sin embargo, la doctora sintió que debía continuar, al
menos, las terapias con Irene. En esos días sus hijos se
iban de vacaciones al extranjero, y eso con seguridad
ayudaría a mantenerlos a salvo. De todos modos, habían
decidido detener las acciones políticas de denuncia del
caso, y eso mantendría a los empresarios tranquilos
por más tiempo. Ahora sí se completaba la película y
ya, cuando se sintió hasta el cuello (Pascual, Irene, las
amenazas), no pudo menos que asumir su situación
con el desparpajo de quien está dispuesto a todo con tal
de entender un poco más su propia condición. Intuyó
que los peligros eran necesarios y aceptó que vivir es
un gran riesgo.

212
En el rincón de Irene, la conversación siguió fluyen-
do. La doctora pensaba que estaban próximas a encontrar
los nudos que no le permitían a Irene terminar de unir
sus recuerdos. Muchas de las narraciones que le relataba
desaparecían como por arte de magia de su mente al día
siguiente. Eran destellos que se negaban a sí mismos. Sin
embargo, la doctora sentía que las historias de Irene la
estaban ayudando a entender su mundo interno, bueno,
el de las dos, y eso le daba sentido a esta búsqueda. Los
agujeros negros de su mente estaban llenándose paula-
tinamente de nombres y anécdotas que iluminaban, no
sin ocultar sus sufrimientos, el rostro de Irene Carmona.

Sin embargo, como solía suceder en casos como éste,


aparecían recuerdos que enredaban la pita; derrumba-
ban de un tajo los avances de meses. Una mañana llegó
la doctora a ver a Irene; la encontró, por primera vez,
sentada en una silla en medio de la habitación, con un
gesto de asombro y de felicidad.
—Doctora, la estaba esperando. Ya encontré el
nombre, bueno, los nombres, son dos, o cuatro, cómo
explicarle: dos mamás, dos papás, y demás. Ella es bo-
nita, se llama Juana Vélez, y me abraza duro, con tanta
fuerza que no le veo la cara, y la otra, tan dulce, María,
la mamá de los libros. ¿Me entiende? Y ellos, los padres.
—¿Cómo se llaman? —preguntó la doctora.
—No sé, los veo, vienen y me consienten, me quie-
ren, pero no encuentro las palabras que los nombran.
Ay, doctora, tengo miedo; me quiero ir de aquí, quiero
verla, sí, a la Juana. A la mamá del comienzo. Doctora,
no me deje hundir, no me deje ir así.
Y se sumió en un nuevo letargo que duraría varios
días. Beatriz Galindo siguió insistiendo todos los días.
Estaba confundida con la información que le daba Irene
y sentía que sus padres estaban ocultando un pasado

213
que temían develar. Quería buscarlos, pero le pareció
que lo mejor era lograr que Irene quisiera verlos. Ya
había encontrado el rostro de su madre, con nombre
propio, y el de su padre. Quizás, si conseguía despertarla
de ese nuevo letargo, aceptaría una visita suya, y así los
podría vincular en el proceso. Así mantuvo el diálogo,
intentando abrir la mente de la congresista, buscando
que dejara fluir su catarata de recuerdos inconexos. Creía
que habían creado ya algunas ataduras en sus relatos
que, en esa mente delirante y sorda, los recuerdos em-
pezaban a moldearse, a tejerse. Quizás estaba mucho
más cerca de lo imaginado de los núcleos detonadores
de su amnesia. Sin embargo, con los días lo único que
logró fue devolverla a la imagen de esa mujer, de Juana
Vélez. Sólo de ella hablaba, con tremenda dificultad.
Fueron sesiones lentas, agobiantes. En estos casos los
retrocesos son normales y eso lo sabía la doctora, pero
no estaba muy a gusto con el actual. Sentía que nadie le
daba las pistas que ella necesitaba, y así se le dificultaba
mucho más la labor de reorganización de esa memoria.
Pero el recuerdo de esa mujer, que parecía muy real, y no
un invento de sus alucinaciones de infancia, como decía
el señor Carmona, le daba un brillo especial a su rostro,
pese a lo difícil que resultaba regresarla a las palabras.

El impulso llegó una noche en que tuvo la intuición


de que sólo encontrando a esa mujer, a Juana, iba a ser
posible llegar a un lugar de conexión en la mente de
Irene. Pensó que tal vez había sido su nana, o una amiga
de la familia. En fin, lo que importaba era lograr que sus
padres hablaran. Tomó su auto (ya conocía el camino) y
se fue a la casa de los magnolios. Sin avisar, llegó hasta
allí. La dejaron entrar y muy pronto estaba de nuevo
en el estudio de doña María Teresa, sentada frente a
los padres de Irene. El gesto de sorpresa era evidente

214
en el rostro de los tres, tanto que abría un abismo a las
palabras. Ellos parecían sentirse señalados, eso estaba
claro para Beatriz Galindo, y ella sentía miedo de sus
reacciones.
—Vengo a decirles que el momento de ver a Irene
está cerca. Creo que pronto lograremos que los reciba.
Ya los ha recordado, hasta me ha dicho su nombre: Doña
María Teresa. Sin embargo, debo decirles que Irene vive
de unos recuerdos que necesito que me aclaren. Me
habla de otra madre, quizás alguien que la cuidó en
su primera infancia. Una tal Juana Vélez, y de verdad
necesito que me ayuden a encontrarla, es quizás una
de las personas que más nos ayudarían.
La doctora Galindo no midió la magnitud de la si-
tuación. No se imaginó que esos dos seres, desolados y
solitarios, pudieran sentir tanto miedo de sus palabras
y de sus peticiones.
—Doctora —replicó el padre de Irene, con el rostro
demudado—, ya le hemos dicho que nuestra hija tiene
en su mente un mundo imaginario. En sus vacíos de
memoria, deliraba a veces y aparecían personas que
nunca habíamos conocido. —En ese instante una traza
de terror apareció en el rostro de doña María Teresa—.
No intente encontrar personas que no existen. No pierda
su tiempo. Claro que queremos ver a nuestra hija; en
cuanto crea que podemos verla, no dude en llamarnos.
Por ahora déjenos tranquilos, ya suficiente tenemos con
el dolor que nos acompaña. Y ahora, por favor, váyase
de nuestra casa.

La doctora Galindo quedó petrificada. Salió del lugar


abrumada, convencida, con mayor razón entonces, de
que había gato encerrado en esta familia. La inquietó
la transformación sufrida por el señor Carmona. Ese
viejo amable y conversador que las había atendido en su

215
oficina era ahora un ser seco e impenetrable. Le llamó la
atención su descortesía y la antipatía con que la señora
de Carmona había guardado silencio. Algo ocultaban,
¿y cómo encontrarlo?, ¿qué hacer para que hablaran?,
se preguntaba, mientras recibió una sorpresiva llamada
de Pascual Soler, que la retaba a encontrarse a solas con
él. Todavía conmovida por las dudas generadas por el
encuentro, aceptó. Unos minutos después, estaba en
un café en la zona rosa, sentada frente a frente con el
hombre que le hacía delirar las células, la derretía en
silencio y la sumía en la incertidumbre. Ella, Beatriz
Galindo, constructora de certezas, ella, se acercaba al
torbellino más peligroso, más incierto: la pasión.

216
11

El Año Nuevo llegó y, como era costumbre, Juana


festejó en el club Militar con su familia. Como todos
los años desde que habían llegado a Bogotá, se pu-
sieron todos sus mejores ropas y se fueron a disfrutar
de una de esas impersonales fiestas de fin de año. Era
una celebración que don Juan Vélez y Clarita disfruta-
ban, mientras que doña Cecilia y el resto de sus hijos
habrían preferido una de esas tradicionales fiestas del
campo, de las fincas, con matanza de marrano y llorada
asegurada en el medio de la noche. Los paisas tenían
esa extraña costumbre, que en un espacio como el del
club se volvía casi insoportable: llorar a las doce de la
noche. Celebraban más los dolores del año viejo, el re-
cuerdo de los que se fueron, los que no vuelven, lo que
pudo haber sido y no fue, y anticipaban los miedos de
las nuevas aventuras que el año por venir pudiese traer,
pues habían hundido sus raíces en un grecolatinismo
cursi y trágico que sólo el deambular por las grandes
ciudades puede ir limando. Bueno, en realidad, no del
todo. Pasadas las doce de la noche, de ese año asombroso
en que su vida se había unido a la de Martín, Juana vio
a su madre y sus hermanos abrazados llorando. Sabía
que a su padre le da un poco de vergüenza esa escena,
pero sabía también que él mismo se echaría a llorar si
no fuera porque su condición de hombre público se lo
impedía. Y mientras veía esa escena, como tantas otras
a su alrededor de gentes acomodadas y de bien —como
diría su padre —, su mente empezó un revoloteo que
le hacía preguntarse por el sentido de su vida. Pensaba
que muy pronto no estaría allí, que se habría ido a la
guerrilla a luchar por un país justo y temía los resultados
fatídicos que podía traer su revolución a gente como su
propia familia.

217
Sí, Juana Vélez había empezado a sentirse extranjera
en su mundo. Los observaba con detenimiento y trataba
de imaginar lo que cada uno de ellos, de esos seres a
los que amaba y con quienes había compartido toda su
vida, pensaría el día en que se enteraran de que ella, la
joven inteligente y audaz, se había vuelto tan atrevida
que dejaría sus estudios para dedicarse a la revolución.

Creía leer en los ojos de su padre, aunque se equivo-


caba, una desilusión, pero una indudable aceptación y,
en los de su madre, intuía que ella misma desde siempre
estaba preparada para que su hija mayor terminara en
algo así. Y en eso sí no se equivocaba, pues doña Cecilia,
pese a tener que aceptar la posición de su marido y de
respetarla, estuvo de acuerdo con su hija. Entendió sin
dificultad los motivos que la habían llevado a tomar
las decisiones que había tomado. Doña Cecilia estaba
convencida de que el rumbo político elegido por Juana,
y eso alguna vez se lo diría, habría sido el suyo, de no
ser porque tenía hijos y un marido a los que acompañar.
Y claro, ese mandato de la familia era tan fuerte en su
historia vital que la misma Juana se vería, más pronto
de lo que se imaginaba, llamada a cumplir con él. Esos
últimos meses, mientras sus padres creían que Martín
estaba de viaje en España, ella se había ido distanciando,
había construido las barreras que le permitirán continuar
su vida sin ellos. Y por eso, en ese momento en que los
observaba en ese baile de gala y veía a sus padres bailar
abrazados, como siempre lo habían hecho, le parecía que
estaban al final de un corredor sin fin, allá, del otro lado
de las cosas; y ella, en este más acá de la revolución, del
saber que traicionaría a los suyos para ayudar a construir
un país supuestamente más justo.

218
Ese día a la tarde pasó por casa de la familia Urbano.
Quería saber si los padres de Martín tenían noticias de
él. Vivía con la ansiedad de que llegara el día en que
Martín enviaría por ella. Como solía suceder, la recibieron
amorosos. Le dieron turrón y mazapanes y conversaron
de política. El viejo Antonio le habló de sus navidades en
España, de los años de la república y ella, como siempre,
se dejó llevar por esas memorias que la tocaban tanto
que dudaba de si en otra vida había participado de esas
reminiscencias españolas. Y, como solía suceder, el viejo
terminaba recitando versos de sus poetas preferidos:
Vallejo, Alberti, Lorca. Juana escuchaba en las palabras
del viejo la voz de Martín, de su amor, “Tanto amor y
no poder nada contra la muerte”, y soñaba con estar de
nuevo abrazándolo. Pero de él, nada: no había noticias,
y la felicidad de ver a los viejos Urbano no era completa.
El día de su partida parecía alargarse y ella estaba ya lista
para dejar esa vida burguesa que cada vez le parecía más
agobiante e insulsa.

La militancia política se hacía cada vez más inten-


sa; no había tiempo que perder: el mundo estaba a sus
pies. La universidad le empezaba a parecer un espacio
sólo propicio para la acción; ya no le interesaba tanto
el conocimiento. Quería sentirse una verdadera revo-
lucionaria y no había que ceder a los embelecos de
la élite intelectual. Sí, se necesitaban revolucionarios
formados, pero no formateados y, aun en la universidad
pública, tenían miedo de ser consumidos por el siste-
ma que tanto querían transformar. Tenía miedo de su
pasado, de su mundo burgués, ¿sería capaz de dejarlo
verdaderamente atrás?, ¿sería capaz de abandonar su
familia, su casa, sus comodidades? Esas preguntas se
desvanecían en la emoción profunda que se generaba

219
en lo más interno de su ser, en ese lugar donde el miedo,
el amor y el valor hierven.

Poco se había sabido de Martín en esos meses. Aun-


que las noticias que llegaban parecían todas buenas,
hacía pocos días había llegado un rumor de que uno
de los amigos de militancia de Martín y de Juana había
desertado. Sin embargo, no dejaba de ser un chisme
que bien podía ser una forma de despistar al enemigo.
Juana, en su fascinación y aguerrimiento, no podía ima-
ginarse que sus compañeros de lucha desertaran. Ellos
estaban hechos para la revolución y no había marcha
atrás pues, aunque Juana a veces había pensado que
por vías democráticas podrían llegar al poder, como en
Chile, Martín y el resto de sus amigos la convencieron
de que, si no era por las armas, en este país de mierda
no bajaba nadie del poder a esta oligarquía. Y claro, ella
se fue dando cuenta de que era cierto y aceptó que ése
era el único camino, hasta el punto de que no podía
entender ya una opción diferente. Sin embargo, por
esos días la ansiedad aumentaba, quería irse pronto,
reencontrarse con Martín y seguía sin una señal que
indicara que sus sueños estaban cerca de realizarse. Una
mañana, saliendo del apartamento en que ahora vivían
los Vélez, en una zona muy lujosa de la ciudad, mientras
iba caminando a tomar el bus para ir a encontrarse con
algunos de sus compañeros de batalla, un hombre la
tomó por la cintura. Juana intentó gritar pero, en milési-
mas de segundo, descubrió que era Martín. Entonces el
corazón no podía soportar la emoción. “¿Qué haces acá?
¿Qué te ha pasado? ¿Cómo te apareces así?”. Y mientras
tanto él que vamos pronto, debemos encontrar un lugar
para conversar por unos segundos. Tengo que contarte
muchas cosas y desaparecer. Pero él también estaba
desbordado de la emoción. Se tocaban como si nunca

220
antes hubiese existido otro hombre y otra mujer, como
si en esa mañana se hubiesen inventado los sexos. Se
montaron en un bus, buscaron un puesto donde poder
conversar y empezaron un recorrido breve y sin rumbo,
por las calles de Bogotá. Martín se abrazó a Juana con
fuerza y en esa posición le habló al oído.
—Deserté.
—No puede ser, ¿cómo es posible que dejes la re-
volución de lado? —y le suelta la mano con un gesto de
indignación. Martín no cede al abrazo.
—Tú sabes que eso no es posible. No te preocupes,
mi amor: como yo, varios de nuestros compañeros de-
sertaron. Encontramos que, desafortunadamente, ésa
no es nuestra revolución. —Trataba de abrazarla más,
pero ella estaba entumecida de rabia.
—¿Y los campesinos y la revolución obrera?, ¿dónde
la dejan?, ¿ahora me vas a decir que hay que hacer una
revolución de intelectuales? —replicó Juana.
—Espera, no te aceleres. No vamos a dejar morir
nuestros ideales, pero estamos convencidos de que se
puede hacer la revolución con menos verticalidad. Allá
están sumidos en un ejército intransigente y sin escrú-
pulos. No importa matar al que te parece si no está de
acuerdo con los que mandan. ¿Crees que ése es el nuevo
país que estamos soñando?
—Pero, entonces, ¿cuándo encontraremos una sa-
lida a esta inercia, o es que se te olvidaron las familias
con las que semana a semana nos encontrábamos? Las
calles de Bogotá seguían pasando a su lado, y Martín
forcejeaba con Juana para lograr hablar lo más cerca
posible con ella.
—Claro que no, compañera preciosa; estamos acá
para transformar este país y lo lograremos. Pero nuestra
lucha está en las ciudades: somos urbanos, mi apellido
no es en vano. —Y por fin una tregua, una sonrisa ante

221
este consejo de guerra—. Vamos a crear nuestra pro-
pia guerrilla, una organización que pueda entender las
necesidades de este pueblo sin tener que apelar a las
antiguas estructuras. Si el tema es renovar el país, pues
hasta renovaremos las prácticas guerrilleras. Y sí, com-
pañera, usted va a ser muy necesaria para esta lucha,
ojalá que no se nos baje del bus.

Y entonces besos, y caricias, y un poco más de esas


palabras sorprendidas de Juana, por no entender lo que
sucedía, por sentir una molestia de no haber vivido la
experiencia por sí misma. Cuánto le hubiese gustado
estar en el lugar de Martín. Tomar la decisión de cam-
biar el camino de lucha con conocimiento propio, y no
de oídas, como le tocaba ahora. Martín acariciaba el
rostro entristecido de Juana, que ahora miraba por la
ventana como ida.
—No te pongas triste, ya llegará tu momento.
—¿Pero qué quieres que piense? Yo quería ir con-
tigo, me dejaste acá y pronto mandarías por mí y ahora
te regresas, con el peligro inminente de que pueden
matarte por desertor y yo como si nada, sin la vivencia,
sin ti, sin mis certezas, con mis sueños de los últimos
meses derruidos por una vida que no es la mía. Ésa es
la mierda de ser mujer en esta sociedad.
—Calma, Juana, tú eres una estratega, una ideóloga.
No te apresures, no temas, que tu momento llegará, te
lo aseguro. —La abrazaba, buscando calmarla. Ella, con
toda su fuerza de mujer, se fue pegando a su cuerpo,
hasta acoplarse a la maravilla de tenerlo junto a ella.

La despedida fue dolorosa. Juana quería estar cerca


de Martín y ahora debían pasar días sin verse mientras la
situación se normalizaba para él. Estaba aturdida y tuvo
que llegar a su casa y fingir que nada estaba sucediendo.

222
Fueron días aciagos. No tenía con quien conversar, con
quien intentar entender lo que estaba sucediendo, y de
Martín no había noticias. Estaba sola y desesperada;
procuraba entender, quería conocer el camino a seguir,
soñaba con una nueva sociedad.

Ya llegaba el momento de regresar a la universidad


y Juana, convencida de que ese año no regresaría a es-
tudiar pues estaría en el monte, tenía pocas ganas de
empezar un nuevo ciclo de estudios. Estaba preparada
para la acción, y no aguantaba más titubeos. Sin em-
bargo, por esos días, cuando debía tomar esa decisión,
no pudo encontrarse con Martín ni con ningún otro de
sus compañeros, de manera que terminó asumiendo su
regreso al estudio, aunque poco le interesaba. En realidad
sabía que la universidad era un espacio de formación de
revolucionarios y que seguramente ése sería el centro
de acción de Martín para iniciar un nuevo grupo gue-
rrillero, y no se equivocaba, pues sería desde allí que
Martín y sus compañeros, incluida Juana, iniciarían la
movilización que los conduciría a la creación de una
guerrilla urbana, la primera del país, con unos ideales
y unas prácticas robinhoodescas, que terminarían por
seducir a la mayoría de los ciudadanos de clase media y,
en algunos casos, también de clase alta. No obstante, su
decisión de regresar a estudiar no duraría mucho tiempo.
Los avatares de la vida política y la futura clandestinidad
la llevarían a dejar para siempre la universidad. Por esos
días las relaciones con el partido en el que había estado
militando Juana desde que había entrado a la universidad
empezaban a hacerse muy difíciles. Aun cuando Juana
no había dejado de participar en las actividades progra-
madas por el partido, los dirigentes habían expulsado a
varios compañeros de Juana, incluido Martín, por haber
decidido unirse a la guerrilla. Ahora la situación política

223
se complicaba; Juana esperaba noticias de Martín o de
cualquier otro de sus compañeros. Quería saber qué
estaban pensando, pues los del partido cada día le ha-
cían saber, con más determinación que, si se acercaba
a ellos, la sacarían también a ella. Claro, a Juana eso no
le parecía tan grave si había una opción interesante de
organización con Martín, pero temía quedarse sin lo
uno ni lo otro. Por más amor que le tuviera a Martín, no
estaba dispuesta a dejar de lado sus ideales. Ella debía
cumplir con sus sueños, y sólo participaría en una or-
ganización que decididamente tuviera en cuenta a las
bases sociales del país. Ella había visto ya a su padre y
sus copartidarios olvidar a la gente común, y eso no se
lo podía perdonar.

Los días siguieron como si nada, en ese mundo ex-


terior donde las cosas parecían existir por inercia. Juana
estudiaba, visitaba los barrios populares donde desde
hacía años daba talleres de formación política, hacía sus
tareas editoriales para el partido, leía textos políticos, y
mientras tanto, en esa calma chicha, su mundo interior
colapsaba en las preguntas y en las ausencias. Martín
no podría acercarse a ella por muchos días, y Juana no
soportaba más ese abandono. Sabía, eso lo podía sentir
en su piel, que Martín la quería igual que antes, pero no
lograba resistir el deseo de estar con él, de escuchar sus
nuevos planes, de empezar algún tipo de vida a su lado.

A la salida de la universidad, en una de esas tardes


de espera, se le acercó un compañero del partido, de los
que se habían ido a la guerrilla, y le dijo que el próximo
viernes la pasaban a buscar en la esquina de la calle
60 con novena, que estuviera allí, que alguien que ella
reconocería la buscaría a eso de las tres de la tarde.
“Ah, compañera —le dijo antes de irse—, lleve ropa

224
que nos vamos varios días”. Juana quedó petrificada.
¿Estaría Martín allí? ¿Sería realmente un encuentro o
una trampa?, ¿cómo tomar una decisión?, ¿qué hacer?
Y, además, ¿cómo manejar a su padre? Juana, por más
liberada que era en su vida privada, había manejado
siempre sus relaciones y su vida de tal forma que no
fuera necesario contrariar a su padre demasiado, por lo
que nunca se había quedado fuera de casa. Pero siempre
llega una primera vez, y ésta sería la suya. Habló con su
madre. Le dijo que se iba de paseo con sus compañeros
de universidad, que era una decisión tomada y que no
estaba dispuesta a pedirle permiso a su padre. Doña
Cecilia, con esa mirada de siglos, le respondió: “Hija,
simplemente vete, déjale una nota, asume tu vida”. Ella,
sin embargo, sabía que don Juan iba a tener un ataque
de furia cuando supiera que su hija había tomado una
determinación como aquélla. Seguramente doña Ceci-
lia estaba leyendo ya en los ojos de su hija otras tantas
decisiones que no podrían detener y que la llevaban a
pensar que lo mejor era promover de una vez por todas
la tremenda discusión que esto generaría entre ella y
su marido. Como era de esperarse, la culparía de ese
libertinaje de su hija:
—Porque, claro, usted se ha encargado de meterles
en la cabeza esas cosas, esas ideas de libertad, qué cosa,
cómo fui yo a casarme con la hija de un anarquista.
Como solía suceder, doña Cecilia zanjaría la discu-
sión con algunas de sus frases célebres:
—Entonces usted viene a quejarse de haberse casa-
do conmigo ahora, cuando los resultados no son lo que
usted quería, cuando fue usted, Juan Vélez, y no yo, el
que insistió en que no podía vivir su vida sin mí, que yo
era la mujer de sus sueños. Mire, Juan, el día que usted
quiera, yo me voy de acá con mis hijos, y usted, que le
falta el tesón que a mí me sobra, y que su hija Juana

225
heredó, se quedará eternamente mirando a través de los
cristales, esperando a que regrese para ponerle orden a
su vida y yo no volveré siquiera la mirada para ver con
qué gesto de patética sorpresa me ve alejarme.
Don Juan Vélez había vivido tan enamorado y orgu-
lloso de su mujer, de su inteligencia y su entrega por la
familia que nunca fue capaz de refutar esas sentencias
de ella. Estaba seguro de que no podía vivir sin ella y le
aceptaba sus ínfulas de libertad, pero con sus hijos era
diferente y llegaría al extremo de no ceder en su orgullo
por las andanzas políticas y vitales de su hija Juana.

Y llegó el día, aunque para Juana los minutos trans-


currieron segundo a segundo, lentos, en ese tiempo del
alma que abruma, en esa ansiedad que le producía no
saber qué estaba sucediendo, en la desconfianza que le
generaba ese encuentro, pero también en la curiosidad
y emoción que le brotaban en lo más profundo por estar
destinada a cambiar el rumbo de este país, pues quizás
en ese encuentro encontraría un nuevo camino a seguir.
A la hora indicada se dispuso a esperar.
En una esquina cualquiera, mientras veía pasar la
gente, el corazón le latía, con ese ritmo fuerte, como
cuando tomaba la decisión de hablar en alguna reunión
política y, desde que empezaba a pensar qué decir, le
venía esa sensación de que su cuerpo entero latía, la
misma sensación de desbordamiento que a partir de hoy
y por muchos meses no se detendría. Entonces, para su
mayor felicidad, llegó un auto verde, se estacionó frente
a ella y, desde el otro lado de los vidrios, vio el rostro
apacible y pleno de su amado Martín. Sin dudarlo se
subió al auto y se dejó llevar. Cuando vio que venía solo,
alcanzó a pensar que se iban de luna de miel y que le
había preparado esta celada para sorprenderla. No obs-
tante, minutos después sabría que no era propiamente

226
una luna de miel. Si bien estarían juntos, como pareja y
disfrutarían de este ansiado reencuentro, iban camino a
una finca, en las afueras de Bogotá, donde se reunirían
con un grupo de compañeros con quienes iniciarían
conversaciones para definir las características de la or-
ganización guerrillera que iban a conformar y las activi-
dades que debían realizar en el corto y mediano plazo.

El reencuentro con los compañeros más cercanos,


quienes de formas diversas habían desertado a la gue-
rrilla rural y que ahora estaban iniciando este nuevo
sueño, fue fascinante para Juana. En especial se sintió
muy halagada de encontrarse entre las pocas personas
(eran como doce) que, durante esos días de encuentro,
conformarían el primer núcleo de la organización. En
realidad había más personas en la finca, pero no todas
participaban en esas reuniones. Era la casa de los pa-
dres de una de las compañeras que desde hacía años
andaba también agitando las banderas del partido. Y,
aunque su padre era uno de los ideólogos más impor-
tantes para el surgimiento de esa organización, no sería
parte de la plana mayor del movimiento. Era, como
don Antonio Urbano, un viejo ya sin sentimientos de
absoluto, sin capacidad de creerse los grandes cambios,
pero esperanzado de que los jóvenes de alguna época,
y ojalá fueran sus hijos, lograran cambiar el país gracias
a la omnipotencia que sólo se engendra con éxito en la
juventud, sin imaginarse que hasta sus nietos morirían
en el intento.

Fueron jornadas largas que dejaban casi sin áni-


mos a Juana y a Martín para su luna de miel. Estaban
reinventando el mundo y esa labor, ese sueño divino,
no deja intacta ni una célula del cuerpo. Les vibraba
el alma. Mantenían el sueño cubano en alto, el Che

227
como estandarte, y cargaban con el dolor de la muerte
de Allende, que terminó por minar cualquier resquicio
de confianza en las salidas democráticas. La primera
mañana desayunaron todos juntos. Se rieron mucho
contando sus anécdotas del monte. El flaco les dijo con
su voz temeraria y dulce:
—Ahora sí, hermanos, vamos a trabajar.
En la sala de la casa, todos ya acomodados y en
silencio, siguió hablando:
—Debemos ser creativos en la lucha. Una organiza-
ción guerrillera en Colombia, un país eminentemente
urbano, requiere una guerrilla urbana capaz de atraer
las miradas de los más poderosos.
Había que dotar la lucha de actos simbólicos que
llevaran a la gente a pensar más, a cuestionar al Gobier-
no, las injusticias sociales, la politiquería. Martín pidió
la palabra para agregar que el hombre nuevo debía ser
su derrotero. El flaco continuó:
—Y Bolívar, mis hermanos, sí, compañeros, Bolívar
será el norte.
No se podía continuar vendiendo el país al impe-
rio. Entonces abrió la discusión y aparecieron las ideas
y sugerencias que darían inicio a su particular grupo
revolucionario.

Llegaron a tres líneas de acción que debían seguir


en el primer año de trabajo. Debían iniciarlo con una
estrategia de expectativa para que el país se fuera prepa-
rando para su aparición; realizar algunos actos simbóli-
cos, entre éstos la recuperación de la espada de Bolívar
para que continuase su lucha, iniciar una estrategia de
cooptación, que incluía acercarse a las grandes empre-
sas del país para ir ganando apoyo de los sindicatos,
y buscar adeptos en los movimientos de izquierda y
de oposición de la época. Estaban cerca de las nuevas

228
elecciones presidenciales y había que utilizar ese clima
para promover su organización.

La luna de miel empezó con fuerza y continuaría así


hasta que Martín entró en la etapa de mayor clandesti-
nidad, cuando dejó de haber noticias suyas y Juana fue
detenida, pese a haber tomado grandes precauciones
para su seguridad. Sus vidas estaban destinadas a la
brevedad y, por suerte, las vivieron así, con la intensidad
que da el alboroto del amor y la revolución, con ese jú-
bilo del miedo a caer presos, a ser desaparecidos, a ser
asesinados. De todas maneras, por su juventud y por el
alto vuelo de sus sueños, esos jóvenes que se separaron
en la entrada a Bogotá, después de haber dado inicio
a la organización guerrillera más rimbombante de la
historia de Colombia, no se alcanzaban ni a imaginar
los estragos que sus actos podrían provocar. En este am-
biente de euforia, Juana y Martín empezaron sus nuevas
vidas. Mantuvieron buenas relaciones con la familia
Vélez, aunque las tensiones se hacían sentir. Asumieron
sus tareas revolucionarias con todo el empeño posible.
Y se entregaron a amarse como nunca más podrían
hacerlo. Ni en lo más intenso de la relación de Juana
con Julián, ella llegaría a amarlo como había amado a
Martín Urbano, y Martín no tendría otra oportunidad
en la vida para amar.

Juana trabajó arduamente en las labores editoriales


de la organización. Participó activamente en el diseño
de la campaña de expectativa y en los materiales de
difusión que debían entregarse en los barrios de las
diversas ciudades en que se estaban llevando a cabo
acciones de sensibilización. Fue testigo de la decisión
de realizar el primer secuestro que, con ayuda de otros
grupos guerrilleros, sería la fuente de recursos para la

229
campaña de expectativa que habían decidido realizar.
Realizó tomas a buses de empresas y a fábricas para
dar a conocer sus ideas a los trabajadores con el fin
de conseguir adeptos y cooptar nuevos miembros. En
cuanto a la organización, empezó su crecimiento: hubo
la necesidad de aumentar la seguridad, y decidieron
compartimentarse. Gracias a eso Juana fue nombrada
jefa de una célula que debía prepararse para futuras
acciones de recuperación. Debían protegerse, usar los
seudónimos, nunca revelar su identidad ni su verdadero
lugar de residencia. Había siempre compañeros que se
encargaban de movilizar a la gente, a ciegas, a los en-
cuentros de célula para que no supieran dónde se habían
realizado ni conocieran la identidad de sus integrantes.
Claro está que ese tipo de organización quizás habría
funcionado como un reloj en una nación europea, u
oriental pero, en la bacanería colombiana, la seguridad
estaba mandada a recoger. Enamoramientos, rumbas y
otras plagas los llevaron a dar mucha más información
de la debida, en esas épocas en que seguían pensando
que eran invulnerables, y tarde o temprano pagarían las
consecuencias de su irresponsabilidad.

Por su parte Martín debía adelantar tareas políticas.


Debía crear vínculos con miembros de otras organi-
zaciones partidarias, ayudar a conseguir apoyo para
su organización guerrillera. Estaban acercándose las
elecciones, y el clima se hacía cada vez más propicio
para ello. Se unieron a la lucha del partido de oposición
más fuerte del momento y, aunque los militantes del
partido se encargarían de desmentir su participación
en éste, Martín y los suyos se aprovecharon de las rabias
que había generado el fraude del 70, para cooptar viejos
militantes de la izquierda que se habían unido a dicho
partido. Debían convencer a muchos compañeros de

230
lucha política para poder tener un campo de acción
amplio en el país y una acogida respetable. Entre sus
tareas, en compañía de la misma Juana, estaba la de
hacer contactos con organizaciones guerrilleras de otros
países y los contactos con Cuba, que servirían para que
los militantes de la organización tuviesen un lugar donde
formarse libremente. En esa época el sueño era la unidad
latinoamericana. Había que sacudirse del imperio, y
la única salida estaba en la unión. Así, Bolívar fue to-
mando cada vez más fuerza en su discurso, y por tanto
se mantuvo el plan inicial de recuperar su espada. Era
un símbolo de latinoamericanismo, de enfrentamiento
con el imperio norteamericano, de buscar las raíces de
la libertad en las luchas de independencia.

Durante los meses de conformación de la nueva


organización guerrillera, antes de hacerse conocer ante
la opinión pública con el robo de la espada del general,
las discusiones políticas fueron empeorando en casa de
los Vélez. Juana había resuelto dar a conocer sus ideales,
y eso la llevaba a largas charlas, a veces muy acaloradas,
con su padre. Sin embargo, ella siempre siguió pensando
que Don Juan estaría de su lado en sus decisiones po-
líticas. Por esos días de efervescencia juvenil y política,
Doña Cecilia le pidió a Juana que se encontraran en un
café cerca del apartamento donde vivían. Era un lugar
que doña Cecilia frecuentaba, pues con los años había
recuperado el hábito de la lectura y, en las tardes, como
tenía sus hijos ya grandes, salía de casa y se sentaba en
ese lugar para entregarse a las maravillas del conoci-
miento. Era una mujer sorprendente. Ya a su edad, cerca
de los cincuenta años, tomó la decisión de entender
el papel que la ciencia estaba jugando en la forma de
comprensión del mundo moderno. Sus años de lecturas
políticas y de novelas habían terminado; sentía entonces

231
la necesidad de ahondar en la ciencia y en la filosofía
para dejar en sus hijos, con el tiempo que le quedaba de
vida, un legado que les sirviera para comprender mejor
el mundo. Ya ella sabía que su labor estaba realizada
pero, como siempre decía, la mujer de generaciones,
de la cual ella formaba parte, debía adquirir un lugar
de entendimiento, para poder ayudar a transformar
ese mundo de hombres que les había quedado tan mal
inventado. Alguna vez llegó a pensar en la posibilidad
de separarse de Don Juan. Estaba cansada de verlo más
y más comprometido con la corrupción que empezaba a
arruinar el país. Sin embargo, lo amaba, y sabía que sólo
un hombre como él habría sido capaz de soportar por
compañera de viaje a una dama anarquista, aun siendo
una gran ama de casa. Entonces zanjó en su interior la
posibilidad de abandonar a Don Juan. La familia era su
eje, aun para la libertad. Todo el conocimiento y toda la
sabiduría que tenía en torno a la libertad y a la autonomía
la vivirían las mujeres de las generaciones posteriores.

Su madre la esperaba en la mesa de siempre. Ya se


habían reunido allí para conversar temas variados; entre
ellos, los temas de estudio de doña Cecilia, que Juana en
sus afanes revolucionarios, hasta cierto punto, ignoraba.
Juana se sentó, pidió un café y se dispuso a escuchar a su
madre. Ya estaba cerca el día de la primera gran movida
pública de la organización, y Juana vivía en un estado
de intoxicación de adrenalina.
—Ayer encontré esto en tu cuarto. Ya sabes que no
suelo fisgonear tus cosas pero, limpiando, se cayó esto
de un cuaderno tuyo. —Era un volante de la publicidad
ideológica que estaba repartiendo en las comunidades
menos favorecidas, donde ya era público que su orga-
nización existía.

232
Juana se quedó estupefacta. Sin embargo, con tran-
quilidad, le contestó a su madre la pregunta. Con pelos
y señales le explicó todo lo que estaba pasando y ella,
con el rostro serio y con una cierta sonrisa interna, le
aceptó sus decisiones.
—Hija, no te olvides de que los caminos de la evo-
lución son largos. Llevamos millones de millones de
años acá, tratando de existir. No te dejes engañar por el
alboroto del momento, nútrete de conocimiento, estudia
más, no abandones la universidad, fórmate, que ese es
el único acto verdaderamente revolucionario. Juana, por
su parte, entendía esa charla como un acto de bellísimo
apoyo de su madre y un llamado a complejizar la lucha
armada con el conocimiento, pero no estaba aún en
capacidad de entender el mensaje. Doña Cecilia le ad-
virtió que su padre no aceptaría sus elecciones políticas
y Juana, con su prepotencia juvenil, le dijo que no fuera
tan escéptica, que su papá siempre la acompañaría en
sus decisiones.
—Recuerda El violinista en el tejado —le dijo doña
Cecilia—: la cuerda se tensa hasta que se rompe, no
juegues a reventar la familia.
Sin embargo, Juana llevó las tensiones al punto máxi-
mo, y Don Juan optó por olvidar que alguna vez había
tenido una hija mayor, por muchos años.

Fue preciso en el día más feliz de muchos que había


tenido cuando perdió a su familia. Juana estaba encar-
gada de acompañar la recuperación de la espada, desde
lejos, patrullando. Mientras, Martín debía entrar a la
quinta con las personas que tomarían la espada. Luego
de terminar el operativo, algunos compañeros tomarían
el Concejo de Bogotá, mientras que la mayoría de los
que habían participado en el operativo de la Quinta de
Bolívar debían esconderse, lo más pronto posible. Juana

233
había dicho que en su casa podían esconderse algunos
compañeros y se decidió que allí, por ser la casa de un
congresista, estaban bien cubiertos. Así que a esa casa
debían llegar Martín y el Gordo, quien había sido el
primero en haber tomado la espada en sus manos. Ella
los escondería allí por unos días mientras la situación
se normalizaba. Así fue. Todos llegaron sin problemas
hasta la casa de los Vélez. Juana los llevó al estudio y se
quedaron celebrando la acción lograda. Horas más tarde,
su padre llegó con la noticia de lo sucedido. Se sentaron
todos a ver el noticiero. Juana, Martín y el Gordo se mor-
dían los codos para no gritar de emoción. La idea era
que su padre no se enterara, en la medida de lo posible,
de que en su casa estaban escondidos algunos de los
artífices de ese acto que él, con cautela política, tildaba
de absurdo. Pero no fue posible evitar el conflicto. Horas
más tarde don Juan llamó a Juana a su habitación para
preguntarle a qué horas se iban esos muchachos. Juana,
poseída por la emoción, le dijo que no se irían, que ella
los estaba protegiendo pues podían tener problemas de
seguridad. Ellos pertenecían al movimiento guerrillero
que había recuperado (“Robado, dirás”, dijo don Juan)
la espada, movimiento en el que también militaba ella
y, sin dudarlo, sin temer las consecuencias de sus actos,
Don Juan le dijo que inmediatamente debían abandonar
su casa, que no quería verla nunca más. Fue tan fuerte
el tono que utilizó y tan profunda la decepción que se
dibujó en su cara que Juana no insistió. Bajó a su cuarto,
sacó algo de ropa y les dijo a sus compañeros de lucha
que debían irse a celebrar a otra parte: había que usar
el plan B.

234
12

Irene, déjate caer, deja que te lleve el viento, que se


suelte en el aire tu cuerpo, no te detengas, sí, solloza,
gime, vuela. Ese canto de sirenas es tu perdición, tu caída,
tu única salida. Irene… deja los recuerdos desatarse, tus
sueños regresar, no importa cuánto dolor te circunde.
Vive esta vida de silencios, de tristezas, de esperanzas,
que el vacío no te consuma, no dejes a la extraña muerte
derrumbarte. Sigue hablando, no te detengas. Irene, deja
el caparazón, haz que los recuerdos floten en tu mirada.

Me enamoré de Camila porque ella tenía lo que a mí


me faltaba. Por la época en que empezamos a frecuen-
tarnos, con el fin de continuar nuestra terapia, yo había
entendido que para Daniel la seguridad, la tranquilidad
y el sosiego eran condiciones necesarias, y que definiti-
vamente yo no podía brindárselas. Esto lo entendí, entre
otras cosas que luego entendí, la tarde aquella en que
me dijo que nos necesitaba a las dos pues en ella, en su
mujer —de la que, por mala fortuna, yo no sabía que era
la misma Camila de mis conversaciones— encontraba
las certidumbres que mi vida agitada, política, bohemia,
no le brindaba. Y claro, yo me encuentro con esa dama,
menudita, tierna, que pasaba las tardes conversando y
contándome sus pesares, y empecé a sentir una necesi-
dad de verla, pero todavía no se me cruzaba por la mente
que eso que sentía terminaría siendo amor. Sólo pensaba
que me gustaba sentirme cerca de lo que yo no era, y le
pedía que me contara más de ella y me dejaba volar en
mis celos y me imaginaba a la mujer de Daniel, y a él
queriendo encontrarla, pensando en ella aún en mi cama,
ansiando su caricia segura, su mirada para siempre. Y
qué extraño es pensar en eso ahora. Qué lástima que la
seguridad de Daniel se hubiera ido al traste, que la vida

235
se hubiera empecinado en demostrarnos que nada es
tan seguro como el azar de perderlo todo, pues quizás,
y eso jamás lo habría podido saber Daniel, era más fácil
que Camila se fuera con otra mujer —como lo hizo— a
que lo hiciera yo, pero cómo cambiar las percepciones,
como borrar de la mente de Daniel todos los sufrimientos
causados por mí y cómo no ver que en él se formara esa
certeza de que Camila lo cuidaría sin cesar, le daría el
espacio para no caer más en el delirio de las drogas, de
la rumba y de la noche bogotana.

Al comienzo nos veíamos en las reuniones de prác-


tica inicial, cuando yo aún no me convencía mucho de la
terapia. Tenía miedo de que utilizaran esa información
en mi contra. A las mujeres en este país nos persiguen
por la vida privada, claro, cuando es turbia pues, si fuera
una mujer muy responsable, amorosa madre y entre-
gada esposa, nadie lo reconocería; ésa es la conducta
esperada. Camila insistía en que conversáramos. Sí,
doctora, a mí me empezó a gustar eso de encontrar en
su presencia la sensación que Daniel buscaba. Que si
eso es una enfermedad, que si estábamos locas, que
si somos unos maniáticos, desorbitados, qué sé yo. En
nuestra época se nos perdió el rumbo, o estamos todos
esquizofrénicos, no sé, pero a mí me daba tranquilidad
entender a Daniel; me hacía pensar que así lo podía dejar
más rápido y que debía aprender de Camila para poder
encontrar una nueva pareja y darme como ella se daba
a su marido. Era como estar sentada frente a un espejo
deseado, a la imagen de lo que yo no era y quizás nunca
sería, pero que con ansias quería ser. Cuando ya me di
cuenta de que nos habíamos enamorado, después de
muchas peripecias que ya le contaré, descubrí que algo
de todo eso había aprendido: me sentía capaz de darle
certezas a Camila que nunca le había dado a nadie más.

236
Por unos pocos meses, me entregué a un solo ser, en
cuerpo y alma, aunque suene cursi, como nunca antes
me había sucedido, hasta que llegó Daniel a destrozar mi
nueva alegría, porque así debía ser, porque la tragedia me
asedia, porque él no era capaz de perdonarnos, porque
lo estábamos dejando sin camino de salida.

¿Dónde estarás, quién te acompañará esta noche


fría, de calles largas y silencios mortales? ¿En qué rincón
de ese mapa tedioso estarás resguardado de ti mismo,
de tu inseguridad, de tus frustraciones? ¿Qué hoguera
te acompañará y cegará tu mirada, en qué viaje fúnebre
te habrás lanzado dentro de las marañas de tu propio
interior? Daniel, ahora que Camila se ha ido, que no
regresará jamás y que yo me hundo en el silencio de
mis recuerdos sin explicación, ¿dónde andarás tú, mi
caballero sin sueños?

Elegí la Universidad Nacional para realizar mis es-


tudios, quizás porque era el lugar donde me imaginaba
que podría encontrar mayor movida política e intelectual.
Ya tenía noticia de que el espacio fascinante del conoci-
miento había dejado de ser tan fascinante en la mayoría
de las universidades: créditos, competencia, éxito, y yo
de eso nada. Me deleitaba pasar tiempo haciendo lo que
a mí me gustaba; esperaba estudiar en una universidad
donde pudiera dedicarme a conversar, a aprender en
los corredores, a vivir el día a día con intensidad. A esas
alturas ya sabía que mi interés mayor era la política, y me
había inclinado, aunque mis deseos eran de izquierda
radical, por la vía de la democracia. Suficiente con todos
los dolores que había visto vivir a mis compañeros de
colegio con la ausencia de sus padres; las muertes, las
desapariciones. No estaba de acuerdo con organizacio-
nes verticales, ni luchas armadas, aunque no me daba

237
cuenta de que en realidad estaba cayendo en la falacia
de la ciudadanía, en la bola de nieve que se llevaría por
delante a la juventud de una época en que nos creímos
otra vez el cuento de que la democracia era capaz de
llevarnos a alguna parte. Anarquista es que he debido
ser, pero ahora es que me llega el tiempo de entenderlo.
Y bueno, mi panorama político era complejo, y por ello
terminé jugándome cartas sola; no quise entregarme
fácilmente a ningún movimiento político, y fui haciendo
un camino con mi capacidad inusual de entender y de
convencer. Es que había construido para mis criterios
políticos una premisa que aún hoy casi nadie que me
rodea está dispuesto a aceptar: la vida pública es ante
todo el reflejo de la vida privada. Yo pretendía ser una
política que diera un ejemplo de coherencia. Si era por
mi deseo de explorar, pues de eso podría hablar públi-
camente, o si era mi deseo de formar una familia, pues
lo haría a cabalidad y no me dejaría llevar por los deseos
sojuzgantes de esta sociedad que lo único que quiere
es consumírselo a uno. Pero claro, esos argumentos no
cabían en ninguna parte, pero mis destrezas sí y, poco
a poco, me fueron cooptando, más los del centro, luego
los ex guerrilleros, y yo fui haciendo un camino que me
trajo hasta esta orilla de desechos, a este borde infernal,
donde toda esperanza se pierde en el vacío; en el abismo
de la negligencia.

Por esos años había surgido en Colombia la ne-


cesidad de modificar la Constitución Política. Muchas
organizaciones políticas, entre ellas los liberales y de
centro izquierda pensaban que la Constitución se había
convertido en una piedra en el camino para realizar los
cambios que el país necesitaba. Por su parte la mayoría
de los movimientos de izquierda y los movimientos
guerrilleros creían que era una farsa más para engañar

238
al pueblo con reformas que no estarían nunca al nivel
de los cambios sociales y políticos requeridos por el
país. En medio de ese revuelo, recién llegada yo a la
universidad, un grupo de jóvenes, orquestados por sus
ideales y por una pequeña élite de políticos en pañales
que bien se la tenían planeada para tomar su puesto
en el Gobierno Nacional, arremetieron con fuerza para
promover una asamblea constituyente. Y claro, ahí caí yo,
de activista política, promoviendo la consulta popular.
En esos meses conocí líderes estudiantiles de muchas
corrientes, algunos que intentaban cooptarme y otros
simplemente porque mi curiosidad me llevaba más lejos
de lo que la gente se imaginaba, y yo me les metía en
reuniones en las que ellos mismos habrían intentado
evitarme. Me movía sin cautela, lanzada; todavía no
entendía la magnitud de los peligros que me rodeaban.
Y bueno, mi decisión por la vía democrática me llevó a
entregarme a ese movimiento pro nueva Constitución.
El apoyo del M 19, luego de la amnistía, y su reingreso
a la vida civil y política, a la idea de realizar una asam-
blea constituyente, hizo que varios sectores opositores
de ésta terminaran cediendo. A mí me parecía que eso
había sido un gran éxito de la guerrilla, que eran pasos
importantes para que personas que venían pensando
el país desde miradas libertarias e incluyentes tuvieran
un lugar legal para decidir. Estaba tan obnubilada que
no podía ver el error. La verdad es que me tomó mucho
tiempo bajarme de la nube. Aun siendo congresista,
me seguía creyendo que la participación política y el
lugar que habíamos alcanzado era un gran logro para
el país. Ahora que me debato entre la vida y la muerte,
que me hundo en este silencio borrascoso y aciago, sé
que estuve siempre equivocada. La presencia de esos
ex guerrilleros en la constituyente permitió que la farsa
pareciera más plural. Con los años, nos hemos venido

239
dando cuenta de que la famosa Constitución fue en
realidad otro canto de ángeles. En sus leyes se soñó un
país, pero se dejó el campo abierto para que se siguiera
construyendo un país opresor, sí, por supuesto, con otras
reglas, más perversas, más de acuerdo con el mundo
postindustrial. Mire, doctora, las cosas son muy jodidas.
Esa Constitución es bonita. Es más: creo que ayudó a que
no tuviéramos tantos muertos políticos, de los pesados,
como la fila de muertos que vimos salir del capitolio en
los años anteriores a la constituyente. Sí, pensábamos
que la Constitución había abierto un campo real a los
políticos de oposición, pero lo que no sabíamos es que
en realidad era el andamiaje perfecto para que cual-
quier político que alcanzara cargos de importancia en
el país estuviera maniatado y sometido a la economía
global y a los intereses privados. Pero claro, yo misma
recorrí el país ayudando a presentarla y explicarla a las
clases populares, que eran las que después la sufrirían
más. Cómo decirle que no podía imaginarme que era
la Constitución perfecta para que entráramos de lleno
en el mundo postimperial. Era el camino a la supuesta
desideologización en que vivimos ahora.

En pocos meses empezamos a vernos casi a diario.


Camila quería saber más de mi vida. Ya no hablábamos
de nuestros fantasmas. Bueno, no tanto, porque ahora
había nuevos temas de conversación. Pasábamos mis
pocas horas de descanso de ese trabajo infernal de ser
servidora pública, contándonos anécdotas de nuestras
vidas. Ella se burlaba de lo simplón de sus historias y se
deleitaba con mis andanzas. Al principio abría los ojos,
como búho en noche oscura, y yo le decía que se quedara
tranquila, que no abriera los ojos, que no le iba a echar
gotas. Nos reíamos mucho y seguíamos con los cuentos,
que las mujeres de mi vida, que los hombres, que Rafa, y

240
Pierre, y me decía que antes ese hombre no había sufrido
mucho —mi Daniel—, y yo le decía que yo quería ser
como ella y se reía; porque eso ya no era posible. Ella
me contestaba: “Yo soy lo que soy por lo tonta que he
sido, más bien ayúdame a darme unos pinitos, a salir
de este enconchamiento que el matrimonio terminó de
crear en mi vida”. Mi Camila, pues a veces siento que
fue ella el verdadero amor de mi vida, era hija única en
una familia muy tradicional. Era la princesa encantada
de los sueños y debía casarse con el príncipe que no la
hiciera sufrir, que la llevara directo al paraíso. Pero sus
papás, como ella, se habían olvidado de que eso entre
humanos no es posible, que los cuentos de hadas son
un invento para que soportemos este mundo desolado y
triste. Ella se fue topando con una que otra experiencia
que la llevó a pensar que debía despertar.

Fue quizás en especial en su encuentro conmigo


cuando decidió que la vida es sólo una y que debía
gozarla. Entonces me pidió, pese a las reglas de nuestra
organización terapéutica, que la invitara a salir, que le
mostrara la noche bogotana. Por ese entonces yo había
dejado mucho mis andanzas nocturnas, pero me di a la
tarea de ayudar a mi nueva amiga. Me sentía ayudando
a pervertir a la mujer de Daniel, y eso, no puedo negarlo,
me daba un cierto gusto. A veces creo que yo ya empe-
zaba a intuir el amor que nos estaba rondando. Tanto
buscarnos, tanto llamarnos, tantas ganas de estar con
la otra, que terminé por intentar poner tierra entre no-
sotras. Claro, en mi mente de aquel tiempo, eso no era
consciente. Con decirle, doctora, que yo sólo pensaba
que necesitaba tiempo para estar lejos de Daniel. En
mis conversaciones con Camila, estaba llegando por
fin al punto de sentirme fuerte para decirle que no lo
vería más. De hecho lo estaba viendo mucho menos

241
que antes, tanto que no se enteró de que me iba de viaje
hasta que, días después de mi partida, decidió llamar
a mi oficina para saber por qué yo no contestaba el
celular. Estaba solo en la ciudad y le había entrado un
deseo tremendo de quedarse a dormir conmigo; era la
oportunidad perfecta que hacía años no teníamos, pero
que por casualidades del destino no podía llevarse a
cabo, pues yo me encontraba durmiendo en las mismas
sábanas de su mujer. Bueno, no es tan literal. Pasaron
varios días de viaje hasta quedar atrapadas en nuestras
pieles. Sí, sí, ya sé que cuento mal las historias, que me
adelanto, que se me agolpan los recuerdos. Es que yo
llegué un día con el cuento de que me iba de viaje, que
tenía vacaciones y que además iba a hacer una visita
de trabajo para completar un descanso bien largo, y
me iba a Nueva York y a Madrid, dos ciudades de mis
vidas pasadas. Camila me miró a los ojos, con sus ojitos
de buhíta en celo y me dijo que ella se iba conmigo. Así
no más, y yo que qué haces con tu marido y ella que
nada, que ya estaba cansada, que cada vez estaba más
convencida de que sus corazonadas eran ciertas y no
estaba dispuesta a sufrir por un hombre como él, que
más bien había llegado su momento de gozarse la vida
y que por favor la dejara acompañarme y le permitiera
aprovechar mi compañía para hacer lo que nunca antes
había hecho.

Daniel había hecho varias pataletas por las decisio-


nes que yo había tomado. Luego del ultimátum, seguí
viéndolo pero, sin dudarlo un segundo, le decía que me
estaba preparando para la estocada final. Esa relación
se iba a acabar, y él debía vivir su propia vida; mientras,
yo seguiría mi camino. Él se ponía furioso; cómo se
me ocurría, que llevábamos toda una vida juntos, que
cómo lo iba yo a dejar, pero yo sabía que él no dejaría

242
a su mujer por mí, y se lo dije, y él se quedó callado y
bueno, seguían las discusiones y él se deprimía, y a mí
me daba pesar y lo volvía a recibir (no fuera que cayera
otra vez en las drogas), hasta que me fui enfriando. Es
que de verdad yo me estaba enamorando y no sabía, y
lo dejaba llegar a casa y pasábamos horas y yo sólo me
sentaba a su lado, como despidiéndome y le conversa-
ba y lo consentía y nada más, y eso de cuándo aquí, si
nunca habíamos podido resistir más de diez minutos sin
terminar en cualquier baño que estuviera cerca haciendo
el amor desaforados.

Irene… que frenen los latidos, que se guarde el brillo


de su blandir, que no vuelvan esos ojos a mirarte nunca.
Y el corredor se expande y los gritos te llegan hasta lo
más profundo de tu cuerpo, pequeño, inconsciente, y
tú te preguntas por qué, por qué. No regreses la mirada,
como Orfeo; estaba escrito que las perdieras, que se
fueran para siempre, que te dejaran, solita e indefensa,
con el monstruo al frente, retándote. No pares, habla,
sigue en lo que íbamos. Calla… no repitas los oprobios,
no recuerdes el horror, deja que las memorias rueden,
que se deslicen, que no se acumulen en tu piel, que te
dejen sonreír, pero ¿quién sonríe con tanta tristeza, con
esta melancolía que te hunde?

Mis estudios siguieron avanzando y cada vez estaba


más convencida de tener la solución a los problemas de
este país. Claro que no sería fácil lograr mi sueño, en
especial, porque casi nadie me secundaba en la idea. Es
paradójico: cuando los demás empezaron a secundar mi
idea, yo descubrí que era una falacia, una idiotez que,
con los seres humanos que vamos siendo, eso no es
posible. Sí, yo estaba convencida de que lo que necesi-
tábamos era enfocarnos en la renovación y creación de

243
organizaciones políticas, de que el tema de partidos era lo
más importante. Si queríamos una democracia fuerte, de-
bíamos tener partidos fuertes, y así una mejor capacidad
de representación. Años más tarde me interesé mucho
también por la participación ciudadana. Me enamoré
de experiencias de otros países de democracia directa y,
durante mucho tiempo, estuve intentando aprender de
eso. Bueno, trataré de organizar en el tiempo todo esto.
En la universidad fui construyendo mi argumentación
sobre los partidos y, mientras eso sucedía, me llegó el
cuarto de hora de apoyar la iniciativa de acabar con el
Gobierno del Elefante. Nos creímos esa historia de bue-
nos y malos y pensábamos que, sacando al presidente,
podríamos cambiar las prácticas del país. Sí, yo, como
muchas personas más, ayudamos a crear el mito de la
honestidad, la aversión por la corrupción, como si fuera
una práctica realizada sólo por unos cuantos.

Promovimos discusiones sobre el narcotráfico y sus


funestos vínculos con la política y pensábamos que así
podíamos lograr cambios radicales. Pero, como es de
esperarse en este país inerte y asesino, no pasó nada,
bueno, creamos las bases para continuar escampando
políticamente en ese paraguas de la anticorrupción.
Muchos aprovecharon la desilusión por la política que
reinaba entre la ciudadanía para hacerse, de un día para
otro, independientes políticamente. Por supuesto, en ese
saco caímos nosotros, y con esas expectativas de conti-
nuar las denuncias que nos llevarían a que la ciudadanía
apoyara opciones diferentes, llegamos al Congreso de
la república. La verdad es que, en medio de mi cuento
con los partidos, fue cuando me invitaron a participar
en encuentros y a estudiar en España y Alemania sobre
el tema. Así es como termino yéndome al terminar la
carrera. Y empecé mi vida allá, preparándome para mi

244
futuro político y para mi vida amorosa con Daniel. Y aquí
estoy, perdida, sin rumbo, sometida a este maremágnum
de recuerdos que no se hilvanan, a esta muerte que me
hunde en silencios y vacíos.

Cuando por fin regresé, había estado estudiando


la democracia directa y me pareció que era mucho
más justo y eficaz; seguramente las personas sentirían
mayor apego a su democracia y, con esa participación
más directa, habría mayores niveles de control social.
Y sí, me vuelvo un poco técnica, pero así era la cosa, y
convencí a Don Jaime y, con dineros de su fundación y
de fundaciones extranjeras, estuvimos dando vueltas al
país con el cuento ese de la democracia directa mientras
yo me consumía en el dolor de haber perdido a Daniel
y me entregaba sin tregua a esa forma limosnera de
tenerlo, mientras el Gobierno nacional se debatía en
negociaciones de paz inútiles, en una pantomima de
cedo yo cedes tú, cuando ninguno de los bandos estaba
dispuesto a ceder. Entretanto, nosotros fuimos creando
una opción política que se materializaría con nuestra
candidatura y que hoy me perece un despropósito. Yo
me sentí feliz de dar a conocer al país algunas de las
historias secretas de los negociados más oscuros de la
oligarquía colombiana, con sectores que ante la opinión
pública no serían considerados sus posibles socios. Me
deleitaba mostrar las inconsistencias del Gobierno y los
intereses turbios que movían la política de este país. Pero
qué ganaba con eso, adónde podría llegar. Si pudiera
volver a empezar, seguro repetiría mi vida y, si hubiera
camino de salida a este estado mío, si un día fuera po-
sible continuar, entregaría mis fuerzas a pensar mejor
la condición humana, a entender la esquizofrenia que
vivimos. Sólo así podría morir con la conciencia tranquila
de pensar que hice lo que verdaderamente necesitamos

245
hacer: intentar romper esa carrera infernal al tener, al
poseer, que nos vuelve criminales, roedores, insensibles.

No fue posible conseguir tiquetes para el mismo día.


Camila tuvo que viajar un par de días después que yo. Y,
para completar, consiguió un tiquete en una aerolínea
que llegaba a Nueva York a las dos de la mañana. Ella me
pidió que fuera a buscarla al aeropuerto y yo, como mi
labor era acompañarla en ese extraño recorrido por el
mundo de su propio ser interior, le dije que por supuesto,
que allá estaría. Claro que mi princesa no se imaginaba
que yo la llevaría, a esas horas, en un viajecito por las
entrañas de la ciudad. La verdad es que yo hace años
tengo mucha facilidad para moverme en esa ciudad y no
tenía problema en llegar al aeropuerto en tren. Bueno,
en mi época no había tren, y costaba mucho más llegar
hasta allá pero, ahora que pusieron el servicio ese del
tren que lo deja a uno en el subway, ya no se me ocurre
llegar ni salir del aeropuerto en otro medio. Y sí, tengo
la plata para llegar en taxi (siempre la he tenido), pero
me gusta vivir la ciudad, su movimiento, sus ritmos, ver
los rostros de las personas que regresan a altas horas de
la noche a sus casas; Manhattan, Queens. Gentes que
viven del sueño de estar en una ciudad próspera, que
aprovechan los beneficios del progreso y que, sin saberlo,
se hunden en la depresión. Otros que inician amores
que a pocos meses serán fallidos, otros que se lanzan a
las turbulencias de una rumba pesada, a la libertad que
da esa ciudad de reinventarse una personalidad, una
fachada de uno mismo.

Pues bien, mi amiga Camila, sí, a esa altura nada de


nada, llegó, muy bonitica, con ropa lo más de linda, con
su look bohemian casual, como le dicen por allá. Toma-
mos el tren del aeropuerto, todo pulcro, y ella contenta,

246
que me contaba la despedida con su marido, cómo fue
que le había dicho que se iba, y que me preguntaba qué
tantas cosas íbamos a hacer en nuestra visita a la capital
del mundo. Pero, cuando llegó el momento de salir al tren
de la ciudad, cuando nos sumergimos en el olor agrio
de esas cañerías donde andan trenes a toda velocidad
llevando gente de un lado para otro, el semblante le
empezó a cambiar: “¿Estás segura de que no nos pasa-
rá nada?”. “Tranquila, no te preocupes, yo me conozco
este tren”. Pero la pobre Camila no podía controlar los
nervios, menos cuando en nuestro vagón quedamos
rodeadas de locos. Varios ojos se asomaban del ensue-
ño de la droga y de la vida callejera y nos miraban, y
yo seguía hablándole, sin miedo, y ella casi temblaba,
pero como que no me decía nada, y terminó diciendo
que si era posible bajarse del tren y tomar otra cosa,
pero no valía la pena y le dije que estuviera tranquila,
que si quería nos bajábamos a tomarnos un trago con
la maleta y todo, y ella que bueno. Y entonces, en vez de
seguir uptown, nos bajamos hacia el Village. Llamamos
a Jack, un viejo amigo taxista y fotógrafo que vivía en
un apartamento allí cerca. Dejamos la maleta y Jack se
puso unos cuantos chiros y salimos por ahí. Dos días
después no habíamos llegado a casa de la amiga donde
nos íbamos a quedar. Pasábamos de una rumba a otra,
de un bar a otro. Comíamos y dormíamos unas horas y
continuábamos por ahí. Jack nos dio posada esos días, y
Camila se sentía más extraña que nunca. Cómo era eso
de que no había llegado, de que nos habíamos bajado a
tomar un trago y aquí seguíamos, casi dos días de juerga,
y llamaba a sus papás a decirles que estaba bien, y ellos
que por qué no les daba el teléfono de donde estaba y
ella que no se preocuparan que todo estaba bien, y yo la
miraba y me encantaba ver su sorpresa. Pasábamos del
jazz al blues, y luego a Webster Hall, por horas bailando

247
en cada piso, y la Camilita atolondrada, y luego bagels,
y sushi, y otra vez rock, hasta que me dijo: “Oye, ya no
doy más, vamos a dormir en serio”, y tomamos el tren,
con la maleta otra vez, y era de noche pero ella ya estaba
más calmada, y llegamos a casa de Laura. Y como Laura
me conocía bien, ni preguntó qué nos había pasado.

Esos días fueron fascinantes. No parábamos de an-


dar. Fueron varias personalidades las que nos afloraron y
ella me decía: “Gracias, me hacía falta ser otra”, y yo que
si no habías transmutado antes, que como dice el poeta,
tantos hombres que no han sido ni siquiera mujer. Cada
día un disfraz, y unas actividades que lo acompañaban.
Y nosotras fascinadas, sin imaginarnos que esa ciudad
no nos albergaba los mayores misterios que nos venían
rondando. Camila se echó un par de polvitos por ahí.
Como nunca, decía, y yo que no te preocupes, que dale y
se iba con mancitos, y la pasó como que bien y yo tenía
suficiente con Jack que desde años atrás era mi amante
principal en Nueva York y todos sus condados. Suena
extraño, pero estábamos a pocos días de descubrir en
la otra el amor más grande, y sin embargo no sentíamos
celos de lo que hacíamos. Hasta travestis fuimos en
esos días, si es que unas mujeres rodeadas de hombres
vestidos también de mujer pueden considerarse tales.
Y obvio, otros días éramos damas de la sociedad y nos
íbamos por la Quinta Avenida a probarnos ropa, y hasta
compramos una que otra cosita, como para no sentir-
nos excluidas del sistema económico mundial, y nos
moríamos de risa con mis comentarios políticos; era
un viaje de sensaciones y mi Camila estaba llegando a
su mejor momento.

No se nos había ocurrido que podíamos incluir, entre


nuestras posibilidades, turísticas un trío sexual con algún

248
caballero aventurero. Jack lo sugirió, al vernos tan inno-
vadoras, pero la verdad es que, en Nueva York, más que
una que otra droga, un poco de sexo y la rumba pesada,
no tuvimos deseos de nada así. No sé a cuál de las dos le
siguió sonando la idea. Lo que sé es que días después, ya
en Madrid —otra ciudad alucinante—, sentadas en un
balcón que daba a la Plaza Tirso de Molina, en casa de
Rafa, volvió a salir el tema y él nos fue llevando, como
quien no quiere la cosa, a encontrarnos con el abismo
de nuestros cuerpos.

A Madrid sí llegamos juntas. Fue un vuelo encanta-


dor. Los días de visita a la capital del mundo nos traían ya
plenas de experiencias y de anécdotas. Camila brillaba, y
su luz me devolvía un poco de mi luz propia. En menos
de cinco horas, nos dieron comida y desayuno. Nosotras,
que no dormimos ni un minuto y más bien nos pasamos
la noche conversando y tomando vino y cerveza, sen-
timos con mayor fuerza el absurdo de esos tiempos. El
día se había adelantado, y todos debíamos entrar en la
nueva hora: “Despiértense, son las tres de la mañana, y
es hora de desayunar”. Nuestro aire era festivo. Y ahora
que logro recordarlo, creo que no dejó de ser así ni un día
de los meses que compartimos. La alegría nos cercaba, y
nosotras sin dudarlo nos dejábamos llevar. ¿Cómo saber
lo que vendría?, ¿cómo imaginarnos el final?

Rafa había regresado ya a Madrid. Yo, que me la ha-


bía jugado toda por ir a despedirlo porque no lo volvería
a ver, estaba, en menos de cinco años, otra vez tocando
a su puerta. Nos recibió con su cariño de siempre. Noso-
tras pensábamos irnos a un hotel, pero él nos convenció
de gastar ese dinero viajando y bebiendo, y más bien
quedarnos en su piso. Para mí no era mala idea. El lugar
donde Rafa vivía era cercano al lugar donde yo había

249
pasado mis últimos años en Madrid, y me encantaba
recorrer esas calles. Ir a comprar el pan, el jamón, los
boquerones, como si el tiempo no hubiera sucedido,
como si mi Daniel me estuviera esperando y fuera po-
sible empezar de nuevo, encontrar el amor y dejar de
lado todo el sufrimiento que había vivido en los últimos
años. Sin embargo, las cartas ya estaban echadas: yo era
la de ahora, la que se sentía fuerte, la que había logrado
salir del túnel del desamor, airosa, despreocupada y con
deseos de enamorarse.

Muy pronto nos habíamos encontrado con mis ami-


gos y amigas de muchos años. Poetas, rockeros, pintores,
escultoras, músicos y uno que otro desocupado, y empe-
zamos la movida madrileña. Pero debo reconocer que no
alcanzamos a pasar mucho tiempo en esas andazas, en
esos aires de enriquecimiento corporal y espiritual que
produce esa ciudad y sus gentes, cuando terminamos
en la cama con Rafa, y el destino de nuestro viaje dio
un vuelco inusitado. Fue así: estábamos en un bar de
música electrónica que no me suele gustar mucho, y le
dije a Rafa: “Salgamos de aquí, yo me canso mucho en
estos lugares”. Él lo tomó con frescura y me dijo: “Bue-
no, pero ¿qué querrá Cami —como le decía él—?”. Le
contesté: “Creo que también quiere salir ya”. Rafa nos
propuso que fuéramos a su casa; allá podíamos escuchar
música, fumarnos un porro y conversar. Y claro, allá
llegamos. De otra manera no habríamos terminado en
lo que terminamos. Nos pusimos cómodos y empeza-
mos la conversa, al olor del canuto de unos inciensos
muy perturbadores que mantenía el Rafa para seducir
a damas inteligentes, solía decir, porque son las más
difíciles y las mejores para convertir a las fogosidades
de quien ha vivido del sexo hasta la médula. Nos vio
cara de inteligentes (eso dirían los argentinos), qué sé

250
yo, pero muy rapidito nos tenía a las dos bailando con
él, y tocándolo, y besándolo, y claro él era el centro de
la faena, y estaba feliz, y nosotras entregadas a la exu-
berancia de producir placer a la limón.

Camila era un despliegue de ternura encendida,


y yo me daba a las delicias de sentir la excitación de
Rafa. Siempre me había gustado seducirlo, por ser un
hombre de esos de los que hay pocos, que la razón no
les juega la mala pasada de tener que guiar la parada, y
en cambio este ser poco celestial y amoroso se entregaba
a las fruiciones que uno le daba y se dejaba llevar y se
deleitaba tanto que uno gozaba de sólo darle placer a
él. Pero Rafa no estaba buscando, como casi siempre,
que nos diéramos a él. No, Rafa quería vernos a nosotras
y, con la lentitud de quien sabe para dónde va, nos fue
llevando a descubrir que nosotras también contábamos;
podíamos encontrar placer en mirarnos, en tocarnos
en besarnos. Cómo saber quién empezó. Yo recuerdo
que Rafa dijo: “Mira esto”, y eran los senos redondos y
firmes de Camila que se abrían a mis manos y los toqué,
y mi sexo se llenó de agua. Y sí, en minutos estábamos
envueltas una en la otra, ondulantes, gozando de esos
cuerpos femeninos tan dulces, tan atroces, y ella me
lamía, y yo no podía creerlo, pero seguía, y el mundo se
fue transmutando en su cuerpo, en el mío y sí, estábamos
creando el amor y la pasión y la lujuria. Fueron horas:
Camila e Irene tumbadas en el sofá, en la cama, contra
las paredes, en la cocina y Rafa mirándonos, más exci-
tado que nunca, en esa ceremonia de descubrimiento,
de perdición. Y nosotras, despertando del letargo, del
sueño, nos íbamos perdiendo en la otra, en sus líqui-
dos, en sus movimientos, varas de olivo al viento, alas
en vuelo, claro oscuro de pieles que se derretían por
ahí, cuerpos que no encontrarían jamás otro sosiego

251
que enlazarse, y todo era ella, Camila, Camila, y ¿cómo
saber que Rafa nos abriría las puertas a este paraíso de
sensaciones, a este amor que nos desbordaría sin cesar
hasta la trágica noche de la muerte?

252
13

—Yo no soy el hombre de las multitudes, doctora.


No estoy en este mundo para entenderme con nadie. Por
eso no me interesa tener una pareja estable, como usted
dice que debería ser. Yo no busco el amor, me complazco
en encuentros que me dejen sentir un poco más de esos
placeres que mi cuerpo y mi espíritu logran producir y
que pocas veces en la vida llegan. Sin ninguna intención
de que se mantengan. Por eso me gustan las mujeres
que no están, las que no puedo buscar en cuanto las
necesito. Usted me gusta por eso. Porque usted es un
fantasma, una dama de la sociedad que vive sólo para su
familia y para su vida profesional, y que en el fondo de sí
alberga una juguetona damita que yo quiero vislumbrar
en sus presencias efímeras. —Todo esto decía Pascual
Soler mientras, sentados uno frente al otro, se miraban
a los ojos y tomaban una cerveza, para bajar los nervios
de la doctora Galindo—. Claro, usted es muy intuitiva y
sabe que es muy difícil para mí encontrar mujeres que
quieran vivir esa etérea experiencia, pero la verdad, como
no busco presencias, sólo me dejo llevar; cuando llega
alguna valiente, me entrego a sus deseos. No creo en la
realidad; sólo existen mis percepciones y mis deseos (con
sus satisfacciones) y, sobre todo, esa terrible sensación
de agotamiento existencial. Vivo de la contradicción de
no querer suicidarme y estar convencido de que esta vida
no tiene sentido, de que ninguna utopía es realizable.
Los seres humanos somos una basura y, aunque yo no
me lo crea, me mantengo alerta en este mundo, con
ganas de entender.

Beatriz Galindo estaba maravillada escuchando la


descripción de sí mismo que hacía Pascual y se pregun-
taba de nuevo por qué Catalina, la amiga de Irene, había

253
sido tan enfática en advertirles que él era un peligro. Ella,
por su parte, sentía que primaba el encanto de ver a ese
hombre, su armonía, su figura de quijote sin dama, sin
futuro, y no obstante, le producía un deseo profundo de
mirarlo. Pascual era un enigma para la doctora, y eso la
tenía embrujada.

—Claro, doctora, alguna vez pensé que mi tarea era


hacerme escritor. Cuando finalmente descubrí que mi
vida como administrador de empresas exitoso no tenía
sentido, que mi única libertad posible era no venderme a
un sistema de producción de esclavos de corbata italiana,
pues había entendido que el mundo de los ganadores
es una pérdida constante de sentido, entonces decidí
escribir mis descubrimientos. Pero la verdad es que
muy pronto encontré, entre mis lecturas, a Pessoa, y
me pareció que ya para qué. Ese hombre lo había dicho
todo, o casi todo, y a mí ya sólo me restaba dedicarme
a la contemplación, a la búsqueda sin afanes de una
somera explicación de para qué me hallaba en este
planeta. Y qué decir de Kafka, Pizarnik, Sábato. Es que
también descubrí en mí la capacidad de entender cómo
funciona este mundo, de divisar las piezas del rompe-
cabezas y de saber cómo se acomodan, y ese privilegio
sólo puede ganarse con el aterrador complemento de la
incomprensión de los demás, de una brecha emocional
con los otros seres que nos rodean. Hace años que no
pertenezco a nada, casi ni a mi familia. Aún no tengo
respuestas definitivas, pero mi tiempo se va en eso,
doctora, y ahora, en estos días, también se me va en
pensar en usted, en imaginarme un encuentro amoroso
con una mujer tan bella como usted. Cómo será olerla
de cerca, saber a qué saben sus pies, conocer el giro de
sus caderas. En fin, usted me gusta, doctora, qué más
quiere que le diga.

254
Pascual Soler había abandonado una célebre carrera
en una entidad financiera, luego de haberse graduado de
administrador en una de las universidades más prestigio-
sas de Estados Unidos. Cuando regresó al país, venía ya
con una maestría en Administración, y muchas entidades
se peleaban por darle trabajo. Pero el aburrimiento lo
fue cercando, y no pudo soportar más las concesiones
que se deben hacer para seguir escalando en el poder.
Entonces decidió salirse del trabajo; se fue a vivir a un
barrio muy popular, casi en un inquilinato, y se dejó
llevar por la inercia. Consiguió trabajos pequeños para
sobrevivir y mucho espacio para vivir. Inversamente a
como lo habría hecho de seguir en ese mundo de la acu-
mulación. La doctora Galindo se preguntaba por la madre
de Pascual: no sólo tenía un hijo drogadicto, perdido en
la adicción, sino que su otro hijo se había abandonado
a una vida sin los sentidos que nuestra tradición sabe
reconocer. Pascual, por su parte, le decía que su madre
había aceptado con resignación sus decisiones, pero que
las partidas de Daniel, sus caminatas por el infierno sí
no estaban dentro de su gama de posibilidades, y por
ello el dolor la iba minando.
—Cada vez se la ve más triste, más empequeñecida,
más solitaria. Está sumida en un letargo del que no creo
que pueda despertar, aunque vive como si nada, pero
uno conoce a su madre y sé que vive sin vivir, que está
casi muerta en vida.
Se despidieron con ternura, con la ternura de quien
sabe que tiene contados los minutos con la otra persona
aun cuando no tiene prisa. Una leve caricia de la mano
de Pascual en su rostro, un beso casi en los labios y un
corazón punzante, desorbitado, en cada cuerpo.

Las amenazas continuaron y, sin embargo, la doc-


tora Galindo no se imaginaba a dónde llegarían los

255
interesados en que se ocultase el acuerdo perverso
que giraba en torno al tema de la pauta publicitaria.
Todo parecía ir bien hasta que un día, mientras Beatriz
Galindo iba de regreso a casa, una camioneta de esas
que usan los narcos, los guerrilleros y los congresistas,
se le atravesó en el camino. Ella supo inmediatamente
que no había ningún error, que venían por ella y, en
los segundos que siguieron, vio su muerte, vivió la más
dolorosa despedida; pensó en sus hijos, su marido, en
su vida, pero no encontró, entre las imágenes que la
circundaban, ninguna que le anticipara del todo el fin.
Minutos después se encontraba tirada en el piso del
vehículo, con los ojos vendados, marchando a un lugar
del que nunca sabría dónde estaba. El tiempo tomó un
aire inquietante, que después no podría recordar. Nunca
sabría si habían pasado horas, o segundos; era algo pa-
recido a la eternidad y así no era como ella se imaginaba
la muerte. Estaba viva, y la llevaban al encuentro de uno
de los hombres más cínicos que habría de conocer.

En los últimos días las conversaciones con Irene


estaban cada vez más centradas en esa otra mamá, de
la que hablaba con mucho afecto. La doctora Galindo
estaba segura de que la naturalidad con que Irene ha-
blaba no podía ser producto de una falla de su mente.
Esa mujer existía y representaba para Irene uno de sus
núcleos afectivos más determinantes. Irene miraba con
otros ojos cuando la mencionaba; se explayaba en histo-
rias de vida con esa mujer, canciones, juegos infantiles,
relatos extraños sobre distintas identidades de su padre.
Beatriz Galindo pensaba, cada vez con más fuerza, que
podría haber algún tipo de militancia oculta en la vida
del matrimonio Carmona, y que precisamente era allí
donde estaba la clave de lo que Irene estaba viendo.

256
No obstante, intuía, por la insistencia de Irene, que esa
madre no era doña María Teresa.

—No, doctora, es diferente. Es otra mamá. Es tan


bonita... tiene ojos como los míos. Ahí me veo. Y el papá,
ese soñador, como le decían ellos. Los demás, el abuelo,
la abuela y la abuela del parque.

Y caía en algún momento en un silencio, y la doctora


sabía que, además de ser una persona importante en su
vida, era uno de sus nodos amnésicos. Y por esa razón
llevaba varias consultas dedicada a esculcar por ahí.
Sin embargo, esto de hacerle recordar a un amnésico
sin las pistas de lo que debe recordar es muy difícil. La
dificultad de su tratamiento de la congresista la hizo
reflexionar sobre la posibilidad de que quienes quedan
con memoria intenten devolverle al desmemoriado una
vida amañada, unas claves vitales que sesguen su forma
de entenderse a sí mismo. Por tanto, las altísimas pre-
cauciones que se tiene en estos casos con la información
recibida le parecía muy justificada.

El caso de la pauta era importante para muchos


pesados en el país, al punto que, minutos u horas más
tarde, la doctora Galindo se encontraría sentada, frente
a frente, como antes con su apasionante hombre de las
multitudes, con un senador de la república, quien decía
estar allí para explicarle los motivos de su retención.
Era un hombre medianamente gordo, cincuentón, de la
misma generación de la doctora, que salía en los medios
de comunicación, y de esos de los que, pese a que más
de una vez se sabían cosas inadmisibles, el electorado
seguía eligiendo.

257
—Siéntese, doctora. Qué bueno tenerla por acá —le
fue diciendo mientras a ella la sentaban a empujones
en una silla como de interrogatorio y le destapaban los
ojos. Todo esto ocurrió en un cuarto tan oscuro y frío
que la doctora imaginó que se encontraban en el último
sótano de un búnker. Esta escena ayudaba a mantener
las ficciones sobre el país que ella estaba conociendo en
los últimos tiempos—. ¿Cómo la puedo atender? Tal vez
le gustaría tomarse un traguito conmigo, como para que
se relaje. Mire, doctora —y le fueron entregando un vaso
lleno de algún licor que ella bebió sin pausa—, estamos
acá porque usted está jugando con candela. Doctora, no
pierda su tiempo. Si quiere seguir jugando a la siquiatra
exitosa y devolverle la memoria a mi colega, bienvenida,
no hay nada oculto ni nada que pueda perjudicarnos
en que esa pobre jovencita recupere su memoria. De
ella nada tememos. Y claro, debo decirle que me han
dicho que usted está dizque atando cabos y uniendo
todas las situaciones que sucedieron en la vida de la
congresista Carmona con nosotros —le dijo mientras
seguía tomando su trago. La doctora, ya medio ebria de
todo el licor que le estaban dando, trataba de entender
las palabras de ese hombre, de observar bien sus gestos
y, por supuesto, le daban licor para que no fuera capaz
de hacerlo, para no darle pistas que ellos no querían
que la doctora Galindo tuviese. Puede que no tuvieran
nada que ocultar sobre Irene pero, por otro lado, tenían
mucho que ocultar. Formaban parte de una de las redes
de corrupción más grandes del país y estaban aliados
en sus labores con uno de los más importantes grupos
económicos. Pero, claro, miedo sí querían que tuviera y
sobre todo, una clara conciencia de que ellos no tenían
nada que ver con el caso de la congresista—. Permítame
explicarle un poco cómo son las cosas en este país, del
que por las noticias que tengo, doctora, entiende poco.

258
La torta está dividida hace rato, y quien quiere ser parte
de ésta debe dejarse llevar por los negociados tradicio-
nales. Lo que pasa, doctora, es que todo esto se parece
mucho a los espectáctulos de toros. Si cada cierto tiempo
no muere un torero asesinado por el toro, el espectáculo
se muere. No sé si usted entiende ese símil, pero se lo
intentaré explicar mejor. Si no entramos en la paranoia
del control social y de la purga de la corrupción, los que
no tienen parte del ponqué, o mejor dicho, los peces
medianos, le tirarían en bandada a los grandes. Esto es lo
que no queremos, porque los que no tienen nada están
tan jodidos que ni fuerzas para revolucionarse tienen.
Por eso —la doctora Galindo trataba de concentrarse y
de entender lo que este hombre decía, hurgando en su
mirada para descifrar otras claves importantes—, por eso
a nosotros nos sirve que aparezcan personajes como su
adorada paciente. Ella, sin darse cuenta la pobre, legiti-
ma el sistema en que vivimos. Ella hace el espectáculo
catártico, la comedia y la tragedia que llevan a que la
gente quede tranquila, duerma bien con sus culpas
apaciguadas y que los peces medianos medio se crean
el cuento de que los intereses se están reacomodando.
Pero mire cómo son las cosas. Somos nosotros los que
decidimos qué pueden denunciar los congresistas como
la suya. Les damos la carnada y ellos muerden el anzuelo
y, mientras el país se debate por escándalos tremendos
de corrupción, nuestros negocios alcanzan sus mayores
niveles, hacemos las movidas más grandes. ¿Ahora sí
me entiende?

A nosotros no nos interesaba hacerle daño a Irene


Carmona, pero sí teníamos muy claro que no podíamos
permitir que ella diera a conocer las fracturas de los
grupos económicos que representamos. Esa historia
del asesor que traiciona al gran jefe no es perdonable;

259
no sé si ya sabe que al pobre lo picaron en Europa. Los
orgullos, las vanidades de los seres humanos son más
poderosas que la razón. Al gran jefe le parece que dar
a conocer esa traición le hace perder terreno de ne-
gociación; poder, doctora, poder es lo que de verdad
cuenta en estas cuestiones. El poder de su congresista
era tan limitado, tan infantil, tan de pataleta, mientras
que el poder nuestro está articulado con los intereses
más grandes, con las sumas que de verdad importan,
y personajitos como ella no nos interesan. Claro que a
más de uno le interesa la idea de que esos congresistas
de escándalo queden hundidos en su propia mierda,
como lo está su paciente. Finalmente a nadie le gusta
que le hieran su ego, lo saquen al escarnio público;
claro que, si después llega a la cuenta una millonada,
pues hasta la vanidad puede posponerse. ¿Será que me
puede comprender mejor ahora, doctora? Otra cosita,
doctorcita, por favor háganos llegar los casetes, o se
le complican las cosas a usted y a la muchachita esa,
Liliana. No se expongan. Agradezca que esta vez la de-
volvamos intacta. Ésas son las órdenes que me dieron;
espero que no nos tengamos que volver a ver, doctora.
La amarraron de nuevo y la llevaron a un carro, tal vez
el mismo en que la habían llevado hasta allí. Un tiempo
después la dejaron por ahí, en una calle cualquiera de
Bogotá. Antes de soltarla, le devolvieron las llaves del
carro y su cartera con el celular. Su coche lo habían
dejado cerca de Medicina Legal, como prueba de que
la conocían bien y, unos minutos después, le avisaron
por el teléfono móvil dónde ir a buscarlo.

El miedo se mantuvo en su piel por meses. Esa no-


che llegó a casa; nadie estaba esperándola, nadie había
notado su ausencia. En realidad, la retención, o mejor
dicho el secuestro que había sufrido, había durado tan

260
pocas horas que no alcanzaron a darse cuenta. Tomó
un baño de inmersión y trató de relajarse con aromas
tranquilizantes y con un poco de coñac. Sus noches se
fueron colmando de fantasmas, de temores, que decidió
conjurar de forma muy conciente. Aceptó el miedo y se
mantuvo firme en la lucha. Las cosas se estaban poniendo
difíciles; no sabía muy bien adónde llegarían esos cíni-
cos y se debatía con qué hacer con los casetes famosos.
Pero una cierta entereza, un deseo de burlar el descaro
de esos magnates de la política y del poder la hicieron
mantener su decisión de no devolverles nada. Además,
aunque tenía la sensación de que ese congresista no
le había mentido, quizás estaba en lo cierto cuando le
decía que el caso de Irene no estaba relacionado con
ellos y que, por tanto, el problema terminaba siendo
meramente de celos. Le parecía tan absurdo saber que
el país, su país, estaba en manos de seres desvergonza-
dos y cretinos como ese senador que no dudó más su
propósito de hacer público, una vez que Irene lograra
mejorarse, el contenido de los casetes.

Pocos días después, se encontró con Liliana para


continuar las conversaciones, para ver qué nuevas había,
y sobre todo para contarle lo sucedido.
—Qué vaina, doctora, yo no pensé que la tomarían
con usted. Lo siento mucho —se lamentó Liliana, mien-
tras mostraba un gesto de amarga sorpresa por el rapto.
Conversaron largo rato sobre las terapias con Irene.
La doctora Galindo le contó que Irene estaba llegando
también al núcleo psicológico donde su vida se une con
la de Camila y que se acercaban al momento cumbre,
con lo cual sería posible que la repetición del shock
vivido en esa noche fatal permitiera, quizás después
de una recaída, una pronta recuperación. Sin embargo
conversaron mucho sobre la situación de las historias

261
familiares que Irene contaba y las inconsistencias con
la vida que de ella se conocía.

Liliana, luego de esta conversación, y de tener más


claro que la vida privada había sido la razón de la pér-
dida de la memoria de Irene, decidió, sin comentarle a
la doctora, llamar a sus padres y clamar por su ayuda.
Cuando lo hizo, algo se había movido en sus almas;
algún extraño mensaje andaba rondando la casa de los
Carmona pues, a los pocos días, tomaron la iniciativa y
las citaron a las dos en la casa de los magnolios.

El regreso a la casa de la familia Carmona significaba


para la doctora Galindo una tremenda incertidumbre.
Ya había sufrido desaires y groserías de parte de esa fa-
milia. No obstante, su compromiso con el caso de Irene
Carmona la llevó a agachar la cabeza, y acudir a ese
nuevo encuentro. El ambiente era desolador. La madre
de Irene, doña María Teresa, había adquirido en el rostro
unas marcas de tristeza que antes no tenía; se le veía
mucho dolor en la piel. Y el padre tenía un tono nuevo,
más denso, más asentado, menos avasallador. Claro,
habían decidido dar a conocer a estas dos mujeres un
secreto que habían guardado por años y que pensaron
que nunca revelarían.
—En efecto —les dijo el padre—, Irene es adoptada.
La madre bajó la cabeza, se le escurrieron dos lágrimas
que contenían el peso de un secreto casi tan sepulto como
la memoria de su hija y que, con el dolor más inmenso,
habían optado por desenterrar. Cuando encontramos a
Irene, nosotros estábamos buscando tener por fin una
hija. Ése era nuestro sueño y una amiga que trabajaba
con casas de adopción nos habló de esa niña sin memo-
ria. Los médicos decían que ella podría recomponer su
vida con una nueva memoria, sin los recuerdos de ese

262
pasado doloroso que seguramente había vivido. No se
sabía nada de sus padres, y a nosotros nos pareció que
era la mejor manera de ayudar a un ser desprovisto de
afecto, un ser que nos necesitaba y que nunca tendría
que saber que no éramos sus padres.

Doña María Teresa tomó la palabra de forma súbita:


—Yo soy la miedosa, yo soy la que cometió todos
estos errores. Es que no quería tener una hija que dudara
de mí como madre, que sintiera que, por ser adoptada, yo
no la quería y por eso me pareció que esa niña de la que
nos hablaban, sin memoria, era el ser que necesitábamos
para completar nuestra familia, nuestra felicidad. Y así
fue: Irene llegó y nos colmó de dicha y poco a poco fue
construyendo una memoria en la que sólo estábamos
incluidos nosotros tres. Pero la tristeza llegó, como te-
nía que pasar, cuando empezó a sufrir de sus vacíos de
conciencia. No obstante, no era tan frecuente; el resto
del tiempo era una niña llena de alegría, inteligente, y
nosotros éramos felices a su lado. Hemos vivido noches
muy duras, nos hemos debatido mucho y llegamos a la
conclusión de que no podíamos callar más.
—Cuenten con nosotros —ofreció don Gerardo—.
Queremos verla y, si es necesario, le explicaremos lo
sucedido. Eso sí: cuando usted lo crea prudente, doctora.
La doctora Galindo preguntó qué otros datos tenían, y
ellos respondieron que ninguno. De la niña no se sabía
nada, mejor dicho, sólo les habían contado que había
sido entregada por militares a la casa de adopción pues
su familia no quería hacerse cargo de ella.

A Beatriz Galindo le dolía la tristeza de esos padres


que, después de años, debían reconocer su error, ese que
nunca creyeron haber cometido. La tremenda noticia que
significaría en la vida de Irene saber que era hija de una

263
familia diferente la devastaría, pero al mismo tiempo le
permitiría vivir con los recuerdos que estaban aflorando
de su otra mamá, la mamá linda de la que tanto estaba
hablando, de su padre cantor, de sus abuelos, en fin,
ese mundo oculto que le negaron por años. Sentía una
extraña indefensión, tenía la información que explicaba
buena parte de los recuerdos que Irene estaba recupe-
rando, pero no las fuentes que le aclararían los detalles
que necesitaba. Entonces, ahora sólo le restaba buscar
a esa madre, encontrar esa mujer de la que su paciente
hablaba con insistencia.
—Irene, he venido con tus padres, quieren verte.
—¿Cuáles, doctora?
—María Teresa y Gerardo.
—Qué bueno. Hace días que los quería ver.

Irene Carmona se reencontró con sus padres. Fue


una conversación más bien tranquila, la encontraron
sentada sobre la cama y, sin dudarlo, se levantó a dar-
les un abrazo a cada uno. Estaba reconciliada con su
recuerdo y parecía muy feliz de encontrarlos. Ellos, por
su parte, estaban aterrorizados de verla. No sabían qué
les diría sobre ese pasado oscuro, del cual ellos preferían
no enterarse, aunque sabían que, para poder conservar
la relación con su hija, debían aceptarlo. Se dijeron
pocas cosas. Irene, en medio de la sorpresa de verlos,
sólo atinaba a hablarles de las condiciones de vida que
llevaba en el lugar.
—Ojalá salga pronto de acá, ya me estoy aburrien-
do. —Y les pidió que le trajeran algunos libros y algo de
música. Era la primera vez que pedía algo del mundo
exterior de esa manera.
La doctora Galindo estaba muy contenta de ver ese
encuentro y se propusieron mantener encuentros con-
tinuos entre los tres. Lo que ellos no sabían era que la

264
doctora había obviado la información de la adopción, y
ellos tampoco la mencionaron. La doctora sabía que esa
información sin la veracidad de un ser querido era una
metáfora de un mundo fantástico al que Irene no podía
aferrarse. Ella necesitaba una presencia real para poder
empezar a entender la situación. Por ese motivo, Beatriz
Galindo se decidió a buscar a Pascual para contarle lo
sucedido y pedirle que la ayudara en la búsqueda de la
familia biológica de Irene.

Pascual no podía creer lo que estaba escuchando,


aunque en pocos minutos terminó pronunciando la
frase que la doctora esperaba escuchar de sus labios.
—Claro, ya entiendo mejor a esa mujer. Sí, la vida
de Irene era un misterio; sólo contábamos con una parte
del tablero. Era un ajedrez en blanco que no permitía
ver las sombras del otro lado de su realidad.
Ahora se podía jugar la partida completa y era mu-
cho más fácil comprender los vericuetos más humanos
de la vida de la congresista, de la mujer por la que su
hermano se estaba volando los sesos.

Irene recordaba el nombre de la madre. Al menos la


doctora esperaba que así fuera. Había hablado de Juana
Vélez, de la Juana, en muchas ocasiones. Con ese dato
debían emprender la búsqueda. Juana Vélez no era un
nombre muy común, pero sí había unas cuantas en la
historia del siglo xx en Colombia. Cada dato era útil: un
lugar de nacimiento, fecha de nacimiento, estado civil.
Al poco tiempo había un pequeño grupo de mujeres que
podrían haber sido la madre de Irene. Cómo se llamaría
ella misma en esa otra vida nunca lo había mencionado.
Pasaron días buscando información que les permitiera
alimentar las matrices sobre la Juana que estaban bus-
cando para poder definir cuál de todas era. Un día, el

265
apellido Urbano y su propio nombre brotaron: Luisa.
Y ese dato les dio la pista que necesitaban. En efecto,
pese a la clandestinidad de sus padres, habían podido
casarse con sus verdaderos nombres y Pascual tuvo el
gusto de encontrar la partida de matrimonio y hasta el
registro civil de la niña: Luisa Urbano Vélez. Irene, la
Irene de la vida de su hermano, era otra niña, otro ser
que había sufrido un cambio de rumbo inexplicable
hasta ese momento.

Y sin embargo, la feliz historia no tendría final fe-


liz, pues la madre había muerto, en circunstancias que
pronto descubriría Pascual, y del padre no había noticias.
Intentaron encontrar a la familia Urbano, pero era inútil.
Luego de tantos dramas familiares, habían decidido
refugiarse en la nueva España, la España surgida con la
muerte de Franco. Entonces buscaron a la familia Vélez.
Corrieron con la suerte de encontrar el número de la casa
y se comunicaron con la madre de Juana. Doña Cecilia
de Vélez, la hija del anarquista, ahora soportaba la vejez,
sin su hija y su nieta, estoica, intentando entender el
sentido del ser en el mundo, reprochándose no haber
sido capaz de hacer razonar a su hija para comprender
que las revoluciones son demasiado efímeras, que la
vida está en la continuidad del aprendizaje, en el en-
tendimiento del ser, y no en la ruptura catastrófica que
su Juana había elegido.

La llamada telefónica fue pavorosa. La doctora Galin-


do se presentó, le dio algunos datos sobre su profesión y
le dijo, no había otro camino, que debía hablar con ella,
que creía haber encontrado a su nieta. El silencio del otro
lado del auricular confirmó el impacto que sus palabras
estaban produciendo en esa mujer. No había duda: era
la abuela de Irene (de Luisa). Doña Cecilia la citó en

266
el café donde pasaba sus tardes de vejez y le pidió que
fuera a su encuentro sola. La doctora les contó a Pascual
y Liliana lo sucedido, y ellos decidieron acompañarla,
aunque sabían que deberían esperarla en el carro; de
todas maneras ella los necesitaría. El impacto de ese
encuentro vislumbraba una terrible sensación de tristeza
para la doctora. En efecto, así sería como estaba siendo
toda la historia que rodeaba la vida de Irene Carmona.
El regreso de la congresista a su mundo real se hacía
cada día más difícil para Beatriz Galindo, pues era algo
así como entregarle la novela más agria, para que al
final descubriera que el personaje desolado, traicionero,
desgarrado, era ella misma. No obstante, a esas alturas
no había salida. Ése era su deber, y lo llevaría hasta las
últimas consecuencias.

Doña Cecilia la esperaba en una mesa baja, como de


sala, sentada sobre un pequeño sofá verde. La luz de una
lámpara posada sobre la mesa producía sombras en su
rostro que la envejecían. Sólo cuando Beatriz Galindo se
sentó, la luz cambió y pudo encontrarse con la verdadera
edad de la mujer. Tenía un halo de tristeza, aunque en sus
ojos aún se veía el destello de la felicidad que un día la
había acompañado. La pérdida de su hija y de su nieta la
habían hecho pasar de anarquista a escéptica; por ello sus
estudios hacía tiempo rondaban esos terribles caminos
del infierno de saberse en el mundo sin sentido alguno.
La doctora Galindo la vio y no tuvo que preguntarle su
nombre. Tenía un aire muy marcado con su nieta. Beatriz
Galindo quería llorar; sentía un espantoso dolor en la
garganta y no sabía cómo empezar a hablar con esa mujer.

—Cuénteme, doctora, qué es lo que me va a decir


—la exhortó Doña Cecilia, como si aún no le hubiese
escuchado decir que había encontrado a su nieta, como

267
si su escepticismo le impidiese creer lo que le habían
dicho en el teléfono.
—Hace meses estoy tratando de ayudar a una pacien-
te para que recobre la memoria. Sus padres, de los que
ahora sé que son sus padres adoptivos, me ocultaron esa
realidad por mucho tiempo, y por eso no lograba entender
la información que ella me estaba dando. Hace muchas
semanas esa chica me habló de usted (la llama “la abuela
del parque”) y de su madre, mejor dicho, su hija. Pero,
sólo hasta que supe que era adoptada, entendí que debía
buscar esa otra familia de la que hablaba mi paciente.
Su nieta sufrió una pérdida de memoria tan severa que,
cuando la adoptaron, pudo recomponer una memoria
como si no hubiera tenido una vida anterior. Pero em-
pezó a sufrir vacíos mentales y, hace unos meses, vivió
un shock nervioso que la llevó a perder la memoria de
nuevo. Yo entré en ese momento en su vida y he estado
haciendo una terapia con ella. Su nieta es la congresista
Irene Carmona. No sé si ha escuchado algo de ese caso.

Se quedó en silencio. Tomaba sorbos largos de agua


y café, de manera intermitente. La doctora casi no podía
soportar los largos segundos de su pausa. Miró hacia
afuera, se pasó la mano por la cabeza, como cuidándose
el peinado y, con la mirada abrumada, empezó a hablar:
—Claro que sí, doctora, qué lamentable que es la
política en este país y qué absurdo que esa muchacha,
si es mi nieta, haya recorrido ese camino que su madre
odiaba, para terminar en esta situación tan deplorable.
No por enamorarse de una mujer, como dicen por ahí,
sino por ser vilipendiada por esos corruptos congresistas
de nuestra “amada” república. Tanto pelear y morir esos
jóvenes revolucionarios para dejarles a los hijos este
mundo vacío y sin sentido. Usted no sabe lo que me
alegra y me duele encontrarla. A veces, en esas largas

268
noches en que pensaba el destino que le habría depa-
rado la vida, cuando no podía dormir y daba vueltas en
la cama al lado del hombre que me ha acompañado por
décadas, pensaba en Luisa; así se llamaba.
—Sí, ya lo sé —susurró la doctora.
—Esperaba que la vida le hubiera dado un lugar
amable o una muerte digna, pues nunca supimos si
estaba viva o muerta. Ahora siento una devastación in-
terior, porque no sé qué mundo puedo darle, qué familia
devolverle, cómo sentarme frente suyo para explicarle
que su madre murió, combatiendo contra la nación que
ella ha ayudado a construir, y que su padre desapareció
como ella sin haber dejado rastro alguno, porque así
son las cosas en este país de demócratas leguleyos, en
este país de cabrones, y me perdonará la grosería. Usted
puede imaginarse cómo me siento. Hace años sólo creo
en el sinsentido de la vida; no me he suicidado porque
tengo más hijos y nietos, y su presencia me sana por
escasos minutos del dolor de mis pérdidas. Doctora, yo
perdí a mi hija varias veces, entre otras por la furia de
mi marido al saber que era guerrillera. Recuperar a mi
nieta es quizás lo mejor que me ha pasado en años. Si es
verdad que es mi Luisa, lléveme a ella, ¿será eso posible?

La doctora Galindo le explicó que sí era posible que


la viera, que debía preparar el terreno para ese encuentro.
Le contó todos los detalles de la terapia y le dio tanta
información sobre el pasado de la primera infancia de
Irene Carmona que la abuela salió de ese encuentro
convencida de que esa muchacha, esa joven congre-
sista, era su nieta. También ella, doña Cecilia, le contó
historias del pasado de Irene que le servirían mucho a
la doctora para las siguientes terapias.
—Qué paradójico —le dijo al final de la conversación
doña Cecilia—: mi nieta se ha cruzado en el Congreso

269
con mi marido, su abuelo. Han pertenecido a bandos
casi opuestos y no sabían nada el uno de la otra. —Per-
maneció en silencio, mirando su taza de café, como
intentando recomponer en lo profundo de su ser alguna
esperanza que le permitiera ser promesa en la vida de
su nieta recién recuperada.

La doctora llegó al carro, luego de haberse despedido


de esa vieja hermosa y devastada, en estado de angustia
y dolor casi incontrolables. Había caído la tarde, y ya se
impregnaba todo del frío oscuro de la noche bogotana.
Se sentó en su silla y estalló en sollozos. Pascual y Liliana
se lanzaron de inmediato a consolarla. Sabían que ese
momento sería difícil para ella, pero nunca imaginaron
que sería tan intenso el sufrimiento. Sin embargo, era
de entenderse. La doctora sufría por todos los descubri-
mientos y dolores que se iban desplegando a su paso en
la medida en que continuaba el acompañamiento a Irene
Carmona, Luisa Urbano, o como fuera. Sus categorías
para conocer a los seres humanos pasaron por una trans-
formación profunda; ella misma estaba inestable y frágil,
y casi todo dejaba de tener sentido. “Si hubieran visto sus
ojos”, repetía y lloraba cada vez con más desesperación,
hasta que empezó a sentir las caricias de Pascual que la
fueron aplacando. Ese hombre, ese ser que junto a sus
hijos justificaba por esos días esa existencia sin sentido
de la doctora, la había tomado entre sus brazos y como a
una niña la estaba arrullando. Cuando la doctora volvió
en sí, encontró su cuerpo sumido en ese calor pausado,
como distante y total de ese hombre y, mientras les con-
taba lo sucedido, fue entendiendo que su cuerpo estaba
ya destinado a encontrarse, en la piel, en los fluidos, en
la incertidumbre, con ese cuerpo que ahora la contenía.
Sin embargo, aún faltaban muchas horas, días, meses,
antes de que ese encuentro aconteciera.

270
14

La sensación de libertad obnubiló los días de Juana.


El triunfo de su primera acción guerrillera urbana, el
encuentro con esta nueva vida al lado de su Martín y
el vuelo infinito que el futuro representaba para Juana
en ese instante de su vida la llevaron a despreciar la
gran pérdida que significaba la férrea decisión de su
padre de olvidarse de ella. Y así sería por mucho tiempo.
Pues, si Juana sentía tristeza de no ver a su madre y al
resto de su familia, si sentía angustia de no saber cómo
sería el camino de regreso al seno de su casa paterna,
estas sensaciones estarían ocultas para su ser racional
por muchos meses. Por ahora, en ese presente que se
expandía en emociones y se hacía eterno, sólo existían
ella, el amor y la revolución. Era la libertad, esa vieja
búsqueda que su madre le había inculcado y que ella, en
la inmadurez de la juventud, confundía con su presente.
Era entendible, pero claro, cómo no confundirse ante
tantas esperanzas y emociones que se agolpaban en su
cuerpo y en su mente.

Luego de haber pasado varios días escondidos en


la casa del plan B, se hizo evidente para los miembros
de la organización que las fuerzas del Estado no tenían
casi pistas, y por ello podrían regresar pronto a la nor-
malidad, a continuar con sus labores. Aunque nuestra
Juana no tenía normalidad para regresar, su felicidad
estaba precisamente allí, en el inicio de una vida nueva.
Pasaron un par de semanas viviendo en casa de los Urba-
no, quienes la recibieron con los brazos abiertos, como
siempre lo hacían. El viejo Antonio les explicó, desde esa
nueva perspectiva, por qué les había querido evitar esta
situación cuando Juana se pensaba subir al monte con
Martín. Él entendía muy bien lo que significaba perder

271
a la familia —la guerra lo había lanzado a esa vida de
ausencias y de melancolía que es el exilio— y sabía de
esos dolores. Juana, por su parte, no estaba dispuesta
a perder terreno y pensaba que lo sucedido era una
ganancia; en ese momento era libre y contaba con los
seres que amaba.

La alegría de la libertad aumentó, unos meses des-


pués, de forma paradójica, con una inusitada decisión
de Martín, porque no en vano las instituciones sociales
están allí para expresarse en la vida de los seres humanos,
aun de sus mayores críticos. Y, por tanto, desde un lugar
de protector, de hombre total, responsable, y teniendo
en cuenta que las situaciones de la vida lo habían lle-
vado a vivir con Juana mucho antes de lo esperado, se
le hizo necesario a su alma asumir el compromiso con
ella, iniciar una vida distinta, y terminó por proponerle
matrimonio. Y, ¡cosa extraña!, Juana aceptó feliz. Ella
que había dicho durante años que no se casaría, que
su vida estaba destinada a cosas más grandes y más
importantes, ante la arrodillada arquetípica y el beso
de aceptación, no podía controlar la emoción. Algo muy
profundo en su ser, sin que ella misma lo entendiera, la
hacía sentir reconciliada con su familia. Y aunque ni su
madre ni su abuela (que aun vieja estaba por ahí tejiendo,
leyendo y contando historias del abuelo maravilloso),
ni su padre, ni la mayoría de sus hermanos asistirían
a ese ritual (sólo su hermano Tomás incumpliría las
órdenes de su padre y la acompañaría), casarse estaba
dentro del repertorio de acciones que eran bien vistas
y la tranquilizaron ante su nueva vida. Los preparativos
no duraron muchos días. Optaron por casarse ante un
cura revolucionario de la universidad, amigo de luchas.
Ese día Martín llevaba un jean y una maxiruana blan-
ca —estaba más bello que nunca— y Juana, una falda

272
gitana blanca, una camisa vaporosa de color violeta y
una corona de azahares sobre la cabeza con ese eterno
pelo de gamín que la caracterizaba. Estaba también
reluciente y, aunque el dicho dice que no hay novia
fea, ésta era una novia hermosa, tanto como el novio.
Entraron los dos juntos desde el principio a la capilla
donde se realizó la ceremonia. Los viejos Urbano los
acompañaron con el mismo fervor que les profesarían
en todas sus decisiones. Y por supuesto, un séquito de
amigos revolucionarios con los que diez años después
no volverían a tener oportunidad de encontrarse a plena
luz del día, sin compartimentaciones y clandestinidad,
o sin los destinos que la muerte les guardaba.

Como se habían pasado a vivir a un apartamento


pequeño, en un barrio popular de la ciudad, hicieron
la rumba de casamiento en casa de una de sus amigas
revolucionarias. Fue una fiesta de aquellas. Empezó el
sábado y terminó el lunes a la mañana: una celebración
sin precedentes en el movimiento al que pertenecían.
Estaban, quizás, celebrando también sus logros políticos
de las últimas semanas, el sueño inmenso que se estaba
abriendo en esa América bolivariana, la magnitud de los
amores que brotaban de su unión —aunque, años más
tarde, la lógica de la guerra y la verticalidad terminaría
haciéndolos separar de quienes se amaban—. Bailaron,
tomaron, soñaron, conversaron. Se imaginaron entre
todos cómo serían los matrimonios en su país libre, ese
país que el pueblo tomaría por las armas y que trans-
formaría para siempre.

Doña Cecilia tuvo por esos días su primera con-


versación con Juana a escondidas de su marido, como
tendría muchas en los pocos años que le quedaban de
vida a su hija. Cuando Martín y Juana decidieron casarse

273
y se sumergieron en los preparativos de la boda, Juana se
descubrió un día con la necesidad de llamar a su madre.
Oh, sorpresa, pese a las ínfulas de su libertad, sintió que
ella, esa mujer que le había enseñado tantas cosas en
la vida, tenía derecho a saber que su hija se iba a casar,
y llegó a pensar que quizás hasta la acompañaría. Sin
embargo, la decisión de don Juan Vélez de no querer
saber nada de su hija era tan implacable que no hubo
forma para doña Cecilia de negociar con él la asistencia
a la boda. “Quien vaya a esa farsa sin mi consentimien-
to se va de esta casa”, dijo, como última palabra sobre
el tema. Y por supuesto, cuando unos meses después
se enteró de que Tomás había ido a acompañar a su
hermana, lo echó de la casa, aunque la pelea con él no
duraría tanto tiempo.

A los pocos meses la organización les consiguió una


casa, con un garaje interior, para construir allí una de las
más grandes caletas de armas que tendrían en ese tiempo
en la ciudad. Martín continuó con sus labores diplomá-
ticas y cada vez recibían más apoyos internacionales.
Cuba se afianzaba, y el sueño se seguía expandiendo
como pan caliente por Latinoamérica. Juana, que era
una gran ideóloga, y sobre todo una gran pedagoga,
asumió la tarea de ayudar en la formación revolucionaria
de camaradas en el resto de ciudades del país, y se pasó
mucho tiempo durante ese año viajando por Colombia,
de ciudad en ciudad, entregando a sus compañeros de
lucha las frases más contundentes, los mejores recursos
retóricos para convencer a la gente de participar en su
organización, o al menos de ayudarlos. En ciudades
de duras oligarquías, lograron construir vínculos muy
estrechos con gentes ricas y apoderadas. Su discurso
era seductor y además la mayoría de los mandatarios
de la organización venían de familias pudientes que

274
tenían sus miembros muy conservadores, con quienes
no había ni cómo hablar, y otros más libertarios que
terminaban cayendo en las redes de estos locos de la
revolución urbana.

No obstante, los azares de la vida son inesperados y


decisivos. En el albor de la revolución, del compromiso
político de Juana y Martín, descubrieron, no sin un tre-
mendo desconcierto, que iban a tener un bebé. Fueron
días muy difíciles en ese nuevo hogar. Los meses que
llevaban viviendo juntos habían sido armónicos; pasaban
mucho tiempo sin verse, pues cada uno tenía sus labo-
res en la organización y gozaban de cada encuentro lo
más que podían. Pero se seguían imaginando sus vidas
de esa manera, ligera, sin ataduras, nada más que ese
deseo de reencontrarse entre esas cuatro paredes que
ahora era su casa compartida, y sin embargo, la vida los
llamaba por segunda vez a enfrentarse a una decisión
difícil. “¿Qué hacer? —se preguntaban—, ¿qué camino
seguir?”. Una opción que de inmediato apareció fue el
aborto. Durante varios días evitaron pensar en el hijo
y planearon su desaparición. Sin embargo descartaron
el aborto, no por cuestiones morales, sino porque con
los días, mientras iban planeando cómo hacerlo, Martín
tuvo un sueño donde un hombre libre y feliz, que era
su hijo, corría por los campos de ese país atormentado,
y despertó con el deseo de convencer a Juana de traer
al mundo a ese bebé. Ella, por su parte, se había ido
encariñando con la sensación de ser mamá, aunque
le complicaba su decisión de entregarse con todo a la
revolución. Aunque sólo con el tiempo se daría cuenta
de que su compromiso con su bebé le cambiaría la vida
por completo, fue descubriendo en su cuerpo, en su
alma, en lo más profundo de su inconsciente, un de-
seo voraz de dejarle a un ser nacido de sus entrañas el

275
nuevo país que estaban construyendo. Era una falacia
inevitable. La emoción, la adrenalina de la juventud y
el sueño de la libertad los consumía y no podían ima-
ginarse que no sólo no les dejarían un mejor país a sus
hijos e hijas, sino que los dejarían solos, amedrentados,
abandonados por culpa de la muerte implacable, de
las desapariciones y de los otros sinsabores que la vida
clandestina les implicarían.

La llegada de Luisa fue mágica. Se prepararon con


todo el amor posible para recibirla, aunque estaban es-
perando al niño soñado por Martín. La niña pronto los
enamoró y se entregaron a su cuidado. Juana y Martín
entraron en los tiempos incontrolables de los hijos, de
esa infancia extraña a la que retornan quienes optan por
la paternidad y por la maternidad. Soñaron el proyecto
de criar una mujer libre y para ello cada día iban esco-
giendo opciones más comprometidas. Sin saberlo, sin
hacerlo demasiado consciente, Juana se fue entregando
a una cierta normalidad que permitía hacer familia con
Luisa y sostener el proyecto revolucionario. Martín, por
su parte, tuvo un par de años de cercanía profunda con
la niña y con Juana. Eran una bella familia, que soñaba
con la libertad y con la justicia, y entregaba a Luisa el
amor que creían necesario para que se sintiera feliz en
este mundo. Juana vivía para ella, para jugar con su hija
y el resto del tiempo colaboraba para que la organización
guerrillera, que seguía su curso de crecimiento y posi-
cionamiento en el país, adquiriera la fuerza necesaria.
Fue extraño: Juana y Martín, revolucionarios hasta la
médula, optaron por hacer una vida de cuidados con
su hija. Juana no continuó con las acciones riesgosas
y más bien optó por la estabilidad y crianza de su hija.
Consiguió un trabajo en la empresa de teléfonos, donde
ayudaba por otro lado a conseguir trabajos para amigos

276
de la revolución y recursos para la organización. Cuando
Martín empezó a tener cargas más fuertes en la orga-
nización y sobre todo a tener que clandestinizarse, los
Urbano colaboraban cuidando a Luisa mientras Juana
trabajaba.

Juana y Martín eran felices. La vida les había elegi-


do una vida, valga la redundancia, que los llenaba de
dudas y que los hacía sentir plenos de alegrías. Su amor
no hacía otra cosa que crecer; encontraban en el otro la
mejor imagen de sí mismos, el apoyo a las locuras que
sus sueños generaban. Juana nunca sintió molestia de
ser ella quien proveyera los recursos materiales para la
casa. Por una parte, era la única forma de mostrar una
cierta normalidad y, por otra, en los juegos de Martín
y de Luisa, en los tiempos de estudio y conversaciones
de Martín sobre las posibilidades de la revolución, ella
misma crecía. Martín era feliz, y ella se regocijaba con
eso. Se sentían un buen equipo para andar por el mundo,
para sortear los peligros y para dar lo que más pudieran
de sí a su pequeña hija. Ellos dos, a diferencia de mu-
chas madres y padres jóvenes de la época, prefirieron
no abandonar a su hija por la revolución. Muchos re-
volucionarios se alejaron de sus hijos para dejarles un
mundo mejor. No obstante, las leyes de las causas y los
efectos son fatales, y nunca es posible saber desde qué
pasado infame se tejen las coordenadas que nos deter-
minan la vida. Pese a los cuidados que Juana y Martín
tuvieron siempre con Luisa, pese a las renuncias que
hicieron, sobre todo Juana, para no ponerla en riesgo,
su hija, antes de los cinco años terminaría viviendo en
este mundo, sin padre ni madre, perdida en el vacío de
una memoria endemoniada.

277
Bogotá era el escenario de sus vidas visibles y ocultas.
A la abuela Cecilia la veían en el parque de la treinta y
cuatro. Una vez cada quince días. Mientras Luisa era un
bebé, la abuela la paseaba cargadita por el parque y le
contaba historias de la vida de su madre, de su infancia
en Manizales, de su familia. Martín pasaba las mañanas
en el parque del salitre con la niña y luego se daban el
viaje hasta el centro para almorzar con Juana. En cada
barrio había amigos que los recibían, soñadores des-
piertos que compartían con ellos su vida de padres y de
madres. Habían dejado la casa de la caleta, para proteger
a la niña y vivían de nuevo en un pequeño apartamento
en el centro de la ciudad. El tío Tomás, que ya fuera de
casa de los abuelos Vélez había decidido también entrar
en la organización guerrillera, pasaba días en casa de
Juana, preparando nuevas estrategias de cooptación, y
jugaba sin cesar con Luisa. La llevaba, desde antes de
haber cumplido un año, a los matinales del Trevi y del
Embajador. Y Juana, que no dejaba de sentirse estu-
diante de la Universidad Nacional, aunque no se había
graduado por los afanes de la revolución y luego de la
maternidad, la llevaba a caminar por los potreros de ese
centro maravilloso del saber y de la conspiración. Algu-
nas tardes, iban a escuchar conciertos de música clásica
con la bebita en brazos o caminando, cuando empezó a
caminar. Era también la ciudad oculta en que Martín y
todos los compañeros y compañeras de la organización
tejían los vínculos, las fachadas, las estrategias para sus
acciones de recuperación y de publicidad guerrillera.
Martín salía de casa, en un barrio del centro de la ciudad,
y se adentraba en los submundos de la clandestinidad,
de esos encuentros de ensueño, que con el tiempo em-
pezaron a ser compartimentados y a ciegas, donde se
labraba el futuro de su nación libre.

278
Una de las acciones más sonadas de esos años fue el
secuestro y posterior asesinato de un líder sindical que,
según ellos, estaba traicionando al pueblo. Y, aunque
a los poderosos esa muerte poco les importaba, sí les
preocupaban los alcances de esa organización de la que
seguían sin tener muchas pistas. Por tanto, la embestida
fue fuerte, no tanto como lo sería un par de años después
cuando le robaron un arsenal al ejército, pero de todas
maneras desde ese ajusticiamiento debieron entrar,
muchos de ellos, en una clandestinidad más rigurosa.

Fue entonces cuando Martín debió pasar cada vez


más tiempo fuera de casa, cambiar constantemente su
aspecto y, por tanto, alejarse del nido donde el amor lo
necesitaba para seguir creciendo. Juana aceptaba estas
separaciones con el estoicismo de su ser revolucionario,
y sin embargo, sufría lo indecible en sus ausencias. Por
momentos la sensación era de vacío, de soledad; quería
que Martín estuviera cerca de ellas como antes, quería
hacerle el amor. Era una tristeza de enamorada, o una
cuestión de loba en celo; estaba dispuesta a hacer lo que
fuera necesario para protegerlo, pero en segundos se
daba cuenta de que no podía hacer nada. Martín habitaba
un mundo que ella desconocía; no tenía dónde hallarlo
y el miedo la cercaba con una angustia que a veces no
lograba controlar. Entonces vivía largos insomnios y días
en donde la concentración se le iba hasta estar a punto
de perder su trabajo. Era también la madre, la hembra
con cría que no puede perder a su macho, que también
se expresaba en lo más profundo de su ser. Y entonces
llegaba Martín. Con bigote, con gafas, con barba, sin
barba, sin gafas, sin bigote, y pasaba unos días al lado de
ellas y Juana se sentía feliz de nuevo, y no le transmitía
sus miedos, porque ella debía estar a la altura de la re-
volución, y no le dejaba saber que, en las largas noches

279
de su ausencia, sufría en silencio, escribiendo cartas
que nunca le entregaría y que, como gran paradoja, sólo
las podrían leer los policías que allanaron su casa años
después. Martín se entregaba por esos días sólo a la niña
y a Juana, les cocinaba, les cantaba; los viejos Urbano
los visitaban, como hacían muy a menudo, para ver a
su nieta amada. Algunas mañanas, cuando ya estaba
Juana lista para salir a trabajar, se acercaba a despertar
a Martín y él, saliendo de los intrincados pozos de sus
sueños, le pedía: “No, no me despiertes todavía, estoy
en una reunión histórica de Bolívar con el Che y no me
puedo perder nada de lo que digan”. Regresaba al sueño
y, minutos después, se levantaba feliz, lleno de la alegría
que esos encuentros imposibles e imaginarios le brinda-
ban. Habían visitado Cuba y a Martín el encuentro con
la Revolución Cubana y el sueño del hombre nuevo del
Che lo marcaron para siempre.

Durante dos años más, la vida de normalidad de


Juana y Luisa se mantuvo, aun en las ausencias de Mar-
tín. El trabajo seguía siendo un buen lugar de acciones
poco riesgosas, y el resto del entorno estaba pensado
para que la vida de la niña transcurriera en la mayor
tranquilidad posible. Sin embargo, los azares de la guerra
son insalvables. Martín llegó a verlas un fin de semana.
Esa primera anoche, después de haber cantado Ma-
nuelita (una de esas canciones de María Elena Walsh
que le encantaba cantar con Luisa), de haber leído una
versión para niños de Alicia y de haberla acompañado
a dormir, llamó a Juana para darle una noticia que no
sería muy grata para ella.

—Juana —le advirtió—, en una semana debes dejar


tu trabajo y esconderte en la casa de una compañera de
la organización, ¿qué me dices?

280
—Yo no pienso dejar mi vida con Luisa; mi trabajo
ha sido una forma de mantener esta casa y no pienso
irme. Eras tú quien asumiría ese lado de la revolución;
yo me quedo acá.
—Juana, mi amor, no creas que tus decisiones van
por encima del mundo. —Juana por momentos se ar-
maba planes en la cabeza, de los que le parecía que
nada ni nadie podrían desbaratarlos—. Aunque tú no
lo quieras entender en este momento, tu vida también
depende de la organización y no puedes tomar deci-
siones sola. Vamos a dar un golpe grande, en el que yo
he participado más que activamente y, cuando sea un
éxito, tendrán pistas para encontrarme. Y por supuesto
tú y Luisa deben estar a salvo. Por la magnitud de mis
acciones de los últimos meses, la decisión que se ha to-
mado es que tanto tú y Luisa como yo salgamos del país
una vez que se termine esta labor. Mientras tanto te irás
a casa de la compañera Margot; ella pasará a buscarte al
Parque de los Novios el próximo miércoles a las tres de
la tarde y te llevará a una casa cómoda, donde deberán
estar escondidas por muchos días. Debes lograr que la
niña entienda la situación y no se deje ver por nadie. Una
vez que se calme un poco la persecución que de seguro
nos montarán, llegaré a buscarte. Nos imaginamos que
será un mes después de los hechos. Y saldremos a vivir
a un lugar tranquilo por unos meses. Juntos, Juana, sin
separarnos ni un minuto.
—No, Martín, yo no puedo aceptar esas condiciones.
Yo había pensado que nuestra decisión de mantenerme
a mí en esta vida era para que esto no sucediera, y ahora
me cambias todo.
—Sí, mi amor, yo sé que no queríamos poner en ries-
go la vida estable de Luisa ni la tuya, pero no nos queda
otra salida. Mi propio compromiso con la organización

281
las pone a ustedes en peligro, y no podemos hacer nada
más.
—¿Y por qué no nos sacan de una vez?
—Porque podríamos dar pistas que no queremos
dar por ahora.
—Pues no me voy, Martín, yo estoy bien como estoy.
—Juana, no te estoy dando una opción. Esto es una
orden que yo mismo recibí del primero al mando. Y de-
bemos cumplirla al pie de la letra; de otra manera pones
en peligro a mucha más gente, a Luisa y a ti misma. Tú
tienes demasiada información, Juana, no lo olvides.

Como era de esperarse, Juana tuvo que cumplir


órdenes, no sin antes haber tenido que recibir una lla-
mada de atención del primero al mando, que fue hasta
su casa dos días después de su conversación con Martín
a decirle que no le quedaba salida, que la determinación
era irrevocable.

Fueron días asfixiantes. Una vez que llegaron a la


casa donde debían permanecer, se les indicó los horarios
y las zonas de la casa donde no serían observadas por
nadie. El tiempo se fue trasmutando en angustia; angus-
tia de no saber cuándo se llevaría a cabo la acción en la
que estaba vinculado Martín; angustia de ver a la niña
preguntar día y noche: “¿Por qué estamos acá, mami?,
¿qué pasa?, ¿y la casita?, ¿cuándo volvemos?”; angustia
de no saber cómo saldrían de todo esto; angustia de
cometer algún error, de llamar la atención. Una salida
era decir a las personas del barrio que venían de vaca-
ciones, pero no era posible con una niña como Luisa,
que no estaba todavía en edad de decir mentiras y era
fácil que contara que ella vivía en Bogotá y se dañara
el cuento; por eso las encerraron. Juana buscaba por
todos los medios actividades para hacer con Luisa, para

282
que no se aburriera, pero por momentos no lo lograba,
como tampoco lograba controlar su miedo e intuía que
la niña lo estaba percibiendo. Después de una semana
de haber estado allí, la depresión empezó a ganarles.
La niña dormía muchas más horas de las esperadas, y
ella dejó de dormir casi por completo. Era la época de
Navidad, y eso quizás ayudó a mejorar la situación de la
niña. Muchas personas hacían novenas y se divertían,
mientras ellas debían mantenerse sin que nadie fuera
de la casa las viera. Una noche, a principios de año, el
cansancio venció a Juana.

El sueño la venció esa noche pues, en la madrugada,


cuando llegó la compañera Margot a despertarla con la
gran noticia que ella estaba esperando hacía días, estaba
en un sueño profundo.
—Compañera, despierte, estos locos de mierda se
salieron con la suya: recuperaron todo un arsenal del
ejército.
Entonces se sentaron a escuchar noticias, y Juana
pensaba en Martín, dónde estaría, que estaría haciendo.
Se morían de felicidad por haber logrado semejante
despropósito, y se les llenaba el alma de coraje para
seguir. La niña preguntaba qué había pasado, y la mamá
le decía: “Es que papá es un duro, mi amor, y logró hacer
algo que toda la gente del país está escuchando”. Luisa
terminó jugando en el cuarto que le habían destinado
para ello, y dejó que las extrañas emociones de su madre
fueran tomando su curso, mientras sentía la ausencia del
padre y el dolor de no ver a los abuelos ni a nadie de su
mundo normal. No obstante, quizás Luisa fue la que más
fácil se adaptó; los niños son esponjas que guardan el
dolor sin comunicarlo. Ella no le decía nada a su mamá,
pero Juana sí se daba cuenta de que en las noches se
dormía pegadita a su cuerpo, sin soltarla, y pensaba:

283
“Tiene miedo, algo está sintiendo de todo esto”. Entonces
empezaron a pasar días de emoción. Cada día llegaba
una noticia nueva sobre esa acción de su organización
guerrillera, y Juana y Margot se sentían felices. Pero los
días de dicha se fueron acabando en tanto que pasaba
el tiempo y no había noticias de Martín. Se cumplió el
mes que Martín le había dado como plazo, y no llegaba.

Pasaron horas, días, semanas de zozobra. Nadie


sabía nada de Martín. Juana fue perdiendo la razón.
No soportaba ese silencio; necesitaba saber algo de su
marido, del padre de su niña que preguntaba por él a
cada minuto. Y mientras Juana se desesperaba y no sabía
qué hacer, el curso de la vida allá afuera continuaba. Su
apartamento había sido allanado, y habían encontra-
do sus cartas a Martín y uno que otro documento que
ella no había alcanzado a esconder o a desaparecer.
Encontraron el trasteo, pues Juana había dejado casi
todo empacado y lo reventaron todo. Le volvieron naco
sus cosas que, por algún destino fatal, nunca volvería
a recuperar. En casa de los Urbano también allanaron;
irrumpieron en medio de la noche y los amarraron a
todos, pensando que estaban encontrando a algún ca-
becilla. Pero, en unas cuantas horas, descubrieron que
las personas que estaban allí, los padres de Martín, un
primo que estaba de visita de España y la empleada de
servicio que era una compañera de vida de la familia, no
debían ser encarcelados; más bien debían esperar hasta
que apareciera alguien más. Los militares optaron por
dejar un soldado de guardia permanente en esa casa,
un intruso que a las pocas semanas se hizo casi parte de
la familia, con la única salvedad de que los traicionaría
en cuanto sucediera algo que les permitiera llegar hasta
Martín o Juana. Pero la vida tiene azares incomprensi-
bles. Una tarde, mientras el soldado se encontraba en

284
el baño haciendo sus necesidades, dos compañeros de
la organización, nada menos que el primero y el tercero
al mando, llegaron en un carro y empezaron a pitar. La
madre de Martín salió corriendo a ver quién era y les
hizo un gesto descomunal de terror al punto que esos
locos que andaban por ahí tratando de encontrar noticias
de los compañeros desaparecidos, como era el caso de
Martín, huyeron despavoridos. Esto no sucedería con
Juana, porque el azar estaba empeñado en que esa familia
se deshiciera en llantos y en desolaciones.

Entretanto, Juana seguía contando los minutos, des-


esperada, y decidió buscar un momento en que nadie
en la casa estuviera cuidándolas para salir hasta la casa
de sus suegros a buscar noticias de Martín. La fue pose-
yendo un deseo más grande que toda la razón, que todos
los cuidados y se dejó llevar por la necesidad de saber
algo de él. Se pasó varias noches planeando su salida,
observando con mucho cuidado los movimientos de la
casa (lo que antes no se había interesado en hacer), y
descubrió que casi todos los días había una hora de la
mañana en que las dejaban solas. Pasaron varios días
para poder estar seguras: no quería tener un problema
con el primero al mando después. Una mañana le dijo
a la niña temprano que debían bañarse. La niña no
preguntó nada, y Juana no le podía dar razones para
que no contara nada. Margot entró en la habitación y
las encontró muy vestiditas:
—Qué madrugadoras, ¿desde cuándo se arreglan
tan temprano?
—Sí, es que hoy amanecí con ganas de que pase
algo nuevo y decidí que debemos estar listas todos los
días para la llegada de Martín. —La mirada de Margot
se enturbió: ella tenía más noticias que Juana y no se
sentía capaz de decirle nada. Estaba esperando órdenes.

285
Por lo menos quería saber qué iban a hacer con Juana y
la niña, si saldrían del país o qué destino les esperaba.
—Bien —aprobó Margot, y salió de la casa.
Cuando Juana estuvo segura de que no quedaba
nadie por allí, cogió su bolso, con los pocos pesos que
le quedaban y salió con la niña a la calle. Luisa se negó
por unos minutos a salir:
—Mamá, tú dijiste que sólo cuando viniera papá
saldríamos; me da miedo, no quiero salir sin él —le
dijo llorando.
Juana le explicó que había habido un cambio en
los planes en que se les había dicho que salieran sin él,
que pronto lo encontrarían. Luisa terminó aceptando
y salieron.

Se dirigieron a casa de los Urbano. “Tal vez ellos


tendrán noticias”, pensaba Juana, mientras recorrían
la ciudad preguntándose dónde estaría Martín, en qué
rincón inusitado y absurdo estaría escondiéndose, o en
qué lugar lo tendrían detenido, si así fuese. Todavía en su
mente no cabía la posibilidad de que sucedieran todos
los atropellos que en pocas horas tendría que presenciar
contra ella misma y sus compañeros de lucha, aunque
sabía que desde siempre en este país se torturaba y des-
aparecía gente, qué más que escuchar las narraciones
de sus padres sobre la violencia, o las historias de sus
compañeros de universidad que en muchas ocasio-
nes eran detenidos y sometidos a tremendas golpizas
y demás. Pero es que el corazón no acepta el peligro, y
aunque lo intuye, no lo tolera y nos engaña.

Y claro, no habría historia si no hubiese sido que


ese día, a esa hora, en ese minuto, el soldado que cui-
daba la casa de los Urbano estaba en la ventana y la vio
llegar. Ya había encontrado fotos de ella y la reconoció

286
de inmediato. La patrulla que pasaba frecuentemente
estaba cerca y los llamó. Cuando abrieron la puerta de
la casa para recibirlas, cayeron los de la patrulla y las
metieron a ella y la niña, y todos gritaban: “¡La niña no,
no se la lleven, déjelas acá!”. El viejo Antonio Urbano,
como un loco, gritaba en la calle: “¡Se llevan a mis hijas!”.
Y toda la cuadra en silencio: sólo se veían cortinas que
se cerraban, pequeñas hendijas donde los ojos más des-
piadados —algunos los llaman “inocentes”— permitían
que en este mundo se atropellara de esa manera a los
seres humanos.

Las sentaron en el carro y a gritos le decían: “Qué


bueno que te cogimos, putica, ahora sí tendrás que decir
todo lo que sabes”. Y la niña gritaba, lloraba, mientras
ellos le decían que se callara esa culicagada. Juana la
abrazaba, porque todavía la tenía cerca: “Tranquila mi
amor, tranquila, nada va a pasar, no te preocupes”. La
niña gemía de miedo y ellos le gritaban que se callara.
Entonces las llevaron a ese hueco, a ese centro de tor-
tura que era una estación de la Seguridad Nacional y,
sin preámbulos, las metieron al infierno: cuartos y más
cuartos de gente amarrada, golpeada. Juana trataba de
taparle los ojos a la niña.

“A la niña no, por favor, a la niña no”, les rogaba


Juana. Y el tiempo volvía a extenderse. No pudo saber
cuántos minutos trascurrieron, cuántas atrocidades
vieron esos ojitos tristes de su niña, hasta que llegó el
momento terrible en que se la arrebataron de los bra-
zos, se la llevaron para siempre de su regazo. Esa madre
sintió cómo se abría un dolor sin fondo en su ser, cómo
la vida se le iba del cuerpo, y un grito antiguo, como el
horror más viejo de la humanidad, le salió del alma.
Desde ese instante, ya nada podía vulnerarla más y no

287
hablaría; entonces, por la ausencia de su hija, a la que
nunca más encontraría, entró en un estado catatónico
del que sólo saldría luego de haber vivido en su cuer-
po innumerables profanaciones y monstruosidades el
día en que las manos humanas y tiernas de Julián la
regresaron a la esperanza, al deseo sin fin de encontrar
a Martín y a Luisa.

288
15

Irene, Ireeeeeeeeeene… ¿ves tus manos?, ¿ves las


líneas tenues que se dibujan en tus palmas y trazan un
destino ya vivido, devolviendo la angustiosa simetría de
tus años? No te calles, habla, deja a las palabras cubrir-
te, rodearte. Irene, sí, la felicidad es entender, aunque
sea más doloroso; sí, mira tus arrugas, el tiempo existe,
el absoluto se borró con la infancia, esa corta infancia
tuya que ahora regresa. Habla más, dilo todo, observa
tus lágrimas: gotas saladas cubren tu rostro, nublan la
vista, abren el corazón a los recuerdos, a ti, a tu propia
vida, a tus vidas, a las contradicciones que no te dejaban
ver y sentir y oler. Ves tu rostro y en éste las marcas de
un tiempo ya remoto de canciones y juegos, caricias,
amores, sueños, ese tiempo sin fondo que es la vida y que
corre como un tictac rutinario y vacío, porque el tiempo
está en la mente, en tu mente que ahora vuelve a vivir
en la simultaneidad de lo recuperado, en la angustia de
lo perdido. Ahora ves, ahora entiendes, no dejes que la
tristeza te embargue, no, Irene, sigue contando, sigue
entendiendo, no frenes tus deseos.

Camila y yo nunca pensamos en el futuro. Los días


del viaje no nos alcanzaban para nada más que delei-
tarnos la una con la otra y, una vez ya sentadas en el
avión de regreso, nos dimos cuenta de que estábamos de
vuelta a eso que llamamos “nuestra vida normal”, y que
no podíamos eludirlo. Camila tendría que volver a vivir
con su marido y yo, a mi agobiada soledad. Claro que
podríamos habernos quedado, pero es que a mí todavía
no me cabía en la cabeza pedirle que nos quedáramos,
como sí lo habría hecho de haber sabido que la iba a
perder. Mejor dicho, yo todavía estaba muy atada a mi
situación de congresista; todavía seguía creyendo en

289
mi responsabilidad política, y mi vida privada seguía
estando en segundo lugar. Cómo siento haber pensado
así, cómo me gustaría no haberla perdido, porque ahora
sé; ella era lo único real que me quedaba en la vida.
Poco tiempo después del regreso, empezaría a pensar
que ese mundo de la política era una ilusión incierta,
porque nadie da un peso por uno. A mí me dejaron así,
me lanzaron y ya, y tanta cosa que yo hice y todo lo que
entregué y mire, doctora, todo lo que usted me ha con-
tado que han dicho y yo en este silencio, en esta soledad
que me consume y Camila ida, sin poder volver y Daniel
quién sabe en qué infierno. Pero, claro, si uno pudiera
vivir después de saber, cuando ya entiende, si uno pu-
diera vivir con la experiencia acumulada de otros, si la
vida no estuviera siempre signada por el caos... Como
le decía la abuela a mamá, a la mamá del principio,
que ojalá ella pudiera aprender de la experiencias de
otras mujeres, porque yo las oía y me acuerdo de esa
conversaciones y le repetía que no se dejara llevar por la
emoción y qué hacemos si así es la vida. Claro, la abuela
lo sabía, que eso es lo brutal y maravilloso de la vida,
que somos una infinidad de seres y en el fondo somos
la misma persona, el mismo ser que debe nacer, llorar,
comer, morir, ese ser que se repite y que sólo desde sí
mismo, desde su propia vida puede comprender lo que
significa estar en el mundo.

Está vieja, casi no la reconozco… pero es su voz,


ese remanso. Sí, es ella, cómo es de extraño esto de que
la gente cambie y uno no la pueda diferenciar y que
cualquier cosa sin par, la voz, el roce de la mano, nos
recuerde de tajo su ser completo, las memorias que se
me escapan y regresan así, viendo esos ojos casi sin vida
que me dicen: “Aquí estoy, soy tu abuela”. Y claro, ya sé
que son dos mamás y que mi vida tiene varias historias,

290
y ella me dice que sí, que me ha pensado mucho y yo le
pregunto por mamá y no contesta, por papá y tampoco.
La doctora me mira con miedo, qué me tendrá que decir,
pero bueno, la abuela me toma la mano y yo me voy; la
veo llegando al parquecito y me trae galletas de avena
que ella misma me hacía y un cuaderno de dibujitos que
en sus ratos de ocio me pintaba y unas notas que mamá
guardaba, de las que le decía: “Mijita, son para que le
leas a la niña cuando esté más grande”. La abuela pasaba
horas leyendo y escribiendo, dejando sus pensamientos
en esos papeles, y por eso a mí seguro me dio después
dizque por escribir lo que me pasaba. Y dábamos vuel-
tas por el parque y, cuando llovía, nos metíamos en
una tiendita y ellas conversaban mientras yo veía los
regalos. La abuela me traía fotos: “Éste es el abuelo y
ésta la tía y la bisabuelita, y ésta la finca”. También me
traía fotos de mamá de niña y otras cositas más; un día
llegó con un calidoscopio y nos dijo que era para que
entendiéramos cómo funcionaba la vida humana; que a
cada paso estábamos barajando las pocas posibilidades
que nos daba la vida; que éstas eran como las piedras
de un calidoscopio y se conjugaban en cada ser finitas
posibilidades —el amor, la amistad, la belleza, el ho-
rror—, y se conseguían infinitos resultados. Y le llevaba
a mamá unos libros y ella decía: “Ay, mami, qué belleza
este libro, cómo quiero tener más tiempo para leer, pero
nada, esto de ser mamá es maravilloso y no me importa
que la vida se vaya por ahí”. Y la abuela le daba un abrazo
y a veces lloraban, porque Juana era tan joven y corría
tantos peligros. Yo no entendía mucho, pero ahora en-
tiendo, ahora que caminé por los infiernos, ahora que
sé que las piedras del calidoscopio de la realidad no son
tan brillantes ni coloridas como las del calidoscopio de
la abuela, ahora sé por qué el llanto, por qué la tristeza,
por qué la muerte.

291
Sí, sí, no me detengo, ya sigo con la historia. Pues
salimos en un tren, muy amelcochadas las dos para
Granada. El viaje ya era otro. No el viaje inicial de las
aventuras, de libertinaje interior, como me gustaba decir-
le a Camila, no, ahora era el viaje del amor, y casi ni nos
poníamos a pensar en que éramos dos mujeres, que no
era “normal” nuestro amor; eso qué nos importaba en ese
momento, si lo único que teníamos era la felicidad que
nos producía el encuentro. Fueron días de plenitud. Yo
olvidé por esos días que en cada ciudad andaluza había
un amante al que visitar, un cuerpo posible para reiniciar
diálogos que yo siempre dejaba abiertos; algo se había
cerrado en mí, y era Camila el centro de mi atención. Y
claro, ahora nos contábamos diferentes, nos rehicimos
en las conversaciones y yo recordaba las tardes con
Cata, pero ahora era con amor, con la pasión extraña
que pueden darse dos mujeres por entender, desde el
puerto de lo mismo, de la similitud, lo que sienten. Sí,
porque es maravilloso eso de sentarse con un ser de otro
planeta, un ser de otro sexo —qué más diferente que
eso — y lanzarse a la tarea de hacerle entender algo de
nuestro ser, sabiendo que es una traducción imposible,
como las culturas que se encuentran y nunca pueden
hacerse entender del todo qué significa Dios o el amor
o la familia, pero acá, en esta orilla desde la que con-
versábamos Camila y yo, sabíamos, con asombro y con
felicidad, que este campo de amor que nos circundaba
no estaba minado por la angustia de no ser entendidas.
Es que con esa compañera de sexo las cosas ya estaban
traducidas, ya estaba recorrido el abismo de la diferencia
metafísica. Entonces lo que nos ataba era la fascinación
de ser como la otra, de encontrar en sus ojos, más que
el ser que quisiéramos ser, el ser que siempre habíamos
sido.

292
Los detalles del viaje se me han borrado; ya no se
cuántos días ni cuántas ciudades, ni esas cosas que los
turistas guardan en su agenda para coleccionar. Nosotras
derivábamos en ese estar que se abría en nuestras entra-
ñas, y nada nos sacaba de ese estado, y me acordaba de
esas épocas bellas en que jugaba en las playas de Grecia
con las primas y Pierre, y las caricias de mamá antes de
irme a la cama, la mamá otra, cuando me decía, y ahora
entiendo, que nunca dudara de su amor, que ella era la
mamá más feliz del mundo, que me amaba más que na-
die en el mundo, y yo la miraba con ese amor seguro de
la infancia, con esa certeza de que ella era única. Cómo
imaginarme lo que mi mente guardaba, pero la plenitud
de la vida está en esos instantes, y uno termina sabiendo
que con los años se pierden, nada es cierto, todo está
en esa loca carrera hacia la muerte, hacia el olvido. Y sí,
por supuesto también me llegaban los recuerdos de las
viejas canciones republicanas del abuelo. Dónde estará
el viejo mágico y los cantos revolucionarios de papá, y
esa mamá linda que me dejó crecer el pelo, aunque ella
siempre lo tenía rapado. Yo le decía: “Mamita, ¿por qué
te lo cortas así?”, y ella me contestaba: “Para sentirme
libre”. Yo le replicaba: “Pero yo quiero ser como las prin-
cesas”, y ella me hacía cara de lástima. Pero así somos
las niñas porque a mí ya me llegaría el día de no querer
ser princesa y me metí en esa debacle feminista de no
querer ser princesa pero querer encontrar príncipes, y
tantos recuerdos que no sé cuál memoria recuperaba, o
si sólo ahora puedo saber lo que mi mente pensaba en
ese momento, en fin, como nunca se cuenta lo que se
vivió, como sólo somos en lo dicho, en el estar siendo
de las palabras, pero en fin, éramos felices.

Al regresar a Bogotá, mi vida me pareció un absurdo.


Sentí lo vulnerable que me hacía ser congresista en un

293
Estado altamente corrupto y mafioso. No alcancé a llegar
cuando ya estaba recibiendo la primera amenaza por un
caso que estábamos estudiando y que no alcancé a dar
a conocer antes de los desgraciados acontecimientos
que nos ocurrieron. Mi fascinación política empezaba
a venirse a pique. No me parecía que mi función como
congresista fuera realmente valiosa; algo me decía que
mi oficio era al final una gran farsa y por primera vez
sentí lo que hoy me resuena de modo constante en la
mente: que mi tarea era una forma más inútil y absur-
da de darle sentido a ese mundo de podredumbre que
es el Estado colombiano; que, con mis acciones, casi
pataletas políticas, les daba el camino para que ellos
mismos se rieran de todos sus conciudadanos. Es más,
mis cavilaciones sobre este tema empezaron a ahon-
darse un día que un senador muy grosero llegó hasta
mi oficina, se sentó frente a mi escritorio, sin siquiera
haberme preguntado si tenía tiempo de escucharlo (y
para esos días sí que no tenía tiempo, pues necesitaba
darle cada minuto que me quedaba a mi amor), y me
dijo que tuviera cuidado con lo que hacía, que nunca
me olvidara de que en este país las cosas ya estaban
organizadas y de que no debía tocar intereses como los
que él representaba. Siguió con una perorata que ahora
sé y me inició en las conjeturas que hoy me han llevado
a pensar que más bien asco de mí misma debe darme
por mis días de funcionaria de la patria.

También mi relación con mis padres se hacía difícil.


Por algún extraño motivo, mi relación naciente con Ca-
mila me hacía alejarme de ellos. Bueno, la verdad debe
ser que sí me estaba dando cuenta de que había tomado
una decisión poco más que afectiva; ahora mi tendencia
sexual era radicalmente distinta, como puede ser la de
cualquier persona que cambiara su gusto por otro sexo,

294
y quizás sí me pesaba frente a ellos. Además era una
situación muy extraña pues, aunque aún no sabía qué
iba a pasar en esa relación, qué tanto estaríamos juntas
ahora que habíamos vuelto a estas vidas normales, yo
sentía que ella había transformado algo dentro de mí,
que mi forma de amar se estaba transmutando y que
eso seguro que les encantaría a mamá y papá, pero
también era seguro que no les gustaría mucho saber
con quién era que mi amor tocaba tierra firme. Y bueno,
para terminar, mi apartamento se me antojaba grande,
vacío, casi invisible ante esta tremenda sensación de
amor y soledad que me poseía. Los primeros días nos
vimos poco. Camila y yo estábamos poniéndonos al día
con nuestros trabajos, aunque sí hablábamos mucho
por teléfono y era claro que nuestro tono amoroso no
se desvanecía. Su presencia en el mundo me sosegaba
y me daba energías para no naufragar en ese espacio
perverso en que debía pasar mis horas diurnas. Además,
para completar todo el panorama, supe que Daniel me
había estado buscando y sentí con total firmeza que su
lugar en mi vida estaba perdido.

Días después de nuestra llegada, en medio de esa


extraña espera en que me mantenía de reiniciar mi rela-
ción con Camila, pues por algún motivo ella había estado
entregada a otras actividades esos primeros días, recibí
una llamada de Camila. Después se haría más que feliz
la situación; al principio pensé que este encuentro me
significaba un pequeño remanso en mi soledad, pero
no era así.
—Hola, mi linda —me dijo Camila—, estoy esperán-
dote en el hotel Tequendama, habitación 1207.
—Bien, en seguida voy para allá.
Cuando me abrió la puerta, no hubo tiempo de
decir nada; sólo besos y abrazos y una onda de cuerpos

295
sobresaltados, agresivos, felinos que daban tumbos por
la habitación. Ése era el ambiente de nuestra relación
y, por esas extrañas cosas del destino, de las que uno
nunca sabe si son malas o buenas, no llegamos a cono-
cer el otro lado de nuestro amor. De esa pasión nunca
aterrizamos, mejor dicho, la muerte no nos dio tiempo
de aterrizar. Si fueron buenas o malas, no puedo darme
una respuesta porque siempre tuve miedo de perder
en mis relaciones la emoción, llegar a la cotidianidad,
pero qué no daría yo por tener a Camila a mi lado, por
no haberla perdido nunca aunque me costara tener que
vivir con ella una vejez sin sexo ni reverberaciones. Mi
entrega con Camila fue total, como nunca me habría
imaginado, y eso ni Daniel ni la vida me lo perdonaron.

Ireeeeene… Irene, ya no puedes detenerte; dicen por


ahí que has vuelto a tus palabras, que hay casa para vivir
y habitas este planeta ciego y desprovisto de sentidos y
vives otra vez, como a tientas, taciturna, como ese ser
potente que se mide a las aventuras, a los gigantes con
forma de lobos y cubiertos de piel de oveja, y nada te
detiene. Es una catarata de recuerdos, de sensaciones,
de conjeturas. Esos negros pozos y esas serpientes devo-
rantes y tu mirada adolorida y tú que regresas, caballera
andante, tú que no te dejas ir y tú que sabes que sólo en
la entereza, en esta enmarañada forma de ver y enten-
der y vivir, te cabe el alma. Tu casa es grande para tanto
recuerdo, para tanta vida, para tanto tiempo extendido
en instantes eternos, para tanta muerte.

Nuestra casita era pequeña, con lámparas que


colgaban del techo y con colores muy vivos. Había un
monstruo, “Alebrije”, decía mamá que se llamaba (lo
había traído de México papá) y una diosa Ochún que
iluminaba todo. También había una camita chiquitica

296
que era para mí, aunque solía dormir mejor en la cama
de mamá pues, como papá a veces pasaba tantos días
sin venir porque estaba viajando, yo me metía en esas
cobijas de plumas y me acercaba a mamá, y leíamos
cuentos. Y, cuando mamá trabajaba, yo me quedaba
en la casota de los abuelitos. El abuelo Antonio y la
abuela Inés tenían una casa grande y a mí me gustaba,
y el abuelo me tenía un centro de ciencias en el jardín
y sembrábamos plantas, frijoles y rosas y otras cosas
así. Había una tortuga y un gato blanco grande como
el de Alicia, y a veces en las noches yo me imaginaba
que el gato Fortunato desaparecía y sólo quedaba de él
la sonrisa y por ahí me volaba yo y caía al otro lado de
las cosas y el abuelo me decía que le contara, que a él
le encantaban mis historias y hasta las escribía. Me hizo
un libro de cuentos y yo feliz, y la abuelita me enseñaba
a cocinar cosas ricas y me mostró cómo se escriben los
poemas, porque a ella le gustaba la poesía y pasábamos
horas intentando rimar mis pensamientos y llegaba la
mamita y yo corría a recibirla y me traía una chocolati-
na Jet y guardábamos las figuritas para cuando llegara
papá, porque él era el que llenaba el álbum de Historia
Natural. Y a mamá le preguntaban por ahí que por qué
no me mandaba más bien a un jardín y ella respondía
que algún día, que por ahora la cercanía con los abuelos
me hacía muy bien; ahí aprendía muchas cosas del mun-
do, con los experimentos del abuelo y los números y el
ajedrez con sus peones pequeñitos y esa reina blanca y
negra que lo puede todo y el rey en el confín del mundo,
todos los juegos que cada día nos inventábamos, y yo
me la pasaba contenta sin querer ir a ningún jardín; qué
más que el jardín de la casa de los abuelos, grande, con
flores, con animalitos. También me gustaban las tardes
de la universidad. Me llevaban a pasear y me subía en
las piedras; veía animales grandes y los enfermitos, yo

297
me hacía amiga de los caballos y de las ovejas y de las
vacas, en fin, era lindo estar con la mamá y con el papá
lindo de la barba, que a veces llegaba sin barba. Yo lo
miraba como sin entender y después que sí es, y besos
y abrazos y a jugar, que “el tiempo es corto”, decía él.
Saltar y bailar y comer y reír, todo junto, como para que
no quedaran dudas de que él había pasado por la casa,
por el nido de amor, como le decían por ahí. Y abrazaba
a mamá, se daban besitos y a mí me preguntaban: “¿Tú
también quieres?”. Y yo corría y nos revolcábamos en la
cama los tres dándonos besos y jugando a ser uno solo.
Tal vez éramos felices, cómo saberlo.

Después de tanto beso, de haber hecho el amor con


la furia y ternura de dos seres que sólo existen para ese
momento total y tenebroso, Camila se levantó, sacó de
la nevera de la habitación dos cervezas, y me explicó
que llevaba tres noches viviendo en ese hotel. No era
una situación de paso, no había llegado allí sólo para
este encuentro, porque había decidido separarse de su
marido.
—Tuve miedo de llamarte; no quería presionarte,
no quería asustarte con esa determinación.
—Pero mi Camila, si lo único que tengo claro en
este momento de mi vida, en este instante en que todas
mis certezas más antiguas se desmoronan, es que quie-
ro estar a tu lado, que quiero, y esto no te lo digo para
presionarte tampoco, quiero vivir contigo.
Y Camila se me tiró encima, me comió a besos y me
dijo que sí, que se iba conmigo, que sentía un amor que
no podía explicar; me habló del miedo, de su familia
que nunca la entendería, de su marido, de su pasado y
me pidió que dejáramos todo eso atrás, que saliéramos
de esa habitación con el firme propósito de empezar
una vida nueva, de nosotras y sólo de nosotras. Y no

298
sabíamos que la vida, perdón, la muerte, se encargaría
en pocos meses de salvarnos de tantas luchas que nos
quedaban por dar, porque esos meses nos dedicamos a
vivir la intensidad de nuestra pasión, antes de esa noche
fatal en que Daniel se nos presentó en el apartamento
porque había descubierto que ella y yo, la una y la otra,
estábamos viviendo juntas, que nos habíamos enamo-
rado. Él quería que lo supiéramos, que nos diéramos
cuenta de nuestra trágica vida y cayéramos con él en
su pozo sin fondo.

Sí, dije “tenebroso”, aunque era el acto más hermoso


del universo. Es que hacer el amor cuando se ama tan-
to es caer en un abismo más hondo porque tememos
perder, porque queremos poseer, porque no queremos
hacer daño, porque queremos mantener. “¿Y eso cómo se
hace?”, me preguntaba yo, yo que siempre salgo corrien-
do, que huyo del amor estable, que no me sé entregar, y
con Camila era distinto. Pasaban y pasaban días y yo me
daba a su ser. Nada me perturbaba, sólo mi miedo de no
saber cuándo, en qué tremenda mañana me despertaría
transformada en la cucaracha voladora que se escapa,
que se vuela sin límites, que sólo vive de la inmundicia
de su escape. Pero los días pasaban y pasaban y yo seguía
igual, enamoradita y salía a trabajar con la felicidad a
flor de piel, pero no hablaba de nada con nadie, ni con
Liliana, que era la única amiga de verdad que tenía en
el trabajo, porque aún no quería contarlo, y me sentía
feliz, más que nunca; era como recuperar la seguridad,
la madre, que ahora entiendo, se había ido para siempre.

Era un amor certero, yo le daba a ella también se-


guridad; llegábamos a la tarde, la primera que llegaba
cocinaba, y yo que salía siempre tarde empecé a delegar
más y más y a llegar a prepararle delicias a mi amada.

299
Nos íbamos al cine y salíamos a bailar, y todavía no
nos hundíamos en ese mundo gay que aún no era el
nuestro. Más bien íbamos a bares donde los hombres
nos coqueteaban y nosotras muertas de risa, hasta que
una noche queríamos bailar apretaditas y ya estábamos
cansadas de hacerlo en casa y nos sumergimos por fin
en ese mundo profundo, efervescente de la homose-
xualidad y bailamos como nunca; nos fuimos iniciando
en los códigos, en los gestos, en las claves de esa nueva
vida que nos brindaba la tranquilidad de amarnos sin
más miradas de las necesarias. Fue rápido y lento, pocos
instantes que transcurrieron en cámara lenta: llegamos
a un bar gay que me había recomendado una amiga
aventurera que se la pasaba conociendo todos los sitios
extraños de Bogotá, como decía ella. Nos sentamos y
pasaron minutos; temblábamos, hasta que me decidí
y le tomé la mano y quién nos verá, quién irá a contar,
pero era más grande el amor y el deseo de tocarnos, y
empecé con mucha suavidad a consentirle su mano y
ella se vino a besarme, con el sudor que nos corría por
el cuerpo, miedo de que nos vieran, felicidad de ser en
público, como si ese ser observadas nos proporciona-
ra el sello final, el sentido ritual de ser para otros. Me
besó y felices salimos a bailar y empezamos a vivir en
ese estado de libertad. Y claro, tenía miedo de que me
hicieran un escándalo: “Congresista lesbiana”, pero no
alcanzaron, porque la gente de ese mundo se protege
mucho y, cuando lo pudieron hacer, ya era demasiado
tarde. Yo ya estaba sumida en ese hueco de mi memoria
y Camila ida, eternamente ida de mí.

Durante muchos años, desde que empecé a vivir


sola, pensaba que la mayor prueba de independencia
en mi vida se daba cuando debía ejercer mi deber de
cuidar mis enfermedades. Si me daba gripa, yo misma,

300
con ese terrible dolor de huesos, iba y me hacía el agua de
panela con limón y me ponía las cobijas y me consentía.
Y claro, ésa era mi manera de decirme que todo estaba
bajo control, que podíamos seguir viviendo, porque mi
niñita interna se moría del miedo y yo la tranquilizaba.
Ahora entiendo que la soledad es un acto de valentía,
que quienes hemos conocido ese lugar de nuestro ser
en que nos intentamos autosatisfacer para mantenernos
libres sabemos que es un espacio solitario, doloroso,
aciago. Quisiéramos justificarnos en ese sentido de ser
para uno mismo, pero mi vida con Camila me hizo dudar
de esas certezas, esos vacíos, pues un día me di cuenta
de que enfermarse, tener una gripa y llamar al despacho
de la congresista a decir que estaba enferma y seguir en
cama y tener un ser que te cuida, te consiente, te da los
medicamentos, el amor que antes creía darme yo sola,
y sí, no es que no me lo pueda dar, pero cómo me gustó
recibirlo de otra persona, como lo hacían mis madres,
las dos, que me protegieron tanto, o mis padres, que me
traían frutas y cariñitos cuando me había quedado el día
en cama porque estaba enferma. También la abuelita
del parque me mandaba regalos porque no habíamos
podido ir a verla, y el abuelo Antonio me traía discos de
cuentos para que oyéramos juntos. La abuelita Inés me
hacía pastelitos de manzana y yo feliz, aunque me dolía
todo, pero yo era el centro y me amaban, y yo amaba esa
forma de quererse, y la mamá Tere leyéndome cuentos
y papá llegando por la noche a saludarme. Ahora se me
agolpan esas memorias y una y otra vida justificadas en
que Camila viniera un día a cuidarme y yo a sentir que
la valentía de la soledad, de la libertad para qué y ahora
qué será de mi vida, qué nuevas valentías necesito para
sobrevivir a estas ausencias.

301
Yo nunca conocí a su familia. La verdad es que nos
dio miedo. A mí no me había ido muy bien con mis sue-
gras. La mamá de Daniel nunca me quiso, quién sabe
por qué. Yo sólo sé que Camila les dijo que vivía en casa
de una amiga mientras conseguía un apartamento para
ella y que en ese momento los invitaría a conocer su
nueva casa. Alguna tarde llegué y Camila había acaba-
do de llegar de sacar sus cosas del apartamento en que
vivía con su marido. Venía devastada, aunque de eso no
hablamos mucho pues, cuando salía, él llegaba, y fue un
poco difícil la situación. Pero pronto estaba recuperada
y pensábamos tomarnos un tiempo para poder encarar
su familia y la mía. Mi mamá cumplió años y decidimos
ir juntas. Bueno, no era el momento de ir a contarles que
éramos pareja ni nada por el estilo; pensamos que era
mejor que la fueran conociendo, que se encariñaran con
ella como amiga y después sí les diríamos. Entonces papá
y mamá nos recibieron como si nada, nos preguntaron
dónde nos habíamos conocido, les contamos del viaje,
y pasamos una deliciosa tarde en compañía de mis pa-
dres, como si nada en el mundo estuviera cambiando,
como si mi vida no fuera una antípoda de lo que ellos
se imaginaban.

Papá y mamá están afuera, esperando que yo diga


sí, que sigan. Y cómo mirarlos a los ojos, cómo tejer una
nueva vida con ellos después de tanta sorpresa; ellos,
cuya hija es lesbiana, que mató a otra, y todo esto terrible
que viene sucediendo, y yo que usted es adoptada, que
tiene otra familia, y tanto horror que he visto, tantas tris-
tezas que se dibujan en mi cuerpo, en este memoria, en
la catarata de imágenes que se han devuelto a mi mente.
Qué le digo, doctora, tengo miedo, miedo de la angustia
de sabernos una historia de mentiras, de ocultaciones,
miedo de su amor, de que me quieran menos, ahora

302
que más los necesito, de no saber cómo me tomarán. Sí,
que sigan, y tiemblo, y un frío profundo se apodera de
mi cuerpo y los veo, y la tranquilidad me va invadiendo,
con esa ternura que significa la paz de saberse de algún
lugar, de verlos y sentir que mi historia con ellos es cierta,
que las imágenes que tengo de un pasado alegre, vivaz,
existe. Y ellos quizás todavía lo quieran constatar. Mamá
me abraza; yo me pego a su cuerpo y lloro y lloro y papá
nos abraza a las dos y me dicen que todo va a estar bien.
Qué bueno ese poco de ternura, qué bueno que mi ser
se haya abierto al afecto y los deje entrar; cada poro de
mi cuerpo siente esa corriente deliciosa de su presencia,
de la protección. Seguro que tendré noventa y todavía
me gustará esto de que me protejan y sin tanta máscara
y deseo de libertad y en fin hasta que nos sentamos y
conversamos y claro hay un vacío y les digo que quiero
salir de acá y me dicen que así será. No saben cuándo ni
cómo, pero dicen que será pronto y me tranquiliza y sé
que vendrán otras veces. Y todavía no decimos nada, ni
ellos ni yo; mucho silencio recorre esta pieza, esta obra
teatral que vivimos, y quizás ellos piensan que no sé, que
aún no me doy cuenta, y la doctora tampoco dice nada
y yo hace tiempo que entendí, sí, aunque ella se hace la
loca. Bueno, no hay que olvidar que la loca soy yo, no ella,
y no me dice de verdad qué pasa, aunque cuando vino
la abuela sí ya empezó con eso, pero es que no sé que
fue primero: la abuela o ellos. Días después fue cuando
la doctora empezó a decirme que sí era verdad, que el
mundo que yo había visto desde tantos años atrás era
verdadero; que mi mamá linda sí había existido. Nadie
me quiere contestar dónde está, por qué no viene, y un
día ya se lo pude preguntar a mamá Tere y ella se puso
a llorar y papá le dijo: “Contrólate, dijimos que esto
no iba pasar”. Y ella, con toda tristeza, me aclaró: “Yo
no sabía nada de tu pasado, no te lo ocultamos, sólo

303
te ocultamos que no eras nuestra hija biológica, pero
es que en realidad eso qué importaba si en tu mente
no quedaba nada de esa otra vida, o eso pensaba yo”. Y
más lloraba y yo sentada allí, todavía en esa habitación,
sabiendo que mi mundo era una colcha de retazos y de
tristezas, sin poder siquiera imaginar de qué viviría en
lo sucesivo. Cómo continuar esta vida si los sentidos
están más que borroneados para mí.

Ireeeeeeeene… Irene, ¿qué estará por venir? ¿De


qué extraño rincón de tu alma vendrán las fuerzas que
te están regresando a la vida?, ¿de dónde la esperanza?
Y ahora quieres salir, dejar estas cuatro paredes que se
extendían sin fin de tanto en tanto y tú desconsolada,
desterrada de ti misma, corriendo sin parar en ese túnel
de gritos y armas y fuegos y pesadillas. Ahora quieres
habitar un lugar propio, conocido, ahora regresas de
esa extraña locura, de ese vacío turbulento en que te
encontrabas; déjate llevar, vive sin tiempo, sin certezas,
sin esperanzas. Ésa es quizás la única manera de vivir
que no nos está vedada a los seres humanos. Sí, como en
ese libro tan amado, te has visto princesa y dragón en ti
misma, ser de sombras y luces, abominable complejidad
la que te circunda, terrible estado de comprensión, y sí,
Irene, eso es la inteligencia, este desasosiego, este dolor,
este saber y no poder nada contra la muerte.

Mi payasada estaba por terminar, y el costo era in-


humano, si es que hay algo que pase en esta tierra entre
los seres humanos que pueda llamarse así. Pero mi vida
de congresista estaba rayando en lo patético. Yo sabía
que les había entregado varios años a mis pulsiones
políticas y ahora me sentía defraudada. Todo esto era
una farsa: los seres humanos no estábamos a la altura
de nuestras ideas; éstas, tan abstractas, tan abstrusas,

304
tan ideales, no cabían en estos cuerpos insignificantes,
pasajeros y mustios que veníamos siendo, pero claro, me
faltaban estos meses de naufragio interior para enten-
der lo que ya empezaba a presentir: yo, Irene Carmona
o como me llame en realidad, no soy quien para guiar
a nadie y mucho menos para justificar este sistema de
mierda en que nos devoramos unos a otros. Sólo desde
la profundidad de las tinieblas que tuve que avizorar,
pude entrever que mi tarea, aun en la miseria en que
me encuentro, está en el adentro y claro, sonará medio
esotérico, o light, pero qué importa, eso es lo único con
sentido para mí en este momento: irme librando de la
esquizofrenia de nuestros días.

Como larva me habría imbuido en su piel, tartamu-


deante en sus movimientos, sin siquiera preguntarme por
el mundo de afuera. Me habría hundido en sus aromas
para no salir más. Muerta antes de nacer, muerta antes
de ser arrebatada de tus brazos, antes de ver tanto horror.
Muerta transmutada en tu cuerpo, antes de ver cómo te
ibas, cómo se borraba el mundo con tu partida, como si
estuviera suspendida en tu aliento, en tu mirada. Quizás
nada en mi vida tenga sentido, nada sea posible antes y
después, pues sin sus cuerpos, sin sus manos, sin esas
caricias de cuidado, ¿para qué? ¿Acaso la muerte me
habría salvado de este dolor, de este despellejamiento,
de este cuerpo mío que regresa del abismo? Para qué,
me pregunto, y sé que me habría quedado dentro de
ti, y a qué salir, qué sentido tiene este lado de acá, este
mundo de vivencias huecas, sin piel, sin eco. Larva que
sube por sus pieles. Madre y amada. Tumba pacífica,
túnel rítmico, detenida madre extensa, amada viva. Tanto
entender para sólo dejar confusiones. Irene, en una casa
habitarás y te tendrás a ti misma, otra vez, en la soledad,
y sin embargo, una suerte de dicha se mantiene: ahora

305
sabes que la soledad no es la única forma de la libertad,
que ya una vez, al menos, tu mundo vaciado se llenó de
dichas, de palabras amorosas, de cantos dulces, de un
cuerpo intenso, certero. “¡No se vayan, no nos lleven,
no me dejen sin ella! —gritaba en lo profundo sin poder
decir nada, y cada vez la distancia aumentaba—, no me
alejen de ella, no me saquen de su cuerpo, no me lan-
cen a este abismo de infiernos, no, por favor, déjenme
permanecer, hundirme en sus gritos, nunca me dejen
sola”. Sí, sí, ya te contaré cómo es el infierno, cómo es
la muerte.

306
16

La confusión aumentaba. Como suele suceder cuan-


do las personas logran alguno de los cometidos trazados
en la vida, la doctora Beatriz Galindo creía que su labor
en el caso Carmona era exitosa. Sin embargo, ella intuyó
desde el inicio, y ahora estaba segura de ello, que los
triunfos son en el fondo pequeñas máscaras que ocultan
los verdaderos rostros del naufragio. En esos meses de
terapia con Irene, y de jugar a la detective, con la seriedad
de quien siente que su propia vida está en entredicho,
había sido llamada a vislumbrar el horror. Desde el co-
mienzo, y en eso influía mucho Pascual, había sentido
que el regreso de esa joven era llevarla al infierno, pero
sabía, y de eso sí no le quedaba duda, que era preferible
este mundo degradado que le estaba entregando a la
congresista que las tinieblas de su inconsciente.

Beatriz Galindo había decidido, esa mañana ya casi


olvidada de abril, ayudar a esa mujer a salir de la con-
dena infame que le habían impuesto. Y sí, con mucho
esfuerzo había logrado que recordara su pasado, hiciera
memoria y recompusiera su vida. Pero en ese camino
había descubierto más de un nuevo dolor que se hallaba
perdido en el fondo de su mente. Habían empezado la
terapia con el conocimiento de una pérdida muy impor-
tante, la de Camila, y terminaron con la desaparición de
sus dos padres biológicos, su adopción y un profundo
desengaño por la política. Luego de haberla ayudado a
reconstruir los recuerdos de su pasado, Irene tuvo que
enfrentar su condición de hija adoptada y, para que pu-
diera convencerse de ello, fue necesario que la doctora
Galindo llevara a sus consultas a varias personas de la
familia biológica. Todo ello para terminar descubriendo,
no sin un inmenso dolor para Irene, que su madre, la

307
mamá linda de la que llevaba meses recomponiendo el
rostro y los momentos de vida común, estaba muerta y
que su padre, el de las canciones y de los juegos, estaba
desaparecido desde hacía muchos años.

Por esos días Pascual era una presencia constante


para la doctora Galindo. En las últimas semanas pasaban
mucho tiempo juntos, conversando sobre los hallazgos
de ella en relación con la vida de Irene y con la suya
propia y de los temas profundos, del mundo metafísico
de él, pensaba la doctora. Aunque todavía no llegaban
a la cama, la profundidad de la piel era una certeza
que los rodeaba en cada instante. Era una muy extraña
sensación, pues más que vivir en la agonía de no saber
cómo ni cuándo sucedería, ellos sabían que ya no podían
escapar a ese designio y, aunque a la doctora le daba
miedo ese ímpetu irreconocible en su personalidad, o
mejor dicho en lo que venía siendo su personalidad,
esa convicción les hacía la vida más amable entre tan-
ta tristeza. Sin embargo, el mundo de Pascual no era
precisamente una fuente de dichas; por el contrario le
servía a la doctora para ir entendiendo las perversidades
y contradicciones de la condición humana que esos
meses la habían llevado a vislumbrar. Le había citado
a un tal Bruno, un personaje de otro maestro, ese exis-
tencialista latinoamericano que es Sábato, que hablaba
de esa sensación tremenda que la doctora tenía frente
al supuesto éxito de sus labores con Irene Carmona. “Y
si triunfamos en algo fracasamos en otra cosa, por ser la
frustración el inevitable destino de todo ser nacido para
morir; y porque todos estamos solos o terminamos solos
algún día”. Y, por supuesto, la doctora más se enamoraba
de ese hombre por lo inmisericorde de su mirada, por
lo abrupto de sus percepciones y se dejaba llevar por
esas largas conversaciones que se fueron convirtiendo

308
en largas caminatas por esa ciudad impredecible que
en un mismo día pasa del verano al invierno, de la lu-
minosidad a la nostalgia, como una perpetua montaña
rusa de sensaciones urbanas y vitales.

El primer encuentro de Irene con ese mundo oculto,


el más doloroso para la doctora, fue con la abuela. Doña
Cecilia llegó a la clínica y, luego de una sesión de charla
de Irene con la doctora Galindo, la dirigió al cuarto donde
su nieta había pasado los últimos meses de su vida. La
abuela la saludó, e Irene se levantó de la silla y le dio
un largo abrazo. La conversación fue lenta; se tomaron
tiempo en ir reconociéndose. La abuela le fue haciendo
preguntas como intentando traer recuerdos a su mente,
y era estratégico eso de mantener la conversación col-
mada de preguntas con el doloroso fin de que su nieta
no le preguntara por su madre. Pero era inútil: en algún
momento preguntaría. Sin embargo, en esa larga sesión
Irene caminaba como a tientas, y se fue dejando llevar
por la abuela. De repente miraba a la doctora y le decía:
“Doctora, entonces es verdad que soy hija de otros”, y la
doctora asentía con un gesto amoroso, y ella continuaba
conversando con la abuela. La pregunta, ya cuando casi
estaban por terminar, llegó: “¿Y mis papás?”. Y la doctora
le contestó: “De eso hablaremos más adelante”. Y ella se
quedó muda, como entendiendo más de lo que le que-
rían decir; la abuela, con un gesto tan triste, le dio otro
abrazo y le dijo que ella iba a volver, que seguramente
vendría con otras personas de la familia para que la
vieran y la pobre Irene callada, aceptando esas tardías
demostraciones de amor de su familia biológica.

Días después le preguntaba a la doctora, insistente:


—¿Y cómo fue que me dejaron, cómo fue que
desaparecí?

309
—No fue culpa de ellos; no se sabe muy bien qué
pasó, pero todo sucedió en ese momento en que te lle-
varon con tu mamá los del ejército.
Beatriz Galindo estaba segura de que Irene, por las
memorias que había encontrado de sus padres, no se
imaginaría que la habían dejado en adopción, abando-
nada, pero no cabía duda de que eso era problemático y
generaba muchas más preguntas. Le costó días terminar
de convencerla de lo sucedido, en especial porque ella
había perdido su memoria luego de haber sido captura-
das por el ejército en la puerta de la casa de los Urbano.
Entonces no recordaba nada de lo sucedido después: sólo
el momento en que había llegado a casa de sus padres
nuevos y cómo la vida había vuelto a existir.

Otra vez tomó el café con brownie y helado que tanto


le gustaba. Había llegado temprano a la cita con Liliana
en el Café de Merlín. Hacía varias semanas que no se
encontraban pues las tareas del Congreso la tenían muy
ocupada, y la doctora la esperaba con ansiedad para
contarle muchas de las nuevas que se venían dando.
Liliana llegó, casi puntual, como era raro en ella, y sin
titubear le dijo:
—Doctora, el escenario está listo para hacer el es-
cándalo; sólo falta que usted nos diga cuándo podemos
recoger los casetes y dar el golpe.
—Bien —confirmó la doctora—, de todas maneras
debemos esperar unos días más. Ya estamos haciendo
las gestiones necesarias para que nos dejen sacar a Ire-
ne de la clínica. Hay una confusión pues no se sabe si
el caso va a quedar cerrado. La situación es así: como
pensaban que no iba a recuperar la memoria, la condena
que le dieron fue el hospital siquiátrico, y entonces es
probable que logremos que salga, sin más pena por haber
cumplido ya, pero siempre queda la posibilidad de que

310
reabran el caso, bien sea este mismo caso iniciado con
la muerte de Camila o que la familia de Camila, una vez
que sepan que Irene está libre, la demanden. De todas
maneras lo importante es que me dejen sacarla y, una
vez que logremos eso, adelante. No veo el momento
en que ese congresista cínico se dé cuenta de que sus
amenazas no nos amedrentaron. Pero tengo más co-
sas para contarte. Cada vez me queda más claro que
Irene fue víctima también en esa noche fatal. Daniel
las amenazó a las dos y las usó para varias atrocidades
que su estado mental lo llevaron a realizar. También ha
sido impresionante llegar a los núcleos más dolorosos
de la infancia de Irene, cuando perdió su memoria por
primera vez pues, como ya sabes, se la llevaron con su
madre los militares, y esos horrores que ella ha logra-
do desentrañar son espeluznantes. La parte hermosa
han sido los encuentros de Irene con sus familias. Con
los Carmona se ve constantemente y ha sido notorio
lo potente de sus afectos, en especial porque se han
relacionado de forma muy amorosa con la sensación
de abatimiento de Irene por haber perdido a su madre
y su familia y, años después, a Camila. Su madre se ha
dedicado horas a hablar con ella de su amor por Camila
y a acompañarla en esa pena tan difícil.
—¿Y cómo está ella? ¿se la ve mejor? Me gustaría
verla —pidió Liliana.
—Claro que sí; sería lindo que vinieras pronto. Se la
ve muy bien. La ha hecho muy feliz el encuentro con su
otra familia. Después de la abuela, vino a visitarla su tío
Tomás. Y luego todos los demás han ido llegando. De los
Urbano supimos que se habían ido a vivir a España para
huir de las tristezas pero, una vez que logramos encon-
trarlos, decidieron venir a verla. No sabes lo emocionante
que fue ese encuentro con el abuelo y la abuela. Yo los
recogí en el hotel y les conté muchos de los recuerdos

311
de Irene con ellos. El abuelo, antes de entrar a la pieza
de Irene, empezó a cantar una de las viejas canciones
republicanas y ella, desde dentro, empezó a llorar como
una niña. Ya sabes, ella vive con fuerza el pasado. Es más,
sé, y eso me tortura mucho, que la realidad de Irene es
su memoria; habitará por mucho tiempo en recuerdos
más que en su propio presente. Ahora me siento segura
de que ella no fue la persona que asesinó a Camila, y
eso me alegra, pero la estoy viendo adentrarse en un
mundo de fantasía en el que los vacíos y el pasado serán
lo único cierto de su vida por largo rato.
Acordaron cuándo sería la visita de Liliana y que-
daron en verse en el Congreso para ir a ese encuentro
tan esperado por ella.

Durante las siguientes semanas, la vida de la doc-


tora transcurría en medio de múltiples actividades. In-
tentaba mantener el ritmo de su consultorio; no podía
abandonar a sus pacientes, aunque de varias formas
sí lo estaba haciendo. Por una parte, las tremendas in-
certidumbres que la asaltaban le dificultaban esa pos-
tura todopoderosa que por momentos llegan a tener
los terapeutas y, por el otro, los tiempos no daban para
tanto. También destinaba tiempos para las consultas
con Irene y los encuentros con sus familiares a los que
ella intentaba asistir (no quería que, por su ausencia,
se fuera a la borda todo el proceso). Y para completar,
ahora debía, y en eso la estaban ayudando las dos fami-
lias, hacer el proceso jurídico que les permitiera sacar
a la congresista del sanatorio. Sin embargo, quizás lo
más importante que le estaba sucediendo estaba en
lo más profundo de sus pensamientos. Podría ser que
Irene sí hubiera matado a Camila, será una asesina, no,
eso no puede ser, las imágenes que ha relatado no dan
cuenta de ello. Daniel las cercó en ese espacio que él

312
conocía tan bien y se dedicó a mortificarlas, las llevó al
exceso de nervios y cualquiera de los tres podría haber
llegado al límite de darse un tiro; además, ese hombre
había llegado armado y, sin embargo, la muerte había
sido con pastillas, con un número grande de pastillas
que difícilmente alguien puede dar a otro. ¿Se habría
suicidado Camila en medio de ese espanto? ¿A quién
juzgar en un caso como este, quién puede ser culpable
de una tragedia en la que se condensan las mayores
angustias de los hombres y mujeres de nuestra época?
La doctora Galindo empezó a divagar: este mundo nos
va dejando cada día más sin sentido, nos lanza al amor
y a ese proyecto inmenso de hacer una familia como
autómatas, compradores compulsivos de carreras uni-
versitarias, amores, hijos, puestos, y nos perdemos en los
vericuetos de esta esquizofrénica condición humana que
vamos padeciendo. Cómo juzgar a esa niña que lo había
perdido todo por llenar sus vacíos o a esa otra mujer que
se había enamorado de un ser que no podía darse, que
estaba escindido en este planeta de contradicciones y
de pérdidas. Daniel, Irene, Camila, y miles de nombres
más retumbaban en la mente de la doctora Galindo.
Extrañas pulsiones eran las que los ataban. Extrañas
formas del amor son las que estamos construyendo.
Tanto miedo de ir siendo, de irnos quitando las máscaras
hasta encontrarnos con nosotros mismos, sin importar
la profundidad de las dolencias y, claro, vamos tapando
con sexo, con bellezas falsas, con tetas grandes y culos
redonditos y neveras llenas de comidas extrañas y los
que no tienen con qué, pues en el abismo, cayendo a
velocidad constante, en este universo de náufragos, de
desamparo, donde sólo la locura parece ser una salida
digna al horror. Sí, un amor que se teje de pulsiones
contradictorias, masoquistas. Ellas se amaron porque la
otra tenía lo que a la una le faltaba; ellas quizás querían

313
poder completar una gran mujer para Daniel, pero ¿qué
Daniel de nuestro tiempo puede encontrar mujer com-
pleta si no estamos preparados para el desasosiego ni
para la incertidumbre?, ¿qué ser tranquilo, austero e
inmanente se dejaría llevar por este mundo brutal, por
estas formas abrumadoras del poder que nos sojuzgan?
¿Cómo salir de este naufragio, cómo cortarle las alas a
este animal sin rostro que nos viene carcomiendo las
entrañas? Estamos inventando el amor de la incomu-
nicación; cada día estaremos más lejos unos de otros,
separados por largas paredes de monitores radiantes que
nos crearán la sensación, vacía y turbia, de estar con los
demás, así, sin estar, como estas dos mujeres estaban
con su hombre, con ellas mismas, como Irene vivió su
vida, sintiendo que gozaba de la libertad mientras su
libertad la condenaba a seguir perdiendo a quienes más
amaba. En fin, la doctora Galindo tenía ahora muchos
temas nuevos que pensar, y no le era muy claro qué
haría con toda esa lucidez que de golpe la aturdía. Y
ahí estaba ella misma, coqueteando con el deseo de ir
un poco más allá, ¿adónde la llevaría todo esto, a qué
orilla insospechada la lanzarían sus propias pulsiones?

Como era su costumbre hacía muchos meses, la


doctora Galindo llegó al sanatorio y se dirigió a la ha-
bitación de Irene. Mientras hacía el recorrido habitual,
la alcanzó el doctor Bustos, con su nadadito de perro,
y le dijo:
—Doctora, las cosas están como cambiando, por
favor, venga a mi oficina y conversamos.
Lo siguió con una sumisión fingida. Cuando cerraron
la puerta, el director de la clínica le dijo que no podía
ver a Irene.

314
—Pero, doctor Bustos, ¿de qué me está hablando?,
necesito verla ya mismo, estamos a pocos días de salir
de este lugar con ella —contestó la doctora.
Le pidió que se sentara en una silla frente a su trono
de director y, con un tonito medio imperial, con ínfulas
de jefe, que hasta ahora no había tenido oportunidad
de desplegar frente a la doctora (y que era su pequeña
venganza por el olvido), le dijo:
—Las cosas se están poniendo feas. A mí vinieron
a amenazarme y me dijeron que, si dejaba salir a la
congresista sin que usted aclarara un asunto con unos
empresarios, me mataban. Me dijeron que ya había fal-
tado yo a la palabra con ellos una vez, pero que bueno,
que me perdonaban ésa, pero que no dos veces. Usted
entiende de qué me hablaban. Mire, cuando usted lle-
gó acá, yo había recibido orden de que nadie viera a la
congresista Carmona. Sin embargo, usted me convenció
y con el tiempo me gustó tanto ser testigo, a escondidas,
claro está, de sus terapias con esa mujer, y en especial de
su mejoría, que decidí mantenerle las puertas abiertas a
usted. Además, nadie había venido a desmentirla a usted
con ese cuento de que tenía permiso de la justicia para
hacer el tratamiento. Yo siempre me olí que había algo
raro, que usted no venía representando a nadie, pero
como ya le dije, me dejé tentar, pero ahora no puedo
hacer nada. Me dicen que usted los puede encontrar, que
los busque y después hablamos de nuevos encuentros
con Irene Carmona.

La doctora Galindo salió descorazonada. Si no se


movía a prisa, ese abandono que empezaría a sentir Irene
sería fatal para el proceso que venían viviendo. Y, pese
a ese argumento, el doctor Bustos estaba muy asustado
con las amenazas y no había cedido ni un ápice. ¿Qué
hacer? ¿Cómo entregar los tapes sin hacer el famoso

315
escándalo? Qué terrible tener que perder en esa jugada
contra esos tipos corruptos y desagradables. Esa misma
tarde se decidió a buscar a Pascual; era él y sólo él quien
la podría ayudar a tomar una decisión acertada. Sin
embargo, no tuvo que hacer muchos esfuerzos. Unos
cuantos minutos luego de haber salido de la clínica, le
llegó un mensaje de texto a su celular. Raro en él eso de
apelar a la tecnología, pero hasta eso hacía por encon-
trarse con la doctora. Mientras la doctora Galindo iba
leyendo el mensaje, su rostro se iba encendiendo en
colores de vida y se fue llenando de expectativas para
el próximo encuentro con Pascual.

“Ocupas el intervalo de mis pensamientos y los


intersticios de mis sensaciones. Por eso no te pienso ni
te siento, pero mis pensamientos son opiales de sentirte
y mis sentimientos góticos de evocarte. Mi vida es tan
triste, y yo no pienso en llorarla; mis horas tan falsas y
yo no sueño el gesto de apartarlas”.
Fernando Pessoa
En el café a las 5.

Pascual ya la estaba esperando en la mesa de siempre


cuando llegó. Extraño eso de construir cotidianidades
en tan pocos meses. A la doctora ya le parecía que esa
mesa los esperaba desde un tiempo remoto y regresaba
a ella con la sensación de la costumbre, pero de una
costumbre plagada de expectativas. Conversaron de
muchas cosas y, cuando llegó el momento de hablar
del asunto aquel de los casetes, Pascual se le murió de
risa a la doctora en la cara.
—¿Desde cuándo usted se volvió tan peleona, doc-
torcita?, ¿de donde le salió ese gusto por el escándalo?
A mí me suena que usted viene otra vez con una de sus

316
inocencias — y ella le hacía mala cara y él le tocaba el
rostro, con un cariño tranquilizador.
—Pero, Pascual, lo que pasa es que no quiero que
esas luchas de Irene queden inconclusas; además, des-
pués de conocer a ese tipo que me mandó secuestrar,
no quiero que se salgan con la suya, pero ahora no sé
que hacer.
—Doctora mía, la verdad es que no me parece nada
inteligente esa posición suya. Usted ya entendió que
en este país la pelea está más que perdida. ¿Para qué
arriesgar a Irene y a usted misma? Entregue esos case-
tes y siga con lo suyo. Suficiente con el bien que le está
haciendo a Irene y su familia.
—¿Pero esos tipos ineptos y corruptos?, ¿cómo dejar
esto pasar?
—Mire, escándalos puede haber miles y éste no va
a ser tan trascendental como para arriesgar todo lo que
usted está trabajando hace tiempo. No se desgaste en
lo innecesario.
La doctora se propuso pensar para tomar una de-
terminación. Una vez más se despidieron, con besos y
caricias que iban presagiando el punto más álgido de
esta relación.

Se puso su mejor ropa y se dirigió al Congreso de la


república. Preguntó por Liliana y, con varias peripecias,
logró entrar. Ya dentro buscó el despacho del congresista
aquel que la mantenía hasta con náuseas. “Qué tonta
—pensaba—, darle importancia a un ser tan detestable
como ése”. Uno de sus asistentes salió al encuentro y le
preguntó qué necesitaba. Ella le dijo su nombre y que
quería hablar con el senador.
—Déjeme, le cuento que usted está acá.

317
La conocían; ese muchacho no había dudado un
instante ir a decirle al jefe que la doctora lo estaba es-
perando. Regresó y le dijo:
—Mire, doctora, que lo espere unos minutitos y ya
está con usted. Un rato después se encontró sentada de
frente a ese hombre que se venía colando en sus pesa-
dillas y, pese a la molestia, supo manejar la situación.
—Vengo a decirle que estoy dispuesta a entregarle
las evidencias que usted está buscando, pero para ello
necesito que no se interponga en la salida de la congre-
sista Carmona de la clínica.
—Bien, mi doctora, me alegra que no se haya decidi-
do por el escándalo. Eso no le iba a hacer bien a ninguno
de ustedes. Dicen por ahí que le ha descubierto más de
un tapado a la congresista. Mire, deje los casetes esta
noche en la dirección que le voy a dar en este papel y
mañana mismo podrá visitar a su paciente de nuevo y
sacarla del suplicio de estar encerrada en ese antro de
mala muerte.
Beatriz Galindo dudó en aceptar; le daba una furia
inmensa ver la insolencia con la que ese hombre hablaba,
cómo se refería a ese lugar al que ellos mismos habían
condenado a la joven congresista.
—¿Qué me garantiza que, una vez en sus manos
ese paquete, usted me va a dejar sacar a mi paciente?
—Yo no tengo necesidad de enredarle la vida a esa
pobre muchacha, mientras que no se meta con nosotros.
Crea en mi palabra y le aseguro que no se va a arrepentir.
Mañana a la noche podrá estar con la congresista fuera
de ese lugar. Mejor dicho, como para que se tranquili-
ce, marque el número de la clínica y pregunte por el
doctor Bustos. —La doctora llamó y lo comunicó con
el congresista.
—Doctor, ¿cómo va todo? Mire, mañana, a me-
nos que haya alguna contraorden, pueden sacar a la

318
congresista Carmona de allá. Ya ve que estoy con la
doctora Galindo y todo marcha lo más de bien, así que
no se preocupe. ¿Ve, doctora?, confíe en mí. ¿Qué otra
opción le quedaba?, ¿cómo amenazarlo? Creer en ese
ser execrable era su única posibilidad.

Días después del último encuentro con Pascual, iban


los dos caminando por el centro de la ciudad cuando
vieron a lo lejos un hombre que a Pascual se le pareció
mucho a Daniel. Decidieron seguirlo. Bajó por la calle
sexta y se fue internando, más abajo de la Caracas, en
una nueva olla de la ciudad. Ellos buscaron la forma
de verlo, hasta que Pascual le dijo a la doctora que ése
era su hermano; estaba seguro de ello. Se internaron
en la zona y observaron la facilidad con que se movía
en el lugar; vieron el momento en que le entregaron
un paquete del que era fácil intuir qué sería, y también
vieron el instante en que empezó la faena fatal del viaje.
La doctora Galindo insistió en que se acercaran, pero
Pascual, en uno de esos actos de lucidez que lo carac-
terizaban, le dijo:
—Doctora, el infierno de Daniel no tiene camino
de regreso; mírelo, en sus ojos se ve que habita desde
hace tiempo del otro lado de las cosas. Él ya no es de
este mundo, dejémoslo que siga ahí, hundiéndose en
sus tinieblas. Creo que ya nada podemos hacer por él.
Beatriz Galindo no podía conformarse, así que de-
cidió acercarse a Daniel. Pascual la secundó. Cuando
finalmente estuvieron frente a él, Pascual lo llamó, con
tono pausado: “Hermano”. Daniel no reaccionó; espera-
ron unos segundos eternos frente a él hasta que subió su
mirada y, como perdido en la nada, los ignoró. Pascual
hizo un segundo intento: “Hermano, soy yo”, y Daniel se
fue corriendo, en cuclillas, hacia el fuego más cercano,
mientras la doctora se daba cuenta del peligro en que

319
se encontraban en ese antro y de lo inexistente de su
causa. Decidió con mucha tristeza, pero con la certeza
de que hacían lo correcto, dejar pasar la oportunidad
de recuperar para esta historia a ese hombre del que
ahora entendía que se había ido para siempre de la
vida de Irene. Quizás no valía la pena, quizás nunca
podrían recuperar nada de lo que habían vivido, quizás
su ausencia sería una buena excusa para no juzgar a
Irene Carmona.

Los preparativos para la salida de Irene fueron breves


y emocionantes. Ese mismo día, aún antes de entregar
los casetes en la dirección que le había dado el senador,
llamó a los padres de Irene para avisarles que al día
siguiente le daban de alta. Ellos, a su vez llamaron a los
Vélez, y decidieron que harían una cena en honor de
su nieta en la casa de los magnolios al día siguiente. La
doctora Galindo les dijo que no hacía falta que hicieran
demasiado revuelo. Eso podía ser difícil para Irene, pero
sí estaba bien que algunas pocas personas, ojalá no más
de cinco o seis, la esperaran en casa de los Carmona. Esa
noche la doctora pasó por la casa de Catalina, le contó
todo lo sucedido y le pidió los casetes. Le solicitó que
pronto fuera a visitar a Irene, pues estaba segura de que
su amiga la necesitaría mucho.

Luego regresó a su casa y, antes de subir a su habi-


tación, pasó un rato largo sentada en su consultorio. Los
últimos meses se agolpaban en su mente; sus aventuras
detectivescas, los peligros, las innumerables idas y veni-
das de esa clínica de mala muerte donde había logrado
ayudar a reconstruir la memoria de un ser que estaba
condenado al desastre. Pensó también en Pascual, en lo
mucho que le había aportado en estos meses de búsque-
das y de descubrimientos; pensó en sus abrazos, en sus

320
labios, en el profundo deseo que la colmaba de hacer el
amor con ese joven escurridizo y genial. Finalmente se
fue a dormir. Ya en la cama, abrazada como cada noche
al cuerpo de su marido, pensó en lo injusto que había
sido este silencio profundo en que había mantenido a ese
hombre que compartía su lecho desde hacía tantos años
y pensó: “Pronto tendré que hablar con él, ojalá antes
de que se entere por las noticias”. El caso había estado
en total reserva pero, con la salida de la congresista,
pronto se sabría algo, y ella debía contarle a su marido
antes de que se enterara por otro lado. Se preguntó por
qué ese silencio y pensó en lo mucho que estaba nece-
sitando tener un espacio en su vida sólo para ella. Eso
era lo que había hecho: reconstruir un lugar en su alma
que sólo le perteneciera a ella, que ni su marido ni sus
hijos tuvieran acceso para sentirse un poco libre, para
vivir sólo para sí misma. Y, sin embargo, sintió que su
vida seguía teniendo sentido junto a ellos; se acercó un
poco más, le olió la espalda, le dio un pequeño beso, y
siguió recomponiendo su vida, sus deseos y sí, era allí,
quizás, donde debería estar, y otra vez ese rostro leve y
profundo de Pascual se interponía en su mente y ella,
se dijo con desparpajo: “Qué ganas te tengo, Pascual”.

Fue un día soleado, perfecto para el regreso de Ire-


ne a casa y su reencuentro con el resplandor de los
magnolios. Irene amaba tanto esas flores que alguna
vez le había dicho a la doctora que, si un día tenía que
cambiarse de nombre, por cuestiones de seguridad o
algo así, se llamaría “Magnolia”. La doctora Galindo salió
de su casa, muy feliz de saber que, si nada fallaba, en
pocas horas Irene Carmona estaría lejos de su cárcel.
Llegó a la clínica y la recibió el doctor Bustos con una
gran sonrisa y con una explicación muy breve, pidiendo
disculpas por lo sucedido días antes.

321
—Pero usted entiende, doctora, uno no puede arries-
gar tanto el pellejo.
—Sí, claro, vamos a llevar a Irene a casa hoy, ¿está
todo bien, verdad?
—Claro doctora, no se preocupe. Venga, que ella
ya está avisada y lista para salir. En efecto, Irene ya se
encontraba en compañía de sus padres, con sus pocas
pertenencias empacadas y una sonrisa temerosa y an-
siosa por salir de allí.
—La estábamos esperando, doctora —le dijo.
—Acá estoy, Irene, para este gran día.
—Sí, estoy emocionada, pensé que nunca saldría
de este lugar.
Irene salió de la clínica con un paso nuevo y con
una mirada profunda que fue dejando a lo largo del re-
corrido por ese pequeño infierno. Nadie se despidió de
ella, exceptuando al Doctor Bustos. Mientras se dirigían
a la casa de los magnolios, Beatriz Galindo redescubría
su ciudad. Algo había cambiado para ella en esos meses.
El contacto con los mundos tormentosos y turbios de
la congresista, con ese país degradado, con el naufragio
en que estamos sumidos los seres humanos, la había
convertido en una mujer diferente, con menos certe-
zas y con más comprensiones, con menos respuestas
y con más incógnitas, con menos conocimientos y con
más ganas de saber. Esa noche cenaron y, cuando la
doctora se despidió de Irene, sintió un tremendo vacío
en el estómago. Sus terapias continuarían, pero Irene
ya no estaba en sus manos: había empezado un nuevo
vuelo y debía hacerse cargo, ella solita, de todos esos
atroces recuerdos que le poblarían las noches y los días
de ahora en adelante.

Al día siguiente acudió a una cita que tenía con


Pascual en el café en horas de la mañana. Se sentía

322
complacida —no sin dudarlo— de la pequeña victoria
que significaba la salida de Irene de la clínica, de haber
logrado que regresara a su memoria. Cuando se sentó
frente a Pascual, entendió que ése era el día tan ansiado.
Tomaron una cerveza y, casi sin tener que decir nada,
salieron del lugar rumbo a un motel en las montañas
de la ciudad. Entraron a la habitación, una habitación
discreta, con un espejo grande a un lado y un televisor
que nunca prendieron. No tenían tiempo. Habían sabido
desde hacía meses que este día llegaría. Lo que no sabían
es si, después de este momento de euforia, se volverían
a ver, si la vida les depararía un segundo encuentro, y
por ello debían aprovecharlo al máximo. Beatriz Galindo
llevaba su pelo suelto —ahora solía dejarlo así —, una
camisa de flores de colores vivos y un jean. Como era
habitual, Pascual vestía de negro, con esa figura de caba-
llero andante, de linyera, de último pasajero de un viaje
sin retorno. La doctora lo veía radiante. Nunca lo había
visto tan hermoso. Pascual le tomó su mano y la llevó a
su corazón. Luego llevó su rostro y le hizo escuchar ese
latir, rimbombante, que presagiaba la fuerza de ese acto
tan repetido que estaban destinados a inventar. Entonces
la llevó a la cama, le fue quitando toda la ropa, se des-
nudó él también e inició una inigualable seducción de
besos, mordiscos y lamidos. La doctora se sentía como
una orquesta. Muchas cuerdas vibraban en su cuerpo,
cuerdas que ella no conocía y que ese hombre estaba
inaugurando. Pascual, por su parte, amaba el olor de
esa mujer y, mientras más la besaba, más confirmaba
que ese aroma lo acompañaría sin cesar en los inters-
ticios de sus horas. Hicieron el amor con todo su ser.
Fueron uno solo, fueron agresivos, violentos, tiernos,
gruñones, tímidos, celosos, fueron tantas cosas que se
hace difícil contarlo. Con parsimonia, con silencio, con
palabras de amor (“Ay, doctora, tanto que me imaginé

323
este momento y es mejor que todos mis sueños”). Con
dulzura, hicieron de ese acto eterno, un pequeño poema
irrepetible, tal vez único. Pascual, con ese olor amargo
del pielroja, era una sombra más fuerte que todos los
destinos posibles de la doctora, era como un poco de
agua sagrada que nunca regresará y que sin embargo nos
horada y purifica. Cómo explicar lo que sintieron, cómo
explicar que la doctora se llenó de vida, se chupó entero
a ese fantasma para llenarse ella de vitalidad, de deseos
de continuar, pese a las amarguras que estaba viviendo.
Vampiro, sí, dama maléfica que se dio al amor y al arte
de germinar en su cuerpo la belleza de otro cuerpo, la
alegría de esas caricias que ese hombre le daba. Entera,
salió de esa habitación la doctora Galindo. Se marcharon
en el auto de la doctora y, en unos cuantos minutos, se
despidieron en una esquina. ¿Se volverían a ver? ¿Habría
una segunda vez para esos cuerpos? ¿Cómo saberlo?
Beatriz Galindo siguió en su carro luego de que Pascual
se despidió y emprendió su camino.

La doctora no sabía muy bien qué hacer, pero un


sentimiento muy fuerte la llevaba a su marido, a esos
ojos azules que tanto amaba. Entonces tomó su celular
y lo llamó.
—¿Dónde estás?
—En la oficina.
—Te recojo en quince minutos, por favor, baja.
—Sí, claro.
No importaba en qué labor se hubiera encontrado
él. Sin dudarlo decidió acompañarla pues sabía, como
nadie más podía saberlo, que su mujer estaba atrave-
sando un cataclismo y que, si él no acudía fervoroso a
su encuentro, la perdería.

324
La doctora se dirigió, ya con su marido a bordo, al
mismo lugar del que acababa de salir con Pascual Soler.
Eligió la misma habitación. La cama por poco estaba aún
caliente. No llegaron con pretensiones muy pasionales;
el marido de la doctora sentía que había mucho de que
hablar, pero sin embargo, luego de unas cuantas palabras,
hicieron el amor, sin mayores novedades. La doctora le
preguntó, con desparpajo:
—¿Qué pensarías si te dijera que hace una hora
estaba en esta misma cama con otro hombre?
Su marido guardó silencio por unos minutos. Tal
vez estaba recuperándose de semejante declaración o
intentando llegar a lo más certero de su ser para darle la
mejor respuesta posible a su Beatriz. Un rato después,
con lentitud y con decisión, le contestó:
—La felicidad no está en lo que se desborda, la felici-
dad está en lo que se contiene. Tú sabes que yo siempre
he pensado eso y, si me sigues eligiendo, si podemos
seguir compartiendo ese lecho, esa casa, esos instantes,
no hay nada que perturbe mi deseo de estar a tu lado.
Duele, pero puedo sobrevivir, aun a la rabia.

Beatriz Galindo, luego de haberse despedido de


Pascual, luego de haber sentido ese desbordamiento
cósmico que había sido ese encuentro amoroso, sintió
una imperiosa necesidad de consumar su matrimonio
otra vez, de llenar la misma cama, el mismo espacio
con las certezas de esa contención maravillosa que era
su marido. No quería herirlo, pero necesitaba darse sin
tapujos, hacer que él supiera que ella había pasado por
meses de desasosiego, más aún, que lo había excluido
de su vida para regresar con un ímpetu que, sólo mi-
nutos después de haberse despedido del hombre que
había plagado sus noches en los últimos meses, pudo
vislumbrar.

325
Entonces, se internó en los ojos azules de su marido,
en años de convivencia, en días y noches de acoplamien-
to, y le dijo que tenía una historia muy larga que contarle.
Él, que la conocía más que nadie en el mundo, le dijo:
—Sí, ese relato lo he estado esperando.
Y en ese momento, finalmente, Beatriz lo tomó de
la mano para llevarlo por el infierno, hasta devolverlo
a este cielo donde los esperaban tiempos de zozobra y
tranquilidad, de abundancia y carencia, de desborda-
miento y contención.

326
17

Juana Vélez, la compañera Cristina, se hundía en la


profundidad del dolor, en un calabozo plagado de gri-
tos y horrores, mientras el viejo Antonio Urbano y todo
el resto de la familia se daban golpes de pecho por lo
sucedido. ¿Cómo era posible estar en esta situación tan
inhumana? De su hijo Martín no había noticias desde
hacía varias semanas, y ahora Juana y la niña, su amada
Luisa, desaparecidas, y nadie suministraba informa-
ción de ellas. El viejo Urbano iba todas las mañanas a
Medicina Legal y veía con meticulosa tristeza cada una
de las fotos de los N. N. que llegaban a ese lugar. Los
otros también recorrían hospitales, llamaban a todos los
lugares donde podían tener algún tipo de información
sobre su nuera y su nieta. Y nadie lograba dar parte de
ellas. A la policía o al ejército, Antonio Urbano optaba
por no llamar. Él mismo tenía fama de izquierdoso y no
quería generar más problemas. Además, el soldado que
llevaba largo tiempo viviendo en su casa se mantenía
allí, y eso hacía mucho más difícil la búsqueda. To-
dos sabían, por la forma como había sucedido el rapto,
que era el ejército, tal vez el B2 —los más sanguinarios
de esos grupos antisubversión—, lo cual hacía poco
probable conseguir ayuda de ellos mismos. Don Anto-
nio terminó por apelar a una de las salidas que, como
extranjero, le correspondían. Denunció el caso ante
Amnistía Internacional y a la embajada de España. Su
denuncia tuvo buen recibo; sin embargo, no le dieron
muchas esperanzas. Las órdenes de lucha antisubversiva
de todo el continente estaban muy fortalecidas por los
Estados Unidos, y los Gobiernos no podían fallar. Un
funcionario de Amnistía Internacional, quien estuvo a
cargo de difundir lo sucedido internacionalmente, le dijo
que quizás lo único que de verdad podía funcionarle era

327
algún contacto con influencias políticas que pudiera
pedir por sus familiares. Dentro del Gobierno nacional,
era probable que así se lograra dar un fin menos trágico
a la desaparición de Juana y de Luisa.
Antonio Urbano se debatió durante varios días sobre
la posibilidad de acudir a la familia Vélez a pedir ayuda.
No sabía si estaban enterados de lo sucedido; tal vez ya
lo estaban por las noticias que él había logrado difundir
a través de organismos internacionales, y sobre todo le
preocupaba que Juan Vélez estuviera cerrado del todo
ante la situación de su hija. Llevaban ya cinco años de
no tener ningún contacto y era difícil saber cómo reac-
cionarían, pero Inés, su mujer, lo persuadió, en medio
del llanto, de que dejaran el orgullo a un lado e intentara
hablar con esa familia. Le dijo que ese hombre debía
tener contacto directo con el presidente, y eso podía
salvar a alguno de los tres. Entonces tomaron la difícil
decisión de ir a visitarlos.

En efecto, Juan Vélez era amigo personal del pre-


sidente de la república, conocía muy bien las políticas
antisubversivas del Gobierno y estaba de acuerdo con
éstas. Hacía años no mencionaba siquiera el nombre
de su hija; creía que nunca volvería a saber de ella y
eso lo tranquilizaba, pues se sentía en contradicción
con su partido y su Gobierno al pensar que su hija era
una de esas guerrilleras irresponsables que sacudían al
país con atropellos y con desafueros. Sin embargo, tal
vez por lo que sentiría su mujer, o por él mismo, sintió
una tristeza inmensa el día que supo, en una reunión
sobre políticas contra la guerrilla que su hija y su nieta,
a la que nunca había conocido, estaban desaparecidas.
Él mismo sabía las pocas probabilidades que había de
encontrarlas, y eso lo sumió en el sufrimiento. Llegó a
casa, tarde a la noche y despertó a su mujer.

328
—Querida, debo decirte algo que hasta a mí me
duele profundamente. Juana y su hija cayeron; se las
llevó algún organismo del Estado, no sé cual.
Doña Cecilia dejó de vivir. Y Juan no sabía cómo
revivirla de ese golpe tan fuerte. Por esos mismos días,
una noche, mientras estaban comiendo, sonó el timbre.
Era la pareja Urbano, a quienes sólo habían visto una
vez apenas Martín y Juana se habían ennoviado.

Los hicieron seguir al estudio. Juan y Cecilia y Anto-


nio e Inés se sentaron frente a frente. Un silencio tortuoso
se impuso en el ambiente. No obstante las sensaciones
que Juan Vélez venía sintiendo por la desaparición de su
hija, el encuentro con esas personas le traía a la mente
muchas molestias acumuladas. La permisividad de esos
padres que consentían que sus jóvenes hijos se arriesga-
ran y traicionaran el país de esa manera, su falta de rigor
político para hacerles entender que el comunismo no
era la salida a nada, en fin, era muy difícil para él aceptar
este encuentro y mantener un diálogo cordial. Estuvo a
punto de pedirles que se fueran; faltó poco para que lo
hiciera, pero su mujer, la aplomada Cecilia Arango, les
dijo, antes de que él se dispusiera a hablar:
—Estamos enterados de lo sucedido y nos imagi-
namos que ustedes están acá por esas nefastas noticias.
¿En qué podemos colaborar?
Juan la miró con un gesto de ira que ella bien supo
leer, pero sucedía como en muchas ocasiones que Ce-
cilia se anticipaba a los mandatos de Juan y no había
poder humano que él ni nadie pudieran detenerla. A
Juan por su parte le pareció ya absurdo interrumpir la
conversación y desautorizar a su mujer y, con las con-
tradicciones a flor de piel, pero con la sensación de un
amor muy antiguo que tenía negado hacía años, se fue

329
dejando llevar por el deseo de volver a tener a su hija en
sus brazos y de conocer a su pequeña nieta.

—Miren —explicó Antonio—, ha sido muy difícil


para nosotros tomar esta decisión de pedirles ayuda,
en especial a usted señor Vélez, pues sabemos que para
usted ha sido una desilusión que su hija incursionara en
esos terrenos políticos, y suponemos que usted puede
pensar que en eso tiene mucho que ver nuestro hijo
Martín. La verdad es que a estas alturas no tiene mucho
sentido que nos pongamos a discutir sobre las decisiones
de Juana y de Martín. Yo por mi parte no podría conti-
nuar esta conversación con ustedes sin decir que, pese
a lo poco factible que veo un cambio estructural de este
país, he estado de acuerdo con muchas de las luchas de
nuestros hijos. —Cecilia sintió pavor con las palabras que
estaba escuchando, no sabía cómo podía reaccionar don
Juan, pero de forma inusitada Juan Vélez se mantuvo en
silencio, escuchando con atención las palabras del viejo
español—. Bien, hemos hecho todo lo que está a nuestro
alcance por encontrar a Juana y a la niña. De Martín no
tenemos información, mejor dicho, pruebas suficientes
para poder hacer una demanda, pero estamos trabajando
en ello. Sin embargo, los organismos internacionales nos
han dicho que sólo una actuación de alto nivel con el
Gobierno nacional podría ayudar. Creemos que usted,
señor Vélez, puede tener los contactos suficientes para
interceder y para tratar de salvarlas.

Cecilia se mantuvo en silencio, esperando la res-


puesta de su marido. Juan se levantó de la silla, sirvió
un whisky para Antonio y otro para él. Le ofreció a Inés
un trago; ella le aceptó un vino, y le dio el coñac de cada
reunión a doña Cecilia. Sus pensamientos volaban. Mil
ideas pasaban por su cabeza. Historias de vida; su padre;

330
su hermano comunista asesinado; sus días con Juana en
las campañas políticas; el amor por esa niña; las dudas
que le generaba el país; sus propias contradicciones
con su partido, que negaba y negaría hasta el final de
su vida; los mandatos políticos frustrados de su mujer;
en fin, su vida brotaba en su mente mientras trataba de
ordenar las palabras que iba a decir.

—Por los días en que asesinaron a mi hermano


mayor —dijo don Juan—, cuando yo era todavía un
niño, una tarde llegó mi padre a casa muy aturdido;
había visto en una pared del pueblo un letrero que le
decía: “Se lo matamos por comunista”. Ese mismo día
nos reunió a todos en la gran mesa de comedor y nos
dijo: “Yo estoy aquí para acompañarlos a todos ustedes.
No tengan miedo de ser quienes quieran ser; así como
me siento orgulloso de su hermano, les digo a ustedes
que, cualquiera sea su lucha, los acompañaré, porque
lo que sí me parecería inaceptable es que, después de
todo lo que yo he vivido, ustedes pasen por la vida sin
valentías. Yo estaré siempre con ustedes, cuenten con-
migo”. Luego nos contó algunas de las historias de su
vida, de las que siempre contaba, y nos mandó a dormir
con lágrimas en sus ojos. Yo era aún un niño. Esa noche,
como muchas otras, sudé a mares y vi monstruos que
venían a devorarnos a todos. Entonces pensaba, insis-
tente, en las manos gruesas de papá y respiraba despacio
hasta que lograba dormir. Ahora creo que he faltado a
esa sentencia de mi padre. Tal vez porque para mí la
pérdida de mi hermano fue demasiado dolorosa y por
ello no le pude perdonar a mi propia hija que también
fuera comunista. Sin embargo, y aunque todo esto me
cuestiona muchas de mis convicciones de años, cuenten
conmigo, haré todo lo que esté a mi alcance para salvar
a mi hija, su marido y mi nieta.

331
La noche terminó con una extraña algarabía en sus
corazones. Algo había cambiado para siempre, y esa
transformación en la vida de don Juan les daba ganas de
continuar; Doña Cecilia lo amó ese día más que nunca
en toda su existencia. Sin embargo, el ambiente era de
notable tristeza, y sólo les restaba moverse con celeridad
para lograr sus cometidos.

Juan Vélez decidió visitar al mismísimo presiden-


te de la república. Sabía que su amistad era más que
entrañable y de alguna manera lo ayudaría, aunque
sabía también que el encuentro con el presidente es-
taría colmado de contradicciones para su propia alma.
De todas maneras no había salida; no quería que otra
persona le contara al máximo jefe la situación familiar
que estaba atravesando y terminara pensado que él, Juan
Vélez, no había tenido lo cojones de hablar con él. Fue
un encuentro, como muchos, en el que conversaron de
las tareas fundamentales de su compromiso con el país
y con el partido, hasta que Juan debió iniciar la historia
que venía a contarle. No se guardó detalle, le habló de
las locuras de su hija, de su decisión de no saber más
de ella, y de la situación tan difícil que vivían en este
momento con la desaparición de los tres, padre, madre
e hija. El presidente, convencido como estaba de que
había que acabar la subversión, le dio a entender que
intentaría ayudarlo, pero con el desparpajo más grande le
recordó que él mismo sabía que la decisión tomada por
su Gobierno era de mano dura con esos delincuentes,
aunque sin embargo entendía que su situación familiar
lo llevaba a pedirle hacer lo que no haría con ningún
otro guerrillero de esos.
—Pronto tendrás noticias, aunque no te aseguro que
sean muy alentadoras —terminó diciendo.

332
Por su parte el viejo Antonio Urbano se movía en
los círculos internacionales y nacionales de derechos
humanos, para tratar de conseguir información. Un día
les llegó la primera noticia. El general que se encontra-
ba al mando de las fuerzas armadas en el país llamó a
don Juan Vélez y lo citó en su despacho. Le dijo, con esa
extraña pedantería matizada de modestia que ostentan
los que de verdad tienen el poder, que lo único que
había podido hacer por él era encontrar a su hija; que
en pocos días aparecería y sería juzgada por la justicia
en una cárcel de la ciudad. Le aseguró que la volvería
a ver con vida.
—De los otros dos, no le puedo decir nada, mejor
dicho, usted, doctor, sabe la ficha que le estamos po-
niendo a esto de la subversión, así que no busque más:
no los va a encontrar.
La confusión de emociones de Juan fue tremenda.
Su hija estaba viva, pero ni de su nieta ni del marido
de su hija había noticias. Cuando les dio a los demás
las buenas y malas nuevas, todos sintieron la misma
confusión de emociones; sin embargo, continuaron
la búsqueda, porque no hay padre ni madre que, sin
haber visto el cadáver de su hijo, pueda comprender
que nunca más lo volverá a encontrar. Y entre todos
los ires y venires de esas familias con su dolor y con su
desasosiego sería la misma Juana, luego de haber salido
de la cárcel, quien haría la búsqueda más desesperada,
más completa, más impotente.

Pocas semanas después de la cita con el general,


salió en el periódico la noticia de que un grupo de gue-
rrilleros, entre ellos Juana Vélez, habían caído presos en
acciones subversivas contra el Gobierno y la sociedad
colombiana. De inmediato fueron a averiguar en qué
cárcel la recluirían y buscaron un abogado que pudiera

333
ayudarla en el proceso. La vida de todos giraría ahora en
torno a lograr que Juana saliera de la cárcel, lo cual no
sería posible hasta el día que en que se logró acordar la
amnistía, que les daría salida, dos años después, luego
de un movido consejo de guerra en el que, con su gran
desparpajo, dieron a conocer sus ideas y sus juicios
sobre el país.

Ya en la cárcel, Juana fue regresando paulatinamente


a la vida, al deseo de luchar hasta su muerte para poder
encontrar a su marido y su hija. Doña Cecilia, Antonio e
Inés se turnaban para ir a visitarla. Era una experiencia
muy enriquecedora ver esa fiesta de sueños en que se
convertían los encuentros de todos esos guerrilleros
con amigos, políticos, familiares. Pero era también muy
doloroso y traumático pasar por las requisas y demás
acciones de seguridad de la cárcel. Sin embargo, tanto
esos viejos como los hermanos de Juana no dudarían en
soportar las injurias con tal de darle fuerzas de seguir
viviendo. Al principio, después de tantos atropellos y
de la fatal noticia de que Luisa y Martín seguían sin
aparecer, Juana no salía de ese estado de tristeza hu-
mana que hacía meses la tenía abrumada. Pero, con
los días, y con el apoyo de compañeros y compañeras y
de sus familiares, fue encontrando más y más luz, más
deseos de continuar en este mundo, aunque fuera sólo
para encontrarlos. Don Juan Vélez fue incapaz de ir a
la cárcel. Sin embargo, en una de las primeras visitas
de doña Cecilia, le envió una carta a su hija, en la que
se disculpaba por su ausencia, por lo torpe que había
sido y trataba de darle ánimos. Juana sintió que su padre
había vuelto a ser el de antes.
—Mamá, ¿viste que algún día entendería, que yo
no estaba tan equivocada en creer que él podía llegar a
aceptarme tal y como he sido?

334
—Sí, hija, pero las contradicciones que tu padre vive
por sus opciones políticas y laborales le pesan demasiado
y, para negarlo, ha tenido que convencerse de ideales
que antes nunca habría si quiera tenido en cuenta. Por
eso no podía entenderte a ti porque, ante la frustración
de lo que verdaderamente es el partido hoy en día, él
mismo habría tenido que ser guerrillero, y eso sí jamás:
traicionar a su partido nunca.

Al salir de la cárcel, Juana tomó la decisión de aceptar


la invitación de su padre de ir a su casa. Antonio e Inés
le ofrecieron alojarla, por si se sentía incómoda por la
situación con su padre, pero ella tenía muchos deseos de
sentir el amor y apoyo de sus viejos, pues en esos años
de detención había sentido, con más fuerza que nunca,
la falta que le hacía su familia, y había terminado por
entender lo necia que había sido de pensar que la libertad
era tenerlos lejos. No, los amaba y estaba feliz de volver
a su casa. Juan Vélez, por su parte, la esperaba con los
brazos abiertos, convencido de que ese acercamiento
con su hija, que había jurado no hacer, lo reconciliaba
con su progenitor, con la memoria de ese luchador, de
ese hombre íntegro y recto que la vida le había brindado
como padre.

Hacía un poco más de dos años que Don Juan y


Doña Cecilia vivían solos en ese inmenso apartamento
que habían compartido con todos sus hijos y donde
había muerto la abuela. Por ello el regreso de Juana fue
una fiesta para ellos. Le arreglaron su cuarto con flores
e inciensos de los que su madre sabía que le gustaban.
Trajeron de casa de los Urbano una foto de ella con su
marido y su hija, como muestra de que estaban acom-
pañándola del todo en su búsqueda, pero no pensaron
en lo dramático que llegaría a ser el encuentro de Juana

335
con ese retrato. Querían darle gusto en todo, saber qué
deseos tenía y entregarse a ella. Don Juan sentía una
necesidad tremenda de resarcirse con ella por los años
de ausencia y no escatimó esfuerzos para hacerlo. Por
las mañanas la llamaban para que se pasara a la cama de
sus padres, como había hecho hasta pocos días antes de
salir de su casa; le llevaban el desayuno y le daban fuerzas
para continuar la tarea aterradora de buscar a quienes
su propio padre —por su posición en el Gobierno— sa-
bía que no encontraría jamás. También pasaron largas
noches de conversaciones. Se sentaban en el estudio,
cada uno con el trago de su preferencia, y rehicieron la
historia de por qué la guerrilla, por qué el comunismo,
por qué sus deseos de igualdad, los de Juana, que en lo
más profundo de su alma el viejo Vélez compartía. Les
contó todas las experiencias de la cárcel, y les explicó,
que si no fuera por la pérdida de sus seres queridos, ella
estaría dispuesta a seguir dando su vida por la revolu-
ción. Su padre no dudó en darle muchos argumentos
contra esas posturas ideológicas; sin embargo, terminó
diciéndole que la apoyaría en cualquier circunstancia,
que si ella decidía volver al monte sería él mismo quien
le arreglaría el morral. No estaba en condiciones de
detenerla ni de entorpecer sus determinaciones.

Por esos días, en una visita que realizó a casa de los


Urbano, el viejo Antonio le dijo a Juana que el primero
al mando la estaba buscando, que había enviado a una
persona a preguntar por ella allí, y que necesitaba saber
de ella. Le entregó el número telefónico del contacto
que debería buscar para ponerse de nuevo en contacto
con la organización y las claves para la comunicación.
Juana, aunque había decidido no regresar a sus labores
revolucionarias, todavía sintió la necesidad de hablarlo
con sus dirigentes y buscó al comandante uno. Luego

336
de varios días de compartimentaciones, lograron encon-
trarse. Estuvieron varias horas hablando sobre el destino
de la organización, la conformación de más columnas
guerrilleras rurales y la necesidad de incrementar el
conflicto. Habían llegado a la conclusión de que con el
Gobierno era muy difícil negociar y que debían seguir
la lucha. Por ello estaban realizando una serie de cur-
sos de preparación en Cuba y él esperaba que Juana
saliera con el próximo grupo de guerrilleros rumbo a
La Habana. Claro, para el primero al mando también
era ya evidente que Martín no aparecería y que de la
niña no había noticias y que, a estas alturas del partido,
con la forma como se estaban manejando las cosas en
esa cacería de brujas, seguro que no aparecería, y por
eso pensaba que Juana estaría dispuesta a mantenerse
en la pelea. Sin embargo, para el corazón de Juana, las
cosas eran diferentes. Ella debía convencerse por sus
propios medios, con todo el dolor que le traería, de que
su marido y su hija no aparecerían jamás.

Julián Montero reapareció en la vida de Juana cuan-


do más sumida en sus búsquedas estaba. Llevaba meses
buscándola pues, desde que había salido del servicio mi-
litar y había entrado en la universidad, no había perdido
la esperanza de volver a encontrarla. Ella había olvidado
a ese joven, pero no la sensación maravillosa que él le
había brindado de regresar a la vida, de que no todo lo
de los seres humanos era inmundicia y crueldades. Juana
no estaba interesada para nada en enamorarse de otro
hombre, y así seguiría sintiéndose durante varios meses.
Sin embargo, Julián, con una decisión inusitada para un
hombre tan joven, optó por acompañarla en su ardua
tarea. Recorrieron casas y centros de adopción legales e
ilegales en busca de la niña. Mantuvieron vínculos po-
líticos con instituciones internacionales para continuar

337
haciendo presión política al Gobierno colombiano. Los
primeros meses decidieron no acudir al escándalo, no
salir en medios de comunicación y más bien hacer todo
lo que estuviera a su alcance por vías poco reconocibles.
Juana fue recomponiendo los últimos días de la vida de
Martín, poco a poco, a través de contactos de la guerrilla
que la fueron mandando de un lado a otro para que ob-
tuviera información. Así, fue llegando al nudo final de
esa historia. Descubrió que sí había caído en manos del
ejército, de un escuadrón del B2. Supo de cuál escuadrón
se trataba y se hizo evidente para ella que Martín había
sido asesinado. Meses después, cuando salió de forma
masiva en medios de comunicación la noticia de esa
desaparición, mientras el Gobierno tapaba sus atropellos
con el gran número de guerrilleros que se encontraban
presos (pues en realidad habían desaparecido miles de
personas), apareció supuestamente su cadáver. Las co-
nexiones de Juana y su familia y la Embajada Española
ayudaron para que el escándalo sobre la desaparición
de Martín llevara al Gobierno a tomar la decisión de
hacer aparecer su cuerpo en una población lejana de
la capital, donde no había sido detenido. Y como fue
típico del discurso oficial de la época, inventaron una
historia de por qué la misma guerrilla lo había asesinado,
versión que para Juana era absolutamente imposible.
Aunque lo principal de todo ese desenlace radicaba en
que Juana había logrado que el Gobierno reconociera
la muerte de Martín.

La búsqueda de Luisa fue día a día más infructuosa.


Nadie la había vuelto a ver, no había nadie más que los
militares para dar parte de su destino y, en los luga-
res de adopción, fue imposible encontrar información.
Pasaron días enteros visitando archivos, buscando al-
guna noticia, algún llamado para reconocer a esa niña.

338
Aunque Juana no podía imaginarse a su niña muerta,
optaron por visitar los archivos de Medicina Legal de
Menores. Pero nada: no había ninguna noticia. Juana
era incansable por su deseo de encontrar a la niña. Puso
denuncias en todas las comisiones e instituciones de
derechos humanos del mundo, movió cielo y tierra hasta
que uno de los funcionarios de mayor confianza del
mismísimo presidente de la república llamó a don Juan
Vélez para decirle que con respecto a la niña sí no había
nada qué hacer. Ni el cuerpo ni nada podían entregar y
no se hacían cargo de las consecuencias de continuar
investigaciones sobre el tema. En definitiva, lo estaban
amenazando y le pedían que no dañara la imagen del
Gobierno, que ya estaba bastante desprestigiado con
las campañas de derechos humanos, y que el caso de
la niña podía costarles muy caro. Juana no se detuvo;
hizo un escándalo de grandes dimensiones que sólo se
conoció en países extranjeros, pues la prensa colombiana
censuró ese caso, como muchos otros, por los inmensos
compromisos que tenían con el Gobierno. La impunidad
siguió en aumento, y Juana Vélez tuvo que llegar a la
conclusión, que la acompañaría hasta la muerte, de que
sólo con las armas, utilizando la fuerza y la muerte, con
una lucha frontal contra la burguesía colombiana, era
posible desenmascarar todas sus barbaries y atropellos.

Todos esos meses Julián Montero estuvo a su lado;


no pasó un solo día sin acompañarla en alguna de esas
actividades dolorosas. Así fueron construyendo una
amistad del alma, de esas que nada en la vida podría
flaquear; sin embargo, Julián nunca se conformó con
una amistad. Él estaba esperando, día tras día, que Juana
llegara a sentir el amor que él le profesaba y pudieran
construir la relación que él tanto soñaba. Era poco proba-
ble que eso sucediera, pero Juana, sin pensar en el amor

339
con mayúscula, se fue acostumbrando a la presencia
de Julián hasta que, cuando ya se había convencido
del todo de que ni su hombre ni su hija aparecerían,
terminó descubriendo en la memoria de esas manos
que la habían protegido cuando más lo necesitaba, una
vaga pulsión amorosa, que fue creciendo con la entrega
y decisión de ese muchacho de quererla sin condicio-
nes. Sin embargo, cuando Juana se dio cuenta de que
se despertaba y se acostaba pensando en Julián, intentó
frenar la relación. Tenía miedo de la diferencia de edades,
y en especial de que ella ya estaba dándose cuenta de
que debía volver a sus actividades revolucionarias. Pero
los azares del amor son irremediables, y Juana y Julián,
tarde o temprano, terminaron llegando hasta sus pieles,
donde descubrieron un espacio abierto a sus mayores
necesidades y deseos, y no pudieron de ahí en adelante
alejarse el uno del otro. Juana sintió temor también por
su padre; era una nueva locura que seguramente a él lo
incomodaría, pero ella estaba en ese mundo para vivir su
vida y le era imposible complacerlo contra ella misma.
Pese a lo esperado, don Juan Vélez se imaginó, desde
que ese joven amable e inteligente llegó a acompañarla
en sus largas jornadas de búsqueda, que eso sucedería,
pues vio en los ojos de ese muchacho la decisión férrea
que había ya conocido en los suyos propios cuando se
enamoró de doña Cecilia. Así, cuando Juana le habló de
su relación con Julián, él ya estaba de regreso y la apoyó,
de la misma manera que apoyaría el regreso de Juana,
en compañía de Julián, a la guerrilla.

Fue el nacimiento de un amor en medio del duelo,


de la más profunda desilusión con la vida. Juana nunca
volvería a ser la de antes; de hecho, en la guerrilla nunca
pudo mostrar el brillo ni la fuerza de antes y, de forma
casi suicida, optó por morir en combate, dar su vida, que

340
ya no tenía sentido, entre las balas de la lucha. Aunque
ella se había enamorado locamente de Julián, como
para convencer a los comandantes de que la dejaran
llevárselo con ella al monte, algo muy profundo había
muerto dentro de ella.

Varias fuerzas se fueron imponiendo en la vida de


Juana. Por una parte, la certeza de que su amor por Julián
era ya una verdad, nada podría separarlos. Por otra parte,
un tanatos devorador la iba llevando día a día más cerca
de la muerte, y también una necesidad impostergable de
continuar la lucha revolucionaria. Julián tuvo siempre,
hasta el día en que los dos encontraron la muerte, la
esperanza de que Juana terminaría deseando la vida,
de que iría regresando del agujero negro del dolor. Sin
embargo, pese a que poco a poco Juana fue renovando
su vínculo con la vida, con el amor, con la justicia, nunca
se llenaron del todo esos tremendos vacíos de su alma,
de manera que su regreso a la guerrilla, fuera de ser
ideológico, era una forma más digna de ir buscando
salida de este mundo atroz. Entonces, por esos días en
que le contó a Julián su decisión, él, sin dudarlo un mi-
nuto, le dijo que quería acompañarla. Él también venía
politizándose cada día más y deseaba ayudar en la lucha
de esa guerrilla valiente con la que militaba su amada.
Así, Juana tuvo que tomar la determinación y la fuerza
de buscar al primero al mando del momento (el flaco,
con quien había compartido tantos sueños, ya había
muerto) y comunicarle su deseo de regresar a la lucha.

Fue un encuentro muy interesante. Juana llegó sola


y le contó la historia de sus fracasos en la búsqueda de
Martín y de Luisa. Él le contó los avances en la lucha
y en las negociaciones con el Gobierno pues, pese al
entusiasmo por mantener la lucha, esa organización

341
estuvo por varios años buscando un espacio político de
negociación para regresar a la vida civil. Juana le habló
de su melancolía, de su abatimiento y de su nuevo amor.
El comandante le dijo que era extraño que ella pidiera
regresar a la guerrilla en compañía de un hombre tan
joven, y que por política estaban separando a los ena-
morados porque venían causando muchos problemas.
Pero la tragedia de Juana, los dolores de su vida lo con-
movieron y terminó accediendo a mandarlos a Cuba a
hacer un curso de preparación y le dijo que los mandaría
juntos a una columna móvil de alguna región del país,
destino que conocerían sólo a su regreso.

En esta oportunidad, y en silencio, todos, hasta los


Urbano, estuvieron en desacuerdo con la partida de
Juana. Ella era lo único que les había quedado de su hijo
y de su nieta, y no querían perderla. Pero todos, Don
Juan, Doña Cecilia, el viejo Antonio e Inés, sintieron que
no había forma de detenerla; ella debía ir al encuentro
de su fantasía armada, y recuperar desde el monte —
nadie sabía que iban a Cuba primero— el ímpetu para
sobrevivir. No se imaginaban que en realidad estaba
construyendo la fuerza para morir.

La despedida fue para siempre. Como ya era cos-


tumbre, los Urbano fueron a almorzar a casa de los
Vélez un domingo de junio, ese domingo en que Juana
y Julián partían —eso creían todos— hacia las montañas
de Colombia. Eran dos panoramas del todo diferentes.
Julián, con el brillo en sus ojos, la alegría de encontrar
sentido a su vida; Juana y la revolución. Juana por su
parte, silenciosa, decidida, abrumada por las tristezas
y su lento retorno a la vida. Sin embargo, se veía alegría
en los dos; estaban enamorados y partían al encuen-
tro de deseos muy distintos pero que, pese a todo, los

342
convocaban de alma entera. Cuando llegó la hora de salir,
se fueron despidiendo de una a uno. Juana empezó por
sus hermanos y luego, como una ciega que necesitaba
grabar en sus manos los rostros de los seres amados, fue
palpando el rostro de cada uno. Fue un instante de abso-
luta comunión. Las profundas tragedias de esas familias
llenaban de sombras esa despedida. Juana encontró en
el rostro de Antonio Urbano, el viejo español, la memo-
ria imborrable del rostro de Martín, y lloró con toda su
fuerza amarrada al cuerpo de su suegro. En el rostro de
Inés, pudo dejar para siempre los rastros grabados en
su piel de Luisa, su hijita y, en los rostros de sus padres,
pudo entender las trazas absurdas de su propio destino.
Comprendió que quien lucha por la libertad carga con el
infortunio de estar condenado a la soledad. En un lugar
de Bogotá, les dijeron adiós, y los vieron partir con sus
morrales llenos de ilusiones, de miedo, de certeza de
un viaje sin retorno.

343
18

Ireeeeeeeeeene… Ireeeeeeeene… ¿viste la amalgama


de los cuerpos deshacerse en tormentos?, ¿viste esas
pieles hundirse en la profundidad del vacío?, ¿sentiste
el abismo que se abría entre sus cuerpos?, ¿viste desapa-
recer el vigor del amor entre sollozos e injurias? Irene,
¿cómo pudiste resistir?, ¿cómo sobrevivir?, ¿cómo estar
aquí contando esta historia si sólo la muerte podía sal-
varte del dolor? ¿Viste el brillo de sus ojos desfallecer en
tu mirada y un halo de muerte cubrir para siempre su
rostro?, ¿viste cómo se escapaba de este mundo, cómo
la tristeza era un canto de las parcas, de ese destino
insalvable de los amantes que no tiene derecho a los
días que se suceden unos a otros?

Claro, fue muy inesperado; tétrico. Yo hacía días


que no sabía nada de él. No lo llamaba, ni él a mí. Ha-
bía dejado de insistir, y ése era un buen clima para mis
deliciosas jornadas de amor con Camila. A ella no sé
muy bien si la llamaba o no; la verdad es que era un
tema del que poco hablábamos. A mí no me interesaba
preguntar si Camila hablaba con su esposo o no; ella
estaba conmigo y era tal la certeza que yo sentía de
nuestra relación que ni celos pasaban por ahí. Pero en
fin, esa tarde habíamos llegado de un paseo placente-
ro por el Parque. Nos gustaba ir a montar bicicleta al
Simón Bolívar y luego hacer un picnic por ahí. Era una
pequeña costumbre, o maña si se quiere, que me había
quedado de mis días en Nueva York, cuando uno se iba
a almorzar al Central Park. A Camila le encantaba ese
hábito y, como llevábamos varios días sin ir, por cosas de
trabajo, ese día llevamos un montón de cosas ricas: vino,
quesos, jamones... Nos preparamos unos sándwichs,
comimos aceitunas y champiñones al ajillo preparados

345
por ella, y una buena cantidad de frutas: guanábana,
fresas, cerezas que, como cosa rara, dizque estaban en
cosecha en Colombia, aunque años atrás no se veían ni
por las curvas. Pero como ahora nos hemos vuelto tan
globalizados, hasta las frutas del verano neoyorquino
llegan por acá. Veníamos radiantes pero, como me había
tocado una semanita un poco dura del trabajo, estaba
rendida. Para esa noche no había planes. Aunque en el
último tiempo no perdonábamos ni viernes ni sábado
para ir a bailar en alguno de esos lugares de ambiente
donde podíamos amacizarnos hasta el cansancio, ese día
teníamos ánimo caserito y pensábamos cocinar fondue
y conversar en casa. No habíamos quedado con nadie,
lastimosamente, pues quizás eso nos habría salvado,
o una visita inesperada, pero nada, ni el teléfono sonó
durante esas horas de angustia que Daniel nos tenía
reservadas, en su buen deseo de tenernos como siempre
quiso, a las dos, en unísono.

Qué sé yo, eran como las seis de la tarde cuando


decidí que, antes de empezar la cocina, pues nos gus-
taba darnos tiempito para preparar las delicias que nos
comeríamos, me daría un baño. Tanto me había olvidado
de él que yo nunca volví a preguntarme si Daniel había
quedado o no con llaves del apartamento. Lo lamenta-
ble era que sí, y esa tarde, ya casi de noche, cuando yo
me estaba bañando, abrió la puerta, como Pedro por su
casa y Camila, mi Camila, su Camila, escuchó la puerta
y se asomó a ver qué había pasado, quién llegaba así y
se lo encontró de sopetón y me imagino que se quedó
fría, y no sé qué hablaron, lo único es que yo la llamé:
“Corazón, ¿me traes una toalla para el pelo?”, y ella, con
la cara descompuesta, me la llevó. “¿Qué te pasó?”, y ella
nada. Ven, que te espero. Yo me preocupé, pero pensé
que era alguna llamada telefónica, o quién sabe qué,

346
pero jamás me hubiera imaginado que pasaríamos la
noche, la última noche de nuestras vidas, sometidas a
los deseos de un hombre en estado de locura y que nos
llevaría al infierno tan rápido y tan certero.

Salí del baño y empecé a llamarla: “Cami, ¿qué te


pasó?, dime, mi Cami, ¿dónde andas?”. Y el silencio era
la respuesta, hasta que sentí su voz en la sala: hablaba
con alguien, y yo no me imaginaba quién podía ser.
Me puse una bata como para no llegarle al visitante en
paños menores y salí. Después de ahí, cómo explicar lo
que sentí. Los vi en la sala, Camila sentada en el sofá con
las manos en la cabeza y con el cuerpo que sollozaba
de tristeza, de ese descubrimiento absurdo e implaca-
ble, y Daniel sentado en el piso hablándole, intentando
acercarse a ella, pero con un gesto de impotencia en el
cuerpo. De mí poco sé, aunque es de quien más debo
saber; creo que entré en un estado de abatimiento, de
horror, que me llevaría a transitar por el espanto sin
sensaciones demasiado evidentes. Claro, ahora veo que
no era tan cierto: mi máscara, mis barreras mentales
me hacían pensar que no estaba sintiendo cuando en
los pozos oscuros y profundos de mi alma los dolores
se agolpaban en esta catarata de sensaciones que ahora
puedo sentir, pero usted me pide que le hable de ese
momento y trato de hacerlo. Yo no sentía demasiado,
pero me iba yendo sin pausa y por eso al amanecer ya
no sería de este mundo… Claro, Camila tampoco. Yo creo
que él lo tenía planeado así; hasta vino con una pistola
que sacó unas horas después cuando decidió que lo
que más quería era vernos hacer el amor y nosotras le
decíamos que estaba loco, que eso era un absurdo, que
cómo íbamos a hacer algo así. Pero él ya tenía el rumbo
de nuestro destino marcado en su frente y nos obligó, con
esa arma purulenta, desorbitada y no nos quedó salida.

347
Pero en ese momento inicial lo único que atiné a decir
fue qué hacía allí, y él se rió, con una risa sobrenatural,
de otro planeta y me miró con un gesto tan evidente.
Luego Camila levantó la mirada, y ella también tenía
ese gesto que supongo que inmediatamente después lo
tuve yo también, y ya sabíamos lo que sucedía; no hacían
falta palabras y él empezó a decirnos que nos amaba,
que nos extrañaba, y nosotras en silencio. Y la noche
se hacía turbia, inmunda; Camila se iba consumiendo
en sí misma, cómo era posible, repetía, tanta tragedia,
tanta coincidencia, y él pedía que no lo dejáramos, pero
en el fondo del alma de los tres sabíamos que en ese
instante nos estábamos dejando todos a todos, que en
este mundo nuestros rumbos no merecían estar unidos,
aunque yo no esperaba que el desenlace fuera éste, tal
vez, ¿si yo hubiera muerto?, ¿si me hubiera ido sin tener
que sobrevivir a este vacío, a estas ausencias que hoy
me invaden?

El viaje en bus fue divertido; a mí me parecía todo


nuevo. Después de tantos días encerradas en esa casa
de los amigos y de tantas reglas, ahora mamá me llevaba
de paseo y yo miraba por la ventanilla todo. Cada flor,
cada cosa me encantaba y yo le decía a mamá, pero
ella iba como perdida, como pensando en otra cosa
y yo le preguntaba: “Mamita, ¿qué te pasa?” y ella me
decía: “Estoy pensando en tu papá, porque quiero que lo
veamos pronto”. Yo no entendía muy bien, sin embargo,
sentía y sabía que algo terrible sucedía, pero me dejaba
llevar más bien por lo dichosa que estaba de ver la calle,
las nubes y el sol, porque era un día soleado, lindo, de
esos que no son para las desdichas, pero sí, allá nos
estaban esperando. La verdad es que yo no alcancé casi
ni a ver al abuelo, que fue el que abrió la puerta; sólo
lo oía gritar y gritar y me iba sumiendo en el miedo.

348
Preguntaba qué pasaba, y mamá me tapaba la boca y me
abrazaba duro y yo no sabía qué pensar. Ella me hacía
daño con su mano en mi boca pero al mismo tiempo,
con la otra mano, me daba todo su amor, me abrazaba
fuerte y yo me le pegaba como una larva sin sentido,
sin rumbo, en un mundo grande y aterrador. Quería
entrarme en su piel y esos hombres horribles gritaban,
y yo me tapaba los oídos, porque el abuelo Antonio me
había dicho siempre que cuando llegaban personas
que uno no quería escuchar lo que había que hacer era
taparse los oídos y nunca contestar, que si te dicen algo
que no quieres o bueno… Mamá tenía miedo y yo era
tan pequeña, tan poca cosa y no podía salvarla y yo me
apretaba, pero de nada servía; ella se iba deshaciendo y
nos bajaron y alcancé a sentir una patada. El resto se lo
dieron a mamá, que todavía me cargaba, y nos llevaron
por un corredor y tantos gritos. ¿Cómo será el infierno?
Yo ya lo conocí, y está en esta puta tierra, en este terreno
de lo infame, de los humanos, de nosotros mismos, en
nuestras propias almas.

Entonces nos dejaron ahí, en ese hueco, en un cuar-


to negro; creo que había una persona que vigilaba, no
estoy segura, pero sé que era un lugar inmundo. Olía a
orines, a mierda, y mamá trataba de protegerme de todo.
Nos quedamos en el rincón al que nos habían llevado a
golpes; mamá me abrazaba con todas las fuerzas, yo le
sentía el miedo, que no te lleven, que no nos separen,
y me trataba de calmar. Me explicaba que había días
tristes y otros mejores, que no me preocupara, que de
allí saldríamos y estaría todo bien, pero algo en su voz
me decía que no era cierto. No es que yo no le creyera
a mamá, no, yo siempre pensé que ella me decía la ver-
dad, sino que no la sentía tan convencida, y ese olor y
esos gritos que se escuchaban, y ella se contorsionaba,

349
como que quería que yo no oyera, no pensara y yo me
quería dormir en sus brazos para no sentir más, para
dejar este mundo por un rato, pero su corazón me des-
pertaba, y entonces me abrazaba más fuerte. Pensaba
en las noches con papá, en sus caricias, y seguro que ella
también lo recordaba, y me tapaba los oídos, para que
no me enterara, y yo entonces contaba ovejitas a ver si
me dormía, o mejor lobitos, como decía el abuelo, para
que no nos creyéramos que hay buenos y malos, y mamá
temblaba, y un hombre entró al cuarto: “Ya casi venimos,
vete alistando, puta guerrillera, para que nos digas todo
lo que sabes”. Y ella más me apretaba, y yo lloraba, pero
mamá decía que no fuera a gritar, que si les dábamos
gusto más daño nos hacían, pero ella seguro se sentía
mal de decirle eso a una niña porque después me decía
que me quedara tranquila, que no me preocupara, que
llorara si lo necesitaba. Seguro tenía miedo de lo que
yo dijera, pero la verdad es que no tenía información
muy pertinente, y por eso no importaba, pero ella me
apretaba contra su cuerpo, más que nunca, y yo seguía
tratando de irme de este mundo, y fue pasando el tiempo.
Quién sabe en qué andarían esos hombres horribles y yo
me quedé dormida y soñé tantas cosas a la vez, tantos
recuerdos y funestas realidades y desperté llorando y
mamá lloraba sobre mi cuerpo, y se hablaba a sí misma:
“Debes ser fuerte, no te debes dejar, hay que proteger a los
compañeros y compañeras, no puedes caer, no hables”,
y yo trataba de entender y le preguntaba: “Mamá, ¿qué
dices?” y ella me decía que cantáramos, y empezamos
a cantar las canciones republicanas que nos sabíamos
y yo me iba tranquilizando. Es que las niñas somos así:
un poco del amor verdadero y nos relajamos, pero el
monstruo estaba muy cerca y tarde o temprano entraría.
Y claro, así fue: llegaron como cinco y encendieron unas
luces superpotentes y nos arrojaron sobre una silla, y le

350
dijeron que pensara bien lo que iba a hacer, que fuera
alistando los números y los nombres pues los tenía que
llevar hasta sus jefes y yo no entendía nada, hasta que
mencionaron a papá y yo los miraba aterrorizada, y
papá dónde estaba, pensaba yo y no decían nada de eso,
sólo que no perdiera el tiempo protegiendo muertos le
decían, pero ella no les creía y se mantenía en silencio
y me apretaba más duro que antes, como si supiera que
me iban a llevar, que me separarían de su cuerpo.

Irene… siembra recuerdos al viento, viaja en tu voz,


no te detengas, sí, tu vida son los recuerdos, las memo-
rias que ahora sanan tus heridas, sigue contando que
sólo de eso puedes vivir, deja que vuelen tus historias,
deja que tu vida sea la película de tus noches y verás así
el colapso de la desazón, deja que tu infierno se llene
de momentos de felicidad, de experiencia, de encanto;
deja que los aromas que alguna vez te hicieron sentir
plena regresen, ya habrá tiempo para volver al futuro,
para hacerte libre de la memoria, de esta catarata que
te consume.

Daniel quería saber más; venía lleno de preguntas,


y nosotras no sabíamos qué decirle. Me senté al otro
lado del sofá en que estaban Camila y él, en el suelo,
arrodillado entre nosotras. Nos pedía respuestas que no
podíamos dar. Entonces se fue tornando en la víctima de
estas dos mujeres fatales que lo habíamos abandonado y
nos decía, cada vez con más llanto, con más gritos, que lo
habíamos dejado, que nuestro amor por él era tan insig-
nificante que habíamos sido capaces de tramar algo así,
que seguro ni amantes éramos, que todo era un montaje
para vengarnos de él, cómo habría sido la cantidad de
cosas que nos contábamos sobre él, y lloraba y se des-
hacía en su tormento y quizás Camila intuyó que tarde

351
o temprano la víctima se erguiría en victimario como
para lograr lo imposible. Para que no nos hiciera daño,
decidió decirle que no era así, que nosotras no sabíamos
nada hasta esta tarde, que nunca habíamos pensado
hacerle daño, que queríamos vivir nuestra vida y que
eso era todo. Pero él no podía entender: el abandono lo
había carcomido, y además empezó a decirnos que desde
hacía como un mes nos estaba siguiendo y sabía muy
bien cada uno de nuestros pasos, que nos había visto,
que se sentaba frente al edificio a mirar las luces de esta
casa cómo prendían y apagaban, y se imaginaba cada
uno de nuestros actos y sufría en esta soledad innom-
brable que estaba viviendo. Y habló de tantas cosas, de
las drogas que consumía para olvidarnos, de las mujeres
que buscaba en las calles para sacarnos de su memoria
y se le veía la angustia en el rostro, el desasosiego que
estaba sufriendo, y cómo había tratado de sobrevivir a
las noches sucesivas en que nos sabía lejos de él, sin
entender cómo podíamos estar juntas, cómo podía ser
que estuviéramos en la misma casa, pues pasó una noche
entera y luego otra, y nunca salió Camila y entonces se
imaginó, y sus pulmones morían de ahogo y cada vez
tenía menos fuerza para vivir y se quedaba en las calles
noches enteras y hacía una música de muertos y nada
servía. Se sentó en el piano y nos tocó las músicas más
fúnebres, más atormentadas que le habíamos oído, y yo,
que llevaba toda la vida escuchando su música, supe
lo que estaba viviendo, el infierno en que deambulaba
y no supe cómo decirle que me había ido por su bien,
pensando en que ahora sí podría estar con la mujer que
lo sabía querer. ¿Cómo me imaginaba que era esa mujer
con la que él vivía?, pues debía ser parecida a mi Camila
y esa sí que sabía querer; con ella sí que uno sentía la
seguridad que no se sentía con nadie más. Cómo decirle,
y que me creyera, que yo no le quería quitar su mujer (sí,

352
en realidad un poco sí se la quería quitar, pues admito
que me enamoré de Camila como si me enamorara de
la mujer de Daniel y mierda, sí lo era), pero yo no quería
hacerle daño y sí, porque los seres humanos somos así,
terribles, contradictorios, si no podía tenerlo pues que
tuviera un poco de gozo y mucho de tristeza, y ojalá que
pasara sus días sintiendo que me había perdido y que
había perdido lo más importante, pero así no sería y me
dejaría a mí con vida, mientras que nuestra Camila se
iría para siempre. Y en esa oscuridad del apartamento,
no había luces encendidas; escuchamos, entre sollozos,
esa música que nos había compuesto y no encontrába-
mos el lugar ni la forma de decirnos, uno a uno a uno:
“Lo siento, éste no era el final que esperábamos, pero
ahí estábamos y no teníamos salida”. Nada nos quedaba
en la vida más que asumir ese abatimiento.

Sí, supongo que Camila estaría sintiendo el mismo


miedo que yo, la misma congoja, y le pasarían por la
mente las mismas películas, y claro, ya no quedaba fu-
turo posible, Daniel estaba destruido y nosotras con él y
nuestra relación, en cuestión de un segundo, había caído
en el campo de los imposibles, si es que nos quedaba la
posibilidad de estar vivas, si es que el aliento nos duraba
horas o días, y ahora yo me siento acá, en este mundo,
quedándome, recuperada de tanto agujero negro, de
tanto vacío y sé que la vida me espera y me pregunto
qué vida. Y seguro que Camila pensaba en todo lo que
yo le había contado de mi amante, cómo yo pensaba en
su marido y unía historias y mi propia historia de amor
con Daniel se hacía trizas en minutos, y escuchábamos la
música y seguíamos pensando en todo eso; seguro a ella
también le pasaba, recomponía imágenes y sensaciones,
historias de otros días que nos alejaban más cada vez y

353
acaso había una salida posible, un camino fuera de esta
malaventura desproporcionada.

Cuando dejó de tocar el piano, la escena se hizo


más oscura, más incomprensible. Sacó una pastillas y
un revólver, y eran de las mismas que yo uso para dor-
mir, y nos obligó, a cada uno de los tres a ir tomando
pastillas, no sé cuántas, pero no fueron suficientes para
matarme a mí, aunque dizque Camila tomó muchas más
y no sé cuándo, porque las pastillas del baño quedaron
acabadas y no sé en qué momento, porque también
nos obligó a tomar trago hasta hartarnos y luego decía:
“Las quiero ver, sus cuerpos, míos hasta la muerte, los
quiero ver en acción”. Nosotras le decíamos que estaba
loco y más nos amenazaba y decía que no gritáramos,
que tenía las balas suficientes para que no saliéramos
con vida de esta noche, que a estas alturas, cuando ya
había dejado el llanto y su posición de víctima, él parecía
estar disfrutando. Entonces empezó el horror, porque no
sólo tendría que ver cómo Camila se iba durmiendo, y
yo sabía que las pastillas que nos habíamos tomado la
podrían matar a ella o a mí. Quién sabe qué pasaría y
la podría perder para siempre, y ese letargo que nos iba
cogiendo, pero sí, no sólo ver eso sino tener que vivir su
cuerpo, ese cuerpo amado entre ese colapso del afecto,
como si tocáramos hielos, o carbones ardientes que nada
tienen que ver con el ser amado, y Daniel metiendo las
manos por ahí y yo con ganas de vomitar y me daba
miedo hacerlo, por Camila, por mí, pero era espantoso,
y entonces la noche se fue llenando de vacíos, algunos
que ni ahora puedo recomponer, y recuerdo esos besos
con revólver en la cabeza, y unas manos que me toca-
ban sin ganas; el llanto silencioso que nos corría por
la cara. Recuerdo las lágrimas de Camila rodar por mi
piel y a Daniel gritando: “No jodan, háganle”, y nosotras

354
intentando fingir el placer que nunca podríamos volver
a sentir. Era como ver la tierra partirse en tajos, como
conocer por un instante la absoluta perdición, y la vida
se nos iba yendo en esos instantes, y no puedo entender
qué buscaba Daniel, qué absurdo deseo lo llevó tan
lejos, pero recuerdo pequeños reflejos de su mirada,
de esos ojos que tanto había amado, hundiéndose en
las tinieblas, dejando también este mundo. Y no po-
díamos detenernos, con el revólver y con una que otra
patadita nos iba moviendo: “Quiero más, más de lo que
me quitaron”, y en voz alta contaba lo que cada una de
nosotras le había hecho en otras noches de pasión, decía,
y nos pedía que pensáramos que la otra era él, y seguía
hablando, imparable, y nosotras entrando en las peores
náuseas y cayendo profundo en esa pantomima que los
somníferos empezarían a detener. Y creo recordar que se
metió en la cama y trató de ser parte de ese juego, pero
pronto se echó a llorar porque ya no nos sentía, o mejor
dicho nosotras ya no lo queríamos y entonces Camila se
fue yendo y él se volcó sobre ella a golpearla, a pedirle
que no lo dejara, que su vida sin ella no tenía sentido. Yo
pensaba lo mismo y me moría por abrazarla y no dejarla
ir, llevarla a algún lugar para que me la salvaran, pero es
que uno protege la vida propia por instinto y yo temía que
Daniel me diera un tiro, y me quedé inmóvil, viendo mi
ruina, entrando precipitadamente en mi agujero negro,
mientras se ensañaba conmigo, y poco a poco sacaba
toda su rabia: nada de amor le quedó para mí. Yo era
su enemiga, el ser que más lo había hecho sufrir y me
golpeaba y me ponía ese instrumento frío en la sien y me
decía que esto era lo que yo quería, verlo así, acabado,
tantos años que me había demorado, pero finalmente
lo había logrado. Y yo seguía mi llanto, mi abandono,
mi partida, y él me seguía cobrando sus rabias y me fue
repitiendo todas las veces que lo había dejado y todo

355
lo que había hecho, y cada recuerdo que le venía a la
mente le daba un aire más siniestro. Sí, para mí quedó
el odio, tanto que decidió, a última hora, dejarme viva,
bueno, no sabíamos qué pasaría con las pastillas, pero
no me pegó el balazo que tanto pronosticó mientras me
hablaba, mientras me recordaba su sufrimiento y, para
no escucharlo, le fui contando con mi mente cada día,
cada hora que pasé pensándolo. Traje a mi mente, en
esos instantes en que pensé que la muerte me llegaba,
porque también yo me iba yendo, pensé en todo mi
amor por él y el amor sanador de Camila, mejor dicho,
esa forma reparadora de amar que había aprendido
con ella y me fui hundiendo en el letargo, sintiendo el
latido profundo de mi corazón que estaba siendo capaz
de soportar las peores injurias, el peor desamor, las más
dolorosas pérdidas. Y dejé de vivir en esta tierra, después
de esa larga noche en que la vida me deparó conocer
en pleno lo más confuso, irracional e impresionante del
alma humana.

Pensé que mis ojos no se cerrarían nunca más. Pri-


mero fue el horror de sentir cómo me desprendían de
ella, larva adherida a un cuerpo nulo, porque la fuerza de
ellos acababa con la de mamá, yo que la creía tan fuerte,
y me arrancaron, como lo veníamos presintiendo y yo
sentía que el mundo se acababa, que cada pedacito de
mi cuerpo como una ventosa se desprendía de su lugar,
de su propia piel y me dejaban inerme. Mi llanto fue tan
penetrante, tan abarcador, que a veces me imagino que
esos hombres horribles pasarán sus noches sufriendo de
culpas por ese dolor inmenso que causaban y los ojos de
mamá se quedaban en el más allá de su tristeza y gritaba
también pero yo ya no oía, porque mi llanto lo llenaba
todo. Era lo único que me salvaba del despellejamiento,
de la amargura y me sentaron, cerdos, en una esquina

356
y me obligaban a mirar, mejor dicho la obligaban a ella
a mirarme para asegurarse de que mis ojos brillaban
de angustia mientras la acababan a palos y le gritaban,
pero sí, yo ya estaba entrando en el vacío, ya me costaba
entender y escuchar. Los ojos ni parpadeaban, y esos gol-
pes, esas torturas se quedarían para siempre grabadas en
mi piel, esa piel de la memoria más insondable, esa que
perdería en mi conciencia y que me perseguiría en mis
días de silencio hasta dejarme hundida, años después,
en las tinieblas de que ahora voy saliendo. Y siento otra
vez el despegarse, la larva que se suelta del cuerpo ama-
do, y viene a mi mente el instante final, fatídico, en que
un hombre grande con bigotes y con uniforme militar
entró, me tomó en sus brazos y me llevó para siempre
del canto de mi mamá, y me dejó vaciada de amor, de
ternura y sólo hasta que volví a dormir en la cama de
los nuevos papás pude volver a sentir que respiraba, que
el aire regresaba, que mi cuerpo restituía, con creces, la
piel que me había sido robada.

Ahora sólo me resta deambular por este cúmulo de


recuerdos, por esta borrasca de memorias que se apilan
en mi mente segundo a segundo. Y me pregunto: ¿hasta
cuándo tendré que vivir de las memorias, de mi madre
ida, de papá desaparecido, de Camila muerta? ¿Hasta
cuándo mis días transcurrirán en esta ardua tarea de
entender su ausencia, este trabajo lento de dolerme
de ellos, mejor dicho, de dolerme de mí, de mis más
profundas desgarraduras, ahora que no queda cuerpo
para prenderme, ni ser en que albergarme? Sé que los
otros papás y los abuelos recuperados y las familias se-
rán quizás un consuelo, pero mi vida estará sembrada
en las remembranzas de estos largos agujeros míos,
hondos pozos donde he naufragado hasta ahogarme,
sin la suerte de haber muerto en el intento. ¿Cuándo

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habrá futuro y sueños de ser, de llegar, cuándo volveré
a construir un camino deseado, ahora que todo se ha
vaciado? Sólo mi mente y sus recuerdos existen y yo en
ellos, rehaciendo una mujer, Luisa —Irene, un ser que
pueda vivir las lentas minuciosidades de la cotidianidad
que hoy aparecen ante mis ojos como una tolvanera en
el horizonte—. ¿Dónde estará el oasis, el remanso de
mi vida? ¿Acaso sólo el recuerdo de haber amado con
entrega a Camila me dará la fuerza para continuar en
esta faena acuciosa de seguir entendiendo lo inhumano
de lo humano, las más álgidas vilezas de ese extraño
material del que estamos hechos?

Vuela Irene, canta, deja que el viento te ayude y


alza tus alas que has tejido de memorias, de rostros
perdidos y recuperados, respira profundo, avanza, ya
sólo te resta tomar la maleta, salir de esta habitación
sin vista, y emprender el viaje a lo inesperado. Eso es la
vida, Irene: torbellinos, abismos, pequeños meandros
que de a poco nos conducen a la muerte.

Madrid, marzo de 2002

Bogotá, enero de 2009

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Puentes, errancias, exilios. Volverse otro. Lugares
de cruce o desencuentro literario. ¿Qué hay más allá de
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