Ideologías y Movimientos Políticos Contemporáneos
Ideologías y Movimientos Políticos Contemporáneos
Ideologías y Movimientos Políticos Contemporáneos
1 La Librería delle Donne se inauguró en octubre de 1975 en Milán con el proyecto de ser un espacio donde lo nuevo
«se recoja y se comunique para que llegue a convertirse en riqueza colectiva». Por lo tanto, la librería será un «centro
de recopilación y de venta de obras de mujeres» y también un «lugar de recogida de experiencias e ideas para hacerlas
circular». Desde entonces la Librería de mujeres de Milán ha sido un punto de referencia para la práctica y el
pensamiento de la diferencia sexual. Las frases utilizadas para explicar el proyecto de la librería pertenecen a una
octavilla del 18 de diciembre de 1974 en la que se explicaba el mismo y que se encuentra citada en el libro No creas
tener derechos escrito por las mujeres de la Librería de Milán, en el que se puede encontrar una explicación más
completa del nacimiento y el sentido de un proyecto de mujeres como la Librería de Milán. (Librería de mujeres de
Milán, 1991, pp. 109 ss.)
2
El patriarcado ha terminado, ya no tiene crédito femenino y ha terminado. Ha durado tanto como
su capacidad de significar algo para la mente femenina. Ahora que la ha perdido, nos damos cuenta de
que, sin ella, no puede durar [Sottosopra rosso, enero 1996, p. 3-4].
Su apreciación de que el patriarcado ya no tiene crédito entre las mujeres no se refiere a que
haya desaparecido corno situación material o como discurso sobre ésta, sino al “orden de lo
simbólico”, es decir a la representación de lo que es posible.
El patriarcado que ya no pone orden en la mente femenina, caduca principalmente en tanto que
dominio dador de identidad [Sottosopra rosso, 1996, pp. 3-4].
Las mujeres con su hacer le han restado aquel crédito y ya no ven el mundo y a sí mismas con
los ojos del patriarcado. Sin embargo, ni esta apreciación es manifiesta para todas, ni significa que
vaya a desaparecer el sufrimiento de las mujeres. La muerte del patriarcado se hace visible cuando
una mujer toma conciencia del proceso que vive. Esa conciencia tiene como motor y precedente
“el amor a la libertad” de tantas mujeres que han vivido antes y que ahora viven. De modo que
incluso sin coincidir en la apreciación de que el patriarcado ha muerto, muchas mujeres de todo el
mundo están dando un “sentido libre a la diferencia femenina” y por tanto creando simbólico
propio, restando crédito al simbólico patriarcal.
No obstante, señala el documento de las mujeres de Milán, el final del patriarcado significa
desorden en la regulación de las relaciones, en la construcción de las identidades.
Es un cambio cuya profundidad necesitará tiempo para medirse y que quizá nos dé miedo. “La
mujer no tiene de qué reírse cuando se hunde el orden simbólico”, escribió en 1974 la filósofa Julia
Kristeva, sabiendo que las caídas —pensamos en el muro de Berlín— con frecuencia provocan más
problemas de los que resuelven. Nosotras tenemos ganas de reír en cualquier caso, pero nos
preguntamos: ¿y ahora? ¿qué nos sucederá al mundo y a nosotras ahora que las vidas femeninas y las
relaciones con los hombres ya no están reguladas, o lo estarán cada vez menos, por el simbólico
patriarcal? [Sottosopra rosso, 1996, p. 7].
Ese desorden se traduce y se manifiesta particularmente en la destrucción, por medio de la
violencia, de la obra femenina de civilización —ese hacer y rehacer cotidianamente las
condiciones de la vida humana- tanto en las guerras actuales cuyo objetivo es cada vez más la
desestructuración de la vida de la población civil, como en las formas de relación en la vida diaria
en las que el individualismo extremo se hace preponderante. El final del patriarcado, pues, no
supone la instauración “necesaria” de otro orden “mejor”, sólo es un hecho — “Ha ocurrido y no
por casualidad” es el subtítulo del texto de las mujeres de Milán — de la revolución simbólica de
las mujeres que da lugar a que ellas se den existencia social libre.
Es posible poner en relación el diagnóstico antes mencionado de “crisis de civilización” para
la situación actual, con la apreciación que nombra “el final del patriarcado” para decir lo que está
ocurriendo, por lo menos en un aspecto: que los elementos de la crisis de civilización sean
manifestaciones del desorden que en la vida social conlleva el fin del orden simbólico masculino
patriarcal.
El patriarcado no era control masculino de la sexualidad femenina y nada más. Era, en su conjun-
to, también una civilización o, más bien, una serie de civilizaciones, con sus instituciones, sus religio-
nes, sus códigos. […] al orden simbólico del patriarcado se remiten instituciones como los parlamentos,
los Estados, la ley igual para todos, los tribunales, los ejércitos, instituciones consideradas modernas y
que se sigue considerando indispensables, aunque algunas de ellas tengan ya la crisis en el horizonte.
Sin embargo, no hay, que nosotras sepamos, análisis que pongan el acento en el nexo entre esta crisis
que ya está en el horizonte y el final del patriarcado [Sottosopra rosso, 1996, p. 15].
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Sin embargo, cuando se trata de afrontar situaciones concretas, la óptica de la política de las
mujeres no es catastrofista, aunque tampoco pretende “dar una solución al problema” en el sentido
de la alternativa programática que suelen proponer las organizaciones que conocemos.
Una dificultad de los tiempos de cambio es la mirada. La mirada se queda vieja y, al no encontrar
las formas a las que estaba habituada, ve principalmente fragmentación, desorden y desastres. No ve
que la realidad está encontrando formas nuevas, que ya están en circulación respuestas válidas
[Sottosopra rosso, 1996, p. 44].
Para el cambio las mujeres cuentan con su experiencia sexuada. A lo largo de la historia, las
mujeres han creado formas de relación y de saber que no han sido nombradas y, al haber sido
canceladas, no se han puesto a la disposición del mundo. Pero hoy la práctica y la teoría, que es el
saber que de aquella se puede desprender, crean autoridad y orden femenino. De modo que en la
intervención política de las mujeres está de forma no separable la búsqueda de soluciones y de
existencia social del sujeto mujer. La tarea, sin embargo, no es pequeña,
Nos toca medimos con la desmesura de un saber de la vida demasiado grande, como es el nuestro,
con el intercambio demasiado intenso que circula entre mujeres, con la enormidad de un logro histórico
— el final del patriarcado— que se traduce, inevitablemente, en la enormidad de la tarea [Sottosopra
rosso, 1996, p. 47].
2 Se refiere a la Querella de las mujeres, una larga polémica entre hombres y mujeres que se extiende entre los siglos
XV y XVIII, acerca del valor de las mujeres. Esta polémica adoptó la forma del debate y la tertulia literaria, como
explica María Milagros Rivera en el mismo libro citado: «En estas tertulias —que podían ser reales o imaginarias—
un grupo de mujeres (o de mujeres y hombres) iba dando nombre y situando en su mundo las nuevas formas de
relación consigo mismas y de relaciones sociales entre mujeres y entre los sexos que estaban surgiendo en la Europa
de la crisis del modo de producción feudal; además, en esas tertulias se establecían redes y espacios de sociedad
femenina a través de la relación y de la práctica de un discurso centrado en la autoestima, en la risa y en la
descalificación de las supuestas virtudes de los hombres.» (Rivera, 1994, p. 28).
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decía que las mujeres eran tan dignas y valiosas como los hombres, desde el último cuarto del siglo
XVIII este pensamiento se desarrolla para fomentar y reivindicar (violentamente, si es necesario) el
cambio social a través de la acción, de la acción en las instituciones de poder social y en la calle.[... ]
Exponentes de este cambio son las obras y la militancia política de Olympe de Gouges (1748-1793),
que publicó en 1791 Los derechos de la mujer y la ciudadana, y que fue guillotinada el 3 de noviembre
de 1793 por pensarlos y defenderlos; y las de Mary Wollstonecraft (1759-1797) re vindicando los
derechos de las mujeres y luchando activamente por ellos (Vindicación de los derechos de la mujer,
1792) [Rivera, 1994, p. 52].
En los primeros regímenes parlamentarios europeos del siglo XIX, el sistema de representación
se regulaba por el sufragio censatario que excluía del derecho a votar y ser elegidos a los varones
que no eran propietarios, poniendo de manifiesto el carácter de clase burguesa de este tipo de
regímenes representativos. Las mujeres, en cambio, quedaban excluidas de la ciudadanía en razón
de su sexo que determinaba su destino de esposas y madres subordinadas a un varón y recluidas en
la esfera de lo privado materializada en el espacio doméstico. Carole Pateman explica esta
exclusión por medio de lo que denomina el contrato sexual, pacto entre varones que forma parte
del contrato originario por el cual ellos se aseguran el acceso a los cuerpos de las mujeres, las
cuales no forman parte del cuerpo social más que a través de su vinculación al varón por medio del
matrimonio (Pateman, 1988).
Los derechos que reclamaban las feministas en aquel momento eran: derechos políticos
(derecho a votar y ser elegidas), derechos jurídicos (control legal sobre la propiedad y la persona),
derecho a la educación, acceso al ejercicio de las profesiones y a las jerarquías institucionales.
Estos derechos eran reivindicados bien en nombre de la complementariedad de los sexos y del
papel fundamental de las mujeres, como madres, en la sociedad; bien en nombre de la igualdad de
hombres y mujeres como sujetos con capacidad de raciocinio. A estos dos tipos de argumentación
Karen Offen les ha llamado “relacional” e “individualista” respectivamente,
los argumentos de la tradición feminista relacional proponían una visión de la organización social
fundada en el género pero igualitario. Como unidad básica de la sociedad, defendían la primacía de
una pareja, hombre/mujer, no jerárquica y sustentada en el compañerismo, […] El feminismo relacional
ponía el énfasis en los derechos de las mujeres como mujeres (definidas principalmente por sus
capacidades de engendrar y/o criar) respecto de los hombres. […] los argumentos feministas de
tradición individualista hacían hincapié en los conceptos más abstractos de los derechos humanos
individuales y exaltaban la búsqueda de la independencia personal (o autonomía) en todos los aspectos
de la vida [Offen, 199 1, p. 1 17].
El feminismo de los derechos fue defendido por mujeres tanto en los ambientes políticos
liberales como en los socialistas a lo largo del siglo XIX y primera mitad del XX. En el primer caso,
el acento se ponía en los derechos políticos y la igualdad jurídica con el varón, también en la
educación y el acceso a las profesiones, a fin de que las mujeres se incorporasen a todos los
ámbitos de la sociedad en igualdad de condiciones que los hombres. En el caso del ámbito político
del socialismo se ponía en el centro el acceso de las mujeres al trabajo asalariado y sus derechos
laborales a fin de que su conciencia emancipatoria se vinculara a los intereses de la clase obrera,
sujeto revolucionario del proyecto socialista en el que la igualdad entre los sexos, como la
igualdad social, eran objetivos a alcanzar.
El ideal democrático e igualitario de la Revolución norteamericana y la Revolución francesa
encontró un importante eco entre las mujeres en su voluntad de ser reconocidas como sujeto
político, particularmente en el movimiento sufragista desarrollado entre 1875 y 1930 que fue la
representación más destacada del feminismo en aquel momento por su presencia pública y su
capacidad de movilización de las mujeres. La lucha de las mujeres por el reconocimiento de la
igualdad de derechos dio sus frutos en la segunda mitad del siglo XX:
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Esta lucha ha conseguido, probablemente, sus objetivos en el Occidente de hoy. Los estados
progresistas declaran en su principal instrumento jurídico, la constitución, que las mujeres y los
hombres somos iguales. El principio de igualdad ha llegado así a ser una cuestión de estado: de
feminismo de estado se habla hoy, coherentemente [Rivera, 1997, p. 42].
Y desde las instituciones del Estado se aplican las llamadas “políticas de igualdad”. Una vez
que se las ha admitido como ciudadanas, a través de la operación de neutralización sexual del
sujeto de la política, y el estado ha asumido la responsabilidad de velar por los derechos de las
mujeres, en realidad, las políticas de igualdad de derechos han llegado a un techo a partir del cual
se trata sobre todo de tutelar la presencia femenina en los organismos e instituciones (cuotas de
participación), de fomentar la participación de las mujeres en la sociedad (políticas de
discriminación positiva), de proteger a las mujeres de las agresiones masculinas (leyes contra la
violencia o agresión sexual), al tiempo que se intentan controlar sus decisiones acerca de la
maternidad (leyes de regulación del aborto, políticas demográficas).
No obstante, en la década de los setenta empieza a tener lugar un cambio profundo en la
práctica y en el pensamiento político feminista, en ella se encuentran las raíces de la actual política
de las mujeres. Hasta entonces el movimiento de mujeres había explicado la situación de
subalternidad de las mujeres en la sociedad siempre en el marco de la institución familiar y había
luchado mayoritariamente por conseguir derechos que, ya fuese en nombre de su papel de madres
o queriéndolas desvincular de éste, les permitieran ejercer la ciudadanía. El feminismo surgido en
los años setenta empezó a hablar de la relación entre los sexos, de la sexualidad femenina y
masculina, como núcleo de la dominación patriarcal y dejó de centrarse en la política de los
derechos para trabajar en la construcción de un sujeto femenino que estableciera su propia medida
del mundo y de la política, puesto que el dominio del patriarcado había consistido precisamente en
la cancelación sistemática, a lo largo de la historia, de un sujeto femenino con palabra propia, es
decir, con representación simbólica.
Fue entonces cuando se concibió el concepto de patriarcado para denominar la relación de
conflicto entre los sexos. En palabras de María Milagros Rivera:
En los años sesenta el Movimiento Feminista nombró una categoría que nos abrió a las mujeres de
entonces un pedazo enorme de realidad. Esta categoría fue la de patriarcado. Los patriarcas dejaron
entonces de ser los viejos del grupo, para convertirse en todos los hombres que se beneficiaran del
contrato sexual; o sea, todos los hombres que controlaran el cuerpo de una o más mujeres,
normalmente por medio de la familia. Estos hombres, la mayoría de los hombres, pasaron a ser “el
enemigo”, el enemigo contra el cual el feminismo (o una gran parte del feminismo) luchó abiertamente
[Rivera, 1997, p. 51].
El concepto de patriarcado fue adoptado con cierta rapidez, aunque con grandes discusiones
sobre su contenido, por los feminismos que ya existían dado su valor explicativo de la realidad de
las mujeres en la historia y el presente. Así desde el feminismo materialista se desarrolló una teoría
del patriarcado como sistema social basado en el modo de producción doméstico y de las mujeres
como clase social. Otras mujeres, comprometidas en la corriente feminista socialista, estudiaron la
relación entre patriarcado y capitalismo como dos sistemas de dominación —sexual, económica y
social— íntimamente articulados. Mientras que otras mujeres atribuían al patriarcado una
naturaleza sociosimbólica desde el pensamiento de la diferencia sexual.
En estos años las mujeres empezaron a practicar la autoconciencia en grupo. Sobre el
significado de esta práctica las mujeres de la Librería de Milán dicen, en su libro No creas tener
derechos,
El movimiento de mujeres encontró su punto de partida y su primera forma política en la práctica
del pequeño grupo exclusivamente de mujeres, que se reúnen para practicar la autoconciencia. Ésta les
permitirá expresar libremente su experiencia, a condición de no rebasar los límites de lo vivido
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personal. Gracias a esta unión con lo vivido personal, por fin pudo manifestarse la diferencia femenina
[Librería de mujeres de Milán, 1991, p. 32].
La “separación” de las mujeres, el encontrarse en grupos de sólo mujeres, constituyó un
momento fundamental para que éstas tomasen la palabra. La relación entre mujeres cobró un
significado político nuevo. Según María Milagros Rivera,
el redescubrimiento estrepitoso de la belleza y de la capacidad de significación del entre-mujeres,
que se dio en Occidente desde principios de la década de los setenta, llevó a una práctica y a una teoría
feministas distintas […]. El feminismo lesbiano creó entonces, anónimamente, una consigna que sigue
siendo famosa: “Lo personal es político.” Esta consigna transformó el concepto de lo político porque
señaló como tal todo lo que aconteciera en la relación de a dos o a más, ignorando la ley codificada
[Rivera, 1997, p. 55].
Se manifestó en aquellos años, más allá de la emancipación, la necesidad de un orden
simbólico propio. Dice Lia Cigarini que Antoinette Fouque, del grupo francés “Politique et
psychanalyse”, fue la primera mujer que habló de diferencia y de la necesidad de un orden
simbólico nuevo. Y cita a continuación palabras suyas:
Lo que nosotras queremos, nosotras, y lo que hemos llevado a cabo, ha sido transformar nuestra
condición de excluidas-intemadas en este mundo, no en emancipación (incluidas-internadas), sino, por
efecto del gran salto hacia afuera, en independencia [Cigarini, 1996, p. 188].
Es decir, según Fouque, la emancipación había supuesto la inclusión de las mujeres en la
ciudadanía superando la exclusión anterior, pero no se había modificado su confinamiento dentro
del orden simbólico patriarcal. Con el “salto hacia afuera” se empezaba a pensar el mundo a partir
de las mujeres, buscando una medida que no fuera la masculina, se empezaba a constituir el sujeto
femenino.
VI. BIBLIOGRAFÍA.
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16
15. ECOPACIFISMO: UNA VISIÓN POLÍTICA
EMERGENTE.
ENRIC TELLO
Sumario: I. Percepciones y respuestas a la crisis ecológica. II. Del “crecimiento autosostenido”
a los límites del crecimiento. III. ¿Crecimiento cero? IV. La crisis de los euromisiles y el
pacifismo antinuclear. V. Sustentabilidad. VI. Sustentabilidad: implicaciones económicas.
VII. Sustentabilidad: implicaciones políticas. VIII. Redescubriendo el mundo común. IX. Un
mundo sin héroes: la vida como red. X. ¿Necesidades o satisfactores? XI. Bienes comunes
globales y locales. XII. La crisis del medio ambiente como crisis de legitimación. XIII. Salida,
voz y lealtad. XIV. Gandhi revivido: el ecologismo de los pobres de la Tierra. XV. Bibliografía.
Hoy podernos ver que tanto nuestro ataque suicida contra la naturaleza como las guerras y la
amenaza de guerras que han sumergido al mundo en la miseria tienen un origen común: el fracaso,
tanto en los países capitalistas como en los socialistas, en comenzar un nuevo capítulo histórico —
hacia una nueva democracia que comprenda no sólo la libertad personal y política, sino también las
decisiones germinales que determinen cómo viviremos nosotros y el planeta—-. Ahora que los pueblos
del mundo han comenzado a comprender que la supervivencia depende igualmente de poner fin a la
guerra con la naturaleza y de poner fin a las guerras entre nosotros mismos, el camino hacia la paz está
claro en ambos frentes. Para hacer las paces con el planeta debemos hacer las paces entre los pueblos
que vivimos en él.
BARRY COMMONER, En paz con el planeta, 1990
Desde 1917 el siglo xx ha estado marcado por el conflicto entre dos sistemas, y dos visiones
políticas del mundo, que rivalizaban por alcanzar las mayores “tasas de crecimiento” (en el
lenguaje de uno de ellos) de las “fuerzas productivas” (en el léxico del otro). La rivalidad entre
ambos ha mediatizado y distorsionado muchos otros conflictos contemporáneos, incluidos los
derivados del carácter a menudo destructivo de dichas “fuerzas productivas”. Ambos nos han
conducido a una crisis ecológica de alcance planetario, cuya resolución exige remover los
fundamentos de aquel crecimiento industrial perseguido como fin común. La crisis del medio
ambiente no implica sólo, por tanto, la crisis de un sistema o un aspecto particular del mismo.
Supone una crisis de civilización esto es, del marco común de pensamiento y propósito que ha
regido desde el principio mismo del capitalismo industrial, y fue abrazado también por las
“construcciones” fallidas del sedicente socialismo “real”. Si ese siglo XX “corto” marcado por la
carrera del crecimiento económico empezó de verdad hacia 1914-1917, terminó entre 1989 y 1991
con la caída de un muro que separaba mucho más que dos Alemanias. El siglo XXI ha comenzado a
discurrir en la Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro en 1992, y está marcado por la crisis
ecológica de la civilización industrial.
II. DEL
“CRECIMIENTO AUTOSOSTENIDO” A LOS LÍMITES DEL
CRECIMIENTO.
Tras la parálisis de dos guerras mundiales, y de la Gran Depresión económica entre ambas, se
produjo entre 1950 y 1973 la mayor etapa de crecimiento económico de la que tenemos
constancia. Entonces la mayoría de economistas y politólogos de los países de la OCDE estaban
obsesionados por la rapidez del crecimiento económico de la URSS, y sus éxitos en la carrera
aeronáutica (y por tanto armamentística) en el espacio. La nomkenklatura soviética, cada vez más
gerontocrática, no estaba menos obsesionada por “atrapar y superar” a Occidente. En medio de ese
clima, y buscando imbuir seguridad en los grupos dirigentes de la OCDE, Walt Witman Rostow
publicó en 1960 un célebre ensayo sobre los estadios del crecimiento económico (subtitulado “un
manifiesto no comunista”) donde aseguraba que las crisis económicas se habían acabado para
siempre porque la nave de la economía había por fin emprendido el “despegue” (take-off) hacia
una nueva era de “crecimiento autosostenido”. La metáfora del fantástico avión autosostenido, y su
moraleja, eran claras: no habría más crisis, luego tampoco revoluciones.
El “profético” ensayo de Rostow duerme piadosamente olvidado en rastros y bibliotecas, pero
su eco permanece en el inconsciente colectivo de tantos dirigentes políticos y empresariales que
aún confunden el “desarrollo sostenible” de los años noventa con aquel “crecimiento sostenido” de
los sesenta. Lo cierto es que en los países capitalistas más desarrollados la mayoría de la gente
experimentó entonces un cambio espectacular. Los campos se llenaron de tractores y se vaciaron
de mano de obra, que se unió al ejército industrial trabajando duro en las cadenas de montaje en
situación de casi pleno empleo, mientras los bloques de pisos crecían de forma alocada y se
llenaban de electrodomésticos, y las ciudades y carreteras se atestaban de automóviles. La
sociedad de consumo inventada por el american way of life permaneció confinada al tercio rico de
la Humanidad que vive en los países de la OCDE, pero registró en dos décadas una extensión sin
precedentes. Por eso el aldabonazo de los “límites del crecimiento” percutió de forma tan
espectacular en la consciencia pública, al formularse por primera vez como problema en medio de
las crisis del petróleo en 1973 y 1979, y el fin de la gran “época dorada” del crecimiento
económico en el capitalismo industrial (cuadro l).
18
III.
19
VI. SUSTENTABILIDAD.
En aquel contexto, la Cumbre de la Tierra de 1992 convocada por el Programa de las Naciones
Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) en Río de Janeiro marcó un cambio de época.
Clausurada la llamada “segunda guerra fría” con el desmoronamiento de la URSS y su bloque
militar, la cumbre de Río volvió a poner la crisis ecológica en el centro de la política mundial.
Desde entonces la eclosión de informes y publicaciones sobre la cuestión ambiental ha superado
ampliamente la producida veinte años antes con la cumbre de 1972 en Estocolmo. Pero las
diferencias no son sólo de cantidad. Durante el interludio el diagnóstico del problema ecológico y
el inventario de posibles soluciones habla cambiado.
Gracias a las discusiones abiertas con los Límites del crecimiento, el problema ha dejado de
plantearse simplemente como un mero agotamiento de recursos clave a plazo fijo. Cada vez más
ha pasado a definirse como la superación de la capacidad de carga de los ecosistemas, o de toda la
biosfera terrestre, por obra de la tríada de factores formada por la población, su nivel de consumo
exosomático y el impacto de la tecnología empleada para ello. Eso implica reconocer que la base
de recursos formada por el conjunto de sistemas naturales tiene una notable capacidad para ofrecer
servicios ambientales a la especie humana, y para asimilar sus desechos. También supone
reconocer que, dentro de esa capacidad, distintas tecnologías y patrones de consumo pueden hacer
usos muy distintos de una misma base de recursos, con impactos también diferentes. Pero la
capacidad de sostén de la Tierra no es ilimitada, y sus límites no se deben superar.
El consenso alcanzado por la mayoría de la comunidad científica internacional sobre la
realidad del cambio climático producido por las emisiones industriales de CO2 rnetano, CFCs y
otros gases, ha desplazado por completo el centro de atención sobre el problema energético. La
cuestión principal no es ahora cuánto petróleo o gas natural nos queda, y para cuánto tiempo (de
hecho las reservas mundiales de carbón aún son muy abundantes). Mucho antes de agotar los
combustibles fósiles, ya estamos superando la capacidad de los sumideros de la biosfera para
absorber y almacenar carbono en los mares, y a través del crecimiento de los bosques. Las con-
secuencias ambientales del cambio climático acelerado que se deriva de la quema de combustibles
fósiles son un limite mucho más cercano y perentorio que su puro agotamiento físico.
La solución también ha dejado de girar alrededor del crecimiento cero, una noción demasiado
unida a la idea de “congelar” la situación existente en vez de transformarla de raíz. El crecimiento
cero de las actuales pautas de consumo, y con las actuales tecnologías, ya ha sido experimentado
en diversos momentos de recesión económica de los países de la OCDE y no conlleva en sí mismo
solución alguna del problema ambiental. También se han experimentado fuertes reducciones de la
actividad económica de carácter catastrófico en las repúblicas de la antigua URSS y otros países
del bloque del Este. Aunque han provocado alguna reducción coyuntural de las emisiones mundia-
les de gases de efecto invernadero (como en 1992-1993), no han aportado mejoras duraderas ni
pueden servir de modelo para una reconversión ecológica de las insostenibles economías actuales.
La colisión entre la actividad económica y los equilibrios ambientales emerge al haber pasado
de un mundo relativamente “vacío” desde el punto de vista de la especie humana, a un mundo cada
vez más “lleno” (cuadro 2). Las dimensiones del sistema económico han aumentado de forma
espectacular hasta alcanzar, y en muchos aspectos superar, los límites de sustentabilidad de la
biosfera terrestre. En esta situación, el consumo actual de recursos puede comprometer seriamente
el consumo futuro. Tal como señalaron en 1972 Nicholas Georgescu-Roegen, Keneth Boulding y
Herman Daly —tres pioneros de la nueva economía ecológica—, la crisis medioambiental exige
reconsiderar las finalidades mismas de la actividad económica, recuperando su dimensión ética y
política:
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