Cuento de Azorín
Cuento de Azorín
Cuento de Azorín
Pero la actual cultura del olvido no basta para explicar el silencio que, de unas décadas a
esta parte, envuelve la figura y obra de Azorín. Su gran amigo Julián Marías lo denunció
ciertamente extrañado hace pocos años. Me parece que algo tiene que ver en ello un
fenómeno específicamente humano que explica muchas cosas: el resentimiento, tan
unido a la envidia y la venganza. Y es que la escritura de Azorín y su persona misma
ponen en su laboriosa simplicidad el listón muy alto. Pocos como él conocen tan bien
los grandes clásicos nuestros y han rescatado generosamente tantos autores en peligro
de perderse. Ha sido Azorín, por decirlo así, el gran hospital de nuestra literatura
antigua. También de una gran parte de nuestra cultura y vocabulario.
“Volver a Azorín”, Ignacio García de Leániz, El Mundo, 2/3/2017.
…
—¡Que nos diga el poeta el horóscopo del niño! —gritó uno de los convidados.
No hemos hablado todavía del poeta. El poeta era Eladio Parra. Cuando el niño nació,
su padre, Antonio Riera, escribió al gran poeta:
«Querido Eladio: ¡Cuánto tiempo hace que no nos vemos! Pero yo sé de ti. Sé de ti por
tus versos. Yo no soy nada; tú lo eres todo. Desde los días del colegio, hace veinte años,
no nos hemos vuelto a ver. Ha nacido mi primer hijo. Yo tendría placer en que el más
grande poeta de España apadrinara a este niño. No te niegues a mi deseo. Si vienes,
desde la casa estarás viendo a todas horas el Mediterráneo, el mar tranquilo y siempre
azul. Y esto será para ti una compensación de las molestias del viaje.»
Tal era la carta. Y el gran poeta vino al bautizo. Rodeado de la admiración y del cariño
de todos, se hallaba sentado ante la mesa; su mano diestra reposaba, con coquetería, en
el blanco mantel; esta mano, él la estaba mirando, había escrito los versos más finos,
más delicados, más originales del Parnaso español contemporáneo.
El poeta sonrió afablemente. ¿Qué iba a decir él de un niño que entra en la liza del
mundo? El poeta sonrió con bondad; todos le rodeaban; manos finas y blancas se
apoyaban en sus hombros; ojos bellos femeninos le miraban con profunda admiración.
¿Qué iba a decir el poeta de un ser que penetra en el tráfago de la vida?
Había que hacer las cosas discretamente. Puesto que la concurrencia quería que el poeta
levantara el horóscopo de un niño, Eladio Parra, el gran poeta, saldría del paso con
alguna bobería espiritual, delicada. Antes habían puesto ante Eladio al niño, y el poeta
estuvo contemplando en silencio, solemnemente, como quien estudia las profundidades
de un misterio, los ojitos del niño, su naricita, su boquita contraída por un mohín
picaresco. Y cuando Eladio hubo contemplado un rato al niño, pidió ser llevado a un
salón vecino, donde había recado de escribir. Todos esperaban en la puerta. El poeta se
recogió un momento, en pausa cómica, y luego salió de la estancia llevando en la mano
un sobre.
Y todos esperaron, ansiosos, a que el padre rasgara el sobre. Dentro estaban escritas
estas pocas palabras:
«¡Cuidado con las sirenas!». Hubo un momento de indecisión. ¿Qué significaba esta
misteriosa advertencia?
¡Cuidado con las sirenas! Sí, sí; era verdad; el poeta se refería a las mujeres, a las
mujeres encantadoras y engañosas que podían hacer la desgracia del niño.
Cuidado con las sirenas significaba que este niño estaba expuesto, como tantos otros, en
su vida de hombre, a ser el juguete, la víctima, la presa de mujercitas terribles,
aventureras; una mujer, seguramente, iba a perderle. Las mujeres, de todos modos,
jugarían un papel decisivo, importante, en la vida de este niño. Y no se tomaron las
cosas por lo trágico. Al fin, desechados tristes pensamientos, se pensó, picarescamente,
en la buena fortuna de este Don Juan novísimo, afortunado, que ahora venía al mundo.
Pasaron muchos años. El niño, Pablo Riera, se hizo hombre. El horóscopo estaba
olvidado. Las sirenas, es decir, las mujeres, el eterno femenino, no jugaba papel en la
vida de Pablo. La vida de Pablo se deslizaba tranquila, sosegada, uniforme. Se había
casado ya el mozo. No había hombre menos mujeriego que Pablo. Su mujer le adoraba.
Los dos llevaban con escrupulosidad y provecho la tiendecilla de que vivían. Pablo era
un hombre callado, un poco encogido; tenía una sensibilidad reconcentrada.
Experimentaba, con la menor contrariedad, una profunda, larga, resonante angustia en
todo su organismo. Las horas para él traían todas, cada día, las mismas cosas. No se
producía alteración en el vivir silencioso, llano, feliz, en suma, de este matrimonio.
Un día, revolviendo trastos viejos, la mujer de Pablo encontró un cofrecillo; estaba lleno
de cartas antiguas, de fotografías amarillentas. Era de noche; había terminado la tarea
diaria; bajo la luz ancha, circular, de la lámpara, en el silencioso comedor, en tanto que
Pablo leía, su mujer iba escudriñando todos estos viejos recuerdos. Y de pronto apareció
un papelito en un sobre, un papelito en que se leía, con letra enrevesada, pero grande:
«¡Cuidado con las sirenas!».
—Mira, Pablo —dijo la mujer—; aquí está tu horóscopo, el horóscopo de que tú me has
hablado algunas veces.
—Es verdad —dijo Pablo—; ésta es la letra del gran poeta amigo de mi padre.
—Sí, cierto; hombre menos aventurero, menos mujeriego que yo, tú lo sabes, habrá
habido pocos —contestó Pablo.
Y sus ojos, bajo la lámpara, se clavaban en las palabras escritas por el gran poeta:
«¡Cuidado con las sirenas!
—¡Pablo, Pablo! —exclamaba-. ¡Qué solo te vas a quedar! ¿Qué harás tú sin mí en el
mundo?
Pablo, el pobre, estaba anonadado; vivía en un cuartito de un quinto piso. Una anciana
venía todas las mañanas a arreglar el menaje; él comía fuera; su traje era desastrado.
Como un autómata, caminaba y caminaba horas y horas por el campo. Después, al
anochecer, rendido, volvía a su cuartito y se dejaba caer, inerte, en la cama.
Una vez no pudo dormir en toda la noche. La claridad del día apareció en los vidrios del
balcón. La aurora era borrosa, turbia, gris. Caía una lluvia menudita, fría; se oía a
intervalos, en una pieza vecina, ruido de una gotera que sonaba persistente.
Comenzó a oírse de pronto, allá en el puerto, el grito agudo, como una súplica, como un
lamento, como una suprema imprecación, de la sirena de un barco. Y cuando se apagó el
estampido de una detonación, en el cuartito, todavía sonaba con angustia, trágicamente,
la voz de la sirena.