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El Principito PDF

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7Mares_El_Principito.

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© Antoine de Saint-Exupéry

© Fundación Editorial El perro y la rana, 2013

Centro Simón Bolívar, Torres del Silencio.


Torre Norte, piso 21, Oeste. Esquina Pajaritos,
parroquia Catedral. Caracas - Venezuela
Teléfonos: (58-0212) 7688300 - 7688399

correos electrónicos: elperroylaranacomunicaciones@yahoo.es


atencionalescritor@yahoo.es
páginas web: http://www. elperroylarana.gob.ve
http://www.mincultura.gob.ve/mppc/

Diseño de colección: Mónica Piscitelli


Edición al cuidado de: Yanuva León
Corrección: Damarys Tovar
Diagramación y tratamiento de imágenes: Gabriela Correa
Traducción: Eva Molina

ISBN: 978-980-14-2573-1
lf: 40220138001467

Impreso en la República Bolivariana de Venezuela

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ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY

El Principito

CON LAS ACUARELAS DEL AUTOR

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Presentación
Es tierra larga la imaginación de un niño, mar eterno, sueño a párpados
alzados, camino infinito de hormigas que van alegres a perderse
quién sabe en qué horizonte. Para los humanos nuevos es posible todo
espectáculo, ellos —que vienen papel en blanco, agüita clara— permiten
la definición de cualquier línea y de ella, para arriba y para abajo, se
revela lo demás a buen paso. Una raya: la cuerda floja, y se atreven
a correr desordenadamente sobre aquel batir de incertidumbre. Entonces
para ellos debe ser la palabra magnífica, para sus oídos las voces que
truenan desde los abuelos de la tierra, el genio grande que como
manto de lluvia no da tregua al suelo seco.
Esta colección se asume barca de lo imposible y trae colores de
todos los mares, viene a nutrir la imaginación de nuestros niños con
obras que han marcado la infancia de muchas generaciones en
los cinco continentes, textos que contribuyen al rescate de tradiciones
culturales y a la celebración de lo otro.

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La serie Morada (de 0 a 7 años) ofrece la palabra cándida y delicada a
los más pequeños, los que recién han roto el cascarón y corren
agitadamente procurando reconocer el entorno.
La serie Roja (de 7 a 12 años) concede su luz a los que procuran
crear sus propios universos, a los que hurgan e investigan sobre
las complejidades del mundo.
Y la serie Azul (de 12 en adelante) se alza como nave de aquellos que
pronto se decidirán a abrir sus propios cielos y necesitan el embrujo de
muchos cantos para permanecer soñando.

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A Léon Werth
Pido perdón a los niños por haber dedicado este libro a una persona
grande. Tengo una excusa seria: esta persona grande es el mejor amigo
que he tenido en el mundo. Tengo otra excusa: esta persona grande puede
comprenderlo todo, hasta los libros para niños. Tengo una tercera excusa:
esta persona vive en Francia, donde tiene hambre y frío; verdaderamente
necesita consuelo. Si todas estas excusas no son suficientes, quiero enton-
ces dedicar este libro al niño que otrora fue esta persona grande. Todas las
personas grandes fueron primero niños (pero pocas de ellas lo recuerdan).
Corrijo, pues, mi dedicatoria:

A W. Léon Werth,
cuando era niño.

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I

Una vez, cuando yo tenía seis años, vi una ilustración


magnífica en un libro sobre la Selva Virgen titulado Historias
vividas. Representaba una serpiente boa que se tragaba a una
fiera. He aquí la copia del dibujo.

En el libro decía: “Las serpientes boas se tragan su presa entera,


sin masticarla. Luego no pueden moverse más y duermen durante
los seis meses de su digestión.”

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Reflexioné mucho sobre las aventuras de la jungla y por mi
cuenta hice, con un lápiz de color, mi primer dibujo. Mi dibujo nú-
mero 1. Era así:

Mostré mi obra maestra a algunas personas grandes y les pre-


gunté si mi dibujo les asustaba.
“¿Por qué habría de asustar un sombrero?”, me respondieron.
Mi dibujo no representaba un sombrero. Representaba una
boa que digería a un elefante. Así que dibujé el interior de la boa,
para que las personas grandes pudieran comprender. Las personas
grandes siempre necesitan explicaciones. Mi dibujo 2 era así:

Las personas grandes me aconsejaron dejar a un lado los dibu-


jos de boas abiertas o cerradas, y dedicarme más a la geografía,
la historia, el cálculo o la gramática. Ellas nunca comprenden
nada por sí solas, y es agotador para los niños tener que dar-
les explicaciones una y otra vez. Así pues, desalentado por el

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fracaso de mi dibujo número uno y mi dibujo número 2, aban-
doné, a la edad de seis años, lo que pudo haber sido una magní-
fica carrera de pintor.
Debí, pues, elegir otro oficio, y aprendí a pilotear aviones.
Volé un poco por todo el mundo, y la geografía, efectivamente, me
sirvió de mucho. Yo sabía diferenciar de un vistazo la China de
Arizona. Es muy útil si uno se llega a extraviar de noche.
Tuve así, en el curso de mi vida, montones de contactos
con montones de gente seria. He vivido mucho con personas
grandes. Las he visto muy de cerca. Eso no ha mejorado mucho
mi opinión acerca de ellas.
Cuando conocía a una que me parecía algo lúcida, le hacía
la prueba de mi dibujo número 1, que siempre he conservado.
Quería saber si de verdad era comprensiva. Pero me respondía:
“Es un sombrero”. Entonces yo no le hablaba ni de boas, ni de
selvas vírgenes, ni de estrellas. Yo me ponía a su altura, le ha-
blaba de bridge, de golf, de política y de corbatas. Y la persona
grande quedaba muy contenta de conocer a un hombre tan ra-
zonable.

II

Así que viví solo, sin nadie con quien hablar de verdad,
hasta que un día, hace seis años, se me presentó una avería en el
desierto del Sahara. Algo se había roto en mi motor. No llevaba

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conmigo ni mecánico, ni pasajeros y debía arreglármelas para lo-
grar yo solo una reparación difícil. Era para mí una cuestión de vida
o muerte. Apenas tenía agua para ocho días.
La primera noche dormí sobre la arena, a mil millas de cual-
quier lugar habitado. Estaba más aislado que un náufrago en medio
del océano. Imaginen, pues, mi sorpresa cuando al despuntar el día
una extraña vocecita me despertó. Decía:
— Por favor… ¡dibújame un cordero!
— ¿Ah?
— ¡Dibújame un cordero…!
Me levanté de un salto, como tocado por un rayo. Me froté los
ojos. Miré bien. Y vi a un hombrecito extraño que me contemplaba
con seriedad. He aquí el mejor retrato que, más tarde, logré hacer de él:
Pero mi dibujo es, por supuesto, mucho menos encantador que
el modelo. No es mi culpa. Cuando tenía seis años las personas
grandes desalentaron mi carrera de pintor y no aprendí a dibujar,
excepto boas cerradas y boas abiertas.
Miré, pues, esta aparición con los ojos desorbitados por el
asombro. No olviden que me encontraba a mil millas de toda
región habitada. Además, el hombrecito no parecía ni extraviado,
ni muerto de cansancio, ni muerto de hambre, ni muerto de sed, ni
muerto de miedo. No tenía en absoluto la apariencia de un niño en
medio del desierto a mil millas de toda región habitada. Cuando por
fin pude hablar le pregunté:
—Pero… ¿qué haces aquí?

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Entonces me repitió, suavemente,
como si fuese algo muy serio:
—Por favor… dibújame un cordero…
Cuando el misterio es tan impresio-
nante uno no osa desobedecer. Por ab-
surdo que me pareciera, a mil millas de
toda región habitada y en peligro de muerte, saqué de mi bolsillo
una hoja de papel y un lápiz. Pero entonces recordé que yo había
estudiado sobre todo geografía, historia, cálculo y gramática, y le
dije al hombrecito (con un poco de mal humor) que yo no sabía
dibujar. Me respondió:
—Eso no importa. Dibújame un
cordero.
Como yo jamás había dibujado un
cordero, rehíce uno de los dos únicos
dibujos que era capaz de hacer. El de la
boa cerrada. Y me quedé estupefacto al
oír al hombrecito decirme:
— ¡No! ¡No! No quiero un elefante dentro de una boa. Una
boa es muy peligrosa, y un elefante ocupa mucho espacio. En mi
casa todo es pequeño. Necesito un cordero. Dibújame un cordero.
Entonces lo dibujé.
Lo miró con atención, luego:
— ¡No! Este cordero ya está muy
enfermo. Hazme otro.
Lo dibujé:

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Mi amigo sonrió amablemente, con indulgencia.
—Míralo bien, este no es un cordero, es un carnero, tiene
cuernos…
Rehíce, pues, mi dibujo otra vez:
Pero lo rechazó, como los anteriores:
—Este cordero es demasiado viejo. Quiero un cordero que
viva mucho tiempo.
Entonces, colmada mi paciencia, como tenía prisa por co-
menzar a desarmar el motor, garabateé este dibujo:
Y se lo lancé:
—Esta es la caja. El cordero
que quieres está adentro.
Me sorprendió ver iluminarse
el rostro de mi joven juez:
— ¡Justo como lo quería! ¿Tú crees que necesite mucha hier-
ba este cordero?
— ¿Por qué?
—Porque en mi casa todo es pequeño.
—Seguramente le alcanzará. Te di un cordero pequeñito…
Inclinó la cabeza sobre el dibujo:
—Ni tan pequeño… ¡Mira! Se quedó dormido…
Y fue así como conocí al principito.

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III

Necesité mucho tiempo para comprender de dónde venía.


El principito me hacía muchas preguntas, pero nunca parecía escu-
char las mías. Fueron algunas palabras dichas al azar las que poco a
poco me revelaron todo. Así, cuando por primera vez vio mi avión
(no dibujaré mi avión, es un dibujo demasiado complicado para
mí) me preguntó:
— ¿Qué es esa cosa?
—No es una cosa. Vuela. Es un avión. Es
mi avión.
Y yo estaba orgulloso de contarle que yo
volaba.
Entonces gritó:
— ¡Cómo! ¿Te caíste del cielo?
—Sí, dije modestamente.
— ¡Ah!, qué gracioso.
Y el principito soltó una bonita carca-
jada que entonces me irritó mucho. (Me
gusta que mis desgracias sean tomadas en
serio).
Luego agregó:
—¡Conque tú también vie-
nes del cielo! ¿De qué planeta
eres?

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Vislumbré enseguida una luz en el misterio de su presencia, y
lo interrogué bruscamente:
— ¿Así que vienes de otro planeta?
Pero no me respondió. Mecía la cabeza suavemente mirando
mi avión.
—La verdad es que montado en eso no debes de haber venido
de muy lejos...
Y se sumió en una ensoñación que duró largo rato. Luego sacó
mi cordero de su bolsillo y se sumergió en la contemplación de su
tesoro.
Imagínense cuán intrigado estaba yo ante esta semiconfiden-
cia sobre “los otros planetas”. Procuré entonces saber más.
—¿De dónde vienes, hombrecito? ¿Dónde está tu casa? ¿A dón-
de quieres llevar mi cordero?
Después de un silencio meditativo me respondió:
—Lo mejor de la caja que me diste es que por las noches le ser-
virá de casa.
—Claro. Y si eres bueno te daré también una cuerda para que
lo ates durante el día. Y una estaca.
La proposición pareció sorprender al principito:
— ¿Atarlo? ¡Qué idea tan rara!
—Pero si no lo atas se irá a cualquier parte, se perderá…
Mi amigo se rio de nuevo.
—Pero, ¿a dónde crees que va a ir?
—A cualquier sitio. Derecho, hacia adelante…
Entonces el principito dijo con aire grave:

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—Eso no importa. ¡Todo es tan pequeño en mi casa...!
Y con un poco de melancolía quizás, agregó:
—Derecho hacia adelante no se puede ir muy lejos…

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IV

De ese modo me enteré de una segunda cosa muy importan-


te: ¡Que su planeta de origen era apenas más grande que una casa!
Eso no me sorprendió tanto. Sabía bien que además de los pla-
netas grandes como la Tierra, Júpiter, Marte, Venus, a los cuales se
les pone nombre, hay centenares de otros, tan pequeños, que a ve-
ces es difícil distinguirlos con el telescopio. Cuando un astrónomo
descubre uno de ellos, lo denomina con un número. Lo llama, por
ejemplo, “el asteroide 3251”.
Tengo serias razones para creer que el planeta de donde
vino el principito es el asteroide B 612. Este asteroide solo fue
visto una vez con telescopio, en 1909, por un astrónomo turco,
que hizo una gran demostración de su descubrimiento ante el
Congreso Internacional de Astronomía. Pero nadie le creyó de-
bido a su vestimenta. Las
personas grandes son así.
Por fortuna para el as-
teroide B 612 un dictador
turco impuso a su pueblo
vestirse a la europea, so
pena de muerte.

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El astrónomo repitió su demostración en 1920, luciendo un traje
muy elegante. Esta vez todo el mundo compartió su opinión.
Si les he dado estos detalles sobre el asteroide B 612 y les he con-
fiado su número, es por las personas grandes. Las personas grandes
aman las cifras. Cuando les hablas de un nuevo amigo, nunca pregun-
tan sobre lo esencial. Jamás te preguntan: “¿Cómo es el timbre de su
voz? ¿Cuáles son los juegos que prefiere? ¿Colecciona mariposas?”. Te
preguntan: “¿Qué edad tiene? ¿Cuántos hermanos tiene? ¿Cuánto
pesa? ¿Cuánto gana su padre?”. Solo así creen conocerlo. Si les dices
a las personas grandes: “Vi una hermosa casa de ladrillos rosa, con ge-
ranios en las ventanas y palomas en el techo…”, no consiguen imagi-
nársela. Hay que decirles: “Vi una casa de cien mil francos”. Entonces
exclaman: “¡Qué hermosura!”.
Y si les dices: “La prueba de que el principito existió es que era
encantador, que reía y que quería un cordero. Querer un cordero prue-
ba que uno existe”, se encogerán de hombros y te tratarán como a un

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niño. Pero si les dices: “El planeta del que vino es el asteroide B 612”,
quedarán convencidas y te dejarán de hacer preguntas. Así son. No
hay que reprocharles. Los niños deben ser indulgentes con las personas
grandes.
Claro, nosotros los que entendemos la vida nos burlamos de los
números. Me hubiese gustado comenzar esta historia a la manera de
los cuentos de hadas. Me hubiese gustado decir: “Érase una vez un pe-
queño príncipe que vivía en un planeta apenas más grande que él, y
que necesitaba tener un amigo…”. Para quienes comprenden la vida
hubiera resultado más verosímil.
Es que no me gusta que mi libro se lea a la ligera. Sufro tanto al
relatar estos recuerdos… Hace ya seis años que mi amigo se fue con su
cordero. Si trato de describirlo aquí es para no olvidarlo, pues es triste
olvidar a un amigo. No todo el mundo ha tenido un amigo. Y no quiero

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volverme como las personas grandes, que no se interesan más que en
las cifras. Por eso compré una caja de colores y lápices. Es difícil, a mi
edad, empezar a dibujar de nuevo, cuando no se han hecho más ten-
tativas que la de una boa cerrada y una boa abierta, a la edad de seis
años. Intentaré, por supuesto, hacer los retratos lo más pareci-
dos posible, pero no estoy tan seguro de lograrlo. Un dibujo queda
bien y el siguiente no. Me equivoco también un poco en el tamaño.
Aquí, el principito quedó demasiado alto. Allá, demasiado peque-
ño. También dudo sobre el color de su traje. Entonces tanteo de
una manera y de otra. En fin, me equivocaré en algunos detalles
importantes, pido disculpas por eso. Mi amigo nunca daba expli-
caciones. Quizás él me veía parecido a él. Pero no, yo no sé ver cor-
deros a través de las cajas, lamentablemente. Soy, tal vez, un poco
como las personas grandes. Debo de haber envejecido.

Cada día me enteraba de algo más sobre el planeta, sobre la


partida, sobre el viaje. Eso venía despacio, al azar de las reflexiones.
Al tercer día conocí el drama de los baobabs.
Una vez más fue gracias al cordero, pues el principito me inte-
rrogó bruscamente, como preocupado por una grave duda:
— ¿No es cierto que los corderos comen arbustos?
—Sí, es cierto.
— ¡Ay! Qué contento estoy.

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No entendí por qué era
tan importante que los cor-
deros comiesen arbustos.
Pero el principito agregó:
—¿Por lo tanto comen
también baobabs?
Hice notar al principito
que los baobabs no son ar-
bustos sino árboles grandes
como iglesias, y que aunque se
llevara con él toda una manada
de elefantes, la manada no acabaría ni
con un solo baobab.
La idea de una manada de elefantes hizo reír al principito.
—Habría que ponerlos unos sobre otros…
Luego agregó, sabiamente:
—Los baobabs, antes de crecer, comienzan por ser pequeños.
— ¡Claro! Pero, ¿por qué quieres que tu cordero se coma los
baobabs pequeños?
Me respondió: “Bueno, a ver...”, como si se tratara de una evi-
dencia. Tuve que hacer un gran esfuerzo de inteligencia para com-
prender por mí solo el problema.
En efecto, en el planeta del principito, como en todos los pla-
netas, había hierbas buenas y hierbas malas. En consecuencia, se-
millas buenas de hierbas buenas y semillas malas de hierbas malas.
Pero las semillas son invisibles, duermen en el secreto de la tierra
hasta que a una de ellas se le antoja despertarse… Entonces se

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estira, y empieza tímidamente a crecer
hacia el sol una preciosa ramita inofensiva. Si se
trata de una ramita de rábano o de rosal, se le deja crecer
como ella quiera. Pero si se trata de una planta mala hay que
arrancarla de inmediato apenas uno la haya reconocido. Así
que había semillas terribles en el planeta del principito… eran
las semillas de baobabs. El suelo del planeta estaba infestado.
Nunca será posible librarse de un baobab si se agarra demasia-
do tarde. Invade todo el planeta, lo perfora con sus raíces, y si
el planeta es demasiado pequeño y los baobabs muy numerosos,
lo hacen estallar.

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“Es cuestión de disciplina —me dijo más tarde el principi-
to—. Después de la higiene matutina hay que hacer con cuida-
do la limpieza del planeta. Hay que esmerarse regularmente en
arrancar los baobabs en cuanto se los distingue de los rosales,
que se parecen mucho cuando son muy jóvenes. Es un trabajo
muy fácil pero aburrido”.
Un día el principito me aconsejó que hiciera un boni-
to dibujo, para que eso entrara en la cabeza de los niños de
mi tierra. “Si un día viajan —me decía—, eso les podrá ser-
vir. Algunas veces no hay inconveniente en dejar el traba-
jo para más tarde, pero si se trata de los baobabs, siempre es
una catástrofe. Yo conocí un planeta habitado por un perezoso.
Descuidó tres arbustos…”.
Y, siguiendo las indicaciones del principito, dibujé ese pla-
neta. No me gusta para nada darme aires de moralista, pero el
peligro de los baobabs es tan poco conocido, y los riesgos que
corre quien se extravía en un asteroide son tan considerables
que, solo por esta vez, hago una excepción a mi reserva. Digo:
“¡Niños! ¡Cuidado con los baobabs!”. He trabajado tanto en
este dibujo para prevenir a mis amigos de ese peligro, que nos
acecha desde hace tiempo sin que lo sepamos. El consejo que
les doy es valioso. Quizás ustedes se pregunten: ¿Por qué no hay
en este libro otros dibujos tan grandiosos como el de los bao-
babs? La respuesta es muy sencilla: intenté hacerlos, pero no
pude lograrlo. Cuando dibujé los baobabs me animaba un sen-
timiento de urgencia.

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VI
¡Ah, principito! Así, poco a poco, fui comprendiendo tu pe-
queña vida melancólica. No tenías para distraerte más que el dulce
momento de las puestas de sol. Me enteré de este detalle la mañana
del cuarto día, cuando me dijiste:
—Me gustan mucho las puestas de sol. Vamos a ver una puesta
de sol…
—Pero hay que esperar…
— ¿Esperar qué?
—Esperar a que el sol se ponga.
Parecías muy sorprendido al comienzo, después te reíste de ti
mismo. Y me dijiste:
— ¡Siempre me creo en mi casa!
En efecto, todo el mundo sabe que cuando es mediodía en los
Estados Unidos el sol se pone en Francia. Bastaría ir a Francia por
un minuto para presenciar una puesta de sol. Lamentablemente
Francia está muy lejos. Sin embargo, desde tu pequeño planeta te
bastaba con correr tu silla unos cuantos pasos para ver el crepúscu-
lo cada vez que lo deseabas…
— ¡Un día vi el sol ponerse cuarenta y tres veces!
Un poco más tarde agregaste:
— ¿Sabes?, cuando se está así tan triste a uno le gustan las
puestas de sol…
— ¿El día de las cuarenta y tres veces estabas así de triste?
Pero el principito no respondió.

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VII

El quinto día, como siempre gracias al cordero, me fue re-


velado este secreto de la vida del principito: me lanzó bruscamente
una pregunta, sin preámbulo, como el fruto de un problema larga-
mente meditado en silencio:
—Si un cordero come arbustos, ¿también come flores?
—Un cordero come todo lo que encuentra.
— ¿Incluso las flores que tienen espinas?
—Sí, incluso las flores que tienen espinas.
—Entonces, las espinas, ¿de qué sirven?
Yo no lo sabía. En ese momento estaba muy ocupado tratando
de destornillar una pieza demasiado apretada de mi motor. Estaba

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muy nervioso, ya que la avería empezaba a resultarme muy grave,
además el agua se agotaba y me hacía temer lo peor.
— ¿Para qué sirven las espinas?
El principito nunca renunciaba a una pregunta una vez formu-
lada. Yo estaba irritado por mi tuerca, y respondí cualquier cosa:
— ¡Las espinas no sirven para nada, son pura maldad de las
flores!
— ¡Oh!
Después de un silencio me soltó, con cierto rencor:
— ¡No te creo! Las flores son débiles. Son inocentes. Se res-
guardan como pueden. Se creen terribles con sus espinas.
No respondí nada. En ese instante me dije: “Si esta tuerca se
sigue resistiendo la voy a hacer saltar de un martillazo”. El principi-
to interrumpió de nuevo mis reflexiones:
— ¿Y tú crees… crees que las flores…
— ¡No, no! ¡No creo nada! Respondí cualquier cosa. Yo me
ocupo de asuntos serios.
Me miró estupefacto.
— ¡De asuntos serios!
Me observaba con el martillo en la mano, los dedos llenos de
grasa, inclinado sobre un objeto que a él le parecía muy feo.
— ¡Hablas como las personas grandes!
Eso me dio un poco de vergüenza. Pero, implacable, agregó:
— ¡Lo confundes todo!... ¡Mezclas todo!
Estaba realmente muy irritado. Sacudía al viento sus cabellos
dorados.

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—Conozco un planeta donde vive un señor carmesí. Nunca
ha olido una flor. Nunca ha mirado una estrella. Nunca ha amado
a nadie. No ha hecho otra cosa que sumas y restas. Y todo el día re-
pite como tú: ¡Soy un hombre serio! ¡Soy un hombre serio! Y eso le
infla el orgullo. Pero no es un hombre, ¡es un hongo!
— ¿Un qué?
— ¡Un hongo!
Ahora el principito estaba pálido de cólera.
—Desde hace millones de años las flores fabrican espinas. Desde
hace millones de años los corderos se comen hasta las flores. ¿Y no es
serio tratar de comprender por qué se toman tanto trabajo en fa-
bricar espinas que nunca sirven para nada? ¿La guerra de las flores
y los corderos no es importante? ¿No es más serio y más importante
que las sumas y restas de un señor gordo y rojo? Que yo conozca
una flor única en el mundo que no existe en ninguna parte, salvo
en mi planeta, y que un corderito pueda destrozarla una mañana
así, de un solo golpe, sin darse cuenta de lo que hace, ¿eso no es im-
portante?
Enrojeció y agregó:
—Si alguien ama a una flor de la que no existe más que un
ejemplar entre los millones y millones de estrellas, eso basta para
que sea feliz cuando las mira. Él se dice: “Mi flor está allá, en alguna
parte…”. Pero si el cordero se come la flor, es como si bruscamente
para él todas las estrellas se apagaran. ¡¿Y eso no es importante?!
No pudo decir más nada. Estalló bruscamente en sollozos.
Había caído la noche. Yo había soltado mis herramientas. Me pa-
recieron ridículos mi martillo, mi tuerca, la sed, la muerte. En una

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estrella, un planeta, el mío, la Tierra, había un principito que ne-
cesitaba consuelo. Lo tomé en mis brazos y lo arrullé. Le dije: “La
flor que tú amas no está en peligro… Le dibujaré un bozal a tu cor-
dero… Dibujaré una armadura para tu flor… Dibujaré…” No sa-
bía qué más decir. Me sentía muy torpe. No sabía cómo llegar a él,
dónde encontrarlo… Es tan misterioso el país de las lágrimas…

VIII

Pronto aprendí a conocer mejor a esa flor. En el planeta del


principito siempre había habido flores muy simples, adornadas por
una sola hilera de pétalos, que ocupaban poco espacio y no moles-
taban a nadie. Aparecían una mañana entre la hierba y luego se
extinguían en la noche. Pero aquella germinó un
día de una semilla venida no se sabe de dónde.
El principito vigiló muy de cerca su ramita, que
no se parecía a las otras. Podía ser una nueva
especie de baobab. Pero pronto el arbusto cesó
de crecer y comenzó a dar forma a una flor.
El principito, que presenciaba el surgimiento
de un capullo enorme, sentía que allí iba a
ocurrir una aparición milagrosa. Al abrigo
de su refugio verde, la flor no cesa-
ba de prepararse para ser be-
lla. Elegía con cuidado sus

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colores. Se vestía lentamente, ajustaba uno a uno sus pétalos. No
quería salir toda arrugada como las amapolas. No quería aparecer
sino en el total esplendor de su belleza. ¡Sí, era muy coqueta! Su
misterioso atavío había durado días y días. Y he aquí que una ma-
ñana, exactamente a la hora en que el sol se levanta, se mostró.
Ella, que había trabajado con tanta precisión, dijo bostezando:
— ¡Ah! Me estoy despertando… Perdóname… Estoy toda
despeinada todavía.
El principito no pudo contener su admiración:
— ¡Qué bella eres!
— Es verdad —respondió suavemente la flor—. Nací al mismo
tiempo que el sol…
El principito notó que no era muy modesta, ¡pero era tan con-
movedora!
—Creo que es la hora del desayuno —
agregó ella enseguida—. ¿Tendrías la
bondad de tomarme en cuen-
ta…?
El principito, todo
turbado, fue a buscar
una regadera y sirvió
agua fresca a la flor.
De este modo lo
atormentó desde
el primer momen-
to con su vanidad
un poco recelosa.

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Un día, por ejemplo, hablando de sus
cuatro espinas, le dijo:
— ¡Ya pueden venir los tigres con
sus garras!
—No hay tigres en mi planeta
—refutó el principito—, además
los tigres no comen hierbas.
—Yo no soy una hierba —respondió
suavemente la flor.
—Perdóname…
—No le temo para nada a los tigres, pero me dan horror las
corrientes de aire, ¿no tendrás un biombo?
“Horror a las corrientes de aire… no es una suerte para una
planta —pensó el principito—. Esta flor es bien complicada…”.
—Por la noche me meterás bajo un globo. Hace mucho frío
aquí. Está mal acondicionado. Allá de donde yo vengo…
Pero se interrumpió. Había venido en forma de semilla y
no conocía nada de otros mundos.
Humillada por haberse dejado sor-
prender fabricando una mentira
tan ingenua, tosió dos o tres
veces para hacer sentir
culpa al principito.
— ¿Y el biombo?...

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— ¡Iba a buscarlo, pero me estabas hablando!
Ella forzó su tos para causarle remordimientos de todos modos.
Así que el principito, a pesar de la buena voluntad de su amor,
pronto dudó de ella. Se había tomado en serio sus palabras sin im-
portancia, y se sintió muy desdichado.
“No debí haberla escuchado —me confió él un día—, nunca
hay que escuchar a las flores. Hay que mirarlas y oler su aroma. La
mía perfumaba mi planeta, pero yo no sabía ser feliz con ello. Esa
historia de las garras, que me había irritado tanto, debió haberme
enternecido...”.
Me confió también:
“¡No supe comprender nada! Debí haber-
la juzgado por sus actos y no por sus palabras.
Ella me perfumaba y me iluminaba. ¡Nunca
debí haber huido! Debí haber adivinado la
ternura detrás de sus pobres artimañas. ¡Las
flores son tan contradictorias! Pero yo era
demasiado joven para saber amarla”.

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IX

Creo que para su huida el principito aprovechó una mi-


gración de pájaros salvajes. La mañana de su partida puso todo
en orden en su planeta. Deshollinó cuidadosamente sus volcanes
activos. Tenía dos volcanes en actividad, lo cual era muy cómodo
para calentar el desayuno de la mañana. También tenía un volcán
extinguido, el cual deshollinaba igualmente, pues como él decía,
“Nunca se sabe”. Si se les deshollina bien, los volcanes arden sua-
ve y regularmente, sin erupciones. Las erupciones volcánicas son
como el fuego de las chimeneas. Evidentemente en nuestra Tierra,
en cambio, somos demasiado pequeños para deshollinar nuestros
volcanes. Por eso nos causan tantos disgustos.
El principito arrancó también, con un poco de melancolía, los
últimos brotes de baobabs. Creía que jamás regresaría. Pero aquella
mañana, todos esos trabajos domésticos le parecieron extremada-
mente gratos. Y cuando regó la flor por última vez y se disponía a
ponerla al abrigo de su globo, descubrió que tenía ganas de llorar.
—Adiós —dijo a la flor.
Pero ella no respondió.
—Adiós —repitió él.
La flor tosió. Pero no a causa de su resfriado.
—He sido tonta —dijo al fin—. Te pido perdón. Procura ser feliz.

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Lo sorprendió la ausencia de reproches. Permaneció ahí, todo
desconcertado, sosteniendo el globo en el aire. No comprendía esa
calma apacible.
—Y sí… te quiero —dijo la flor—. No lo has sabido por mi
culpa… No tiene ninguna importancia. Pero tú has sido tan tonto
como yo. Procura ser feliz... Suelta ese globo. Ya no lo necesito.
—Pero el viento...
—No estoy tan resfriada... El aire fresco de la noche me hará
bien. Soy una flor.
—Pero los animales...
—Es preciso que soporte dos o tres orugas si quiero conocer
las mariposas. Parece tan hermoso... Si no, ¿quién habrá de visitar-
me? Tú estarás lejos. En cuanto a los animales grandes, no les temo.
Tengo mis garras.
Y mostró ingenuamente cuatro espinas. Luego agregó:
—No des más rodeos, es exasperante. Has decidido partir. Vete.
Es que no quería que la viera llorar. Era una flor tan orgullosa...

El principito se encontraba en la región de los asteroides


325, 326, 327, 328, 329 y 330. Se dispuso, pues, a visitarlos en busca
de una ocupación y para instruirse.

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El primero estaba habitado por un rey. El rey, vestido de púrpura
y de armiño, estaba sentado en un trono sencillo, pero majestuoso.
— ¡Ah, he aquí un súbdito! —exclamó el rey cuando vio al
principito.
El principito se preguntó: “¿Cómo pudo reconocerme si nunca
antes me había visto?”.
Él no sabía que para los reyes el mundo está muy simplificado.
Todos los hombres son súbditos.
—Acércate para que te vea mejor —le dijo el rey, que estaba
muy orgulloso de ser por fin rey para alguien.
El principito buscó con la mirada dónde sentarse, pero el pla-
neta estaba totalmente cubierto por el magnífico manto de armiño.
Permaneció de pie y como estaba cansado, bostezó.
—Es contrario a las normas de etiqueta bostezar en presencia
de un rey —le dijo el monarca—. Te lo prohíbo.
—No puedo evitarlo —respondió el principito todo confundi-
do—. He hecho un largo viaje y no he dormido...
—Entonces —le dijo el rey— te ordeno que bosteces. No he
visto a nadie bostezar desde hace años. Los bostezos son una curio-
sidad para mí. ¡A ver, bosteza otra vez! ¡Es una orden!
—Eso me intimida... no puedo... —dijo el principito enroje-
ciendo.
— ¡Hum! ¡Hum! —respondió el rey—. Entonces te... te orde-
no que unas veces bosteces y otras veces no bost…
Balbuceó y pareció abochornado.

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Porque para el rey lo más esencial era que su autoridad fuera
respetada. No toleraba la desobediencia. Era un monarca absoluto.
Pero como era un hombre bueno, daba órdenes razonables.
“Si yo ordenase —solía decir el rey—, si yo ordenase a un ge-
neral convertirse en ave de mar y el general no obedeciese, no sería
culpa del general, sería culpa mía”.
— ¿Puedo sentarme? —preguntó tímidamente el principito.
—Te ordeno que te sientes —le dijo el rey, recogiendo su ma-
jestuoso manto de armiño.
El principito se sorprendió. El planeta era minúsculo. ¿Sobre
qué podía reinar el rey?
—Señor —le dijo—, le pido perdón por preguntarle…
—Te ordeno que me preguntes —se apresuró a decir el rey.
—Señor, ¿sobre qué reina usted?

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—Sobre todo —respondió el rey con simpleza.
—¿Sobre todo?
Con un gesto discreto el rey señaló su planeta, los otros plane-
tas y las estrellas.
—¿Sobre todo eso? —preguntó el principito.
—Sobre todo eso —respondió el rey.
No solo era un monarca absoluto, también era un monarca
universal.
—¿Y las estrellas le obedecen?
—Por supuesto —dijo el rey—. Las estrellas obedecen ense-
guida. No tolero la indisciplina.
Tanto poder maravilló al principito. Si lo hubiera detentado él
mismo, habría podido asistir no solo a cuarenta y cuatro, sino a se-
tenta y dos, o incluso a cien, o hasta a doscientas puestas de sol en
un mismo día, sin tener nunca que correr su silla. Y como se sentía
un poco triste por el recuerdo de su pequeño planeta abandonado,
se animó a solicitarle una gracia al rey:
—Me gustaría ver una puesta de sol... Concédame el favor...
Ordénele al sol que se ponga...
—Si yo le ordenase a un general volar de flor en flor como las
mariposas, escribir una tragedia, o convertirse en ave marina, y el
general no obedeciese la orden recibida, ¿de quién sería la falta, de
él o mía?
—Sería suya —respondió firmemente el principito.
—Exacto. Hay que exigir de cada quien lo que cada quien pue-
de dar —prosiguió el rey—. La autoridad reposa, en principio, so-
bre la razón. Si ordenas a tu pueblo que se lance al mar, hará la

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revolución. Tengo derecho a exigir obediencia porque mis órdenes
son razonables.
—¿Y mi puesta de sol? —le recordó el principito, que nunca ol-
vidaba una pregunta una vez que la había hecho.
—Tendrás tu puesta de sol. Lo exigiré. Pero esperaré, de acuer-
do con mi ciencia de gobierno, que las condiciones sean favorables.
—¿Cuándo será eso? —indagó el principito.
—Hem, hem —el rey primero consultó un grueso calenda-
rio—, hem, será a las... a las... ¡será esta noche a las siete y cuaren-
ta! Y verás cómo soy obedecido.
El principito bostezó. Echaba de menos su puesta de sol. Luego,
ya un poco aburrido, le dijo al rey:
No tengo más nada que hacer aquí. Me voy.
—No te vayas —respondió el rey, que estaba muy orgulloso de
tener un súbdito. No te vayas, te haré ministro.
—¿Ministro de qué?
—De... ¡de justicia!
—¡Pero no hay nadie a quien juzgar!
—Nunca se sabe —dijo el rey—. Todavía no le he dado la
vuelta a mi reino. Soy muy viejo, no tengo lugar para una carroza y
me cansa caminar.
—¡Oh! Pero yo ya recorrí el reino —dijo el principito, aso-
mándose para dar otro vistazo al otro lado del planeta. Allá tampo-
co hay nadie...
—Te juzgarás entonces a ti mismo —le respondió el rey—. Eso
es lo más difícil. Es mucho más difícil juzgarse a sí mismo que juzgar

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al prójimo. Si logras juzgarte correctamente es que eres un verdade-
ro sabio.
—Yo me puedo juzgar a mí mismo en cualquier lugar. No nece-
sito vivir aquí —dijo el principito.
—Hem! Hem! Creo que en algún lugar de mi planeta hay una
vieja rata —dijo el rey—. La escucho por las noches. Podrás juzgar
esa vieja rata. La condenarás a muerte de vez en cuando. Así su
vida dependerá de tu justicia. Pero la indultarás en cada ocasión
para conservarla.
—A mí no me gusta condenar a muerte, y creo que me voy
—respondió el principito.
—No —dijo el rey.
El principito ya estaba listo para irse, pero no quiso apenar al
viejo monarca:
—Si Su Majestad deseara ser obedecido puntualmente, podría
darme una orden razonable. Podría ordenarme, por ejemplo, partir
antes de un minuto. Me parece que las condiciones son favorables...
El rey no respondió. El principito al comienzo dudó, luego sus-
piró y emprendió la partida.
—Te haré mi embajador —se apresuró a gritar el rey.
Tenía aires de gran autoridad.
“Las personas grandes son bien raras”, se dijo el principito. Y
continuó su viaje.

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XI

El segundo planeta estaba


habitado por un vanidoso:
—Ah! Ah! ¡Me visita un admira-
dor! —exclamó el vanidoso al ver
desde lejos al principito.
Para los vanidosos los demás
hombres son admiradores.
Buenos días —dijo el principi-
to—. Su sombrero es muy gracioso.
—Es para saludar —le res-
pondió el vanidoso—. Es para
saludar cuando me aclaman.
Lamentablemente nunca pasa na-
die por aquí.
—¿Ah sí? —dijo el principito,
sin comprender.
—Golpea tus manos la una
contra la otra —aconsejó el va-
nidoso.
El principito golpeó sus manos
la una contra la otra y el vanidoso
saludó modestamente levantándo-
se el sombrero.

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—Esto es más divertido que la visita al rey —se dijo el prin-
cipito. Y de nuevo comenzó a golpear sus manos la una contra la
otra. El vanidoso saludó de nuevo con el sombrero.
Después de cinco minutos de ejercicio el principito se cansó de
la monotonía del juego:
—¿Y para que el sombrero se caiga qué hay que hacer? —preguntó.
Pero el vanidoso no le escuchó. Los vanidosos nunca escuchan
sino los elogios.
—¿De verdad me admiras mucho? —preguntó él al principito.
—¿Qué significa admirar?
—Admirar significa reconocer que yo soy el hombre más bello,
mejor vestido, más rico y más inteligente del planeta.
—¡Pero tú estás solo en tu planeta!
—Hazme ese favor, admírame de todas maneras.
—Te admiro —dijo el principito alzando un poco los hom-
bros—. Pero, ¿por qué eso te puede interesar?
Y el principito se fue.
“Definitivamente, las personas grandes son bien raras”, se dijo,
y continuó su viaje.

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XII

El siguiente planeta estaba habitado por un bebedor. Esta


visita fue muy corta, pero dejó al principito sumido en una profun-
da melancolía.
—¿Qué haces aquí? —dijo al bebedor, que se encontraba en si-
lencio delante de una colección de botellas vacías y una colección
de botellas llenas.
—Bebo —respondió con tono lúgubre el bebedor.
—¿Por qué bebes? —le preguntó el principito.
—Para olvidar —respondió el bebedor.
—¿Para olvidar qué? —inquirió el principito, que ya lo compadecía.
—Para olvidar que tengo pena —confesó el bebedor, bajando la
cabeza.

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—¿Pena de qué? —preguntó el principito, que deseaba socorrerlo.
—¡Pena de beber! —concluyó el bebedor, que se encerró definiti-
vamente en el silencio.
Y el principito se marchó, perplejo.
“Las personas grandes son, definitivamente, muy muy raras”, se
dijo. Y siguió su viaje.

XIII

El cuarto planeta era el de un hombre de negocios. El hom-


bre estaba tan ocupado que ni siquiera levantó la cabeza cuando
llegó el principito.
—Buenos días —saludó el principito—. Su cigarrillo se apagó.
—Tres y dos son cinco. Cinco y siete doce. Doce y tres quince.
Buenos días. Quince y siete veintidós. Veintidós y seis veintiocho.
No tengo tiempo para encenderlo. Veintiséis y cinco treinta y uno.
¡Uf! Eso da quinientos un millones seiscientos veintidós mil sete-
cientos treinta y uno.
—¿Quinientos millones de qué?
—¿Ah? ¿Todavía estás aquí? Quinientos un millones de... ya no
sé... ¡Tengo tanto trabajo! Soy un hombre serio, no me entretengo
con tonterías. Dos y cinco siete...
—¿Quinientos y un millones de qué? —repitió el principito,
que jamás renunciaba a una pregunta una vez que la había hecho.
El hombre de negocios levantó la cabeza:

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—Vivo en este planeta desde hace cincuenta y cuatro años,
solo he sido molestado tres veces. La primera vez fue hace veintidós
años, por un abejorro que cayó Dios sabe de dónde. Hacía un ruido
espantoso, y cometí cuatro errores en una suma. La segunda vez fue
hace once años, por una crisis de reumatismo. No hago ejercicios.
No tengo tiempo de pasear. Soy un hombre serio. ¡La tercera vez es
esta! Decía entonces, quinientos un millones... ¿Millones de qué?
El hombre de negocios comprendió que no tenía ninguna es-
peranza de paz:
—Millones de esas cosas pequeñas que se ven a veces en el cielo.
—¿Moscas?

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—No, no, las cosas pequeñas que brillan.
—¿Abejas?
—No, no. Esas cosas pequeñas que hacen fantasear a los hol-
gazanes. Pero yo soy un hombre serio. No tengo tiempo para enso-
ñaciones.
—¡Ah! ¿Las estrellas?
—Eso, las estrellas.
—¿Y qué haces con quinientos millones de estrellas?
—Quinientos un millones seiscientos veintidós mil setecien-
tos treinta y uno. Soy un hombre serio, soy preciso.
—¿Y qué haces con esas estrellas?
—¿Qué hago?
—Sí.
—Nada. Las poseo.
—¿Tú posees las estrellas?
—Sí.
—Pero yo ya vi a un rey que...
—Los reyes no poseen nada. Ellos “reinan” sobre. Es muy diferente.
—¿Y para qué te sirve poseer las estrellas?
—Me sirve para ser rico.
—¿Y para qué te sirve ser rico?
—Para comprar otras estrellas, si alguien encuentra.
“Este, se dijo el principito, razona un poco como un borracho”.
Sin embargo hizo todavía más preguntas:
—¿Cómo se pueden poseer las estrellas?
—¿De quién son? —replicó, gruñón, el hombre de negocios.
—No lo sé. De nadie.

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—Entonces son mías. Porque yo lo pensé primero.
—¿Eso es suficiente?
—Por supuesto. Cuando encuentras un diamante que no es de
nadie, es tuyo. Cuando encuentras una isla que no es de nadie, es
tuya. Cuando tienes una idea de primero, la patentas: es tuya. Y yo
poseo las estrellas, ya que nadie antes de mí ha considerado poseerlas.
—Es verdad —dijo el principito—. ¿Y qué haces con ellas?
—Las administro. Las cuento y las recuento —dijo el hombre
de negocios—. Es difícil. ¡Pero soy un hombre serio!
El principito aún no estaba satisfecho.
—Yo, si tengo un pañuelo puedo ponérmelo alrededor del cue-
llo y llevármelo. Si tengo una flor, puedo agarrarla y llevármela.
¡Pero tú no puedes agarrar las estrellas!
—No, pero las puedo meter en el banco.
— ¿Qué quiere decir eso?
—Quiere decir que escribo en un papelito el número de estre-
llas que tengo, y luego encierro mi papelito bajo llave en un cajón.
— ¿Y eso es todo?
— ¡Es suficiente!
“Es divertido —pensó el principito—. Es hasta poético. Pero
no es muy serio”.
Sobre las cosas serias el principito tenía ideas muy diferentes a
las ideas de las personas grandes.
—Yo —prosiguió—, poseo una flor que riego todos los días.
Poseo tres volcanes que deshollino todas las semanas. Y deshollino
también el que está apagado. Nunca se sabe. Para mis volcanes y

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para mi flor es útil que yo los posea. Pero tú no eres útil para las es-
trellas.
El hombre de negocios abrió la boca, pero no encontró nada
que responder, y el principito se marchó.
“Definitivamente las personas grandes son por completo ex-
traordinarias”, se decía para sus adentros durante el viaje.

XIV

El quinto planeta era muy curioso. Era el más pequeño de


todos. Tan solo tenía espacio para alojar una farola y un farolero.
El principito no lograba explicarse para qué podía servir, en algún
lugar del cielo, en un planeta sin casa ni población, una farola y un
farolero. Sin embargo, se dijo a sí mismo:
“Puede que este hombre sea absurdo. Sin embargo, es menos
absurdo que el rey, el vanidoso, el hombre de negocios y el bebedor.
Por lo menos su trabajo tiene un sentido. Cuando él enciende su
farola es como si naciera otra estrella, o una flor. Cuando apaga su
farola se duerme la flor o la estrella. Es una ocupación muy hermo-
sa. Es verdaderamente útil, ya que es hermosa”.
Al entrar al planeta saludó respetuosamente al farolero:
— ¿Por qué acabas de apagar tu farola?
—Es la consigna —respondió el farolero. —Buenos días.
— ¿Qué es la consigna?

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—Apagar mi farola. Buenas noches.
Y la encendió de nuevo.
—Pero, ¿por qué la volviste a encender?
—Es la consigna —respondió el farolero.
—No entiendo —dijo el principito.
—No hay nada que entender —dijo el farolero—. La consigna
es la consigna. Buenos días.
Y apagó su farola.
Luego se enjugó la frente con un pañuelo de cuadros rojos.
—Tengo una profesión terrible. En otro tiempo era razonable.
Apagaba en la mañana y encendía en la noche. Tenía el resto del
día para descansar y el resto de la noche para dormir…
—Y, después de esa época, ¿la consigna cambió?
—La consigna no ha cambiado —dijo el farolero—. Ese es el
drama. El planeta cada año gira más rápido, y la consigna no ha
cambiado.
— ¿Entonces? —preguntó el principito.
— Entonces ahora que da una vuelta por minuto yo no tengo
ni un segundo de descanso. ¡Enciendo y apago una vez por minuto!
— ¡Qué raro! Los días en tu planeta duran un minuto.
—No es para nada raro —dijo el farolero—. Hace ya un mes
que estamos hablando tú y yo.
— ¿Un mes?
—Sí, treinta minutos, treinta días. Buenas noches.
Y encendió de nuevo su farola.

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El principito lo miró y le agradó este farolero que era tan fiel a
la consigna. Se acordó de las puestas de sol, que en otro tiempo iba
a buscar corriendo su silla. Quiso ayudar a su amigo.
— ¿Sabes? Conozco una forma en que puedes descansar cuan-
do quieras…
—Me gustaría… —dijo el farolero.
Porque se puede ser, a la vez, fiel y perezoso.
El principito prosiguió:
—Tu planeta es tan pequeño que le puedes dar la vuelta en
tres zancadas. Solo tienes que caminar lentamente para permane-
cer siempre al sol. Cuando quieras descansar caminas, y el día du-
rará el tiempo que quieras.
—Con eso no adelanto mucho —dijo el farolero—. Lo que me
gusta en la vida es dormir.
—Qué mala suerte —dijo el principito.
—Sí, qué mala suerte —dijo el farolero—. Buenos días.
Y apagó su farola.
“Este —se dijo el principito mientras continuaba su viaje—,
este sería despreciado por todos los demás, por el rey, por el vani-
doso, por el bebedor, por el hombre de negocios. Sin embargo, es
el único que no me parece ridículo, quizás porque se ocupa de otra
cosa que de sí mismo”.
Suspiró con pesar y reflexionó:
“Este es el único que podría ser mi amigo. Pero su planeta es
realmente muy pequeño. No hay espacio para dos…”.

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Lo que el principito no se atrevía a confesar era que añoraba
este planeta bendecido, sobre todo por sus mil cuatrocientas cua-
renta puestas de sol en veinticuatro horas.

XV

El sexto planeta era un planeta diez veces más extenso.


Lo habitaba un anciano que escribía libros enormes.
— ¡Mira! ¡Un explorador! —se dijo al ver llegar al principito.
El principito se sentó sobre la mesa y resopló un poco. Había
viajado tanto…
— ¿De dónde vienes? —le dijo el anciano.
— ¿Qué es ese libro tan grueso? —replicó el principito—.
¿Qué hace usted aquí?
—Soy geógrafo —dijo el anciano.
— ¿Qué es un geógrafo?
—Es un sabio que sabe dónde están los mares, los ríos, las ciu-
dades, las montañas y los desiertos.
—¡Qué interesante! ¡Es un verdadero oficio!
Y echó un ojo a su alrededor, al planeta del geógrafo. Nunca
había visto un planeta tan majestuoso.
—Su planeta es hermoso. ¿Hay océanos aquí?
—No puedo saberlo —dijo el geógrafo.
— ¡Pero si usted es geógrafo!

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—Exacto —dijo el geógrafo—,
pero no soy explorador. Carezco absolutamente de
exploradores. No es el geógrafo el que va a contar las ciuda-
des, los ríos, las montañas, los mares, los océanos y los desiertos.
El geógrafo es demasiado importante como para andar paseando,
no abandona su oficina. Pero allí recibe a los exploradores, los inte-
rroga y toma nota de lo que recuerdan. Y si los recuerdos de alguno
de ellos le parecen interesantes, el geógrafo hace averiguaciones so-
bre la moralidad del explorador.
— ¿Y eso por qué?
—Porque si un explorador mintiera, ocasionaría una catástro-
fe en los libros de geografía. Igualmente un explorador que bebiera
demasiado.
— ¿Y eso por qué? —preguntó el principito.
—Porque los borrachos ven doble. De manera que el geógrafo
anotaría dos montañas donde no hubiera más que una.
—Yo conozco a alguien —dijo el principito— que sería un mal
explorador.

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—Es posible. Pero cuando la moralidad del explorador parece
buena se averigua sobre su descubrimiento.
— ¿Se va a verificar?
—No, es demasiado complicado. Además se le exige al ex-
plorador que presente las pruebas. Si se trata, por ejemplo, del des-
cubrimiento de una gran montaña, se le exige que traiga grandes
piedras.
El geógrafo enmudeció de repente.
—Pero tú, tú vienes de lejos. ¡Eres explorador! ¡Me vas a des-
cribir tu planeta!
Y el geógrafo, antes de abrir su registro, sacó punta a su lápiz.
Las narraciones de los exploradores primero se anotan a lápiz. Para
escribir a tinta se espera que el explorador complete sus pruebas.
— ¿Entonces? —interrogó el geógrafo.
— ¡Oh! Mi planeta no es muy interesante, es pequeñito.
Tengo tres volcanes. Dos volcanes en actividad y uno apagado.
Pero nunca se sabe.
—Nunca se sabe —dijo el geógrafo.
—También tengo una flor.
—No tomamos nota de las flores —dijo el geógrafo.
— ¿Y por qué? ¡Eso es lo más bonito!
—Porque las flores son efímeras.
— ¿Qué significa “efímera”?
—Los libros de geografía —dijo el geógrafo— son los más va-
liosos de todos los libros. Nunca pasan de moda. Es muy raro que
una montaña cambie de lugar. Es muy raro que un océano se quede
sin agua. Escribimos sobre cosas eternas.

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—Pero los volcanes apagados pueden despertarse —interrum-
pió el principito. E insistió: “¿Qué significa “efímera”? El principito en
su vida había renunciado a una pregunta una vez que la había hecho.
—Significa “que está en riesgo de próxima desaparición”.
— ¿Mi flor está en riesgo de próxima desaparición?
—Por supuesto.
“Mi flor es efímera, se dijo el principito, y no tiene más que
cuatro espinas para defenderse del mundo. ¡Y yo la dejé sola en mi
casa!”.
Fue su primer sentimiento de culpa. Pero recuperó su coraje:
— ¿A dónde me aconseja usted que vaya de visita? —preguntó.
—Al planeta Tierra —le respondió el geógrafo. Tiene buena
reputación…
Y el principito se marchó, pensando en su flor.

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XVI

El séptimo planeta fue la Tierra. ¡La Tierra no es un pla-


neta cualquiera! Allí se cuentan ciento once reyes (sin olvidar, por
supuesto, los reyes negros), siete mil geógrafos, novecientos mil
hombres de negocios, siete millones y medio de borrachos, tres-
cientos once millones de vanidosos, es decir, aproximadamente dos
mil millones de personas grandes.
Para darles una idea de las dimensiones de la Tierra les diré
que antes de la invención de la electricidad se debía mantener, en
los seis continentes en total, un verdadero ejército de cuatrocientos
sesenta y dos mil quinientos once faroleros.
Visto un poco de lejos produce un efecto espléndido. Los mo-
vimientos de este ejército estaban sincronizados como los de un
ballet de ópera. Primero venía el turno de los faroleros de Nueva
Zelanda y de Australia. Una vez encendidas sus farolas se iban a
dormir. Luego venía la danza de los faroleros de China y Siberia.
Al finalizar se perdían entre los bastidores. Entonces era el turno
de los faroleros de Rusia y de las Indias. Después el de los de África
y Europa. Luego los de América del Sur. Finalmente los de América
del Norte. Nunca había equivocación en el orden de entrada en la
escena. Era grandioso.
Solo el único farolero del Polo Norte y su colega, el de la única
farola del Polo Sur, llevaban una vida de ocio e indiferencia: traba-
jaban dos veces al año.

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XVII

A veces, cuando uno quiere parecer gracioso, miente un


poco. No he sido muy honesto con ustedes al hablarles de los fa-
roleros y corro el riesgo de dar una falsa idea de nuestro planeta a
quienes no lo conocen. Los hombres ocupan muy poco espacio en
la Tierra. Si los dos mil millones de habitantes que la pueblan se
pusieran de pie un poco apretados, como para un mitin, podrían
alojarse fácilmente en una plaza pública de veinte millas de largo
por veinte millas de ancho. Se podría amontonar a la humanidad
en el más mínimo islote del Pacífico.
Las personas grandes, por supuesto, no lo creerán. Ellas se ima-
ginan que ocupan mucho espacio. Se creen importantes como los
baobabs. Ustedes les aconsejarán entonces hacer el cálculo, pues a
ellas les encantan las cifras, les agradará. Pero no pierdan el tiempo
en esto. Es inútil. Confíen en mí.
Una vez en la Tierra el principito se sorprendió de no ver a na-
die. Ya temía haberse equivocado de planeta cuando un anillo del
color de la luna se removió en la arena.
—Buenas noches, dijo al azar el principito.
—Buenas noches —dijo la serpiente.
— ¿En qué planeta caí? —preguntó el principito.
—En el planeta Tierra, en África —respondió la serpiente.
—Ah… ¿Entonces no hay nadie en la Tierra?

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—Esto es el desierto. No hay gente en los desiertos. La Tierra
es grande.
El principito se sentó sobre una piedra y levantó la mirada ha-
cia el cielo:
—Me pregunto si las estrellas están encendidas con el fin de
que cada uno pueda encontrar la suya algún día. Mira mi planeta.
Está justo sobre nosotros… Pero qué lejos está…
—Es hermoso —dijo la serpiente—. ¿Qué vienes a hacer aquí?
—Tengo dificultades con una flor —dijo el principito.
—Ah…
Y se quedaron callados.
— ¿Dónde están los hombres? —retomó por fin el principito—.
Estamos un poco solos en el desierto…
—También estamos solos donde están los hombres.
El principito se quedó mirándola:
—Eres un animal muy raro —le dijo—. Delgado como un dedo…
—Pero soy más poderosa que el dedo de un rey —dijo la serpiente.
El principito sonrió:
—No eres tan poderosa… ni siquiera tienes patas… ni siquiera
puedes viajar.
—Te puedo llevar más lejos que una nave —dijo la serpiente.
La serpiente se enroscó alrededor del tobillo del principito, como
un brazalete de oro.
—A todo aquel que yo toco lo mando a la tierra de donde salió.
Pero tú eres puro y vienes de una estrella…
El principito no respondió.

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—Me das lástima, eres débil en esta tierra de granito. Yo te
puedo ayudar un día si extrañas demasiado tu planeta. Yo podría…
— ¡Ah! Lo entendí muy bien —dijo el principito—. ¿Pero por
qué hablas siempre con enigmas?
—Yo los resuelvo todos —dijo la serpiente.
Y se quedaron callados.

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XVIII

El principito atravesó el desierto y no encontró más que


una flor. Una flor de tres pétalos, una flor para nada…
—Buenos días —dijo el principito.
—Buenos días —dijo la flor.
— ¿Dónde están los hombres? —preguntó con gentileza el
principito.
La flor había visto pasar una caravana un día.
— ¿Los hombres? Creo que hay seis o siete. Los vi hace años.
Pero uno nunca sabe dónde encontrarlos. El viento los lleva y los
trae. No tienen raíces y eso los disgusta mucho.
—Adiós —dijo el principito.
—Adiós —dijo la flor.

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XIX

El principito subió una alta montaña. Las únicas montañas


que había conocido eran los tres volcanes, que le llegaban a las ro-
dillas. Al volcán apagado lo usaba como taburete.
Se dijo: “Desde una montaña tan alta como esta podría divisar
todo el planeta y a todos los hombres…”.
Pero no vio más que rocas filosas.
—Buenos días —dijo al azar el principito.
—Buenos días… buenos días… buenos días…—respondió el eco.
— ¿Quién eres? —dijo el principito.
—Quién eres… quién eres… quién eres… —respondió el eco.
—Sé mi amigo, estoy solo —dijo él.
—Estoy solo… estoy solo… estoy solo… —respondió el eco.
“¡Qué planeta más raro! —pensó entonces—. Está todo seco,
filoso y salado. Y los hombres no tienen imaginación. Repiten todo
lo que se les dice… Yo en mi casa tenía una flor: ella siempre era la
primera en hablar…”.

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XX

Pero sucedió que el principito, después de haber caminado a


través de las arenas, las rocas y la nieve, encontró una carretera. Y
todas las carreteras llevan a donde los hombres.
—Buenos días —dijo.
Era un jardín florido de rosas.
—Buenos días —dijeron las rosas.
El principito las contempló. Todas se parecían a su flor.
— ¿Quiénes son ustedes? —les preguntó, estupefacto.
—Somos las rosas —dijeron las rosas.
—Ah… —dijo el principito.
Y se sintió muy desdichado. Su flor le había dicho que ella era
la única de su especie en el universo. ¡Y he aquí cinco mil en un
solo jardín, todas parecidas!
“Mi flor se ofendería mucho si viera esto… tosería muchísimo
y fingiría morir para escapar del ridículo. Yo me vería obligado a
fingir curarla, de lo contrario se dejaría morir de verdad…”.
Continuó cavilando: “Yo creía que atesoraba una flor única,
pero no poseía más que una flor ordinaria. Eso y los tres volcanes
que me llegan a la rodilla, uno de los cuales quizás esté apagado por
siempre, no me convierten en un gran príncipe”. Y acostado en la
hierba, lloró.

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XXI

Entonces apareció el zorro.


—Buenos días —dijo el zorro.
—Buenos días —respondió cortésmente el principito, que se
volvió, pero no vio nada.
—Estoy aquí —dijo la voz bajo el manzano.
— ¿Quién eres tú? —dijo el principito—. Eres bien bonito.
—Soy un zorro.
—Ven a jugar conmigo —le propuso el principito—. Estoy tan
triste…
—No puedo jugar contigo —dijo el zorro—. No estoy domes-
ticado.
— ¡Ah! Perdón —dijo el principito. Pero después de una re-
flexión agregó:
— ¿Qué significa “domesticar”?
—Tú no eres de aquí —dijo el zorro—. ¿Qué buscas?
—Busco a los hombres —respondió el principito—. ¿Qué sig-
nifica “domesticar”?
— Los hombres —dijo el zorro— tienen fusiles y cazan. Es
muy molesto. También crían gallinas. Ese es su único interés. ¿Estás
buscando gallinas?
—No —dijo el principito—. Busco amigos. ¿Qué significa “do-
mesticar”?

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—Es una cosa demasiado olvidada. Significa “crear lazos”.
— ¿Crear lazos?
—Por supuesto —dijo el zorro—. Tú para mí todavía no eres
más que un muchachito muy parecido a cien mil muchachitos. Y
no te necesito. Tampoco tú me necesitas. No soy para ti más que
un zorro parecido a cien mil zorros. Pero si tú me domesticas, nos
necesitaremos el uno al otro. Tú serás para mí único en el mundo.
Yo seré para ti único en el mundo…
—Estoy empezando a entender —dijo el principito—. Hay
una flor… creo que ella me ha domesticado…
—Es posible —dijo el zorro—. Se ve cualquier tipo de cosas en
la Tierra.
— ¡Oh! No es en la Tierra —dijo el principito.
El zorro pareció muy intrigado.
— ¿En otro planeta?

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—Sí.
— ¿Hay zapatos en ese planeta?
—No.
— ¡Qué interesante! ¿Y gallinas?
—No.
—Nada es perfecto —suspiró el zorro.
Pero el zorro retomó su idea.
—Mi vida es monótona. Cazo gallinas y los hombres me ca-
zan. Todas las gallinas son parecidas y todos los zorros son pare-
cidos. Así que me aburro un poco. Pero si tú me domesticaras, mi
vida estaría como soleada. Reconocería el sonido de unos pasos
que serían diferentes de todos los demás. Los otros pasos me hacen
esconder bajo tierra, pero los tuyos, como una música, me invita-
rían a salir de la madriguera. ¡Y además, mira! ¿Ves allá los campos
de trigo? Yo no como pan, el trigo es inútil para mí, los campos de
trigo no me traen recuerdos de nada y eso es triste. Pero tú tienes el
cabello dorado, y cuando me hayas domesticado será maravilloso…
pues el trigo, que es del color del oro, me hará recordarte. Y me gus-
tará el sonido del viento en el trigo…
El zorro se quedó callado mirando largamente al principito:
—Por favor… ¡domestícame! —le rogó.
—Me gustaría —respondió el principito—, pero no tengo mu-
cho tiempo. Tengo amigos que encontrar y cosas por conocer.
—Uno solo conoce las cosas que están domesticadas —res-
pondió el zorro. Los hombres no tienen tiempo de conocer nada.
Lo compran todo hecho a los comerciantes. Pero como no existen

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comerciantes amigos, los hombres ya no tienen amigos. Si quieres
un amigo, ¡domestícame!
— ¿Qué habría que hacer? —dijo el principito.
—Hay que ser paciente. Primero te sentarás un poco lejos de
mí, así, sobre la hierba. Yo te miraré con el rabillo del ojo y tú no
dirás nada. Las palabras son fuente de malentendidos. Pero, cada
día, podrás sentarte un poco más cerca…
Al día siguiente el principito vino de nuevo:
—Era mejor que vinieras a la misma hora —dijo el zorro—. Si
vienes, por ejemplo, a las cuatro de la tarde, yo comenzaré a ser feliz
desde las tres. Mientras más avance la hora, más feliz me sentiré.
Ya a las cuatro me agitaré y me inquietaré; descubriré así el precio
de la dicha. Pero si tú vienes en cualquier momento, los días serán
todos parecidos y yo no sabré a qué horas preparar mi corazón. Los
rituales hacen falta.
— ¿Qué es un ritual? —preguntó el principito.
—Eso es otra cosa demasiado olvidada. Un ritual es lo que
hace que un día sea diferente de los demás días, una hora diferen-
te de las otras horas. Mis cazadores, por ejemplo, tienen un ritual.
Los jueves bailan con las muchachas del pueblo. De manera que el
jueves es un día maravilloso, pues salgo a pasear hasta la viña. Si
los cazadores bailaran en cualquier momento, los días serían todos
parecidos y yo no tendría vacaciones.
Fue así como el principito domesticó al zorro. Y cuando la hora
de partir estuvo cerca:
— ¡Ah…! —dijo el zorro—. Voy a llorar.

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—Es tu culpa —dijo el principito—. Yo no te he deseado nin-
gún mal, pero tú quisiste que te domesticara…
—Por supuesto —dijo el zorro.
— ¡Pero vas a llorar! —dijo el principito.
—Por supuesto —dijo el zorro.
— ¡Entonces no ganas nada!
—Sí gano —dijo el zorro—. Debido al color del trigo.
Luego agregó:
—Ve de nuevo a ver las rosas. Comprenderás que la tuya es úni-
ca en el mundo. Volverás para decirme adiós y te regalaré un secreto.
El principito se fue a ver las rosas.

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—Ustedes no se parecen para nada a mi rosa, ustedes todavía
no son nada —les dijo—. Nadie las ha domesticado y ustedes no
han domesticado a nadie. Ustedes son como era mi zorro. No era
más que un zorro parecido a otros cien mil. Pero lo hice mi amigo, y
ahora él es único en el mundo.
Las rosas estaban molestas.

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—Ustedes son bellas, pero están vacías —les siguió diciendo.
Uno no puede morir por ustedes. Claro, cualquier transeúnte co-
mún creería que mi rosa es parecida a ustedes. Pero mi rosa sola
es más importante que todas ustedes, puesto que es ella la rosa que
yo he regado. Y es ella la rosa que puse bajo el globo. Y es ella la
rosa que abrigué con el biombo. Y es ella la rosa a la que le maté las
orugas (salvo dos o tres que se hicieron mariposas). Y es ella la rosa
que escuché quejarse, o alabarse, o incluso a veces callarse. Pues es
mi rosa.
Y volvió hacia el zorro.
—Adiós… —le dijo.
—Adiós —dijo el zorro—. Te doy mi secreto, es muy sencillo:
No se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos.
—Lo esencial es invisible a los ojos —repitió el principito para
acordarse.
—Es el tiempo que has dedicado a tu rosa lo que hace a tu rosa
tan importante.
—Es el tiempo que he dedicado a mi rosa… —dijo el principi-
to para acordarse.
—Los hombres han olvidado esta verdad —dijo el zorro—.
Pero tú no debes olvidarla. Eres responsable para siempre de lo que
has domesticado. Eres responsable de tu rosa…
—Soy responsable de mi rosa… —repitió el principito para
acordarse.

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XXII

—B uenos días —dijo el principito.


—Buenos días —dijo el guardagujas.
— ¿Qué haces aquí? —preguntó el principito.
—Reparto viajeros, por paquetes de mil —dijo el guardagu-
jas—. Despacho los trenes que los llevan, tanto hacia la derecha
como hacia la izquierda.
Una rápida iluminación y un rugido como de trueno hicieron
temblar la cabina del guardagujas.
—Tienen mucha prisa —comentó el principito—. ¿Qué buscan?
—Hasta el hombre de la locomotora lo ignora —dijo el guar-
dagujas.
Una segunda iluminación y otro rugido como de trueno, esta
vez en sentido inverso, hicieron de nuevo temblar la cabina.
— ¿Ya está de vuelta? —preguntó el principito.
—No son los mismos —dijo el guardagujas—. Es un intercambio.
— ¿No se hallaban contentos allá donde estaban?
—Uno nunca está contento donde está —dijo el guardagujas.
Y rugió el trueno de una tercera veloz iluminación.
— ¿Persiguen a los primeros viajeros? —preguntó el principito.
—No persiguen absolutamente nada —dijo el guardagujas—.
Ahí dentro duermen o bostezan. Y solo los niños aplastan sus nari-
ces contra los vidrios.

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—Solo los niños saben lo que buscan —dijo el principito—.
Pierden el tiempo por una muñeca de trapo y la muñeca se vuelve
muy importante, y si uno se las quita, lloran…
—Tienen suerte —dijo el guardagujas.

XXIII

—B uenos días —dijo el principito.


—Buenos días —dijo el comerciante.
Era un comerciante de píldoras perfeccionadas que calman la
sed. Uno se toma una por semana y ya no siente necesidad de beber.
— ¿Por qué vendes eso? —dijo el principito.
—Es un gran ahorro de tiempo —dijo el comerciante—. Los
expertos han hecho los cálculos. Nos ahorra cincuenta y tres mi-
nutos por semana.
— ¿Y qué se hace con esos cincuenta y tres minutos?
—Se hace lo que se quiere…
“Yo, se —dijo el principito—, si tuviera cincuenta y tres minu-
tos que gastar, caminaría tranquilamente hacia una fuente…”.

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XXIV

Estábamos en el octavo día de mi avería en el desierto. Yo


había escuchado la historia del comerciante, bebiéndome la última
gota de mi provisión de agua.
— ¡Ah! —dije—. Son muy lindos tus recuerdos, pero yo toda-
vía no he reparado mi avión y no tengo nada que beber. También
yo sería feliz si pudiera caminar tranquilamente hacia una fuente.
—Mi amigo el zorro me dijo…
—Mi pequeño hombrecito, ¡ya no se trata del zorro!
— ¿Por qué?
—Porque vamos a morir de sed…
No comprendió mi razonamiento y me respondió:
—Está bien haber tenido un amigo, incluso si uno va a morir.
Yo estoy contento de haber tenido un amigo zorro…
“Él no mide el peligro, me dije. Nunca tiene hambre ni sed. Un
poco de sol le es suficiente…”.
Pero me miró y respondió a mi pensamiento:
—Yo también tengo sed… busquemos un pozo…
Tuve un gesto de laxitud. Es absurdo buscar un pozo, al azar, en
la inmensidad del desierto. Sin embargo, nos pusimos en marcha.
Después de haber caminado por horas, en silencio, cayó la no-
che y las estrellas comenzaron a brillar. Yo las veía como en sueños,
tenía un poco de fiebre debido a mi sed. Las palabras del principito
danzaban en mi memoria.

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—Entonces, ¿tú también tienes sed? —le pregunté.
Pero no respondió. Simplemente me dijo:
—El agua puede también ser buena para el corazón…
No entendí su respuesta, pero callé… Yo sabía bien que no había
que interrogarlo.
El principito estaba cansado. Se sentó. Yo me senté cerca de él.
Luego de un silencio, dijo:
—Las estrellas son bellas debido a una flor que no se ve…
Respondí “por supuesto” y, sin hablar, miré los pliegues de arena
bajo la luna.
—El desierto es hermoso —agregó él.
Era verdad. Siempre me ha gustado el desierto. Uno se sienta so-
bre un médano. No se ve nada. No se oye nada, pero algo resplande-
ce en el silencio…
—Lo que embellece al desierto —dijo el principito— es que en
alguna parte esconde un pozo.
Me sorprendí al comprender de repente ese misterioso resplan-
dor de la arena. Cuando yo era muchachito vivía en una casa vieja
y según una leyenda, allí había un tesoro escondido. Por supuesto,
nunca nadie supo descubrirlo, y quizás nadie lo buscó, pero encanta-
ba toda la casa. Mi casa escondía un secreto en el fondo de su cora-
zón…
—Sí —dije al principito—, trátese de la casa, de las estrellas o
del desierto, lo que los hace hermosos es invisible.
—Me alegra que estés de acuerdo con mi zorro— dijo él.
Como el principito se estaba quedando dormido lo tomé en mis
brazos y proseguí la ruta. Yo estaba emocionado. Me parecía cargar

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un frágil tesoro. Incluso me parecía que nunca había habido nada
tan frágil sobre la Tierra. Miraba a la luz de la luna su frente pálida,
sus ojos cerrados, su cabello que temblaba al viento y me decía: “Lo
que veo aquí no es más que una corteza. Lo más importante es invisi-
ble…”.
El principito esbozaba una media sonrisa. Me dije: “Lo que más
me conmueve del principito dormido es su fidelidad a una flor, es la
imagen de una rosa que resplandece en él como la llama de una lám-
para, incluso cuando duerme…”. Y lo sentí más frágil aún. Hay que
proteger las lámparas, un golpe de viento las puede apagar…
Y así, caminando, al despuntar el día descubrí el pozo.

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XXV

—L os hombres —dijo el principito— se encierran en los


trenes, pero ya no saben lo que buscan. Entonces se agitan y dan
vueltas…
Y agregó:
—No vale la pena…
El pozo que habíamos encontrado no se parecía a los pozos del
Sahara. Los pozos del Sahara son simples huecos cavados en la are-
na. Este parecía un pozo de aldea. Pero ahí no había ninguna al-
dea, y yo creía estar soñando.
—Es extraño —dije al principito—, todo está listo: la polea, el
balde y la cuerda…
Él rio, tocó la cuerda, hizo funcionar la polea. Y la polea gi-
mió como gime una vieja veleta cuando el viento ha dormido largo
tiempo.
— ¿Lo oyes? —dijo el principito—. Despertamos este pozo y
ahora canta…
Yo no quería que se esforzara.
—Déjame hacerlo —le dije—. Es demasiado pesado para ti.
Lentamente icé el balde hasta el brocal. Lo instalé a plomo. En
mis oídos seguía cantando la polea. Sobre el agua aún temblorosa
vi estremecerse el sol.
—Tengo sed de esta agua —dijo el principito—. Dame de beber…

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Y comprendí lo que él había buscado.
Acerqué el balde a sus labios. Bebió con los ojos cerrados.
Todo era grato como una fiesta. Esta agua era más que un alimen-
to, nació del caminar bajo las estrellas, del canto de la polea, del
esfuerzo de mis brazos; era buena para el corazón, como un regalo.
Cuando yo era muchachito la luz del árbol de Navidad, la música
de la misa de medianoche, la dulzura de las sonrisas formaban el
resplandor del regalo de Navidad que yo recibía.
—Los hombres de tu tierra —dijo el principito— cultivan cinco
mil rosas en un mismo jardín… y no encuentran lo que buscan…
—No lo encuentran… —respondí.
—Y sin embargo, lo que buscan podrían encontrarlo en una
sola rosa o en un poco de agua…
—Sin duda alguna —respondí.
—Pero los ojos son ciegos —agregó el principito—. Hay que
buscar con el corazón.
—Yo había bebido. Respiraba bien. La arena al nacer el día es
del color de la miel. Yo también estaba feliz por ese color de miel.
¿Por qué habría yo de sentir pena…?
—Tienes que mantener tu promesa —me dijo suavemente el
principito, sentado de nuevo cerca de mí.
— ¿Qué promesa?
—Ya sabes… un bozal para mi cordero… ¡Yo soy responsable
de esa flor!
Saqué de mi bolsillo mis bosquejos de dibujo. El principito los
vio y comentó riendo:

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—Tus baobabs se parecen un poco a los repollos…
— ¡Ah!
¡Yo que estaba tan orgulloso de los baobabs!
—Tu zorro… sus orejas… parecen cuernos… ¡y son demasiado
largas!
Y siguió riendo.
—Eres injusto, hombrecito, yo no sabía dibujar más que boas
cerradas y boas abiertas.
— ¡Ah! Está bien —dijo—. Los niños saben.
Así que dibujé un bozal y sentí el corazón oprimido al dárselo:
—Tienes proyectos que ignoro…
Pero no me respondió. Me dijo:
—Sabes, mi caída sobre la Tierra… mañana será el aniversario…
Luego, después de un silencio, agregó:
—Caí cerca de aquí…
Y enrojeció.
Nuevamente, sin saber por qué, sentí un raro pesar. Sin em-
bargo, se me ocurrió una pregunta:
—¿Así que no fue por casualidad que hace ocho días, la ma-
ñana en que te conocí, te pasearas así, solo, a mil millas de toda
región habitada? ¿Volvías hacia el punto de tu caída?
El principito volvió a enrojecer. Agregué, dudando:
— ¿Tal vez por el aniversario…?
El principito enrojeció aún más. Él nunca me respondía las
preguntas, pero cuando uno enrojece eso quiere decir “sí”, ¿no es
cierto?
— ¡Ah! —le dije—. Tengo miedo…

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Pero él me respondió:
—Ahora tú debes trabajar. Debes volver a tu máquina. Yo te
esperaré aquí. Regresa mañana en la noche…
Pero yo no estaba tranquilo. Me acordé del zorro. Si uno se
deja domesticar corre el riesgo de llorar un poco.

XXVI

Al lado del pozo había un viejo muro de piedra en ruinas.


Cuando volví de mi trabajo, la noche siguiente, divisé a mi principito
sentado ahí arriba, con las piernas colgando. Y escuché que hablaba:
— ¿No lo recuerdas? —decía—. ¡No es aquí!
Sin duda una voz le respondía, ya que replicó:
— ¡Sí, sí! Es el día, pero este no es el lugar…
Seguí caminando hacia el muro. Todavía no veía ni escuchaba a
nadie. Sin embargo, el principito replicaba nuevamente:
—…Seguro. Verás dónde comienza mi rastro en la arena. Solo
tienes que esperarme, estaré allí esta noche.
Yo estaba a veinte metros del muro y todavía no veía nada.
Después de un silencio el principito preguntó:
— ¿Tienes buen veneno? ¿Estás segura de no hacerme sufrir mu-
cho tiempo?

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Me detuve con el corazón oprimido, pero todavía no lograba
comprender nada.
—Ahora, vete… —dijo—. ¡Me quiero bajar!
Entonces miré hacia el pie del muro y di un salto. Ahí, erguida
hacia el principito, estaba una de esas serpientes amarillas que te
ejecutan en treinta segundos. Comencé a correr mientras buscaba
sacar mi revólver del bolsillo, pero mi ruido hizo que la serpiente se
alejara deslizándose suavemente por la arena como un chorro de
agua que muere y, sin mucha prisa, se escurrió entre las piedras con
un ligero sonido metálico.
Llegué al muro justo a tiempo para recibir en brazos a mi pe-
queño hombrecito, pálido como la nieve.
— ¿Qué historia es esta? ¡¿Ahora hablas con las serpientes?!
Aflojé su eterna bufanda de oro. Le humedecí las sienes y le
hice beber. No me atreví a preguntarle más nada. Me miró grave-
mente y me rodeó el cuello con sus brazos. Sentí latir su corazón
como el de un pájaro que muere herido por el disparo de una cara-
bina. Me dijo:
—Me alegra que hayas encontrado lo que le faltaba a tu má-
quina. Vas a poder volver a casa…
— ¿Cómo lo sabes?
Yo venía justamente a anunciarle que, contra toda desesperan-
za, había logrado mi trabajo.
No respondió mi pregunta, pero agregó:
—Yo también vuelvo a casa hoy…
Luego, melancólico:
—Es mucho más lejos… es mucho más difícil…

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Percibí claramente que algo extraordinario estaba pasando. Lo
estreché en mis brazos como a un niño, pero me pareció que resba-
laba hacia un abismo sin que yo pudiera hacer nada por retenerlo…
Tenía la mirada seria, perdida en la lejanía.
—Tengo tu cordero. Y tengo la caja para tu cordero. Y tengo el
bozal…
Sonrió con melancolía.
Esperé largo rato. Sentí que poco a poco el principito entraba
en calor.
—Hombrecito, tuviste miedo…
Había tenido miedo, ¡por supuesto! Pero rio dulcemente:
—Tendré mucho más miedo esta noche…
De nuevo me sentí helado por el sentimiento de lo inevitable.
Y me di cuenta de que no soportaría la idea de nunca más volver a
escuchar su risa, que para mí era como una fuente en el desierto.
—Hombrecito, me gustaría oír tu risa nuevamente —le dije—.
Pero me respondió:
—Esta noche se cumple un año. Mi estrella se encontrará jus-
to sobre el lugar donde caí el año pasado…
—Hombrecito, ¿no será esto más que un feo sueño, esta histo-
ria de la serpiente, de la cita y de la estrella…?
No respondió mi pregunta.
—Lo que es importante no se ve —susurró—.
—Sí…
—Es como pasa con la flor. Si amas a una flor que se encuentra
en una estrella, te agradará mirar el cielo en la noche. Verás floreci-
das todas las estrellas.

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—Seguro…
—Es como pasa con el agua. La que me diste a beber era como
música, por la polea y por la cuerda… ¿Te acuerdas? Era dulce.
—Claro…
—Mirarás las estrellas por la noche. Pero la estrella donde
vivo es tan pequeña que no puedo mostrarte dónde se encuentra.
Es mejor así. Mi estrella será para ti una de tantas estrellas. Así que
te gustará mirar todas las estrellas… Todas ellas serán tus amigas.
Más aún: te voy a hacer un regalo...
Rio de nuevo.
—¡Ah!, hombrecito, ¡me encanta escuchar tu risa!
—Justamente, ese será mi regalo… Será como con el agua…
—¿Qué quieres decir?
La gente tiene estrellas diferentes. Para unos, los que viajan,
las estrellas son sus guías; para otros no son más que lucecitas. Para
algunos que son sabios, las estrellas son problemas; para otros como
mi hombre de negocios las estrellas eran oro… Pero ninguna de
esas estrellas habla. Tú, sin embargo, tendrás estrellas como nadie
ha tenido…
—¿Qué quieres decir?
—Cuando mires el cielo por la noche, como yo viviré en una
de ellas, como yo reiré en una de ellas, para ti será como si

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todas las estrellas rieran. ¡Tú tendrás entonces estrellas que sa-
ben reír!
Rio de nuevo:
—Y cuando te hayas consolado (uno siempre se consuela) es-
tarás contento de haberme conocido. Serás siempre mi amigo y
tendrás ganas de reír conmigo. A veces abrirás la ventana, así,
por puro placer… y tus amigos se extrañarán de verte reír al mirar

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el cielo. Entonces les dirás: “¡Sí, las estrellas siempre me hacen
reír!” Y te creerán loco. Te habré hecho una mala jugada…
Y siguió riendo.
—Será como si yo te hubiera dado, en lugar de estrellas, un
montón de cascabeles que saben reír…
Y rio de nuevo. Luego se puso serio:
—Ya sabes… esta noche… no vengas.
—¡No te dejaré solo!
—Parecerá que sufro… parecerá un poco que me muero. Así
es. No vengas a ver, no vale la pena.
—No te dejaré solo.
Pero él estaba preocupado:
—Te lo digo también por la serpiente… No sea que te muerda.
Las serpientes son crueles. Pueden morder por placer…
—No te dejaré solo.
Pero algo lo tranquilizó:
—Es cierto que a ellas no les queda veneno para una segunda
mordedura…
Esa noche no lo vi ponerse en camino. Se escapó sin hacer
ruido. Cuando logré encontrarlo caminaba decidido, a paso rápido.
Solamente me dijo:
—Ah!, estás aquí…
Y me tomó de la mano. Pero se atormentó de nuevo:
—Has hecho mal. Vas a sufrir. Parecerá que estoy muriendo,
pero no será cierto…
Yo no dije nada.

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—Compréndelo. Es demasiado lejos. No puedo llevar mi cuer-
po allá, es demasiado pesado.
No dije nada.
—Pero será como una vieja cáscara abandonada. No son tris-
tes las viejas cáscaras…
Permanecí callado.
El principito se decepcionó un poco, pero hizo aún un esfuerzo:

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—Será agradable, ¿sabes? Yo también miraré las estrellas.
Todas las estrellas serán pozos con una polea enmohecida. Todas
las estrellas me darán de beber…
Yo seguía callado.
—¡Será tan divertido! Tú tendrás quinientos millones de cas-
cabeles, yo tendré quinientos millones de fuentes…
Y él también se quedó callado, porque estaba llorando…
—Es ahí. Déjame dar un solo un paso.
Pero se sentó, pues tenía miedo.
Dijo:
—Sabes… mi flor… soy responsable de ella. ¡Y ella es tan dé-
bil! Es tan ingenua. No tiene más que cuatro espinas para proteger-
se del mundo…
Yo me senté. No podía mantenerme más de pie.
Entonces dijo:
—Bien… Es todo…
Dudó todavía un poco. Luego se levantó y dio un paso… Yo
no podía moverme… No hubo más que un relámpago amarillo
cerca de su tobillo. El principito se quedó inmóvil un instante. No
gritó. Cayó lentamente como cae un árbol. No hizo ni siquiera rui-
do, debido a la arena.

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XXVII

Y ahora, hace ya seis años… Nunca había contado esta


historia. Los camaradas que me encontraron están contentos de
verme de nuevo con vida. Yo estaba triste, pero les decía: “Es el
cansancio…”.
Ahora me he consolado un poco. Es decir… no del todo. Pero
sé bien que el principito regresó a su planeta, ya que al despuntar el
día no encontré su cuerpo. No era un cuerpo tan pesado… Y por
las noches me gusta escuchar las estrellas. Son como quinientos
millones de cascabeles…
Pero sucede algo raro. Al bozal que dibujé para el principito se
me olvidó agregarle la correa de cuero. No habrá podido atarla al
cordero. Entonces me pregunto: “¿Qué habrá pasado en su planeta?
Puede ser que el cordero se haya comido la flor…”.
A veces me digo: “Seguramente no. El principito encierra su
flor cada noche bajo su globo de vidrio, y vigila bien a su corde-
ro…”. Entonces soy feliz. Y todas las estrellas ríen dulcemente.
A veces me digo: “Uno se distrae una que otra vez y con eso
basta. Olvidó, una noche, el globo de vidrio, o bien el cordero salió
sin ruido durante la noche…”. Entonces los cascabeles se transfor-
man en lágrimas…
Ahí hay un gran misterio. Tanto para ustedes que también
aman al principito, como para mí, nada en el universo sigue siendo

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igual si en algún lugar, no se sabe dónde, un cordero que no cono-
cemos se ha comido, quizás sí o quizás no, una rosa…
Miren al cielo. Pregúntense: ¿El cordero, sí o no, se ha comido
la flor? Y verán como todo cambia…
Y jamás ninguna persona grande comprenderá que eso verda-
deramente tiene importancia.
Este es, para mí, el más hermoso y el más triste paisaje del
mundo. Es el mismo paisaje que el de la página anterior, pero lo di-
bujé una vez más para mostrárselo a ustedes. Es aquí donde el prin-
cipito apareció en la Tierra, y después desapareció. Miren bien este
paisaje para que estén seguros de reconocerlo, si viajan algún día a
África, en el desierto. Y si les toca pasar por ahí, les suplico, no se
den prisa, esperen un poco, justo bajo la estrella. Si entonces un
niño viene hacia ustedes, si ríe, si tiene cabellos de oro, si no res-
ponde cuando se le interroga, adivinarán que es él. Entonces, ¡sean
gentiles! No me dejen así tan triste: escríbanme rápido que él ha
vuelto…

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Índice

I 9
II 11
III 16
IV 19
V 22
VI 28
VII 29
VIII 32
IX 36
X 38
XI 44
XII 46
XIII 47
XIV 51
XV 55
XVI 60
XVII 61
XVIII 64
XIX 65
XX 67
XXI 69
XXII 77

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XXIII 78
XXIV 79
XXV 82
XXVI 86
XXVII 96

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