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Butler - Repensar La Vulnerabilidad y La Resistencia Por Judith Butler

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Repensar la vulnerabilidad y la resistencia por Judith Butler

JUNIO - 2014

Si pensamos en formas recientes de reunión política, no siempre tienen lugar en la calle


o en la plaza. A veces es porque no hay calles ni plazas o porque no forman parte del
centro simbólico de una comunidad política específica y sus aspiraciones. Por ejemplo,
un movimiento puede ponerse en marcha con la finalidad misma de establecer una
infraestructura adecuada, o evitar que una infraestructura adecuada sea destruida.
Podemos pensar en movilizaciones en los asentamientos de chabolas permanentes o los
arrabales segregados de Suráfrica, Kenia o Pakistán; los refugios temporales construidos
a lo largo de las fronteras de Europa pero también los barrios de Venezuela, las favelas
de Brasil o las barracas de Portugal. Estos espacios están poblados por grupos de
personas, incluidos inmigrantes, okupas y/o gitanos, que luchan precisamente para
conseguir agua corriente y potable, sanitarios que funcionen, a veces una puerta cerrada
en los lavabos públicos, calles asfaltadas, trabajo remunerado y unos suministros
básicos.
Así que la calle no siempre es un lugar que podamos dar por supuesto como espacio
público para ciertos tipos de reuniones; la calle, como espacio público y lugar de paso es
también un bien público por el que la gente lucha: una necesidad infraestructural que
conforma una de las demandas de ciertas formas de movilización popular. La calle no es
solo la base o la plataforma de una demanda política, sino también un bien
infraestructural. Y por lo tanto, cuando las gentes se reúnen en espacios públicos para
combatir la destrucción progresiva de los bienes infraestructurales, para combatir las
medidas de austeridad, por ejemplo, que recortarían la educación pública, las
bibliotecas, los sistemas de transporte y las carreteras, nos encontramos con que la
misma plataforma de dicha política es uno de los elementos de su agenda.
A veces se produce una movilización precisamente para crear o mantener esa misma
plataforma de expresión política. Las condiciones materiales para el discurso y la
reunión son parte de lo que estamos hablando y por lo que nos estamos reuniendo.
Tenemos que asumir los bienes infraestructurales por los que estamos luchando, pero si
las condiciones infraestructurales para la política están siendo menoscabadas en sí
mismas, también las reuniones que dependen de ellas. En tal punto, la condición de lo
político es uno de los bienes por los cuales tienen lugar reuniones políticas: este podría
ser el doble significado de lo “infraestructural” bajo unas condiciones en las que los
bienes públicos se ven progresivamente desmantelados por la privatización, el
neoliberalismo, formas cada vez más aceleradas de desigualdad económica y tácticas
antidemocráticas de lo autoritario.
Empiezo, pues, llamando la atención sobre las condiciones infraestructurales de la
movilización y también sobre la conservación de dichos bienes como objetivo de la
movilización, pero no porque vaya a dar cuenta de lo infraestructural. Espero hacerlo en
otra ocasión. Hago esto porque me gustaría repensar la condición de la corporeidad y la
vulnerabilidad en las movilizaciones políticas.
En efecto, la demanda de infraestructuras es una demanda de un cierto tipo de terreno
habitable y su significado y su fuerza derivan precisamente de esa falta. Así que la calle
no puede darse por sentada como el espacio de aparición, usando las palabras de
Hannah Arendt, o el espacio de la política, puesto que hay, como sabemos, una lucha
para establecer ese mismo terreno. Y al menos Arendt tiene parte de razón cuando
señala que el espacio de aparición llega a existir en el momento de la acción política. Se
trata de una noción romántica de un acto de habla performativo corporizado, desde
luego, puesto que en ningún tiempo o espacio en el que actuamos, el espacio de
aparición para lo político llega a existir. No siempre es verdad, por supuesto: podemos
tratar de actuar colectivamente y que no haya espacio de aparición y eso, usualmente,
tiene que ver con la ausencia de los medios, o con maneras específicas en las que la
esfera pública está estructurada para evitar que tales acciones se visibilicen. Arendt
presupone claramente que las condiciones materiales para reunirse están separadas de
cualquier espacio de aparición particular. Pero si la política está orientada hacia la
construcción y conservación.
Véase el trabajo de Wendy Brown sobre la privatización de los bienes públicos.
De tales condiciones, parece pues que el espacio de aparición no es plenamente
separable de cuestiones relativas a la infraestructura y la arquitectura.
¿Qué implicaciones tiene esta noción de acción política sostenida para pensar la
vulnerabilidad y la resistencia? Estos son los dos conceptos que forman el núcleo de
este trabajo y mi cometido es sugerir un nuevo modo de entender esa interrelación. En
cierto sentido, ya conocemos la idea de que la libertad solo puede ejercerse si hay cierto
apoyo a su ejercicio, una condición material que penetra en el acto que la hace posible.
De hecho, cuando pensamos en el sujeto corpóreo que toma la palabra o se mueve en un
espacio público, a través de las fronteras, en general se asume que es alguien que ya
tiene libertad para hablar y moverse. Ya sea porque ese sujeto está dotado de ella como
un poder inherente, o porque se presuma que ese sujeto vive en un espacio público
donde el movimiento abierto y sostenido es posible. El mismo término “movilización”
depende de un sentido operativo de movilidad, que es en sí mismo un derecho, uno que
mucha gente no puede dar por sentado. Para que el cuerpo se mueva debe haber,
normalmente, una superficie de algún tipo y debe tener a su disposición apoyos
técnicos, cualesquiera que sean, que permitan que el movimiento tenga lugar. Así pues,
el asfalto y la calle ya han de ser entendidos como un requerimiento del cuerpo cuando
este ejerce su derecho a la movilidad. Nadie se mueve sin un entorno favorable y un
conjunto de tecnologías.
Y ciertamente podríamos hacer una lista sobre cómo esta idea de un cuerpo, sostenido y
agentivo, opera implícita o explícitamente en numerosos movimientos políticos: luchas
por alimento y techo, por la protección frente al daño y la destrucción, por el derecho al
trabajo, por la atención sanitaria accesible, por la protección ante la violencia policial y
el encarcelamiento, ante la guerra o la enfermedad, movilizaciones contra la austeridad
y la precariedad, el autoritarismo y la desigualdad. Así que, en un nivel, nos estamos
preguntando por la idea de cuerpo que opera en ciertos tipos de demandas y
movilizaciones políticas; en otro nivel, estamos tratando de descubrir cómo las
movilizaciones presuponen un cuerpo que requiere apoyo. En muchas de las
reuniones públicas que atraen a personas que se piensan a sí mismas en situaciones
precarias, la demanda de acabar con la precariedad es escenificada públicamente por
quienes exponen su vulnerabilidad ante unas condiciones infraestructurales que se están
deteriorando; hay una resistencia corporal plural y performativa operando que muestra
cómo las políticas sociales y económicas que están diezmando las condiciones de
subsistencia hacen reaccionar a los cuerpos.
Pero estos cuerpos, al mostrar esta precariedad, también están resistiendo esos mismos
poderes; escenificando una forma de resistencia que presupone un tipo específico de
vulnerabilidad y que se opone a la precariedad.
¿Cuál es aquí la concepción del cuerpo y cómo entendemos esta forma de resistencia?
Si hacemos de esto un asunto individual, podemos decir que todo cuerpo tiene un cierto
derecho al alimento y la vivienda. Aunque en esta afirmación universalizamos (“todo”
cuerpo tiene este derecho), también particularizamos, entendiendo el cuerpo como
discreto, un asunto individual, y ese cuerpo individual es en sí mismo una norma sobre
lo que es el cuerpo y cómo debería ser conceptualizado. Por supuesto, parece bastante
obvio que esto es correcto, pero consideremos que esta idea del sujeto de derecho
corporalmente individual no pueda llegar a capturar el sentido de vulnerabilidad,
exposición o incluso dependencia que está implicado por el mismo derecho y que,
quisiera sugerir, corresponde a una visión alternativa del cuerpo. En otras palabras, si
aceptamos que parte de lo que es un cuerpo (y esto es por el momento un declaración
ontológica) es su dependencia de otros cuerpos y redes de apoyo, entonces estamos
sugiriendo que no es del todo correcto concebir los cuerpos individuales como algo
completamente distinto unos de otros. Por supuesto, tampoco es que estén fusionados en
una especie de cuerpo social amorfo, pero si no podemos conceptualizar fácilmente el
significado político del cuerpo humano sin entender esas relaciones en las que vive y se
desarrolla, no conseguimos el mejor escenario posible para los diversos fines políticos
que buscamos alcanzar. Lo que estoy sugiriendo no es solo que este o ese cuerpo está
ligado a una red de relaciones, sino que ese cuerpo, pese a sus claros límites, o tal vez
(interpretar, representar pero también promulgar). La traducción oscila entre diferentes
verbos, tratando de recoger el sentido específico de cada uso. precisamente en virtud de
esos mismos límites, se define por las relaciones que hacen su vida y su acción posibles.
Como espero mostrar, no podemos entender la vulnerabilidad corporal al margen de esta
concepción de relaciones.
Una dimensión clara de nuestra vulnerabilidad tiene que ver con nuestra exposición a
los apodos y las categorías discursivas durante la infancia y la niñez, de hecho, durante
toda la vida. Todos tenemos apodos, y este tipo de mote demuestra una dimensión
importante del acto discursivo. No solo actuamos a través del discurso; el discurso actúa
sobre nosotros. ¿Hay un efecto performativo distinto al ser nombrado como este u otro
género, como parte de una nacionalidad o minoría, o descubrir que el modo en que eres
contemplado a todos estos efectos está convocado por un nombre que tú mismo
desconoces? Podemos preguntarnos, y lo hacemos “¿Soy ese Nombre?” ¿Cómo
pensamos en la fuerza y el efecto de esos nombres con los que nos llaman antes de
emerger al lenguaje como seres hablantes, antes de cualquier capacidad para un acto
discursivo propio? ¿El discurso actúa sobre nosotros antes de que hablemos, y si no
actúa sobre nosotros, podemos hablar en absoluto? Y quizás no es una simple cuestión
secuencial: el discurso continúa actuando sobre nosotros en el mismo momento en que
hablamos, de modo que tal vez pensemos que actuamos, pero al mismo tiempo también
se nos representa.
Hace varios años, Eve Sedwigck y yo dedicamos algún tiempo a pensar la relación entre
actuación (performance) y performatividad. Sedwigck encontró que los actos de habla
se desviaban de sus objetivos, y a veces producían consecuencias que eran totalmente
involuntarias y las más veces muy afortunadas. Por ejemplo, uno podría tomar un voto
matrimonial, y este acto desde luego podría abrir una zona de sexualidad posible que
tiene lugar bastante al margen del matrimonio, entendido como la institución
públicamente reconocida y aceptada que organiza, aparentemente, la sexualidad en
formas conyugales. Ella subrayó cómo un acto de habla podía apartarse de sus objetivos
aparentes y cómo esa “desviación” constituía uno de los sentidos de la palabra “queer” ,
entendida menos como una identidad que como un movimiento de pensamiento y
lenguaje contrario a las formas de autoridad aceptadas, que abre espacios de deseo que
no siempre son abiertamente reconocidos.
En anteriores trabajos, me interesé en cómo distintos discursos sobre el género parecían
crear y hacer circular ciertos ideales de género, produciendo esos ideales pero
haciéndolos pasar por esencias naturales o verdades interiores que en consecuencia eran
expresadas en esos mismos ideales. Así que el efecto de un discurso –en este caso, un
conjunto de ideales de género– era en general malinterpretado como la causa interior del
deseo y el comportamiento de un individuo, una realidad nuclear que se expresaba en
los gestos y acciones de cada persona. La causa interna o la realidad nuclear no solo
sustituía la norma social sino que enmascaraba de manera efectiva y facilitaba la
operación de esa norma. La formulación “el género es performativo” se convirtió en la
base de muchas y muy largas discusiones sobre temas que incluían dos interpretaciones
bastante opuestas: la primera era que elegimos radicalmente nuestros géneros; la
segunda, que estamos rotundamente determinados por las normas de género. Estas
respuestas totalmente divergentes significan que algo no ha sido lo bastante bien
articulado y captado en lo que respecta a las dimensiones duales de cualquier
descripción de la performatividad.

Pues si el lenguaje actúa sobre nosotros antes de que actuemos y continúa actuando en
el mismo momento en que actuamos, tenemos que pensar en la performatividad de
género primero como una “asignación de género”: todos esos modos en los que nos
nombran y nos nombraron, y en los que se nos atribuye un género antes de que
entendamos nada sobre cómo las normas de género actúan sobre nosotros y nos
conforman, y antes de nuestra capacidad para reproducir esas normas de modos que
podamos elegir. La elección, de hecho, llega más tarde en este proceso de
performatividad. Y en segundo lugar, siguiendo a Sedwigck, tenemos que entender
cómo las desviaciones respecto a esas normas pueden tener lugar y lo tienen, de hecho,
sugiriendo que algo “queer” opera en el corazón de la performatividad de género, una
rareza que no es muy distinta de los virajes que toma la iterabilidad en la explicación de
Derrida sobre el acto de habla como citacional.
Así que vamos a asumir, pues, que la performatividad describe tanto los procesos de
ser representados como las condiciones y posibilidades para actuar, y que no
podemos entender esta operación sin ninguna de ambas dimensiones. Las normas que
actúan sobre nosotros implican que somos susceptibles a su acción, vulnerables a ciertos
nombres desde el principio. Y esto se registra en un nivel que es anterior a cualquier
posibilidad de volición. La comprensión de la asignación de género ha de afrontar este
campo de receptividad involuntaria, susceptibilidad y vulnerabilidad, un modo de ser
expuestos al lenguaje antes de cualquier posibilidad de formar o formular un acto
discursivo. Normas como estas requieren e instituyen ciertas formas de vulnerabilidad
corporal sin las cuales su operación no sería pensable. Es por eso que podemos –y de
hecho lo hacemos– describir la poderosa fuerza citacional de las normas de género
cuando son instituidas y aplicadas por instituciones médicas, legales y psiquiátricas y
objetar sobre el efecto que tienen en la formación de la comprensión del género en
términos patológicos o criminales. Aún así, este mismo dominio de susceptibilidad, la
condición de ser afectado, es también el lugar donde algo extraño puede suceder, donde
la norma es rechazada o revisada, o donde empiezan nuevas formulaciones de género.
Aunque las normas de género nos preceden y actúan sobre nosotros (este es un sentido
de su escenificación), estamos obligados a reproducirlas (y este es el segundo sentido de
su escenificación).
Precisamente porque algo involuntario e inesperado puede ocurrir en este reino donde
“somos afectados” encontramos formas de género que rompen con los patrones
mecánicos de repetición, desviándose de, resignificando y a veces rompiendo bastante
enfáticamente esas cadenas citacionales de normatividad, dando cabida a nuevas formas
de género. La teoría de la performatividad de género, como yo la entendía, nunca
prescribió qué performances de género eran correctas, o más subversivas, y cuáles eran
incorrectas y reaccionarias. La cuestión era precisamente relajar la presión coercitiva de
las normas de género sobre la vida –que no es lo mismo que trascender todas las
normas– con el fin de vivir una vida más vivible.
La performatividad de género no se limita a caracterizar lo que hacemos sino también a
determinar cómo el discurso y el poder institucional nos afecta, constriñéndonos y
moviéndonos en relación a lo que hemos acabado por llamar nuestra “propia” acción.
Para entender que los nombres con los que nos llaman son tan importantes para la
performatividad como los nombres con los que nos llamamos a nosotros mismos,
tenemos que identificar las convenciones que operan en una amplia gama de estrategias
de asignación de género. Entonces podemos ver cómo el acto discursivo afecta y nos
anima de un modo corporal: de hecho, el campo de susceptibilidad y afecto ya es una
cuestión de registro corporal de algún tipo. De hecho la corporalidad implicada tanto
por el género como por la performance depende de estructuras institucionales y mundos
sociales más amplios. No podemos hablar de un cuerpo sin saber qué sostiene a ese
cuerpo, y cuál puede ser su relación con ese sostén (o su falta). De este modo, el cuerpo
es menos una entidad que una relación y no puede ser plenamente disociado de las
condiciones infraestructurales y las condiciones ambientales de su existencia. Así,
la dependencia de las criaturas humanas y otras del sostén infraestructural expone una
vulnerabilidad específica que tenemos cuando carecemos de apoyo, cuando esas
condiciones infraestructurales empiezan a descomponerse, o cuando nos encontramos
radicalmente desprovistos de apoyo en condiciones de precariedad.
Tanto los estudios sobre la performance como los estudios sobre la discapacidad han
ofrecido la perspectiva crucial de que toda acción necesita apoyo y que incluso el acto
más puntual y aparentemente espontáneo depende de una condición infraestructural que
apoye de manera bastante literal el cuerpo en acción. Esta idea de apoyo es
considerablemente importante no solo para la re-teorización del cuerpo en acción, sino
para una política más amplia de movilidad: qué soportes arquitectónicos ha de haber en
un lugar para que cada uno de nosotros ejerza una cierta libertad de movimiento, una
libertad que es necesaria a fin de ejercer el derecho de reunión pública. Del mismo
modo en que afirmamos que el acto discursivo depende de sus condiciones y
convenciones sociales, podemos decir también que la performance de género más
generalmente depende sus condiciones sociales e infraestructurales de apoyo. Esto
conlleva diversas implicaciones para un descripción general de la acción corporizada y
social, pero también para entender los riesgos corporales que las mujeres corren al andar
por ciertas calles por la noche, reuniéndose en plazas públicas (las agresiones sexuales
en la Plaza Tahrir serían un ejemplo), y el riesgo de las personas transgénero al ir por la
calle o reunirse públicamente.

Toda reunión pública está acechada por la policía y la cárcel.


Y toda plaza pública se define en parte por la población que podría no llegar a ella; ya
sea porque son detenidos en sus límites, o no tienen libertad de movimiento y reunión, o
están arrestados y encarcelados. En otras palabras, la libertad para reunirnos en tanto
que personas siempre está acechada por la detención de aquellos que ejercieron esa
libertad y fueron encarcelados. Y cuando una llega a espacios públicos o comunes con
puntos de vista radicales y críticos, siempre hay una cierta expectativa, imaginada o
real, de que se produzca una detención. A veces andamos o corremos a sabiendas en
dirección a la cárcel, porque es el único modo de exponer las restricciones ilegítimas
sobre la reunión pública y la expresión política. En el parque Gezi, algunas de las
personas reunidas fueron detenidas y otras heridas. Los abogados que acudieron a
ayudar a los detenidos fueron a su vez detenidos; y en algunas ocasiones los
trabajadores médicos que acudieron a ayudar a los heridos fueron a su vez lesionados. Y
aún así un nuevo grupo llegaba, miembros de la prensa, profesionales sanitarios,
abogados, reabasteciendo la red de apoyo. Con las Pussy Riot, estallaron
manifestaciones en las principales ciudades de todo el planeta y en internet emergieron
formas de solidaridad para presionar a los gobiernos y las agencias de derechos
humanos para que presionaran a su vez a favor de la liberación de las que estaban
encarceladas y para que se opusieran a las condiciones del encarcelamiento político.
Ambos ejemplos nos impelen a fijar nuestra atención en el encarcelamiento político y
en la institución-industria carcelaria como mecanismo global para la regulación de la
ciudadanía. En los Estados Unidos, dos tercios de los presos son hombres negros y
prácticamente todas las personas que están en el corredor de la muerte son personas de
color. Angela Davis ha argumentado que la prisión en los Estados Unidos es una
continuación de la esclavitud, puesto que suspende los mismos derechos de ciudadanía
de la gente de color; se convierte en una esclavitud por otros medios.
Al mismo tiempo, las redes de solidaridad entre presos se cuentan entre los
movimientos de base más importantes, y en lugares como Turquía, Chile, Argentina,
Serbia y Palestina, las mujeres están al frente de estas luchas.
El feminismo es una parte crucial de estas redes de solidaridad y resistencia
precisamente porque la crítica feminista desestabiliza aquellas instituciones que
dependen de la reproducción de la desigualdad y la injusticia y critica aquellas
instituciones y prácticas que infligen violencia en las mujeres y en las minorías de
género y, de hecho, en todas las minorías sujetas al poder policial por mostrarse y hablar
como lo que son. Ahora somos testigos de movimientos masivos contra el género en
Francia, y en varios países del Este de Europa, como Polonia y Eslovaquia, donde van
de la mano con movimientos contra la libertad reproductiva, el matrimonio gay, la
eliminación de las barreras impuestas a la alfabetización, el empleo y la libertad de
expresión de las mujeres. Una y otra vez oímos de las autoridades gubernamentales de
distintas partes del mundo que la igualdad y la libertad van contra las “normas
comunes” de una cultura nacional, o que la igualdad, la libertad y la justicia son poco
realistas, o que la igualdad y la libertad son peligrosas y ponen en grave riesgo la
seguridad de la nación o de Europa o, de hecho, de la civilización misma.
El gobierno ruso acusó a las Pussy Riot de “atacar el alma del hombre”. Pocas luchas
son más importantes que aquellas que ponen en cuestión las llamadas “normas
comunes” preguntándose ¿de quién son las vidas que nunca están incluidas en estas
normas?
¿De quiénes son las vidas, de hecho, explícitamente excluidas de esas normas? ¿Qué
norma de lo humano constriñe estas normas? ¿Y hasta qué punto es una norma
masculinista? ¿Podemos tal vez movilizar toda la expresión de los sentidos, incluidos
sonido e imagen, y reivindicar una vida libre y vivible, una democracia sensible? He
sugerido que repensemos la relación entre el cuerpo humano y la infraestructura
para que podamos poner en cuestión el cuerpo como algo discreto, singular y auto-
suficiente y he propuesto, en su lugar, entender la corporalidad como algo que es
tanto performativo como relacional; la relacionalidad incluye la dependencia de
condiciones infraestructurales y de legados del discurso y del poder institucional
que nos preceden y condicionan nuestra existencia. También estoy sugiriendo que
ciertos ideales de independencia son masculinistas y que una explicación feminista
justamente saca a la luz la poco apreciada noción dependencia y la sitúa en el corazón
mismo de la idea masculinista del cuerpo. Esto es distinto a decir qué son los cuerpos de
las mujeres o qué son los cuerpos de los hombres. No estoy hablando de eso, solo
mostrando que lo que considero una concepción masculinista de la acción corporal
debería ser criticada activamente.
Mi referencia a la dependencia podría incluir perfectamente la dependencia
de la madre, de la cuidadora, pero no es esta la forma primaria de dependencia que me
ocupa aquí. Al teorizar el cuerpo humano como dependiente en cierta medida de una
infraestructura –entendida complejamente como entorno, relaciones sociales y redes de
apoyo y sustento– el mismo ser humano demuestra no estar separado del animal o del
mundo técnico, traemos a un primer plano los modos en que somos vulnerables a las
infraestructuras menguadas o en proceso de desaparición, los apoyos económicos y el
trabajo predecible y bien remunerado. Somos vulnerables no solo entre nosotros –un
rasgo invariable de las relaciones sociales- sino que esta misma vulnerabilidad indica
una condición más amplia de dependencia e interdependencia que cambia la manera
dominante de entender ontológicamente al sujeto corporizado.
Por supuesto, hay muchas razones para oponerse a la vulnerabilidad, pero en la última
parte de mis observaciones quiero discutir la idea de que la vulnerabilidad es lo opuesto
a la resistencia. De hecho, quiero exponer afirmativamente que la vulnerabilidad,
entendida como una exposición deliberada ante el poder, es parte del mismo significado
de la resistencia política como acto corporal. Sé que hablar de vulnerabilidad produce
resistencias de varios tipos, y no solo el tipo de resistencia política que, como espero
mostrar, requiere de la vulnerabilidad como parte de su misma estructura. Hay a quienes
les preocupa que si la vulnerabilidad se convierte en un tema o un problema que hay que
pensar, sea afirmada como una condición existencial primaria, ontológica y
constitutiva, y que este tipo de fundacionalismo naufrague en las mismas orillas
rocosas que otros, como la ética del cuidado o el pensamiento maternal. ¿Un giro hacia
la vulnerabilidad buscaría reintroducir estas modalidades de pensamiento y valores en el
discurso público?
¿Estaría reintroduciendo bajo mano paradigmas devaluados para reconsiderarlos?
A veces la resistencia a la vulnerabilidad se basa en motivos políticos. Después de todo,
si las mujeres o las minorías tratan de erigirse como vulnerables, ¿tratan inconsciente o
conscientemente de establecer una condición protegida sujeta a un conjunto paternalista
de poderes que deben salvaguardar a los vulnerables, aquellos que se suponen débiles,
necesitados de protección?
¿El discurso de la vulnerabilidad descarta la agentividad política de los subyugados?
Así pues, un problema político que emerge de dicha discusión es si el discurso sobre la
vulnerabilidad apuntala el poder paternalista, relegando dicha condición a quienes
sufren discriminación, explotación o violencia. ¿Y qué pasa con el poder de los
oprimidos? ¿Y qué pasa con la vulnerabilidad de las propias instituciones paternalistas?
Al fin y al cabo, si pueden ser puestas en duda, derribadas o reconstruidas sobre
principios igualitarios, entonces el propio paternalismo es vulnerable a un
desmantelamiento que podría anular su misma forma de poder.
Y cuando ese desmantelamiento es emprendido por personas subyugadas ¿no se erigen
en otra cosa, en algo más que personas vulnerables? De hecho ¿queremos decir que
superan su vulnerabilidad en tales momentos, lo que es asumir que la vulnerabilidad es
negada cuando se convierte en agentividad?
¿O la vulnerabilidad sigue ahí, ahora bajo otra forma?
Por último, hay objeciones políticas justificadas ante el hecho de que los grupos
dominantes puedan usar el discurso de la “vulnerabilidad” para apuntalar sus propios
privilegios.
En California, cuando los blancos estaban perdiendo su estatus como
mayoría, algunos de ellos afirmaban que eran una población “vulnerable”. Los estados
coloniales han lamentado su “vulnerabilidad” al ataque de aquellos a quienes colonizan
y han buscado la simpatía general sobre la base de esta afirmación. Algunos hombres se
han quejado de que el feminismo les ha convertido en una “población vulnerable” y que
ahora son “el objetivo” de la discriminación. Varias identidades nacionales europeas
dicen “ser atacadas” por nuevas y bien establecidas comunidades migrantes.
Podemos ver que el término tiende a cambiar, y como es posible que no nos gusten
algunos, o incluso muchos de estos cambios, podríamos encontrarnos un tanto
incómodos o incluso en contra de la vulnerabilidad. Por supuesto, decir esto es bastante
curioso, puesto que podríamos conjeturar que ninguna oposición a la vulnerabilidad, por
mínima que sea, anula exactamente su operatividad en nuestras vidas sociales y
corporales. Esa parece ser una verdad básica que podemos aceptar del psicoanálisis. Y
aún así, ¿nuestras objeciones políticas a la vulnerabilidad nos convierten en locos, desde
la perspectiva psicoanalítica?
¿Y nuestras afirmaciones psicoanalíticas de vulnerabilidad nos hacen cómplices de
posiciones políticas que no aprobamos?
Cuando nos oponemos a la “vulnerabilidad” como término político es, por lo general,
porque nos gustaría vernos como agentes ¿o pensamos que las consecuencias políticas
serían mejores si nos viéramos de ese modo? Si nos oponemos a la vulnerabilidad en
nombre de la agentividad ¿no implica que preferimos vernos como personas que actúan
pero no sobre las que actúan? ¿Y cómo podríamos describir aquellas regiones tanto
estéticas como éticas que presumen que nuestra receptividad está relacionada con
nuestra capacidad de respuesta, una zona en la que recibimos los efectos de lo que
encontramos al mismo tiempo que actuamos de alguna manera sobre ello? ¿Acaso la
oposición a la vulnerabilidad pone en peligro un gran número de términos relacionados
con la capacidad de respuesta, incluyendo la impresionabilidad, la susceptibilidad, la
capacidad de ser dañados, la apertura, la indignación, la ira e incluso la resistencia? Si
nada actúa sobre mí contra mi voluntad o sin mi conocimiento, entonces solo hay
soberanía, la postura de control sobre la propiedad que tengo y sobre lo que soy, una
forma aparentemente sólida y centrada en sí misma de la idea “yo” que pretende
encubrir esas fallas de la identidad que no pueden ser superadas.
¿A qué forma de política apoya esta forma categórico de desaprobación?
Como he intentado sugerir al llamar la atención sobre la dimensión dual de la
performatividad, estamos invariablemente actuando a la vez que actúan sobre nosotros,
y esta es una razón por la que la performatividad no puede reducirse a la idea de
performance libre, individual. Nos llaman con distintos nombres y nos encontramos
viviendo en un mundo de categorías y descripciones mucho antes de que empecemos a
ordenarlos críticamente y nos dispongamos a cambiarlos o construirlos por nuestra
cuenta. En este sentido, somos, bastante a pesar de nosotros mismos, vulnerables a y
afectados por discursos que nunca escogimos. De un modo paralelo, quiero sugerir que
existe una relación dual respecto a la resistencia que nos ayuda a entender lo que
queremos decir al hablar de vulnerabilidad. Por una parte, hay una resistencia a la
vulnerabilidad que tiene dimensiones tanto psíquicas como políticas; la resistencia
psíquica a la vulnerabilidad desea que nunca se diera la circunstancia en la que el
discurso y el poder nos son impuestos de modos que no escogemos y también busca
apuntalar la noción de soberanía individual contra las fuerzas de la historia que modelan
nuestras vidas y nuestros cuerpos; por otra parte, el mismo significado de vulnerabilidad
cambia cuando llega a entenderse como parte de la propia práctica de la resistencia
política . De hecho, uno de los rasgos importantes de las reuniones públicas que hemos
visto recientemente busca confirmar que la resistencia política se basa,
fundamentalmente, en la movilización de la vulnerabilidad y que las formas plurales o
colectivas de resistencia están estructuradas de forma muy distinta a la idea de un sujeto
político que establece su agentividad venciendo su vulnerabilidad; entiendo esto último
como un ideal masculinista.
Con independencia de la resistencia psicológica a la vulnerabilidad, existen críticas
políticas legítimas a algunos de sus usos. Fundamentalmente, hay quienes arguyen que
la vulnerabilidad no puede ser la base para una identificación grupal sin que eso
refuerce el poder paternalista. Una vez que los grupos son etiquetados como
“vulnerables” dentro del discurso de los derechos humanos o los regímenes legales, esos
grupos acaban siendo.
Para este doble sentido de resistencia, reificados, devienen “vulnerables” por definición,
quedan fijados en una posición de indefensión y falta de agentividad. Todo el poder
pertenece al estado y las instituciones internacionales que a día de hoy se supone que
han de ofrecerles protección y apoyo.
Tales movimientos tienden a infravalorar, o borrar de forma activa, algunos modos de
agentividad política y resistencia que emergen dentro de las llamadas poblaciones
vulnerables. Para entender estos modos de resistencia extra-jurídicos, tendríamos que
pensar en cómo la resistencia y la vulnerabilidad operan juntas, algo que el modelo
paternalista no puede hacer. La segunda objeción importante es que hay demasiadas
apropiaciones cínicas y desinteresadas de la “vulnerabilidad” por parte de grupos
dominantes, a veces por los poderes coloniales, que afirman haberse convertido en
“vulnerables”, de un modo inaceptable, ante aquellos que buscan la igualdad, la
democracia, el fin del colonialismo o la reparación de las heridas del pasado. En este
caso, es su privilegio lo que se ha convertido en “vulnerable” a ser anulado por las
crecientes demandas de igualdad y libertad. Este uso de la “vulnerabilidad” eclipsa la
condición de vulnerabilidad en la que viven las poblaciones precarias y constituye un
secuestro ideológico del término con el fin de expandir y racionalizar las desigualdades.
En mi opinión, la “vulnerabilidad” no debería afirmarse como una condición
existencial, aunque todos estemos sujetos a accidentes, enfermedades y ataques que
pueden acabar con nuestras vidas bastante rápido. Aún así, tampoco sería una política
suficiente abrazar la vulnerabilidad, o estar en contacto con nuestros sentimientos, o
mostrar nuestras fisuras como si eso pusiera en marcha un nuevo modo de autenticidad
o inaugurara un nuevo orden de valores morales o un brote súbito y repentino de la
noción de “cuidado”.
No estoy a favor de estos movimientos hacia la autenticidad como modo de hacer
política, pues continúan emplazando la vulnerabilidad como lo contrario de la
agentividad, e identificando la agentividad con modos soberanos de actitud defensiva, y
no logran reconocer los modos en que la vulnerabilidad puede ser un momento
incipiente y duradero de resistencia. Una vez que entendamos el modo en que la
vulnerabilidad entra en la agentividad, nuestra comprensión de ambos términos puede
cambiar, y se puede deshacer la oposición binaria entre ellos . Considero que deshacer
este binomio es una tarea para el feminismo.
En resumen: la vulnerabilidad no es una disposición subjetiva, sino una relación con un
campo de objetos, fuerzas y pasiones que inciden o nos afectan de alguna manera.
Como un modo de estar relacionado con lo que no soy yo y que no es plenamente
controlable, la vulnerabilidad es un tipo de relación que pertenece a esa ambigua región
en que la receptividad y la capacidad de respuesta no son claramente separables una de
otra y no se distinguen como momentos separados en una secuencia.
Por supuesto, soy consciente de que he usado “resistencia”, al menos, de dos maneras:
primero como resistencia a la vulnerabilidad que caracteriza esa forma de pensar que se
modela a sí misma sobre el dominio; segundo, como una forma política y cultural que
está conformada por la vulnerabilidad, por lo que no es uno de sus contrarios. He
sugerido que la vulnerabilidad no es plenamente pasiva ni plenamente activa sino que
opera en una región intermedia, lo que es una característica constitutiva del animal
humano que es capaz tanto de ser afectado como de actuar.
Por tanto, me siento inclinada a pensar en aquellas prácticas de exposición deliberada a
la policía o la violencia militar en la que los cuerpos, puestos en riesgo, o bien son
golpeados o bien tratan de parar la violencia con barreras o barricadas. En tales
prácticas de resistencia no violenta podemos llegar a entender la vulnerabilidad corporal
como algo que es usado a propósito o movilizado a modo de resistencia. Por supuesto,
esta afirmación es controvertida, puesto que estas prácticas pueden verse aliadas con la
auto-destrucción, pero lo que me interesa son aquellas formas de resistencia no-violenta
que movilizan la vulnerabilidad para hacer valer la existencia, reclamando el derecho al
espacio público, la igualdad y oponiéndose a una policía violenta, a la seguridad y las
acciones militares.
Podemos pensar que son momentos aislados en que un grupo decide de antemano crear
una barrera o hacer una cadena humana para reclamar el espacio público o para evitar
ser cuando un grupo de estudiantes y colegas fueron asaltados por las fuerzas de la
policía en el campus justo en el momento en que estaban practicando una protesta no-
violenta .
Pero consideremos también a los transexuales de muchos lugares del mundo, y a las
mujeres que quieren andar de noche por la calle y sentirse seguras: el momento de
aparecer activamente en las calles implica un riesgo deliberado de exposición a la
fuerza.

Como sabemos, esto es, desde luego, verdad para grupos que se reúnen sin permisos y
sin armas para oponerse a la privatización y manifestarse a favor de a la democracia,
como vimos en el parque Gezi en Estambul el pasado junio. Aunque estos grupos están
despojados de protección legal y policial, no están reducidos por esa razón a una especie
de “nuda vida”.
No hay poder soberano que eche por la borda al sujeto fuera del dominio
de lo político como tal; más bien hay una renovación de la soberanía popular fuera y en
contra de los términos de la soberanía del estado y del poder policial, una que implica
una forma concertada y corpórea de exposición y resistencia.
La vulnerabilidad puede emerger dentro de los movimientos de resistencia y de la
democracia directa precisamente como una movilización de la exposición corporal.
Sugerí anteriormente que teníamos que tratar aquí con dos sentidos del término
resistencia: resistencia a la vulnerabilidad que pertenece a ciertos proyectos de
pensamiento y ciertas formaciones de política organizadas por un dominio soberano, y
resistencia a regímenes injustos y violentos que movilizan la vulnerabilidad como parte
de su propio ejercicio de poder. He tratado de sugerir que el cuerpo está expuesto tanto a
la fuerza policial como a la captura fotográfica y que en ciertas ocasiones, no todas, el
periodismo fotográfico aún tiene el poder de explotar y revertir los iconos visuales de la
violencia sexualizada. La escena de vulnerabilidad es una en la que siempre hay un
campo de fuerza ante el cual toda criatura está expuesta, y eso incluye tanto a los seres
humanos como a sus homólogos animales. No es una característica subjetiva de lo
humano ni es precisamente una condición existencial. Da nombre a un conjunto de
relaciones entre seres sensibles y el campo de fuerza de objetos, organizaciones,
procesos vitales e instituciones que constituyen la posibilidad misma de una vida
vivible. Y estas relaciones invariablemente implican grados y modalidades de
receptividad y capacidad de respuesta que, operando juntas, no forman precisamente
una secuencia. En la vida política, desde luego parece que se produce una injusticia y
entonces hay una respuesta, pero puede ser que la respuesta esté produciéndose mientras
ocurre la injusticia, y que nos proporcione otro modo de pensar sobre los hechos
históricos, la acción, la pasión y las formas de resistencia. Parece que sin ser capaces de
pensar en la vulnerabilidad, no podemos pensar en la resistencia y, al pensar en la
resistencia ya estamos empezando a desmantelar la resistencia a la vulnerabilidad con el
fin, precisamente, de resistir.

Conferencia impartida por Judith Butler en el XV Simposio de la Asociación


Internacional de Filósofas organizado por el Departamento de Historia y Filosofía,
Universidad de Alcalá / Instituto Franklin – UAH /Asociación Internacional de
Filósofas (IAPh).

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