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Ideologías y Movimientos Políticos Contemporáneos

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FEMINISMO: PENSAR LA POLÍTICA DESDE LA


DIFERENCIA FEMENINA.
ELENA GRAU BIOSCA
Sumario: I. El final del patriarcado. II. La revolución simbólica de las mujeres. III. Retrospecti-
va: del feminismo de los derechos a la diferencia femenina. IV. La política es la política de las
mujeres. V. La política de las mujeres. VI. Bibliografía.

I. EL FINAL DEL PATRIARCADO.


El último cuarto del siglo XX ha sido calificado por algunos pensadores críticos como un
momento de “crisis de civilización” en la medida que las formas de vida, de producción y relación
humana de la actual sociedad amenazan el futuro de la vida en el medio natural que le ha dado
origen, el planeta Tierra. Es decir, el capitalismo —y también el que fue llamado “socialismo real”
puesto que compartía el mismo marco de pensamiento por lo que se refiere al progreso económico
a través de la industrialización y a la resolución violenta de los conflictos— como organización
social y económica y como formación sociocultural que predomina en el mundo ha dado lugar a
una producción sucia y depredadora de recursos que sustenta un sobreconsumo y que a su vez
genera gran cantidad de residuos no asimilables por los ciclos de vida naturales. La forma de
resolución habitual de los conflictos y las disparidades entre personas, comunidades o países es, en
la cultura política del capitalismo, la violencia, que ha desarrollado su máximo exponente en forma
de sofisticadas armas con gran capacidad mortífera, desde las baratísimas minas antipersona a las
rarísimas armas nucleares que pueden destruir el planeta en un breve lapso de tiempo. También
parece consustancial al capitalismo la imposibilidad de proporcionar una vida digna a toda la
población del planeta, más bien al contrario, en las últimas décadas se ha ensanchado el abismo
entre el nivel de vida y de asignación de recursos en los denominados países pobres y los ricos y
también entre el de los ricos y los pobres de unos y otros países.
A los retos y amenazas que plantea esta situación calificada de crisis civilizatoria respondería
la aparición de los llamados nuevos movimientos sociales —el ecologismo, el pacifismo, las
iniciativas solidarias— que no sólo se suman sino que enriquecen y transforman la antigua
tradición de lucha contra la injusticia y la desigualdad social. A menudo se sitúa al movimiento
feminista entre estos “nuevos movimientos sociales” añadiendo el color violeta al verde, el rojo y
el blanco que simbolizan los demás movimientos. Sin embargo, el movimiento de mujeres ni es
nuevo en el sentido cronológico, ni surge como respuesta a los retos de una civilización en crisis.
Ni, por otra parte, tiene como objetivo proponer una alternativa global a la actual organización
social. El movimiento de mujeres, junto con las mujeres de este final de milenio, está llevando a
cabo una revolución simbólica que les da existencia social como sujeto sexuado, y que, puesto que
el simbólico femenino ha sido sistemáticamente cancelado a lo largo de la historia, como tal abre
posibilidades hasta hoy no previstas.
Las mujeres de la Librería de Milán1 han denominado “El final del patriarcado” el momento
que estamos viviendo

1 La Librería delle Donne se inauguró en octubre de 1975 en Milán con el proyecto de ser un espacio donde lo nuevo
«se recoja y se comunique para que llegue a convertirse en riqueza colectiva». Por lo tanto, la librería será un «centro
de recopilación y de venta de obras de mujeres» y también un «lugar de recogida de experiencias e ideas para hacerlas
circular». Desde entonces la Librería de mujeres de Milán ha sido un punto de referencia para la práctica y el
pensamiento de la diferencia sexual. Las frases utilizadas para explicar el proyecto de la librería pertenecen a una
octavilla del 18 de diciembre de 1974 en la que se explicaba el mismo y que se encuentra citada en el libro No creas
tener derechos escrito por las mujeres de la Librería de Milán, en el que se puede encontrar una explicación más
completa del nacimiento y el sentido de un proyecto de mujeres como la Librería de Milán. (Librería de mujeres de
Milán, 1991, pp. 109 ss.)
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El patriarcado ha terminado, ya no tiene crédito femenino y ha terminado. Ha durado tanto como
su capacidad de significar algo para la mente femenina. Ahora que la ha perdido, nos damos cuenta de
que, sin ella, no puede durar [Sottosopra rosso, enero 1996, p. 3-4].
Su apreciación de que el patriarcado ya no tiene crédito entre las mujeres no se refiere a que
haya desaparecido corno situación material o como discurso sobre ésta, sino al “orden de lo
simbólico”, es decir a la representación de lo que es posible.
El patriarcado que ya no pone orden en la mente femenina, caduca principalmente en tanto que
dominio dador de identidad [Sottosopra rosso, 1996, pp. 3-4].
Las mujeres con su hacer le han restado aquel crédito y ya no ven el mundo y a sí mismas con
los ojos del patriarcado. Sin embargo, ni esta apreciación es manifiesta para todas, ni significa que
vaya a desaparecer el sufrimiento de las mujeres. La muerte del patriarcado se hace visible cuando
una mujer toma conciencia del proceso que vive. Esa conciencia tiene como motor y precedente
“el amor a la libertad” de tantas mujeres que han vivido antes y que ahora viven. De modo que
incluso sin coincidir en la apreciación de que el patriarcado ha muerto, muchas mujeres de todo el
mundo están dando un “sentido libre a la diferencia femenina” y por tanto creando simbólico
propio, restando crédito al simbólico patriarcal.
No obstante, señala el documento de las mujeres de Milán, el final del patriarcado significa
desorden en la regulación de las relaciones, en la construcción de las identidades.
Es un cambio cuya profundidad necesitará tiempo para medirse y que quizá nos dé miedo. “La
mujer no tiene de qué reírse cuando se hunde el orden simbólico”, escribió en 1974 la filósofa Julia
Kristeva, sabiendo que las caídas —pensamos en el muro de Berlín— con frecuencia provocan más
problemas de los que resuelven. Nosotras tenemos ganas de reír en cualquier caso, pero nos
preguntamos: ¿y ahora? ¿qué nos sucederá al mundo y a nosotras ahora que las vidas femeninas y las
relaciones con los hombres ya no están reguladas, o lo estarán cada vez menos, por el simbólico
patriarcal? [Sottosopra rosso, 1996, p. 7].
Ese desorden se traduce y se manifiesta particularmente en la destrucción, por medio de la
violencia, de la obra femenina de civilización —ese hacer y rehacer cotidianamente las
condiciones de la vida humana- tanto en las guerras actuales cuyo objetivo es cada vez más la
desestructuración de la vida de la población civil, como en las formas de relación en la vida diaria
en las que el individualismo extremo se hace preponderante. El final del patriarcado, pues, no
supone la instauración “necesaria” de otro orden “mejor”, sólo es un hecho — “Ha ocurrido y no
por casualidad” es el subtítulo del texto de las mujeres de Milán — de la revolución simbólica de
las mujeres que da lugar a que ellas se den existencia social libre.
Es posible poner en relación el diagnóstico antes mencionado de “crisis de civilización” para
la situación actual, con la apreciación que nombra “el final del patriarcado” para decir lo que está
ocurriendo, por lo menos en un aspecto: que los elementos de la crisis de civilización sean
manifestaciones del desorden que en la vida social conlleva el fin del orden simbólico masculino
patriarcal.
El patriarcado no era control masculino de la sexualidad femenina y nada más. Era, en su conjun-
to, también una civilización o, más bien, una serie de civilizaciones, con sus instituciones, sus religio-
nes, sus códigos. […] al orden simbólico del patriarcado se remiten instituciones como los parlamentos,
los Estados, la ley igual para todos, los tribunales, los ejércitos, instituciones consideradas modernas y
que se sigue considerando indispensables, aunque algunas de ellas tengan ya la crisis en el horizonte.
Sin embargo, no hay, que nosotras sepamos, análisis que pongan el acento en el nexo entre esta crisis
que ya está en el horizonte y el final del patriarcado [Sottosopra rosso, 1996, p. 15].
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Sin embargo, cuando se trata de afrontar situaciones concretas, la óptica de la política de las
mujeres no es catastrofista, aunque tampoco pretende “dar una solución al problema” en el sentido
de la alternativa programática que suelen proponer las organizaciones que conocemos.
Una dificultad de los tiempos de cambio es la mirada. La mirada se queda vieja y, al no encontrar
las formas a las que estaba habituada, ve principalmente fragmentación, desorden y desastres. No ve
que la realidad está encontrando formas nuevas, que ya están en circulación respuestas válidas
[Sottosopra rosso, 1996, p. 44].
Para el cambio las mujeres cuentan con su experiencia sexuada. A lo largo de la historia, las
mujeres han creado formas de relación y de saber que no han sido nombradas y, al haber sido
canceladas, no se han puesto a la disposición del mundo. Pero hoy la práctica y la teoría, que es el
saber que de aquella se puede desprender, crean autoridad y orden femenino. De modo que en la
intervención política de las mujeres está de forma no separable la búsqueda de soluciones y de
existencia social del sujeto mujer. La tarea, sin embargo, no es pequeña,
Nos toca medimos con la desmesura de un saber de la vida demasiado grande, como es el nuestro,
con el intercambio demasiado intenso que circula entre mujeres, con la enormidad de un logro histórico
— el final del patriarcado— que se traduce, inevitablemente, en la enormidad de la tarea [Sottosopra
rosso, 1996, p. 47].

II. LA REVOLUCIÓN SIMBÓLICA DE LAS MUJERES.


Para conocer cómo se produce esta revolución simbólica —que es el fin del patriarcado—
conviene saber cómo las existencias femeninas han cambiado su sentido, pasando de tener un
destino común —el matrimonio y la maternidad— a tener un rumbo en manos de cada mujer.
También conviene observar
[…] el signo marcadamente femenino que va tomando nuestra sociedad; femenino, no materno,
aunque, ciertamente, muchas mujeres sean también madres y todas tengan una madre [Sotiosopra
rosso, 1996, p. 8].
Las mujeres del llamado mundo occidental han vivido importantes cambios en su condición y
experiencia en la segunda mitad del siglo XX. El reconocimiento formal de todos sus derechos de
ciudadanía, generalizados después de la Segunda Guerra Mundial en los países democráticos
occidentales, se tradujo en el derecho a votar y a ser elegidas en el sistema de representación
política, la igualdad jurídica, el acceso a todos los niveles de la educación reglada y la posibilidad
de ejercer todas las profesiones. El acceso pleno de las mujeres a la ciudadanía tuvo lugar además
en un momento de gran crecimiento económico y de cambios en las políticas de los estados hacia
lo que se denominó el estado del bienestar o el estado benefactor. Un estado que, a diferencia del
estado liberal no intervencionista, diseñaba políticas sociales y económicas que garantizasen, junto
con el buen funcionamiento del capitalismo, la protección de los derechos mínimos de los y las
ciudadanas a una vida digna, con sanidad y enseñanza gratuitas, pensiones de vejez, enfermedad y
subsidio de paro.
Pero el cambio decisivo lo realizaron las mujeres en su hacer cotidiano. En este hacer estaba la
determinación de poner fin a un destino atribuido al sexo y a la traducción de la diferencia sexual
en desigualdad. Las mujeres transgredieron los roles de género accediendo al mercado de trabajo y
formándose profesionalmente; decidieron sobre su maternidad y tuvieron menos hijos, a la vez que
por medio de la anticoncepción disputaron de la sexualidad sin temor al embarazo y sus relaciones
efectivas dejaron de confinarse únicamente en el matrimonio y la familia. El matrimonio, la mater-
nidad y la familia dejaron, pues, de ser el destino y la aspiración prioritaria de las mujeres. Tam-
bién transgredieron espacios, abandonaron los atuendos que les estaban atribuidos y renunciaron a
la tutela masculina: ahora, para ir a cualquier lugar o hacer cualquier cosa se tenían a ellas mismas.
Esto es lo que ellas hicieron y vernos reflejado en los datos sociológicos. Para las mujeres jóvenes,
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el significado de este hacer representa la posibilidad de que las mujeres estén en cualquier ámbito
de la sociedad y de que los recorridos de vida femeninos sean multiplicables. Supone una “cultura
de la elección” en oposición a una “cultura de la necesidad”, como observa Marisa Merelli al
comentar un estudio sobre las mujeres jóvenes realizado en Módena (Merelli, 1987, p. 78).
Estos cambios en el hacer femenino se han resumido como “proceso de incorporación de las
mujeres a todas las esferas de la sociedad”. Ahora merece la pena observar cómo se ha producido
esta incorporación para darle su significado. Hoy, el número de mujeres jóvenes que acceden a la
educación es globalmente superior al de hombres en los niveles no obligatorios, a la vez que
obtienen mejores resultados académicos. Sin embargo, no parece que la expectativa de la mayor
parte de estas mujeres sea hacer de la carrera profesional el centro único de sus vidas o la medida
de valor de su biografía. Las mujeres, según la ONU, son en la actualidad la población que más
tiempo dedica al trabajo, ya sea éste remunerado o no. La inserción femenina en el mercado de
trabajo tiene lugar mayoritariamente de forma discontinua y a tiempo parcial. Es decir, las mujeres
en muchos casos —aunque esta tendencia está disminuyendo claramente entre las jóvenes— hacen
trabajo remunerado antes de la maternidad, se retiran luego del mercado laboral y regresan al cabo
de unos años; esta nueva incorporación tiene lugar muchas veces en jornadas inferiores a las ocho
horas. Es decir, el trabajo remunerado, siendo una de las prioridades más importantes de las
mujeres de hoy, se acomoda a otras dimensiones de sus vidas, según el momento de su recorrido.
Por otra parte, es bien sabido que las mujeres trabajan sobre todo en profesiones relacionadas con
el cuidado y la atención al público, profesiones que se han llamado “feminizadas” y, por ello, se
han visto minusvaloradas por la sociedad actual. Y, mientras tanto, no abandonan las tareas
cotidianas de creación de las condiciones de humanidad, en el ámbito doméstico, que las personas
necesitan para desarrollarse. Si observamos, por fin, la esfera de la representación política, vemos
que ni siquiera en los países con mayor tradición de emancipación femenina las mujeres ocupan
una proporción importante de los puestos de representación y responsabilidad. (Riera, J. M.ª;
Valenciano, E., 1991; Grupo Giulia Adinolfi, 1992).
A las opciones de formación, profesión, vida afectiva, maternidad, trabajo o participación
política que hemos visto de forma general para las mujeres occidentales de la segunda mitad del
siglo XX se les pueden dar distintos significados. Una forma de verlas sería considerarlas como
avances en la emancipación femenina que, sin embargo, se encuentran con las limitaciones que
todavía impone el patriarcado y que no permiten el acceso de las mujeres a todos los ámbitos de la
vida social en igualdad con los hombres (Coho, 1997). En esta visión el patriarcado impondría por
lo menos dos tipos de barreras, unas claramente discriminatorias y otras relacionadas con la
interiorización de la subalternidad por parte de las mismas mujeres.
Desde otra óptica, las mismas opciones pueden significar, por ejemplo, que las mujeres
dedican su tiempo y su esfuerzo profesional a aquello que consideran importante, el cuidado de la
vida, las personas, la relación. Que su recorrido de vida no busca tener como único eje el trabajo y
la realización profesional, sino un entramado de actividades y relaciones entre las que está el
trabajo pero también la amistad, los hijos, el cuidado, el amor, etc. Y también que las mujeres se
sienten ajenas a las reglas del juego de la política de hoy, reglas de competición por el poder, y en
cierta medida se preservan o se mantienen fuera de las pautas patriarcales que regulan la vida
social y política.
En el primer caso se ha dicho que el proceso de liberación de las mujeres está incompleto. En
el segundo, que las mujeres buscan otro camino para la libertad. Este otro camino es el de dar
sentido a su diferencia, el de la construcción simbólica de la diferencia sexual.
Las mujeres de la Librería de Milán hablan del final del patriarcado y también de la feminiza-
ción de la sociedad, en la medida que las mujeres son, cada vez más, las que la sostienen material-
mente y están poniendo fin a la invisibilidad de su hacer. Sin embargo, el momento de la emanci-
pación femenina, que ha hecho acceder a mujeres a todos los espacios y actividades, ha dado lugar
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también a situaciones paradójicas. Por ejemplo, la que se ha detectado como “el malestar de la
emancipación” o la amenaza de desaparición de la obra femenina de civilización que ha sido la
creación a lo largo de la historia de las condiciones cotidianas para que la vida humana sea tal.
Malestar de la emancipación es el nombre que, en Italia, algunas mujeres dieron a la vivencia
mayoritaria, entre las “mujeres emancipadas”, de inadecuación y dificultad de gestión del tiempo.
Las mujeres sufren “hambre de tiempo”. Sus tiempos, diversificados y simultáneos, se reparten
entre las necesidades vitales, el trabajo remunerado, el desplazamiento, el tiempo para los demás,
el tiempo con los demás, etc. dejando en la práctica inexistencia el tiempo para ellas mismas. Este
hambre de tiempo no sería tanto el resultado de la sobrecarga o de la incapacidad de gestión
femenina del tiempo, como de una organización sociosimbólica del mismo que lo modela según el
simbólico del varón trabajador en la sociedad industrial. Así el imaginario masculino de los
tiempos cotidianos gira desde el siglo XIX alrededor del modelo de las ocho horas de trabajo, ocho
horas de ocio y ocho de descanso, cinco días a la semana, y es absolutamente ciego al tiempo del
trabajo de cuidado y de satisfacción de las necesidades cotidianas primarias que es imprescindible
para que aquel se sostenga. Y la representación de los tiempos a lo largo de la vida incluye los
períodos de formación para el trabajo, el trabajo remunerado y la retirada del mercado laboral a
partir de una edad, haciendo invisible, por ejemplo, el período de maternidad y crianza que forma
parte de las vidas de la mayor parte de las mujeres. Esta invisibilidad, que es el resultado de
reducir el sujeto humano a un “uno originario” varón, se traduce en la regulación legal de los
permisos de maternidad. Como señala Adriana Cavarero,
[…] el asunto de la ausencia de las trabajadoras por maternidad se trata en los textos normativos
en términos y con el lenguaje de la ausencia por enfermedad. El uno originario tiene un cuerpo que
puede impedirle trabajar cuando se ve afectado por mutaciones fisiológicas catalogadas como
enfermedades (y en efecto, éstas la normativa las ha previsto) pero no experimenta embarazos. Por lo
tanto es fácil reconducir el embarazo a la categoría de enfermedad como mutación fisiológica. Un
simple ejemplo de reductio ad unum de la diferencia sexual [Cavarero, 1988, p. 72].
Los tiempos en el arco de la vida, como los cotidianos, se contemplan en la legislación vigente
según el orden simbólico del uno—masculino, el sujeto real de la política aunque se presente como
universal y neutro.
Las mujeres que han querido ampliar los ámbitos de su presencia y experiencia, sin renunciar
por ello a la tarea doméstica y de cuidado, han tenido que hacerlo “como si” fueran hombres, es
decir entrando en las regulaciones masculinas del tiempo, aún sabiéndose mujeres. De modo que
su tiempo y su hacer se ha visto escindido entre las reglas de un mundo —el del mercado laboral—
hecho a la medida de lo masculino y otro —el de lo doméstico— en el que las mujeres han
establecido históricamente sus pautas temporales.
El “malestar” brota de algo más general; nace del sentir que deseos y capacidades quedan
confinados en el marco de formas de pensar, acciones y relaciones que no forman parte de nuestra
autónoma proyección.
Es difícil autoafirmarnos en los estrechos espacios que deja una sociedad cuya organización
material, trabajos, tiempos y símbolos han sido configurados en la previsión de que el sexo femenino es
complementario del sexo masculino y subordinado a él. Pues en ella se acaba imponiendo la idea de
que hay que renunciar a una parte de sí misma [Sección femenina nacional del PCI, 1989, p. 46].
Así se entienden mejor tanto la experiencia femenina llamada “malestar de la emancipación”,
como la estrategia, parcial y discontinuo, de integración en el mercado laboral escogida por
muchas mujeres que se ha descrito más arriba.
El molestar de la emancipación ha dado lugar a que muchas mujeres tomasen conciencia de la
necesidad de crear un simbólico mujer que diese sentido a su forma de hacer y relacionarse con el
mundo frente al desorden creado por su acoplarse a la medida masculina. Pero también es verdad
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que cuando al molestar no se le ha dado esta salida, se ha avanzado en el camino de la
desaparición de la tarea femenina de civilización. Esto ocurre, por ejemplo, cuando para afrontar la
experiencia del “hambre de tiempo” muchas mujeres optan por comprar en el mercado, en forma
de servicio, bien las atenciones que requiere el cuidado, bien los productos que antes eran fruto del
trabajo doméstico. De esta forma se pierde la calidad que proporciona “la vinculación del trabajo
doméstico al mundo de los afectos” (Adinolfi, 1980, p. 20), la ausencia de separación de las tareas
y los afectos que ha formado parte del hacer femenino. Se pierden también, con las formas de vida
reguladas por los tiempos masculinos, los saberes femeninos de la relación y la mediación en el
espacio más íntimo y con su pérdida se corre el peligro de que la violencia entre las personas se
adueñe de las relaciones.
Los cambios en las vidas de las mujeres, con la profunda revolución que suponen pero
también con las incertidumbres que comportan, llevan a las mujeres que apuestan por crear un
simbólico propio y por hacerse sujeto social libre, a afirmar que no está todo decidido, que no
pretenden diseñar supuestos escenarios sociales alternativos acabados para el futuro de la
humanidad, sino poner en el mundo un saber que se desprende de la experiencia femenina. Todo se
juega en presente.

III. RETROSPECTIVA: DEL FEMINISMO DE LOS DERECHOS A LA


DIFERENCIA FEMENINA.
Siempre ha habido mujeres que han dado un sentido libre a su ser mujer y para hacerlo han
puesto en el centro la relación entre mujeres. Ellas constituyen la genealogía femenina de práctica
y pensamiento del movimiento político de mujeres que hoy da significado a la diferencia sexual.
No obstante, el feminismo contemporáneo se ha identificado, en palabras de Karen Offen,
como
una teoría y/o movimiento interesado en mejorar la posición de las mujeres por medios tales como
la consecución de derechos políticos, legales o económicos iguales a los que disfrutan los hombres
[Offen, 1991, p. 106].
Los inicios del feminismo contemporáneo se sitúan a finales del siglo XVIII y su singularidad
es la importancia que cobra la acción social y política en su hacer. Este feminismo se ha llamado
también ilustrado, en la medida que sus pensadoras se mueven dentro del paradigma filosófico de
la Ilustración europea, cuya filosofía política considera el Estado como el resultado de un pacto
entre ciudadanos —denominado contrato originario— para proteger los derechos individuales. Ha
sido, pues, un feminismo que ha reivindicado el acceso de las mujeres a todos los derechos
individuales que otorga la ciudadanía a los varones, o dicho de otro modo, el derecho de las
mujeres a la ciudadanía plena.
María Milagros Rivera explica el cambio que supone el nacimiento del movimiento de
emancipación de las mujeres con respecto a épocas anteriores, del siguiente modo:
Como ha escrito Joan Kelly, desde el último cuarto del siglo XVIII la teoría ético-política y la ac-
ción social, ya fuera esta acción institucional o de masas, se asociaron en Europa y en los Estados Uni-
dos. Y lo mismo ocurrió en el feminismo, que pasó de ser fundamentalmente teoría a combinar la teoría
con la lucha social organizada. Por tanto, si antes de las revoluciones norteamericana y francesa las
pensadoras humanistas e ilustradas de la Querella 2 habían buscado soporte teórico en el principio que

2 Se refiere a la Querella de las mujeres, una larga polémica entre hombres y mujeres que se extiende entre los siglos
XV y XVIII, acerca del valor de las mujeres. Esta polémica adoptó la forma del debate y la tertulia literaria, como
explica María Milagros Rivera en el mismo libro citado: «En estas tertulias —que podían ser reales o imaginarias—
un grupo de mujeres (o de mujeres y hombres) iba dando nombre y situando en su mundo las nuevas formas de
relación consigo mismas y de relaciones sociales entre mujeres y entre los sexos que estaban surgiendo en la Europa
de la crisis del modo de producción feudal; además, en esas tertulias se establecían redes y espacios de sociedad
femenina a través de la relación y de la práctica de un discurso centrado en la autoestima, en la risa y en la
descalificación de las supuestas virtudes de los hombres.» (Rivera, 1994, p. 28).
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decía que las mujeres eran tan dignas y valiosas como los hombres, desde el último cuarto del siglo
XVIII este pensamiento se desarrolla para fomentar y reivindicar (violentamente, si es necesario) el
cambio social a través de la acción, de la acción en las instituciones de poder social y en la calle.[... ]
Exponentes de este cambio son las obras y la militancia política de Olympe de Gouges (1748-1793),
que publicó en 1791 Los derechos de la mujer y la ciudadana, y que fue guillotinada el 3 de noviembre
de 1793 por pensarlos y defenderlos; y las de Mary Wollstonecraft (1759-1797) re vindicando los
derechos de las mujeres y luchando activamente por ellos (Vindicación de los derechos de la mujer,
1792) [Rivera, 1994, p. 52].
En los primeros regímenes parlamentarios europeos del siglo XIX, el sistema de representación
se regulaba por el sufragio censatario que excluía del derecho a votar y ser elegidos a los varones
que no eran propietarios, poniendo de manifiesto el carácter de clase burguesa de este tipo de
regímenes representativos. Las mujeres, en cambio, quedaban excluidas de la ciudadanía en razón
de su sexo que determinaba su destino de esposas y madres subordinadas a un varón y recluidas en
la esfera de lo privado materializada en el espacio doméstico. Carole Pateman explica esta
exclusión por medio de lo que denomina el contrato sexual, pacto entre varones que forma parte
del contrato originario por el cual ellos se aseguran el acceso a los cuerpos de las mujeres, las
cuales no forman parte del cuerpo social más que a través de su vinculación al varón por medio del
matrimonio (Pateman, 1988).
Los derechos que reclamaban las feministas en aquel momento eran: derechos políticos
(derecho a votar y ser elegidas), derechos jurídicos (control legal sobre la propiedad y la persona),
derecho a la educación, acceso al ejercicio de las profesiones y a las jerarquías institucionales.
Estos derechos eran reivindicados bien en nombre de la complementariedad de los sexos y del
papel fundamental de las mujeres, como madres, en la sociedad; bien en nombre de la igualdad de
hombres y mujeres como sujetos con capacidad de raciocinio. A estos dos tipos de argumentación
Karen Offen les ha llamado “relacional” e “individualista” respectivamente,
los argumentos de la tradición feminista relacional proponían una visión de la organización social
fundada en el género pero igualitario. Como unidad básica de la sociedad, defendían la primacía de
una pareja, hombre/mujer, no jerárquica y sustentada en el compañerismo, […] El feminismo relacional
ponía el énfasis en los derechos de las mujeres como mujeres (definidas principalmente por sus
capacidades de engendrar y/o criar) respecto de los hombres. […] los argumentos feministas de
tradición individualista hacían hincapié en los conceptos más abstractos de los derechos humanos
individuales y exaltaban la búsqueda de la independencia personal (o autonomía) en todos los aspectos
de la vida [Offen, 199 1, p. 1 17].
El feminismo de los derechos fue defendido por mujeres tanto en los ambientes políticos
liberales como en los socialistas a lo largo del siglo XIX y primera mitad del XX. En el primer caso,
el acento se ponía en los derechos políticos y la igualdad jurídica con el varón, también en la
educación y el acceso a las profesiones, a fin de que las mujeres se incorporasen a todos los
ámbitos de la sociedad en igualdad de condiciones que los hombres. En el caso del ámbito político
del socialismo se ponía en el centro el acceso de las mujeres al trabajo asalariado y sus derechos
laborales a fin de que su conciencia emancipatoria se vinculara a los intereses de la clase obrera,
sujeto revolucionario del proyecto socialista en el que la igualdad entre los sexos, como la
igualdad social, eran objetivos a alcanzar.
El ideal democrático e igualitario de la Revolución norteamericana y la Revolución francesa
encontró un importante eco entre las mujeres en su voluntad de ser reconocidas como sujeto
político, particularmente en el movimiento sufragista desarrollado entre 1875 y 1930 que fue la
representación más destacada del feminismo en aquel momento por su presencia pública y su
capacidad de movilización de las mujeres. La lucha de las mujeres por el reconocimiento de la
igualdad de derechos dio sus frutos en la segunda mitad del siglo XX:
8
Esta lucha ha conseguido, probablemente, sus objetivos en el Occidente de hoy. Los estados
progresistas declaran en su principal instrumento jurídico, la constitución, que las mujeres y los
hombres somos iguales. El principio de igualdad ha llegado así a ser una cuestión de estado: de
feminismo de estado se habla hoy, coherentemente [Rivera, 1997, p. 42].
Y desde las instituciones del Estado se aplican las llamadas “políticas de igualdad”. Una vez
que se las ha admitido como ciudadanas, a través de la operación de neutralización sexual del
sujeto de la política, y el estado ha asumido la responsabilidad de velar por los derechos de las
mujeres, en realidad, las políticas de igualdad de derechos han llegado a un techo a partir del cual
se trata sobre todo de tutelar la presencia femenina en los organismos e instituciones (cuotas de
participación), de fomentar la participación de las mujeres en la sociedad (políticas de
discriminación positiva), de proteger a las mujeres de las agresiones masculinas (leyes contra la
violencia o agresión sexual), al tiempo que se intentan controlar sus decisiones acerca de la
maternidad (leyes de regulación del aborto, políticas demográficas).
No obstante, en la década de los setenta empieza a tener lugar un cambio profundo en la
práctica y en el pensamiento político feminista, en ella se encuentran las raíces de la actual política
de las mujeres. Hasta entonces el movimiento de mujeres había explicado la situación de
subalternidad de las mujeres en la sociedad siempre en el marco de la institución familiar y había
luchado mayoritariamente por conseguir derechos que, ya fuese en nombre de su papel de madres
o queriéndolas desvincular de éste, les permitieran ejercer la ciudadanía. El feminismo surgido en
los años setenta empezó a hablar de la relación entre los sexos, de la sexualidad femenina y
masculina, como núcleo de la dominación patriarcal y dejó de centrarse en la política de los
derechos para trabajar en la construcción de un sujeto femenino que estableciera su propia medida
del mundo y de la política, puesto que el dominio del patriarcado había consistido precisamente en
la cancelación sistemática, a lo largo de la historia, de un sujeto femenino con palabra propia, es
decir, con representación simbólica.
Fue entonces cuando se concibió el concepto de patriarcado para denominar la relación de
conflicto entre los sexos. En palabras de María Milagros Rivera:
En los años sesenta el Movimiento Feminista nombró una categoría que nos abrió a las mujeres de
entonces un pedazo enorme de realidad. Esta categoría fue la de patriarcado. Los patriarcas dejaron
entonces de ser los viejos del grupo, para convertirse en todos los hombres que se beneficiaran del
contrato sexual; o sea, todos los hombres que controlaran el cuerpo de una o más mujeres,
normalmente por medio de la familia. Estos hombres, la mayoría de los hombres, pasaron a ser “el
enemigo”, el enemigo contra el cual el feminismo (o una gran parte del feminismo) luchó abiertamente
[Rivera, 1997, p. 51].
El concepto de patriarcado fue adoptado con cierta rapidez, aunque con grandes discusiones
sobre su contenido, por los feminismos que ya existían dado su valor explicativo de la realidad de
las mujeres en la historia y el presente. Así desde el feminismo materialista se desarrolló una teoría
del patriarcado como sistema social basado en el modo de producción doméstico y de las mujeres
como clase social. Otras mujeres, comprometidas en la corriente feminista socialista, estudiaron la
relación entre patriarcado y capitalismo como dos sistemas de dominación —sexual, económica y
social— íntimamente articulados. Mientras que otras mujeres atribuían al patriarcado una
naturaleza sociosimbólica desde el pensamiento de la diferencia sexual.
En estos años las mujeres empezaron a practicar la autoconciencia en grupo. Sobre el
significado de esta práctica las mujeres de la Librería de Milán dicen, en su libro No creas tener
derechos,
El movimiento de mujeres encontró su punto de partida y su primera forma política en la práctica
del pequeño grupo exclusivamente de mujeres, que se reúnen para practicar la autoconciencia. Ésta les
permitirá expresar libremente su experiencia, a condición de no rebasar los límites de lo vivido
9
personal. Gracias a esta unión con lo vivido personal, por fin pudo manifestarse la diferencia femenina
[Librería de mujeres de Milán, 1991, p. 32].
La “separación” de las mujeres, el encontrarse en grupos de sólo mujeres, constituyó un
momento fundamental para que éstas tomasen la palabra. La relación entre mujeres cobró un
significado político nuevo. Según María Milagros Rivera,
el redescubrimiento estrepitoso de la belleza y de la capacidad de significación del entre-mujeres,
que se dio en Occidente desde principios de la década de los setenta, llevó a una práctica y a una teoría
feministas distintas […]. El feminismo lesbiano creó entonces, anónimamente, una consigna que sigue
siendo famosa: “Lo personal es político.” Esta consigna transformó el concepto de lo político porque
señaló como tal todo lo que aconteciera en la relación de a dos o a más, ignorando la ley codificada
[Rivera, 1997, p. 55].
Se manifestó en aquellos años, más allá de la emancipación, la necesidad de un orden
simbólico propio. Dice Lia Cigarini que Antoinette Fouque, del grupo francés “Politique et
psychanalyse”, fue la primera mujer que habló de diferencia y de la necesidad de un orden
simbólico nuevo. Y cita a continuación palabras suyas:
Lo que nosotras queremos, nosotras, y lo que hemos llevado a cabo, ha sido transformar nuestra
condición de excluidas-intemadas en este mundo, no en emancipación (incluidas-internadas), sino, por
efecto del gran salto hacia afuera, en independencia [Cigarini, 1996, p. 188].
Es decir, según Fouque, la emancipación había supuesto la inclusión de las mujeres en la
ciudadanía superando la exclusión anterior, pero no se había modificado su confinamiento dentro
del orden simbólico patriarcal. Con el “salto hacia afuera” se empezaba a pensar el mundo a partir
de las mujeres, buscando una medida que no fuera la masculina, se empezaba a constituir el sujeto
femenino.

IV. LA POLÍTICA ES LA POLÍTICA DE LAS MUJERES.


¿Cuál ha sido la contribución del feminismo al pensamiento político contemporáneo? En lugar
de hacer un estado de la cuestión acerca de los recorridos de pensamiento de los feminismos desde
finales del siglo XVIII hasta la actualidad, tarea vasta y probablemente inabarcable no sólo por la
extensión requerida sino por la exigencia de recopilación minuciosa e incluso por las lagunas de
tantas producciones sin explorar, quizá valga la pena resumir en una idea-fuerza la aportación de
las mujeres a la política contemporánea. Ésta podría ser la afirmación “La política es la política de
las mujeres”, título del primer número de la revista Via Dogana en su segunda época, que se
publicó en 1991 y sigue editando trimestralmente la Librería de mujeres de Milán.
Esta afirmación, que puede parecer paradójica porque da un nuevo significado a palabras que conocemos, tiene
profundas implicaciones para la teoría política contemporánea. Decir que la política es la política de las mujeres es,
por una parte, acabar con la idea de que las mujeres son un grupo social con intereses específicos, puesto que en este
caso a la política de las mujeres —que defendería sólo los intereses de un grupo— no se la podría llamar la política.
Por otra parte, con esta afirmación se pone en duda la supuesta universalidad del sujeto de la política en las sociedades
democráticas occidentales; si el sujeto de la política es universal, no se le puede atribuir explícitamente un sexo.
En la teoría política moderna, como señala Adriana Cavarero en un artículo de 1988, “L’ordine dell'uno non è
l’ordine del due”, el concepto de representación tiene dos acepciones que a menudo se solapan:

a) “la representación política” del contractualismo clásico, que se refiere a la lógica de


construcción del poder político y que postula la igualdad de los individuos/ciudadanos a los cuales
corresponde, en el vértice, el bien común como fin y contenido de la decisión del representante;
b) “la representación de intereses”, recientemente retomada por el neocontractualismo, que
postula una diferencia de intereses entre los individuos, que se puede representar a través de los
10
partidos en los mecanismos de toma de decisiones, a fin de producir el interés general como
recomposición- integración de los intereses fraccionases [Cavarero, 1988, p. 68].
Esto significa que en la representación se manifiesta, de forma un tanto contradictoria, a la vez
la existencia un sujeto universal, recogido en la idea del ciudadano, y la existencia de grupos con
intereses específicos defendidos por organizaciones sociales y políticas. Pero, como la misma
autora desarrolla a continuación, la diferencia sexual —y por tanto la diferencia femenina— no
está contemplada en la primera acepción que presupone un sujeto sexualmente neutro. Ni en la
segunda puesto que ser mujer no constituye la categoría de un grupo de interés que se pueda añadir
como un sumando a los intereses que representa un partido.
La afirmación de la que parto da a la política de las mujeres otro sentido distinto al de
“añadido” o apéndice de la política. En palabras de Luisa Muraro, en Via Dogana:
Ahora nos mueve una nueva tarea: poner fin al dualismo por el cual la política de las mujeres
sería una política al lado de otra, dicha masculina o neutra, y poner en el centro de la política la
política de las mujeres [Muraro, 1991, p. 2].
Esto significa que las mujeres salgan del confinamiento en que hoy se encuentran en las insti-
tuciones públicas que crean organismos de mujeres, en los partidos y sindicatos con sus comisio-
nes o áreas de la mujer, en las universidades con los estudios de las mujeres, y hagan suyos todos
los espacios de la política y del conocimiento. Las mujeres no se presentan ya como un grupo des-
favorecido que reclama desde sus espacios delimitados ser objeto de políticas de protección o de
discriminación positiva y que, por consiguiente, nunca estará haciendo la política. Se invita a las
mujeres al trabajo en positivo, no desde la carencia sino desde la capacidad de pensar y proponer
al mundo partiendo de su propia experiencia. En otras palabras, decir que la política es la política
de las mujeres significa que son sujetas de la política en la medida que quieran dar significado al
hecho de ser mujeres, a su diferencia, puesto que son uno de los dos sexos de la especie humana.
Hacerse sujetas de la política es, como se ha dicho, una invitación a la práctica de interrogar el
mundo desde el ser mujeres para darle un significado propio al hacer. Virginia Woolf mostraba esta
práctica con gran claridad en su reflexión acerca de dar, o no, una guinea como contribución a la
causa de detener la guerra, tal como le había pedido un hombre que hiciera.
Cuando el hombre dice, cual la historia demuestra que ha dicho, y como quizá vuelva a decir, “lu-
cho por defender a la patria”, buscando con ello suscitar las emociones patrióticas de la mujer, ésta se
preguntará: “¿Qué significa para mí la patria, siendo como soy una extraña?” Para contestar esta pre-
gunta, analizará el significado que el patriotismo tiene en su caso. […] Y si el hombre añade que lucha
para proteger el cuerpo de la mujer, ésta reflexionará acerca del grado de protección física de que
ahora goza, en estos momentos en que las palabras “Precaución contra Ataque Aéreo” están escritas
en las paredes. Y si el hombre dice que lucha para proteger Inglaterra de la dominación extranjera la
mujer reflexionará y se dirá que, para ella, no hay “extranjeros”, puesto que, por mandato de la ley, se
convierte en extranjera si contrae matrimonio con un extranjero [Woolf, 1977, p. 147].
La conclusión que Virginia Woolf sacaba en su libro Tres guineas, publicado en 1938, con
respecto a la guerra se puede trasladar al terreno de la política tal y como hoy se plantea desde el
sujeto femenino,
[…] la mejor manera en que podemos ayudarle a evitar la guerra no consiste en repetir sus
palabras y en seguir sus métodos, sino en hallar nuevas palabras y crear nuevos métodos [Woolf, 1977,
p. 193].
A la práctica de interrogar el mundo desde la propia experiencia, las mujeres de la Librería de
Milán le han dado el nombre de “partir de sí”. En el partir de sí se reconoce la existencia de las
mujeres como sujetas sexuadas y a la vez se reconoce la parcialidad de cada experiencia de las
personas de carne y hueso. De este modo lo que se pone en duda es la universalidad y la
11
neutralidad sexual de la figura del ciudadano que se ha presentado corno el sujeto de la política en
los países occidentales. El movimiento feminista, mujeres estudiosas y pensadoras han criticado
desde hace tiempo la idea de ciudadanía universal, desvelando la operación de invisibilidad de las
mujeres que esconde y mostrando cómo el supuesto ciudadano, sexualmente neutro, responde en
realidad a la medida del varón blanco y propietario.
Quizá uno de los trabajos más conocidos en este sentido sea el de Carole Pateman El contrato
sexual, publicado en 1988. Esta autora indaga los orígenes del patriarcado moderno y concluye
que éste es fruto de la refundamentación de la dominación patriarcal que llevaron a cabo los
filósofos del contrato originario, en el marco de la filosofía política de los siglos XVII y XVIII. Es
decir, la teoría política que sustentó los regímenes liberales del siglo XIX y que se halla en la base
de la concepción del poder en los estados democráticos occidentales. Pateman muestra la
naturaleza del contrato originario, que en la filosofía política ilustrada era la metáfora de la
creación del estado por medio de un pacto entre iguales:
El pacto originario es tanto un pacto sexual como un contrato social, es sexual en el sentido de que
es patriarcal —-es decir, el contrato establece el derecho político de los varones sobre las mujeres— y
también es sexual en el sentido de que establece un orden de acceso de los varones al cuerpo de las
mujeres. El contrato original crea lo que denominaré, siguiendo a Adrienne Rich, “la ley del derecho
sexual masculino”. El contrato está lejos de oponerse al patriarcado; el contrato es el medio a través
del cual el patriarcado moderno se constituye [Pateman, 1995, p. 11].
El contrato social presupone, pues, un contrato sexual que se hace invisible pero que está
detrás de todas las figuras de la política y la vida social moderna. Categorías como “individuo”,
“ciudadano”, “trabajador” o “clase trabajadora” son masculinas porque presuponen la existencia
de una esfera de subordinación natural —la de las mujeres— sin la cual no tendrían sentido ni exis-
tencia. Su invisibilidad ha sido la que ha permitido la “neutralización” de estos conceptos, y por
tanto su pretendida universalidad, cancelando la diferencia sexual. De modo que incluso habiendo
sido incluidas las mujeres en la ciudadanía durante el siglo XX, el hecho de ser mujer es insignifi-
cante en nuestros estados democráticos, no tiene significado político ni representación simbólica.
Poner la política de las mujeres en el centro de la política o, lo que es lo mismo, decir que la
política es la política de las mujeres es una importante contribución de las mujeres al pensamiento
político puesto que constituye el reto, para la teoría política contemporánea, de pensar la diferencia
sexual.

V. LA POLÍTICA DE LAS MUJERES.


Muchas mujeres quieren hoy hacer visible y dar un significado a la diferencia femenina tal y
como empezaron a hacerlo las mujeres de los años setenta. Esto no ha ocurrido sólo en Occidente.
En estas décadas, desde muchos lugares —de pequeños grupos a grandes encuentros como el de
Huairou, conferencia alternativa simultánea a la Conferencia de Pekín, 1995 — mujeres de todo el
mundo hacen oír su voz de un modo distinto, una voz que no busca completar el discurso o las
actuaciones políticas de los gobiernos, sino dar su propia visión del mundo partiendo de la
experiencia de las mujeres:
Una voz que habla una lengua común, una lengua universal, poco o más bien nada deudora del
presunto universalismo de los derechos (en realidad un invento de Occidente) y mucho, en cambio, de la
primacía dada en la práctica a la relación entre mujeres [Sottosopra rosso, 1996, pp. 6-7].
Partir de sí es el modo de relacionarse con la realidad que nació en los grupos de
autoconciencia, pero que otras mujeres —Virginia Woolf, por ejemplo— habían practicado ya
antes. Partir de sí significa que la experiencia de cada mujer, y la experiencia de las mujeres, es el
material que debe ser interrogado para responder a la formación de opinión, a la toma de
decisiones, a los dilemas y los retos que atraviesan los recorridos de vida y las situaciones
12
colectivas pequeñas o grandes. La experiencia femenina personal, como ha dicho María Milagros
Rivera, es lo que cada una tiene. Y como Alessandra Boechetti señala:
No hay acceso a la política a partir de lo que carecemos, en cambio hay acceso a la política a
partir de lo que tenemos [Boechetti, 1996, p. 314].
Es decir, la intervención en el mundo sólo desde la reclamación de lo que no se tiene no es
realmente modificadora puesto que no cuestiona a quien lo debe conceder, en cambio cuando se
lleva al mundo lo que se tiene y se le da significado, la realidad se modifica porque se ponen en
juego elementos nuevos.
El partir de sí, la fidelidad al ser mujer, no es una práctica individualista de la política al estilo
del pensamiento político liberal, según el cual el sujeto individual no dependiente (varón) al perse-
guir su interés se ve obligado a pactar con los otros individuos, que a su vez persiguen ferozmente
su propio interés, unas reglas del juego. Un individuo que posee un conjunto de derechos para
defenderse de los demás y así ser libre. La libertad femenina nace de la relación entre mujeres y la
mediación para realizar los propios deseos, darse existencia social e intervenir en el mundo. Es una
libertad relacionar, cercana a lo que viven y hacen los seres humanos. Porque las mujeres saben de
la naturaleza humana dependiente. Lo expresa Alessandra Bocchetti del siguiente modo:
Pienso que en la capacidad de experimentar la realidad de cada mujer está inscrito una especie de
materialismo extremo, un conocimiento de las cosas humanas mayor que el de los hombres, que deriva
de la aceptación de la vida, y sobre todo de la muerte, más profunda. Toda mujer sabe en su fuero
interno que nadie es verdaderamente independiente, y quien ama y es amado no puede ser
autosuficiente. Que hay algo, y es algo bello y bueno ya que verdadero, que nos vincula los unos a los
otros, que unas veces nos vuelve dependientes, otras necesarios. Una mujer siempre lo tiene presente y
con ello sabe moverse.
La vida precisa continuas mediaciones. Para los que ama, toda mujer es una incansable
mediadora [Bocehetti, 1996, p. 296-97].
La política de la diferencia sexual ha nombrado, y así lo ha hecho visible para mujeres y
hombres, este mundo de relación, de mediación, de saber femeninos que ya están aquí pero que, al
no haber sido dichos, no existían para la sociedad. Ha nombrado la práctica de la relación, que está
en el centro de la política de las mujeres. A la relación que establece una mujer con otra para
realizar el propio deseo en el mundo se le ha llamado affidamento. El affidamento es una relación
de confianza entre dos mujeres que surge de la disparidad que entre ellas existe. Es precisamente
esa disparidad, lo que una tiene de más respecto a la otra, la que da sentido a la relación porque
permite el intercambio. Lia Cigarini resalta que en la relación de affidamento se crea autoridad, la
autoridad que una mujer le reconoce otra, a su palabra, a su saber, en la práctica de la disparidad
entre mujeres.
La autoridad femenina es otra de las figuras de la política de la diferencia. En la relación entre
mujeres es donde circula la autoridad femenina. La autoridad no la tiene una mujer ni es una
posición privilegiada dentro de un grupo, la autoridad se la dan las mujeres, unas a otras, dándose
la palabra. Se crea autoridad femenina cuando se establecen relaciones significativas entre mujeres
para intervenir en el mundo, cuando una mujer se dirige a otra mujer para que ésta medie y
sostenga la realización de su deseo. Estas relaciones se dan continuamente en la realidad, cuando
una mujer busca una abogada para que lleve su proceso de separación, o pide el parecer y el apoyo
de otra para ejercer una profesión o realizar un trabajo intelectual. La autoridad no la encarna una
mujer, sino que se le reconoce a una mujer. Ésta es la diferencia entre autoridad y poder, señala
Alessandra Bocehetti: mientras que el sujeto del poder es quien lo ejerce, el sujeto activo de
autoridad es quien la reconoce. El reconocimiento de autoridad a otra mujer es creación de
simbólico femenino. Yendo más allá, Boechetti afirma,
13
[... 1 para la existencia simbólica femenina no es necesario ganar poder social, sino autoridad. Y
si bien para ganar poder es posible hacer proyectos, estudiar estrategias, poner a punto algunas
tácticas —uso estas metáforas no por casualidad porque el poder, y el amor al poder, es causa de la
guerra—, esto no es posible para la autoridad que, por el contrario, no puede ser el objetivo de un
proyecto. En efecto, no se puede construir autoridad a propósito [Boechetti, 1996, p. 317].
El poder en tanto que ha sido la forma masculina de relacionarse con el mundo y la vida, no da
existencia simbólica a las mujeres. Autoridad y poder no se pueden comparar porque pertenecen a
órdenes distintos, son formas diferentes de relación con el mundo y con las personas. La fuerza de
la autoridad femenina no se mide con el poder; como ha dicho Lia Cigarini, la fuerza de la
autoridad femenina se mide en el mundo,
[... ] no hace falta abrir conflictos de poder con los hombres, porque el poder es parte de su forma
de entender la relación con la vida. Debemos buscar, en su lugar, una medida femenina, y buscarla en
cada ocasión, incluso en la gestión más trivial de estructuras, organismos y agrupaciones [Cigarini
1994, p. 38].
La política de las mujeres hace visibles en el mundo una serie de figuras, “no estructuras,
porque están hechas de trazos, no de una pieza” (Rivera, 1997, p. 74), que no dan lugar cuando se
practican a comportamientos pautados o programas de actuación únicos entre las mujeres. La
política de las mujeres no es una política para las mujeres sólo, o una política destinada a dividirse
el mundo con los hombres (Muraro, 1991, p. 3). La política de las mujeres es la política, o sea
política para hombres y mujeres, puesto que hoy nos da instrumentos para organizar la vida social
surgidos de la práctica y el saber de las mujeres. La práctica del partir de sí, la práctica de la
relación y la autoridad femenina son, para quienes quieran reconocerlas, figuras para una política
que se mantenga unida a la vida. La política de las mujeres que quiere significar la diferencia
sexual sabe que los sexos son dos pero el mundo es uno, habitado por mujeres y hombres. Admite
la parcialidad de la experiencia de mujeres y de hombres y reconoce la necesidad de la mediación.
Conoce la naturaleza dependiente de los seres humanos y no la considera humillante. Por eso, la
política de la diferencia pone como primera la práctica de la relación, entre dos o más personas, y
la mediación como universal de la relación. Porque el cuerpo social se sostiene basándose en
relaciones entre personas que cooperan para producir, cuidar, alimentar, divertirse, aprender, etc.,
la práctica política debe tratar de estas relaciones, debe trabajar
[... 1 para conectar a las personas, para modificar la relación con las personas y con las cosas, sin
que- darse nunca fijada en los contenidos ni erigir monumentos, manteniéndose siempre transparente y
móvil [Cigarini, 1996, p. 227].
Retornando la pregunta que inicia el apartado anterior, la contribución del feminismo al
pensamiento político contemporáneo es sobre todo un desafío al orden simbólico patriarcal. Un
orden simbólico que ha cancelado la diferencia sexual reduciendo la identidad humana a un solo
sujeto, el masculino. El desafío de las mujeres es la revolución simbólica que están llevando a
cabo al darse existencia social significando su ser mujeres, construyendo así un simbólico
femenino. Este hecho modifica la realidad porque es el final del patriarcado. Final que no es la
implantación de otro modelo social, sino un momento nuevo.
A finales del siglo XX, el pensamiento político contemporáneo no debería ignorar los retos de
reflexión critica que plantea la práctica y el pensamiento de la diferencia sexual, el primero de los
cuales es reconocer que el sujeto de la política no es uno neutro y universal, sino dos sexuados y
por eso parciales. Iniciar un proceso de pensamiento sobre la política desde la parcialidad sexuada
en masculino, como están haciendo ya las mujeres desde la diferencia femenina, no para dividirse
el mundo entre los sexos sino para compartirlo, sería empezar a responder al reto formulado por
14
Luce Irigaray: “La diferencia sexual representa uno de los problemas o el problema que nuestra
época tiene que pensar”. (Irigaray, 1984).

VI. BIBLIOGRAFÍA.
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abril 1980, PP. 19-21.
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 CIGARINI, Lia; La política del deseo. La diferencia femenina se hace historia; Icaria,
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 MERELLI, Marisa; “Percorsi biografici di giovani donne: protagonista di se stesse” en
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 RIVERA GARRETAS, María Milagros; El fraude de la igualdad. Los grandes desafíos del
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15
C. RECOMENDADA
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 ANDERSON, Bonnie S., ZINSSER, Judith P.; Historia de las mujeres: una historia
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 AAVV; Historia de las mujeres, bajo la dirección de Georges Duby y Michelle Perrot,
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 BOCCIA, M.ª Luisa; PERETTI, Isabella; Il genere della rappresentanza, MaterialI e atti n.º
10, Roma, 1988.
 CASTELLS, Carme (comp.): Perspectivas feministas en teoría política; Paidós, Barcelona,
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 DIÓTIMA;: Traer al mundo el mundo. Objeto y objetividad a la luz de la diferencia
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Cátedra, Madrid, 1993.
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 MACKINNON, Catharine A.; Hacia una teoría feminista del Estado; Cátedra, Madrid,
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 RICH, Adrienne; Sobre mentiras, secretos y silencios; Icaria, Barcelona, 1983.
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– El fraude de la igualdad. Los grandes desafíos del feminismo hoy; Planeta,
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 VALCÁRCEL, Amelia; La política de las mujeres; Cátedra, Madrid, 1997.
16
15. ECOPACIFISMO: UNA VISIÓN POLÍTICA
EMERGENTE.
ENRIC TELLO
Sumario: I. Percepciones y respuestas a la crisis ecológica. II. Del “crecimiento autosostenido”
a los límites del crecimiento. III. ¿Crecimiento cero? IV. La crisis de los euromisiles y el
pacifismo antinuclear. V. Sustentabilidad. VI. Sustentabilidad: implicaciones económicas.
VII. Sustentabilidad: implicaciones políticas. VIII. Redescubriendo el mundo común. IX. Un
mundo sin héroes: la vida como red. X. ¿Necesidades o satisfactores? XI. Bienes comunes
globales y locales. XII. La crisis del medio ambiente como crisis de legitimación. XIII. Salida,
voz y lealtad. XIV. Gandhi revivido: el ecologismo de los pobres de la Tierra. XV. Bibliografía.
Hoy podernos ver que tanto nuestro ataque suicida contra la naturaleza como las guerras y la
amenaza de guerras que han sumergido al mundo en la miseria tienen un origen común: el fracaso,
tanto en los países capitalistas como en los socialistas, en comenzar un nuevo capítulo histórico —
hacia una nueva democracia que comprenda no sólo la libertad personal y política, sino también las
decisiones germinales que determinen cómo viviremos nosotros y el planeta—-. Ahora que los pueblos
del mundo han comenzado a comprender que la supervivencia depende igualmente de poner fin a la
guerra con la naturaleza y de poner fin a las guerras entre nosotros mismos, el camino hacia la paz está
claro en ambos frentes. Para hacer las paces con el planeta debemos hacer las paces entre los pueblos
que vivimos en él.
BARRY COMMONER, En paz con el planeta, 1990
Desde 1917 el siglo xx ha estado marcado por el conflicto entre dos sistemas, y dos visiones
políticas del mundo, que rivalizaban por alcanzar las mayores “tasas de crecimiento” (en el
lenguaje de uno de ellos) de las “fuerzas productivas” (en el léxico del otro). La rivalidad entre
ambos ha mediatizado y distorsionado muchos otros conflictos contemporáneos, incluidos los
derivados del carácter a menudo destructivo de dichas “fuerzas productivas”. Ambos nos han
conducido a una crisis ecológica de alcance planetario, cuya resolución exige remover los
fundamentos de aquel crecimiento industrial perseguido como fin común. La crisis del medio
ambiente no implica sólo, por tanto, la crisis de un sistema o un aspecto particular del mismo.
Supone una crisis de civilización esto es, del marco común de pensamiento y propósito que ha
regido desde el principio mismo del capitalismo industrial, y fue abrazado también por las
“construcciones” fallidas del sedicente socialismo “real”. Si ese siglo XX “corto” marcado por la
carrera del crecimiento económico empezó de verdad hacia 1914-1917, terminó entre 1989 y 1991
con la caída de un muro que separaba mucho más que dos Alemanias. El siglo XXI ha comenzado a
discurrir en la Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro en 1992, y está marcado por la crisis
ecológica de la civilización industrial.

I. PERCEPCIONES Y RESPUESTAS A LA CRISIS ECOLÓGICA.


La biosfera es una fina capa viva situada entre la atmósfera, los continentes (litosfera) y los
mares (hidrosfera), que da a la Tierra su característica coloración verde cuando se la contempla
desde el espacio. No siempre ha estado ahí: se ha formado en los últimos 3.800 millones de años,
mediante un largo proceso de ensayo y error. Es un sistema autorregulado, basado en el reciclaje
completo (sin “residuos”) de los materiales básicos de la vida (agua, oxígeno, carbono, nitrógeno,
fósforo, potasio, calcio, etc.) que se alimenta del flujo constante de la energía del sol.
Transformando la radiación solar en materia orgánica mediante la fotosíntesis, y degradándola en
forma de calor reflejado hacia el espacio exterior (energía de alta entropía), la biosfera es capaz de
mantener una gran isla de orden autoperpetuador (o entropía negativa) en un planeta vivo. La
composición de los gases de la atmósfera, y la elevada temperatura de la Tierra gracias al efecto
invernadero de algunos de esos gases, son producto de la biosfera.
17
Sin embargo la cultura humana ha tardado mucho en reconocer, nombrar y entender la exis-
tencia de la biosfera como sistema. Los mares, la Tierra, e incluso la atmósfera forman parte de la
percepción humana y su vocabulario desde hace muchos siglos. La biosfera fue bautizada corno tal
en 1926 por Vladimir Vernadsky. En 1979 James Lovelock formuló por vez primera la sugerente y
controvertida “hipótesis Gaia”, que contempla la entera biosfera como un sistema vivo autoorgani-
zado. A finales del siglo XX la maquinaria industrial en su conjunto mueve cada año más materia-
les que la fuerza erosiva natural de todos los ríos, vientos y lluvias torrenciales de la Tierra. La dis-
torsión industrial del ciclo terrestre del carbono, junto a las emisiones de otros gases que refuerzan
el calentamiento atmosférico, está incrementando el efecto invernadero planetario variando el
“termostato natural” de Gaia, y sometiendo a sus ecosistemas a la tensión de un aumento súbito de
las temperaturas cuya rapidez carece de precedentes. El adelgazamiento de la capa de ozono —otra
creación de la biosfera que nos protege de las radiaciones ultravioletas incompatibles con las
formas más desarrolladas de vida—, y su perforación en ciertos puntos y épocas del año, muestra
hasta qué punto los efectos ambientales destructores alcanzan ya la última “frontera” planetario.
El ecólogo norteamericano Barry Commoner ha acuñado una palabra muy adecuada para
expresar la fuerza conjunta de los sistemas productivo-destructivos de la civilización industrial:
tecnosfera. La crisis ecológica es el resultado de una colisión entre tecnosfera y biosfera. Los
sistemas productivos lineales de la tecnosfera, basados en el consumo de combustibles fósiles y
otras fuentes no renovables de energía, mediante procesos altamente ineficientes y generadores de
residuos, resultan incompatibles con los procesos cíclicos y autoperpetuadores de la biosfera.
Mientras la biosfera bombea su degradación de la energía solar hacia el espacio exterior, la
tecnosfera industrial vierte su elevadísimo entropía en forma de polución, degradación y residuos
sobre la misma biosfera en la que vive. La economía (del griego, oikonomia: el buen gobierno de
la casa) destruye su propio hogar terrestre (oikos).

II. DEL
“CRECIMIENTO AUTOSOSTENIDO” A LOS LÍMITES DEL
CRECIMIENTO.
Tras la parálisis de dos guerras mundiales, y de la Gran Depresión económica entre ambas, se
produjo entre 1950 y 1973 la mayor etapa de crecimiento económico de la que tenemos
constancia. Entonces la mayoría de economistas y politólogos de los países de la OCDE estaban
obsesionados por la rapidez del crecimiento económico de la URSS, y sus éxitos en la carrera
aeronáutica (y por tanto armamentística) en el espacio. La nomkenklatura soviética, cada vez más
gerontocrática, no estaba menos obsesionada por “atrapar y superar” a Occidente. En medio de ese
clima, y buscando imbuir seguridad en los grupos dirigentes de la OCDE, Walt Witman Rostow
publicó en 1960 un célebre ensayo sobre los estadios del crecimiento económico (subtitulado “un
manifiesto no comunista”) donde aseguraba que las crisis económicas se habían acabado para
siempre porque la nave de la economía había por fin emprendido el “despegue” (take-off) hacia
una nueva era de “crecimiento autosostenido”. La metáfora del fantástico avión autosostenido, y su
moraleja, eran claras: no habría más crisis, luego tampoco revoluciones.
El “profético” ensayo de Rostow duerme piadosamente olvidado en rastros y bibliotecas, pero
su eco permanece en el inconsciente colectivo de tantos dirigentes políticos y empresariales que
aún confunden el “desarrollo sostenible” de los años noventa con aquel “crecimiento sostenido” de
los sesenta. Lo cierto es que en los países capitalistas más desarrollados la mayoría de la gente
experimentó entonces un cambio espectacular. Los campos se llenaron de tractores y se vaciaron
de mano de obra, que se unió al ejército industrial trabajando duro en las cadenas de montaje en
situación de casi pleno empleo, mientras los bloques de pisos crecían de forma alocada y se
llenaban de electrodomésticos, y las ciudades y carreteras se atestaban de automóviles. La
sociedad de consumo inventada por el american way of life permaneció confinada al tercio rico de
la Humanidad que vive en los países de la OCDE, pero registró en dos décadas una extensión sin
precedentes. Por eso el aldabonazo de los “límites del crecimiento” percutió de forma tan
espectacular en la consciencia pública, al formularse por primera vez como problema en medio de
las crisis del petróleo en 1973 y 1979, y el fin de la gran “época dorada” del crecimiento
económico en el capitalismo industrial (cuadro l).
18

III.
19

IV. ¿CRECIMIENTO CERO?


El primer informe al Club de Roma sobre Los límites del crecimiento se publicó en 1972, el
mismo año que las Naciones Unidas convocaron en Estocolmo la primera conferencia mundial
sobre el Medio Ambiente. Su mensaje central era certero: el crecimiento ilimitado en un mundo de
recursos finitos es intrínsecamente imposible. También lo era su advertencia sobre los peligros de
tomarse el crecimiento acumulativo como si los efectos fueran lineales y no exponenciales: si un
nenúfar duplica cada día su tamaño en un estanque ¿cuántos días faltan para que cubra el estanque
entero cuando sólo ha cubierto una cuarta parte? ¿Y cuando ha cubierto la mitad? Sin embargo,
cinco días antes de llegar a cubrirlo todo únicamente ocupaba 1/32 del estanque, y nueve días antes
1/512 parte.
La forma como Los límites del crecimiento presentó sus argumentos marcó durante dos
décadas el debate ambiental. Simplificados al máximo, situaban el problema central en el
agotamiento de recursos. La gran pregunta era cuánto petróleo, carbón o gas natural quedaba en la
Tierra, y cuánto tiempo los podríamos seguir consumiendo al ritmo de entonces. El modelo
empleado en aquel primer informe de Meadows y Randers, y el procesamiento de los datos por
ordenador, eran bastante primitivos. Eso levantó muchas objeciones metodológicas. De mayor
calado fue la objeción al carácter fijo atribuido a la base de recursos. Muchos economistas
arguyeron que la elevación de los precios de los combustibles fósiles actuaría de acicate para
seguir explorando en su búsqueda, aumentando el tamaño de los recursos conocidos en lugar de
reducirlos. El tiempo les ha dado parcialmente la razón, sin por ello desmentir ni un ápice la
cuestión de fondo. Sea cual sea su tamaño, la base de recursos es limitada. Una explotación
ilimitada de los mismos siempre será insostenible a largo plazo.
La discusión abierta con Los límites del crecimiento llevó al debate de la solución. Si el
problema era que un crecimiento exponencial nos estaba aproximando al agotamiento de recursos
fundamentales, para Meadows y Randers la solución debía buscarse en el crecimiento cero. Bastó
con pronunciarla para que esa palabra suscitara una sonada tormenta, justo cuando el cambio de
coyuntura y de política económica llevó a muchos países de la OCDE a experimentar situaciones
de crecimiento cero (o incluso negativo: es decir, reducciones absolutas) de su actividad
económica; y también cuando la anquilosado maquinaria de la economía soviética iniciaba bajo la
égida de Breznev —que presidió la URSS entre 1964 y 1982— la etapa de estancamiento previa a
su desmoronamiento final.
Lo más interesante de aquel primer debate sobre el crecimiento fue la pregunta sobre su
propio significado: ¿el crecimiento de qué? Para algunos autores, como los neomalthusianos Paul
y Ane Erlich o Garrett Hardin, el crecimiento problemático era el de la población. Para Barry
Commoner y muchos otros, el problema estaba en el crecimiento de la explotación de recursos por
una economía regida únicamente por la lógica del beneficio privado a corto plazo. Los —y sobre
todo las— ecologistas antimalthusianas señalaron, con razón, que las consecuencias ambientales
de cada ser humano nacido en la India son muy distintas a las de cada nacimiento en los Estados
Unidos. Actualmente se añaden al mundo 87 millones de personas cada año, y se producen 36
millones de automóviles: ¿qué contribuye más a la degradación medioambiental? La polémica
condujo a una formulación ampliamente admitida: el impacto ambiental en un territorio
determinado, o en la Tierra entera, es una función compleja del número de habitantes, su nivel de
consumo y la tecnología empleada para suministrarlo.

V. LA CRISIS DE LOS EUORMISILES Y EL PACIFISMO ANTINUCLEAR.


Entre la segunda crisis del petróleo y el fin de la guerra fría (1979-89) la atención mundial
hacia los problemas del medioambiente se redujo, como consecuencia de dos factores que
marcaron profundamente aquella década: el inicio de una nueva etapa de crisis económica, con sus
secuelas de paro masivo, déficits públicos y deuda externa, por una parte; y, por otra, el peligro de
guerra nuclear provocado por la nueva doctrina militar adoptada por la OTAN, que pretendía
disponer de una capacidad de “ataque preventivo” mediante la nueva generación de misiles de
alcance medio. El despliegue de los llamados “euromisiles” Cruise y Pershing II, pensados para
20
destruir la mayor parte de la capacidad nuclear soviética con un ataque por sorpresa, suponía
concebir una guerra nuclear limitada que el agresor podría ganar. Junto al despliegue por parte
soviética de los misiles SS-20, eso convertía a Europa en un teatro de guerra nuclear y provocó
una gran reacción en contra, tanto de las redes internacionales del pacifismo no violento
tradicional (la WRI: Internacional de Resistentes a la Guerra fundada en 1921 bajo la inspiración
de Tolstoi, Thorcau y Gandhi), como de un nuevo movimiento por la paz y el desarme nuclear más
amplio (coordinado por organizaciones como el Comité por el Desarme Nuclear de Gran Bretaña o
el consejo intereclesial holandés).
Los movimientos ecologistas surgidos en los años de la cumbre de Estocolmo adoptaron con
naturalidad la filosofía y las prácticas de acción directa no violenta, y durante los años ochenta se
sumaron al amplio movimiento en favor de una Europa desnuclearizada desde el Atlántico hasta
los Urales lanzado por el END (European Nuclear Disarmament, un llamamiento iniciado por el
historiador marxista británico Edward P. Thompson que logró arraigar en todos los países de Euro-
pa occidental y también, al otro lado del muro, entre los círculos disidentes de la Europa oriental).
Los partidos verdes de Alemania occidental (Die Grünen) y otros países empezaron a obtener es-
caños. El mensaje y los programas eran más amplios, pero su actividad también se centró durante
aquellos años en la lucha contra los misiles nucleares de los EEUU y la URSS desplegados en am-
bos lados de Europa, y a favor de un proceso de desarme que culminara en otros modelos alternati-
vos de defensa (desde pequeños ejércitos con tácticas y armamento basado en la defensa no ofensi-
va, hasta los métodos de defensa civil no violenta propugnados por el pacifismo). La obra y la fi-
gura misma de Petra Kelly, dirigente de los Verdes alemanes, y su compañero Gert Bastian, anti-
guo general de la OTAN que desertó de su oficio para sumarse a Die Grünen y el movimiento por
la paz, simbolizan muy bien la orientación y las prioridades del ecopacifismo de los años ochenta.
También lo simboliza el campamento de mujeres alrededor de la base nuclear de Greenham
Common, en Gran Bretaña, donde se produjo un cruce muy fértil entre la cultura ecopacifista y la
feminista (que al final logró su objetivo: no sólo se retiraron los misiles Cruise; hoy la base misma
ha sido cerrada y el common de Greenham ha recuperado su estatuto de parque público).
Los ideólogos de la guerra fría defendían que los primeros pasos hacia el desarme debían
darlos en el otro bloque militar, y se negaban a cualquier reducción armamentista si no era en el
marco de acuerdos multilaterales. Mientras tanto, daban cínicamente pasos unilaterales hacia el
rearme. El movimiento por la paz defendió con ahínco el desarme unilateral, como un primer paso
que reclamara reciprocidad en el otro y rompiera con la espiral armamentista. Aparentemente las
grandes manifestaciones pacifistas de los años ochenta se estrellaron contra un muro. El canciller
demócratacristiano alemán Helmut Khol lo sintetizó en una frase lapidaria: “ustedes protestan,
nosotros gobernamos”. Felipe González adoptó la misma actitud de hierro en el referéndum de
1986 sobre la permanencia de España en la OTAN, que ganó por un pequeño margen, cuando
preguntó a su propio electorado: “¿quién gestionará el no?” Despreciado como “utópico” e
ingenuo por todos los políticos “realistas” del momento, el desarme unilateral acabó ganando la
partida. Pero la ganó en la forma y el lugar más inesperado. Agobiado por los graves problemas
económicos de la URSS, y por la profunda crisis de legitimación de la burocracia soviética, Mijail
Gorbachov abrió a partir de 1985 la vía del desarme multilateral adoptando una serie de pasos
previos unilaterales. (Lo cual encierra una lección importante, también para los bloqueos
multilaterales en las negociaciones medioambientales actuales).
Entre tanto los desastres ambientales se fueron acumulando, provocando fogonazos súbitos en
los medios de comunicación: multitud de vertidos petroleros corno los de Exxon Valdez en Alaska
en 1989; contaminación por productos químicos como las dioxinas en Seveso (Italia) en 1977 y
Bhopal (la India) en 1984; accidentes nucleares graves como el de Harrisburg (Estados Unidos) en
1979 y Vandellós (Tarragona) en 1989. Las advertencias de muchos científicos valientes, como la
lanzada en 1974 por Molina y Rowland sobre las moléculas cloradas de los CFCs que destruyen la
capa de ozono, se vieron sucesivamente confirmadas. En 1984-85 la NASA comprobó la
existencia de un “agujero” de ozono en la Antártida y, de ser difamados y castigados en las
subvenciones por las grandes empresas, Molina y Rowland recibieron el premio Nobel de química
en 1995. Finalmente, el 26 de abril de 1986 se produjo en uno de los reactores de la central de
Chernóbil (Ucrania) el peor accidente nuclear hasta ahora registrado, que conmocionó gravemente
21
la consciencia mundial en un momento clave: justo cuando Gorbachov ponía fin de la guerra fría
desde la URSS, y reclamaba la colaboración mundial ante los retos civilizatorios comunes de la
crisis ambiental.

VI. SUSTENTABILIDAD.
En aquel contexto, la Cumbre de la Tierra de 1992 convocada por el Programa de las Naciones
Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) en Río de Janeiro marcó un cambio de época.
Clausurada la llamada “segunda guerra fría” con el desmoronamiento de la URSS y su bloque
militar, la cumbre de Río volvió a poner la crisis ecológica en el centro de la política mundial.
Desde entonces la eclosión de informes y publicaciones sobre la cuestión ambiental ha superado
ampliamente la producida veinte años antes con la cumbre de 1972 en Estocolmo. Pero las
diferencias no son sólo de cantidad. Durante el interludio el diagnóstico del problema ecológico y
el inventario de posibles soluciones habla cambiado.
Gracias a las discusiones abiertas con los Límites del crecimiento, el problema ha dejado de
plantearse simplemente como un mero agotamiento de recursos clave a plazo fijo. Cada vez más
ha pasado a definirse como la superación de la capacidad de carga de los ecosistemas, o de toda la
biosfera terrestre, por obra de la tríada de factores formada por la población, su nivel de consumo
exosomático y el impacto de la tecnología empleada para ello. Eso implica reconocer que la base
de recursos formada por el conjunto de sistemas naturales tiene una notable capacidad para ofrecer
servicios ambientales a la especie humana, y para asimilar sus desechos. También supone
reconocer que, dentro de esa capacidad, distintas tecnologías y patrones de consumo pueden hacer
usos muy distintos de una misma base de recursos, con impactos también diferentes. Pero la
capacidad de sostén de la Tierra no es ilimitada, y sus límites no se deben superar.
El consenso alcanzado por la mayoría de la comunidad científica internacional sobre la
realidad del cambio climático producido por las emisiones industriales de CO2 rnetano, CFCs y
otros gases, ha desplazado por completo el centro de atención sobre el problema energético. La
cuestión principal no es ahora cuánto petróleo o gas natural nos queda, y para cuánto tiempo (de
hecho las reservas mundiales de carbón aún son muy abundantes). Mucho antes de agotar los
combustibles fósiles, ya estamos superando la capacidad de los sumideros de la biosfera para
absorber y almacenar carbono en los mares, y a través del crecimiento de los bosques. Las con-
secuencias ambientales del cambio climático acelerado que se deriva de la quema de combustibles
fósiles son un limite mucho más cercano y perentorio que su puro agotamiento físico.
La solución también ha dejado de girar alrededor del crecimiento cero, una noción demasiado
unida a la idea de “congelar” la situación existente en vez de transformarla de raíz. El crecimiento
cero de las actuales pautas de consumo, y con las actuales tecnologías, ya ha sido experimentado
en diversos momentos de recesión económica de los países de la OCDE y no conlleva en sí mismo
solución alguna del problema ambiental. También se han experimentado fuertes reducciones de la
actividad económica de carácter catastrófico en las repúblicas de la antigua URSS y otros países
del bloque del Este. Aunque han provocado alguna reducción coyuntural de las emisiones mundia-
les de gases de efecto invernadero (como en 1992-1993), no han aportado mejoras duraderas ni
pueden servir de modelo para una reconversión ecológica de las insostenibles economías actuales.
La colisión entre la actividad económica y los equilibrios ambientales emerge al haber pasado
de un mundo relativamente “vacío” desde el punto de vista de la especie humana, a un mundo cada
vez más “lleno” (cuadro 2). Las dimensiones del sistema económico han aumentado de forma
espectacular hasta alcanzar, y en muchos aspectos superar, los límites de sustentabilidad de la
biosfera terrestre. En esta situación, el consumo actual de recursos puede comprometer seriamente
el consumo futuro. Tal como señalaron en 1972 Nicholas Georgescu-Roegen, Keneth Boulding y
Herman Daly —tres pioneros de la nueva economía ecológica—, la crisis medioambiental exige
reconsiderar las finalidades mismas de la actividad económica, recuperando su dimensión ética y
política:
22
23

En el pasado la producción se consideró un beneficio en sí misma. Pero la producción también


acarrea costes que sólo recientemente se han hecho visibles. La producción necesariamente merma
nuestras reservas finitas de materias primas y energía, mientras que satura la capacidad igualmente
finita de los ecosistemas con los desperdicios que resultan de sus procesos. El crecimiento ha sido la
medida de la salud nacional y social empleada tradicionalmente por los economistas. Pero el
crecimiento industrial continuado en áreas que ya están altamente industrializadas es un valor sólo a
corto plazo: la producción presente sigue creciendo en perjuicio de la producción futura, y en perjuicio
de un medio ambiente frágil cada vez más amenazado. La realidad de que nuestro sistema es finito y de
que ningún gasto de energía es gratis nos pone frente a una decisión moral en cada momento del
proceso económico.
Si el consumo de una generación se hace a expensas de la degradación del “capital natural”
formado por la base de recursos, comporta una grave injusticia intergeneracional al comprometer
el consumo futuro de las generaciones venideras. Del mismo modo que la amenaza de una guerra
nuclear es un atentado directo a la supervivencia de la especie humana a corto plazo, la destrucción
ecológica también supone a largo plazo una amenaza a la vida de la especie humana en su
conjunto cuya calidad, y su misma viabilidad, dependen de la pervivencia de las demás especies
vivas. Desde un punto de vista antropocéntrico el desafío ambiental se convierte en un problema
de justicia intergeneracional que pone en cuestión las reglas de juego vigentes en la toma de
decisiones económicas a través del mercado, y en la toma de decisiones políticas a través de la
democracia representativa: las generaciones futuras nunca estarán presentes en los mercados
actuales para pujar por la conservación de los recursos a largo plazo, ni podrán votar nunca en la
próxima convocatoria electoral.
La divisa clave de los años noventa ha pasado a ser la sostenibilidad (o, en la versión
latinoamericana más habitual, sustentabilidad: no se trata de que alguien nos “sostenga” como un
marco colgado de un clavo, sino de vivir de una forma sustentada en las capacidades y los límites
de los sistemas naturales). Aunque ya había sido formulada con anterioridad, la definición
normativa de sustentabilidad —mediante su aposición al concepto de desarrollo, formando el
problemático neologismo “desarrollo sostenible”— fue ampliamente divulgada en el lustro
anterior a la Cumbre de Río por el informe de 1987 al Programa de Naciones Unidas para el
Medio Ambiente Nuestro futuro común, coordinado por la dirigente socialdemócrata noruega Gro
Harlem Brundtland:
El desarrollo sostenible es el desarrollo que satisface las necesidades de la generación presente sin
comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades.
Encierra en sí dos conceptos fundamentales:
– el concepto de “necesidades”, en particular las necesidades esenciales de
los pobres, a las que se debería otorgar la máxima prioridad;
– la idea de limitaciones impuestas por el estado de la tecnología y la
organización social a la capacidad del medio ambiente para satisfacer las necesidades
presentes y futuras.

VII. SUSTENTABILIDAD: IMPLICACIONES ECONÓMICAS.


Esa definición normativa nos dice qué es el “desarrollo sostenible”, no cómo lograrlo. Para
establecer el cómo necesitamos criterios operativos corno los propuestos por Herman Daly: 1) no
explotar los recursos renovables por encima de su ritmo de renovación (por ejemplo: no extraer
madera de un bosque en cantidad superior al crecimiento de su biomasa, ni derivar más agua de los
ríos o acuíferos que la repuesta cada año por el ciclo hidrológico); 2) no explotar los recursos no
renovables por encima del ritmo de sustitución por recursos renovables (por ejemplo: la extracción
de petróleo o gas natural debe acompasarse al crecimiento de fuentes renovables de energía como
la solar y cólica, que proporcionen en el futuro una cantidad equivalente de energía); 3) no verter
al aire, el agua o el suelo una cantidad o una composición de residuos por encima de la capacidad
24
de absorción por los ecosistemas (por ejemplo: no verter efluentes líquidos que tras una o varias
depuraciones previas con plantas industriales aún superen la capacidad de autodepuración natural
de los ríos y estuarios). Esos tres criterios deben complementarse con otro, que sitúa una frontera
de sostenibilidad en la ocupación del territorio: 4) preservar la biodiversidad de los ecosistemas, y
de toda la biosfera.
Las cuatro condiciones deben cumplirse simultáneamente. Eso supone que la restricción
máxima vendrá dada por la condición más severa (por ejemplo: si la liberación de carbono con la
quema de combustibles fósiles supera la capacidad de absorción del mismo por los bosques y
océanos, no basta con “compensar” la energía consumida con la instalación de fuentes renovables
que proporcionen en el futuro un potencial equivalente). También implica que el principio
normativo de la sustentabilidad no tendrá una traducción operativo unívoca. Tal como ha señalado
el economista ambiental David Pearce, la “sostenibilidad” admite versiones “fuertes” o “débiles”
según el grado en que admitamos la sustituibilidad de la dotación de recursos naturales de la
biosfera (o “capital natural” ecológico) por medios de producción de la tecnosfera (o bienes de
capital de la economía). No es lo mismo, por ejemplo, preservar la diversidad biológica de un
sinfín de especies vegetales y animales en hábitats viables para la vida silvestre, que mantener sus
genes en granjas, zoológicos y bancos de semillas. La frontera de la sostenibilidad en la ocupación
humana del territorio se sitúa en puntos muy distintos en uno y otro caso.
La apropiación por la especie humana de la producción primaria neta de materia orgánica por
la biosfera constituye un indicador sintético de aquellas cuatro condiciones. Referida a la biomasa
continental producida por las plantas verdes mediante la fotosíntesis —que constituye la base para
el metabolismo sucesivo de todos los demás seres vivos heterótrofos—, la especie humana se
apropia ya del 40% de la producción primaria neta terrestre, según la estimación establecida en
1986 por Vitounsek, Erlich y Matson (la proporción sería del 25% sí incluyera los océanos y
ecosistemas acuáticos). Eso significa que todas las otras especies animales terrestres deben
subsistir con el 60% restante. La analogía con los nenúfares en el estanque de Los límites del
crecimiento resulta evidente. Al ritmo actual de crecimiento, la derivación de las redes tróficas
hacia la especie humana alcanzaría el 80% a mediados del siglo XXI. Si no se le pone coto, la
extinción de especies silvestres sería descomunal, y en la Tierra sólo quedaría espacio ambiental
para los seres humanos con sus plantas y animales domésticos en una situación de simplificación
ecosistémica extremadamente vulnerable.
Las traducciones operativas de la sustentabilidad tienen un corolario muy importante para la
política: la toma de decisiones sobre el uso de los recursos básicos no puede dejarse ni a la
concurrencia individual de agentes económicos en los mercados, ni tampoco a un número reducido
de expertos que asesoren a los políticos y decidan con criterios puramente técnicos cuáles deben
ser las restricciones ambientales que deben cumplir las transacciones mercantiles. Tanto la
ecología como la economía pueden aportar diagnósticos y herramientas útiles para tomar
decisiones. Pero ni los ecólogos pueden establecer límites precisos de la “capacidad de carga”
cuando se trata de grandes ecosistemas, o de la biosfera en su conjunto; ni los economistas pueden
traducir de manera unívoca al lenguaje de los precios los efectos ambientales externos (o
“extemalidades” negativas) de la producción de cada bien para hacer efectivo el principio de
“quien contamina paga”.
Con la Cumbre de Río ha surgido rápidamente una economía ambiental que trabaja dentro del
paradigma liberal neoclásico, y su individualismo metodológico, para buscar mecanismos que
“internalicen las externalidades” ambientales sin que ello ponga en cuestión el entero edificio
teórico de la economía liberal, ni su marco político de referencia. Sus supuestos y propuestas son
muy distintos de los planteados por la economía ecológica que cuestiona el entero edificio liberal-
neoclásico, y considera inconmensurables multitud de aquellas “externalidades” (¿cómo medir en
pesetas los riesgos del efecto invernadero, la destrucción de la capa de ozono, la proliferación de
residuos nucleares cuya vida media es —como el plutonio— de 24.000 años, la desaparición de
especies enteras, o la propia vida humana individual?). La dimensión, la complejidad, las enormes
incertidumbres y las profundas implicaciones que tales cuestiones comportan para el corazón
mismo de la civilización industrial exigen que el derecho y la responsabilidad de las decisiones
correspondan al conjunto de ciudadanos y ciudadanas.
25
VIII. SUSTENTABILIDAD: IMPLICACIONES POLÍTICAS.
Como principio axiológico, la “sostenibilidad” establece una restricción superior al consumo
de recursos. Dicta un valor supremo que debe regir por encima del derecho de cada persona a la
satisfacción de sus necesidades, y al derecho colectivo de una generación entera a consumir
recursos para su satisfacción. No se refiere sólo a una dimensión puramente ambiental, sino a la
intersección entre necesidades humanas y capacidades medioambientales. La noción de equidad en
la satisfacción de “necesidades” humanas está en el corazón de la sustentabilidad, y le confiere una
clara dimensión social y política. Es un gran reto social, con profundas implicaciones políticas
para el ejercicio de la democracia.
La contraposición de visiones entre la economía ecológica y la economía ambiental se
reproduce en las demás dimensiones del problema. La ecología política también se contrapone a
un mero ambientalismo de amplio espectro que pretenda ser compatible con las instituciones y
tradiciones políticas existentes. Las diferencias cada vez más fundamentales entre ecologismo y
ambientalismo, en todos los órdenes, ponen de manifiesto que la crisis ambiental provoca a la vez
la emergencia de una nueva visión política, y una reacción adaptativa de las tradicionales. Supone
un claro desafío para todo el viejo edificio político y económico liberal fundado sobre los
supuestos de la Ilustración, y de ese reto surgen tanto propuestas de reforma de aquella
construcción como nuevos intentos para superarla. Más allá de los diagnósticos y herramientas
suministrados por los diversos expertos —que en cierto modo juegan el papel de una nueva
Ilustración “socioambiental”—, las disyuntivas económicas y políticas emergentes reclaman una
ampliación sustancial de la participación democrática en la toma de decisiones.
Tal como sugiere Barry Commoner en la cita que encabeza este capítulo, el desarrollo de
formas de vida social más sostenibles necesita el surgimiento de una nueva democracia ambiental
que rompa los diques de contención erigidos por el liberalismo entre la esfera económica del
mercado y la esfera pública de la representación política (como antaño hicieron el movimiento
obrero y el sufragismo, y ahora reclaman nuevamente algunas corrientes feministas para nombrar
en la esfera política la diferencia sexual). En virtud de aquella separación “invisible” entre lo
público y lo privado, el pensamiento económico convencional de matriz liberal suele considerarse
apolítico. Considera que su tarea es lograr la asignación óptima de los recursos disponibles para
alcanzar los objetivos deseados, y cree que el mercado es la mejor forma de lograrlo. Sin embargo
la definición de aquellos “objetivos deseados” sería una puerta abierta a la ética y la política, si no
se redujeran a la persecución estrictamente individual de preferencias particulares en el
contingente discurrir de la concurrencia mercantil. Con su individualismo metodológico extremo
el pensamiento liberal cierra la puerta a la ética y la política —consideradas como algo ya
dilucidado previamente en la esfera pública “exterior”—, e incurre en una significativa
circularidad: la fijación (individual) de los “objetivos deseados” (particulares) tendrá lugar en ese
mismo mercado que es —en su opinión— el mejor instrumento para “asignar los recursos”.
La economía ecológica y la ecología política reabren de nuevo la puerta a la ética y la política
con nuevas propuestas de democracia económica y participación di- recta, tendentes a horadar el
muro de separación erigido por el liberalismo entre la esfera pública de la ciudadanía y la esfera
privada del mercado (conectándolas a la vez, como intenta hacerlo el feminismo, con la esfera
“privada” doméstica y la labor no mercantil). Buscan ampliar el espacio de la democracia,
reduciendo el terreno de juego del mercado y subordinándolo a unos valores de orden superior. En
ese sentido reinventa y reinterpreta las tradiciones populares anteriores al orden político liberal que
reclamaban una economía moral en acto.
La existencia de costes ambientales y sociales externos no reflejados en la contabilidad
convencional de las empresas, ni en las cuentas nacionales del PIB, supone un punto de acuerdo
muy importante entre la economía ambiental de matriz liberal y la economía ecológica. Aceptar
que hay importantes “externalidades” negativas significa aceptar que el actual patrón de precios
nos engaña. El mercado habla con un lenguaje mentiroso, que induce a todo el mundo —produc-
tores y consumidores— a tomar decisiones individuales que conducen a la destrucción del medio
ambiente, y afectan a la salud o la misma supervivencia de muchas otras personas y comunidades.
Pero ¿cómo cambiar la gramática de los precios para hacerlos más veraces?
26
El gran debate entre el ambientalismo económico liberal y la economía ecológica está
justamente ahí. Para la filosofía económica y política verde la solución nunca podrá encontrarse
dejando que los mercados se regulen a sí mismos. Ernst U. von Weizsäcker, presidente del Instituto
del Clima, Medio Ambiente y Energía de Wuppertal (Alemania) es uno de los principales
defensores de una reforma fiscal ecológica que cambie los precios relativos de modo que los
mercados funcionen a favor y no en contra del medio ambiente. En su libro Política de la Tierra de
1989, y en el informe de 1995 Factor 4 presentado al Club de Roma junto con L. Hunter Lovins y
Amory B. Lovins, argumenta que los mercados no existen en el vacío. Siempre funcionan en un
determinado marco institucional, social y cultural. El cambio de la gramática de los precios debe
ser un acto político que modifique ese marco regulador de los mercados para orientar su
funcionamiento hacia el objetivo de la sostenibilidad.
Un autor ya clásico, Karl Polanyi, propuso distinguir entre el mercado como un lugar de
encuentro e intercambio —esa plaza del pueblo donde íbamos unos días a la semana a comprar y
vender cosas—, y el mercado pretendidamente autorregulado en el que tanto los bienes de
consumo como los mismos “factores de producción” empleados en producirlos se han convertido
en mercancías. Para la ecología política (como también para Polanyi, para Karl Marx, y para la
entera tradición socialista o libertaria) la derivación del lenguaje de los precios a un idioma
mentiroso tiene mucho que ver con el carácter forzado, y falaz, de aquella conversión de la Tierra
y el trabajo en pseudomercancías. La gran transformación del capitalismo industrial ha puesto a
las personas y al medio ambiente al servicio de la economía, en lugar de la economía al servicio de
las personas y el medio ambiente. Para lograr unos precios más veraces, que ayuden a reconducir
la sociedad hacia economías más sostenibles, se requiere otra “gran transformación” del mismo
calibre que libere a las personas y a los sistemas naturales de su degradación a la condición de
mera mercancía. Los métodos y el alcance de esa transformación son un punto importante del
debate entre quienes consideran verosímil un capitalismo “verde”, modificándolo mediante la
fiscalidad ecológica y otras reformas, y los partidarios de otras formas alternativas de
ecosocialismo.
Cuando el mercado aún era un lugar en la plaza del pueblo, y no una institución anónima
supuestamente autorregulada, hubo bastantes ejemplos de una cierta “economía moral” de la
comunidad. La legitimidad de los tratos en la plaza del mercado estaba condicionada a ciertas
reglas del juego de orden moral superior, y cuando los pobres consideraban que se infringían
aquellas reglas, se rebelaban para restaurar el “buen orden” de las costumbres en común. El
historiador Edward P. Thompson, que dedicó buena parte de su vida a estudiar aquellas formas de
“economía moral” del pasado —y fue además dirigente del movimiento por la paz europeo de los
años ochenta—, dejó en su último libro Costumbres en común el siguiente epitafio:
Sabemos que las expectativas mundiales están creciendo como las aguas durante el Diluvio
universal y que la disposición de la especie humana a definir sus necesidades y sus satisfacciones en
términos materiales del mercado —y a lanzar todos los recursos del globo al mercado—- puede
amenazar la especie misma (tanto al Sur como al Norte) con una catástrofe ecológica. El artífice de esa
catástrofe será el hombre económico, ya sea bajo la forma del capitalista clásico avaricioso o bajo la
del hombre económico rebelde de la tradición marxista ortodoxa. Del mismo modo que el capitalismo
(o “el mercado”) rehizo la naturaleza y la necesidad humanas, también la economía política y su
antagonista revolucionario llegaron a suponer que ese hombre económico era para siempre. Nos
encontramos a finales de siglo en un momento en que esto debe ponerse en duda. Jamás volveremos a
una naturaleza humana precapitalista, pero un recordatorio de sus otras necesidades, expectativas y
códigos puede renovar nuestro sentido de la serie de posibilidades de nuestra naturaleza. ¿Podría
prepararnos incluso para una época en que las necesidades y las expectativas del Estado, tanto
capitalista como comunista, tal vez se descompongan y la naturaleza humana se rehaga de una forma
nueva? Quizá todo eso sean simplemente quimeras. Es invocar el redescubrimiento, bajo formas
nuevas, de una clase de “conciencia consuetudinaria”, en la cual, una vez más, sucesivas generaciones
se encuentren en relación de aprendizaje unas con otras, en la cual las satisfacciones materiales
27
permanezcan estables (pero distribuidas con más igualdad), y sólo las satisfacciones culturales
aumenten, y en el cual las expectativas se nivelen y formen un estado de costumbre estable.
Edward P. Thompson añadía: “me parece que no es probable que esto suceda”. Pero su
evocación ¿no constituye también la definición de una sociedad ecológica- mente sostenible?

IX. REDESCUBRIENDO EL MUNDO COMÚN.


La sustentabilidad apela a una consciencia de especie, y al mundo común que tenemos como
tal. Establece un criterio de justicia en la relación entre el metabolismo de cada individuo —o cada
sujeto colectivo: país, nación, ciudad o comunidad—, y el de la especie humana entera. Esa
consciencia de especie emergente supone un vuelco cultural de gran trascendencia, porque en el
edificio conceptual que nos han legado la vieja Ilustración y el liberalismo decimonónico los
ciudadanos sólo tenían derechos y deberes en el marco político del estado-nación (y, de entrada, en
género masculino). Defendiendo a los indios americanos de la barbarie de la colonización, y
también de los argumentos ya bastante “modernos” de quienes justificaban su explotación
inmisericorde por la superioridad “cultural” de los colonizadores, Bartolomé de las Casas escribió
en 1550 una de las formulaciones más antiguas y apasionantes de la consciencia de especie:
Todas las naciones del mundo son hombres[…] Todos tienen entendimiento y voluntad, todos
tienen cinco sentidos exteriores y sus cuatro interiores se mueven por los objetos de ellos; todos huelgan
con el bien y sienten placer con lo sabroso y alegre, y todos desechan y aborrecen el mal.
Cuatro siglos y medio después la consciencia de comunidad que confiere derechos y deberes
de ciudadanía aún sigue básicamente circunscrita a las fronteras de los estados (y obliga al
feminismo a recordar constantemente que “todas las naciones del mundo no son hombres”, sino
mujeres y hombres). El individualismo extremo del economicismo neoliberal tiende a disolver al
máximo la noción de mundo común, justo cuando la globalización económica que impulsa, y la
crisis ecológica que incuba, unen de forma más estrecha que nunca el destino de todas las
naciones. En 1958 Hannah Arendt consideraba ese “mundo común” la dimensión cultural
distintiva de la condición humana:
Porque, a diferencia del bien común tal como lo entendía el cristianismo —salvación de la propia
alma como interés común a todo—, el mundo común es algo en que nos adentramos al nacer y dejamos
al morir. Trasciende a nuestro tiempo de vida tanto hacia el pasado como hacia el futuro; estaba ahí
antes de que llegáramos y sobrevivirá a nuestra breve estancia. Es lo que tenemos en común no sólo
con nuestros contemporáneos, sino también con los que vendrán después de nosotros. Pero el mundo
común sólo puede sobrevivir al paso de las generaciones en la medida que se haga público. Es la
notoriedad de la esfera pública lo que puede absorber y hacer brillar a través de los siglos todo aquello
que los hombres quieran salvar de la ruina natural del tiempo.
Un antiguo proverbio de los indios iroqueses considera que para ser buena cualquier idea debe
poder seguir siéndolo las próximas siete generaciones: “si no es buena para siete generaciones, no
es una buena idea”. Es obvio que la cultura liberal del capitalismo industrial ha perdido por
completo ese sentido de la permanencia, de la sustentabilidad del mundo común. Su divisa podría
resumirse en la sarcástica frase de John Maynard Keynes que, citada habitualmente fuera de su
contexto e intención, resulta incluso macabra: “a largo plazo, todos muertos”. Por eso el
redescubrimiento de la noción de sustentabilidad como respuesta cultural a la crisis ambiental pone
en tensión a las culturas políticas hegemónicas de nuestras sociedades “desarrolladas”. Cualquier
persona liberal que quiera tomarse en serio el desarrollo sostenible deberá situarse más allá de los
límites de percepción y propósito de su propio marco de pensamiento: se verá constreñida a ser
algo más que liberal. Lo mismo vale para una socialdemocracia cada vez más liberal, que se ha
resignado por completo a considerar las actuales reglas de juego económico y político como los
únicos marcos posibles para unas reformas sociales cada vez más tímidas.
Puesto que es una construcción cultural humana, el mundo común sólo sobrevive si se hace
público. Adrienne Rich ha observado, a propósito de La condición humana de Hannah Arendt,
28
cómo la noción clásica de ciudadanía partía del desprecio por el trabajo, por la labor de cuidado de
las “necesidades vitales”, y en definitiva por “cualquier esfuerzo que no dejaba rastros, que no
creaba un monumento, que no era una gran obra digna de recordar”. En este sentido, el paso del
sufragio liberal a la democracia representativa no se reduce tan sólo a la conquista del sufragio
“general” masculino por el movimiento obrero, y el sufragio “universal” (para ambos sexos) por el
primer feminismo sufragista. Ambas conquistas han supuesto también una cierta redefinición del
mundo político común haciendo públicos por vez primera el mundo del trabajo, y el mundo del
cuidado de las necesidades corporales o de la propia reproducción humana, que “no dejaban
rastro” ni en la “polis” clásica ni en la ciudadanía limitada del sufragio censatario. El cartismo y el
socialismo por una parte, y el feminismo por otra, lucharon para conferir aquella condición
humana a las clases trabajadoras y a las mujeres.
Pero el proceso de democratización contemporánea es aún muy parcial e incompleto. Tal
como argumenta el movimiento feminista de la “segunda ola”, no basta con la conquista del
sufragio para hacer realmente visible la diferencia sexual (o las divisorias de clase). Pese a las
reformas introducidas en el viejo edificio liberal, éste sigue dejando en la penumbra sin rastro a
importantes esferas de la vida social. En palabras de Adrienne Rich, sigue administrando mentiras,
secretos y silencios. La emergencia a finales del siglo XX de una nueva cultura política
ecopacifista, que confiere un significado profundo al principio de la sustentabilidad, se propone
abrir una nueva dirección democratizadora basada en el redescubrimiento del mundo común como
especie, y de los bienes comunes globales que sustentan el metabolismo de nuestra vida social con
la biosfera.
Mientras el impacto de la presencia humana en la Tierra —su “rastro” real— amenaza la
supervivencia de multitud de especies y sistemas naturales, y la propia sustentación a largo plazo
de la vida humana civilizada está amenazada, el sistema político de toma de decisiones permanece
confinado en las esferas limitadas de unas estados-nación cada vez más desbordados por la
globalización económica capitalista y la crisis ecológica que acarrea, y cada vez más alejados por
abajo de las demandas de los ciudadanos y ciudadanas reales. La ola neoliberal de este final de
siglo intenta despedazar aún más los vínculos comunitarios, justo cuando resulta más urgente
reforzarlos y ampliarlos. Esa contradicción civilizatoria ya fue apuntada por Hannah Arendt en
1958, en un paso de la introducción a La condición humana (y a pesar de ignorar esa obra el
soporte ecológico de aquella condición, y la di- visoria de género). Leído ahora nos evoca tanto los
argumentos del pacifismo de Albert Einstein y Joseph Rotblat contra la Bomba, como la oposición
más reciente a la manipulación genética y las nuevas patentes sobre la vida:
Este hombre futuro —que los científicos fabricarán antes de un siglo, según afirman— parece estar
poseído por una rebelión contra la existencia humana tal como se nos ha dado, gratuito don que no
procede de ninguna parte (materialmente hablando), que desea cambiar, por así decirlo, por algo hecho
por él mismo. No hay razón para dudar de nuestra capacidad para lograr tal cambio, de la misma
manera que tampoco existe para poner en duda nuestra actual capacidad de destruir toda la vida
orgánica de la Tierra. La única cuestión que se plantea es si queremos o no emplear nuestros
conocimientos científicos y técnicos en este sentido, y tal cuestión no puede decidirse por medios
científicos; se trata de un problema político de primer orden y, por lo tanto, no cabe dejarlo a la
decisión de los científicos o políticos profesionales.
El derecho a la información, el principio de precaución (en caso de duda, decidir a favor del
medio ambiente), y el control democrático de las tecnologías, fueron tres de los grandes
enunciados proclamados en la Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro en 1992, especialmente en el
Foro Alternativo convocado por las organizaciones no gubernamentales.

X. UN MUNDO SIN HÉROES: LA VIDA COMO RED.


El ecopacifismo constituye una cosmovisión contrapuesta a las existentes, entre otras razones
porque alberga in nuce otra concepción distinta del basamento de cualquier filosofía política: la
condición humana. Incluye las redes materiales del metabolismo con la biosfera en la concepción
de nuestra propia construcción cultural como especie. Recupera del sentido de permanencia (las
29
siete generaciones de los iroqueses), con la dimensión intergeneracional atribuida al sentido de la
justicia. Erige la vida en valor supremo, y amplía el valor individual e irrepetible de cada vida
humana al insertarla en la acepción específica de la visión verde: las redes de la vida, con su
múltiple diversidad y complejidad.
La visión de la vida como red caracteriza, en efecto, uno de los polos de la cosmovisión
ecopacifista emergente. Por eso considera al ecocidio el mal supremo a evitar, tanto si se trata del
ecocidio directo provocado por una guerra nuclear como del ecocidio lento mediante la
degradación de los sistemas naturales. Porque, como argumentó Edward Thompson a propósito del
exterminismo, la hipótesis misma del exterminio de toda la humanidad, y de las redes de la vida
que la sustentan, trasciende incluso al carácter ya moralmente insoportable de la destrucción
deliberada de cualquier vida humana individual. Formulado positivamente, ese argumento contra
la cultura del exterminismo incluye la defensa del pleno despliegue de las capacidades de cada
persona, y de toda la comunidad humana, dentro de las capacidades y los límites de las redes
globales de la vida. Sin embargo, la reinserción de la vida social en su red natural constituye sólo
un ángulo de la nueva visión ecopacifista de la condición humana.
La reducción unilateral de ese ángulo caracteriza la estúpida acusación del “zoologismo”,
lanzada contra el ecopacifismo por parte de algunos intelectuales bienpensantes incapaces de
comprender la caducidad de sus propias categorías antropológicas en la presente crisis de
civilización. La inconsistencia de su “heroico” argumento antropocéntrico —“hay valores
superiores, como la libertad (para unos) o la igualdad (para otros), por los que vale la pena
morir”— resulta más bien patético cuando se les recuerdan tres cosas elementales. La primera, que
el pacifismo nunca ha consistido en negarse a morir (pretensión descabellada donde las haya, que
de acompañar alguna concepción de la condición humana sería más bien la que duerme en la
visión tecnológica prometeica del industrialismo, en su doble faceta liberal y socialista-estalinista).
Tal como recordó en diversas ocasiones el filósofo marxista y ecologista español Manuel
Sacristán, lo característico del pacifismo es negarse a matar Defiende la vida de los demás y las
demás, no la propia.
En segundo lugar, la defensa de la vida ajena incluye también su derecho concreto y real a la
libertad e igualdad amenazadas por la violencia. De ahí se deriva la forma ecopacifista de situar la
consideración moral sobre las formas y los límites de la acción política: ninguna defensa de una
idea abstracta, ni la vindicación de ninguna propuesta política para organizar la vida social,
autorizan a matar a nadie. El ecopacifismo rechaza el uso instrumental de la violencia, porque
también rechaza el uso instrumental de unos seres humanos por otros para el logro de objetivos
que les son ajenos. Frente al relativismo de ciertas “éticas de la responsabilidad” que admiten la
utilización de medios contrarios a los fines proclamados, el ecopacifismo considera que los fines
ya están implícitos en los medios empleados. Por eso, en palabras de Gandhi, “la paz es el
camino”. Otra cosa es la legitimidad de la defensa cuando es literalmente la vida misma de una o
muchas personas la que está amenazada por una violencia organizada concreta, cuestión ésta ante
la que el pacifismo ha respondido dirigiendo su acción directamente contra el arma que esgrime el
agresor, luchando sin armas contra la agresión, y proponiendo formas de resolución no violenta de
los conflictos mediante el análisis de los contextos y las estructuras reales que provocan la
situación de violencia, Eso debería bastar para rechazar por ignorante cualquier insinuación de
cobardía, implícita en la acusación de “zoologismo”.
La indagación en las situaciones reales de violencia estructural, y de destrucción sistemática
de las redes de la vida, implica que el ecopacifismo no defiende sólo situaciones de “paz negativa”
entendida como mera ausencia de guerra (o como mera “conservación” del mundo natural y social
existentes). Incluye también una propuesta de “paz positiva”, de los seres humanos entre sí y con
la naturaleza, suyo desarrollo comporta todo una propuesta de sociedad en clave emancipatoria.
Esa es la tercera respuesta al argumento “heroico” sobre la existencia de valores superiores al de la
vida, que sólo tiene sentido en la acepción chata y absolutamente individualista de esa misma vida
que caracteriza a quienes lo formulan. El carácter emancipatorio del ecopacifismo es el que más
interesa subrayar cuando se trata de poner de manifiesto la visión de la vida-en-comunidad que
caracteriza el ángulo social —y no meramente “zoológico” o “biocéntrico”- de su visión de la
condición humana.
30
Si un ecocidio nuclear, o una lenta pero inexorable destrucción de las redes de la vida,
amenazan con degradar gravemente las capacidades de la biosfera para sostener las sociedades
humanas, tales actos atentan también contra la libertad y la equidad. No hay libertad ni igualdad
alguna que realizar sobre una Tierra convertida en un inmenso estercolero químico, farmacéutico y
radiactivo. Tras esa áspera contradicción de quienes pretenden defender la libertad o la igualdad
con misiles y reactores nucleares, o con un modelo productivo-destructivo insostenible a largo
plazo, se esconde también la obsolescencia de su visión del mundo social.
Tal como apuntaba Edward Thompson en el texto antes transcrito de Costumbres en común, la
presente crisis de civilización pone en cuestión la circunscripción individualista de la noción de
libertad referida al hombre adulto, blanco y propietario contemplado atomísticamente por la visión
liberal, por una parte; y, por la otra, también resquebraja los límites de una contravisión socialista
del hombre como ser social cuyas necesidades y aspiraciones podían considerarse suficientemente
definidas de forma heterónoma desde el ángulo de la producción económica. Frente al hombre
económico mercantil del liberalismo, y su hombre económico antagonista que ha inspirado ese
socialismo reducido a producir más para repartir mejor el mismo elenco de bienes que el otro elige
atomísticamente en el mercado, la visión ecopacifista emergente comienza por reconsiderar las
necesidades de todos los seres humanos que propone satisfacer equitativamente de generación en
generación.
El ecopacifismo cambia la noción de libertad, al resituar en la vida en comunidad la
formulación autónoma de las propias necesidades. Reconsidera la noción de igualdad, al resituar
en las capacidades de la biosfera su doble dimensión diacrónica y sincrónica. Caracteriza la
sustentabilidad como la equidad al cuadrado: igualdad en el presente, y con las generaciones
futuras. La importancia de su nuevo sentido comunitario aparece con claridad en las propuestas
para definir libremente las necesidades mismas a satisfacer. En ese, como en otros aspectos,
también busca trascender la limitación eurocéntrica de las concepciones liberales,
socialdemócratas y stalinistas hasta ahora dominantes.

XI. ¿NECESIDADES O SATISFACTORES?


Alan Durning afirma, con razón, que el consumo suele ser “la variable olvidada de la ecuación
medioambiental”. La desconexión cada vez más patente entre el crecimiento de los indicadores
rnacroeconómicos convencionales y el bienestar o malestar real de las personas concretas —en
forma de paro y precariedad, estrés, polución, nuevas enfermedades o insatisfacción profunda—
hace muy oportuna la distinción propuesta por el economista ecológico Manfred Max-Neef entre
necesidades genuinas y meros satisfactores.
En su opinión, y también en la de expertos como Len Doyal y lan Gough que han definido el
índice de Desarrollo Humano (IDH) de Naciones Unidas, las necesidades humanas son muy
variadas. Incluyen, claro está, el acceso a los bienes materiales básicos (agua, alimento, cobijo,
etc.) que nos permiten la subsistencia y nos aseguran parte de las necesidades de protección. Pero
también son necesidades humanas básicas el afecto y la autoestima, el entendimiento y la
comunicación, la participación, el sentido de identidad o el ejercicio de la libertad. Mientras las
primeras tienen un fuerte componente somático, y su satisfacción exige un uso importante de
recursos materiales, muchas de las otras son más inmateriales e involucran especialmente la
movilización de recursos culturales y sociales. Carencias muy graves en estas segundas pueden
provocar patologías a veces tan severas como las carencias alimentarías o de protección física.
Cada uno de esos grandes paquetes de necesidades se proyecta en distintas dimensiones
existenciales, que los diversos idiomas reflejan en sus verbos: ser, tener, hacer o estar. De nuevo el
bienestar suele asociarse a una satisfacción equilibrada de todas estas dimensiones, con escasas
posibilidades de “compensar” unas con otras (tener mucho de algo no remedia las carencias en el
“ser” o el “estar”). También es posible distinguir entre necesidades básicas e intermedias, y
condiciones sociales previas para la satisfacción de cualquier necesidad. Todo ello permite
configurar “mapas” o “matrices” que ayuden a cada persona, y a cada comunidad, a identificar por
sí misma tanto sus necesidades, como el grado de satisfacción o carencia con relación a las
diversas dimensiones. Nada nos autoriza a suponer que el elenco de necesidades así definidas sea
substancialmente distinto en el espacio y el tiempo. En la medida que se identifica con nuestra
31
propia condición humana, el amplio abanico de necesidades ha sido también muy invariable en la
historia y la geografía de nuestra especie.
Los satisfactores son otra cosa. Son los diferentes “artefactos” económicos y reglas del juego
social construidos por las distintas sociedades humanas para satisfacer necesidades. Es obvio que
han cambiado mucho a lo largo de la historia. También lo es que están muy desigualmente
repartidos por la actual geografía de la pobreza y la riqueza. La aparente plasticidad de las
necesidades de nuestra especie, que parece desconocer límites, es en realidad fruto de la confusión
entre la multiplicidad de satisfactores y las necesidades mismas que pretenden satisfacer. La
definición axiológica de sustentabilidad habla de necesidades, no de satisfactores. El sentido del
límite que introduce se refiere al consumo de recursos que involucro cada tipo de satisfactor. Los
criterios operativos de sustentabilidad antes expuestos son una invitación al examen crítico de los
satisfactores. No se trata en ningún caso de reprimir necesidades (ni autónoma, ni menos aún
heterónomamente).
Al contrario: el punto de partida para un verdadero desarrollo sostenible debería ser
precisamente la identificación de las necesidades a satisfacer, haciendo mucho más libre y
democrático el proceso económico-social que moviliza los recursos existentes para construir los
satisfactores más adecuados. En el marco económico y político actual, en lugar de identificar las
necesidades a satisfacer hacemos del “crecimiento” económico una necesidad. Por eso se
confunden de modo tan inadecuado las nociones de crecimiento y desarrollo (toda persona adulta
que lea estas líneas ha dejado de crecer, pero su lectura prueba que sigue desarrollándose). La
identificación de necesidades para el desarrollo humano es probablemente una de las cuestiones en
las que estamos más subdesarrollados. En opinión de Manfred Max-Neef, para emprender su
propio camino hacia la sustentabilidad cada comunidad humana debe empezar por definir su
modelo de desarrollo identificando los grados de carencia o de saturación en la satisfacción del
abanico de necesidades de sus ciudadanos y ciudadanas.
El automóvil constituye un ejemplo palmario de satisfactor Sin embargo, ni el transporte en
automóvil ni el transporte como tal constituyen una necesidad. Sólo son un medio para alcanzar la
necesidad genuina: el acceso. Los expertos en movilidad han identificado cinco tipos principales
de movilidad, según el destino al que se quiere acceder y la frecuencia que comporta: para ir al
trabajo, al centro de estudio, de compras, de ocio, y de vacaciones. Las dos primeras integran la
movilidad obligada de frecuencia diaria. Las otras dos tienen frecuencia semanal, y la quinta sólo
algunas veces al año. Lo paradójico es que en los países desarrollados el número de viajes ha
permanecido a lo largo del siglo XX alrededor de un valor casi constante de mil desplazamientos
por persona y año, antes y después de generalizarse la posesión de automóviles. El único cambio
provocado por el automóvil ha sido el aumento de las distancias recorridas para acceder a los cinco
destinos.
Eso significa que la industria automovilística no ha producido sólo automóviles, también ha
generado movilidad obligada al influir poderosamente en un cambio de los modelos de ciudad y
gestión del territorio que han alejado entre sí las viviendas, los puestos de trabajo y los servicios, y
han desmantelado o reducido las redes de transporte público. Informes de la Unión Europea como
el Libro Verde del Medio Ambiente Urbano o Transporte 2000 alertan sobre la situación de infarto
circulatorio al que nos ha conducido este modelo: “Europa parece haber superado el punto más allá
del cual cualquier aumento del tráfico es contraproducente”, porque “la suma de efectos negativos
parece cancelar los incrementos de riqueza y confort, y las mismas facilidades que debería
proporcionar”. Eso también tiene algo que ver con la desconexión creciente entre mero
crecimiento del PIB y bienestar real de las personas. Llegamos otra vez al punto de descubrir que
el transporte no es una necesidad, sino un satisfactor Un nuevo sistema de “Ciudades Libres de
Coches” que planificara la proximidad y la mezcla de funciones, y diera prioridad a los transportes
colectivos, permitiría satisfacer el acceso de las personas de forma mucho más eficaz, placentera y
sostenible, gastando entre dos y cinco veces menos dinero en transporte.
El examen crítico que pone en tela de juicio los actuales satisfactores, frente al elenco real de
necesidades autodeterminadas, supone otro reto cultural para todas las personas educadas en el
prejuicio liberal según el cual las necesidades son sólo un asunto individual, indescifrable e
intransferible. Para el ecopacifismo, supone simple y llanamente la recuperación del sentido de
32
comunidad. Sólo ese ser-en-comunidad permite a cada persona tener y conocer sus necesidades
propiamente humanas, y únicamente interviniendo en su comunidad puede participar en la
construcción de los satisfactores más adecuados. Sólo desde el sentido de comunidad es posible
establecer de forma libre un criterio de equidad. Por eso la discusión que plantea sobre el actual
patrón de “necesidades” no conduce a ningún tipo de represión, sino de liberación. Sus propuestas
sobre lo que constituye una “buena vida” conllevan otra visión del bien común.

XII. BIENES COMUNES GLOBALES Y LOCALES.


La ecología política se propone nombrar de nuevo al mundo común de la especie humana, y
redescubrir comunitariamente los satisfactores más adecuados para satisfacer las necesidades
definidas autónomamente. También busca hacer visible el carácter comunal de los sistemas
naturales y servicios ambientales que proporcionan el sostén más básico para la vida individual y
social. Las discusiones internacionales a propósito de la reducción de las emisiones causantes del
efecto invernadero están llevando a “descubrir” algunos de esos bienes “comunales globales”
(global commons). William Rees y Mathis Waekemagel argumentan que la “pisada ecológica”
sobre la biosfera de los países ricos (y de sus ciudades) supera en mucho la extensión del territorio
que ocupan. Para su metabolismo cotidiano necesitan del conjunto de superficies terrestres que les
suministran la energía, los materiales, el agua y los alimentos que consumen. Una parte decisiva de
esa “huella ecológica” la constituyen las superficies forestales del mundo que actúan como
sumidero y almacén del carbono que trasladamos a la atmósfera como consecuencia de las
combustiones de todo tipo.
La acumulación de dióxido de carbono en la atmósfera, y el reforzamiento antropogénico del
efecto invernadero que producen, constituye la prueba evidente de que tales emisiones superan en
mucho la capacidad de absorción y almacenaje de los bosques de la Tierra a través de su
crecimiento, y de los océanos mediante los intercambios físicos con la atmósfera y la actividad de
las algas, el placton y los corales. Dada la enorme desigualdad en las emisiones entro los diversos
países del mundo, y entre sus respectivos habitantes, esa acumulación atmosférica de gases de
efecto invernadero comporta una apropiación indebida del espacio ambiental ajeno necesario para
cerrar el círculo del carbono.
Las poblaciones que gozamos de un alto nivel de consumo como consecuencia de ese
derroche insostenible de energía fósil hemos contraído históricamente una gran deuda ecológica
con los pueblos de la Tierra cuyo consumo es inferior a los límites que podrían ser sostenibles si
fueran compartidas por todo el mundo, y en cuyos territorios se encuentra una gran proporción de
aquellas masas boscosas que actúan de almacén de carbono. La llamada del Foro Alternativo de
Río a construir “alianzas por el clima” busca expresar la consciencia del cordón umbilical que une
nuestros países y ciudades con esos sistemas naturales de la Tierra que son comunes a toda la
especie. Tales alianzas consisten en hermanamientos directos entre comunidades mediante los
cuales las ciudades o pueblos consumidores del Norte se comprometen a reducir sus emisiones de
gases de efecto invernadero, y a la vez a contribuir al desarrollo de comunidades concretas del Sur
empobrecido con modelos que sean compatibles con la preservación de los sistemas naturales
comunes. Admiten explícitamente que el desarrollo humano y la preservación del clima se hallan
inextricablemente unidas.
Ésa es también la razón que bloquea la consecución de acuerdos multilaterales de reducción
real de las emisiones de dióxido de carbono por parte de la diplomacia de los Estados. Algunos
países ricos, con emisiones insostenibles, se han planteado “comprar” la capacidad de absorción de
carbono de los bosques de países del Sur mediante programas de “implementación conjunta”. Pero
eso plantea un problema grave de titularidad: ¿quién posee realmente las funciones ambientales de
los bosques y los mares? Una vez emitida, cada molécula de CO 2 se mezcla en la atmósfera con las
demás y es transportada por los vientos más allá de cualquier frontera. Tanto si permanece allí
reforzando el efecto invernadero, como si es absorbida en la estructura leñosa de un árbol, no lleva
etiqueta made in.
Los bosques mediterráneos esclerófilos de crecimiento lento sólo absorben 3,7 toneladas de
CO2 por hectárea y año, mientras la productividad media de todos los bosques temperados,
boreales y tropicales del planeta se estima en 6,6 toneladas. Si Barcelona tuviera que absorber sus
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emisiones directas actuales en los bosques mediterráneos de su entorno, necesitaría una superficie
forestal 135 veces mayor que su término municipal (¡casi la totalidad de los bosques de Cataluña
para ella sola!). Si el cálculo se hace con la media de absorción por todo tipo de bosques, la
superficie necesaria sólo sería 75 veces mayor que el término municipal de Barcelona. Conclusión:
la sostenibilidad casera es imposible.
Pero aquellos pulmones forestales externos que precisa Barcelona, como cualquier otra ciudad
o país, son bosques mundiales. Están en todos los continentes, repartidos por todo el planeta. En
sus respectivos países tienen diferentes dueños, individuales o colectivos. Sin embargo, la función
ambiental que desempeñan absorbiendo carbono es un bien comunal global. El ciclo del carbono y
la regulación de la temperatura terrestre son sistemas naturales que no pueden separarse y
repartirse a trozos. El error conceptual subyacente a la pretensión ingenua de una sostenibilidad
casera consiste en la inconsciencia de nuestra dependencia real de los bienes comunales globales
de la Tierra. El corolario de todo eso es claro: la sostenibilidad sólo puede alcanzarse realmente
como un gran pacto planetario, que reconozca la inmensa deuda ecológica contraída por las
naciones “sobredesarrolladas” del Norte con los países y comunidades “subdesarrolladas” del Sur.
Aunque los bosques tengan propietario, esa propiedad no puede extenderse al conjunto de
servicios ambientales que proporciona al absorber carbono, contribuir a regular el ciclo
hidrológico, o mantener la biodiversidad. Los propios propietarios forestales de los países ricos lo
reconocen cuando se enfrentan al dilema de mantener unos bosques cuya renta, si se obtiene de
forma sostenible, es inferior a la tasa corriente de interés bancario. Para mantenerlos y cuidarlos
reclaman a veces a la administración un pago que reconozca aquellos servicios ambientales que
benefician a toda la comunidad. Por tanto, aunque los bosques sean privados sus servicios
ambientales son un bien común.
Si las funciones ambientales de los bosques son bienes públicos “comunes”, ¿qué decir de los
océanos (¡aunque haya liberales que aún se plantean distribuir las ballenas en propiedad para evitar
su extinción!), los corales, la polinización por los insectos de la mayor parte de las plantas
(incluidos muchos cultivos), la depuración natural del agua efectuada en los ríos y estuarios, la
lluvia, o la capa de ozono estratosférica. La gestión y la titularidad del agua también se enfrenta al
carácter integral del cielo hidrológico, y al carácter público de ese “activo ecosocial” y ambiental
que cumple una considerable gama de servicios. La preservación de la diversidad genética concita
otro enorme conflicto entre la carrera privatizadora de las grandes multinacionales, que incurre a
menudo en actos de auténtica “biopiratería”, y la milenaria lógica comunitaria de millones de
agricultores y recolectores que siempre ha considerado la variedad de simientes y especies
animales un bien común.
Esos bienes comunales, cuyo papel es fundamental para la resolución de la crisis ecológica, no
consisten sólo en grandes sistemas naturales de alcance planetario (como la regulación de la
temperatura terrestre y la capa de ozono) o regional (como el cielo hidrológico y las grandes
reservas de biodiversidad). También pueden encontrarse a escala local, y a veces en los lugares
más insospechados. Los parques naturales y muchos espacios declarados de “interés natural”, pese
a tener a veces dueños privados, son otro ejemplo. Las viejas cañadas reales de la Mesta son ahora
reclamadas como corredores verdes de carácter público por los grupos ecologistas españoles
impulsores del proyecto 2001, que cuentan con el apoyo de la Comisión Europea.
El nuevo urbanismo ecológico está redescubriendo —como ya observó Ildefons Cerdá— que
las calles y plazas de una ciudad son un patrimonio común de enorme trascendencia tanto para la
habitabilidad de sus vecinos como para la sostenibilidad global. Todos esos kilómetros cuadrados
de calles y plazas constituyen el primer bien público común de cualquier ciudad. ¿Deben asignarse
preferentemente a la circulación rodada de automóviles, al transporte público, a las bicicletas, a
revitalizar el paseo y la vida de barrio, al juego de los niños? Basta con formular la pregunta —que
está en la base del Club de Ciudades Libres de Coches de la Unión Europea, del que ya forman
parte Granada, Toledo y Barcelona entre muchas otras— para poner de manifiesto el desafío que
comporta para unos sistemas de representación política construidos en el siglo XIX a la medida del
hombre adulto, blanco y propietario, justo cuando ese propietario creía haber abolido y
“desamortizado” los últimos restos de bienes comunales. No es extraño que la crisis ecológica esté
incubando en la esfera política una profunda crisis de legitimación.
34
XIII. LA CRISIS DEL MEDIO AMBIENTE COMO CRISIS DE LEGITIMACIÓN.
Aunque desde el punto de vista material la crisis ecológica es una crisis en las relaciones de la
especie humana (o su tecnosfera) con los sistemas naturales de la biosfera, se expresa
culturalmente (en la sociosfera y la esfera cultural o noosfera) como una crisis de legitimación,
que comporta profundos conflictos de lealtades entre los propios seres humanos. Ése es también el
sentido del aserto de Barry Commoner, según el cual el único camino para hacer las paces con el
planeta es hacerlas entre los seres humanos que vivimos en él.
La crisis medioambiental supone un desafío institucional de nuevo tipo para las empresas y
los gobiernos. La falta de resolución de ese desafío provoca dos fenómenos que marcan el final del
siglo XX: la inflación de retórica, y la crisis de gobernabilidad. Ambos síntomas han sido
analizados con gran perspicacia en el primer informe sobre la crisis de civilización elaborado
directamente por el Club de Roma mismo. La primera revolución mundial, publicado en 1991,
constata los bloqueos sociopolíticos y culturales con los que tropezamos cuando se trata de pasar
de la problemática ambiental, una vez que casi todas las partes enfrentadas han admitido
teóricamente su existencia, a su resolución práctica (o resolútica, según el simpático neologismo
acuñado por el informe). Ese bloqueo entre lo que se dice y lo que se hace convierte en retórica
impotente muchas de las advertencias y propuestas que se escuchan en un sinfín de conferencias o
convenios gubernamentales sobre el medio ambiente. Pero la inflación de retórica no transcurre en
balde. La admisión del problema por casi todo el mundo implica una quiebra de la hegemonía
tecnocrática del viejo productivismo. Su incapacidad para traducir la retórica en actos reales
supone una verdadera crisis de legitimación: una vez convencidos que la cosa va en serio, cada vez
más ciudadanos y ciudadanas dejarán de confiar en unos gobiernos y unas empresas incapaces de
resolver los problemas que han creado.
Una pregunta de la encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas de 1996 sobre las
percepciones de la ciudadanía española relativas al medio ambiente inquiría: “de las siguientes
fuentes de información sobre el medio ambiente, ¿cuáles son las dos que considera más fiables?”
El 70% de las personas entrevistadas asignó una de las dos respuestas posibles a las
organizaciones ecologistas. Los demás “votos” se repartieron del siguiente modo: un 40% para los
científicos, un 25% a los medios de comunicación, y un 6% a los profesionales de la enseñanza.
La administración pública quedó en séptimo lugar con un 4%, y los partidos políticos en el octavo
con un 1%. Los sindicatos y las empresas empataron a “votos” en la cola, con un 0,7% cada uno.
Ese contundente resultado se reproduce en otras preguntas de la misma encuesta, y también en los
“eurobarómetros” difundidos por la Agencia Europea del Medio Ambiente.
La crisis de legitimación afecta tanto a los gobiernos que actúan en la esfera pública como a
las empresas que gobiernan la toma de decisiones económicas en la esfera del mercado. El bloqueo
del avance hacia soluciones reales a los problemas ecológicos surge, muy en particular, de las
barreras existentes entre las tres esferas de nuestra sociedad: la esfera pública de las
administraciones, la esfera del mercado donde actúan las empresas, y la esfera privada doméstica
donde se encuentran recluidas las personas que compran en los mercados y votan en las
elecciones. A menudo el juego consiste en “pasarse la pelota” de la responsabilidad de una esfera a
otra. Por ejemplo, cuando las empresas dicen que los productos que fabrican, y que están en
discusión por sus repercusiones ambientales, son los que demandan sus clientes. O cuando las
administraciones afirman que las decisiones que toman en la esfera pública, o que no toman, se
corresponden con las preferencias expresadas con su voto por los ciudadanos y ciudadanas. Por
ambos caminos se llega fácilmente a una hiperresponsabilización de esos ciudadanos y ciudadanas
individuales, que también son los consumidores y consumidoras finales, que se encuentran en una
situación de atomización impotente. Se les dice que el futuro de la Tierra está en sus manos, pero
recluidos cada cual en su casa bien poco pueden hacer realmente por salvarla.
Encuestas como la citada, y otros muchos ejemplos que llevan al Club de Roma a hablar de
una crisis larvada de gobernabilidad, deberían servir para desmentir que las decisiones de las
empresas y las administraciones se limitan a satisfacer las preferencias expresadas por los
ciudadanos y ciudadanas cuando votan o compran en los mercados. Que una mayoría tan
abrumadora diga confiar en los grupos ecologistas —probablemente porque sus móviles no tienen
nada que ver con la búsqueda del beneficio privado ni del poder político, y por tanto su
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información no es interesada—, y declare desconfiar de las empresas y los gobiernos cuando se
trata del medio ambiente, no significa, por supuesto, que después esas personas dejen de comprar
los productos de aquellas empresas o de votar a los mismos líderes políticos. La contradicción se
entiende cuando comparamos la respuesta a la pregunta citada con la escala de prioridades de las
mismas personas encuestadas: el medio ambiente todavía ocupa una prioridad menor, porque aún
se considera como algo distinto y más bien contradictorio con cuestiones económicas prioritarias
como el paro o la precariedad laboral. Todavía no han comprendido que el paro y la crisis
ecológica tienen causas comunes y reclaman soluciones comunes.
Ésta es, justamente, la diferencia entre la mayoría de personas que dicen confiar en los grupos
ecologistas, y la minoría que dedica gratuitamente una parte de su tiempo y energías a dichas
organizaciones: éstas hacen del medio ambiente una prioridad; la mayoría de la gente aún no. Pero
sería muy poco inteligente por parte de las empresas y los gobiernos interpretar eso de forma
demasiado tranquilizadora. Porque lo contrario también es cierto: no por seguir comprando los
productos de siempre, ni por seguir votando a los partidos de siempre, aquella mayoría de
ciudadanos/as y consumidores/as desconfiados/as dejan de pensar que las empresas y los
gobiernos no actúan como es debido cuando se trata del medio ambiente. Ahí es donde germina la
crisis de legitimación. Y por eso es falso, y supondría un lamentable autoengaño, considerar que
las empresas y los gobiernos se limitan a satisfacer las demandas de clientes y votantes. No es
cierto que se limiten a seguir sus preferencias. Cuando toman decisiones, están de hecho
interpretando la voluntad de cada ciudadana/o y cada consumidora/or.
Según encuestas como la del CIS, a menudo les interpretan muy mal. Incluso si las demandas
simultáneas de la gente son contradictorias entre sí —algo que suele ocurrir, pero que también
depende del marco previo establecido— son las empresas y los gobiernos quienes acaban
decidiendo entre alternativas excluyentes que los ciudadanos/as y consumidores/as querrán
alcanzar a la vez. Ese conflicto germinal confronta a una mayoría de votantes y consumidores/as
con la manera como las empresas y los gobiernos tratan las dimensiones ambientales de sus
decisiones. En ese conflicto político-social las personas que integran los grupos ecologistas son
una minoría que vive el problema mucho más intensamente que el resto. Pero es una minoría que
conecta con una parte —quizá aún, ciertamente, una pequeña parte— de una gran mayoría
ciudadana y consumidora.

XIV. SALIDA, VOZ Y LEALTAD.


¿Cómo se expresa este conflicto de lealtades, y cómo puede abordarse la solución a esta crisis
de legitimación? El economista Albert Hirschman propuso hace ya algunos años —en un contexto
sólo en parte distinto— dos ideas muy sencillas, y muy adecuadas para responder esa pregunta. En
un ensayo de 1970 titulado Salida, voz y lealtad (subtitulado respuestas al deterioro de empresas,
organizaciones y estados), Hirschman explicaba que el mercado no es más que una de las varias
formas de interacción humana, y que en él, como en toda interacción humana, hay dos alternativas
cuando se produce una insatisfacción que conduce a una suspensión de la “lealtad”: o tomar la
puerta de “salida”, o alzar la “voz”. La opción “salida” se considera la ventaja principal de un mer-
cado competitivo para satisfacer las demandas de los consumidores y consumidoras. Si no me gus-
tan los productos que me ofrece una empresa, compro los de otra. El problema aparece cuando, co-
mo ocurre a menudo, la insatisfacción no proviene de la oferta de ésta o aquella empresa, sino de
los efectos ambientales que se derivan de las formas como se producen, transportan, distribuyen y
consumen hasta convertirse en residuos todos los productos de un determinado tipo, como resulta-
do de opciones tecnológicas comunes a todas las empresas de un mismo sector. Entonces la opción
“salida” queda cerrada, y no queda más remedio que alzar la “voz”: tomar la palabra y protestar.
Por eso, y porque los servicios gratuitos que nos proporcionan los sistemas naturales
pertenecen a la categoría de bienes públicos, el conflicto ambiental se convierte en un problema
ciudadano, social, que se expresa fuera del mercado proyectándose en el ámbito público. La
segunda idea de Hirschman también resulta muy pertinente. Se trata de la existencia de una
especie de péndulo entre interés privado y acción pública (título de otro ensayo publicado en
1982). Cuando se trata de una experiencia compartida por mucha gente a la vez, la insatisfacción
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del consumo privado en el mercado puede inducir un interés por la acción pública. Según
Hirschman,
El tipo de acción que realicen los consumidores “enfadados” dependerá, entre otros factores, de la
naturaleza del defecto de la mercancía. Si el consumidor ha tenido mala suerte y tiene razones para
creer que ha recibido el único artículo defectuoso, es probable que lo devuelva o pida una rebaja; ésta
es esencialmente una respuesta privada a un daño privado. Pero si el consumidor descubre que el
producto comprado no es seguro, y que ésta es una característica general de tal producto, estará en
juego un interés público, Toque hará más probable una respuesta de “voz” pública. Al mismo tiempo, el
consumidor decepcionado de esa forma tenderá en mayor medida que antes a cuestionar las estructuras
sociales y políticas existentes en general. Por así decirlo, la decepción que ha sufrido le proporcionará
una escalera que podrá utilizar para ascender gradualmente hacia la plaza pública, saliendo de la vida
privada.
Tras un avance del desencanto político, y un cierto retorno al interés privado durante los años
ochenta, la segunda irrupción del medio ambiente en la consciencia pública durante los años
noventa parece estar provocando ese efecto de “escalera”. Sin embargo, las decepciones de la
política establecida no generan precisamente entusiasmos de la mayoría hacia la esfera pública.
Los partidos políticos mayoritarios se muestran incapaces para responder de forma no retórica a
las demandas ambientales emergentes, no sólo porque aún están imbuidos de una cultura
desarrollista y tecnocrática caduca; también porque se encuentran prisioneros de unas reglas de
juego de la democracia representativa que les imponen un horizonte a corto plazo orientado a
ganar las próximas elecciones. Ante la evidencia de demandas en conflicto, carecen de la voluntad
—y probablemente también de la capacidad— para arriesgar votos futuros (o lo que ellos creen
que serán votos futuros) tomando medidas innovadoras a medio y largo plazo. Su predisposición a
rendirse ante la dinámica económica y financiera globalizadora, que mina sin cesar su capacidad
real de decisión, incremento todavía más la parálisis política de unas instituciones representativas
cada vez más vacías de contenido y alejadas de las preocupaciones ciudadanas reales.
Justo cuando los fallos del mercado en materia ambiental y social debería propulsar un mayor
interés por la cosa pública, la insatisfacción generada por las formas institucionales de hacer
política provocan cada vez mayor rechazo, aversión y cinismo colectivo en los países
desarrollados. Parece como si los dos movimientos del péndulo de Hirschman actuasen ahora a la
vez, provocando una especie de parálisis colectiva. Ésa es otra forma de expresar el bloqueo entre
la problemática y la resolútica, que conduce a la crisis de gobernabilidad. En su diagnóstico el
Club de Roma subraya la importancia del papel que están llamados a jugar las nuevas redes de
organizaciones no gubernamentales emergentes. De momento, sin embargo, siguen predominando
en las esferas empresariales y gubernamentales las actitudes de “matar al mensajeros (culpando del
“mensaje” a las organizaciones ecopacifistas que actúan de mediadoras entre las esferas pública,
privada y del mercado) y las “estrategias de lavado de imagen” (publicidad verde engañosa,
contra-campañas, etc.).
Todo eso recuerda la situación de bloqueo que ya se vivió en el momento más agudo de la
“segunda guerra fría” nuclear de los años ochenta. Hoy, como entonces, la actitud de la mayoría de
gobernantes (y, más en la penumbra, la mayoría de líderes empresariales) se resume en la
contundente frase de Helmut Khol: “ustedes protestan, nosotros gobernamos”. Desde el
mismísimo Club de Roma Alexander King y Bertrand Schneider denuncian en La primera
revolución mundial los límites de esa democracia realmente existente:
Tal como ahora se practica, la democracia ya no es adecuada para las tareas que deben
realizarse en el futuro. La complejidad y el carácter ético de muchos de los problemas actuales
no siempre permiten a los representantes elegidos tomar decisiones competentes en el momento
oportuno. Pocos políticos en el poder son suficientemente conscientes del carácter global de
los problemas a que se enfrentan, y apenas si perciben las interacciones existentes entre los
problemas. Hablando en términos generales, el debate informado sobre las principales
cuestiones políticas, económicas y sociales se produce en la radio y la televisión, más que en el
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Parlamento, en detrimento de ésta. Las actividades de los partidos políticos están centradas
tan intensamente en los períodos electorales y en las rivalidades de partido que acaban
debilitando la misma democracia a la que se supone que sirven. Esta táctica de enfrentamiento
da la impresión que las necesidades de partido se anteponen al interés nacional. Las
estrategias y las tácticas parecen más importantes que los objetivos y con frecuencia se deja
caer en el olvido una circunscripción electoral tan pronto como ha sido conquistada. Con el
modo de funcionamiento actual, las democracias occidentales están viendo declinar su papel
formal y la opinión pública se va alejando de los representantes elegidos. No obstante, no debe
permitirse que la crisis del sistema democrático contemporáneo sirva de excusa para rechazar
la democracia como tal.
Se comprende que entre los millones de personas que en todo el mundo participan de las redes
no gubernamentales predomine, como entre los integrantes de los movimientos por la paz de la
década anterior, la convicción de que es preciso edificar de nuevo el mundo político. Tal como ya
observó en 1985 Manuel Sacristán (en su participación en el diálogo entre defensores de la paz
desnuclearizada en el Oeste y disidentes del Este, auspiciado por Edward Thompson):
Se puede hacer de esa estrategia una teoría del poder, y opinar que la gente decente nunca debe-
ría administrar instituciones políticas. Esta opinión, que no es infrecuente (al menos en España) entre
antiguos intelectuales “de izquierdas hoy más o menos “desencantados”, implica la tesis de que la vida
política siempre será mala cosa, de que quizá sea factible cambiar de política, pero no la política. Y se
puede, por el contrario, pensar que la estrategia no-gubernamental es sólo una necesidad del momento
y del lugar, a causa de lo que hoy es el poder público institucional; pero no una certeza metafísica.
Como ha dicho Petra Kelly, una cancillera alemana “verde” no es inimaginable, pero sólo sería posible
en una sociedad ya ecológicamente viable y pacifica.
La cuestión está abierta, y de momento sólo es posible constatar tres cosas. La primera, que
las redes no gubernamentales siguen creciendo, aunque con altibajos (como los millones de
afiliados que ha perdido Greenpeace en los Estados Unidos tras su llamada a la desobediencia civil
ante la Guerra del Golfo de 1990-91, y su compromiso posterior con las campañas en favor de
Injusticia ambiental de los pobres). La segunda, que el voto a opciones verdes que rompen los
consensos establecidos entre las fuerzas políticas tradicionales aún ha aumentado menos, en pocos
casos ha llegado a alcanzar dos dígitos (como en Suecia y Luxemburgo, o en las candidaturas
verdes alemanas y belgas a las elecciones europeas), y sólo permite arrancar pequeñas reformas
ecológicas —necesarias e importantes, pero también contradictorias— cuando su papel de bisagra
es imprescindible para formar coaliciones. La tercera, que ni el movimiento verde no
gubernamental más amplio, ni los partidos políticos verdes, consiguen por sí solos acumular la
fuerza suficiente para romper los bloqueos y empezar a transformar a fondo la sociedad.
Esa constatación es meramente realista, no pesimista. En cualquier caso las cosas irían mucho
peor sin la actividad de los millones de personas que colaboran con organizaciones no
gubernamentales de todo tipo, y sin los intentos de los verdes para abrirse camino en las
instituciones existentes. Y aunque no cambien aún la dinámica global, existen ya multitud de
experiencias locales emergentes que pueden prefigurar aspectos importantes para cambios futuros
de mayor alcance. La Agenda 21 rubricada por los gobiernos en la Cumbre de Río —una
extensísima declaración de principios que está dando origen a multitud de documentos y estudios
nacionales— sólo sirve de momento para poner a prueba la sostenibilidad de las estanterías donde
se acumula tanto papel (aunque también es útil para que esos mismos gobiernos no puedan alegar
ignorancia cuando sus ciudadanos y ciudadanas les reclamen lo que deberían hacer). Sin embargo,
el proceso de elaboración de las Agendas 21 Locales en distintas ciudades y pueblos del mundo
está dando lugar a algunos compromisos y resultados más esperanzadores.
Resulta significativo que incluso el organismo internacional que asesora a los gobiernos
municipales en la elaboración de las Agendas 21 Locales (ICLEI) insista en la importancia de la
participación ciudadana directa para romper los bloqueos y avanzar realmente hacia ciudades y
pueblos más sostenibles. No es que esos organismos oficiales se hayan convertido de pronto a la
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democracia directa. Simplemente saben que la solución a los bloqueos políticos en el camino de la
sustentabilidad ecológica pasa por construir con el máximo de interlocutores sociales posibles un
consenso no gubernamental muy sólido que adquiera, por así decirlo, una dimensión
“constitucional” y sea respetado por cualquiera de los partidos que gane las próximas elecciones.
Entienden, o por lo menos intuyen, que el desafío ecológico deberá resolverse innovando también
por el lado institucional con dosis mucho mayores y formas muy distintas de democracia
participativa, tanto en la esfera política como en la económica.

XV. GANDHI REVIVIDO: EL ECOLOGISMO DE LOS POBRES DE LA TIERRA.


Contra lo que se tiende a pensar desde una visión eurocéntrica del mundo, muchas de esas
experiencias emergentes de democracia ambiental local provienen del llamado Tercer Mundo.
Aunque la red de “Ciudades Libres de Coches” ha surgido en Europa, la única ciudad realmente
libre de automóviles que existe está en Brasil y se llama Curitiba. Viven en ella 1.600.000
habitantes, y el 80% se desplaza en un sistema de autobuses articulados famoso en el mundo
entero, que no recibe subvenciones ni es deficitario, mientras la mayor parte del medio millón de
automóviles matriculados permanecen aparcados y los ciudadanos gastan en desplazarse sólo el
10% de sus ingresos (en los países de la OCDE se consume en transporte una media del 14% de
una renta per capita mucho mayor).
La experiencia de participación ciudadana directa más interesante también proviene del sur de
Brasil. Se trata del llamado presupuesto participativo ensayado con éxito en la ciudad de Porto
Alegre, donde viven 1.500.000 habitantes en el estado de Río Grande do Sul, gobernada por un
frente amplio compuesto por el Partido de los Trabajadores y otros tres partidos progresistas.
Meses antes de la aprobación del presupuesto por el Pleno municipal, el Ayuntamiento inicia un
proceso de discusión con las organizaciones vecinales y ciudadanas en asambleas abiertas en los
diferentes distritos. Cuando se ha llegado a un consenso sobre las prioridades en la asignación de
los recursos disponibles de aquel año, una Audiencia Pública ratifica el pacto entre el
Ayuntamiento y los colectivos ciudadanos. Después los representantes del consistorio discuten y
aprueban el conjunto del presupuesto, de acuerdo con el consenso previo alcanzado con las
organizaciones cívicas que afecta a una proporción de las inversiones anuales. La experiencia se
inició en 1989. En 1992 tomaron parte en el presupuesto participativo unas 250 entidades y cerca
de 400 personas. En 1993 ya fueron 650 entidades y cerca de 10.000 personas. Actualmente
moviliza entre 60.000 y 70.000 participantes directos. Si los electores no están de acuerdo con las
opciones que toma el gobierno elegido ante un tema concreto, pueden influir a través del
presupuesto participativo para cambiarlas. Es una especie de socialismo de cada día, donde la
democracia ya no se reduce a votar cada cuatro años la menos mala de las opciones posibles.
Mucha gente aún cree que el neologismo es un lujo que sólo pueden permitirse las clases
medias ilustradas del mundo rico, con un trabajo asegurado, un alto nivel de ingresos, una buena
formación académica, y tiempo libre suficiente para preocuparse por el paisaje o la extinción de
animales. Pero hace bastante tiempo que el mundo empezó a descubrir con Chico Mendes la
existencia de un ecologismo de los pobres, muy distinto en sus formas y lenguajes al de las
organizaciones no gubernamentales del Norte, pero coincidente en sus propuestas. Mendes era un
sindicalista, dirigente de los seringeiros en el estado brasileño de Pará, en la selva amazónica. Los
seringeiros viven de recolectar caucho natural, castañas y otros frutos de la selva. Las asociaciones
y cooperativas de seringeiros surgieron para defender a estos trabajadores de la prepotencia de los
hacendados que poseen inmensos latifundios.
Cuando los latifundistas, el gobierno brasileño y el Banco Mundial proyectaron la
construcción de una gran autopista transamazónica hasta Perú, los seringeiros se opusieron porque
comprendían que aceleraría la destrucción de la selva, y con la destrucción de la selva
desaparecería también su forma de vida. Chico Mendes se puse al frente de esa lucha, y descubrió
que también era ecologista cuando las organizaciones no gubernamentales y el propio Banco
Mundial empezaron a invitarle a convenciones internacionales. La celebridad de su causa colmó la
paciencia de los hacendados locales, y ordenaron a sus matones que le liquidaran como ya habían
hecho con tantos otros líderes obreros. Chico Mendes conocía su destino. Poco antes que le
asesinaran en 1988, dejó a una amiga una nota escrita que resume la esencia del ecologismo de los
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pobres: “si muero no vengáis a mi tumba a traerme flores, porque sé que tendréis que arrancarlas
de la selva”. Desde el Sur las cosas adoptan esa mezcla de dureza y claridad.
Para Tewolde Berhan G. Egziabher, profesor de la universidad Addis Ababa de Etiopía, en el
mundo coexisten pueblos de dos tipos. Los que viven de los recursos de su ecosistema. Y los que
vivimos de toda la biosfera. Corno los segundos acaparamos cada vez más recursos planetarios, los
pueblos que viven de su ecosistema tienen cada vez menos. La trama del conflicto Norte-Sur se
entreteje así con la urdimbre de la crisis ambiental. Los ogoni del delta del Níger son un típico
pueblo de ecosistema. La multinacional Shell que explota el petróleo de su subsuelo es uno de
aquellos tentáculos que acaparan los recursos de la biosfera. Dentro de la pobreza material que
caracteriza a los que viven de su ecosistema, los ogoni eran algo afortunados. La pesca y los suelos
del delta del Níger les aseguraban un sustento holgado, hasta que la Shell lo perforó por todas
partes para extraer petróleo. Sin pedir permiso ni pagarles nada, tratando sólo con el gobierno
dictatorial de turno, en la forma chapucera y prepotente que caracteriza el código de conducta de
las multinacionales ante los pueblos de ecosistema.
Las fugas, los vertidos y los incendios contaminaron la región, arruinaron muchos campos y
redujeron los bancos de pesca. El hambre y las privaciones materiales crecientes vinieron de la
mano del deterioro ambiental. Ken Saro-Wiwa era un escritor africano reconocido mundialmente,
nacido entre los ogoni. Puso su pluma y su fama al servicio del movimiento por la supervivencia
de su pueblo. Para este movimiento las cosas están claras. Luchar por su ecosistema es luchar por
sobrevivir. Para sobrevivir como pueblo, material y culturalmente, necesitan salvar su ecosistema
deltaico. Sus enemigos son la Shell y el gobierno. Como Chico Mendes y los seringuerios del
Amazonas, su única arma era la no violencia: esa fuerza de los débiles que Gandhi había utilizado
para lograr la independencia de la India. Con otras no tendrían posibilidad alguna frente a un
enemigo armado hasta los dientes. “Si matan a veinte, saldremos cuarenta”, repetía Ken Saro-
Wiwa en sus mítines.
La espiral acción-represión se agudizó a medida que la voz de Saro-Wiwa y el Movimiento
por la Supervivencia del Pueblo Ogoni llegaba a foros internacionales, como las celebraciones de
la década de los pueblos indígenas organizada por Naciones Unidas. Los informes internos de la
Shell alentaban a su sede central en Londres del peligro de esa voz, y recomendaban seguir todos
los pasos de Saro-Wiwa. Mientras tanto, el ejército empezó a organizar matanzas ejemplares cada
vez más sanguinarias. Asaltaba pacíficos poblados con armamento pesado. Asesinaba y mutilaba a
todos los que no conseguían huir. Luego, para dejar las cosas claras, derruía e incendiaba todas las
casas y talaba los árboles frutales. También la dictadura militar nigeriana sabe que la supervivencia
del pueblo ogoni y su ecosistema son dos caras de lo mismo. Luego, los asesores militares del
dictador le sugirieron una vía más directa para librarse de Saro-Wiwa. Camuflaron de un supuesto
enfrentamiento tribal que nunca ha existido en la región las acciones de represalia del ejército
sobre los poblados. Asesinaron a varios dirigentes ogoni. Y en una farsa de juicio declararon
culpables de esos asesinatos a Saro-Wiwa y otros ocho líderes del Movimiento por la
Supervivencia del Pueblo Ogoni. Pese a las peticiones de clemencia de todo el mundo —incluidas
las lágrimas de cocodrilo de la Shell—, el dictador los ahorcó en noviembre de 1995.
Ken Saro-Wiwa es el Chico Mendes del delta del Níger. A la próxima víctima del ecologismo
de los pobres de la Tierra le llamaremos el Ken Saro-Wiwa de otra parte. Pero son más, muchos
más los ejemplos de ese ecologismo popular que sólo llega a los titulares de los medios de
comunicación cuando hay víctimas con nombres reconocidos. Como la mayoría de pueblos de
ecosistema son agrícolas, y la feminización de la pobreza hace recaer el trabajo campesino sobre
las espaldas de las mujeres, muchas luchas del ecologismo de la pobreza las protagonizan mujeres
anónimas. El movimiento Chipko de la India es un buen ejemplo. Conscientes que la tala de los
bosques colindantes deja sus campos desnudos para que las lluvias torrenciales arrastren el suelo
fértil, las mujeres Chipko han aplicado con éxito una táctica típicamente gandhiana: abrazarse a los
árboles para impedir su tala. Las compañías madereras intentaron hacerlas desistir contratando a
sus maridos como aserradores, pero no se salieron con la suya. Este movimiento sería mucho
menos conocido si Vandana Shiva no hubiera abandonado su trabajo como doctora en física
cuántica de Oxford, para unirse a él. Gracias a Vandana Shiva, abrazar la vida se ha convertido en
una divisa del ecofeminismo mundial.
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La cultura de la no violencia convierte la aparente debilidad de las víctimas en fuerza contra
sus opresores, mediante lo que Albert Einstein llamó “el método revolucionario de la no
cooperación”. La determinación interior de cada persona es su punto de partida, pero el éxito
depende de la capacidad para convertir la no cooperación individual en una desobediencia civil
basada en el sentido de comunidad. Gandhi mismo consideraba la no violencia toda una filosofía
política alternativa sobre el poder:
Para mí el poder político no es un fin en sí mismo sino un medio para que la gente mejore sus
condiciones de vida. El poder político es la capacidad de regular, a través de los representantes nacio-
nales, la vida del pueblo, Si la vida cotidiana resulta tan arrnónica como para poder autorregularse, no
es necesaria ninguna representación. Entonces aparece un estado de anarquismo ilustrado.
Albert Einstein definió sucintamente a Mahatma Gandhi como “un líder para su gente”.
Entendió que la no violencia conectaba su extraordinaria fuerza interior —”las generaciones que
vengan, si existen, difícilmente creerán que tal hombre haya existido en carne y hueso sobre la
tierra”— con el sentido de comunidad. Su propuesta de paz ya incorporaba una dimensión
ecológica. “Conseguir su prosperidad —escribió Gandhi— ha llevado a Gran Bretaña a consumir
la mitad de los recursos del planeta. ¿Cuántos planetas necesitaría un país como la India?” En 1971
un pequeño grupo de activistas a bordo de un viejo barco pesquero se introdujo en la zona
prohibida de una de las últimas explosiones nucleares atmosféricas del ejército de los Estados
Unidos en Amchitka (Alaska), intentando detenerla. Redactaron un llamamiento que proclamaba:
necesitamos la paz, y que sea verde. Fue el principio de Greenpeace. Hoy la cultura de la no,
violencia es uno de los puntos en común entre las organizaciones no gubernamentales del Norte y
el ecologismo de los pobres del Sur. Sólo una alianza entre ambos podrá hacer realidad aquel
llamamiento.

XVI. BIBLIOGRAFÍA.
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