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ECA, No 588, Octubre de 1997: José Miguel Cruz

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ECA, No 588, octubre de 1997

Los factores posibilitadores y las


expresiones
de la violencia en los noventa

José Miguel Cruz

Resumen

La violencia que vive El Salvador en la


actualidad no surge de la nada. Este país
centroamericano ha reunido en la posguerra
toda una serie de condiciones que han
posibilitado la exacerbación de la
agresividad instituciona-lizada. A pesar de
que la historia salvadoreña muestra que la
violencia ha estado siempre presente en
diversas modalidades, el prolongado conflicto
bélico acrecentó la ya existente cultura de
violencia; además en la era de la paz, el
país ha tenido que lidiar con unos aparatos
de justicia y seguridad principiantes y no
del todo eficientes; finalmente, la ingente
cantidad de armamento ha contribuido también
al descontrol de los índices delincuenciales.
Este artículo desarrolla además algunas
caracterizaciones de la violencia criminal en
la actualidad.
1. El contexto de violencia en El Salvador

Para comprender la epidemia de violencia en El


Salvador es necesario situar al país en un contexto
histórico. Pero no se trata de hacer un recorrido
histórico señalando fechas y acontecimientos, se trata
más bien de colocar a El Salvador en la dimensión
histórica que lo diferencia del resto de países de la
región y que, al mismo tiempo, junto con la magnitud
del problema, lo convierte en un caso muy particular.

La violencia no es un fenómeno reciente en la sociedad


salvadoreña. Durante décadas, los ciudadanos del país
más pequeño de Centroamérica han vivido con la
violencia en distintas modalidades pero cuya
característica común ha sido siempre la enorme
magnitud del fenómeno. No se tienen cifras, pero
diversos autores (Alvarenga, 1996; White, 1970) han
señalado la significativa dimensión del fenómeno a
comienzos de siglo y cuya expresión más conocida es la
llamada "Matanza de 1932" (ver Anderson, 1976). Con
todo, se puede decir que la violencia actual que
enfrentan los salvadoreños forma parte de un
prolongado ciclo en el cual la llamada "violencia
delincuencial" es la más nueva particularidad de una
forma de agresión social, cuyas expresiones anteriores
más evidentes tuvieron por mucho tiempo un semblante
social -expresado en los continuos levantamientos de
indígenas y campesinos (Cardenal, 1996)-, que luego en
el transcurso del siglo se transformó en violencia
política -al institucionalizarse por parte del Estado-
, para luego, en el decenio de los ochenta,
convertirse en una escalada de guerra civil abierta.
En otras palabras, El Salvador estaría enfrentando un
nuevo período dentro de una perniciosa y continua
escalada de violencia. Por ello, es muy importante
subrayar la particularidad del contexto salvadoreño
para entender esta nueva y, según algunas cifras, más
aguda expresión de la violencia.

1.1. El conflicto armado salvadoreño

En el presente, la nación salvadoreña se encuentra


bajo las secuelas de una prolongada guerra civil que,
como tal, duró alrededor de doce años. Algunos
cálculos conservadores atribuyen a este conflicto
salvadoreño un costo en vidas humanas que asciende a
las 75,000 personas en ese lapso de tiempo. Si se hace
un ejercicio de tasación con estos datos dividiendo la
cantidad de muertos en la guerra por el número de años
que duró el conflicto, se tiene un saldo de alrededor
de 6,250 personas muertas anualmente por causa de la
guerra. Este dato, sobre la base de una población
total nacional promedio de 5 millones de personas,
arrojaría una tasa de homicidios para esas fechas el
cual rondaba los 125/100,000 habitantes (ver IUDOP,
1996). De hecho, los indicadores de mortalidad
publicados por la Organización Panamericana de la
Salud (OPS) y basados sobre datos del año 1990 en El
Salvador, reportan una tasa de mortalidad ajustada por
edad por causas externas de 282/100,000 en el género
masculino. Los mismos indicadores muestran que para el
mismo año, las muertes por homicidio representan el 43
por ciento de todas las causas externas de muerte (ver
Organización Panamericana de la Salud, 1994). Lo
anterior ofrece una idea de la dimensión del conflicto
armado salvadoreño.

Es a la luz de este ciclo histórico y, sobre todo, del


conflicto bélico bajo el cual hay que analizar el caso
salvadoreño, que lo hacen diferente del resto de
países que enfrentan las epidemias de violencia.
Existen tres elementos esenciales en la particularidad
salvadoreña y que están relacionados directamente con
la guerra. El primero se relaciona con la magnitud
percibida del conflicto; en segundo lugar, se
encuentra la duración del conflicto; y, finalmente,
hay que tomar en cuenta el exitoso y abrupto final de
la confrontación.

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doce años de guerra crearon una cultura de violencia


para la que los acuerdos no fueron diseñados.

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a. A diferencia de otros países con conflagraciones


similares o con guerrillas itinerantes, el
conflicto salvadoreño llegó a ser considerado
abiertamente como una guerra civil, esto convirtió
a la contienda bélica en un fenómeno a gran
escala. Es más, por la particular visión de la
época, el conflicto salvadoreño que tenía causas y
dinamismos endógenos, terminó siendo parte también
del marco de confrontación de la guerra fría. La
guerra salvadoreña se convirtió en un evento
totalizante en el orden social del país (Martín-
Baró, 1988). Este proceso totalizador fue
favorecido por los esfuerzos de las partes por
imponerse en la contienda, por las campañas que
buscaban atraer hacía sí el apoyo, al menos
pasivo, de la población y por la reducida
extensión geográfica del territorio salvadoreño.
Por consiguiente, la vida nacional estaba en
función del conflicto: en mayor o menor medida, la
guerra impactó a toda la población. En segundo
lugar, la guerra en El Salvador no sólo fue
intensa, fue también prolongada. Esto provocó que
el reordenamiento social impuesto por la guerra
dejara de ser transitorio para institucionalizarse
y crear normas de convivencia que durarían por
mucho tiempo. Y no sólo eso, la persistencia de la
guerra provocó que generaciones de ciudadanos
crecieran y se formasen bajo una sociedad
militarizada y conflictuada consigo misma. Miles
de niños y jóvenes de desarrollaron en un entorno
decisivamente marcado por la violencia en el que
muchos de ellos participaron directamente.
Finalmente, quizás una de las particularidades más
obvias del caso salvadoreño es el logro exitoso de
la lucha armada. A diferencia de otros países con
conflictos parecidos donde los tratados de paz
sólo han mitigado parcialmente los conflictos o en
los que persisten grupos armados que continúan
confrontando al Estado, en El Salvador los
acuerdos de paz significaron el fin definitivo e
inesperado de la prolongada guerra; esto implicó
que, a pesar de la gravedad y la duración de la
lucha armada, ésta terminara prácticamente de la
noche a la mañana, sin los graves problemas de
persistencia de conflictos regionales.
b.
c. El proceso que llevó a la firma de los acuerdos de
paz no fue un hecho repentino; más bien, fue un
proceso lento y difícil, pero el impacto de los
tratados en acallar las armas de la lucha política
fue eficaz y, para muchos, inesperado. Sin
embargo, doce años de guerra crearon una cultura
de violencia para la que los acuerdos no fueron
diseñados. La paz repentina creó una serie de
desafíos y puso al descubierto una cantidad de
problemas para los cuales la sociedad parecía no
haberse preparado. La guerra terminó, pero para
muchos ciudadanos las causas de la misma seguían
presentes (ver ECA, 1994). Los salvadoreños
experimentaron el fin de la guerra, pero al mismo
tiempo comenzaron a percibir que la violencia no
había sido erradicada de la sociedad. Rápidamente,
la mayor parte de los ciudadanos empezó a acusar
el elevado nivel de violencia delincuencial y
comenzó a exigir respuestas eficientes por parte
del Estado para detener la nueva ola (Instituto
Universitario de Opinión Pública, 1993). Sin
embargo, la violencia había cambiado de paradigma:
ya no encajaba en el ejercicio metódico y planeado
de las operaciones de guerra, con interlocutores
claros y legitimados con quienes negociar; ahora,
bajo condiciones renovadas de paz, la violencia se
presentaba difusa y sin orden, diferente pero
igualmente considerable.
d.
e. 1.2. Las secuelas de la guerra y el contexto
posibilitador de la violencia
f.
g. La tesis principal de este apartado de la
investigación es que el conflicto bélico dejó una
serie de secuelas que crearon o estimularon las
condiciones para la existencia de la violencia que
en la actualidad vive El Salvador. De acuerdo con
Ignacio Martín-Baró, uno de los constitutivos
básicos de la violencia es el contexto social
posibilitador, este contexto se forma de varios
elementos. En primer lugar, por la llamada
"cultura de la violencia" que se refiere a un
"marco de valores y normas, formales e informales,
que acepte la violencia como una forma de
comportamiento posible e incluso la requiera"
(1996, pág. 373). En segundo lugar, el contexto
posibilitador incluye también el nivel de
presencia y eficacia de los sistemas
institucionales de control social, esto es, el
sistema de justicia y el sistema judicial.
Finalmente, como parte del contexto posibilitador
están aquellos elementos situacionales que
facilitan el uso de la violencia, por ejemplo, la
disponibilidad y el acarreo de armamento y el
consumo de drogas y alcohol. Estos mismos
elementos se encuentran en el modelo teórico de
los factores de riesgo propuesto por Guerrero
(1997).
h.
i. El desborde de la violencia posbélica no es
casual. Tal y como se plantea la violencia en la
actualidad, los elementos contextuales que han
facilitado la instalación de la violencia fueron
creados o exacerbados como producto del conflicto
armado salvadoreño. La cultura de la violencia, la
debilidad institucional de los sistemas policiales
y de justicia y la disponibilidad de armamento
constituyen secuelas de la guerra que se
convirtieron en factores condicionantes del
fenómeno contemporáneo. Esto no quiere decir que
se atribuye totalmente la responsabilidad de la
violencia actual al pasado conflicto bélico.
Ciertamente, por ejemplo, no se quiere decir acá
que la cultura de la violencia surgió en la guerra
o que, de no haber sido por la contienda armada,
no existiese el problema en la actualidad. Lo que
se pretende explicar es que la guerra del decenio
de los ochenta, con sus secuelas, tiene mucha
relación con la forma en que se ha posibilitado,
presentado y configurado la violencia no bélica de
los años noventa.

A. La cultura de la violencia

Sin duda, la guerra tuvo varios efectos en la sociedad


salvadoreña; sin embargo, uno de los efectos más
ocultos o, mejor dicho, menos abordados, en la
discusión de las secuelas tiene relación con el
impacto psicosocial de la misma sobre la población.
Las confrontaciones bélicas no sólo dejan pérdidas en
vidas humanas y en recursos materiales en una
sociedad, también dejan marcas en la población que,
más temprano que tarde, comienzan a cobrar efecto. Una
de esas huellas constituye la creación de sistemas de
valores y normas sociales que legitiman y privilegian
el uso de la violencia en cualquier ámbito por sobre
otras formas de comportamiento social. Lo que se llama
la cultura de la violencia. El conflicto armado
exacerbó esa cultura existente y le dio un carácter
casi universal. Si antes la violencia era permitida
bajo ciertas circunstancias llamadas "especiales" o
bajo regímenes de excepción, la guerra absolutizó esas
condiciones e institucionalizó las normas que rigen
tales situaciones.

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De acuerdo con Ignacio Martín-Baró, uno de los


constitutivos básicos de la violencia es el contexto
social posibilitador,

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Concretamente, la guerra civil militarizó la sociedad,


deterioró la convivencia social y adiestró a los
ciudadanos en el uso de la agresión como medio
instrumental universal para dirimir las diferencias
(Samayoa, 1986; Martín-Baró, 1990). Durante más de una
década, los salvadoreños vivieron en una sociedad
militarizada en la que la autoridad residía claramente
en quienes portaban las armas. Con el deterioro de la
convivencia social se trivializó el valor de la vida
humana, sobre todo si ésta era la del adversario. Pero
sobre todo, la guerra mostró por largo tiempo a los
ciudadanos las ventajas del uso de la violencia para
lograr los propios propósitos; esto es aplicable no
sólo a los combatientes durante la guerra sino también
a buena parte de la población.

A pesar de que la letra de los acuerdos de paz buscaba


rechazar lo anterior formalmente, estos elementos en
su mayoría estaban ya sedimentados socialmente y
asumidos como normas por lo prolongado de la
experiencia. Mucho de lo anterior ha sobrevivido al
conflicto. Algunas expresiones de la militarización
persisten en la actualidad: la necesidad de la
portación de armas, la exigencia de contar con los
militares para resolver algunos problemas y la
añoranza por el respeto a la autoridad son algunas
expresiones. Según el estudio ACTIVA (IUDOP, 1996b),
el 22 por ciento de los adultos del Área Metropolitana
de San Salvador (AMSS) afirmó que le gustaría tener
una arma de fuego para su protección. Otro estudio
realizado por el Instituto Universitario de Opinión
Pública (1996a) en los centros educativos del AMSS
reveló que más del 18 por ciento de los jóvenes entre
13 y 18 años de edad había acudido a clases en el
último mes con algún tipo de arma (armas blancas,
armas de fuego y artefactos explosivos). Por otro
lado, el mismo estudio ACTIVA (IUDOP, 1996b) reveló
que casi el 80 por ciento de los salvadoreños
consultados piensa que la presencia militar es
necesaria para combatir la delincuencia en el país.
Ello muestra la prerrogativa que aún se suele dar a
las opciones militares.

El mejor indicador de la trivialización de la vida


humana en la posguerra como producto del deterioro de
la convivencia social lo constituyen las mismas cifras
de los homicidios. De acuerdo con los datos de muertes
violentas registradas por la Fiscalía General de la
República, en El Salvador ocurrirían un promedio de
8,000 homicidios entre intencionales y no
intencionales. Esto significa tasas de alrededor de
140 muertes por cada cien mil habitantes. Sin embargo,
los estudios de actitudes y de opinión pueden ser
útiles también para confirmar lo anterior: una
encuesta de opinión pública realizada por el IUDOP en
1995 a nivel nacional mostró que el 45 por ciento de
los consultados estaba de acuerdo con el accionar
perpetrado por un grupo de limpieza social llamado la
"Sombra Negra", el cual estaba asesinando pandilleros
juveniles (maras); de hecho, el estudio ACTIVA (IUDOP,
1996b) reveló que de todas las ciudades participantes
en la investigación, San Salvador tendría uno de los
porcentajes más altos de aprobación hacia los grupos
de limpieza social. Los resultados del mismo estudio
señalaron que dos de cada tres salvadoreños creen que
la pena de muerte se justifica en ciertas ocasiones;
de nuevo éste fue el porcentaje más elevado en
comparación con el resto de ciudades participantes en
el estudio. Con todo, los salvadoreños parecen muy
dispuestos a aceptar muertes violentas como solución a
determinadas problemáticas.

Pero probablemente, en el área de la cultura de la


violencia, el impacto más decisivo de la conflagración
bélica tiene relación con el proceso de aprendizaje de
la misma. Bajo el entorno de la guerra crecieron
varias generaciones de salvadoreños, la mayoría de
ciudadanos aprehendió la violencia como forma de vida:
muchos de ellos nacieron y se formaron sin conocer lo
que era una sociedad pacífica y muchos otros fueron
educados directamente para la guerra y para el uso de
la violencia. Por ejemplo, al final de la guerra
muchos excombatientes que ingresaron a sus ejércitos
cuando aún eran niños no estaban preparados para hacer
otra cosa sino usar las armas. El fin del conflicto
dejó a toda una población intentando reconstruir sus
relaciones humanas y tratando de aprender formas para
convivir y laborar en condiciones de paz. Muchas
personas celebraron la paz alcanzada, pero
personalmente no sabían cómo conducirse en ese nuevo
entorno y siguieron comportándose de la misma manera
que lo hicieron durante largo tiempo.

Los acuerdos de paz previeron en cierta forma la


desmovilización de una gran cantidad de combatientes
y, más por razones políticas que por razones técnicas,
se diseñaron programas de reinserción a la vida civil
de los mismos; sin embargo, en opinión de algunos
expertos consultados por los responsables de este
estudio, estos programas no tuvieron el impacto
deseado en los antiguos efectivos porque estuvieron
más enfocados en la capacitación técnica y en el
ofrecimiento de tierra -los cuales no eran del mayor
interés para los excombatientes- que en una eficaz
reinserción a una vida laboral realmente productiva,
lo cual obligó a muchos a decantarse por una vida al
margen de la ley haciendo uso de lo que habían
aprendido durante la guerra. Esto puede verse en la
modalidad criminal predominante en muchos delitos.
Según la prensa nacional, las masacres constituyeron
una de las modalidades frecuentes de actos criminales
entre 1995 y 1996, éstas son ejecutadas bajo técnicas
que recuerdan a operativos militares de exterminio
(García, 1996). De hecho, según declaraciones de
funcionarios policiales, la mayoría de estos delitos
ha sido cometida por exmilitares y exguerrilleros que
combatieron durante la guerra (Hernández, 1996).

Por otro lado, uno de los impactos más claramente


expresados en la sociedad salvadoreña del aprendizaje
del uso de la violencia se encuentra en la
proliferación de pandillas o "maras" juveniles. De
acuerdo con informes de la Policía Nacional Civil, en
el AMSS existen alrededor de 20,000 jóvenes
predominantemente entre 15 y 21 años que integran
dichas pandillas. Todos los pandilleros en la
actualidad fueron niños que crecieron bajo la guerra.
Una de las características primordiales de estos
grupos de jóvenes es el uso frecuente de la violencia
y el comportamiento delictivo. Según, un sondeo
realizado por el Instituto Universitario de Opinión
Pública (1996c) entre este tipo de jóvenes, cerca del
70 por ciento de los jóvenes habría estado en prisión
alguna vez y más de la mitad de los pandilleros habría
estado hospitalizado por agresiones. En una entrevista
con los investigadores, los mismos pandilleros afirman
que muchas de sus técnicas para enfrentar a grupos
rivales se basan en tácticas de guerra aprendidas o
transmitidas a ellos por antiguos combatientes.

Por todo lo anterior, el problema de la cultura de


violencia en El Salvador es, de alguna manera, un
problema de salud psicosocial. La normativa de la
violencia se ha sedimentado tanto en la sociedad
salvadoreña que el comportamiento agresivo y violento
es ya una respuesta institucionalizada. Muchas
masacres ocurridas en los últimos tres años en las
áreas rurales del país no parecen tener motivaciones
delincuenciales (robo, violación, etc.), ni siquiera
parecen estar motivadas políticamente –lo cual era
usual hasta hace seis años-, más bien parecen estar
motivadas por rencillas entre familias o personas y
son resueltas mediante el exterminio del enemigo o del
rival. Esto es posibilitado en buena medida por la
sensible deficiencia de cobertura de los aparatos de
justicia y seguridad pública y por la ingente cantidad
de armamento heredado del conflicto bélico.

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Las confrontaciones bélicas no sólo dejan pérdidas en


vidas humanas y en recursos materiales en una
sociedad, también dejan marcas en la población que,
más temprano que tarde, comienzan a cobrar efecto.

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B. Las instituciones de justicia y seguridad

Otro efecto del conflicto armado salvadoreño que ha


tenido impacto en el desarrollo de la violencia en los
noventa es la situación de las instituciones
encargadas de proveer seguridad pública y justicia a
la población. La guerra no sólo tuvo un impacto en la
exacerbación de la cultura de violencia, también
terminó de debilitar el poco operante sistema de
justicia y desnaturalizó por completo las funciones de
los cuerpos de seguridad. De acuerdo con un informe de
la División de Derechos Humanos de la Misión de
Observadores de las Naciones Unidas en El Salvador,
fechado el 5 de junio de 1992, la debilidad del
sistema penal salvadoreño se debía a "su propia
estructura y a su pasado vinculado con el conflicto
armado" (ver Naciones Unidas, 1995a, pág. 263). De
hecho, la guerra no sólo provocó que los recursos y el
funcionamiento de la administración de justicia se
orientaran significativamente a legitimar las
operaciones bélicas del bando oficial contribuyendo al
compromiso político y a la corrupción en la
administración de justicia, sino que también provocó
que extensas áreas del país quedaran sin delegados de
las instituciones judiciales. Esto causó que al final
de la guerra, la restitución (o instalación) de las
institucionalidad jurídica fuese un proceso lento y
complicado. La administración de justicia no se
instituyó rápidamente: amplias zonas del país se
mantuvieron sin tribunales, sin oficinas de la
Fiscalía o la Procuraduría de Derechos Humanos sino
hasta tiempo después de lograda la paz. Además, la
depuración del sistema judicial -proceso pactado en
los acuerdos- ha sido prolongada y ha estado más
sujeta a negociaciones políticas y a criterios
administrativos que a la necesidad de erradicar la
corrupción y restablecer el orden jurídico (Spence et
al, 1997; ver Popkin et al, 1994). Ello ha provocado
que el sistema de justicia después de la guerra no sea
lo suficientemente eficaz para enfrentar la ola de
violencia y delincuencia posbélica. Por ejemplo, la
encuesta sobre delincuencia llevada a cabo por el
IUDOP en 1993 reveló que, según las víctimas, sólo el
26.5 por ciento de las denuncias interpuestas por
algún delito fueron investigadas. Un reporte de la
Dirección de Política Criminal del Ministerio de
Justicia (1996) muestra que en los años 1993 y 1994,
más del 80 por ciento de los reclusos en el sistema
penitenciario nacional carecían de condena. Lo
anterior produjo la percepción de un sistema de
justicia poco operante que favoreció las condiciones
para la impunidad, la sensación de inseguridad
ciudadana y el aparecimiento de actitudes en contra
del orden legal. Un estudio realizado por el Instituto
Universitario de Opinión Pública (1996b) con Texas
Christian University, reveló que alrededor del 40 por
ciento de los salvadoreños cree que es mejor ignorar
las leyes cuando no se está de acuerdo con ellas y
para resolver los problemas rápidamente; es más, cerca
del 46 por ciento afirmó que cuando el gobierno no lo
hace "la gente tiene el derecho de tomar la justicia
por su propia mano".

En el caso del sistema policial, la situación


salvadoreña es particularmente especial. Hasta la
firma de los acuerdos de paz existían al menos tres
cuerpos con funciones de seguridad pública que estaban
adscritos a las fuerzas armadas: la Policía Nacional,
la Guardia Nacional y la Policía de Hacienda. En
realidad, antes y durante la guerra -especialmente en
el último período-, estos cuerpos de autoridad estaban
más orientados a la lucha en contra del enemigo
ideológico del gobierno que a las funciones de
seguridad pública; por tanto, en la década de los
ochenta, la estructura y los recursos de los mismos
estaban al servicio del conflicto bélico y no en
función del control criminal, aunque también asumían
tales tareas junto con el Ejército. Sin embargo, uno
de los puntos esenciales de los acuerdos de paz que
finalizó la guerra contemplaba, como parte de la
depuración y reestructuración de la fuerzas armadas,
la desaparición de los tres cuerpos de seguridad y la
creación de una totalmente nueva Policía Nacional
Civil (PNC), que ya no estaría bajo la responsabilidad
de los militares sino de los civiles. Así, las
instituciones Guardia Nacional y Policía de Hacienda
fueron disueltas y sus miembros desmovilizados o
integrados a las Fuerzas Armadas, mientras que la
Policía Nacional entró a un lento proceso de
desintegración que iba paralelo a una todavía más
lenta constitución y despliegue de la PNC. Sin
embargo, una serie de hechos precipitaron la
disolución total de la Policía Nacional antes del
tiempo proyectado, cuando la Policía Nacional Civil
aún no tenía el número de efectivos necesarios
capacitados y desplegados en todo el país, lo que
provocó que extensas zonas del país se quedaran sin el
resguardo de ninguna figura policial o de autoridad.
Desde la disolución de la Policía Nacional, a la PNC
le tomó casi un año extenderse por el resto del
territorio nacional.

Lo anterior provocó dos cosas. En primer lugar, un


sensible vacío de autoridad policial en varias zonas
del país; este vacío no sólo era formal, también tenía
un sentido subjetivo: frente a la ausencia de los
representantes de la autoridad, muchas personas se
sentían desprotegidas, mientras que otras advirtieron
el espacio de impunidad que se creaba y lo
aprovecharon para poder cometer actividades fuera de
la ley. En segundo lugar, con la abrupta transición,
el naciente cuerpo policial tuvo que enfrentar una
tarea para la cual no estaba lo suficientemente
preparado y tampoco disponía de los recursos
necesarios en un principio. De hecho, según un informe
del Secretario General de la ONU sobre la Misión de
Observadores en El Salvador, "los primeros graduados
de la Policía Nacional Civil no estaban adecuadamente
equipados y carecían de los medios para cumplir sus
funciones con eficacia", entre otros problemas
(Naciones Unidas, 1997, p. 123). Así, el rol de
seguridad pública de un país con muchas condiciones
para la violencia tuvo que ser asumido por una
institución inexperta. Algunos analistas, evaluando la
situación de violencia en El Salvador, afirmaron que
en tales circunstancias inclusive un cuerpo con mayor
veteranía estaría en problemas (Spence y otros, 1997).

Así, en los primeros años después del fin de la


guerra, El Salvador no poseía la capacidad
institucional en el área de la seguridad pública como
para hacer frente a la creciente delincuencia
producto, en parte, del considerable número de
desmovilizados desempleados. Además, la
institucionalidad y capacidad de los sistemas judicial
y policial se vio mermada por la dimensión política en
la cual se tenía que mover el restablecimiento de la
paz. Las negociaciones políticas limitaron en buena
medida el apoyo y el desarrollo institucional de los
aparatos vinculados a la seguridad pública y en
ciertas ocasiones llegaron inclusive a hacer peligrar
las metas propuestas en el tratado de paz. Ello
significó que, además de cumplir con sus funciones, el
sistema judicial tanto como la nueva policía
estuvieran permanentemente lidiando con una compleja
dinámica interna.

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La exacerbación de la ya existente cultura de


violencia, la fragilidad de los aparatos encargados de
la justicia y la seguridad pública y la gran
circulación de armas por la población han sido
producto de la historia reciente de conflicto y paz
sin previsión que ha enfrentado este país
centroamericano.

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C. La disponibilidad de armamento

Más del 50 por ciento de las muertes por homicidios


reportada por el Instituto de Medicina Legal en el
área metropolitana de San Salvador ocurrió a causa de
un arma de fuego o un artefacto explosivo. La guerra
civil salvadoreña no sólo se encargó de armar a los
dos ejércitos contendientes, sino que además
distribuyó una ingente cantidad de armamento entre la
población civil, en la búsqueda de apoyo por parte de
cada bando. Sin embargo, este armamento no fue
recogido en su totalidad al final del conflicto
armado. Aunque el tratado de paz contemplaba la
recolección total de armamento en manos de las
antiguas fuerzas guerrilleras y de los civiles, los
esfuerzos en este sentido no dieron los frutos
esperados ya que los inventarios de armas presentados
al fin de la guerra por las partes en conflicto no
eran exactos (ver Naciones Unidas, 1995b). Muchos
excombatientes prefirieron guardar y esconder el
armamento que habían obtenido durante la
conflagración. La mayor parte de los esfuerzos de
recolección en este sentido fue ineficaz; un informe
de Naciones Unidas detalla que casi un año después de
la firma de los acuerdos, de manos civiles sólo se
habían recogido 100 armas de un total calculado en
varios miles (Naciones Unidas, 1995c). Con todo, nadie
sabe a ciencia cierta cuántas armas quedaron
desperdigadas después del conflicto.

Mucho de este armamento no sólo consistía en


artefactos de pequeño calibre, buen número del mismo
estaba formado por armas largas, de grueso calibre y
explosivos. Parte de este armamento subsiste todavía
en manos de civiles, lejos del alcance de las
autoridades. En 1996, una organización civil inició
una campaña de recolección de armas canjeádolas por
bienes de consumo básico. La campaña ha sido exitosa
pero insuficiente. Los organizadores tuvieron que
suspenderla mucho antes de lo planeado porque se
quedaron sin recursos para el canje, aunque han habido
esfuerzos para continuarla. Entre el armamento
recolectado de manos de civiles se encontraron hasta
lanzacohetes y explosivos plásticos C-4, entre un
elevado número de granadas y armas largas. De hecho,
de los 2,467 decomisos de armas efectuados por la
Policía Nacional Civil en 1995, el 21 por ciento
constituían "armas de guerra".

De acuerdo a la Policía Nacional Civil, existen


alrededor de 150,000 armas registradas en manos de
civiles, sin embargo, las mismas autoridades calculan
más de 120,000 armas que están en circulación y que no
han sido registradas -muchas por ser "de uso privativo
de la Fuerza Armada". Según los resultados del estudio
ACTIVA (IUDOP, 1996b) en el área metropolitana de San
Salvador, cerca del 7 por ciento de los adultos
declaró poseer un arma de fuego, esto significa que
alrededor de 58,000 personas estarían armadas en el
Gran San Salvador; la mayor parte por razones de
"protección". Sin embargo, según fuentes policiales,
un porcentaje significativo de armamento estaría en
manos de menores de edad y, por lo tanto, es muy
probable que haya un número mayor de población armada.

La existencia de este armamento bélico ha tenido un


impacto en la caracterización de la violencia
salvadoreña. Buena parte de los delitos y las
agresiones es llevada a cabo con artefactos explosivos
y con armas largas: algunos asaltos en contra de
camiones blindados han sido perpetrados usando
bazucas; en una modalidad de enfrentamiento entre las
pandillas se utilizan granadas de mano y en repetidas
ocasiones, sobre todo en los inicios de la nueva
policía, las autoridades han externado su preocupación
porque sus efectivos deben enfrentar delincuentes más
y mejor armados que los mismos policías.

Resumiendo, las secuelas del conflicto bélico han sido


factores contribuyentes al incremento y mantenimiento
de la violencia salvadoreña. La exacerbación de la ya
existente cultura de violencia, la fragilidad de los
aparatos encargados de la justicia y la seguridad
pública y la gran circulación de armas en manos de la
población han sido, en buena medida, producto de la
particular historia reciente de conflicto y de paz sin
previsión que ha enfrentado este país centroamericano.
La verdad es que, según las evidencias recogidas sobre
el pasado período antes del conflicto, los
salvadoreños ya tenían un problema serio de violencia;
en tal sentido la problemática no es nueva y no fue
creada por la guerra, pero ésta contribuyó enormemente
a que la violencia se institucionalizara en el sistema
de valores y normas que rigen el comportamiento social
de forma tácita en las interacciones personales.
Cuando la violencia dejó de tener un sentido en el
orden sociopolítico, se reforzó el espacio para la
misma en las relaciones interpersonales. Esto, a su
vez, fue posibilitado, por un lado, por el vacío
institucional en materia de seguridad pública y de
justicia: luego de la guerra, la sociedad salvadoreña
carecía de mecanismos eficientes de control social que
asegurasen la persecución del delito y el combate a la
impunidad; y, por otro, a causa de la existencia de
grandes cantidades de armamento que quedaron en manos
de civiles en la posguerra.

Sin embargo, a todo lo anterior habría que agregar


otro elemento particular del contexto salvadoreño y
que, de alguna manera, puede añadirse como un factor
importante en la dinámica de la violencia. Los
acuerdos de paz no sólo terminaron con el conflicto
armado, sino que además fueron planteados como un
mecanismo para la construcción de una nueva sociedad;
frente a esto, muchos salvadoreños crearon
expectativas muy grandes con respecto al futuro
nacional, sobre todo en el orden socioeconómico. Sin
embargo, pasada la alegría del logro de paz, los
salvadoreños empezaron a acusar un elevado nivel de
frustración por la falta de resolución de sus viejos
problemas y, sobre todo, por la permanencia de un
modelo de exclusión social y económica. Los tratados
de paz resolvieron el problema de la marginación
política, pero al final no fueron capaces de resolver
los problemas de exclusión socioeconómica. El Estado
salvadoreño se vio limitado en su capacidad de
integrar a todos los sectores en el rumbo del
desarrollo y la atención. La existencia y dinámica de
las pandillas juveniles en El Salvador, tanto como de
otros fenómenos del orden delincuencial, sugieren la
presencia de la necesidad de algunos sectores
poblacionales de recuperar un espacio social perdido a
través de la violencia. Una investigación elaborada
por el Instituto Universitario de Opinión Pública
(1997) mostró que la mayoría de los jóvenes que se
integra a las pandillas juveniles en la actualidad,
reclama un poco de atención por parte de la sociedad,
de la cual se siente profundamente marginado. Al
final, la violencia sería un mecanismo legitimado y
justificado por cierta parte de la población para
recuperar un poder perdido sobre su entorno más
inmediato.

2. La expresión de la violencia en El Salvador

2.1. Las circunstancias

¿Cómo se expresa la violencia en El Salvador en la


actualidad? Buena parte parece estar relacionada con
la delincuencia común. Según un recuento de noticias
sobre violencia aparecidas en la prensa nacional
escrita durante 1996, la causa identificada más común
de homicidios es la delincuencia común, con un 26.1
por ciento de asesinatos en tales circunstancias. En
cambio, el 12.4 por ciento de las muertes
intencionales se deben a problemas de convivencia
interpersonal: venganzas personales y asesinatos de
familiares. Los jóvenes pandilleros asesinados
representan también un porcentaje importante sobre el
total de homicidios; según el recuento, el 8 por
ciento de los homicidios se dio en un riña callejera
entre "maras" (pandillas). Sin embargo, la mayor parte
de los asesinatos, el 42.3 por ciento, ocurre en
circunstancias no especificadas por la prensa. Estos
hechos pudieron haber sido cometidos bajo distintas
condiciones, pero el dato en sí mismo muestra la falta
de control que tiene la sociedad sobre la ocurrencia
de los hechos violentos.

De acuerdo con los registros del Instituto de Medicina


Legal, las armas de fuego constituyen la primera causa
de homicidio en el área metropolitana de San Salvador.
Según los datos, el 48.6 por ciento de las muertes
intencionales ha sido cometido con un arma de fuego;
mientras que cerca del 20 por ciento es efectuado por
medio de golpes y traumatismos en diversas partes del
cuerpo de las víctimas; el 16.5 por ciento es cometido
con arma blanca y el 7.3 por ciento muere por
ahorcamiento. El resto muere a causa de artefactos
explosivos y por causas indeterminadas. Sin embargo,
el alcance letal del hecho varía en función del
instrumento utilizado para causar la muerte; de
acuerdo con el recuento de noticias de la prensa
escrita, en el 44 por ciento de los casos de artefacto
explosivo murió más de una persona en un sólo hecho;
esto en contraposición con las muertes debidas a
golpes, en las cuales sólo hay un fallecido en el 92
por ciento de los casos. Estos datos ayudan a
acercarse también a la caracterización de la
violencia. La disponibilidad de las armas de fuego
posibilita casi la mitad de los asesinatos, usualmente
cometidos en circunstancias delincuenciales. Además,
el uso de armas de fuego y artefactos explosivos
sugiere un tipo de violencia más impersonal que la
provocada por armas blancas y golpes, donde la
interacción personal es mayor.

Así, el elevado nivel de muertes por golpes sugiere la


magnitud de muertes en riñas y peleas, lo cual tendría
que ver con problemas de convivencia ciudadana; en
otras palabras, la violencia que provoca muertes no
sólo puede ser atribuida a la ola delincuencial que
azota a El Salvador en la actualidad, buena parte de
la misma ocurre en los ámbitos de coexistencia
ciudadana y es ejecutada por personas que no son los
clásicos criminales. Algo de esto señalan los
resultados de la encuesta de victimización realizada
para este estudio: del total de personas que
declararon haber sido agredidas sin motivación de
robo, el 62 por ciento conocía a su agresor.

2.2. Los agresores

No existen registros sobre los victimarios de los


homicidios en El Salvador. Sin embargo, el estudio
llevado a cabo por la Dirección de Política Criminal
reveló que el 60 por ciento de los reclusos del
sistema penitenciario salvadoreño posee menos de 30
años de edad. Según declaraciones de funcionarios
policiales, cerca de la mitad de los hechores de los
delitos contra el patrimonio son menores de edad. El
estudio en el sistema penitenciario reveló también que
el 45 por ciento de los encarcelados no ha estudiado
más allá del sexto grado de primaria, mientras que un
32 por ciento ha estudiado tercer ciclo (de séptimo a
noveno grado). Por otro lado, el reporte revela que
una gran mayoría de las personas que se encuentran en
el sistema penitenciario son campesinos y obreros
(Dirección General de Política Criminal, 1996).

------------------------------------------------------
-------la causa identificada más común de homicidios
es la delincuencia común, con un 26.1 por ciento de
asesinatos

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2.3. Las víctimas de la violencia

Paradójicamente, las víctimas más frecuentes de la


violencia homicida forman parte del mismo grupo
demográfico que los agresores. Según las distintas
fuentes y registros de homicidios, entre el 70 y el 85
por ciento de los fallecidos pertenece al sexo
masculino y más de la mitad se encontraba entre los 15
y los 30 años al momento del hecho. La Figura 1,
obtenida de los registros forenses de homicidios del
AMSS, muestra que en el grupo de los hombres se alza
el número de fallecidos por violencia hacia los 16
años, este número se mantiene alto hasta los 30 años
cuando comienza a bajar; en cambio, en el grupo de las
mujeres la incidencia de las muertes por homicidios se
mantiene baja y sin mayores variaciones
significativas.

Figura 1

Fuente: base de datos de


los registros del
Instituto de Medicina
Legal.

Lo anterior quiere decir


que un hombre joven en El
Salvador posee una de las
probabilidades más altas
en todo el mundo de morir
asesinado. Así, éste constituye el grupo de mayor
riesgo, diez veces más que en el grupo de las mujeres.

Ahora bien, en el ámbito de la delincuencia común no


parecen existir diferencias importantes en el sexo y
la edad de las víctimas. De acuerdo con el Estudio
ACTIVA (IUDOP, 1996b), tanto mujeres como hombres han
sido víctimas de robos a mano armada en una proporción
muy parecida; mientras que, en términos de edad, hacia
los 21 años se da la mayor incidencia de asaltos, pero
estos no llegan a tener una proporción
significativamente mayor que la del resto de edades -
como en el caso de los homicidios. Adonde sí parece
haber una diferencia importante en las víctimas de los
asaltos es en el nivel educativo de los mismos; según
los resultados, tres de cada diez personas con
estudios de secundaria incompleta fueron asaltadas en
el transcurso de un año, mientras que una de cada diez
personas analfabetas ha sido robada en el mismo
período; en el resto de niveles educativos las
personas han sido víctimas en un 20 por ciento
aproximadamente.

Lo anterior sugiere que la violencia homicida posee un


carácter singular. Las muertes no vendrían entonces
directamente como resultado de la acción
delincuencial, aunque sin duda ésta contribuye, sino
que en ellas estarían actuando otros factores
relacionados con problemas de convivencia social como
por ejemplo, el fenómeno de las pandillas juveniles en
El Salvador, los traumas psicológicos por la guerra en
excombatientes y población civil, etc.

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-------

un hombre joven en El Salvador posee una de las


probabilidades más altas en todo el mundo de morir
asesinado.

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2.4. El entorno de la violencia

El recuento de noticias sobre la violencia llevado en


1996 muestra que la mayor parte de asesinatos
informados por la prensa ocurrió en la vivienda o la
vía pública. Un tercio de los fallecidos murió en la
vía pública urbana; mientras que el 25.6 por ciento
falleció en una casa de habitación; el 13.5 por ciento
ocurrió en la zona rural y el resto de defunciones
sucedió en otros sitios: la carretera, establecimiento
laboral, etc. (ver Cuadro 1).

Cuadro 1

Fallecidos según lugar donde ocurrió el hecho

Lugar %
Vía pública urbana 33.7
(calle, colonia)
Vivienda 25.6
Zona rural 13.6
(barrancos, cañales,
etc.)
Establecimiento 7.6
laboral
Carretera 6.3
Autobús 3.8
Hospital 1.6
No se menciona 6..0
Fuente: Base de datos de
noticias publicadas por La
Prensa Gráfica, El Diario de
Hoy, 1996.

Ahora bien, con los datos del Instituto de Medicina


Legal de 1996 se construyó un mapa sobre las regiones
donde ocurren homicidios más frecuentemente en el área
metropolitana de San Salvador. Dado que no son zonas
geográficas del mismo tamaño y muchas incorporan
municipios muy grandes, se optó por relativizar los
números en función del número de habitantes que vive
en cada zona según las proyecciones poblacionales y
obtener tasas brutas de homicidios para cada zona de
la ciudad. Los resultados muestran que no todo el AMSS
es igualmente violento; existen áreas donde ocurre una
ingente cantidad de homicidios que colindan
directamente con otras donde las muertes violentas son
muy escasas (ver Figura 3.2). Esta zonificación de la
violencia sugiere la intervención de varias variables,
marginalidad, vigilancia, movimiento comercial, etc.

Por ejemplo, las regiones donde ocurren más homicidios


son esencialmente dos: el área del llamado "centro de
San Salvador" (zona 1) y la zona 14.2 al sur de la
ciudad. La zona 1 se caracteriza por ser el centro
comercial y antiguo de la ciudad; en él converge la
mayor parte del tráfico de transporte público, se
concentra la mayor cantidad de establecimientos
comerciales y se encuentra un buen número de plazas y
parques. Esto la convierte en la zona de mayor
tránsito de personas y el área con la más grande
densidad de personas no residentes. Esto contribuye a
un fenómeno de confluencia que genera un desorden
urbano mayúsculo, posibilita los hechos
delincuenciales y crea una atmósfera de impersonalidad
en medio de una gran cantidad de personas. La zona 1
parece formar un corredor de violencia hacia el oeste
con las zonas 2 y 11 que se debilita en la medida en
que se aleja del centro. Estas zonas, antiguamente
lugar de asentamiento de colonias de clase alta y
media-alta, constituyen ahora sectores de intensa
actividad comercial y de mucho tránsito de personas.
Sin embargo, la zonas justo al norte de éstas son
sectores con un nivel muy bajo de homicidios; estas
zonas, en buena parte residenciales, aún se
constituyen en barrios y colonias de sectores medios
que no denotan los mismos niveles de actividad urbana
que las zonas al sur.

En cambio, la zona 14.2, otra de la zonas más


violentas, constituye uno de los sectores periféricos
de la ciudad con un elevado nivel de pobreza y
marginalidad; en esta área se encuentra uno de los
asentamientos marginales más grandes de la ciudad y
considerados de mayor peligrosidad de la urbe. Este
asentamiento, a diferencia de otros igualmente
extensos, carece de establecimientos que tengan
vigilancia y no colinda con cuarteles del ejército.
Esta zona colinda al oriente con otra que muestra un
nivel no tan alto, pero sí significativo de muertes
por homicidio; esta zona está compuesta también por
asentamientos marginales pero además posee barrios y
colonias de sectores medio-bajos y obreros. Al oeste
de esta zona se encuentra una de las áreas
residenciales para clases medias y altas de reciente
crecimiento y ésta, por el contrario, registra un
nivel de muertes por homicidios totalmente opuestos.

Este rápido análisis de la distribución geográfica de


la violencia homicida sugiere que la misma aparece
asociada a áreas de dinámica actividad comercial y a
populosos sectores marginales. Estos factores no
pueden ser identificados como exclusivamente
determinantes de la violencia urbana en el AMSS, pero
su presencia estaría indicando la importancia de los
mismos en la configuración del riesgo. Desde esta
situación, lo más razonable es pensar que estos
elementos, conjugados con otros, invisibles al examen
geográfico, constituyen algunos de los condicionantes
de la violencia.
Figura 2

OJO ENTRA EL MAPA DE SAN SALVADOR AQUÍ

Nota: No incluye las tasas de Santa Tecla y Antiguo


Cuscatlán.

Fuente: Registros del Instituto de Medicina Legal,


1996.

3. Conclusión

La presente investigación encontró que los factores


sociales que explican la configuración de buena parte
de la violencia en El Salvador en la década de los
noventa se originaron en la historia reciente de
guerra y paz. El conflicto bélico dejó una serie de
secuelas que convirtieron a la sociedad salvadoreña en
un terreno fértil para el desarrollo de la
problemática. En otras palabras, a inicios del
presente decenio, este país centroamericano llegó a
reunir la mayor parte de elementos que los estudiosos
han señalado como factores de riesgo asociados a la
violencia. Sin embargo, a diferencia de la década
pasada, el actual es un fenómeno más bien difuso y,
probablemente, más generalizado. La prolongada e
intensa confrontación armada salvadoreña exacerbó la
ya existente y centenaria cultura de violencia social,
afectó los aparatos de justicia y seguridad y dejó
circulando una ingente cantidad de armamento.
En buena medida, lo que sucede en la actualidad es el
producto del deterioro de la convivencia social, de la
militarización de la conciencia pública y de la
educación de generaciones en la agresión como forma de
resolver diferencias; aspectos que sobrevivieron al
fin de la guerra para mostrar sus efectos en una
cultura de violencia posbélica. Pero no sólo eso, la
particular manera de finalizar la guerra comprometió a
los incipientes aparatos de justicia y seguridad, de
por sí históricamente incompetentes, y debilitó el
potencial de la sociedad para mantener el orden de
justicia y legalidad necesarios para la
reconstrucción. La tarea de seguridad pública fue
asumida por una institución principiante que en un
inicio no disponía de todos los recursos técnicos y
políticos para desarrollar eficientemente su labor. El
aparato de justicia inició la era de paz sin haber
corregido y depurado completamente la corrupción y la
ineficiencia formadas en los años de la guerra.
Finalmente, la ola de violencia de los noventa ha sido
posibilitada también por la enorme disponibilidad de
armamento circulante como producto de la guerra.

Por otra parte, el estudio mostró que la violencia, a


pesar de su magnitud, no afecta de la misma manera a
toda la población. Los diferentes registros muestran
que los hombres entre 15 y 30 años de edad son las
víctimas más frecuentes del fenómeno. En El Salvador,
un hombre tiene ocho veces más de probabilidad de
morir violentamente que una mujer y un joven de 16
años tiene cuatro veces más probabilidad de morir a
causa de la violencia que un hombre de 50 años.

Con todo y dadas las condiciones de información en El


Salvador, éste constituye un primer acercamiento al
fenómeno de la violencia. En realidad quedan muchas
preguntas sin resolver y muchas cuestiones que
aclarar. Por el momento, parece clara la dimensión del
problema en el caso salvadoreño y más clara aún la
necesidad de estudiarlo profundamente y atenderlo de
inmediato. En tal sentido, los desafíos parecen
obvios.

En primer lugar, en el caso salvadoreño es necesario


construir un sistema eficiente de recolección de
información sobre la violencia. Ello implica la
depuración de los registros existentes, la creación de
unidades de recopilación y la destinación de ingentes
recursos para ese fin. El Salvador, por su tamaño y el
desarrollo de las comunicaciones, posee las
condiciones para construir un sistema de amplia
cobertura nacional que pueda centralizar y gestionar
la información necesaria para la toma de decisiones.
En segundo lugar, la dimensión de la problemática no
permite más dilaciones en la atención del problema;
ante todo, es fundamental comenzar a actuar sobre los
factores asociados a la violencia y que en el caso
salvadoreño se han presentado tan agudamente. En tal
sentido, las campañas de recolección y control de
armas deberían ser un punto esencial en la agenda del
Estado; muy poco se puede hacer en la prevención de la
violencia si se sigue disponiendo de los instrumentos
para agredir. También debe prestarse atención especial
a la profesionalización de los aparatos de justicia y
seguridad como una forma de erradicar de una vez por
todas la impunidad. La profesionalización no pasa sólo
por la adquisición de mayores recursos técnicos para
hacer frente al crimen, pasa también por la formación
de una institucionalidad basada en la justicia y la
ética que haga frente a la corrupción y a la
negligencia. Finalmente y de manera más estructural,
es necesario enfrentar el problema de la salud
psicosocial de la población para erradicar la cultura
de la violencia; esto implica un esfuerzo
significativo en términos de educación tanto dentro de
la familia como en la escuela. Las nuevas generaciones
deben ser entrenadas en tal forma que la resolución de
conflictos no impliquen violencia o agresión; ello
pasa necesariamente por una revisión de los sistemas
de valores vigentes en la actualidad para reeducar en
otros que privilegien la solidaridad y el respeto
mutuo. El problema de la salud psicosocial y de la
educación en la no violencia ha sido uno de los
tópicos menos abordados después del fin de la guerra
probablemente por el temor a remover la memoria del
pasado. Más que de resucitar el conflicto se trata de
que los salvadoreños aprendan del pasado para
reconstruir sus relaciones de convivencia para el
futuro; se trata de que la paz sea asumida como parte
del desarrollo psicosocial, no sólo como parte de un
acuerdo político. Y es que una cultura de paz sólo
puede lograrse haciendo frente a la cultura de la
violencia.

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