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Cuento de Azorín

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Cuento de Azorín: Las sirenas

“A Umbral no le gustaba Azorín. Decía de él una frase vitriólica: que inventó el


párrafo corto porque tenía las ideas cortas. El genio de Valladolid, dueño de una
prosa torrencial, vivaz, iluminada por los relámpagos del idioma, consideraba al
alicantino un escritor de vuelo bajo y breve como el de una tórtola. Pero a ambos
maestros, tan distintos, les une el lazo invisible de una determinante, férrea voluntad de
estilo. Y una vocación letraherida que, demasiado apremiante para encajar en la
compleja estructura de la narrativa, encuentra su perfecto molde de expresión en la
literatura urgente del articulismo.
Azorín es un fracaso como narrador; apenas en «La voluntad» hay rasgos dignos de una
novela. Brilla en el apunte, en el croquis de un argumento que no completa; como el de
esa ingeniosa, apacible ucronía matrimonial de Calixto y Melibea. En cambio, su prosa
detallista, exacta, enjuta, se hace grande en el papel de prensa. La glosa, el comentario,
la crítica de cine, la reseña. La hemeroteca de ABC contiene una amplia colección de
esas pequeñas obras maestras. Ahí construye un modelo de género, apoyado en un
patrón lingüístico cartesiano, de frases concisas y escuetas. El vocabulario minucioso,
cabal, prolijo hasta parecer a veces de fichero; la puntuación diligente, la retórica
contenida, la sintaxis seca. Un paradigma expresivo que todo aspirante a escritor debe
aprender aunque sea para olvidarlo después; como el pintor bisoño que antes de soltarse
en su creatividad se familiariza primero con la herramienta instrumental de la técnica”.

“Azoriniana”, Ignacio Camacho, Abc, 9/4/2017.

Pero la actual cultura del olvido no basta para explicar el silencio que, de unas décadas a
esta parte, envuelve la figura y obra de Azorín. Su gran amigo Julián Marías lo denunció
ciertamente extrañado hace pocos años. Me parece que algo tiene que ver en ello un
fenómeno específicamente humano que explica muchas cosas: el resentimiento, tan
unido a la envidia y la venganza. Y es que la escritura de Azorín y su persona misma
ponen en su laboriosa simplicidad el listón muy alto. Pocos como él conocen tan bien
los grandes clásicos nuestros y han rescatado generosamente tantos autores en peligro
de perderse. Ha sido Azorín, por decirlo así, el gran hospital de nuestra literatura
antigua. También de una gran parte de nuestra cultura y vocabulario.
“Volver a Azorín”, Ignacio García de Leániz, El Mundo, 2/3/2017.

«’Azorín’ ha sido el primer escritor que he leído y releído, y me ha enseñado a mirar


ciertamente, lo que quizás yo nunca hubiera visto, y en gran parte me ha enseñado a
escribir. (…) Tiene una impresionante capacidad de evocación del pasado y para crear
un clima; conoce de un modo asombroso la literatura española sobre todo y, cuando
comenta un libro le lleva a uno a sus más escondidos y hermosos rincones, y a amigar
con su autor. Yo ya sabía quién era Cervantes, por ejemplo, y hasta le conocía bastante
por dentro, por Azorín» (“El aroma del vaso”, 2010).

José Jiménez Lozano.


Azorín, seudónimo de José Augusto Trinidad Martínez
Ruiz
Cuento corto de Azorín: Las sirenas
Cuando volvieron de la iglesia celebraron con una merienda espléndida el bautizo. La
casa estaba llena de invitados; entraron todos en el comedor. Sobre el blanco mantel
resaltaba la límpida cristalería. Y acá y allá, la nota pintoresca de un pomposo, oloroso,
pintoresco ramo de flores. Todos estaban alegres, animosos.

Venía al mundo un nuevo ser. Se celebraba su entrada en la vida. ¿Qué había en el


mundo para este niño? Las conversaciones, las risas, las exclamaciones de cuando en
cuando, como el ir y venir de un oleaje, tenían un momento, ligerísimo, de tregua.
Parecía que en estos vagos y fugaces silencios algo se cernía sobre las cabezas de los
invitados. La madre del niño estaba un poco seria, meditativa; ya se había levantado de
la cama; a los tres días del parto ya se hallaba en pie; era mujer fuerte, robusta, que
cruzaba las manos sobre el pecho —las manos gordezuelas, lustrosas, sonrosadas—, y
así permanecía, con una dulce sonrisa, largos ratos. El padre iba y venía afanoso, un
poco febril entre los invitados; llevaba en alto una botella; pasaba de una parte a otra
una bandeja con dulces; decía a éste una broma; replicaba al otro con una chuscada.

Y el niño, en la sala vecina, lloraba con un llantito agudo, persistente. Le entraban en el


comedor; le besuqueaban todos, y se lo volvían a llevar a la pieza vecina. Su carita
menuda asomaba entre las blondas y encajes blancos.

—¡Que nos diga el poeta el horóscopo del niño! —gritó uno de los convidados.

No hemos hablado todavía del poeta. El poeta era Eladio Parra. Cuando el niño nació,
su padre, Antonio Riera, escribió al gran poeta:

«Querido Eladio: ¡Cuánto tiempo hace que no nos vemos! Pero yo sé de ti. Sé de ti por
tus versos. Yo no soy nada; tú lo eres todo. Desde los días del colegio, hace veinte años,
no nos hemos vuelto a ver. Ha nacido mi primer hijo. Yo tendría placer en que el más
grande poeta de España apadrinara a este niño. No te niegues a mi deseo. Si vienes,
desde la casa estarás viendo a todas horas el Mediterráneo, el mar tranquilo y siempre
azul. Y esto será para ti una compensación de las molestias del viaje.»
Tal era la carta. Y el gran poeta vino al bautizo. Rodeado de la admiración y del cariño
de todos, se hallaba sentado ante la mesa; su mano diestra reposaba, con coquetería, en
el blanco mantel; esta mano, él la estaba mirando, había escrito los versos más finos,
más delicados, más originales del Parnaso español contemporáneo.

Todos apoyaban la petición del invitado interpelante.

—¡Sí, sí; que haga el poeta el horóscopo del niño!

El poeta sonrió afablemente. ¿Qué iba a decir él de un niño que entra en la liza del
mundo? El poeta sonrió con bondad; todos le rodeaban; manos finas y blancas se
apoyaban en sus hombros; ojos bellos femeninos le miraban con profunda admiración.
¿Qué iba a decir el poeta de un ser que penetra en el tráfago de la vida?

El poeta sonreía con amabilidad.

—Pues bien, señores —dijo al fin—; pues bien, sí, señores…

Y todos aplaudieron. Los aplausos resonaron en el comedor; el llanto del niño se


percibía entre la algazara de las voces y de las risas.

Había que hacer las cosas discretamente. Puesto que la concurrencia quería que el poeta
levantara el horóscopo de un niño, Eladio Parra, el gran poeta, saldría del paso con
alguna bobería espiritual, delicada. Antes habían puesto ante Eladio al niño, y el poeta
estuvo contemplando en silencio, solemnemente, como quien estudia las profundidades
de un misterio, los ojitos del niño, su naricita, su boquita contraída por un mohín
picaresco. Y cuando Eladio hubo contemplado un rato al niño, pidió ser llevado a un
salón vecino, donde había recado de escribir. Todos esperaban en la puerta. El poeta se
recogió un momento, en pausa cómica, y luego salió de la estancia llevando en la mano
un sobre.

—¡Aquí está —dijo— el horóscopo de este niño!

Y todos esperaron, ansiosos, a que el padre rasgara el sobre. Dentro estaban escritas
estas pocas palabras:

«¡Cuidado con las sirenas!». Hubo un momento de indecisión. ¿Qué significaba esta
misteriosa advertencia?

¡Cuidado con las sirenas! Sí, sí; era verdad; el poeta se refería a las mujeres, a las
mujeres encantadoras y engañosas que podían hacer la desgracia del niño.

Cuidado con las sirenas significaba que este niño estaba expuesto, como tantos otros, en
su vida de hombre, a ser el juguete, la víctima, la presa de mujercitas terribles,
aventureras; una mujer, seguramente, iba a perderle. Las mujeres, de todos modos,
jugarían un papel decisivo, importante, en la vida de este niño. Y no se tomaron las
cosas por lo trágico. Al fin, desechados tristes pensamientos, se pensó, picarescamente,
en la buena fortuna de este Don Juan novísimo, afortunado, que ahora venía al mundo.

Pasaron muchos años. El niño, Pablo Riera, se hizo hombre. El horóscopo estaba
olvidado. Las sirenas, es decir, las mujeres, el eterno femenino, no jugaba papel en la
vida de Pablo. La vida de Pablo se deslizaba tranquila, sosegada, uniforme. Se había
casado ya el mozo. No había hombre menos mujeriego que Pablo. Su mujer le adoraba.
Los dos llevaban con escrupulosidad y provecho la tiendecilla de que vivían. Pablo era
un hombre callado, un poco encogido; tenía una sensibilidad reconcentrada.
Experimentaba, con la menor contrariedad, una profunda, larga, resonante angustia en
todo su organismo. Las horas para él traían todas, cada día, las mismas cosas. No se
producía alteración en el vivir silencioso, llano, feliz, en suma, de este matrimonio.

Un día, revolviendo trastos viejos, la mujer de Pablo encontró un cofrecillo; estaba lleno
de cartas antiguas, de fotografías amarillentas. Era de noche; había terminado la tarea
diaria; bajo la luz ancha, circular, de la lámpara, en el silencioso comedor, en tanto que
Pablo leía, su mujer iba escudriñando todos estos viejos recuerdos. Y de pronto apareció
un papelito en un sobre, un papelito en que se leía, con letra enrevesada, pero grande:
«¡Cuidado con las sirenas!».

—Mira, Pablo —dijo la mujer—; aquí está tu horóscopo, el horóscopo de que tú me has
hablado algunas veces.

—Es verdad —dijo Pablo—; ésta es la letra del gran poeta amigo de mi padre.

—Pues las sirenas no te han sido funestas en la vida —añadió la mujer.

—Sí, cierto; hombre menos aventurero, menos mujeriego que yo, tú lo sabes, habrá
habido pocos —contestó Pablo.

—Los poetas se equivocan —agregó el marido.

—¡Afortunadamente, en este caso! —exclamó la mujer.

Y sus ojos, bajo la lámpara, se clavaban en las palabras escritas por el gran poeta:
«¡Cuidado con las sirenas!

El silencio, la paz, el sosiego eran profundos. A la mañana siguiente la mujer de Pablo


no se levantó, estaba un poco enferma. Dos días después la enfermedad había adquirido
caracteres de gravedad. Pablo, el marido, vivía en una continua zozobra. Los minutos
transcurrían lentos, dolorosos. La enferma, desde la cama, acariciaba con una mirada
larga, triste, profundamente triste, al pobre Pablo.

—¡Pablo, Pablo! —exclamaba-. ¡Qué solo te vas a quedar! ¿Qué harás tú sin mí en el
mundo?

Y Pablo sentía que se le desgarraban las entrañas.

Llegó la hora suprema. La esposa de Pablo murió; murió a la madrugada, en una


madrugada turbia, opaca. Caía una lluvia persistente, menuda. En los cristales del
balcón apenas se marcaba vagamente la claridad de la aurora. Dentro, la llama de una
lamparilla tembloteaba. Y en el momento de expirar su mujer, de allá lejos, del puerto,
llegaba angustioso, como un lamento largo, plañidero, el son de la sirena de un vapor.

Pablo estaba solo. La tiendecilla no marchaba bien. Pablo no se ocupaba en nada. Y su


vida estaba deshecha, rota. No parecía por la tienda. Daba largos y solitarios paseos por
la ciudad; pasaba largas horas en el cementerio, ante la sepultura de su mujer. ¿Para qué
quería él vivir? Una noche, en la ciudad, comenzaron a sonar todas las campanas. Se
había declarado un incendio en alguna parte. La tiendecilla de Pablo estaba ardiendo; el
incendio destruyó todas las existencias y enseres del comercio. De madrugada, Pablo,
rendido, fatigado, presa de una terrible angustia, se dejaba caer en la cama. Era una
madrugada fría, lluviosa; caía de un cielo turbio, sucio, una llovizna persistente, helada.

Y a lo lejos, entre sueños, vaga y dolorosamente, Pablo escuchaba el son largo,


plañidero, de la sirena de un barco.

Pablo, el pobre, estaba anonadado; vivía en un cuartito de un quinto piso. Una anciana
venía todas las mañanas a arreglar el menaje; él comía fuera; su traje era desastrado.
Como un autómata, caminaba y caminaba horas y horas por el campo. Después, al
anochecer, rendido, volvía a su cuartito y se dejaba caer, inerte, en la cama.

Una vez no pudo dormir en toda la noche. La claridad del día apareció en los vidrios del
balcón. La aurora era borrosa, turbia, gris. Caía una lluvia menudita, fría; se oía a
intervalos, en una pieza vecina, ruido de una gotera que sonaba persistente.

Comenzó a oírse de pronto, allá en el puerto, el grito agudo, como una súplica, como un
lamento, como una suprema imprecación, de la sirena de un barco. Y cuando se apagó el
estampido de una detonación, en el cuartito, todavía sonaba con angustia, trágicamente,
la voz de la sirena.

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