El Imaginario
El Imaginario
El Imaginario
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Índice
Página
INTRODUCCIÓN 3
I. DE LA IMAGEN AL IMAGINARIO 9
II. METODOLOGÍAS TRADICIONALES PARA EL ESTUDIO DEL IMAGINARIO:
LA PERSPECTIVA ANTROPOLÓGICA Y LA PSICOLOGÍA
2.1. La antropología anterior a C. Lévi-Strauss y su influencia en la psicología
2.2. La antropología de Claude Lévi-Strauss y la teoría de las religiones de Mircea Eliade
2.3. Gilbert Durand: clasificación y método de análisis de las formas simbólicas
III. EL IMAGINARIO: ÁMBITO Y MÉTODO DE ESTUDIO
3.1. Del estructuralismo a la teoría cognitiva: simbolismo y neurociencia
3.2. Una reformulación de los estudios sobre el imaginario
IV. IMAGINARIO Y LITERATURA COMPARADA
4.1. El mito literario: definición y trayectoria del concepto
4.2. Poligénesis y paralelismo
4.3. Mito, intertextualidad y reescritura
4.4. Mito, imagen y literatura comparada
4.5. Literatura y otras artes: los motivos simbólicos
V. LA PRÁCTICA CRÍTICA
5.1. Rito, mito y literatura en Grecia
5.1.1. Mito, sacrificio y ritual en Grecia
5.1.2. Los cultos agrarios
5.1.3. Los ritos funerarios y el culto a los héroes y a los antepasados
5.1.4. Del mito a la literatura
5.1.5. Mito, ritual y literatura: una perspectiva histórica
5.2. San Jorge y el dragón
5.2.1. San Jorge y el imaginario cristiano: una épica de la lucha contra el pecado
5.2.2. El mundo clásico y antiguo: de las fundaciones al caos primordial
5.2.3. De serpientes y dragones: la reescritura de un mito
BIBLIOGRAFÍA
2
INTRODUCCIÓN
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Bien es cierto que, sea en la perspectiva de la mitocrítica iniciada por Gilbert Durand, sea en la poética
del imaginario de Jean Burgos, este tipo de propuestas ha quedado fuera de muchos manuales de teoría o
de crítica de la literatura (v.gr. Fokkema e Ibsch, 1978. Viñas Piquer, 2002), si bien ocupa un lugar
destacado en la Teoría de la Literatura de Antonio García Berrio (1989: 427-571), introductor de estos
trabajos en España en su estudio sobre la poesía de Jorge Guillén (1985). Por su parte, Raman Selden deja
la mitocrítica (en la vertiente angloamericana) fuera de su manual de Teoría de la Literatura, indicando:
"He dejado al margen, por ejemplo, la crítica de mitos ‒que posee una larga y variada tradición, con
trabajos de escritores tan importantes como Gilbert Murray, James Frazer, Maud Bodkin, Carl Jung y
Northrop Frye‒, ya que, a mi entender, no se ha introducido en la corriente principal de la cultura
académica o popular y no ha puesto en cuestión las ideas recibidas con la misma fuerza con que lo han
hecho las teorías que examinamos aquí" (Selden, 1985: 11).
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momento en que voy a emplear, además, algunas de las aportaciones de las
neurociencias para formular un marco de naturaleza cognitiva que permita explicar,
desde una perspectiva teórica, determinados fenómenos que configuran los imaginarios;
o se deba explicar a partir de la genética la relación entre formas simbólicas muy
alejadas geográficamente entre sí, en virtud de movimientos migratorios, o incluso
nuestra propia capacidad de comunicarnos mediante ellas. Asimismo, este método ha de
mostrar la función de un mito o de una forma simbólica concreta en el contexto de una
cultura determinada en un momento histórico dado, lo que ha de permitir desarrollar
también una perspectiva histórico-genealógica que ofrezca su evolución, mostrando su
duración en el tiempo y su posible adaptación a cada nuevo contexto cultural, superando
de este modo la perspectiva sincrónica asumida, entre otros, por Lévi-Strauss y Gilbert
Durand, pero que ‒en el contexto de los estudios sobre el imaginario‒ se ha reorientado
hacia una perspectiva diacrónica (Thomas, 2003: 272; 2011: 31-32). Ello conlleva que
este trabajo participe de algunos de los condicionantes teóricos y críticos del Nuevo
Historicismo anglosajón (v.gr. los estudios de Stephen Greenblatt sobre el
Renacimiento inglés), lo que redunda en la idea de unos estudios centrados en una
vertiente histórica y cultural, en la que los productos literarios, iconográficos o
musicales deben integrarse, para que podamos dar cuenta (lo más fielmente posible)
tanto de sus orígenes como de su adecuada interpretación. Esta conexión entre lo
estrictamente literario con lo antropológico e histórico ha venido ganando terreno en los
últimos años a otras propuestas críticas, hasta el punto que una de las bases más sólidas
de los estudios literarios se encuentra en la adscripción cultural de los textos, de la
naturaleza que sean, donde los imaginarios desempeñan un papel primordial. Como
señala Remo Ceserani:
Ni una sola de las sociedades que conocemos históricamente ha querido o sabido prescindir
jamás de una amplia producción y consumo, bajo muy distintas formas, de textos
destinados a constituir o incrementar su imaginario. Esto es cierto hasta para las antiguas y
primitivas: los hombres que vivían en las cavernas, aun teniendo que trabajar duramente y
durante muchas horas para asegurarse su subsistencia y defenderse de sus enemigos y de la
intemperie, encontraban tiempo para representar su vida, sus alegrías y angustias, en un
relato, un canto o una danza, para dibujarse a sí mismos sobre las paredes de las cavernas, o
bien para pintar sus actividades o sus proyecciones simbólicas y fantásticas, con
representaciones que en ocasiones se nos antojan extremadamente elaboradas,
asombrosamente coherentes y eficaces, e increíblemente modernas. A través de estos textos
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se autoorganiza y autorrepresenta desde siempre el imaginario antropológico y cultural de
las sociedades humanas, con la creación de modelos e imágenes del mundo que, mediante
la retórica de la argumentación y de la persuasión, se van extendiendo en los diferentes
estratos que componen los grupos sociales. El espacio habitado por el imaginario es vital y
esencial: por medio de él se forman las culturas, se produce el encuentro con otras culturas,
las absorben, buscan conquistarlas, o bien se contraponen y fijan su propia identidad
trazando fronteras provisionales o permanentes. El hombre, ha dicho el filósofo alemán
Ernst Cassirer, es "un animal simbólico". (Ceserani, 2003: 25)
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nunca ha sido fundamentado de manera suficiente para ser considerado como válido por
ninguna de las ciencias anteriormente enumeradas.
De este modo, quisiera delimitar aquí nuestro campo de trabajo, dejando al
margen –por una parte– esas teorías sobre la creación literaria, insertas en los trabajos
sobre el imaginario, que parten básicamente de la psicocrítica tradicional (Freud, Jung,
Lacan...); y –por otra– tanto la relación entre símbolo y mito, y su reflejo en los medios
de masas, propuesta por Roland Barthes en sus Mitologías (1957), como la planteada
por la poética del sujeto o crítica temática (basada en la psicocrítica y los escritos de
Sartre sobre la imaginación y lo imaginario [Sartre, 1936 y 1940]), al defender una
lectura individual e intransferible que evita una metodología interpretativa que nos
aporte un mínimo principio de certeza sobre la validez de sus resultados (Mannoni,
1969: 242-262. Cryle, 1985. Chelebourg, 2000: 98 y ss.), al basarse únicamente en un
irracionalismo interpretativo cuya conclusión suele ser el sofisma o una
descontextualización tal que el resultado poco o nada tiene que ver con el objeto de
estudio. Las bases teóricas tradicionales procedentes de la psicología (Freud, Jung...),
serán sustituidas por otras tomadas de la teoría cognitiva, para evitar los aspectos más
discutibles de sus resultados y para buscar un engarce suficientemente justificado desde
el punto de vista de las neurociencias y de la lingüística.
En lo referente a la cuestión concreta de los imaginarios, mi propuesta va en una
dirección distinta. Mi intención es la de ofrecer los instrumentos metodológicos
necesarios, tras una revisión de las diferentes propuestas teóricas, que permitan el
estudio fundamentado de los imaginarios y de la continuidad histórica de sus
componentes, centrándome en el estudio de los textos literarios, así como su relación
con otras formas simbólicas. Para ello, partimos del carácter comunicativo de las formas
simbólicas, donde las significaciones se superponen (de lo literal al sentido figurado que
se desea transmitir), deshaciendo las posibles ambigüedades creadas a través de una
presuposición pragmática entre emisor y receptor, quienes poseen las claves
interpretativas para una correcta interpretación.
En segundo lugar, quisiera problematizar aquí los métodos empleados en la
mitocrítica (como planteamiento sustancial de análisis de las formas simbólicas),
considerando con algo de detenimiento sus componentes tomados de la antropología
cultural y de la psicología. Asimismo, quisiera fijar la definición del 'mito literario' y su
relación con los mitos de naturaleza antropológica. Y, finalmente, mi pretensión es
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ofrecer un método de interpretación de los textos simbólicos menos abierto a la
especulación subjetiva. No se trata de matizar los postulados teórico-críticos de quienes
se han ocupado de este campo de estudio ‒sobre todo‒ en el último siglo y medio, sino,
tras analizar de manera sucinta, aunque suficiente, sus propuestas, establecer una nueva
epistemología para el estudio de mitos y formas simbólicas.
Por tanto, propongo un método interdisciplinar que establezca los nexos entre
diferentes ámbitos del conocimiento, para delimitar la configuración de los imaginarios
y su relación con las sociedades a las que pertenecen, comenzando por la definición de
los tres conceptos básicos que han de servir de punto de partida (‘imagen’, ‘símbolo’ e
‘imaginario’), con el fin de ir afianzando, en los pasos posteriores, los instrumentos de
análisis que permitan alcanzar ese pretendido carácter científico que aporte unas
interpretaciones válidas y bien contextualizadas en cada imaginario, puesto que
partimos de la relevancia de esas formas y mitos en el contexto social (con una función
determinada en él, por lo que su duración dependerá de su relevancia), asumida como
fundamental desde la perspectiva interpretativa, como forma de comunicación de unos
contenidos socialmente significativos:
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I. DE LA IMAGEN AL IMAGINARIO
Para merecer el título de imagen literaria, se precisa un mérito de originalidad. Una imagen
literaria es un sentido en estado naciente: la palabra –la vieja palabra– viene a recibir allí un
significado nuevo. Pero esto no basta: la imagen literaria debe enriquecerse con un
onirismo nuevo. Significar otra cosa y hacer soñar de otro modo, tal es la doble función de
la imagen literaria. (Bachelard, 1943: 306)
2
“L’idea di immagine, la realtà che la alimenta e che l’immagine stessa a sua volta alimenta riffletendola,
replicandola o deformandola, rimandano a numerose e dispare trattazioni, succedutesi nel corso del
tempo. Famiglie di immagini –iconiche, verbali, inconsce– alimentano immaginari nel quali la
componente scopica si affianca a quella linguistica e a quella mentale fino a definire uno spazio
privilegiato per la lettura e l’interpretazione della realtà che ci circonda e che sempre più si manifesta per
immagini” (Proietti, 2008: 37).
3
Así, Cornelio Castoriadis centra en la capacidad inventiva del ser humano una de sus principales
potencialidades, fundamentada en la imaginación, que puede actuar partiendo de cosas creadas, pero
también de lo no creado previamente, lo que supone un planteamiento radical en el contexto del
imaginario (Castoriadis, 1991). No obstante, Luc Benoist considera que en la creación de formas
simbólicas siempre se parte de referentes reales, mediante procedimientos de analogía (Benoist, 1975).
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imágenes mentales en secuencias léxicas (Burgos, 1982: 139-174; y 1998: 13-38). Esta
creación individual se nutre, además, del imaginario colectivo, puesto que se puede
establecer una conexión entre la creación de formas simbólicas a nivel social y cultural
y la creación individual de símbolos, partiendo de las capacidades simbólicas de nuestro
lenguaje, manifestadas en los usos de los tropos (Arduini, 2000: 131-157), no solo
procedente de la elocución retórica, sino en los empleos de la metonimia o la metáfora y
sus variedades en el lenguaje cotidiano, de tal manera que lenguaje, imaginario
colectivo e imaginario individual forman las bases de la creatividad literaria, incluso a
partir de la reescritura (Bodkin, 1934. Cazier, 1994). Es en este trayecto de lo individual
a lo colectivo en donde Carl Gustav Jung estableció una dualidad de los símbolos:
naturales, o procedentes del subconsciente individual, y culturales, los compartidos por
una comunidad, y que pertenecerían al subconsciente colectivo (Jung, 1964: 89-90).
Por otra parte, esta creatividad responde a una función simbólica universal, tal
como la formuló Ernst Cassirer desde el neokantismo, fruto del lenguaje y una de cuyas
consecuencias es el arte como actividad individual que redunda en lo comunitario,
relacionado originariamente con la actividad mítico-religiosa (Cassirer, 1923: 143-144;
y 1925: 220).
Ahora bien: hemos trazado el concepto de imagen y de imaginario individual en
el contexto de la creatividad, aunque con unas conexiones inherentes respecto del
imaginario social y cultural de un lugar y una época determinados. Llegados a este
punto, creo llegado el momento de establecer la definición tanto de 'imagen' como de
'imaginario', puesto que en torno a ellos va a girar el resto de este trabajo.
IMAGEN
10
Es que la imagen –como descubrieron trabajosamente los “Asociacionistas”– tiene muchos
otros modos de relación más allá del concepto: a las cuatro causas de Aristóteles le añade
toda la paleta de las sincronicidades, de las relaciones espaciales, de las relaciones por las
“apariencias” múltiples del color, de la forma, de la asonancia… Es lo que significa esta
lógica específica de la imagen. (Durand, 1969: 23)
Pero, además, esas imágenes remiten a una serie de imágenes primordiales que
se han ido rehaciendo y adaptando a diferentes realidades histórico culturales (ese
11
carácter dinámico del imaginario que aparece ya formulado por Joël Thomas [2003:
273]). Por ello, en las renovadas propuestas metodologías del imaginario se abre el
abanico de posibilidades de análisis a la perspectiva histórica (del mito clásico o la
Biblia hasta la actualidad), proporcionando así una interpretación a partir de la función
que las formas simbólicas desempeñan en un lugar y un momento dados, lo que se
repite en esas Questions de Mythocritique, obra colectiva de 2005, propuesta desde el
Centre de Recherche sur l’Imaginaire, y en la que se continúa subrayando el peso de la
psicocrítica, sobre todo la jungiana (Chauvin, Siganos y Walter, 2005).
Ahora bien, como señala Jean-Jacques Wunenburger, el imaginario ilustra una
realidad, estando conformado a partir de una realidad concreta o una idea: “El
imaginario implica una emancipación con relación a una determinación literal, la
invención de un contenido nuevo, desplazado, que introduce la dimensión simbólica”
(Wunenburger, 2003: 9). Por ello, la dimensión antropológica de las formas simbólicas
adquiere aquí una importancia capital, máxime si se trata del estudio del mito:
Enunciado en otros términos, también podríamos decir que en este caso el mito forma parte
[…] de un sistema global de representaciones que es lo que lo hace inteligible y dentro del
cual debemos situarnos si pretendemos acceder a esa inteligibilidad. (Bermejo Barrera y
Díez Platas, 2002: 64)
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II. METODOLOGÍAS TRADICIONALES PARA EL ESTUDIO DEL
IMAGINARIO: LA PERSPECTIVA ANTROPOLÓGICA Y LA PSICOLOGÍA
El mito es, por tanto, una respuesta irracional ante el mundo que rodea a ese
hombre primitivo, superado por acontecimientos cotidianos convertidos en materia
trascendente, que requiere una explicación; esta respuesta pasa a la comunidad, a su
aparato simbólico compartido. Ribot considera dos posibilidades de estudio del mito: la
etimológica, genealogista o lingüística (representada por Max Müller), cuya tarea
consiste en traducir los mitos en función de una conversión de los conceptos simbólicos
en cosas (nomina numina), por lo que se trataría de metáforas o alegorías representadas
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gráficamente por el mito; la segunda posibilidad de estudio sería la etno-psicologista,
que pretende remontarse al origen psicológico del mito para explicar su representación
antropológica (Ribot, 1900: 100-103), de tal manera que (al igual que en Jung) la
consideración del mito consiste en una construcción colectiva, que acaba por
desembocar en Les formes élémentaires de la vie religieuse de Émile Durkheim.
Otra posibilidad teórica para establecer el origen de los mitos la plantea Carl
Gustav Jung. Para el psicólogo suizo, el concepto de mito estaría unido al de
insconsciente colectivo, formando parte del aparato simbólico de una comunidad, desde
el momento en que respondería a un aparato psicológico compartido, a una estructura
mental y una visión del mundo común, para lo cual sigue a Lucien Lévi-Bruhl. Pero,
para Jung, el concepto de arquetipo parte de la individualidad, por cuanto es una
proyección de los temores, experiencias profundas o pulsiones reprimidas en el
subconsciente, si bien, en la mentalidad primitiva, supondría, además, una
manifestación de un estado psíquico, generador de mitos. De ahí que en su obra
Arquetipos e inconsciente colectivo (1954) nos diga en torno a los arquetipos que
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individuos y sociedades, por tratarse de “posibilidades heredadas de representaciones”
(Jung, 1954: 63-64), es decir, de proyectar de manera simbólica una serie de elementos
consustanciales a la naturaleza humana (nacimiento, muerte, héroe…) y que aparecen
ligados no solo al subconsciente individual, sino al colectivo, lo que –en última
instancia– generaría imágenes que se integrarían en ese imaginario colectivo, por estar
relacionadas con el conjunto de los individuos.
Ahora bien, es cierto que, al proyectar los arquetipos esas cuestiones
profundamente humanas, se permite una rápida identificación de esas formas simbólicas
creadas por la individualidad, por parte de la colectividad, pero no nos explica su
integración en un subconsciente colectivo, si no es al convertirse en parte de las
convenciones sociales (tras un proceso de formación, que faculte a cada individuo a
identificarlas e interpretarlas correctamente), y que –en el caso de los mitos– requiere,
además, de un componente mágico-religioso, externo a la psique, que sirva como
solución o explicación ante determinadas cuestiones vitales para el ser humano (del
nacimiento humano y de las cosechas, hasta la existencia de una trascendencia tras la
muerte), y no de manera pre-lógica (Lévy-Bruhl, Jung), sino, en todo caso, por analogía,
al ser estos procedimientos (metáfora / metonimia) la base del conocimiento humano,
como veremos más adelante, de acuerdo con los postulados de Lakoff y Johnson,
Langacker, Fauconier y otros.
He dejado para el final de este epígrafe la interpretación de los mitos desde el
psicoanálisis (Freud / Lacan), ya descartada en los trabajos más recientes sobre el
imaginario, al basarse en gran medida en una práctica aplicada o bien sobre cuestiones
psicológicas intuidas en el escritor a través de su obra (e incluso relacionadas con lo
biográfico), o bien directamente sobre el psicoanálisis de personajes literarios o mitos
(incluso de origen antropológico), pudiendo obtener unas conclusiones bastante
aberrantes. Así, asegura Joël Thomas al referir la interpretación del mito de Medusa por
Freud6:
Pero el doctor Freud parece no haber tenido cura de estas consideraciones antropológicas.
Se ha interesado en el personaje de Medusa, y le ha reservado incluso una suerte muy
particular en “La cabeza de Medusa”, donde nos confía su interpretación del mito. Pero es
6
Como es sabido, Sigmund Freud sigue la doctrina antropológica de Émile Durkheim en Totem y Tabú
(1913), donde interpreta desde el psicoanálisis el trabajo de Durkheim "La prohibition de l'inceste et ses
origines" (1897). "La cabeza de Medusa" es una interpretación del mito efectuada en 1922, aunque
publicada en 1940 (póstumamente).
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en un contexto en que él mismo se desacredita, por cuanto la interpretación es una
caricatura de las obsesiones sexuales del freudismo. Para él, el deseo de ver tiene siempre
por objeto el sexo y la diferencia sexual. Esto conduce a Freud, en su comentario, a insistir
más en la mirada del espectador que en la del monstruo: el espectador, ante ese rostro
rodeado de serpientes, encontraría el asombro del niño ante la vista de un sexo de mujer
(preferentemente el de la madre), rodeado de pelos, que sería entonces una forma de la
célebre vagina dentada. En cuanto a la petrificación, sería el equivalente a la erección que
entraña esta visión. Todo ello suscita la risa antes que el respeto. (Thomas, 2011: 7)
Existe una materia especial que condiciona el arte de la mitología: es la suma de elementos
antiguos, transmitidos por la tradición –mitologema sería el término griego más indicado
para designarlos–, que tratan de los dioses y los seres divinos, combates de héroes y
descensos a los infiernos, elementos contenidos en relatos conocidos y que, sin embargo, no
excluyen la continuación de otra creación más avanzada. La mitología es el movimiento de
esta materia algo firme y móvil al mismo tiempo, material pero no estático, sujeto a
transformaciones. (Jung y Kerényi, 1941: 17)
Por tanto, mito y rito, y mito y explicación del mundo, aparecen así ligados en
un posible principio (Lévi-Strauss, 1962: 324-325). La forma básica, en este sentido,
sería el símbolo, mientras que la forma más compleja correspondería al mito, que el
etnólogo francés relaciona con un contexto social dado, como explicación del mundo y
conectado a una lectura antropológica del ritual, como manifestación de las creencias de
una comunidad. El cambio respecto a sus predecesores (sobre todo Lévy-Bruhl)
consiste en buscar esa lógica interna que sustenta cada sistema mitológico, estudiado de
manera individualizada (aquí la influencia del método de Franz Boas se manifiesta con
claridad), aunque posteriormente se puedan trazar paralelismos con otros sistemas.
Como asegura Eleazar Meletinski:
Para Claude Lévi-Strauss el mito debe mantener una relación inherente con el
pensamiento mágico-religioso de una comunidad y, por tanto, con el rito, de tal modo
que el empleo del mito fuera de ese contexto sería una forma de degradarlo, por
ejemplo, al imitar su estructura o reutilizar sus materiales la literatura, una vez que el
mito ha perdido su funcionalidad social y/o trascendente.
En cuanto al origen de la estructura de las sociedades, que estudia en Las
estructuras elementales del parentesco (1949), considera, frente a Durkheim o al
antropólogo británico Reginald Radcliffe-Brown, para quienes el parentesco se
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establecía en torno a un ancestro común (lo que enlazaba con la estructura social en
clanes instituidos en torno al tótem), Lévi-Strauss asegura que el parentesco tiene que
ver más con la alianza entre las familias, al fijarse vínculos entre ellas a partir del
matrimonio, lo que permitió establecer una base del entramado social. Es aquí donde
cobra sentido la dicotomía formulada por el etnólogo francés en torno a lo crudo y lo
cocido, es decir, el paso de unas sociedades donde se consumen los alimentos sin
cocinar, puede que se practique el canibalismo y las sociedades sean endogámicas,
frente a una evolución que supone el consumo de alimentos cocinados, la prohibición
del canibalismo y la endogamia queda rota a través del matrimonio entre miembros de
familias distintas (Lévi-Strauss, 1964).
Volviendo a la Antropología estructural, Lévi-Strauss fija casi al final de este
trabajo teórico las conexiones entre las diversas ciencias relacionadas con la
antropología, para el desarrollo de los trabajos en ese ámbito científico,
correspondiendo las relaciones horizontales a la antropología cultural, las verticales a la
antropología social y las oblicuas a ambas (Lévi-Strauss, 1958: 370):
Resulta esencial, por tanto, un estudio contextualizado del mito, con las
necesarias reservas hacia las aportaciones que los estudios psicológicos puedan
ofrecernos. No obstante, Claude Lévi-Strauss plantea la cuestión de esa misma
contextualización en términos de oposición entre etnología e historia (frente a la
concepción de la historia formulada por Bronislaw Malinowski (entre otras, 1948)
desde el funcionalismo, buscando el necesario equilibrio entre ambos campos de
conocimiento, esenciales para el estudio de las sociedades (y, en ellas, de sus
componentes culturales). Su oposición está más bien motivada por la premisa
funcionalista que obliga a que “toda investigación etnológica debe resultar del estudio
minucioso de las sociedades concretas” (Lévi-Strauss, 1958: 59), evitando los datos
comparativos que permitan establecer relaciones entre dos o más sociedades.
Ciertamente, el método comparativo (por ejemplo en el terreno de los mitos etno-
21
religiosos y su conexión con las instituciones políticas, los ritos y la estructura social) se
presenta como un valioso instrumento, junto con el necesario estudio (diacrónico o
sincrónico) de la historia, los movimientos migratorios o las funciones que esos mitos
han desempeñado de acuerdo con la evolución de esas sociedades (con las variaciones
que han podido sufrir) o que desempeñan en un momento concreto. Estas formas
paralelas entre distintas sociedades, según Lévi-Strauss, presentan una traductibilidad
(Lévi-Strauss, 1958: 233) –tangible, por ejemplo, en los mitos–, al ofrecer mitemas
comunes entre los respectivos relatos. Pero esta traductibilidad será relativa, por cuanto
no existe una traductibilidad completa en los arquetipos clásicos y esos relatos, así
como entre las funciones desempeñadas por ellos. Dicho de otro modo: si seguimos este
principio de Lévi-Strauss, aceptaremos la traductibilidad de Venus (Roma), Maris
(Etruria), Deméter (Grecia), Potnia (Creta), Kubaba (la Anatolia hitita), Anat (Canaán),
Ištar (Babilonia), Inanna (Sumer) u Osiris (Egipto), como deidades de la fertilidad. Pero
Ištar es también diosa de la guerra, por ejemplo, mientras que otras deidades comparten
esa función en esos mismos territorios en otros momentos históricos, o (como en
Egipto) aparece claramente definido su papel en el relato mitológico. Por tanto, junto a
esta traductibilidad relativa (Kore tragada por la tierra, desposada con Hades y
portadora de la fertilidad, frente a la bajada a los infiernos de Inanna o a Hainuwele
enterrada viva para atraer la fertilidad, según un conocido mito de Ceram, Indonesia),
hallamos una universalidad de las funciones (fertilidad, sol, lluvia, cielo, vegetación,
mar, muerte, guerra…), que pueden ser ocupadas por actantes míticos diferentes a lo
largo de la diacronía histórica, en virtud de la evolución de los arquetipos mitológicos (y
sus correspondientes ritos) o por migraciones desde otros territorios o por conquistas
militares, como esa “Venus funeraria” introducida en Roma en época tardía y que
asumía una función tomada de la diosa fenicia Astarté, diosa de la fertilidad, pero
también de la muerte y la regeneración (Picard, 1939: 130-131). Ello determina y fija
aún más la función de los mitos en las sociedades7, su evolución y reformulación, e
incluso su desaparición o sustitución. Por tanto, el contexto histórico debe acoger
7
Recordemos aquí la trifuncionalidad de los arquetipos míticos de los indoeuropeos defendida por G.
Dumézil, y que perviviría en los pueblos originados por las distintas migraciones, lo que le permitió
establecer, por una parte, la estructura social básica de estos pueblos y, por otra, diferentes comparaciones
entre los diversos panteones (Dumézil, 1939, 1956, 1968-1973, 1974, 1977, 1992). Sobre las críticas a
Dumézil: García Quintela, 1999: 73 y ss.
22
también esa función del mito (García Gual, 1987: 116-117) si queremos que nuestra
interpretación se acerque a unos principios de certeza.
También Mircea Eliade considera que el mito y el rito mantienen una conexión
necesaria, pues ambos son una manifestación de lo divino, es decir, una hierofanía,
desde el momento que suponen la manifestación de un ser sobrenatural o unos seres
sobrenaturales. Para Eliade, el mito
9
Volumen I: (1976) De la edad de piedra a los misterios de Eleusis, Barcelona, Paidós, 2010; Volumen
II: (1978) De Gautama Buda al triunfo del cristianismo, Barcelona, Paidós, 2011; Volumen III: (1983)
De Mahoma a la era de las Reformas, Barcelona, Paidós, 2011; Volumen IV: (1980) Desde la época de
los descubrimientos hasta nuestros días, Madrid, Ediciones Cristiandad.
24
notable animadversión hacia mitos o ritos de origen semita o simplemente adscritos al
judaísmo. Es éste el aspecto trabajado por el antropólogo Daniel Dubuisson, tanto en el
segmento final de sus Mythologies du XXesiècle (1993) como, de manera monográfica,
en Impostures et pseudo-science. L’œuvre de Mircea Eliade (2005), donde analiza la
producción de este autor de origen rumano a la luz de los diarios de su amigo M.
Sebastian y de sus propios diarios personales (aparecidos en Francia póstumamente) y a
través de los cuales se demuestra una continuidad ideológica de Eliade desde los años
30’ hasta su muerte, en 1986 (Dubuisson, 1993: 197 y ss.; y 200510). Si ese segmento de
Mythologies du XXe siècle había despertado una cierta polémica y había provocado
apasionadas defensas de la obra de Eliade, como la efectuada por Camille Tarot, en Le
symbolique et le sacré, al intentar salvar parte de la teoría de Eliade sobre las religiones,
aún reconociendo sus contradicciones y esa impronta ideológica de corte fascista (Tarot,
2008: 317-344 y 483-514), el texto de 2005 de Dubuisson arrasaba con contundencia
los posibles argumentos en descargo del pensamiento eliadiano11. En primer lugar,
Dubuisson plantea un amplio segmento de la obra de Eliade (los textos sobre yoga y
misticismo) en relación con el pensamiento fascista, al que el autor rumano habría
intentado dotar de una cierta espiritualidad, de la que carecía por principio; el
antropólogo belga justifica su interpretación al analizar y leer en paralelo estos textos
con otros marcadamente ideológicos. Otro tanto sucede, en segundo lugar, al confrontar
los escritos de Eliade referentes a esa ontología primitiva y su desvelamiento en el
mito12, que, en el contexto de una terminología vacía de contenidos reales, acaba por
desembocar en una religiosidad de corte pagano (al hilo de la simbología nazi o
fascista), que se tiñe de antisemitismo, cuando considera que los profetas judíos
rechazaron una religiosidad mayoritaria que se basaba en la sacralidad de la vida y en
una armonía cósmica. De ahí que, para Dubuisson, el concepto de homo religiosus esté
cargado de neo-paganismo, de una ideología que buscaba un retorno a las raíces de lo
10
Este libro aparece recogido como addenda en la edición de 2008 de Mythologies du XXe siècle (págs.
271-323).
11
Todos los argumentos esgrimidos por Dubuisson son confirmados y aumentados en la reseña efectuada
por Michael Löwry (2005), donde se señala, por ejemplo, el paralelismo entre el método y las
conclusiones de los trabajos de Eliade y los del fascista italiano Julius Evola, cuyas obras había reseñado
con entusiasmo Eliade en los años 30’.
12
Como señala Véronique Gély con relación a la delimitación del mito en Lévi-Strauss y Mircea Eliade:
“Depuis une vingtaine d’années Marcel Detienne, Paul Veyne, Claude Calame parmi d’autres ne cessent
de le répéter: il n’y a pas, il ne peut y avoir d’ontologie du mythe. Le mythe n’est pas un genre littéraire ni
une catégorie de la pensée. L’emploi moderne du mot grec est un résultat de l’histoire récente, et
constitue un contresens sur la culture antique” (Gély, 2004: 331).
25
ario. También parece ir en esa dirección la insistencia de Eliade en buscar en la India y
su espiritualidad el origen de los indoeuropeos, entre los que estarían los arios, aún
cuando los arqueólogos hayan situado los núcleos originarios entre la Europa
Suroriental y el Asia Central, de donde partirían hacia el 4.000 a.C. las sucesivas
oleadas migratorias. O, en tercero, para Eliade todos los hallazgos arqueológicos poseen
un sentido religioso, fuera cual fuera su posible utilidad en la vida de nuestros
ancestros13, quienes supondrían ya la simiente de las futuras religiones, puesto que se
trataba de ejemplares del homo religiosus, imbuidos de esa conciencia universal que
atraviesa la Historia, aunque la propia formulación del método de Eliade presuponga
una buena dosis de anti-historicismo. Pero en el fondo, para Dubuisson, siempre están
latentes (en todo escrito, en toda época de la obra de Eliade) esos elementos ideológicos
que supo ocultar durante su larga estancia en Francia y la posterior en Estados Unidos
(países donde los textos de Dubuisson sobre Eliade gozaron de una amplia recepción,
dando lugar a una extensa y agria polémica), pero que sus diarios permitieron conocer,
como clave interpretativa de su producción completa.
Los argumentos de Dubuisson (los expuestos aquí y los muchos que guarda su
libro) son, ciertamente, contundentes, así como la documentación histórica manejada
por quienes han investigado el fascismo rumano y la persecución a los judíos. Quizá se
podría alegar que los materiales aportados sobre un gran número de religiones por
Mircea Eliade pueden seguir siéndonos útiles, al menos, a la hora de establecer
paralelismos entre mitos, ritos y creencias, o al considerar la función de determinados
ritos o mitos en las correspondientes sociedades, una vez se hayan guardado las reservas
necesarias sobre las posibles lecturas interesadas (por esa motivación ideológica) de
todos estos elementos que han configurado diversos imaginarios (desde la Prehistoria a
nuestros días). La cuestión es que su idea de mito, rito y creencia, o los conceptos
básicos de su método, están tan marcados ideológicamente que sería necesario rehacer
las investigaciones para discriminar los elementos reales y los inventados, los
interpretados de manera ajustada al contexto y los desvirtuados y descontextualizados, e
incluso los datos pueden haberse tergiversado a tal extremo que las fuentes originales
hayan quedado ocultas por la perspectiva interesada del recopilador e intérprete, a no ser
13
Esta crítica, formulada por Dubuisson, puede encontrarse en las obras de varios arqueólogos, así como
la negación a la insistente propuesta de Eliade acerca de la práctica habitual del canibalismo en el
Paleolítico; por ejemplo, en Wunn, 2005: 62 y 103.
26
que se busque una ensoñación lírica sobre culturas y pueblos, que es a lo que –según
Dubuisson– se puede reducir el método de Eliade:
Hoy toda teoría general de la función simbólica considerada en su conjunto implicaría que
defina en primer lugar el estatus de los símbolos, es decir, las condiciones (sociales,
históricas, psicológicas, ideológicas, etc.) de su producción, sus caracteres semióticos
mayores, sus propiedades formales y/o lógico-semánticas, sus modos de lectura o de
interpretación posibles y, en fin, su papel multiforme en la vida de los individuos y de los
grupos.
En tales exigencias, y aunque haya situado el símbolo en el centro de su concepción de los
universos religiosos, Eliade no ha aportado más que respuestas dogmáticas y vagas,
inspiradas por una metafísica sumaria, y que, por esta sola razón, no pueden ser sometidas a
una evaluación contrastada o a un examen riguroso. Antes bien, les conviene un tipo de
paráfrasis lírica tachonada de expresiones misteriosas, casi mágicas y dotadas,
evidentemente, de un débil valor conceptual, tales como “fuentes profundas de la vida”,
“acto de venida al ser”, “signo del más allá”, “significación religiosa primordial”, “misterio
de la totalidad”, “modo de ser superior”, “presencia sagrada”, “comunicación mística con la
naturaleza”, etc. (Dubuisson, 1998: 127-128)
Por ello, resulta difícil saber qué elementos, de entre los mostrados, responden a
un estudio con atisbos de rigor (y, por tanto, son útiles para el estudio de la historia de
las religiones y, en ese contexto, de nuestro imaginario) y cuáles deben ser desechados.
Desde luego, creer en una constante (la conciencia religiosa) como elemento aglutinador
de todas las creencias, todos los mitos y todos los ritos a lo largo de la Historia y en
todas las culturas, nos llevaría, tal vez, tan solo a una idea de lo sobrenatural, o quizá a
un deseo de perduración que, desde otro tipo de lecturas, tiene solo la religión como
carcasa, como elemento cultural determinado en un imaginario concreto; y, aún así, con
notabilísimas variaciones.
Dicho isomorfismo de los esquemas, los arquetipos y los símbolos en el seno de los
sistemas míticos o de las constelaciones estáticas nos llevará a comprobar la existencia de
ciertos protocolos normativos de las representaciones imaginarias, bien definidos y
relativamente estables, agrupados en torno de los esquemas originales, y que llamaremos
estructuras. Indudablemente, este término es muy ambiguo y flotante en la lengua francesa.
No obstante, pensamos con Lévi-Strauss que, a condición de ser aclarado, puede ampliar la
noción de “forma” concebida ya sea como residuo empírico de primera instancia o como
abstracción semiológica y coagulada resultante de un proceso deductivo. (Durand, 1960:
65)
Ésta es la base de esas estructuras antropológicas, donde fijó, por una parte, una
completa tipología atendiendo al campo de representación del símbolo (Durand, 1960:
63 y ss.). Así, como manifestación de la temporalidad, hallamos símbolos teriomorfos
(animales), símbolos nictomorfos (noche-tinieblas) y símbolos catamorfos (la caída);
como representación de la fuga ante el tiempo o del triunfo sobre el destino (antítesis
del grupo anterior), los símbolos ascensionales (como el ave), los símbolos
espectaculares (la luz) y los símbolos diairéticos (por oposición: “la ascensión es
imaginada contra la caída y la luz contra las tinieblas”[Durand, 1960: 165]). Toda esta
tipología de símbolos se adscribe en el Régimen diurno o ascensional. Frente a este
Régimen, Gilbert Durand establece el Régimen nocturno o descensional, en el que sitúa
los símbolos de la inversión, producto de una “transmutación de los valores de la
imaginación” (Durand, 1960: 210). A este Régimen pertenecen los símbolos de la
intimidad, donde se encuentran símbolos referentes a la ‘muerte’ o al ‘sepulcro’ (pero
relacionado con éste último término, también la ‘cuna’), así como la ‘gruta’ o los
símbolos de tipo sexual. Asimismo, Durand dispone en el Régimen nocturno las
estructuras místicas, los símbolos cíclicos (cerrados, por tanto) y las estructuras
sintéticas, que “integran las restantes intenciones de lo imaginario en una serie
continua”, que se resuelve en la armonización de los contrarios o “el carácter dialéctico
o contrastante de la mentalidad sintética” (Durand, 1960: 355 y 358, respectivamente).
Todas estas tipologías de imágenes con carácter simbólico acaban por confluir en el
29
mito, punto de conexión con el Círculo Eranos14. De ahí la necesidad de una
mitodología fundamental para delimitar su estudio.
Ahora bien, ¿qué entiende Gilbert Durand por mito? Si en Las estructuras
antropológicas del imaginario había definido el mito como “una prolongación de los
esquemas, los arquetipos y los simples símbolos” (Durand, 1960: 64), lo que desemboca
en un discurso literario de la naturaleza que fuere15, en Science de l’homme et tradition
(1979), al criticar la obra de Georges Dumézil (y su estudio de los mitos indoeuropeos),
define el mito a partir de cuatro características (entresacadas de Lévi-Strauss las tres
primeras y de Jean Rudhardt la última de ellas): el mito sigue la lógica del dilema, está
cargado de redundancias sincrónicas, los términos del mito son fundadores y últimos
respecto de toda explicación (numinosidad, término tomado de Rudolf Otto [1917]), y
esta numinosidad obtiene su significación por las apelaciones propias hiperlexicales de
las potencias representadas (Durand, 1979: 82-83). El dinamismo de estos elementos
que configuran el mito constituye la dimensión mecánica del símbolo, que articula el
aparato simbólico del ser humano (etiqueta que crea a partir del concepto freudiano de
aparato psíquico), explicado a través de la psicología evolutiva de Jean Piaget. Así nos
define Durand los constituyentes de ese aparato simbólico:
Me parece que el aparato simbólico consta siempre de tres categorías: el esquema –que
llamé “verbal” metafóricamente, ya que en los lenguajes naturales el verbo es lo que
“expresa la acción”–, el más inmediato para la representación figurativa, que se deduce
directamente […] en el inconsciente reflejo del cuerpo vivo. Los esquemas son el capital
referencial de todos los gestos posibles de la especie Homo sapiens […]
Las famosas “imágenes arquetipales” solo llegan en segundo lugar. Y aún estas “imágenes
primeras y universales para la especie” se dividen según la categoría de este discurso
metafórico que acabo de esbozar en epítetas y sustantivas, según si se trata de “cualidades
sensibles” o perceptivas […] o de objetos percibidos y denominados sustantivamente […]
Lo que se puede llamar símbolo, stricto sensu, es el órgano del aparato simbólico. (Durand,
1979b: 19-20)
14
“Para lograr su objetivo relacionador, Eranos lleva a cabo un delineamiento de las estructuras
fundamentales de la existencia, así pues de los arquetipos radicales de nuestra cultura humana, la cual
espera su precipitado cosmovisional en las imágenes primordiales sean de tipo psicoide (Gran Madre,
Héroe, Anima y Animus, Sí-mismo) sean de tipo religioso (Dios, Ángel, Demonio) sean de tipo
impersonal (Números, Cruces, Mandalas) o bien de tipo animal (el dragón o Monstruo, la Sierpe o el
Minotauro). A través de semejante rodeo intercultural Eranos proyecta un ecumenismo cultural de largo
alcance” (Ortiz-Osés, 2012: 29).
15
“Le mythe serait en quelque sorte le « modèle » matriciel de tout récit, structuré par les schèmes et
archétypes fondamentaux de la psyché du sapiens sapiens, la nôtre. Il faut donc rechercher quel –ou
quels– mythe plus ou moins explicite (ou latent !) anime l’expression d’un « langage » second, non
mythique” (Durand, 1996b: 230).
30
Desde este punto de vista (esencialmente psicológico) no existe distinción
alguna entre mitos antropológicos (por ejemplo, de tipo religioso) y mitos literarios.
Para Durand (como para Jung), el mito –sea de la naturaleza que fuere– es un producto
individual, que es asumido por el grupo social al que pertenece ese individuo.
Ciertamente, desde la perspectiva de Jung, el mito se inscribe en los símbolos culturales
de una comunidad y, asimismo, desde la perspectiva de Durand éstos constituyen
elementos fundamentales en la estructura del imaginario (de un imaginario concreto,
considerado sincrónicamente). Pero desde el punto de vista antropológico resulta difícil
de entender este proceso, puesto que el grupo (una sociedad determinada) no tiene por
qué asumir una explicación mágico-religiosa o aceptar sin más el discurso mítico de un
individuo. Como afirma Norbert Elias:
31
una identificación, por tratarse en ambos casos de formas simbólicas constitutivas de un
relato (Martínez-Falero, 2013). Como señala José Carlos Bermejo Barrera:
Tendríamos, pues, un primer nivel de desarrollo de lo que llamamos mito, al que podríamos
denominar como “preliterario” y que es posible reconstruir con la ayuda de diferentes tipos
de fuentes, si sabemos utilizar los métodos adecuados. Estos mismos mitos, o por lo menos
una parte de ellos, se transforman en literatura. Ello no quiere decir […] que esos mitos
sean la “materia” de la épica o de la tragedia, géneros literarios que les otorgarían una
“forma”. De lo que se trata es de que, a partir de unas estructuras narrativas más sencillas
como son los relatos míticos, se desarrollan otras más complejas, como puede ser un poema
épico o un drama. (Bermejo Barrera y Díez Platas, 2002: 66-67)
Por ello, como dice Hodder, “los arqueólogos tienen que hacer abstracciones a partir de las
funciones simbólicas de los objetos que excavan, para poder identificar el contenido del
significado subyacente, lo que supone analizar la forma en que las ideas, denotadas por los
símbolos materiales mismos, desempeñan un rol en la configuración y estructuración de la
sociedad”.
Para comprender cuál puede ser la determinación y configuración del contexto debemos
tener en cuenta que ese contexto puede ser estrictamente arqueológico y, por lo tanto,
deposicional y espacial, pero también es un contexto cultural y por lo tanto requiere
ordinariamente de la cooperación interdisciplinaria, al menos en lo que se refiere al ámbito
etnohistórico y etnográfico o etnológico, ya que ambas disciplinas se “contextualizan” en el
16
“Por su origen y por su historia, la noción de mito que hemos heredado de los griegos pertenece a una
tradición de pensamiento que es propia de Occidente y en la que el mito se define por lo que no es, en una
doble oposición a lo real, por una parte (el mito es ficción), y a lo racional, por otra (el mito es absurdo).
Es en la línea de este pensamiento, en el marco de esta tradición, donde hay que situar para comprenderla,
la evolución de los modernos estudios míticos” (Vernant, 1974: 170). A partir de ahí, Vernant justifica la
presencia del mito, criticando tanto a los simbolistas como a los funcionalistas y sus posiciones cerradas.
32
ámbito de la Antropología cultural. Esto es especialmente válido para aquellas “culturas”
definidas históricamente por poseer escritura y por lo tanto documentos […] pero es válido
para otras de nivel de desarrollo sociocultural más bajo o más simple. (Alcina Franch,
1989: 123-124)
17
“Aujourd’hui, tout le monde parle de dialogue et d’interdisciplinarité, mais on nous sert surtout des
monologues juxtaposés et la dialectique est toujours pour demain. Comme si la confrontation contrastive
était devenue une menace pour le dialogue alors qu’elle en est le but. Je souhaite que ma démarche nous
remette dans cette dynamique ou plutôt dans cette dialectique au service d’une recherche d’exhaustivité
qui n’existe pas dans le débat actuel des sciences des religions, puisque chacun choisit ou esquive les
confrontations à sa guise” (Tarot, 2008: 34).
33
sobreinterpretan (Eco, 1992: 38), por llevar a cabo interpretaciones de un marcado anti-
racionalismo y basadas en un cierto parecido de familia que encuentra el crítico, pues se
trata de una latencia del mito, que adquiere así su traductibilidad o aparición entre
líneas en un texto que a priori le es ajeno18. Frente a este tipo de análisis, Claude
Calame deja claramente delimitados (a partir de varios factores) el campo genérico del
mito, el de la leyenda y el del cuento folklórico, de acuerdo con el siguiente esquema
(Calame, 1996: 21):
18
“Il émerge dans ces « mythes latents » qu’a bien repérés Roger Bastide dans le moment gidien, et qui
n’arrivent pas nettement à s’encrer dans des images précises ou à se donner un nom fixe. Ils sont, comme
nous l’avons dit jadis, au niveau « verbal », à la rigueur au niveau « épithétique », non au niveau
« sustantif ». Flous quant à leur figure, ils n’en sont pas moins précis quant à leur structure” (Durand,
1996c: 141).
19
“Grâce à sa mémoire textuelle, progressivement enrichie, grâce à la fonction textuelle, qui ne cesse pas
de travailler ce patrimoine immatériel, grâce aussi à sa compétence de «lecteur» de textes, l’individu se
construit une cosmographie, c’est à dire l’universe dans lequel il inscrit son être, son nom et ses activités”
(Dubuisson, 1996: 36).
20
“Un trait fondamental qui s’attache à la logique de toute « systématique », c’est que ces archétypes sont
pluriels : ils constituent à la fois le polythéisme foncier des valeurs imaginaires (M. Weber, H. Corbin, D.
Miller, etc.) et le caractère « dilemmatique » (Cl. Lévi-Strauss) que revêt tout sermo mythicus. Dès l’état
naissant du mythe, ses instances sont au pluriel. Elles sont absolument hétérogènes dans leur nomos
irréductible. Le polythéisme fonctionnel qui transparaît dans les conflits de la psyché individuelle est
encore plus vigoureux entre les instances de la psyché collective” (Durand, 1996c: 142).
34
No obstante, y a pesar de esa alogidad, Durand propone un método de análisis,
que él mismo sitúa en la línea de la Deconstrucción de Jacques Derrida, al considerar
tanto el irracionalismo como vía interpretativa como al anular la dicotomía saussuriana
significado/significante21. Ciertamente, el símbolo oculta un sentido no evidente, de ahí
su tradicional concurrencia en textos religiosos, cuyo último extremo interpretativo
evita el conocimiento de verdades a lo no-iniciados, pero ello no supone una
interpretación abierta y libre, como saben muy bien los intérpretes protestantes de la
Biblia, desde Lutero, con las sucesivas propuestas metodológicas para la limitación de
lecturas, empezando por Flacius Illyricus y pasando por Chladenius hasta desembocar
en la hermenéutica moderna con Schleiermacher o Ricœur. La necesidad de desvelar
ese sentido oculto ni siquiera puede ser justificada ni siquiera procediendo del
subconsciente el objeto de la interpretación, por cuanto el origen inconsciente o
preconsciente de las formas simbólicas tampoco puede exigir una interpretación de la
misma naturaleza.
Tal vez por esa necesidad de un método, Durand nos propone el mitoanálisis,
que define de la siguiente manera:
El término mitoanálisis está forjado, en efecto, sobre el modelo del psicoanálisis […] y
define un método de análisis científico de los mitos, con el fin de extraer de ellos no solo el
sentido psicológico (P. Diel, J. Hillman, Y. Durand), sino también el sentido sociológico
(C. Lévi-Strauss, D. Zahan, G. Durand). Mitoanálisis que, de entrada, amplía el campo
individual del psicoanálisis, siguiendo la trayectoria de la obra de Jung, y que supera la
reducción simbólica simplificadora de Freud, se basa en la afirmación del «politeísmo» (M.
Weber) de las pulsiones de la psique […] Pero este mitoanálisis «psicológico» se asocia así
a una acepción sociológica, ya que los personajes mitológicos pueden ser objeto de un
análisis sociohistórico (J.-P. Vernant, M. Detienne) y los dioses y héroes aparecen y
desaparecen según un ritmo que marca los momentos de la historia sociocultural, como
había presentido formalmente P. Sorokin. (Durand, 1979b: 347-350)
Este estudio del mito (es decir, de cualquier forma simbólica en cualquier
contexto) viene determinado por lo que Durand denomina ‘trayecto antropológico’ del
21
“On peut partir de la classique définition du symbole telle que des auteurs la donnent depuis un bon
siècle, de Creuzer à Jung en passant par Lalande: trois caractères délimitent la compréhension de la
notion. D’abord, l’aspect concret (sensible, imagé, figuré, etc.) du signifiant, ensuite son caractère
optimal : c’est le meilleur pour évoquer (faire connaître, suggérer, épiphaniser, etc.) le signifié, enfin ce
dernier est « quelque chose d’impossible à percevoir » (voir, imaginer, comprendre, etc.) directement ou
autrement. Autrement dit, le symbole est un système de connaissance indirect où le signifié et le signifiant
annulent plus ou moins la « coupure », un peu à la manière de Jacques Derrida qui dresse le « gramme »
contre la coupure saussirienne” (Durand, 1974: 65-66).
35
mito, que formula de acuerdo con las propuestas de Abraham Moles (Théorie des actes,
1977; y Psychologie de l’espace, 1978), quien sintetiza este trayecto en cinco
conceptos: en primer lugar, la explosión o periodo explosivo del mito (recepción
generalizada de un mito), cuya investigación resultaría más fructífera que la búsqueda
de los orígenes históricos del mito; en segundo, la magnitud relativa del mito (recepción
del mito por parte de diferentes estratos sociales o los diferentes papeles que juega en la
sociedad), entendida como grados distintos de recepción; en tercero, el concepto de
“operador social” (único aportado por Durand), consistente en el estudio de los
subgrupos sociales que consideran positiva o negativamente la unión del grupo social,
de donde pasa a considerar los conceptos relativos a la deformación, el deterioro o el
“fin” relativo de un mito (pues puede reaparecer en otro periodo); en cuarto lugar, la
distancia de lo real, mientras que el quinto lugar pertenece a lo que Abraham Moles
denomina la fuerza problemática de una imagen o de un mito, es decir, “la capacidad de
una entidad imaginaria para incitar, para dirigir la investigación científica o técnica”,
que Durand encarna en el mito de Hermes, es decir, en el hermetismo de las formas
simbólicas con que se construyen los textos contemporáneos (Durand, 1996c: 165-
181)22. La clave interpretativa de estos textos (míticos) es la redundancia, que asume
desde Lévi-Strauss y que permite
22
Al hermetismo dedica el segmento final de Science de l’homme et tradition, titulado “Hermetica ratio et
science de l’homme”, 141-216.
36
La mitocrítica, aunque tiene en cuenta los progresos de cada cara del «triedro» de la
explicación crítica, quiere centrarlos de manera «centrípeta» sobre esas entidades
simbólicas coordinadas en un relato simbólico o «mito» que constituye la lectura y sus
niveles de profundidad […] Estructuras, historia o entorno sociohistórico, al igual que el
aparato psíquico, son indisociables y fundamentan el conjunto comprensivo o significativo
de la obra de arte y, particularmente, del «relato» literario […] La «mitocrítica» persigue,
pues, el ser mismo de la obra mediante la confrontación del universo mítico que forma el
«gusto» o la comprensión del lector con el universo mítico que emerge de la lectura de una
obra determinada. (Durand, 1979b: 242)
37
formas simbólicas desde la teoría cognitiva, para delimitar el campo del mito literario y
así desembocar en la literatura comparada, con el fin de perfilar una metodología crítica
para el estudio y análisis del texto simbólico y del mito.
[…] La teoría antropológica tiene por objeto las propiedades universales del entendimiento
humano, propiedades que, a la vez, hacen posible la variabilidad cultural y le asignan sus
límites. He tratado de distinguir las propiedades más generales del simbolismo: el estatuto
epistemológico particular de las representaciones que lo expresan, la focalización que él
provoca, la evocación de la que esta focalización se acompaña. (Sperber, 1978: 178)
38
presupuestos de una semiótica cognitiva, pero también desde la consideración aquí de
una perspectiva intersemiótica (Pageaux, 1994: 150-151) para estudiar las conexiones
entre sistemas de representación en el contexto de la literatura comparada, así como la
interacción de sistemas en contacto (en su aplicación a nuestro campo, procedentes de
dos o más imaginarios), de acuerdo con la Teoría de los Polisistemas de Even-Zohar y
su ya tradicional aplicación en literatura comparada (Even-Zohar, 1979 y 1997).
23
“El comparatismo constructivo, cuyo proyecto y procedimiento defiendo, ante todo debe escoger como
campo de ejercicio y de experimentación el conjunto de las representaciones culturales de las sociedades
del pasado, tanto las más distantes como las más próximas, y los grupos humanos vivos observados en el
planeta, tanto ayer como hoy. El comparatista que quiere construir sus objetos debe poder desplazarse sin
pasaporte entre los constituyentes de la Revolución Francesa, los habitantes de las altas mesetas del sur de
Etiopía, la Comisión Europea de Bruselas, las primeras minúsculas ciudades griegas, deteniéndose, si lo
considera oportuno, en Siena o en Verona para ver, por ejemplo, cómo funcionaban las asambleas entre
los siglos XII y XIII. He dicho claramente el comparatista, que debe ser singular y plural al mismo
tiempo. La polimatía o el enciclopedismo de uno solo basta a veces para cubrir un ámbito como la
civilización indoeuropea, recorrida por Georges Dumézil como peatón solitario” (Detienne, 2000: 44).
39
nos ha de guiar en este proceso de contextualización de las formas simbólicas y de los
mitos en periodos posteriores. No obstante, si se trata del mito, es necesario considerar
su inserción en el contexto religioso de una sociedad determinada, habida cuenta de su
papel esencial en los ritos y en las normas de una comunidad; de ahí que, siguiendo a
Lévi-Strauss, debamos situar el mito y el rito en un ámbito geográfico determinado para
evaluarlo desde el punto de vista de la antropología. En cuanto a las funciones, podemos
establecer una tipología de arquetipos que las encarnan, partiendo de funciones
primarias (vida o fecundidad, muerte y regeneración, etc.), de las que se desdoblarían
otras funciones, a las que se irían asignando nuevos arquetipos, hasta ir construyendo el
sistema completo de una religión determinada, entendida como un sistema mitológico
complejo. De acuerdo con esta propuesta:
Estas funciones, como acabamos de indicar, aparecen encarnadas por unos arquetipos
determinados, que, sin embargo, pueden desempeñar otras funciones: desde dioses
protectores de la ciudad, dadores de la abundancia, que pasen por los avatares históricos
a asumir la función guerrera a otros arquetipos que los sustituyen o con los que
comparten función en virtud de invasiones o movimientos migratorios. Desde esta
perspectiva, los frutos ofrecidos por la mitología comparada (v.gr. por G. Dumézil para
el mundo indoeuropeo) resultan muy valiosos, al trazar líneas de semejanza entre
arquetipos y funciones, estudiados a la luz de movimientos migratorios y ámbitos de
influencia. Por ello, solo cabe hablar de una traductibilidad relativa de los mitos, por
cuanto puede coincidir alguno de sus mitemas, pero –desde luego– mantendrá otro u
otros mitemas claramente distintos, atendiendo a otras posibles funciones, como
mostramos en la tabla “Traductibilidad del mito”, que ofrecemos al final de este
epígrafe. Los relatos derivados de la religión nos sirven asimismo para explicar una
parte esencial de las fuentes para el estudio de otras formas simbólicas (iconográficas y
literarias) que poseen plena vigencia en un imaginario dado.
En este sentido, el mito literario (o el derivado a la literatura desde la
iconografía), actúa como motivo respecto de un tema (Chevrel, 1989: 62-82. Brunel,
1992: 27-37. Pageaux, 1994: 95-112. De Grève, 1995. Trocchi, 1999: 129-169. Guillén,
40
2001: 110). Ello nos conduce a considerar también la conexión entre iconografía y
literatura, en torno a las formas simbólicas, como una parte muy importante del método
para el estudio de un imaginario, pues la extensión de determinadas formas simbólicas
(v.gr. la representación de la muerte en un momento histórico dado) nos permite trazar
ámbitos de influencia geográfica.
Finalmente, es posible considerar la simbiosis entre las formas simbólicas
literarias (o artísticas) y el imaginario antropológico, al trasvasar mitos o símbolos al
ámbito sociocultural (v.gr. el quijotismo o el pícaro en el imaginario antropológico de
España) o, por el contrario, símbolos convencionales o mitos de naturaleza
antropológica en un contexto esencialmente literario: por ejemplo, la simbología
referente al Holocausto en la obra de Paul Celan, tomada desde la religión, sea la
hebrea, sea la cristiana24. Ello incide en la actividad mito-poética, al tiempo que la
creatividad literaria se nutre de esa simbología convencional, por cuanto, en cualquier
caso, la imagen (elemento simbólico fundamental desde las vanguardias en la
construcción del poema) posee entidad propia al nutrirse de elementos de diferente
naturaleza en el momento de su construcción (creación). Pero esta característica de la
imagen alcanza también a la iconografía, ya que
Toda imagen, mental o material, es imagen de algo y no cobra sentido más que por el juego
de semejanzas y diferencias con su referente. Profundizar en la diferencia de la imagen es
arriesgarse a reducirla a lo irreal, a la ficción, a la fantasía, a lo insignificante; pero, a la
inversa, sobrecargar la consistencia de la imagen es arriesgarse a tomar la copia por el
modelo, a cosificar la representación, a hacer colisionar lo visible con lo invisible, lo
sensible con lo inteligible, el significante con el significado; en definitiva, a fabricar un
ídolo. La idolatría constituye, en ese sentido, una amenaza permanente de la experiencia
espontánea, pre-reflexiva, de las imágenes materiales, particularmente atestiguada en el
registro religioso. (Wunenburger, 2001: 7)
Esta construcción del texto es también notoria desde la sintaxis del imaginario
(o transformación de imágenes mentales en secuencias léxicas, según la teoría de Jean
Burgos), como manifestación de experiencias vitales profundas, a partir de tres posibles
relaciones entre los elementos lingüísticos: antitéticas, dialécticas (identificables con
analógicas) y eufémicas (Burgos, 1984: 169). Ello construye las imágenes como formas
simbólicas. Y es al tratar la construcción textual donde las aportaciones de la psicología
24
Esta influencia es notoria en los poemas “Wolfsbohne” (“Simiente de lobo”), con el candelabro de siete
brazos o “Todesfuge” (“Fuga de la muerte”), con la mención a la Sulamita; o en los poemas
“Dornenkranz” (“Corona de espinas”) o “Tenebrae”, con sendas referencias a la Pasión de Cristo.
41
cognitiva (en su aplicación a la literatura) merecen una especial atención, desde el
momento que se plantea los modos de representación así como las estructuras textuales
en su relación con las estructuras mentales del autor.
Estos son, pues, los tres ámbitos de estudio del imaginario que hemos
delimitado. En cuanto al carácter histórico de esta propuesta, queda por añadir la
necesidad de considerar la tradición y las diferentes aportaciones que en la diacronía
histórica han ido nutriendo nuestro imaginario, objeto de los diferentes trabajos que
conforman este libro. Porque nuestro imaginario actual no es sino el filtrado y la
evolución de imaginarios anteriores, de formas de representar la realidad y/o al ser
humano y su propia naturaleza, de imágenes simbólicas de largo recorrido que, en el
momento actual, comparten espacio socio-cultural con otras de reciente aparición.
Conocer e interpretar las formas simbólicas o los mitos supone también conocer e
interpretar esa tradición, desde el prisma múltiple que hemos venido asumiendo como
método, desde una interdisciplinariedad (o transdisciplinariedad) necesaria para poder
desentrañar un sistema complejo mediante los diferentes instrumentos críticos aportados
por distintos ámbitos del conocimiento, que se convierten así en complementarios, de
acuerdo con la metodología del imaginario propuesta por Durand, Thomas,
Wunenburger o, desde la historia de las religiones, por Camille Tarot, entre otros. O por
Detienne, para llegar a ese necesario entendimiento entre historia y antropología, con el
fin de delimitar las funciones del mito y de las formas simbólicas en una sociedad
determinada, no eludiendo el método comparativo, aunque con las necesarias reservas,
por cuanto los resultados deben estar justificados por los contextos socio-históricos
correspondientes, para adquirir así visos de verosimilitud no solo en sus argumentos,
sino, sobre todo, en los resultados. De otro modo, la interpretación no dejaría de denotar
un marcado carácter naïf o tal vez de perderse en una ensoñación que nada tiene que ver
con el conocimiento. Ni siquiera con esa recepción a la que alude en repetidas ocasiones
Gilbert Durand en sus obras, siguiendo la presumible autoridad de Hans Robert Jauss,
por cuanto este integrante de la Escuela de Constanza menciona también la necesaria
contextualización de la lectura, entendida como experiencia estética. Conocer nuestro
pasado es conocer nuestro presente y, muy probablemente, nuestro futuro, porque
desconocer esos contextos de recepción, esa tradición con todos sus avatares, es no solo
una tarea ardua, sino también necesaria para poder construir nuestra identidad social,
42
para conocernos tal como somos y por qué somos. El imaginario, como manifestación
de nuestra actividad socio-cultural, pero también política e histórica, tiene la respuesta.
Lulio
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44
artes, de la interrelación entre sistemas de acuerdo con la interconexión entre temas y
motivos, considerando siempre la universalidad de los primeros. No obstante, Adrian
Marino distingue dos tipos de ‘paralelos’: los motivados por causas históricas idénticas,
cuyo máximo grado acabaría desembocando en las ‘influencias’, ‘fuentes’ y/o
‘contactos directos e indirectos’; y, en segundo lugar, unas coincidencias sincrónicas
acausales, de orden psicológico (Marino, 1988: 225-226). Sin embargo, nosotros aquí
vamos a superar los criterios estrictamente literarios para establecer esos paralelos o
esos fenómenos de poligénesis desde el método interdisciplinar de una renovada teoría
del imaginario, que no solo utilice un método genealógico, buscando los orígenes de los
motivos (literarios e iconográficos) asociados a un tema en dos (o más) ámbitos
culturales diferentes, para lo cual la literatura comparada (desde la tematología y la
relación entre la literatura y las demás artes) vendrá auxiliada por la antropología y la
psicología.
Así, por ejemplo, podemos considerar a priori cierta relación entre el relato del
rapto de Perséfone por Hades en la mitología griega (narrado en el Himno a Deméter
atribuido a Homero) y el mito de Hainowele en Ceram (Nueva Guinea), que quizá nos
conduciría a un rito de origen indoeuropeo (el sacrificio de una doncella como ritual de
fecundidad), por cuanto los aborígenes de Oceanía proceden de una serie de
migraciones desde el sureste asiático. Tanto en el caso de Perséfone (Kore, ‘la
doncella’), como en el de esta doncella semidivina (tal como nos lo describe Jensen en
su trabajo de 1963 Myth and Cult among Primitive Peoples), parece que la inmolación
atraería la abundancia: de cereal en Grecia y de tubérculos en Ceram. No obstante, las
primeras migraciones indoeuropeas cabe situarlas hacia el 4000 a.C., mientras que esas
migraciones para poblar las islas que conforman Oceanía se produjeron hace 40000-
50000 años, lo que hace inviable la conexión entre ambos rituales, más allá de una
posible poligénesis del rito con idéntica finalidad.
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46
V. LA PRÁCTICA CRÍTICA.
25
“Siguiendo una costumbre que remonta a Çatal Hüyük y a una época más antigua, cuernos,
especialmente cráneos de toro con cuernos, «bucranios», se erigen y se conservan en los santuarios;
señalan el lugar del sacrificio tan elocuentemente como las manchas de sangre sobre el altar. El «altar de
cuernos» de Ártemis en Delos, hecho de cuernos de cabra, era considerado como una de las maravillas del
mundo” (Burkert, 1977: 91).
47
la ganadería, lo que debió de suceder en el Paleolítico Inferior, en el séptimo milenio
antes de nuestra Era (Burkert, 1977: 17. Lévêque, 1987: 393). Hacia la primera mitad
del tercer milenio26 se habría producido la fragmentación del indoeuropeo, lo que habría
motivado diferentes tradiciones lingüísticas y culturales (incluyendo las religiosas) en
Occidente, aunque manteniendo rasgos comunes entre las respectivas lenguas y
existiendo una traductibilidad de los mitos. Asimismo, es muy posible que se tratara de
una migración desde Anatolia (aunque el punto de partida sería el Creciente Fértil, entre
el Tigris y el Éufrates), seguido de una posterior entrada de otros grupos indoeuropeos
desde los Balcanes, lo que no solo supuso un giro en el modo de vida, con la
introducción de nuevos cultivos o de otros animales domésticos (Renfrew, 1987: 141-
148), sino también en aspectos simbólicos o cultuales (v.gr. la adoración a deidades
ctónicas).
Podríamos determinar estos elementos indoeuropeos, entre otras cuestiones, en
el aspecto religioso: tanto el culto como la veneración mediante sacrificios y oraciones,
o los dioses ctónicos (es decir, relacionados con el inframundo y, por tanto, con la
fertilidad o la muerte, como hallamos –por ejemplo– en los Misterios Eleusinos), frente
a los dioses celestes (identificados en Grecia con los olímpicos), que conectarían con la
tradición semítica. No obstante, quedaría una parte del sustrato pre-indoeuropeo en
divinidades locales, que pasarían a la tradición mitológica clásica como arquetipos
míticos de segundo orden (por detrás de los dioses y sus respectivos rituales y fábulas
mitológicas): es el caso de Jacinto o de Narciso, posibles dioses de la floración
primaveral, que mueren y renacen periódicamente, y que pudieron recibir culto en la
Grecia arcaica (Picard, 1948: 147-148. Burkert, 1977: 28-29), con su paralelo en Creta.
Junto a esta influencia indoeuropea, cabe destacar la relación de diferentes
rituales, arquetipos y fábulas mitológicas (en el conglomerado formado por todo ello en
la religión griega) procedentes del Próximo Oriente, en una conexión mediterránea que
traza sus paralelos en los arquetipos divinos (con los dioses celestiales u olímpicos), el
culto a los antepasados o narraciones y descripciones semejantes tanto en la mitología
babilónica y ugarítica, como en la posterior bíblica (Bonnet, 1988: 343 y ss.; y 1996: 87
y ss. Burkert, 1995 y 1999. West, 1997. Marinatos, 2000: 1-34). Resulta muy ilustrativo
a este respecto el paralelo trazado por Julio Trebolle al estudiar los Salmos: así, el
26
Las tres grandes oleadas migratorias de los indoeuropeos se habrían producido entre el 4.400 y el 4.300
a.C., el 3.500 y el 3.200 a.C., y el 3.000 y el 2.800 a.C., respectivamente (Lebedynsky, 2014: 116-117)
48
apelativo “Rey del cielo”, concedido a Yahvéh corresponde a Šamaš, Anu, Marduk y
Ninurta; y a Zeus, quien es también dios de la tormenta, como Iškur. Del mismo modo,
las relaciones entre el inframundo y sus manifestaciones resultan evidentes en este
contexto mediterráneo, con el descenso al Hades o al Šeol (Trebolle Barrera, 2001: 94-
95 y 109 y ss.). Además, los cielos tienen puertas, ventanas y una órbita forjada en
bronce (v.gr. Gen 1.7-8, 7.11, 8.2), que nos acerca tanto al Poema de Gilgameš, como al
mundo homérico (Trebolle Barrera, 2001: 97-98); relación que se mantiene, por
ejemplo, en el paralelismo entre la aparición del espíritu de Endiku a Gilgameš y el de
Patroclo a Aquiles en la Ilíada. En este contexto de la épica, cabe destacar asimismo el
empleo del epíteto para dioses y héroes, carácter específico de la literatura homérica,
pero que pertenece también a la tradición acadia y ugarítica (Burkert, 2004: 22-24). Por
otra parte, el origen en Anatolia de la lucha del dios de la tempestad (Nerik o Tesub),
que hallamos también entre los hititas, nos lleva a un origen hurrita, pero también a una
trasferencia a Grecia, sobre todo con el mito de Tifeo o Tifón y su inserción en el
Himno a Apolo (300 y ss.) o en Hesíodo (Teogonía, 820 y ss.) (Bernabé, 2004).
Igualmente, Adonis posee un origen semítico, emparentado con el culto mesopotámico
de Dumuzi-Tammuz (Sumer-Asiria), como representación de la muerte de la naturaleza
en verano (la muerte del dios de la vegetación), culto reservado a las mujeres en Grecia
(Burkert, 1977: 239-240)27.
Esta influencia pudo comenzar en el Minoico Medio (ca. 2000 a.C.), durante el
periodo palacial de la civilización cretense, pero se intensificó en el siglo VIII a.C.,
momento en que la relación con Oriente Medio y con Egipto nos proporciona nuevos
elementos. De Egipto procede –por ejemplo– la teogonía órfica (Burkert, 2004: 71-98),
así como el pesado del corazón del difunto (la balanza pertenece a Zeus o a Hermes),
previo al viaje al Más Allá, ya presente desde el comienzo de la época micénica
(Vermeule, 1979: 142-144), de acuerdo con el itinerario trazado en El libro de los
muertos egipcio, donde la balanza pertenece a la doble diosa Maat (Lara Peinado, 2009:
209-225).
27
Marcel Detienne reduce el culto solo a las cortesanas y mujeres con amantes, en una celebración
esencialmente erótica celebrada en las azoteas y que incluye el cultivo de plantas que la canícula agosta
muy pronto (Detienne, 1972), pero Burkert señala el culto ya atestiguado en un ritual de las muchachas de
Lesbos en el siglo VII a.C., como refrenda Safo, cuando llora la muerte de Adonis (fr. 140): “¡Muere, oh
Citerea, el tierno Adonis! ¿Qué vamos a hacer? / Golpeaos la espalda, doncellas y desgarrad las túnicas”
[Κατθνα<ί>σκει, Κυθέρη’, αβρος )/Αδωνις· τίκεθεîμεν; / καττυπτεσθε, κόραι,
καικατερείκεσθεκίθωνας] (ed. de C. Page, 1959: 127). Para el lamento de Inanna por la muerte de
Dumuzi, puede consultarse Bottéro y Kramer (1989: 327).
49
Ahora bien, quizá el culto primigenio en el mundo griego lo hallemos en la diosa
de la fecundidad que sobrevive desde el Neolítico: Potnia (‘la Señora’) como diosa
principal de culto en Creta, señora de los animales y de la cosecha (por tanto, de la
abundancia), quizá con origen en Anatolia, con su paralelo en Kybele (tardíamente
romanizada como Cibeles) para su implantación en la religión griega arcaica (Picard,
1948: 48-49. Burkert, 1977: 240-242. Thomas, 2001: 3-14. Jones, 2001: 259-265.
Barclay, 2001: 373-386). Esta diosa aparece representada en el periodo minoico y
micénico mostrando sus senos28 y portando sendas serpientes en las manos, símbolo de
la fecundidad y la abundancia. Recordemos que existió un culto familiar a la serpiente
hasta época clásica (Picard, 1948: 113-114. Burkert, 1977: 44), partiendo de la creencia
de la serpiente como encarnación de los antepasados, identificados en muchas ocasiones
con los héroes en tanto que protectores y benefactores Harrison: 1903: 325-331), cuya
iconografía (lo que presupone también el culto) se extendió por el Mediterráneo,
incluyendo Hispania (Almagro-Gorbea, 2009). Este nombre, “Potnia”, aparecerá más
tarde ligado a Deméter o a Ártemis en forma de apelativo local, como “Señora del
Grano” o “Señora de los Animales”, respectivamente, por lo que tal vez habría que
considerar que se trate de un desdoblamiento de sus atributos, identificados con dos
deidades de nueva implantación en la zona, y de amplio culto en el mundo arcaico
griego. Si podemos considerar a Potnia como la “Gran Madre” de las deidades minoicas
y micénicas (ctónica y, por tanto, situada en el inframundo, e identificada con la
abundancia que da la vida, pero al tiempo con la muerte y la regeneración), existen otros
dioses y diosas identificables con el panteón griego, aunque de ellos solo conservemos
el nombre en algunas tablillas, en las que se recoge la ofrenda de aceite o miel que
recibieron. Así, hallamos el paralelismo entre Diwe (Zeus), Posedao (Poseidón), Atana
(Atenea), Era (Hera), Ereutija (Ilitia), por ejemplo. Pero también se pueden leer
nombres de divinidades, tales como Qerasija, AnemoIjereja, Manasa, Pipituna, Dictina,
Diwia, Marineo, etc., cuyo culto y nombre posterior desaparece (Burkert, 1977: 63.
Chadwick, 1976: 95 y ss. Bermejo Barrera y Reboreda Morillo, 1996: 5-40. Schofield,
2007: 160-161), seguramente asimilado a la nueva religión griega, en la que los
elementos cultuales (tras los Siglos Oscuros, siglos XIII-XII a.C.) nos van a conducir en
muchos casos a un origen minoico o micénico.
28
“Le dévoilement rituel de la poitrine est connu dans l’Orient phénicien; il persiste lors des cérémonies
des Adonies […] En Crète, la monstrance des seins reste une tradition rituelle […]” (Picard, 1948: 194).
Para las representaciones iconográficas de esta diosa, Karageorghis (1977).
50
Es aquí donde mito, sacrificio y ritual cobran todo su sentido, a veces en paralelo
con lo expuesto en el relato épico o en la tragedia, si bien hallaremos innovaciones
cultuales plasmadas en la literatura y no adscritas a la religión griega, aunque esas
innovaciones parezcan remitirnos virtualmente a cultos arcaicos. La helenización de la
religión (con el rasgo particular del antropomorfismo de unos dioses y diosas que
realizan acciones humanas, con una clara impronta del ámbito hitita y ugarítico), la
entrada de nuevos dioses de origen oriental o los primeros textos literarios tras la
irrupción de la escritura, nos ofrecen una nueva perspectiva del mundo griego o, lo que
es lo mismo, de las propias raíces de nuestro imaginario.
Más allá de las teorías expuestas anteriormente sobre el mito (tanto desde los
ritualistas de Cambridge como desde posturas de un evidente evemerismo), la cuestión
que aquí me gustaría tratar es, por una parte, qué tipo de rituales hallamos en la religión
griega arcaica y clásica y, por otra, qué reflejo podemos obtener de la literatura. Por
ello, partiremos de las conclusiones a que nos conducen los hallazgos arqueológicos,
para ir estableciendo (cuando los haya) los paralelismo con los textos.
En el mundo griego, los rituales se celebraban en varios lugares: los santuarios
(a partir del siglo XXII a.C., aproximadamente [Picard, 1948: 59]), las tumbas o las
casas (con rituales domésticos) nos ofrecen diferentes finalidades del rito, aunque
también elementos comunes. El más importante de estos elementos es el sacrificio de
uno o más animales29, relacionado con antiguos rituales de los cazadores, pues “El flujo
de la sangre del animal liberaba su fuerza vital, que era un potente agente para asegurar
la renovación y, en cierta forma, la promesa de renacimiento” (Dietrich, 1988: 36.
Marinatos, 1988). Ahora bien, los santuarios, entendidos como lugar de culto
comunitario, aparecieron en el periodo palacial segundo (1700-1400 a.C.), pues hay
pocos restos arqueológicos previos a esta época de los que se deduzca ese tipo de
actividad, no así en tumbas de personajes importantes (Dickinson, 1994: 313. Lupack,
2010).
29
“El animal de sacrificio más noble es la vaca, especialmente el toro; el más común es la oveja, después
la cabra y el cerdo; el más barato es el lechón. El sacrificio de aves de corral es también común, pero otras
aves, como las ocas o palomas, por no hablar de los peces, son la excepción” (Burkert, 1977: 79).
51
Gunnel Ekroth ha establecido las diferentes modalidades de ritual, atendiendo al
grado de violencia sobre el animal, en ceremonias religiosas dirigidas tanto a los dioses
como a los héroes o los muertos. Distingue, en primer lugar, los ritos de destrucción, en
los que la víctima se destruye total o parcialmente, cuya máxima expresión sería el
holocausto destinado a los dioses (v.gr. Jenofonte, Anábasis 8.4-530). Esta destrucción
de la víctima también se halla en el culto a los muertos y a los héroes (v.gr. Homero,
Ilíada 23.30-3431), que habitualmente compartían formas rituales. En segundo lugar,
hallamos los cultos donde la sangre ocupa el papel principal de ofrenda, lo que aparece
muy documentado en la iconografía a partir del siglo VI a.C. En este caso, la sangre
podía no consumirse o tomarse mezclada con otros alimentos, según diversos
testimonios. Finalmente, se podía entregar comida, sobre todo frutas, como ofrenda
tanto a los dioses como a los muertos (Ekroth, 2002: 217 y ss.), lo que suponía un grado
mayor de abstracción en el ritual, desde el momento en que esos alimentos parecían
sustituir al rito sangriento.
Mención aparte merecen los ritos con sacrificios humanos, que hallamos en
varios textos religiosos y literarios.
Es conocido el rechazo que el sacrificio humano provocaba en los griegos de la
época clásica. En algunas ocasiones, se atribuye esa costumbre a los antepasados, como
un elemento bárbaro que ya ha sido desterrado de la sociedad griega: “El sacrificio
humano aparece tan abyecto que acabará por ser considerado como una muerte pura y
simple, sin ninguna justificación posible, ni siquiera si ha tenido lugar en un recinto
sagrado” (Bonnechere, 1994: 234). Sin embargo son muchos los textos mitológicos y
los oráculos (en ambos casos con un trasfondo sagrado), los textos épicos y trágicos
que insisten en el sacrificio humano (Bonnechere, 1994: 240 y ss.), quizá con un valor
heroico (piénsese en el sacrificio de la jacintias), o como ataque a un enemigo (la
entrega por parte de Atenas de siete jóvenes y siete doncellas como tributo al rey Minos,
que servían de sacrificio para el Minotauro) o para provocar en el espectador esa
30
“Euclides continuó: “Tu obstáculo es «Zeus el Expiatorio»” y le preguntó si ya le había ofrecido
sacrificios, “como en casa”, siguió, “yoacostumbraba a sacrificar y celebrar holocaustos para vosotros”.
Jenofonte respondió que no había hecho sacrificios a esta divinidad desde que estaba ausente de su patria.
Así pues, le aconsejó ofrecerle sacrificios tal como solía, y afirmó que le reportaría un futuro mejor. Al
día siguiente, Jenofonte se acercó a Ofrinio para celebrar un sacrificio y un holocausto de lechones según
la costumbre paterna, y las víctimas fueron propicias” (Jenofonte, 1999: 285).
31
“Muchos blancos toros se estiraban según iban siendo degollados con el hierro, y muchas ovejas y
baladoras cabras; muchos cerdos, de albos dientes, florecientes de sebo, se socarraban tendidos sobre las
llamas de Hefesto; y por doquier fluía en torno del cadáver la sangre, recogida en cuencos” (Homero,
1991: 556).
52
compasión y ese temor que, según Aristóteles (Poética 1449b), acompañan a la catarsis
trágica.
No obstante, son muchos los casos de sacrificio humano que han propuesto los
arqueólogos, como existen también diversos sacrificios mencionados en textos, como el
desarrollado en Licea, ofrecido a Zeus, que se refleja en el Minos (315c), diálogo
atribuido a Platón, o el sacrificio que Pausanias sitúa en el monte Liceo (Descripción de
Grecia 8.38.6-7), en un santuario de Juno (Burkert, 1972: 85)32.
Tras estudiar cada uno de la veintena de sacrificios humanos propuestos a partir
de excavaciones arqueológicas, D. D. Hughes concluye que solo cuatro parecen
responder a esa posibilidad: la Tumba de Kazarma (cerca de Nafplio, en la Argólida),
donde se halla el esqueleto de un esclavo cerca de la entrada de la tumba (datada ca.
1600-1350 a.C.); los seis esqueletos apilados en la Tumba 15 de Micenas, de fecha
incierta; y, en Chipre, la Tumba 422 de Lapithos (Necrópolis de Kastros), datada en el
Chiprio-Geométrico (1050-750 a.C.), donde se halla el esqueleto de un guerrero y un
segundo esqueleto mutilado33; y la Tumba 2 de Salamina, con dos enterramientos de
distintas épocas (el primero datado en el Chiprio-Geométrico y el segundo en el periodo
Chiprio-Arcaico, 750-480 a.C.), con el esqueleto mutilado de un posible esclavo, al que
acompaña el esqueleto de una mula y los restos del carro mortuorio (Hughes, 1991: 13-
48). Como podemos observar, tres de estos sacrificios se han producido muy
posiblemente al realizar el entierro de una persona noble, al que acompaña un esclavo 34;
mientras que el perteneciente a la Tumba 15 de Micenas nos sugiere el sacrificio por la
disposición de los esqueletos. Hughes, aun manteniendo sus reservas, no encuentra una
explicación no sacrificial para estos cuatro casos.
32
El texto de Platón es el siguiente: “Pues, por ejemplo, entre nosotros no existe la costumbre de hacer
sacrificios humanos, sino que lo miramos como cosa impía; en cambio los cartagineses sí lo hacen como
cosa piadosa y lícita para ellos, y algunos sacrifican incluso a sus propios hijos en honor a Cronos, como
tú bien sabes. Y no es que, como bárbaros, usen de leyes distintas a las nuestras, pues también aquí los de
Licea y los descendientes de Atamante…, ¡qué sacrificios ofrecen!; y son griegos” (Platón, 1993: 1653).
Ahora bien, tanto el texto de Platón como las excavaciones arqueológicas
(http://lykaionexcavation.org/site/) nos indican que no tiene por qué tratarse de sacrificios humanos, sino
del sacrificio de animales, lo que se puede deducir también del fragmento de Pausanias citado por
Burkert; sacrificios que también refuta S. Ribichini (19 : 177-179). No obstante, E. Lipiński considera que
en el mundo púnico pudieron existir tanto sacrificios como la consagración de difuntos de corta edad a
diversos dioses, aunque sobre todo a Tanit (Lipiński, 1995: 476-483).
33
“Their blood poured down in the hole to satisfy the spirit of the deceased, buried in the tomb”
(Gjerstad, 1948: 244).
34
¿Nos hallamos ante una forma de enterramiento cercana a la descrita en el poema “Exequias de
Endiku”, perteneciente al ciclo de Gilgameš, donde el héroe es enterrado junto a su familia y servidores,
de acuerdo con el rito sumerio que ha sacado a la luz la excavación arqueológica de la necrópolis real de
Ur (ca. 3000 a.C.) (Klíma, 1964: 67-68 y 241)?.
53
No obstante, en los textos literarios no se habla de este tipo de sacrificios. El
sacrificio humano más llamativo (y conocido) es el de doce hijos de nobles troyanos en
el entierro de Patroclo, quemados en la pira junto a caballos, perros y vacas también
sacrificados, completando el ritual con aceite y miel (Ilíada 23.163-183) y los juegos
funerarios que tradicionalmente se ejecutaban en Grecia ante la tumba de un héroe o un
muerto ilustre. Como señala D. D. Hughes, tras enunciar las diferentes interpretaciones
de este pasaje homérico, se trata de un ritual formulado como una manifestación del
dolor de Aquiles (un ritual hiperbólico, si se quiere), pero no basado ni en una tradición
griega ni en una tradición guerrera, pues en los funerales de nobles o reyes solo se
sacrificaban animales (Hughes, 1991: 51-54). No obstante, sí podemos determinar la
práctica de sacrificios humanos en los hititas (y, por tanto, en el contexto de esa
Anatolia poblada por indoeuropeos), entre los siglos XVIII al XII a.C., si bien se trataba
muy posiblemente de prisioneros, junto al sacrificio habitual de animales (lechones y
cachorros de perro principalmente) (González Salazar, 2009: 98).
Al no existir en Grecia una tradición clara de la realización de sacrificios
humanos (las evidencias arqueológicas no son suficientes), resulta muy problemático
plantear la posibilidad de que los sacrificios de animales hayan sustituido a los
sacrificios humanos, aun cuando esa sustitución pueda aparecer expuesta en los textos
literarios (Hughes, 1991: 79-92. Bonnechere, 1994: 243-245). De haberse producido un
paso de ese tipo, habría sucedido mucho antes, radicando entonces la evolución de los
sacrificios en el mundo griego en un paso hacia un sacrificio progresivamente simbólico
desde los sacrificios de animales.
Descartada la posibilidad generalizada del sacrificio humano, tampoco existe
una muerte real en los rituales de purificación (pharmakoi), dictados en muchas
ocasiones por los oráculos ante la amenaza de una epidemia o de cualquier otro tipo de
cataclismo para una ciudad. En este caso, el mal se expulsa de la ciudad mediante el
alejamiento de extranjeros o individuos deformes, a los que se acusa de ser culpables de
esa amenaza. De este modo, la ciudad queda “limpia”, si bien no existe un sacrificio
humano en el sentido más crudo del término. Esta práctica aparece relacionada con la
iniciación, en el sentido de una renovación, un sacrificio que haga que se renazca a una
nueva realidad (Burkert, 1977: 114-117. Hughes, 1991: 139-165. Bonnechere, 1994:
254).
54
Por tanto, existe otra muerte ritual en las iniciaciones. Si los ritos de paso en
Grecia suponen unas ceremonias complejas y habitualmente desarrolladas en el ámbito
familiar (nacimiento, entrada en el mundo adulto, matrimonio y muerte) (Bruit Zaidman
y Schmitt Pantel, 1991: 57-68), los ritos iniciáticos representan un encuentro con la
muerte. Walter Burkert nos enumera una serie de sacrificios relacionados con la
agricultura o la guerra, recogidos en la literatura griega clásica (Burkert, 1972: 65-66; y
1987: 109-139), en los que el sacrificio humano pudo ser sustituido por el sacrificio
animal (el sacrificio de la doncella simbolizado con el sacrificio de un cochinillo en el
culto a Deméter y por el de una cabra en el de Ártemis, quien recibió también el
sacrificio de una cabra por parte de áticos o espartanos antes de ir a la guerra), aunque
Dennis D. Hughes considera que estos ritos son de iniciación (los de Deméter, Ártemis
o Dioniso relacionados con la fertilidad) y, por tanto, con un carácter meramente
simbólico (Hughes, 1991: 88-90).
Esta iniciación, sobre todo en los cultos mistéricos, simboliza la muerte del
iniciado para renacer otro, en una práctica de renovación, a través de la superación de
pruebas, que le hagan conocer incluso el Más Allá, para que el miedo a la muerte
desaparezca, al participar de unos misterios que le anticipan una vida gozosa en la
ultratumba. Como señala Francisco Díez de Velasco:
Iniciarse es morir, cumplir con el rito de la separación del mundo de los hombres comunes
y con el de la agregación al grupo de los elegidos. Esta identificación de la experiencia
iniciática con la muerte la encontramos expresada de modo diáfano en Plutarco, en un
fragmento que debe corresponder a un tratado perdido Sobre el alma, dentro de sus Moralia
[…] El trance de la muerte se convierte en un viaje ya vivido que solo tiene para el iniciado
una posible conclusión: la transformación en un ser bienaventurado que goza la gloria de
una iniciación sin la sumisión a la tiranía del tiempo, libre y liberado de las ataduras del
mundo. (Díez de Velasco, 1995: 122)
No se puede pensar en absoluto en otras danzas rituales sino en las que Dédalo
representara, según Homero, para Ariadna, y que fueron evocadas, gracias al arte de
Hefesto, se decía, sobre el Escudo de Aquiles 35. Son las danzas que Teseo había enseñado,
al mismo volver de Creta, a los isleños de Delos, y que se ejecutaba todavía en la isla
sagrada de las Cícladas, alrededor del Altar de los cuernos, hasta los tiempos de Calímaco;
quizá imitaban, con el auxilio de Ariadna, el esfuerzo de Teseo para salir de las confusiones
del laberinto […] (Picard, 1948: 151)
35
Homero, Ilíada 18.590-606.
56
En el contexto de las prácticas sacrificiales adscritas a los rituales, ocupan un
lugar muy destacado en la religión griega –como hemos visto– los cultos mistéricos
ligados a ritos agrarios en los que se manifiesta el carácter mágico-religioso de la
cosecha de grano o la vendimia. Entre los primeros destacan, sin duda, los dedicados a
Deméter (las Tesmoforias y los Misterios Eleusinos), como pervivencia del antiguo
culto destinado a la diosa del cereal en Creta y Micenas36. Asimismo, hay que destacar
los rituales relacionados con la vendimia y la elaboración del vino, con Dioniso como
objeto de culto, si bien (como veremos) también presente en el culto a Deméter.
El culto más extendido en Grecia son las Tesmoforias, culto consagrado a
Deméter en el que participaban solo las mujeres. Al llegar al Tesmoforion, cada mujer
entregaba un cochinillo (que se arrojaba a un pozo subterráneo) como ofrenda a la
diosa, relacionada, por este culto femenino, también con la fertilidad humana,
identificándola así con Afrodita, quizá como un nuevo desdoblamiento de la diosa de la
fertilidad micénica (Nilsson, 1940: 41. Picard, 1948: 188); pero, al tiempo, en tanto que
deidad ctónica, Deméter representa la muerte y la putrefacción:
Las mujeres entran así en contacto con lo subterráneo, con la muerte y la putrefacción,
mientras que al mismo tiempo, con falos, serpientes y abetos, están presentes la sexualidad
y la fertilidad. El mito explica el sacrificio de cerdos con el rapto de Core: cuando la hija de
Deméter se hundió en la tierra, arrastró consigo los cerdos del porquerizo Eubuleo a las
profundidades. Así, Deméter durante la búsqueda de su hija instauró las Tesmoforias […]
(Burkert, 1977: 325)
36
“Le culte de Déméter a ses origines attestées en Crète […] Les rapports préhelléniques de Déméter et
de Poseidon, consacrés plus tard par la tradition, tant dans Ogygia-Éleusis, qu’à Phigalia, p. ex., ont dû
être normaux et connus […] Puissance agraire et chtonienne, la Déméter mycénienne devait protéger aux
morts, et c’est elle qui est sans doute représentée, en costume minoen, sur une épingle d’apparat d’une des
tombes du Cercle royal à Mycène” (Picard, 1948: 245).
57
Con idéntico origen y misma finalidad que las Tesmoforias, aunque más
complejos en su escenificación (en la que participan solo hombres, ya que las mujeres,
los esclavos y los extranjeros estaban excluidos de la iniciación [Burkert, 1977: 215,
379-384. Clinton, 1988: 71]), los Misterios Eleusinos, celebrados en otoño, suponen la
culminación del culto a Deméter. En ellos, se escenificaba el rapto de Core (Perséfone)
por Hades (Edoneo), engañada con narcisos por este dios ctónico del Más Allá, y la
búsqueda efectuada por Deméter, hasta hallar a su hija en Eleusis, donde la rescata, si
bien llega a un acuerdo con Hades: Core estará un tercio de cada año con su esposo
Hades (ella ha probado la granada y, por tanto, ha quedado ligada al mundo de los
muertos) y los meses restantes estará sobre la tierra, junto a su madre, siempre de
acuerdo con el relato del Himno a Deméter, atribuido a Homero (Homero, 2004: 65-83).
La celebración concluye con la aparición del fruto de este matrimonio: Plutos (la
riqueza o abundancia), representado por una espiga, que el hierofante exhibe ante los
iniciados (cuyo destino en el Más Allá será favorable) y que en la iconografía se nos
muestra como “niño divino”37 que porta la cornucopia, a veces identificado con
Dioniso, como en Creta (Picard, 1948: 114). Precisamente esta cornucopia es el
elemento simbólico que porta la diosa de la fertilidad en la cueva de Laussel (Dordoña,
Francia), en el Paleolítico Superior, quien sostiene un cuerno de bisonte como símbolo
de abundancia, por lo que quizá habría que considerarla un símbolo más o menos
generalizado en Europa, variando el elemento material (recordemos el altar de cuernos
de cabra en Delos, en el que se celebraban sacrificios a Ártemis). Además, en el Himno
se dan cita una serie de flores con un marcado carácter simbólico y ritual, como el
jacinto o el azafrán, junto al narciso, que a partir de entonces se convirtió en la flor de
los muertos, si bien (conmemorando a esa Deméter ctónica) en las tumbas se sembraba
grano. El origen cretense de este tipo de ceremonia parece conducirnos hacia un antiguo
ritual agrario, similar al dedicado a la Gran Diosa del grano de Çatal Hüyük (importante
comunidad neolítica al Sur de Anatolia), con un posible sacrificio de vírgenes (Burkert,
1977: 217), no atestiguado (al menos por ahora) por la arqueología, aunque sí podría
tratarse de un rito de iniciación con un sacrificio simbólico. En realidad, los sacrificios
realizados en Eleusis consistían también en ofrecer un toro o una vaca a otros dioses
37
“La découverte (à Mycènes) d’un groupe d’ivoire des Deux déesses crétoises, accotées à terre, et près
desquelles folâtre un petit garçon, s’appuyant au genou de l’une d’elles, a attesté le rôle important de
l’Enfant divin chez les Crétois” (Picard, 1948: 89). Este grupo escultórico está datado a mediados del
siglo XIV a.C. (Higgins, 1967: 130).
58
(como Zeus, portador de la lluvia; o Dioniso, identificado con el niño divino) o diosas
(como Ártemis, relacionada con Deméter en los orígenes de la religión griega, como
hemos visto), pues a Deméter (como en las Tesmoforias) se sacrificaban sobre todo
cochinillos, cuyos restos aparecen tanto quemados, como en vasijas (Clinton, 1988: 69-
80). La muerte y renacimiento de Core parece remitirnos a la Creta minoica, donde los
dioses y diosas serían mortales, completando ciclos de vida, muerte y regeneración,
como hallamos también en arquetipos de esta época pertenecientes al mundo semítico
(Adonis) o egipcio (Osiris) (Picard, 1948: 88-89. Marinatos, 1986. Cashford, 2009),
siempre en el contexto de los dioses y diosas de la vegetación o el grano, lo que, no
obstante, abarca el panteón completo de los dioses germánico-escandinavos, también de
origen indoeuropeo (Dumézil, 1959: 16. Díez de Velasco, 1995b: 260. Lanceros, 2001:
156).
El otro dios ctónico relacionado con la agricultura es Dioniso. Su nombre nos
remite a un origen minoico o micénico (la traducción de las raíces léxicas tracias nos
indica que es hijo de Zeus38 [Otto, 1933: 65-73]), si bien varios de los elementos
relacionados con él nos sitúan en un ámbito extraño a Grecia: thríambos y dithýrambos
son palabras no griegas de difícil ubicación; mientras su madre, Sémele, quizá posea un
origen frigio o lidio, al tiempo que thýrsos parece remitirnos al hitita (tuwarsa, ‘vid’).
También el nombre de Baco (que identifica al dios y al devoto) nos podría remitir a las
lenguas semíticas (‘llorar’), con una identificación de Dioniso con el dios de la
vegetación Tammuz y su muerte cíclica (Burkert, 1977: 220). Precisamente esta muerte
cíclica de Dioniso se conmemora en su principal fiesta, las Antesterias.
En el mundo micénico Dioniso aparecía unido a Ariadna en un matrimonio
sagrado (Vatin, 2004). En la versión más conocida (ca. 1400 a.C.), este matrimonio se
habría producido tras el abandono de Ariadna en Naxos por parte de Teseo, si bien –en
otra versión– habría muerto a manos de Ártemis y en presencia de Dioniso (v.gr. Odisea
11.321-325). En la tradición minoica y micénica, Ariadna era el espíritu de la
vegetación, por lo que el carácter ctónico de este matrimonio resulta evidente (Otto,
1933: 181-188. Picard, 1948: 188).
Las fiestas dedicadas a Dioniso son cuatro, con procedencia diversa y con
diferentes tipos de desarrollo. Las más importantes son las Antesterias, precedidas de
38
“A ti te engendró el padre de hombres y dioses, muy lejos de los humanos, a escondidas de Hera de
níveos brazos” (Homero, 2004: 40). Se trata del Himno a Dioniso, primero de los himnos y de los tres
dedicados a este dios.
59
las Leneas, que se adscriben al ámbito jonio-ático. En ellas, se consumía vino y se
exponía el relato de cómo Dioniso había traído el cultivo de la vid y la elaboración del
vino; los campesinos, sospechando que había intentado envenenarlos, lo matan y lo
arrojan a un pozo, donde lo encuentra (tras una larga búsqueda) su hija Erígone, quien
se suicida. Por ello, triunfo del cultivo y muerte vuelven a aparecer unidos, como
veíamos en Eleusis, aunque en esta ocasión se produzca de manera inversa. Estas fiestas
se celebraban en febrero, momento de la poda de la vid y de la segunda fermentación
del vino, por lo que coincidía con el comienzo de la floración (Nilsson, 1940: 53-54), lo
que redunda aún más en el carácter ctónico no solo de Dioniso, sino también de su
matrimonio sagrado. Además, en el segundo día de las Antesterias se celebraba el día de
los muertos, con ofrendas y sacrificios para Hermes ctónico (Nilsson, 1940: 54. Burkert,
1977: 222).
Por su parte, las Agrionias se sitúan en el ámbito dórico y eolio; en ellas se
producía una insurrección de las mujeres, que parecían enloquecer, celebrándose incluso
simulaciones de canibalismo. Las Dionisias agrarias se celebraban con el sacrificio de
cabras y una procesión fálica, como símbolo de fertilidad. Finalmente, en el siglo VI
a.C. se instituyeron las Grandes Dionisias (Katagógia), si bien el desarrollo del ritual se
nos narra en el séptimo de los Himnos atribuidos a Homero (por lo que cabe hablar de
un origen anterior), con un Dioniso capturado por unos piratas tirrenos; pero el dios se
liberó de sus cadenas y unas viñas crecieron en las velas, al tiempo que una hiedra se
enredaba en el mástil. El dios se transformó en león, devorando al capitán. El resto de
los piratas, excepto el timonel (al que perdonó), se arrojaron al mar, convirtiéndose en
delfines (Homero, 2004: 206-208. Burkert, 1977: 224).
Mención aparte merece la celebración de Dioniso mediante cantos y danzas por
parte de hombres cubiertos de pieles de machos cabríos (τράγοι), de donde procede el
nombre de ‘tragedia’ (τραγωδία), según la conocida teoría de Wilamowitz, recogida,
entre otros, por Francisco Rodríguez Adrados39. Es sabida la oposición de Jean Harrison
a esta atribución etimológica, pues –para ella– procedería de otro posible significado de
τράγος (‘espelta’), palabra relacionada (por una cierta homofonía) con ‘mosto’ (τρύξ-
τρυγός), lo que habría provocado la identificación de una fiesta agraria con la fiesta del
vino, de ahí que considerase a Dioniso como el dios del grano en época arcaica
39
“En el macho cabrío de los festivales de Icaria, etcétera, etcétera, la opinión común es que el animal
encarna al dios Dioniso” (Rodríguez Adrados, 1972: 386-387).
60
(Harrison, 1903: 420). Ahora bien, la tragedia no sería un derivado del mosto, sino de
los cantos que se dirigían al dios (ditirambos), mientras se trasladaban los animales al
sacrificio. Los animales más habituales en estos ritos eran los machos cabríos, como
hemos visto. Así, los cantores se identificaban con el animal sacrificado, según señala
Walter Burkert:
Eso se corresponde justamente con la única explicación del nombre “tragedia” que era
corriente en la Antigüedad: “canto por el premio de un macho cabrío” o “canto que
acompañaba el sacrificio de un macho cabrío”; en el fondo, las dos interpretaciones son
idénticas, pues era natural que el macho cabrío obtenido como premio fuera sacrificado a
Dioniso. El documento más antiguo que habla de un macho cabrío concedido como premio
del agón trágico es la crónica del Mármol de Paros, fechada en el año 276 a.C., y luego un
epigrama de Dioscórides […] (Burkert, 1990: 30-31)
Ahora bien, los testimonios aportados por el filólogo alemán son demasiado
tardíos como para servirnos de referencia concreta de un origen más remoto, por cuanto
la convención genérica de la tragedia ya quedó establecida en el siglo V a.C., con
Esquilo y Sófocles. Y Aristóteles (Poética, 1449a.10-15) nos indica que la tragedia
comenzó siendo una improvisación realizada durante los ritos dedicados a Dioniso:
Habiendo, pues, nacido al principio como improvisación –tanto ella como la comedia; una,
gracias a los que entonaban el ditirambo, y la otra, a los que iniciaban los cantos fálicos,
que todavía hoy permanecen vigentes en muchas ciudades–, fue tomando cuerpo, al
desarrollar sus cultivadores todo lo que de ella iba apareciendo; y, después de sufrir muchos
cambios, la tragedia se detuvo, una vez que alcanzó su propia naturaleza. (Aristóteles,
1992: 139-140)
40
Un paralelo lo hallamos en el culto a Osiris, donde el coro desempeña un importante papel en el festival
de Haker, en Abidos (Cashford, 2009: 123 y ss.).
61
llamarse órficas” (Guthrie, 1952: 116). Además, a Orfeo se le atribuyeron todas las
iniciaciones (teletai), si bien los misterios específicos de los órficos parecen haberse
generado por asimilación con los de Dioniso (Burkert, 1987: 38). Sin embargo, ello no
supone una exclusividad de ritos, pues el orfismo se constituyó más como una forma de
vida (ciertamente ascética) que como una nueva vertiente en la religión griega, a pesar
de su carácter extático, con estrictas indicaciones alimenticias (por ejemplo, la pureza o
impureza de determinados alimentos, como la carne) (Guthrie, 1952: 68),
atribuyéndosele varias obras de índole religiosa (incluida su cosmogonía) (Bernabé,
2002). Esta asimilación mistérica de Orfeo (quien ha conocido el Hades) y Dioniso (el
dios del éxtasis motivado por el vino41) desemboca en ambos casos en el relato de una
muerte violenta: Orfeo murió despedazado por las Bacantes (que fueron castigadas por
Dioniso convirtiéndolas en árboles) y Dioniso (niño) fue devorado por los Titanes,
excepto el corazón, que empleó Zeus para reengendrarlo en Sémele, dando cuenta así de
un dios ctónico que muere y renace cíclicamente. El carácter ctónico de los dioses que
reciben culto en los ritos agrarios, su origen semejante, permite un desarrollo
independiente, aunque manteniendo varias líneas de confluencia en la narración de los
respectivos mitos, siempre bajo la tríada del nacimiento, la muerte y la regeneración,
paralelos con la existencia humana, tal como se celebraba en los cultos mistéricos.
El oikos era el lugar preferente para varios ritos de paso. El concepto de oikos,
que nos remite en primer lugar a la ‘casa’ (también oikía, que se relaciona con el
concepto de ‘familia’), además se refiere a la ‘hacienda’ completa de una familia y, por
extensión, puede acoger el ‘templo’ o la ‘tumba’, que en los periodos minoico y
micénico parece reproducir la estructura de una vivienda. Quizá por esa relación con el
concepto de templo, la casa (y sobre todo el fuego del hogar, sede de Hestia) aparece
como lugar sagrado42, donde nacimientos, matrimonios o muertes (tres de los grandes
ritos de paso) se consagran o reciben determinadas prácticas rituales: a los cinco o siete
días de nacer, el nuevo miembro de la familia era llevado en círculos en torno al fuego,
41
Para un estudio de la relación entre vino y muerte en los ritos dedicados a Dionisio, Díez de Velasco
(2004).
42
Por ese carácter sagrado del hogar, Hesíodo (Trabajos y días, 733-734) indica: “No te dejes ver con los
genitales manchados de semen dentro de tu casa junto al hogar” (Hesíodo, 1990: 160).
62
ante el que también se consagraba la nueva esposa; tras los ritos funerarios de un
integrante del oikos, el fuego se apagaba y se volvía a encender (Nilsson, 1940: 111-
136. Bruit Zaidman y Schmitt Pantel, 1991: 69).
Dejando a un lado las divinidades y genios benéficos relacionados con el oikos
griego (Zeus Herceo y Zeus Ctesio, Hermes, los Dióscuros o el Agathosdaimon), ese
lugar seguro43 donde convivía la familia, los esclavos y otras posibles personas de paso,
quisiera determinar aquí la relación entre los muertos, los antepasados y los héroes, con
el culto correspondiente, comenzando por los ritos funerarios. Asimismo, quisiera
establecer las relaciones oportunas entre los elementos que vamos a hallar en Grecia
desde época Arcaica respecto de otras culturas vecinas.
El ritual comenzaba con los cuidados hacia el cadáver:
En primer lugar se procede al aseo del muerto. Se le unge con esencias perfumadas, se le
viste con ropajes blancos, y se le envuelve en bandas y en un sudario, dejando el rostro al
descubierto. (Bruit Zaidman y Schmitt Pantel, 1991: 63)
Una vez dispuesto el cadáver, comienzan los ritos funerarios, que presentan
pocas variaciones a lo largo de la historia griega, excepto en el lujo de los funerales o en
las muestras de dolor, que Solón limitó en sus leyes. La estructura del duelo y del
posterior rito del entierro es siempre la misma. En primer lugar, la próthesis o
exposición del cadáver, donde las mujeres manifiestan su dolor mediante una serie de
elementos gestuales y gritos que son comunes al Mediterráneo y que incluso se recogen
en textos medievales hispanos (Gaude-Ferragu, 2003. Muñoz Fernández, 2009):
43
“Es mejor estar en la casa, porque lo de fuera es muy peligroso” ( ιοβελτερονεινι,
εειβλβεροντο θρφιν) es una frase proverbial que ya se halla recogida en el siglo VII
a.C. en Hesíodo (Trabajos y días 365); también en los Himnos homéricos, en el primero dedicado a
Hermes (36).
63
En la tradición griega tardía, es éste el momento de la entrega del óbolo a
Caronte (Χάρων)44, colocando las monedas sobre los ojos. Esta costumbre introducía un
elemento nuevo, que marcaba el viaje del muerto hasta el Más Allá (reino de Hades).
Una cierta homofonía parece relacionarlo con el etrusco Charun (Lara Peinado, 2007:
395-396) y con el bizantino Jaros (Χάρος) –éstos responden a un genio maléfico, que
incluso devora a los humanos–, quien aparece en el imaginario bizantino tras la llegada
del Cristianismo. No obstante, el Caronte griego se nos muestra como un psicopompo,
que sustituyó en el imaginario griego a Hermes o a Thánatos, cuya función era la
conducción del alma al Hades; en el caso de Thánatos, unido con el Sueño (Hýpnos), su
hermano gemelo (Díez de Velasco, 1995: 27-62), por lo que están exentos de cualquier
matiz cruel o violento.
En segundo lugar, la ekphorá o cortejo fúnebre supone el transporte del cadáver
o bien a hombros o bien en un carro, hasta la necrópolis, que se hallaba fuera de la
ciudad. Allí el cuerpo era enterrado o quemado en una hoguera, ambas prácticas
habituales entre el siglo X y el IV a.C.; no obstante, en Homero hallamos como única
práctica la cremación (Garland, 1985: 31-34).
Finalmente, se depositaba en la tumba el cuerpo o la vasija con las cenizas. La
tumba se cubría con un túmulo de tierra, coronado por un gran vaso o una estela en la
que frecuentemente figuraba el nombre del difunto (Garland, 1985: 34-37. Bruid
zaidman y Schmitt Pantel, 1991: 63). En ocasiones, durante el periodo micénico, se
colocaba una figura de Sirena (mujer alada), encargada de nutrir el alma del difunto,
como paralelo del ave Ba egipcia (Vermeule, 1979: 142). En esta época existieron
tumbas en fosa, de cista, en cámara, con cúpula o se construyeron tumbas que, en un
primer momento, imitaban la estructura de las casas minoicas o micénicas, lo que, con
la correspondiente actualización, hizo que muchas tumbas mantuvieran esa estructura de
vivienda durante la época clásica. Entre estas construcciones micénicas cabe destacar
las tholoi, con estructura circular y cúpula, y con capacidad para varios cadáveres
(Picard, 1948: 216-217 y 259-260. Vermeule, 1979: 96 y ss. Dickinson, 1994: 262-263.
Schofield, 2007: 164-166). En ellas, hallamos también símbolos fúnebres, como la
44
“La primera cita literaria de Caronte aparece en el poema épico Miníada de fecha incierta aunque
clásica según los autores más recientes […] La primera representación iconográfica de Caronte aparece
en el cilindro cerámico de figuras negras del museo de Francfort (Li 560), fechado a principios del siglo
V a.C. […]” (Díez de Velasco, 1989: 45). El texto de la Miníada, tomado de Pausanias, es el siguiente:
“No obstante, la barca en la que embarcan los muertos que llevaba el anciano barquero Caronte no la
hallaron allí, cerca del puerto” (Bernabé, 1979: 329).
64
mariposa (cuyo origen cabe remontar al Neolítico, en Anatolia), la abeja o la doble
hacha micénica, que se puede relacionar asimismo con esa mariposa, símbolo de la
renovación (Dietrich, 1988: 39).
Junto al cadáver se colocaban diversos objetos como ajuar y se le ofrecía “más
bebida que comida, en cráteras, copas, jarras y biberones para los niños” (Vermeule,
1979: 111), pues se decía que los muertos sufrían sed; de ahí que, periódicamente, se les
siguieran presentado ofrendas de líquidos, incluida la sangre (como aparece en el canto
XI de la Odisea, aprovechando la ocasión Ulises para comunicarse con los muertos).
Tras la inhumación se celebraba un sacrificio, un banquete y diversos juegos, elementos
comunes destinados a los muertos y a los héroes (Ekroth, 2002: 215 y ss.). Así se abría
el camino hacia el Más Allá para el difunto, con la rica imaginería griega para su
descripción (Díez de Velasco, 1995). Estos ritos acababan para la familia con la
purificación, pues el contacto con la muerte suponía la impureza para objetos y
personas.
El ritual más cercano al que acabamos de describir en Grecia lo encontramos en
Etruria: próthesis, lamento, ekphorá, banquetes y juegos (que incluyen danzas) y ritos
miméticos. No obstante, en los entierros etruscos se practicaba el juego de Phersu,
consistente en una danza que representaba el rapto del difunto por el perro (o el lobo) de
Aita (equivalente de Hades), cuya puesta en escena se acompañaba de silenos o sátiros,
entroncando así con el carácter ctónico del culto a Fufluns (equivalente de Dioniso), que
concluye con el triunfo de la vida (Jannot, 1985).
Ahora bien: la cuestión que se plantea, llegados a este punto, es de qué manera
se concretó entre los griegos el culto a los muertos, tanto el dedicado a los antepasados,
como el destinado a los héroes. Resulta lógico considerar éste último como un culto
comunitario, por cuanto varias ciudades griegas fueron fundadas por héroes: las
distintas ciudades llamadas Heraclea (Lincestis, de Lucania, Minoa, Póntica, Síntica, de
Caria, Cybistra, de Tarquinia…), o la ciudad de Cadmea (llamada más tarde ‘Tebas’),
por ejemplo, nos remiten a la protección de la polis, como también sucede con los
dioses (Poseidón en Corinto o Troya, Hera en Argos, Zeus en Cos, o Atenea en Esparta,
Tegea y Atenas, por ejemplo; o que en el centro de las polis ardiera un fuego en honor a
Hestia), por lo que cabría un culto similar de tipo local.
En el caso de los antepasados, consta que fueron objeto de culto (familiar o
comunitario) en diversas culturas del entorno griego, al aparecer atestiguado claramente
65
entre los hititas, los antiguos hebreos, los sumerios45, los romanos o en Mesopotamia,
donde solo alcanzaba hasta la tercera generación (Dumézil, 1974: 369-374. Sanmartín,
1993. Del Olmo Lete, 1995. Bottéro, 1998: 136. García Trabazo, 2002: 47); en la
mayoría de estas culturas es la casa el lugar habitual de celebración. Estos ritos y
celebraciones dedicados a los antepasados tienen sus raíces en el mundo neolítico,
siendo característicos de los grupos de cazadores-recolectores, como elemento benéfico
en la religión primitiva (Lévêque, 1997: 27-28). No obstante, el mundo minoico y
micénico ofrece la peculiaridad de la mitificación de estos antepasados (reyes y nobles
generalmente) en forma de héroes46, mitificación que perviviría en Creta:
No es descabellado pensar que el culto de los ancestros temibles debió comenzar en esta
época [Heládico Medio, 2100-1550 a. C.] en Grecia, al menos en la zona continental. Ello
crea, reconozcámoslo, una diferencia sensible con Creta; la creencia en la deificación de los
muertos –de ciertos muertos privilegiados, al menos– hacia la que se orientaban aún en los
siglos XIII–XII las ceremonias de la larnax de Hagia Triada, p. ej., se manifiestaen los usos
de la Grecia continental, desde la época del Heládico Medio. Son los griegos, mezclados
con nuevos elementos étnicos quienes han separado, en un periodo bastante bárbaro, el
culto heroico, derivado del de los ancestros, del culto divino. (Picard, 1948: 257-258)
45
Así, por ejemplo, Gilgameš significa “El antepasado es un héroe”. Su epopeya (ca. 2650 a.C.) parte de
un personaje histórico: el quinto rey de la primera dinastía de Uruk (Lara Peinado, 1988: 245).
46
“El término cretense “héroe” perdura hasta el I milenio, gracias a su transmisión por vía micénica,
hecho confirmado por el “Tiriseroe” (“tres veces héroe”) que aparece mencionado en una tablilla. El
héroe es el Señor, el muerto principesco, cuya energía vital se ve acrecentada por el óbito y cuya
protección carismática se extiende sobre la comunidad bajo su mandato” (Lévêque, 1997: 163). Un
estudio monográfico sobre asunto, C. M. Antonaccio (1994).
66
aquí la influencia de las migraciones desde Anatolia, como sostiene Renfrew, por lo que
la influencia geográfica no variaría mucho, aunque sí la cronología de tales influencias.
En cualquier caso, tanto en el culto familiar a los antepasados como en el culto
comunitario a los héroes existen trazas de la religión griega arcaica. Tras la separación
entre el culto a los héroes y el dedicado a los dioses (y su distinta adscripción, aunque
manteniendo ambos en muchas ocasiones su papel como protectores), llegaría la koiné
religiosa dictada por los textos de Homero y Hesíodo, de tal manera que religión y
literatura alcanzarían su punto de encuentro.
67
sociopolítica, mediante la rememoración idealizada de antepasados singulares. Sobre el
mito como modelo ideal, afirma Francisco Díez de Velasco:
Esta búsqueda (y confección) del modelo ideal resulta ser una de las causas de la
multiplicación de versiones míticas de episodios parecidos que se ubican en lugares
diversos y que enmarañan a veces hasta lo inverosímil el acervo mitológico antiguo. Las
ciudades, los linajes, los santuarios, los grupos sociales utilizan el mito como referente y
justificación de su posición frente a los demás y crean o modifican según sus necesidades.
Los linajes preeminentes de la época oscura justifican su poder en míticas líneas
privilegiadas de parentesco que les hacen entroncar con los grandes guerreros de la edad
heroica. (Díez de Velasco, 1998: 20)
47
“Solo una autoridad pudo poner orden en esta confusión de tradiciones. La autoridad a la que apelaban
los griegos era la poesía de Hesíodo y, sobre todo, la de Homero. La poesía, aún proveniente de la
tradición oral, fue la que creó y mantuvo la unidad espiritual de los griegos” (Burkert, 1977: 165). No
obstante, J. Signes Codoñer sitúa en torno al siglo VI a.C. la datación de los textos homérico (2004: 123-
300), así como la relación entre escritura y epopeya. No cabe duda de que es posible, al hilo de los
argumentos aportados por este helenista, que tales textos quedaran fijados en la escritura en esa época, lo
que no refuta una tradición anterior, situada en el siglo VIII a.C., como señalan la mayor parte de los
especialistas en los textos homéricos.
68
de estos poemas épicos, cuya consecuencia es ese cambio de paradigma en la religión
griega.
En primer lugar, la Ilíada y la Odisea recogerían una tradición oral anterior,
donde se desarrollarían episodios aislados de una y otra epopeya, por lo que la tarea de
Homero, como aedo, fue la de unificar y cohesionar estos segmentos del ciclo troyano,
dando unidad y coherencia al relato, un relato ya familiar para el público de su época
(Carlier, 1999: 60-63). Un proceso similar de formación lo encontramos en el Poema de
Gilgameš:
En un principio eran unos seis poemas independientes, cada uno de los cuales hacía
referencia a alguno de sus actos heroicos. Más tarde sufrieron una elaboración y fueron
reunidos en una gran epopeya. Durante la época hammurábica circularon también otros
poemas que constituyeron más tarde la base de la versión canónica neoasiria de la obra.
(Klíma, 1964: 232-233)
69
asumidos como modelo por la sociedad griega, como elemento esencial de la paideia
(Jaeger, 1933: 19-66), hasta después de Platón. Ideales similares habrían inspirado la
Odisea, por cuanto existe un claro paralelismo en lo referente “a las instituciones y a las
costumbres descritas, ya se trate de sacrificios, del ritual de la hospitalidad, de los usos
matrimoniales o de las asambleas políticas” (Carlier, 1999: 66), aunque existan también
notables diferencias, por ejemplo, respecto del papel de los dioses.
Otra fuente fundamental para esta religión unificada es la Teogonía de Hesíodo,
donde hallamos una cosmogonía y una completa genealogía de los dioses y sus
descendientes, y donde se emplean también epítetos y apelativos de los dioses idénticos
o cercanos a los empleados por Homero. Esta obra asimismo mantiene cierta relación
con el contexto textual del Próximo Oriente, al encontrar, por ejemplo, el combate de
los dioses (v.gr. 629-63448), que podemos hallar en la literatura hitita, como “El reinado
en el cielo” o “El canto de Ullikummi” (García Trabazo, 2002: 160-175 y 182-251); o,
en la tradición semítica, “La lucha entre Baal y Yam”, “El combate de Baal y Mot” o
“Baal y los dioses del desierto” (Del Olmo Lete, 1998: 44-58, 102-121 y 138-141).
Precisamente es la cuestión de la religión la que va a suscitar un mayor grado de
polémica en la tradición griega posterior. Así, el comediógrafo Estesícoro (siglos VII-
VI a.C.) o el presocrático Jenófanes de Colofón (siglo VI a.C.), utilizaron el sarcasmo
para manifestar un racionalismo que sirviera para explicar la tradición mitológica
griega. A ellos hay que unir a Evémero (entre los siglos IV-III a.C.) y su atribución de
un origen histórico y social a los mitos (Nestle, 1944: 82-90). O la lectura alegórica, de
tradición estoica, que llevó a cabo Crísipo de Solos (siglo III a.C.), para quien los dioses
eran alegorías basadas en la personificación de elementos naturales (Crísipo de Solos,
2006: 283-284), de acuerdo con el testimonio de Cicerón (Sobre la naturaleza de los
dioses 1.15.39-41); como señala José Carlos Bermejo Barrera:
Por ello la Antigüedad desarrollará la interpretación alegórica del mito, según la cual el
mito esconde un mensaje verdadero bajo una apariencia falsa. De acuerdo con esta
interpretación el mito puede contener tres tipos de verdades: históricas, físicas o éticas.
(Bermejo Barrera, 2002: 69)
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“Ya hacía tiempo que luchaban soportando dolorosas fatigas enfrentados unos contra otros a través de
violentos combate, los dioses Titanes y los que nacieron de Cronos; aquéllos desde la cima del Otris, los
ilustres Titanes, y éstos desde el Olimpo, los dioses dadores de bienes a los que parió Rea de hermosos
cabellos acostada con Cronos” (Hesíodo, 1990: 99).
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No obstante, la tradición de la Teogonía se mantuvo, propiciando nuevas obras
inspiradas en ella, como la Teogonía de Ferécides de Siro (siglo VI a.C.) y tanto en la
lírica como en la épica y el teatro griegos se mantuvieron los principios ideológicos
emanados de Homero y de Hesíodo, por lo que cabría afirmar que los griegos sí
creyeron en sus mitos, parafraseando el título de un conocido estudio de Paul Veyne
(1983), si bien es necesario señalar que, mientras la religión de Homero o de Hesíodo
consistía en un sistema imbricado en las estructuras culturales griegas, las creencias más
fuertemente arraigadas en los individuos eran aquéllas relacionadas con los cultos
mistéricos (los misterios eleusinos o el orfismo), lo que también sucedió en Roma, con
el culto a Mitra o a Isis. Estos tipos de cultos mistéricos, así como algunos componentes
de sus rituales, favorecieron la progresiva implantación del cristianismo (Herrero de
Jáuregui, 2007).
Finalmente, una cuestión que quisiera tratar aquí de manera sucinta es la
herencia de Homero y Hesíodo en la literatura griega.
Resulta obvio considerar la influencia que ambos autores ejercieron sobre los
autores épicos posteriores, cuyos textos, adscritos a la llamada épica cíclica, se
conservan generalmente de manera fragmentaria. Así, el ciclo troyano comprendía:
Cipríada (de Estasino, siglo VII a.C.), Ilíada, Etiópida, Pequeña Ilíada, Ilioupersis,
Nostoi, Odisea y Telegonía, según recogió Proclo en su Crestomanía (siglo V de
nuestra Era). La mayor parte de estos textos eran posteriores a la Ilíada y a la Odisea y,
a la luz de los fragmentos que aporta Proclo, presentan algunas variantes respecto de los
poemas homéricos:
Lo fantástico parece tener un curso más libre en estos autores: los motivos del cuento
tradicional, como la invulnerabilidad de un héroe (Áyax en la Etiópida) o los objetos
mágicos (el arco de Filoctetes en la Pequeña Ilíada, el Paladion en el Ilioupersis) y los
incidentes románticos, como el encuentro de Aquiles y Helena en la Cipríada (una cita
arreglada por Tetis y Afrodita), sugieren un tono muy distinto al severo mundo de la Ilíada.
Los poetas cíclicos parecen haber gustado especialmente de episodios patéticos y
estridentes, como los sacrificios de Ifigenia (Cipríada) y Polixena (Ilioupersis), y haber
sido menos discretos que Homero en la utilización de terribles historias de incesto y
parricidio. (Barron y Easterling, 1985: 125-126)
(Comienzo perdido) // … […] (mi) dios, terriblemente … ha dirigido [su] mirada a [un
lado] / y a o[tr]o, no comunica a Kantuzili lo que hay que hacer. Ya sea que [aquel] dio[s]
(esté) [en el cielo] / o en la [t]ierra, ¡tú dios Sol, vas junto a él! ¡Ve! ¡Habla a aquel mi dios,
y / anuncia[le] de nuevo de K[a]ntuzili las palabras! // ¡Dios mío! Desde que mi madre me
parió, (tú) me criaste, mi dios; solo tú (eres) [mi nombre] / y mi amarra, mi dios; solo tú,
[mi dios], me has distinguido entre los hombres buenos; / solo tú, mi dios, me has mostrado
qué hacer en el lugar vigoroso; / Dios mío, [a mí], a Kantuzili, (me) has llamado como
servidor de tu cuerpo (y) de tu alma […] / La clemencia de mi dios, que desde la infancia
no conozco, la reconoceré// […] (García Trabazo, 2002: 277-279)
Sabio en, consejero, ¿quién conoce tu altura? / Dotado de fuerza por el señor del Ekur, /
nacido de la “Montaña”, el señor del Eninnu, / Tormenta que recibe la fuerza del padre
Enlil, / criado por la diosa Makh (que) se presenta desbordante en la batalla […] (Lara
Peinado, 1988: 6-7)
Canta, Musa, a Hermes, hijo de Zeus y Maya, que tutela Cilene y Arcadia, pródiga en
rebaños, raudo mensajero de los inmortales, al que parió Maya, la Ninfa de hermosos
bucles, tras haberse unido en amor a Zeus, ella, la diosa venerable. (Homero, 2004: 151)
La Dama, el asombro de la tierra, la estrella solitaria, la estrella Dilbat, / la señora que surge
en el cielo, la heroína que aparece en el cielo / sometiendo a las regiones enemigas bajo el
temor […] (“Himno a Inanna”)
Por una parte, la relación entre estas diosas queda establecida por su función (la
fecundidad) y por su representación (Bonnet y Pirenne-Delforge, 2004), excepto en el
caso de la Mater Matuta: por otra, el apelativo “la estrella solitaria, la estrella Dilbat”
nos remite al lucero de la mañana y del atardecer (es decir, al planeta Venus), por lo que
entroncaría, a su vez, con el Adymus cretense y con la Mater Matuta romana, que
también posee el atributo de la fertilidad humana, luego asumido por Venus (Dumézil,
1956: 9-43).
Este tipo de himno debió de ir evolucionando progresivamente hacia lo personal,
por lo que hallamos en Safo, por ejemplo, una exhortación a Afrodita que incluye un
tono más confesional e incluso de una cierta camaradería con la diosa, al recibir su
respuesta inmediata:
Ésta es la única forma de elegía que se cultiva en Grecia, habida cuenta de que
no conservamos posibles elegías a antiguos dioses de la vegetación (que también
morían y renacían cíclicamente) como Adonis o Ariadna (con la posible excepción de
Safo respecto de Adonis, como he señalado más arriba), ni el lamento por ciudades
destruidas o saqueadas. Por ello, esta elegía por un ser querido es la forma que recoge la
épica griega. Podemos señalar como ejemplo las lamentaciones de Andrómaca, Hécuba
y Helena por Héctor, al final de la Ilíada (24.725-776). Así, Andrómaca dice:
“¡Esposo! Te has ido joven de la vida y viuda / me dejas en el palacio. Todavía es muy
pequeño el niño / que engendramos tú y yo, ¡desventurados!, y no confío en que / llegue a
la mocedad: antes esta ciudad hasta los cimientos / será saqueada. Pues has perecido tú,
defensor que la protegías / y guardabas a los niños pequeños y a las venerables esposas, / a
quienes ahora pronto llevarán a las huecas naves, y a mí con ellas […]” (Homero, 1991:
605)
Este tipo de poema pasó a la lírica, como podemos comprobar, por ejemplo, en
la “Elegía a Pericles”, de Arquíloco:
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5.2.1. San Jorge y el imaginario cristiano: una épica de la lucha contra el pecado.
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