Vía Crucis Folleto Practico
Vía Crucis Folleto Practico
Vía Crucis Folleto Practico
PRESENTACIÓN
El tema central de este Vía Crucis se indica ya al comienzo, en la oración inicial, y después de nuevo
en la XIV estación. Es lo que dijo Jesús el Domingo de Ramos, inmediatamente después de su ingreso
en Jerusalén, respondiendo a la solicitud de algunos griegos que deseaban verle: «Si el grano de
trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, dará mucho fruto» (Jn 12,24). De
este modo, el Señor interpreta todo su itinerario terrenal como el proceso del grano de trigo, que
solamente mediante la muerte llega a producir fruto. Interpreta su vida terrena, su muerte y
resurrección, en la perspectiva de la Santísima Eucaristía, en la cual se sintetiza todo su misterio.
Puesto que ha consumado su muerte como ofrecimiento de sí, como acto de amor, su cuerpo ha
sido transformado en la nueva vida de la resurrección.
Por eso él, el Verbo hecho carne, es ahora el alimento de la auténtica vida, de la vida eterna. El
Verbo eterno -la fuerza creadora de la vida- ha bajado del cielo, convirtiéndose así en el verdadero
maná, en el pan que se ofrece al hombre en la fe y en el sacramento. De este modo, el Vía Crucis es
un camino que nos adentra en el misterio eucarístico: la devoción popular y la piedad sacramental
de la Iglesia se enlazan y compenetran mutuamente. La oración del Vía Crucis puede entenderse
como un camino que conduce a la comunión profunda, espiritual con Jesús, sin la cual la comunión
sacramental quedaría vacía. El Vía Crucis se muestra, pues, como recorrido «mistagógico».
A esta visión del Vía Crucis se contrapone una concepción meramente sentimental, de cuyos riesgos
el Señor, en la VIII estación, advierte a las mujeres de Jerusalén que lloran por él. No basta el simple
sentimiento; el Vía Crucis debería ser una escuela de fe, de esa fe que por su propia naturaleza
«actúa por la caridad» (Ga 5,6). Lo cual no quiere decir que se deba excluir el sentimiento. Para los
Padres de la Iglesia, una carencia básica de los paganos era precisamente su insensibilidad; por eso
les recuerdan la visión de Ezequiel, el cual anuncia al pueblo de Israel la promesa de Dios, que
quitaría de su carne el corazón de piedra y les daría un corazón de carne (cf. Ez 11,19). El Vía Crucis
nos muestra un Dios que padece él mismo los sufrimientos de los hombres, y cuyo amor no
permanece impasible y alejado, sino que viene a estar con nosotros, hasta su muerte en la cruz (cf.
Flp 2,8).
El Dios que comparte nuestras amarguras, el Dios que se ha hecho hombre para llevar nuestra cruz,
quiere transformar nuestro corazón de piedra y llamarnos a compartir también el sufrimiento de los
demás; quiere darnos un «corazón de carne» que no sea insensible ante la desgracia ajena, sino que
sienta compasión y nos lleve al amor que cura y socorre. Esto nos hace pensar de nuevo en la imagen
de Jesús acerca del grano de trigo, que él mismo trasforma en la fórmula básica de la existencia
cristiana: «El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se
guardará para la vida eterna» (Jn 12,25; cf. Mt 16,25; Mc 8,35; Lc 9,24; 17,33: «El que pretenda
guardarse su vida, la perderá; y el que la pierda, la recobrará»). Así se explica también el significado
de la frase que, en los Evangelios sinópticos, precede a estas palabras centrales de su mensaje: «El
que quiera venir conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga» (Mt 16,24).
Con todas estas expresiones, Jesús mismo ofrece la interpretación del Vía Crucis, nos enseña cómo
hemos de rezarlo y seguirlo: es el camino del perderse a sí mismo, es decir, el camino del amor
verdadero. Él ha ido por delante en este camino, el que nos quiere enseñar la oración del Vía Crucis.
Volvemos así al grano de trigo, a la santísima Eucaristía, en la cual se hace continuamente presente
entre nosotros el fruto de la muerte y resurrección de Jesús. En ella Jesús camina con nosotros,
como aquella vez con los discípulos de Emaús, haciéndose siempre de nuevo contemporáneo
nuestro.
ORACIÓN INICIAL
R/. Amén.
Señor Jesucristo, por nosotros aceptaste correr la suerte del grano de trigo que cae en tierra y muere
para producir mucho fruto (Jn 12,24). Tú nos invitas a seguirte cuando dices: «El que se ama a sí
mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna»
(Jn 12,25). Sin embargo, nosotros nos aferramos a nuestra vida. No queremos abandonarla, sino
guardarla para nosotros mismos. Queremos poseerla, no ofrecerla, pero tú te adelantas y nos
muestras que sólo entregándola salvamos nuestra vida. Mediante este ir contigo en el Vía Crucis
quieres guiarnos hacia el proceso del grano de trigo, hacia el camino que conduce a la eternidad. La
cruz -la entrega de nosotros mismos- nos pesa mucho. Pero en tu Vía Crucis tú has cargado también
con mi cruz, y no lo has hecho en un momento del pasado, porque tu amor es contemporáneo a mi
vida. La llevas hoy conmigo y por mí y, de una manera admirable, quieres que ahora también yo,
como entonces Simón de Cirene, lleve contigo tu cruz y que, acompañándote, me ponga contigo al
servicio de la redención del mundo.
Pilato les preguntó: «¿y qué hago con Jesús, llamado el Mesías?» Contestaron todos: «¡Que lo
crucifiquen!» Pilato insistió: «pues ¿qué mal ha hecho?» Pero ellos gritaban más fuerte: «¡que lo
crucifiquen!» Entonces les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo
crucificaran.
MEDITACIÓN
El Juez del mundo, que un día volverá a juzgarnos, está allí, humillado, deshonrado e indefenso
delante del juez terreno. Pilato no es un monstruo de maldad. Sabe que este condenado es inocente;
busca el modo de liberarlo. Pero su corazón está dividido. Y al final prefiere su posición personal, su
propio interés, al derecho. También los hombres que gritan y piden la muerte de Jesús no son
monstruos de maldad. Muchos de ellos, el día de Pentecostés, sentirán «el corazón compungido»
(Hch 2, 37), cuando Pedro les dirá: «Jesús Nazareno, que Dios acreditó ante vosotros (...), lo
matasteis en una cruz por manos de los impíos» (Hch 2,22 ss). Pero en aquel momento estaban
sometidos a la influencia de la muchedumbre. Gritan porque gritan los demás y como gritan los
demás. Y así, la justicia es pisoteada por la vileza, por la pusilanimidad, por miedo a la prepotencia
de la mentalidad dominante. La sutil voz de la conciencia es sofocada por el grito de la
muchedumbre. La indecisión, el respeto humano dan fuerza al mal.
ORACIÓN
Señor, has sido condenado a muerte porque el miedo al «qué dirán» ha sofocado la voz de la
conciencia. Sucede siempre así a lo largo de la historia; los inocentes son maltratados, condenados
y asesinados. ¡Cuántas veces hemos preferido también nosotros el éxito a la verdad, nuestra
reputación a la justicia! Fortalece en nuestra vida la sutil voz de la conciencia, tu voz. Mírame como
lo hiciste con Pedro después de la negación. Que tu mirada penetre en nuestras almas y nos indique
el camino en nuestra vida. El día de Pentecostés has conmovido el corazón e infundido el don de la
conversión a los que el Viernes Santo gritaron contra ti. De este modo nos has dado esperanza a
todos. Danos también a nosotros de nuevo la gracia de la conversión.
Los soldados del gobernador se llevaron a Jesús al pretorio y reunieron alrededor de él a toda la
compañía: lo desnudaron y le pusieron un manto de color púrpura y, trenzando una corona de
espinas, se la ciñeron a la cabeza y le pusieron una caña en la mano derecha. Y doblando ante él la
rodilla, se burlaban de él diciendo: «¡Salve, Rey de los judíos!». Luego lo escupían, le quitaban la
caña y le golpeaban con ella en la cabeza. Y terminada la burla, le quitaron el manto, le pusieron su
ropa y lo llevaron a crucificar.
MEDITACIÓN
Jesús, condenado por declararse rey, es escarnecido, pero precisamente en la burla emerge
cruelmente la verdad. ¡Cuántas veces los signos de poder ostentados por los potentes de este
mundo son un insulto a la verdad, a la justicia y a la dignidad del hombre! ¡Cuántas veces sus
ceremonias y sus palabras grandilocuentes, en realidad, no son más que mentiras pomposas, una
caricatura de la tarea a la que se deben por su oficio, el de ponerse al servicio del bien! Jesús,
precisamente por ser escarnecido y llevar la corona del sufrimiento, es el verdadero rey. Su cetro es
la justicia (Sal 44,7). El precio de la justicia es el sufrimiento en este mundo: él, el verdadero rey, no
reina por medio de la violencia, sino a través del amor que sufre por nosotros y con nosotros. Lleva
sobre sí la cruz, nuestra cruz, el peso de ser hombres, el peso del mundo. Así es como nos precede
y nos muestra cómo encontrar el camino para la vida eterna.
ORACIÓN
Señor, te has dejado escarnecer y ultrajar. Ayúdanos a no unirnos a los que se burlan de quienes
sufren o son débiles. Ayúdanos a reconocer tu rostro en los humillados y marginados. Ayúdanos a
no desanimarnos ante las burlas del mundo cuando se ridiculiza la obediencia a tu voluntad. Tú has
llevado la cruz y nos has invitado a seguirte por ese camino (Mt 10,38). Danos fuerza para aceptar
la cruz, sin rechazarla; para no lamentarnos ni dejar que nuestros corazones se abatan ante las
dificultades de la vida. Anímanos a recorrer el camino del amor y, aceptando sus exigencias, alcanzar
la verdadera alegría.
Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso, herido
de Dios y humillado, traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro
castigo saludable vino sobre él, sus cicatrices nos curaron. Todos errábamos como ovejas, cada uno
siguiendo su camino, y el Señor cargó sobre él todos nuestros crímenes.
MEDITACIÓN
El hombre ha caído y cae siempre de nuevo. ¡Cuántas veces se convierte en una caricatura de sí
mismo y, en vez de ser imagen de Dios, ridiculiza al Creador! ¿No es acaso la imagen por excelencia
del hombre la de aquel que, bajando de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de los salteadores que lo
despojaron dejándolo medio muerto, sangrando al borde del camino? Jesús que cae bajo la cruz no
es sólo un hombre extenuado por la flagelación. El episodio resalta algo más profundo, como dice
san Pablo en la carta a los Filipenses: «Él, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su
categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por
uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la
muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2,6-8). En su caída bajo el peso de la cruz aparece todo el
itinerario de Jesús: su humillación voluntaria para liberarnos de nuestro orgullo. Subraya a la vez la
naturaleza de nuestro orgullo: la soberbia que nos induce a querer emanciparnos de Dios, a ser sólo
nosotros mismos, sin necesidad del amor eterno y aspirando a ser los únicos artífices de nuestra
vida. En esta rebelión contra la verdad, en este intento de hacernos dioses, nuestros propios
creadores y jueces, nos hundimos y terminamos por autodestruirnos. La humillación de Jesús es la
superación de nuestra soberbia: con su humillación nos ensalza. Dejemos que nos ensalce.
Despojémonos de nuestra autosuficiencia, de nuestro engañoso afán de autonomía y aprendamos
de él, que se ha humillado, a encontrar nuestra verdadera grandeza, humillándonos y dirigiéndonos
hacia Dios y los hermanos oprimidos.
ORACIÓN
Señor Jesús, el peso de la cruz te ha hecho caer. El peso de nuestro pecado, el peso de nuestra
soberbia, te derriba. Pero tu caída no es signo de un destino adverso, no es la pura y simple debilidad
de quien es despreciado. Has querido venir a socorrernos porque a causa de nuestra soberbia
yacemos en tierra. La soberbia de pensar que podemos forjarnos a nosotros mismos lleva a
transformar al hombre en una especie de mercancía, que se puede comprar y vender, una reserva
de material para nuestros experimentos, con los cuales esperamos superar por nosotros mismos la
muerte, mientras que, en realidad, no hacemos más que mancillar cada vez más profundamente la
dignidad humana. Señor, ayúdanos porque hemos caído. Ayúdanos a renunciar a nuestra soberbia
destructiva y, aprendiendo de tu humildad, a levantarnos de nuevo.
CUARTA ESTACIÓN
Simeón dijo a María, su madre: «Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se
levanten; será una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una
espada te traspasará el alma». Su madre conservaba todo esto en su corazón.
MEDITACIÓN
En el Vía Crucis de Jesús está también María, su Madre. Durante su vida pública tuvo que retirarse
para dejar que naciera la nueva familia de Jesús, la familia de sus discípulos. También hubo de oír
estas palabras: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?... El que cumple la voluntad de
mi Padre del cielo, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre» (Mt 12,48-50). Y esto muestra
que ella es la Madre de Jesús no solamente en el cuerpo, sino también en el corazón. Porque, incluso
antes de haberlo concebido en el vientre, con su obediencia lo había concebido en el corazón. Se le
había dicho: «Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo... Será grande..., el Señor Dios le dará el
trono de David su padre» (Lc 1,31 ss). Pero poco más tarde el anciano Simeón le diría también: «Y a
ti, una espada te traspasará el alma» (Lc 2,35). Esto le haría recordar palabras de los profetas como
éstas: «Maltratado, voluntariamente se humillaba y no abría boca; como un cordero llevado al
matadero» (s 53,7). Ahora se hace realidad. En su corazón habrá guardado siempre la palabra que
el ángel le había dicho cuando todo comenzó: «No temas, María» (Lc 1,30). Los discípulos han huido,
ella no. Está allí, con el valor de la madre, con la fidelidad de la madre, con la bondad de la madre,
y con su fe, que resiste en la oscuridad: «Bendita tú que has creído» (Lc 1,45). «Pero cuando venga
el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?» (Lc 18,8). Sí, ahora ya lo sabe: encontrará fe.
Éste es su gran consuelo en aquellos momentos.
ORACIÓN
Santa María, Madre del Señor, permaneciste fiel cuando los discípulos huyeron. Al igual que creíste
cuando el ángel te anunció lo que parecía increíble -que serías la madre del Altísimo-, también has
creído en el momento de su mayor humillación. Por eso, en la hora de la cruz, en la hora de la noche
más oscura del mundo, te han convertido en la Madre de los creyentes, Madre de la Iglesia. Te
rogamos que nos enseñes a creer y nos ayudes para que la fe nos impulse a servir y dar muestras
de un amor que socorre y sabe compartir el sufrimiento.
Al salir, encontraron a un hombre de Cirene, llamado Simón, y lo forzaron a que llevara la cruz.
Jesús había dicho a sus discípulos: «El que quiera venir conmigo, que se niegue a sí mismo, que
cargue con su cruz y me siga».
MEDITACIÓN
Simón de Cirene, de camino hacia casa volviendo del trabajo, se encuentra casualmente con aquella
triste comitiva de condenados, un espectáculo quizás habitual para él. Los soldados usan su derecho
de coacción y cargan al robusto campesino con la cruz. ¡Qué enojo debe haber sentido al verse
improvisamente implicado en el destino de aquellos condenados! Hace lo que debe hacer,
ciertamente con mucha repugnancia. El evangelista san Marcos menciona también a sus hijos,
evidentemente conocidos como cristianos, como miembros de aquella comunidad (Mc 15,21). Del
encuentro involuntario ha brotado la fe. Acompañando a Jesús y compartiendo el peso de la cruz,
el Cireneo comprendió que era una gracia poder caminar junto a este Crucificado y socorrerlo. El
misterio de Jesús sufriente y mudo le llegado al corazón. Jesús, cuyo amor divino es lo único que
podía y puede redimir a toda la humanidad, quiere que compartamos su cruz para completar lo que
aún falta a sus padecimientos (Col 1,24). Cada vez que nos acercamos con bondad a quien sufre, a
quien es perseguido o está indefenso, compartiendo su sufrimiento, ayudamos a llevar la misma
cruz de Jesús. Y así alcanzamos la salvación y podemos contribuir a la salvación del mundo.
ORACIÓN
Señor, a Simón de Cirene le abriste los ojos y el corazón, dándole, al compartir la cruz, la gracia de
la fe. Ayúdanos a socorrer a nuestro prójimo que sufre, aunque esto contraste con nuestros
proyectos y nuestras simpatías. Danos la gracia de reconocer como un don el poder compartir la
cruz de los otros y experimentar que así caminamos contigo. Danos la gracia de reconocer con gozo
que, precisamente compartiendo tu sufrimiento y los sufrimientos de este mundo, nos hacemos
servidores de la salvación, y que así podemos ayudar a construir tu cuerpo, la Iglesia.
No tenía figura ni belleza. Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado por los hombres,
como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos, ante el cual se ocultan los rostros;
despreciado y desestimado.
MEDITACIÓN
«Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro» (Sal 26,8-9). Verónica -Berenice, según la
tradición griega- encarna este anhelo que acomuna a todos los hombres piadosos del Antiguo
Testamento, el anhelo de todos los creyentes de ver el rostro de Dios. Ella, en principio, en el Vía
Crucis de Jesús, no hace más que prestar un servicio de bondad femenina: ofrece un lienzo a Jesús.
No se deja contagiar ni por la brutalidad de los soldados, ni inmovilizar por el miedo de los discípulos.
Es la imagen de la mujer buena que, en la turbación y en la oscuridad del corazón, mantiene el brío
de la bondad, sin permitir que su corazón se oscurezca. «Bienaventurados los limpios de corazón -
había dicho el Señor en el Sermón de la montaña-, porque verán a Dios» (Mt 5,8). Inicialmente,
Verónica ve solamente un rostro maltratado y marcado por el dolor. Pero el acto de amor imprime
en su corazón la verdadera imagen de Jesús: en el rostro humano, lleno de sangre y heridas, ella ve
el rostro de Dios y de su bondad, que nos acompaña también en el dolor más profundo. Únicamente
podemos ver a Jesús con el corazón. Solamente el amor nos deja ver y nos hace puros. Sólo el amor
nos permite reconocer a Dios, que es el amor mismo.
ORACIÓN
Danos, Señor, la inquietud del corazón que busca tu rostro. Protégenos de la oscuridad del corazón
que ve solamente la superficie de las cosas. Danos la sencillez y la pureza que nos permiten ver tu
presencia en el mundo. Cuando no seamos capaces de realizar grandes cosas, danos la fuerza de
una bondad humilde. Graba tu rostro en nuestros corazones, para que así podamos encontrarte y
mostrar al mundo tu imagen.
Yo soy el hombre que ha visto la miseria bajo el látigo de su furor. Él me ha llevado y me ha hecho
caminar en tinieblas y sin luz. Ha cercado mis caminos con piedras sillares, ha torcido mis senderos.
Ha quebrado mis dientes con guijarro, me ha revolcado en la ceniza.
MEDITACIÓN
La tradición de las tres caídas de Jesús y del peso de la cruz hace pensar en la caída de Adán -en
nuestra condición de seres humanos caídos- y en el misterio de la participación de Jesús en nuestra
caída. Ésta adquiere en la historia formas siempre nuevas. En su primera carta, san Juan habla de
una triple caída del hombre: la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia
de la vida. Interpreta de este modo, desde la perspectiva de los vicios de su tiempo, con todos sus
excesos y perversiones, la caída del hombre y de la humanidad. Pero podemos pensar también en
cómo la cristiandad, en la historia más reciente, como cansándose de la fe, ha abandonado al Señor:
las grandes ideologías, lo mismo que la superficialidad del hombre que ya no cree en nada y se deja
llevar simplemente por la corriente, han creado un nuevo paganismo, un paganismo peor que,
queriendo olvidar definitivamente a Dios, ha terminado por desentenderse del hombre. El hombre,
pues, yace por tierra. El Señor lleva este peso y cae y cae, para poder venir a nuestro encuentro; él
nos mira para que despierte nuestro corazón; cae para levantarnos.
ORACIÓN
Señor Jesucristo, has llevado nuestro peso y continúas llevándolo. Es nuestra carga la que te hace
caer. Pero levántanos tú, porque solos no podemos alzarnos del polvo. Líbranos del poder de la
concupiscencia. En lugar de un corazón de piedra, danos de nuevo un corazón de carne, un corazón
capaz de ver. Destruye el poder de las ideologías, para que los hombres puedan reconocer que están
entretejidas de mentiras. No permitas que el muro del materialismo llegue a ser insuperable. Haz
que te reconozcamos de nuevo. Haznos sobrios y vigilantes para poder resistir a las fuerzas del mal
y ayúdanos a reconocer las necesidades interiores y exteriores de los demás, a socorrerlos.
Levántanos para poder levantar a los demás. Danos esperanza en medio de toda esta oscuridad,
para que seamos portadores de esperanza para el mundo.
Jesús se volvió hacia ellas y les dijo: Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por
vuestros hijos, porque mirad que llegará el día en que dirán: «Dichosas las estériles y los vientres
que no han dado a luz y los pechos que no han criado». Entonces empezarán a decirles a los montes:
«Desplomaos sobre nosotros»; y a las colinas: «Sepultadnos»; porque si así tratan al leño verde,
¿qué pasará con el seco?
MEDITACIÓN
Oír a Jesús cuando exhorta a las mujeres de Jerusalén que lo siguen y lloran por él, nos hace
reflexionar. ¿Cómo entenderlo? ¿Se tratará quizás de una advertencia ante una piedad puramente
sentimental, que no llega a ser conversión y fe vivida? De nada sirve compadecer con palabras y
sentimentalmente los sufrimientos de este mundo, si nuestra vida continúa como siempre. Por esto
el Señor nos advierte del riesgo que corremos nosotros mismos. Nos muestra la gravedad del
pecado y la seriedad del juicio. No obstante todas nuestras palabras de preocupación por el mal y
los sufrimientos de los inocentes, ¿no estamos tal vez demasiado inclinados a dar escasa
importancia al misterio del mal? En la imagen de Dios y de Jesús al final de los tiempos, ¿no vemos,
quizás, únicamente el aspecto dulce y amoroso, mientras descuidamos tranquilamente el aspecto
del juicio? ¿Cómo podrá Dios -pensamos- hacer de nuestra debilidad un drama? ¡Somos solamente
hombres! Pero ante los sufrimientos del Hijo vemos toda la gravedad del pecado y cómo debe ser
expiado del todo para poder superarlo. No se puede seguir trivializando el mal al contemplar la
imagen del Señor que sufre. También a nosotros él nos dice: «No lloréis por mí; llorad más bien por
vosotros... porque si así tratan al leño verde, ¿qué pasará con el seco?».
ORACIÓN
Señor, a las mujeres que lloraban les hablaste de penitencia, del día del Juicio, cuando nos
encontremos en tu presencia, en presencia del Juez del mundo. Nos llamas a salir de la trivialización
del mal con la que nos tranquilizamos para poder así continuar nuestra vida de siempre. Nos
muestras la gravedad de nuestra responsabilidad, el peligro de que se nos encuentre culpables y
estériles en el Juicio. Haz que no nos limitemos a caminar junto a ti, ofreciéndote sólo palabras de
compasión. Conviértenos y danos una vida nueva; no permitas que, al final, nos quedemos como el
leño seco, sino que lleguemos a ser sarmientos vivos en ti, la vid verdadera, y que produzcamos
frutos para la vida eterna (cf. Jn 15,1-10).
Bueno es para el hombre soportar el yugo desde su juventud. Que se sienta solitario y silencioso,
cuando el Señor se lo impone; que ponga su boca en el polvo: quizás haya esperanza; que tienda la
mejilla a quien lo hiere, que se harte de oprobios. Porque el Señor no desecha para siempre a los
humanos: si llega a afligir, se apiada luego según su inmenso amor.
MEDITACIÓN
¿Qué puede decirnos la tercera caída de Jesús bajo el peso de la cruz? Quizás nos hace pensar en la
caída de los hombres en general, en que muchos se alejan de Cristo, en la tendencia a un secularismo
sin Dios. Pero, ¿no deberíamos pensar también en lo que debe sufrir Cristo en su propia Iglesia?
¡Cuántas veces se abusa del santo sacramento de su presencia, en qué vacío y maldad de corazón
entra él con frecuencia! ¡Cuántas veces celebramos sólo nosotros sin darnos cuenta siquiera de él!
¡Cuántas veces se deforma y se abusa de su Palabra! ¡Qué poca fe hay en muchas teorías, cuántas
palabras vacías! ¡Cuánta suciedad en la Iglesia y también entre los que, por su sacerdocio, deberían
estar completamente entregados a él! ¡Cuánta soberbia, cuánta autosuficiencia! ¡Qué poco
respetamos el sacramento de la reconciliación, en el cual él nos espera para levantarnos de nuestras
caídas! También esto está presente en su pasión. La traición de los discípulos, la recepción indigna
de su Cuerpo y de su Sangre es ciertamente el mayor dolor del Redentor, el que le traspasa el
corazón. No nos queda más que gritarle desde lo más profundo del alma: Kyrie, eleison - «Señor,
sálvanos» (cf. Mt 8,25).
ORACIÓN
Señor, frecuentemente tu Iglesia nos parece una barca a punto de hundirse, que hace agua por
todas partes. Y también en tu campo vemos más cizaña que trigo. Nos abruman su atuendo y su
rostro tan sucios. Pero los ensuciamos nosotros mismos. Nosotros somos quienes te traicionamos,
no obstante los gestos ampulosos y las palabras altisonantes. Ten piedad de tu Iglesia: también en
ella Adán, el hombre, cae una y otra vez. Al caer, te arrastramos a tierra, y Satanás se alegra, porque
espera que ya nunca podremos levantarnos; espera que tú, arrastrado en la caída de tu Iglesia,
quedes abatido para siempre. Pero tú te levantarás. Tú te has reincorporado, has resucitado y
puedes levantarnos. Salva y santifica a tu Iglesia. Sálvanos y santifícanos a todos.
Cuando llegaron al lugar llamado Gólgota (que quiere decir «La Calavera»), le dieron a beber vino
mezclado con hiel; él lo probó, pero no quiso beberlo. Después de crucificarlo, se repartieron su
ropa echándola a suertes y luego se sentaron a custodiarlo.
MEDITACIÓN
Jesús es despojado de sus vestiduras. El vestido confiere al hombre una posición social; indica su
lugar en la sociedad, le hace ser alguien. Ser desnudado en público significa que Jesús no es nadie,
no es más que un marginado, despreciado por todos. El momento de despojarlo nos recuerda
también la expulsión del paraíso: ha desaparecido en el hombre el esplendor de Dios y ahora se
encuentra en el mundo desnudo y al descubierto, y se avergüenza. Jesús, de esta forma, asume una
vez más la situación del hombre caído. Jesús despojado nos recuerda que todos nosotros hemos
perdido la «primera vestidura» y, por tanto, el esplendor de Dios. Al pie de la cruz los soldados echan
a suerte sus míseras pertenencias, sus vestidos. Los evangelistas lo relatan con palabras tomadas
del Salmo 21,19 y nos indican así lo que Jesús dirá a los discípulos de Emaús: todo se cumplió «según
las Escrituras». Nada es pura coincidencia, todo lo que sucede está dicho en la Palabra de Dios,
confirmado por su designio divino. El Señor experimenta todas las fases y grados de la perdición de
los hombres, y cada uno de ellos, no obstante su amargura, son un paso de la redención: así
devuelve él a casa la oveja perdida. Recordemos también que Juan precisa el objeto del sorteo: la
túnica de Jesús, «tejida de una pieza de arriba abajo» (Jn 19,23). Podemos considerarlo una
referencia a la vestidura del sumo sacerdote, que era «de una sola pieza», sin costuras (Flavio Josefo,
Ant. jud., III, 161). Éste, el Crucificado, es de hecho el verdadero sumo sacerdote.
ORACIÓN
Señor Jesús, has sido despojado de tus vestiduras, expuesto a la deshonra, expulsado de la sociedad.
Te has cargado de la deshonra de Adán, sanándolo. Te has cargado con los sufrimientos y
necesidades de los pobres, de los excluidos del mundo. Pero es exactamente así como cumples la
palabra de los profetas. Es así como das significado a lo que aparece sin significado. Es así como nos
haces reconocer que tu Padre te tiene en sus manos, a ti, a nosotros y al mundo. Concédenos un
profundo respeto hacia el hombre en todas las fases de su existencia y en todas las situaciones en
las cuales lo encontramos. Revístenos de la luz de tu gracia.
Encima de la cabeza colocaron un letrero con la acusación: «Este es Jesús, el Rey de los judíos».
Crucificaron con él a dos bandidos, uno a la derecha y otro a la izquierda. Los que pasaban, lo
injuriaban y decían meneando la cabeza: «Tú que destruías el templo y lo reconstruías en tres días,
sálvate a ti mismo; si eres Hijo de Dios, baja de la cruz».
Los sumos sacerdotes con los letrados y los senadores se burlaban también diciendo: «A otros ha
salvado y él no se puede salvar. ¿No es el Rey de Israel? Que baje ahora de la cruz y le creeremos».
MEDITACIÓN
Jesús es clavado en la cruz. La Sábana Santa de Turín nos permite hacernos una idea de la increíble
crueldad de este procedimiento. Jesús no bebió el calmante que le ofrecieron: asume
conscientemente todo el dolor de la crucifixión. Todo su cuerpo está martirizado; se han cumplido
las palabras del Salmo: «Yo soy un gusano, no un hombre, vergüenza de la gente, desprecio del
pueblo» (Sal 21,27). «Como uno ante quien se oculta el rostro, era despreciado... Y con todo, eran
nuestros sufrimientos los que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba» (Is 53,3 ss).
Detengámonos ante esta imagen de dolor, ante el Hijo de Dios sufriente. Mirémosle en los
momentos de nuestra satisfacción y gozo, para aprender a respetar sus límites y a ver la
superficialidad de todos los bienes puramente materiales. Mirémosle en los momentos de
adversidad y angustia, para reconocer que precisamente así estamos cerca de Dios.
Tratemos de descubrir su rostro en aquellos que tendemos a despreciar. Ante el Señor condenado,
que no quiere usar su poder para descender de la cruz, sino que más bien soportó el sufrimiento de
la cruz hasta el final, podemos hacer aún otra reflexión. Ignacio de Antioquia, encadenado por su fe
en el Señor, elogió a los cristianos de Esmirna por su fe inquebrantable: dice que estaban, por así
decir, clavados con la carne y la sangre a la cruz del Señor Jesucristo (1,1). Dejémonos clavar a él, sin
ceder a ninguna tentación de apartarnos, ni a las burlas que nos inducen a darle la espalda.
ORACIÓN
Señor Jesucristo, te has dejado clavar en la cruz, aceptando la terrible crueldad de este dolor, la
destrucción de tu cuerpo y de tu dignidad. Te has dejado clavar, has sufrido sin evasivas ni
compromisos. Ayúdanos a no desertar ante lo que debemos hacer. A unirnos estrechamente a ti. A
desenmascarar la falsa libertad que nos quiere alejar de ti. Ayúdanos a aceptar tu libertad
«comprometida» y a encontrar en la estrecha unión contigo la verdadera libertad.
Pilato escribió un letrero y lo puso encima de la cruz; en él estaba escrito: «Jesús el Nazareno, el Rey
de los judíos». Leyeron el letrero muchos judíos; estaba cerca de la ciudad el lugar donde
crucificaron a Jesús y estaba escrito en hebreo, latín y griego.
Desde el mediodía hasta la media tarde vinieron tinieblas sobre toda aquella región. A media tarde
Jesús gritó: «Elí, Elí lamá sabaktaní», es decir: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?».
Al oírlo algunos de los que estaban por allí dijeron: «A Elías llama éste». Uno de ellos fue corriendo;
enseguida cogió una esponja empapada en vinagre y, sujetándola en una caña, le dio de beber. Los
demás decían: «Déjalo, a ver si viene Elías a salvarlo». Jesús dio otro grito fuerte y exhaló el espíritu.
El centurión y sus hombres, que custodiaban a Jesús, al ver el terremoto y lo que pasaba dijeron
aterrorizados: «Realmente éste era Hijo de Dios».
MEDITACIÓN
Sobre la cruz -en las dos lenguas del mundo de entonces, el griego y el latín, y en la lengua del pueblo
elegido, el hebreo- está escrito quien es Jesús: el Rey de los judíos, el Hijo prometido de David.
Pilato, el juez injusto, ha sido profeta a su pesar. Ante la opinión pública mundial se proclama la
realeza de Jesús. Él mismo había declinado el título de Mesías porque habría dado a entender una
idea errónea, humana, de poder y salvación. Pero ahora el título puede aparecer escrito
públicamente encima del Crucificado. En efecto, él es verdaderamente el rey del mundo. Ahora ha
sido realmente «ensalzado». En su descendimiento, ascendió. Ahora ha cumplido radicalmente el
mandamiento del amor, ha cumplido el ofrecimiento de sí mismo y, de este modo, manifiesta al
verdadero Dios, al Dios que es amor. Ahora sabemos que es Dios. Sabemos cómo es la verdadera
realeza. Jesús reza el Salmo 21, que comienza con estas palabras: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me
has abandonado?» (Sal 21,2). Asume en sí a todo el Israel sufriente, a toda la humanidad que
padece, el drama de la oscuridad de Dios, manifestando de este modo a Dios justamente donde
parece estar definitivamente vencido y ausente. La cruz de Jesús es un acontecimiento cósmico. El
mundo se oscurece cuando el Hijo de Dios padece la muerte. La tierra tiembla. Y junto a la cruz nace
la Iglesia en el ámbito de los paganos. El centurión romano reconoce y entiende que Jesús es el Hijo
de Dios. Desde la cruz, él triunfa siempre de nuevo.
ORACIÓN
Señor Jesucristo, en la hora de tu muerte se oscureció el sol. Constantemente estás siendo clavado
en la cruz. Precisamente en este momento histórico vivimos en la oscuridad de Dios. Por el gran
sufrimiento, y por la maldad de los hombres, el rostro de Dios, tu rostro, aparece difuminado,
irreconocible. Pero en la cruz te has hecho reconocer. Porque eres el que sufre y el que ama, eres
el que ha sido ensalzado. Precisamente desde allí has triunfado. En esta hora de oscuridad y
turbación, ayúdanos a reconocer tu rostro. A creer en ti y a seguirte en el momento de la necesidad
y de las tinieblas. Muéstrate de nuevo al mundo en esta hora. Haz que se manifieste tu salvación.
DECIMOTERCERA ESTACIÓN
El centurión y sus hombres, que custodiaban a Jesús, al ver el terremoto y lo que pasaba dijeron
aterrorizados: «Realmente éste era Hijo de Dios». Había allí muchas mujeres que miraban desde
lejos, aquellas que habían seguido a Jesús desde Galilea para atenderle.
MEDITACIÓN
Jesús está muerto; de su corazón traspasado por la lanza del soldado romano mana sangre y agua:
misteriosa imagen del caudal de los sacramentos, del Bautismo y de la Eucaristía, de los cuales, por
la fuerza del corazón traspasado del Señor, renace siempre la Iglesia. A él no le quiebran las piernas
como a los otros dos crucificados; así se manifiesta como el verdadero cordero pascual, al cual no
se le debe quebrantar ningún hueso (cf. Ex 12,46). Y ahora que ha soportado todo, se ve que, a pesar
de toda la turbación del corazón, a pesar del poder del odio y de la vileza, él no está solo. Están los
fieles. Al pie de la cruz estaba María, su Madre, la hermana de su Madre, María, María Magdalena
y el discípulo que él amaba. Llega también un hombre rico, José de Arimatea: el rico logra pasar por
el ojo de la aguja, porque Dios le da la gracia. Entierra a Jesús en su tumba aún sin estrenar, en un
jardín: donde Jesús es enterrado, el cementerio se transforma en un vergel, el jardín del que había
sido expulsado Adán cuando se alejó de la plenitud de la vida, de su Creador. El sepulcro en el jardín
manifiesta que el dominio de la muerte está a punto de terminar. Y llega también un miembro del
Sanedrín, Nicodemo, al que Jesús había anunciado el misterio del renacer por el agua y el Espíritu.
También en el sanedrín, que había decidido su muerte, hay alguien que cree, que conoce y reconoce
a Jesús después de su muerte. En la hora del gran luto, de la gran oscuridad y de la desesperación,
surge misteriosamente la luz de la esperanza. El Dios escondido permanece siempre como Dios vivo
y cercano. También en la noche de la muerte, el Señor muerto sigue siendo nuestro Señor y
Salvador. La Iglesia de Jesucristo, su nueva familia, comienza a formarse.
ORACIÓN
Señor, has bajado hasta la oscuridad de la muerte. Pero tu cuerpo es recibido por manos piadosas
y envuelto en una sábana limpia (cf. Mt 27,59). La fe no ha muerto del todo, el sol no se ha puesto
totalmente. ¡Cuántas veces parece que estés durmiendo! ¡Qué fácil es que nosotros, los hombres,
nos alejemos y nos digamos a nosotros mismos: Dios ha muerto! Haz que en la hora de la oscuridad
reconozcamos que tú estás presente. No nos dejes solos cuando nos aceche el desánimo. Y
ayúdanos a no dejarte solo. Danos una fidelidad que resista en el extravío y un amor que te acoja
en el momento de tu necesidad más extrema, como tu Madre, que te arropa de nuevo en su seno.
Ayúdanos, ayuda a los pobres y a los ricos, a los sencillos y a los sabios, a ver a través de sus miedos
y sus prejuicios, y a ofrecerte nuestros talentos, nuestro corazón, nuestro tiempo, preparando así el
jardín en el cual pueda tener lugar la resurrección.
DECIMOCUARTA ESTACIÓN
José, tomando el cuerpo de Jesús, lo envolvió en una sábana limpia, lo puso en el sepulcro nuevo
que se había excavado en una roca, rodó una piedra grande a la entrada del sepulcro y se marchó.
María Magdalena y la otra María se quedaron allí sentadas enfrente del sepulcro.
MEDITACIÓN
Jesús, deshonrado y ultrajado, es puesto en un sepulcro nuevo con todos los honores. Nicodemo
lleva una mezcla de mirra y áloe de cien libras para difundir un fragante perfume. Ahora, en la
entrega del Hijo, como ocurriera en la unción de Betania, se manifiesta una desmesura que nos
recuerda el amor generoso de Dios, la «sobreabundancia» de su amor. Dios se ofrece
generosamente a sí mismo. Si la medida de Dios es la sobreabundancia, también para nosotros nada
debe ser demasiado para Dios. Es lo que Jesús nos ha enseñado en el Sermón de la montaña (cf. Mt
5,20). Pero es necesario recordar también lo que san Pablo dice de Dios, el cual «por nuestro medio
difunde en todas partes el olor de su conocimiento. Pues nosotros somos (...) el buen olor de Cristo»
(2 Co 2,14-15). En la descomposición de las ideologías, nuestra fe debería ser una vez más el perfume
que conduce a las sendas de la vida. En el momento de su sepultura, comienza a realizarse la palabra
de Jesús: «En verdad, en verdad os digo: Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda
infecundo; pero si muere, dará mucho fruto» (Jn 12,24). Jesús es el grano de trigo que muere. Del
grano de trigo enterrado comienza la gran multiplicación del pan que dura hasta el fin de los
tiempos: él es el pan de vida capaz de saciar sobreabundantemente a toda la humanidad y de darle
el sustento vital: el Verbo de Dios, que es carne y también pan para nosotros, a través de la cruz y
la resurrección. Sobre el sepulcro de Jesús resplandece el misterio de la Eucaristía.
ORACIÓN
Señor Jesucristo, al ser puesto en el sepulcro has hecho tuya la muerte del grano de trigo, te has
hecho el grano de trigo que muere y produce fruto con el paso del tiempo, hasta la eternidad. Desde
el sepulcro iluminas para siempre la promesa del grano de trigo del que procede el verdadero maná,
el pan de vida en el cual te ofreces a ti mismo. La Palabra eterna, a través de la encarnación y la
muerte, se ha hecho Palabra cercana; te pones en nuestras manos y entras en nuestros corazones
para que tu Palabra crezca en nosotros y produzca fruto. Te das a ti mismo a través de la muerte del
grano de trigo, para que también nosotros tengamos el valor de perder nuestra vida para
encontrarla; a fin de que también nosotros confiemos en la promesa del grano de trigo. Ayúdanos
a amar cada vez más tu misterio eucarístico y a venerarlo, a vivir verdaderamente de ti, Pan del
cielo. Ayúdanos a ser tu «perfume», a hacer perceptibles las huellas de tu vida en este mundo. Al
igual que el grano de trigo se alza de la tierra como retoño y espiga, así también tú no podías
permanecer en el sepulcro: el sepulcro está vacío porque él -el Padre- no te «entregó a la muerte,
ni tu carne conoció la corrupción» (Hch 2,31; Sal 15,10). No, tú no has conocido la corrupción. Has
resucitado y has abierto el corazón de Dios a la carne transformada. Haz que podamos alegrarnos
de esta esperanza y llevarla gozosamente al mundo, para ser de este modo testigos de tu
resurrección.