Santidad, El Corazon Purificado Por Dios - Nancy Leigh DeMoss PDF
Santidad, El Corazon Purificado Por Dios - Nancy Leigh DeMoss PDF
Santidad, El Corazon Purificado Por Dios - Nancy Leigh DeMoss PDF
EL GOZO DE LA SANTIDAD
¿Qué palabras asocia usted con “santidad”?
¿Tal vez alegría es una de ellas?
Piénselo en el sentido inverso. Cuando piensa en
algo que lo alegra, ¿piensa en santidad?
Aunque parezca sorprendente, la santidad y la
alegría en realidad van de la mano. Tanto en el
antiguo como en el Nuevo testamento encontramos
una maravillosa descripción del señor Jesús que
establece esta relación:
Has amado la justicia y odiado la maldad; por
eso Dios, tu Dios, te ha ungido con aceite de
alegría, exaltándote por encima de tus
compañeros. Hebreos 1:9; vea salmo 45:7.
Podríamos imaginar que alguien con un amor
apasionado por la santidad y un intenso odio por el
pecado podría ser triste, intolerante y ansioso.
Lo cierto es que nada podría estar más lejos de la
verdad.
La vida santa de Jesús produjo una alegría
desbordante, una dicha superior a la de cualquier
otra persona de su tiempo. Así fue la vida del
Salvador. Y también lo será la de cualquiera que al
igual que él, arme la justicia y odie la maldad.
Recuerdo la primera vez que escuché a Calvin Hunt
contar su historia. Durante años, este joven llevó un
estilo de vida irresponsable y destructiva por su
adicción al crack.
Entonces encontró la gracia irresistible y
transformadora de Cristo. En la actualidad, Calvin
respira un gozo irrefrenable cuando testifica acerca
de la obra purificadora de Dios en su vida y luego
eleva su poderosa voz de tenor para cantar su
canción lema: “¡Soy limpio! ¡Soy limpio! ¡Soy limpio!”
¿Por qué inventamos que la santidad es una
obligación austera o una carga obligada, cuando ser
santo es en realidad ser limpio y libre del peso y la
carga del pecado?
¿Por qué nos aferramos a nuestro pecado? ¿No sería
increíble pensar que un leproso dejar a pasar una
oportunidad de sanarse de su lepra y prefiriera
quedarse con su llagas purulentas?
Buscar la santidad es buscar el gozo, un gozo
infinitamente mayor que cualquier cosa terrenal
pudiera ofrecer. Resistir la santidad o ser indiferente
a ella es perder el verdadero gozo y conformarse con
algo menos que la plenitud absoluta de la presencia
de Dios en nuestra vida, para la cual fuimos creados.
Tarde o temprano, el pecado nos despojará y
robará todo lo que es verdaderamente hermoso y
deseable. Si usted es un hijo de Dios, ha sido
redimido para saborear el dulce fruto de la santidad,
vivir unido a su padre celestial, gustar su presencia,
Gozarse en su misericordia, experimentar la dicha de
tener las manos limpias, un corazón puro, una
conciencia limpia y un día está adelante sin nada de
qué avergonzar sí. ¿Por qué conformarse con
menos?
CAPÍTULO 2
LA MOTIVACIÓN PARA LA SANTIDAD
Después del poder de Dios,
La belleza serena de una vida santa
Es la más poderosa influencia en el mundo.
BLAISE PASCAL
¿QUÉ ES EL PECADO?
Si usted creció en una iglesia, al igual que yo, tal vez
haya aprendido desde pequeño que la esencia del
pecado es quebrantar la ley de Dios. Un manual de
teología sistemática, por ejemplo, dice: “el pecado es
la oposición a la ley moral de Dios en hechos,
actitudes o naturaleza”.
La palabra hebrea que se usa en primera instancia
para “pecado” en el Antiguo Testamento significa
“errar el blanco”. Otras palabras que se usan para
describir el pecado señalan la incapacidad humana
de estar a la estatura de una norma o expectativa
divina.
Esta definición judicial de pecado es importante y
útil. Sin embargo, en años recientes, he sido
confrontada con el descubrimiento de que el pecado
no es sólo “errar el blanco” o “la oposición” a una
norma impersonal. El pecado es también
profundamente personal y tiene serias implicaciones
en la relaciones. Lo que hace al pecado tan horrendo
y deplorable es que es algo contra Dios.
Claro, lastima a otros y hay consecuencias para
quienes pecan. Pero por encima de todo, el pecado
es contra Dios, pues quebranta su ley y carácter
santos.
José rehusó ceder ante el acoso de la esposa de su
jefe porque reconoció que al hacerlo no sólo pecaría
contra la mujer y su esposo, profanaría su propia
conciencia y empañaría su reputación. Él se refrenó
porque estaba convencido de que su pecado
atentaría contra Dios: “¿Cómo, pues, haría yo esté
grande mal, y pecaría contra Dios?” (Génesis 39:9).
De modo que el adulterio y cualquier otro pecado,
son un "grande mal".
Nunca experimentaremos el dolor y el
quebrantamiento debidos por nuestro pecado hasta
que comprendamos que todo pecado que
cometemos es contra Dios.
ADULTERIO ESPIRITUAL
La razón por la cual el adulterio es tan nefasto para
un matrimonio, es que significa el quebrantamiento
de un pacto, vulnerar una relación, romper algo que
Dios unió.
En las escrituras, cuando Dios quiere comunicar la
naturaleza y la seriedad del pecado, usa muchas
veces el lenguaje figurado de la infidelidad
matrimonial y el pecado sexual, con palabras fuertes
como adulterio, prostitución, lascivia, perversión y
promiscuidad.
…Tú te has prostituido con muchos amantes, y
ya no podrás volver a mí -afirma el Señor-… Has
contaminado la tierra con tus infames
prostituciones… Tienes el descaro de una
prostituta; ¡no conoces la vergüenza! Jer. 3:1-3.
A lo largo de las escrituras, Dios aparece como un
esposo fiel y consagrado, muy celoso de su relación
exclusiva con su esposa. Cuando su esposa es infiel,
Dios aparece como un Amante rechazado,
profundamente injuriado. Él es provocado a justa ira
y dolor cuando una amante extraño entra en la
relación.
La próxima vez que usted peque, imagine que su
cónyuge está enredado en un amorío apasionado
con alguien que conoció en la Internet. Imagine que
su padre abandona a su madre después de 35 años
de matrimonio para adulterar con una colega de
trabajo. Imagine a su yerno, que usted creyó amaba
a su hija, durmiendo con prostitutas en sus viajes de
negocios.
Trate de sentir la intensidad de la conmoción, el
rechazo, el dolor, la ira que brotarían de lo más
profundo de su ser tras descubrir la verdad.
Luego, piense que su experiencia sería tan sólo una
diminuta muestra de lo que Dios siente con respecto
a nuestro pecado.
Ahora, imagine que su cónyuge entra por la puerta
y dice con tranquilidad: “A propósito, cariño, desde
hace un tiempo salgo con esa persona que trabaja
conmigo. No es nada serio, nada más una aventura.
Está bien, admito que hemos dormido juntos pero
creo que apenas unas seis o siete veces. Quiero que
sepas que todavía te amo y que en verdad espero
que sigas conmigo y satisfagas mis necesidades”.
Peor aún, imagine como sería y cómo se sentiría si
su cónyuge se negara a romper la relación ilícita y en
cambio siguiera durmiendo con su amante una o dos
veces por semana, mes tras mes, año tras año, al
tiempo que insiste en decirle que en verdad lo ama y
también quiere seguir viviendo con usted, ¿Cuánto
tiempo le tomaría decir: “¡No! ¡No puede vivir
conmigo y con su amante al mismo tiempo! ¡Tiene
que elegir!”?
Tan desagradables y desgarradoras como son estas
situaciones para quienes han pasado por ellas, nos
permiten comprender un poco lo que le hacemos a
nuestro Esposo celestial cuando insistimos en
“dormir” con nuestro pecado, al tiempo que
profesamos estar comprometidos en nuestra
relación con él.
Hace unos años, me encontré con una amiga que
estaba muy perturbada tras haber descubierto
recientemente que su esposo le era infiel. En cierto
momento se desplomó a mis pies y empezó a llorar
descontrolada. Al arrodillarme junto a ella y empezar
a llorar con ella, dijo conmocionada: “¡Nunca
imaginé sentirme tan herida y rechazada!”
Por casi veinte minutos esta mujer destrozada lloró
sin parar, lamentando el rompimiento de la relación
exclusiva e íntima que había disfrutado con su
esposo. Mientras la abrazaba, comprendí con mayor
claridad lo que nuestro pecado e infidelidad le
infligen a Dios. Espero nunca olvidar esa escena.
De alguna manera, el mundo evangélico se las ha
arreglado para redefinir el pecado. Hemos llegado a
considerarlo como un comportamiento normal,
aceptable, algo que quizá debamos mitigar o
controlar pero no erradicar y hacer morir. Hemos
caído tan bajo que no sólo podemos pecar
tranquilamente, sino que asombra ver que llegamos
incluso a reírnos del pecado y entretenernos con él.
Me pregunto si osaríamos ser tan arrogantes
respecto al pecado si entendiéramos un poco sobre
cómo Dios lo ve. Nuestro pecado le rompe el corazón
a nuestro Amante Dios que nos creó y nos redimió
para sí. Decirle sí al pecado es arrojarse en los brazos
de un amante. Es traer un rival a una relación de
amor sagrada.
SUS RELACIONES
Fue abnegado y siempre dio prioridad a los
demás antes que a sí mismo. Tenía un corazón
de siervo y siempre entregó lo que tenía para
suplir las necesidades de otros.
Estaba al servicio de quienes lo necesitaban,
incluso cuando lo interrumpían en momentos
inoportunos, como cuando estaba cansado (Jn.
4:6-7), era tarde (Jn. 3:2), se proponía descansar
con sus amigos (Mr. 6:31-34), o durante sus
tiempos de quietud (Mr. 1:35-39).
Se sometió a las autoridades humanas. Siendo
joven se sometió a la autoridad de su madre y
de José. Enseñó y practicó el respeto y la
sumisión a las autoridades civiles.
Era misericordioso y extendió su perdón a
quienes lo agraviaban.
SUS PALABRAS
Sólo habló lo que Su padre le indicó hablar.
Como resultado, sus palabras tenían autoridad y
poder.
Siempre habló la verdad.
Habló palabras compasivas conforme a la
necesidad de sus oyentes.
SU CARÁCTER
Llevó una vida de alabanza y gratitud.
Era osado cuando debía confrontar a las
personas con sus malas obras. Fue valiente
cuando en la voluntad de Dios exigía de su parte
algo difícil.
No fue competitivo ni celoso. Se gozó cuando
Dios bendijo a otros o eligió usar a otros (como
Juan el Bautista).
Fue lleno del Espíritu Santo y manifestó el fruto
del Espíritu en todo tiempo:
o Amor. Amó a Dios con todo su corazón. Amó a
otros con abnegación y sacrificio, al punto de
estar dispuesto a dar su vida por sus
enemigos. Demostró todas las cualidades del
amor consignadas en 1 Corintios 13:4-8.
o Alegría. Estaba lleno del gozo del Señor. Su
gozo no dependía de las circunstancias
porque Él confiaba en el control soberano de
Dios en todas las cosas.
o Paz. Actuaba con tranquilidad y fue pacífico en
medio de las tormentas, la presión de la
multitud y al soportar la Cruz (Jn. 14:27). Tenía
una paz interior que sobrepasaba todo
entendimiento.
o Paciencia. Fue sufrido, estuvo dispuesto a
soportar circunstancias adversas y también
los agravios que otros de infligían.
o Amabilidad. Mostró preocupación sincera por
los demás. Fue especialmente atento con las
personas a quienes otros rechazaban. Fue
considerado, cuidadoso y sensible a las
necesidades de los demás.
o Bondad. La excelencia de su moral interior se
manifestó en buenas obras que fueron
evidentes. “Anduvo haciendo el bien” (Hch.
10:38).
o Humildad. Soportó la incomprensión y el
maltrato sin vengarse. Reaccionó con
mansedumbre ante la provocación. No se
defendió, sino que se encomendó asimismo y
su causa, a Dios. Rehusó exaltarse a sí mismo
o buscar su propia gloria.
o Dominio Propio. Fue controlado, sus pasiones
y apetitos naturales estuvieron siempre bajo
el control del Espíritu Santo.
El llamado a la santidad es un llamado a seguir a
Cristo. Si la búsqueda de la santidad que no se centra
en Cristo, pronto se volverá un simple moralismo,
una justicia propia hipócrita y un esfuerzo personal
inútil. Esta falsa santidad produce esclavitud, no
libertad, resulta repulsiva para el mundo e
inaceptable para Dios. Sólo si ponemos nuestros ojos
y nuestra esperanza en Cristo podemos
experimentar la santidad verdadera, pura y
atrayente que sólo él puede producir en nosotros.
Ser santo es apropiarse de su santidad. Oswald
Chambers nos lo recuerda:
El único secreto maravilloso de una vida santa no
radica en imitar a Jesús, sino en dejar que su
perfección se manifieste en mi carne mortal. La
santificación es “Cristo en usted…” La
santificación no es extraer de Jesús el poder para
ser santo, si no tomar de la santidad que se
manifestó en Él y que él hizo manifiesta en mí.
Ningún esfuerzo o lucha personal puede hacernos
santos. Sólo Cristo puede hacerlo. Si volvemos
nuestros ojos a Él, descubriremos que Él es nuestro
“tesoro inestimable, la fuente de la dicha más pura”.
Empezaremos a anhelarlo a Él, su belleza, su justicia,
más de lo que deseamos las seducciones
centelleantes que ofrece este mundo. Y seremos
transformados en su semejanza.
CAPÍTULO 5
EL CAMINO A LA SANTIDAD:
DESPOJARSE: DECIRLE “NO” A LA
CORRUPCIÓN
Destruya el pecado
o él lo destruirá a usted.
JOHN OWEN
CONTROL DE MALEZAS
En lo que respecta a nuestra responsabilidad en la
santificación, las escrituras describen un proceso
doble, a saber “despojarse” y “vestirse”.
Como hijos de Dios que vamos en pos de la
santidad, debemos “despojarnos” de nuestra vieja
manera de vivir, pecaminosa y viciada, y de todo lo
que pueda alimentar su crecimiento. Y debemos
tomar la decisión de “vestirnos” de la vida santa que
nos pertenece por medio de Cristo.
Los dos lados de la santidad aparecen muchas
veces en el mismo pasaje:
Huye (despojarse) de las malas pasiones de
la juventud, y esmérate en seguir (vestirse
de) la justicia, la fe, el amor y La Paz. 2
Timoteo 2:22.
…despójense (despojarse) de toda
inmundicia y de la maldad que tanto
abunda, para que puedan recibir con
humildad (vestirse de) la palabra sembrada
en ustedes, la cual tiene poder para
salvarles la vida. Santiago 1:21.
Otro término para “despojarse” es mortificación.
Viene de una palabra latina que significa
“exterminar” o “hacer morir”. En un sentido
espiritual, tiene que ver con la manera como
tratamos con el pecado. Señala que hay una lucha,
un combate implícito contra el pecado y que se
requiere una acción decidida y determinada. Habla
de poner el hacha a la raíz de nuestras inclinaciones
y deseos pecaminosos. Denota intransigencia con
todo lo que en nuestra vida sea contrario a la
santidad de Dios.
Todo jardinero conoce bien su lucha permanente
en tratar de eliminar las malezas que brotan sin
cesar. Hay que “mortificarlas”, hacerlas morir,
arrancándolas de raíz. La santidad y el pecado no
pueden crecer juntos en nuestra vida. Alguno tiene
que morir. Si permitimos que las malezas del pecado
crezcan sin control en nuestro corazón, en nuestra
mente y en nuestra conducta, la vida santa de Cristo
que hay en nuestro interior será sofocada.
La mortificación es mucho más que deshacerse de
aquello que es pecaminoso en sí. También significa
estar dispuesto a eliminar todo lo que dentro y fuera
de nosotros, sin ser en sí pecaminoso, pueda
alimentar conductas o pensamientos impíos y por lo
tanto hacernos pecar. Esto significa cortar todo lo
que nos incite a pecar.
Hace algunos años descubrí que la televisión se
había convertido en una maleza que sofocaba la
santidad en mi vida. Entorpecía mi sensibilidad
espiritual y minaba mi amor y anhelo por Dios. Poco
a poco, con sutileza, el mundo robaba mi amor,
alteraba mis apetitos y penetraba en mi alma.
Terminé abrigando conductas, palabras, actitudes y
filosofías que el mundo (¡y muchos cristianos!)
consideran aceptables, consciente de que eran
profanas.
Mientras más justificaba y me aferraba a mis
hábitos televisivos, menos deseos sentía de cambiar.
Dentro de mí, sabía que en mi vida espiritual
mejoraría sin la televisión. Sin embargo, durante
meses, a pesar de la convicción del Espíritu en mi
corazón, rehusé tomar medidas al respecto.
Un día dije al fin: “Sí, Señor”. Acepté mortificar mi
carne, emprender acciones decisivas contra lo que
rivalizaba con la rectitud en mi vida. En mi caso, eso
significó comprometerme a no ver televisión cuando
estuviera sola.
Casi de inmediato, mi amor por Dios se avivó, mi
anhelo por la santidad se renovó y mi espíritu volvió
a florecer.
Es una decisión que nunca he lamentado.
Desde entonces las pocas veces que he faltado a mi
compromiso, como ver los titulares de los noticieros
sobre un gran desastre o crisis, he descubierto que
caigo fácilmente en mayores concesiones y en viejos
hábitos. Esta es una actividad que, en mi caso, debe
permanecer “mortificada” si aspiro alcanzar la
santidad.
Esta idea puede parecer extrema para algunos y en
torno al tema tal vez surja la palabra legalista.
Debemos tener cuidado con establecer absolutos a
partir de normas personales que no son explícitas en
las escrituras, o con suponer que otros pecan si no
adoptan nuestras reglas personales sobre asuntos
que para ellos no representan tropiezos. Aun así ¿Por
qué somos tan propensos a defender las decisiones
que nos llevan al pecado y tan renuentes a tomar
decisiones radicales te guarde nuestro corazón y
mente de pecar?
En el sermón del monte, Jesús exhortó a sus
oyentes a ser implacables en lo que respecta a cortar
cualquier vía e incitación al pecado.
Y si tu mano derecha te hace pecar, córtatela y
arroja la. Más te vale perder una sola parte de tu
cuerpo, y no que todo vaya al infierno. –Mateo
5:30.
El apóstol Pablo así lo expresó:
Más bien, revístanse del señor Jesucristo, y no
se preocupen por satisfacer los deseos de la
naturaleza pecaminosa. -Romanos 13:14
Permítame hacer un paréntesis para hablar acerca
de un asunto que considero esencial para los
creyentes hoy. No me sorprende ver la cantidad de
cristianos profesantes que luchan con la lujuria y el
pecado sexual y “caen” en relaciones inmorales,
cuando me entero de sus formas de
entretenimiento, los libros y revistas que leen, la
música que escuchan y las películas que ven.
Una mujer cuya dieta consista básicamente de
novelas románticas o revistas femeninas de moda, le
abre camino a la tentación, si no a la caída.
Cualquiera que se nutre de la cultura sensual a través
de películas y otras formas de entretenimiento que
incitan al sexo, presentan escenas inmorales y
mujeres seductoras, va a tener luchas morales.
¡Cuente con eso!
En esto voy a ser directa. No me cabe la menor
duda de que yo podría sentirme inclinada a cometer
adulterio emocional, incluso físico, sino cuidara mi
corazón continuamente. Nunca soy (ni seré) tan
“espiritual” como para ser inmune al pecado sexual.
Puesto que quiero glorificar a Dios y serle fiel hasta
el final, me he propuesto buscar la santidad. No
quiero desagradar al Señor ni deshonrarlo. Tampoco
quiero sufrir las horrendas consecuencias y los
defectos destructivos de la inmoralidad. Así que
como parte de mi “plan de batalla”, he resuelto no
exponerme al entretenimiento o a otras influencias
que consientan la inmoralidad o que puedan
alimentar los malos deseos.
Además, he tomado la determinación, por la gracia
de Dios, de evitar situaciones que podrían tentarme
a cometer pecados morales, ya sean emocionales,
mentales, o físicos. Para mí, eso significa no
reunirme a solas y en privado con hombres casados,
no viajar y cenar sola con hombres casados, enviar
copia de los mensajes electrónicos de carácter
personal a sus esposas, no cultivar amistades
personales con hombres casados sin la presencia y
participación de sus esposos. Lejos de ser una carga,
estos límites han sido una gran bendición y
protección en mi vida, me han librado de muchas
tentaciones que habrían alejado fácilmente mi
corazón del señor.
En el mundo actual esa clase de medidas parecen
poco realistas o excesivas, aún para muchos
cristianos. El problema es que la mayoría de
personas en el mundo actual no buscan la santidad y
por consiguiente, piensan que nada es pecado. El
comportamiento que alguna vez les pareció
inaceptable, incluso a los incrédulos, ahora lo
consideran normal.
¡Pero usted y yo somos diferentes, recuerde que
somos santos!
Por eso debemos tomar en serio la mortificación,
hacer morir nuestra naturaleza pecaminosa y todo lo
que alimente nuestra carne.
EL PODER DE LA CRUZ
En última instancia, la mortificación no lleva a la
cruz. Fue en la cruz donde murió Jesús por el pecado
y donde murió al pecado para que nosotros
pudiéramos ser libre de él. Sólo la cruz tiene el poder
para quebrantar el funesto dominio de nuestro yo.
Al considerarnos crucificados con Él, nuestra carne,
con sus deseos pecaminosos, es llevado a la muerte.
Según el apóstol Pablo, esta “muerte” es una
realidad, ya consumada, para cada creyente.
Sabemos que nuestra vieja naturaleza fue
crucificada con él para que nuestro cuerpo
pecaminoso perdiera su poder, de modo que ya
no siguiéramos siendo esclavos del pecado;
porque el que mueve queda liberado del pecado.
Romanos 6:6-7.
Sin embargo, debemos también a diario tomar la
decisión de rechazar el dominio del pecado sobre
nosotros:
Por lo tanto, no permitan ustedes que el pecado
reine en su cuerpo mortal, y obedezcan a sus
malos deseos. Romanos 6:12.
Entonces ¿cómo vivimos después de haber
recibido las buenas noticias de que ya no somos
“esclavos del pecado”? Usemos esa libertad para
decirle sí a la justicia y no al pecado.
Si se encuentra frente a una situación u
oportunidad para complacer a su carne, no se quede
parado pensando qué hacer. No se engañe pensando
que puede manejarlo. Más bien sigan ejemplo de
José cuando la esposa de Potifar intentó seducirlo:
José se mantuvo firme en su rechazo.
Cuando un día ella lo asió de la ropa, él no se quedó
hablando con ella sobre el asunto, sino que actuó
con rapidez y determinación “salió corriendo de la
casa” (Gn. 39:10-12). Rehusó entregarse, siquiera
por un instante, a gustar cualquier placer que una
relación ilegítima pudiera ofrecerle.
CRUCIFICAR LA CARNE
Algunas de sus luchas que requieren mortificación
pueden diferir de las de otros creyentes. Comer en
exceso (el término bíblico es glotonería) ha sido un
pecado con el que lucho constantemente en mi vida
y siempre tengo que mortificar mi carne en relación
con mi apetito por la comida. Si usted no puede
controlar sus hábitos alimenticios, pídale a un amigo
o pariente que le pida cuentas de lo que come y
cuando come. Niéguese a su carne mediante el
ayuno frecuente.
La bebida no es una tentación con la cual yo deba
luchar pero si es un punto débil para usted,
mortifique esos deseos manteniéndose alejado de
los bares, no ande con gente bebedora, evite
cualquier oportunidad y ocasión de beber alcohol,
propóngase alejarse de todo eso. No piense que
puede manejar “un solo trago”.
Si no puede resistirse a la seducción de los juegos
de computador, si éstos ocupan todo su tiempo, le
hacen perder su hambre y sed de justicia, pídale a un
amigo piadoso a quien pueda rendirle cuentas por el
tiempo que pasa en esa actividad.
O tal vez descubra que necesita renunciar por
completo a ellos a fin de avivar su amor y anhelo por
Dios. Si usted es seducido por la pornografía o le
atraen las relaciones inmorales en la Internet,
establezca parámetros para el uso de su
computadora que impidan que usted siga pecando.
Ponga su computadora en la sala familiar donde
todos pueden ver la pantalla, establezca
restricciones para su uso cuando está a solas o es
tarde. Si es necesario, desconéctese del servicio de
Internet o de cable.
Haga todo lo que esté a su alcance para mortificar
los apetitos pecaminosos y las ansias de su carne.
Si las películas románticas lo hacen sentir
desdichado con su soltería o insatisfecho con su
cónyuge, o si alimentan fantasías sexuales en su
mente ¡no las vea!
Si algunas revistas o libros despiertan
pensamientos, deseos o imágenes mentales poco
santos, anule la suscripción, bote los libros.
Si se siente tentado a experimentar intimidad física
con la persona con la que sale, no salga con ella. Si es
necesario, ¡lleve a su hermana, un amigo, o a su
madre!
Si usted ya ha roto las normas bíblicas de pureza en
la relación, tal vez necesite romper por completo.
¿Suena rudo? Sí.
La pregunta es: ¿Qué tan importante es para usted
guardarse puro? Si usted valora la santidad, estará
dispuesto a hacer todo lo necesario para guardar su
corazón y protegerse, al igual que a la otra persona,
de pecar contra Dios.
Si usted siente la tentación de involucrarse en una
relación ilegítima con un colega, un consejero (sí,
¡eso sucede!), ¡huya! Pida que lo transfieran,
renuncie a su trabajo, cancele su próxima cita,
busque un consejero del mismo sexo, o pídale a una
pareja casada que lo aconseje. ¡No alimente su
carne!
Una mujer escribió nuestro ministerio y contó que
por su anhelo de ser santa había cambiado de
pediatra, al descubrir que el médico de sus hijos le
atraía y que esperaba ansiosa las citas médicas para
poder verlo.
En esto yo soy sumamente seria. Y usted debe serlo
también. ¿Qué quiso decir Jesús con esta afirmación:
“Si tu mano derecha te hace pecar, córtatela y
arrójala” (Mt. 5:30), sino que estemos dispuestos a
tomar medidas extremas para evitar el pecado?
Seguir alimentando el pecado y aferrarse cualquier
cosa que sea un medio para pecar es como esparcir
fertilizantes sobre las malezas ¡y luego quejarse de
no poder exterminarlas!
A raíz de mi lucha con la glotonería tuve que
alejarme de algunos restaurantes, a menos que
pudiera rendirle cuentas a alguien allí, si deseo en
realidad glorificar a Dios con lo que como.
¡Tengo una amiga que dejó de dormir siestas
porque le parecía que “la hacían pecar”! Antes,
cuando intentaba dormir una siesta, se enojaba con
sus hijos cada vez que interrumpían su descanso, así
que dijo: “Decidí no tomar siestas porque me
preparaban para pecar”.
Claro, usted y yo sabemos que ni los restaurantes
ni las siestas nos hacen pecar, sino que decidimos
pecar. Sin embargo, quiero decir que en esa en esta
batalla contra el pecado debemos estar resueltos y
proponernos evitar todo lo que pueda alimentar el
apetito por cometerlo o que constituya una ocasión
para pecar. Hablo de quitar todo lo que entorpezca
su sensibilidad espiritual o su amor por la santidad.
LA PALABRA
La Palabra de Dios es uno de los agentes de
santificación más esenciales en la vida del creyente.
Jesús oró: “Santifícalos en tu verdad; tu palabra es la
verdad” (Jn. 17:17).
La Palabra de Dios tiene el poder para protegernos
de pecar y purificarnos cuando caemos en pecado.
David comprendió la necesidad y el valor de las
Escrituras en su búsqueda de la piedad.
¿Cómo puede el joven llevar una vida integra?
Viviendo conforme a tu Palabra. En mi corazón
atesoro tus dichos para no pecar contra ti.
Salmos 119:9, 11.
Cuando leo las Escrituras, muchas veces le pido al
señor que me limpie con su Palabra (Ef. 5:26), que
use las Escrituras para purificar mi mente, mis deseos
y mi voluntad.
Además de tener poder para limpiarnos, la Palabra
tiene la capacidad de renovar nuestra mente, de
transformarnos en la imagen de Cristo y de
infundirnos sus misericordias. Cuando el apóstol
Pablo se despidió de los líderes de la iglesia de Éfeso,
los encomienda “a Dios y al mensaje de su gracia,
mensaje que tiene poder para edificarlos y darles
herencia entre todos los santificados” (Hch. 20:32).
Leer, estudiar, memorizar y meditar en las
Escrituras, son disciplinas que controlan las malezas
y abonan el terreno de mi corazón, para guardarlo y
limpiarlo de pecado y para crecer en la gracia.
Ningún creyente puede soportar el ataque de la
tentación y la invasión del mundo sin alimentarse a
diario de la Palabra de Dios. (Tampoco podemos
alimentarnos con lecturas y entretenimientos impíos
y pretender tener un corazón limpio y crecimiento
espiritual.) Nota: su progreso en la santidad será
equivalente a su relación con la Palabra de Dios.
CONFESIÓN
Pese a que no escuchamos mucho acerca de esta
provisión de la gracia en la mayoría de nuestras
iglesias, la confesión humilde y sincera de nuestros
pecados a Dios y al prójimo constituye un
ingrediente esencial para todo el que desee llevar
una vida santa.
No podemos pecar y seguir tranquilos, sin que se
atrofien nuestro crecimiento espiritual. De hecho, las
Escrituras dicen con toda claridad:
Quien encubre su pecado jamás prospera; quien
lo confiesa y lo deja, halla perdón. Proverbios
28:13.
Tal vez consintamos el pecado inconscientemente
pero sólo si decidimos confesarlo experimentaremos
bendición espiritual.
A raíz de su dolorosa experiencia personal, David
aprendió lo que es vivir bajo el peso del pecado no
confesado, una carga que incluso afectó su salud
física y su bienestar emocional.
Mientras guardé silencio (sobre el pecado), mis
huesos se fueron consumiendo por mí gemir
todo el día. Mi fuerza se fue debilitando como al
calor del verano, porque día y noche tu mano
pesaba sobre mí. Salmos 32:3-4.
Sólo cuando estuvo dispuesto a exponer su vida y
sacar a a la luz su pecado, David experimentó el gozo
y la libertad de ser perdonado y estar limpio otra vez.
Pero te confesé mi pecado, y no te oculté mi
maldad. Me dije: “Voy a confesar mis
transgresiones al señor”, y tú perdonaste mi
maldad y mi pecado. Salmos 32:5.
Muchos cristianos están agobiados por la pesada
carga de una conciencia culpable y de las
consecuencias espirituales, físicas, mentales y
emocionales, todo porque no confiesan a diario su
pecado a Dios.
La confesión bíblica es ante todo vertical, hacia
Dios. Sin embargo, también tiene una dimensión
horizontal. Cuando nuestro pecado afecta otros,
además de confesarlo a Dios, debemos también
reconocer nuestras faltas y, si es posible, restituir el
daño que hemos causado.
Además, confesar nuestro pecado a otros
creyentes demuestra una humildad que puede ser
un canal poderoso para recibir la gracia de Dios:
“Confiésense unos a otros sus pecados, y oren unos
por otros, para que sean sanados” (Stg 5:16).
Una pareja me contó hace poco que uno de los
factores claves para luchar con hábitos pecaminosos
en sus vidas ha sido aprender a humillarse y andar en
la luz mediante la concesión de sus luchas, fracasos
y necesidades espirituales, no sólo a Dios si no el uno
al otro.
Qué maravillosa gracia ha dispuesto Dios para que
apliquemos la sangre de Jesús que limpia nuestra
conciencia contaminada y seamos santificados por
medio de la confesión.
EL CUERPO DE CRISTO
Como mujer que conoce sus limitaciones físicas,
sería insensato para mí salir y andar sola, tarde en la
noche, en un lugar peligroso de la ciudad. Sin
embargo, la situación sería completamente
diferente si saliera acompañada por varios hombres
fuertes que me cuidaran y estuvieran listos para
protegerme. Como cristianos, Dios no nos ha dejado
solos en nuestra lucha contra el pecado. En su gracia
nos ha puesto en un cuerpo de creyentes que
estamos llamados a cuidarnos mutuamente y resistir
juntos a los enemigos de nuestra santidad. Esta
familia, el Cuerpo de Cristo, es un recurso vital que
Dios ha dispuesto para ayudarnos en nuestra
búsqueda de la santidad.
Por eso es indispensable que todo creyente goce
de una relación comprometida con la iglesia local
cristocéntrica. A muchos creyentes de hoy les parece
normal saltar de una iglesia otra cada vez que
encuentran algo que les desagrada. De hecho, un
creciente número de cristianos considera
innecesario vincularse a una iglesia local. Algunos
decepcionan por sus experiencias con las iglesias
locales. Creen que pueden llevar una relación
independiente con Dios, o que sus necesidades
espirituales pueden ser satisfechas con sólo
conectarse a la Internet.
Estar desvinculado de la iglesia local, por el motivo
que sea, es un modo de vida religiosa. Éstos “llaneros
solitarios” no sólo pierden las bendiciones de
participar del cuerpo de Cristo, sino que como ovejas
solitarias lejos de la seguridad del rebaño y del
cuidado vigilante del pastor, son susceptibles al
ataque de toda clase de predadores.
Todos somos responsables ante Dios por nuestra
propia santidad. Al mismo tiempo, Dios nunca
planeo que batalláramos solos contra el pecado.
Con frecuencia le pido a mi círculo íntimo de amigos
cristianos que oren o me pidan cuentas sobre
algunos aspectos de mi vida en los cuales sé que soy
susceptible a la tentación o el pecado. ¿Es una señal
de debilidad? ¡Sí, lo es! Lo cierto es que sí soy débil.
Y usted también lo es. Yo necesito al cuerpo de Cristo
que es la iglesia. Y usted también. ¿Es a veces difícil
reconocer mi necesidad y pedir ayuda? ¡Claro que sí!
Para hacerlo debo humillarme y admitir que no me
las sé todas.
El orgullo mismo que le impide quitarse la máscara
y ser una persona sincera es lo que lo lleva a caer en
pecado. Humillarse, al dejar que otros sepan de su
vida y permitirles que lo ayuden y le pidan cuentas,
liberará la gracia santificadora y transformadora de
Dios en usted.
Asimismo, somos responsables de hacerlo con
otros y ayudar a nuestros hermanos y hermanas en
la fe. No podemos quedarnos indiferentes cuando
vemos que otros creyentes están atrapados en
prácticas pecaminosas. Las Escrituras nos exigen
actuar siendo instrumentos de gracia en sus vidas,
animarlos y ayudarlos en su búsqueda de la santidad.
Hermanos, si alguien es sorprendido en pecado,
ustedes que son espirituales deben restaurarlo
con una actitud humilde. Gálatas 6:1.
Esta clase de exhortación y ánimo con los unos
hacia los otros debe ser una costumbre diaria. ¿Por
qué? Porque en menos de un día nuestro corazón
puede endurecerse o ser engañado por el pecado
(He. 3:13). Puede pasarme a mí y puede pasarle a
usted. Ningún creyente es inmune al engaño del
pecado. Ningún creyente puede darse el lujo de vivir
sin rendir constantemente cuentas a otros
creyentes.
DISCIPLINA ECLESIAL
Este canal de la gracia es en realidad una función
del “Cuerpo de Cristo”. Sin embargo, las Escrituras
hablan tanto del efecto restaurador y purificador del
pecado que se enfrenta colectivamente, que merece
un tratamiento particular.
Siempre que un creyente rehúsa enfrentar su
pecado en privado, este se convierte en un asunto
público que precisa la participación y la intervención
de otros en el cuerpo.
Uno de los casos más representativos de esto en el
Nuevo Testamento se encuentra en 1 Corintios 5,
donde Pablo instruye a la iglesia acerca de cómo
tratar a uno de sus miembros que ha cometido
inmoralidad y no muestra arrepentimiento. De
manera pública, la iglesia debía cortar toda
comunión e interacción con este hombre y
entregarlo “a Satanás para destrucción de su
naturaleza pecaminosa” (v. 5).
Al ser excluido de la comunión con otros creyentes,
el hombre fue despojado simbólicamente de la
protección de Dios y dejado a merced de Satanás,
quien en sentido literal podría a quitarle la vida.
El apóstol Pablo explicó que esas medidas
extremas eran por el bien del hombre mismo (“a fin
de que se espíritu sea salvo en el día del Señor”, v.5).
Además, era absolutamente necesario evitar que la
impureza se propagara como gangrena en toda la
iglesia: “¿No se dan cuenta de que un poco de
levadura hace fermentar toda la masa?” (v.6).
Este pasaje describe el paso más extremo de
disciplina eclesial, que sólo se toma después de
haber intentado otras vías y que estas se hayan
agotado y fracasado.
Mateo 18 explica en mayor detalle este proceso,
donde al ofensor se le insta una y otra vez y se le da
la oportunidad de arrepentirse. Desde esta
perspectiva, la disciplina eclesial es una
“misericordia severa”. Es una gracia, no sólo para el
ofensor sino también para el cuerpo de creyentes.
Hace poco asistí a una iglesia que se disponía a
aplicar las últimas medidas de disciplina eclesial a los
miembros de la congregación. Mientras se trataba la
situación desde el púlpito aquel domingo, recordé la
gravedad y las consecuencias del pecado. Sentí un
renovado temor de Dios y anhelo por guardar mi
corazón del pecado y por santificarme ante Él.
La disposición de esa iglesia de aplicar la disciplina
bíblica a los miembros que no se arrepienten tuvo un
efecto santificador en mi vida y en toda la
congregación.
El hecho de que tan pocas iglesias practiquen hoy
la disciplina eclesial ha hecho que la inmoralidad y la
impiedad prosperen al interior de la mayoría de
nuestras iglesias. Cuánto necesitamos restablecer
estos medios que usa Dios para manifestar su gracia,
por nosotros mismos, por los creyentes que han
caído y por la pureza de todo el cuerpo de Cristo.
SUFRIMIENTO
Nadie quiere inscribirse en la escuela del
sufrimiento. Sin embargo, el sufrimiento puede ser
un poderoso instrumento para crecer en santidad.
De hecho, el camino a la santidad también implica
sufrimiento. No hay excepciones, ni atajos.
Cuando nuestra vida es como un camino de rosas
sin espinas y un día soleado sin nubes, tendemos a
descuidar el examen profundo y la confesión
personales y a ser complacientes. A su manera, la
aflicción, logra despojarnos de nuestro egoísmo y
mundanalidad pertinaces y del pecado que se
acumula en la vida cotidiana.
El salmista experimentó esta clase de efecto
santificador del sufrimiento en su vida:
Antes de sufrir anduve descarriado, pero ahora
obedezco tu Palabra. Salmos 119:67.
Nuestro sufrimiento puede ser la respuesta de
nuestro amoroso Padre Celestial a nuestro pecado,
que se denomina disciplina (He. 12:5-11). El
sufrimiento también puede venir en forma de poda,
cuando Dios corta nuestras “ramas” innecesarias o
improductivas para que podamos dar más fruto (Jn.
15:2). Tal vez debamos soportar sufrimiento por
causa del evangelio o por el bien de otros (2 Co. 1:6;
4:11-15). O quizá nuestros sufrimientos se deban al
simple hecho de que vivimos en un mundo caído que
aguarda la liberación final de la maldición del pecado
(Ro. 8:18-23).
Sin importar su causa, la aflicción es un don de
gracia de la mano de nuestro Padre Celestial que nos
ama y nos disciplina para que nos limpiemos del
pecado y nos santifiquemos.
“Dios lo hace (nos disciplina) para nuestro bien, a fin
de que participemos de su santidad” (He. 12:10).
En la primera carta de Pedro, el señor Jesús es
presentado como un ejemplo de sumisión y
mansedumbre ante el sufrimiento, de manera que
nosotros pudiéramos ser liberados del pecado. El
cuarto capítulo empieza con una exhortación que
resalta un poderoso principio acerca del efecto
santificador del sufrimiento en la vida del creyente.
Por tanto, ya que Cristo sufrió en el cuerpo,
asuman también ustedes la misma actitud;
porque el que ha sufrido en el cuerpo ha roto con
el pecado. 1 Pedro 4:1.
Pedro insta a los creyentes a imitar la actitud
sumisa que manifestó Cristo cuando la voluntad de
Dios exigió de su parte sufrimiento. Cuando sufran,
dice el apóstol, serán liberados del poder del pecado.
EXAMEN PERSONAL
¿Qué hace usted para cultivar un corazón
hambriento de santidad y para vestirse del carácter
de Cristo? El siguiente ejercicio le ayudará a
determinar cuál medio de la gracia de los que hemos
estudiado en este capítulo emplea usted en su
búsqueda de la santidad y cuáles ha pasado por alto.
Lea estas preguntas con detenimiento, dedique
tiempo a responderlas a conciencia y en oración y
por qué no, anote sus respuestas. Si en realidad
quiere ir más allá, coméntele sus respuestas a su
cónyuge o a algún amigo cercano del mismo sexo
que pueda pedirle cuentas de una búsqueda más
vehemente de la santidad.
1. LA PALABRA
¿Se alimenta usted constantemente y lo
suficiente de la Palabra?
¿Cómo lo ha protegido la Palabra de pecar el
mes pasado?
¿En qué pasaje(s) de las escrituras meditó la
semana pasada?
¿Se nutre más de fuentes mundanas o de la
Palabra de Dios?
2. CONFESIÓN
¿Cuándo fue la última vez que de manera
consciente confesó su pecado a Dios?
¿Ha cometido algún pecado que no le haya
contestado Dios?
¿Ha pecado contra alguien necesita confesar su
ofensa y pedir perdón?
¿Hay algún pecado que deba confesar a otros
creyentes para humillarse y que puedan así orar
por usted?
3. COMUNIÓN
¿Participa la Cena del Señor como algo
rutinario? ¿Es usted consciente de la seriedad de
esta ordenanza?
Antes de participar en la Cena del Señor
¿examina su corazón para reconocer pecados no
confesados?
¿Ha participado de la Cena del Señor
“indignamente”?
4. EL CUERPO DE CRISTO
¿Es usted un miembro comprometido y fiel de
una iglesia local?
¿Cuándo fue la última vez que le pidió a otro
creyente que orara por usted con respecto a un
pecado o tentación específicos en su vida?
¿A quién le rinde cuentas de su vida espiritual en
cuanto a su pureza personal y moral?
¿recibe continua exhortación de otros creyentes
acerca de su vida espiritual?
¿Conoce a otro creyente que esté atrapado en
algunos hábitos pecaminosos y que necesite de
restauración espiritual?
¿Qué participación pide Dios de usted en ese
proceso?
5. DISCIPLINA ECLESIAL
¿Está bajo la autoridad espiritual de una iglesia
local?
¿El liderazgo espiritual de su iglesia sabe que
usted está dispuesto a rendir cuentas de su
santidad?
¿Sienten ellos la libertad de confrontarlo frente
algún acto sospechoso o pecaminoso en su vida?
¿Hace usted algo que, debe saberlo su iglesia,
sería motivo para iniciar un proceso disciplina?
¿Conoce a otro creyente cuyo pecado usted ha
justificado o encubierto, en lugar de haberlo
confrontado o haberle permitido a otros que lo
hagan según fuera necesario?
6. SUFRIMIENTO
¿Ha usado Dios el sufrimiento como un
instrumento de santificación en su vida?
¿Existe algún sufrimiento que usted resiste en
lugar de aceptar?
¿En algún aspecto de su vida experimenta usted
ahora el castigo de Dios por su pecado? ¿Cómo
ha respondido a la disciplina de Dios?
RESUMEN
Anote uno o dos medios de la gracia que usted
debe tener más presente en su búsqueda de la
santidad.
Anote una o dos acciones que emprenderá para
permitirle a Dios usar estos medios con mayor
alcance en su vida.
Comente su respuesta con otro creyente que lo
anime a ser fiel a su compromiso.
CAPÍTULO 7
LA ESENCIA DE LA SANTIDAD
Nuestra vida debe ser tal
que cualquier vistazo a nuestra intimidad
ningún reproche pueda suscitar.
C. H. SPURGEON
UN MENSAJE OMITIDO
¿Por qué en la iglesia de hoy enfrenta una epidemia
de pecado tan visible y a veces no tan evidente?
Para empezar la lista de razones, tendríamos que
aceptar el hecho de que por más de una generación
la iglesia evangélica, en términos generales, ha
dejado de predicar sobre el pecado y la santidad.
En los últimos años, cada vez que hablo de la
santidad, la respuesta general ha sido: “¡Gracias!…
¿Por qué no se escucha hoy día este mensaje?
Apenas hojeamos los pasajes en el Antiguo y Nuevo
Testamento que proclaman la santidad de Dios, su
aborrecimiento del pecado y su ira y juicio contra los
pecadores que no se arrepienten. En cambio,
preferimos meditar solo en aquellos que hablan de
su misericordia, gracia y amor.
Nuestro “evangelio” afirma que es posible ser
cristiano al tiempo que insistimos en evitar toda
confrontación con los hábitos o comportamientos
pecaminosos. Hemos aceptado la idea de que está
bien para los cristianos verse, pensar, actuar y hablar
como el mundo.
Hemos llegado a pensar que es ofensivo amonestar
a las personas acerca de su pecado, ya sea en privado
o en público, en caso de ser necesario. (¡Si tan solo
fuéramos tan renuentes a pecar como lo somos para
confrontarlo!)