Sol Linares
Sol Linares
Sol Linares
Yo tampoco, qué
tontería. Los caballos no cantan; piensan. Pero los he oído sonar. ¿Qué cómo
suena un caballo? Explicaré esto mediante el estatuto de la última borrachera
metafísica.
Llamo borrachera metafísica a la sincronización de dos o más seres
humanos que se afinan entre sí para producir en armonía un pensamiento
absoluta y emocionalmente orquestado bajo los efectos del alcohol. Estas
borracheras se dan a veces en el patio de Mamushka, entre el romero y una
mata de guayaba con escabiosis. Una conversación en la que cada uno, en la
trama de su ritmo y textura, aporta a la banda improvisada su instrumento: el
delirio. Viene a cuento porque, de cada una, van surgiendo fantásticos
estatutos. Como por ejemplo aquel estatuto memorable en el que dimos por
sentado, muy borrachos, que el color sí existe, que cómo es esa falta de
respeto a los colores, cómo que nada más son un fenómeno en que los objetos
absorben la luz y la reflejan. Respeten a los colores.
—Los objetos azules son azules y saben a azul, y mancharían todo de
azul si pudieran —concluimos.
Aquella noche los colores aplaudieron el argumento de los oradores y la
vida continuó llena de anarquía sentimental y dignos significados. Hasta hace
poco. La última borrachera metafísica se dedicó al sonido y decidimos, por
unanimidad, que el mundo suena.
Todo borracho que se respete se pone cósmico en algún momento de su
trance, así que argüimos que cuando el universo fue creado, cuando el átomo
se postuló como el máximo organizador de la materia, también incubaba en él
todas las notas musicales. ¿No es bello esto? Alguien, cualquier físico que no
esté borracho pudiera decir: el sonido es la propagación de ondas mecánicas
percibidas por un receptor. Coño, respeten a los sonidos, por lo que más
quieran.
—Nosotros, los anarquistas sentimentales del romero decimos: un
átomo suena.
Dentro de la composición del átomo se halla una disposición a sonar.
Luego los átomos se organizan de formas tan infinitas (una estrella, una silla,
un vaso, una lombriz) que producen eso que llamamos la armonía del universo.
Cada cosa en el mundo, desde la más pequeña hasta la más grande, suena. Si
usted se detiene en mitad del bosque todo su cuerpo percibirá la vibración de
cada ser, desde el corazón de los pájaros, las hormigas que devoran una
serpiente hasta las ramas que toca el viento, en un sonido aplastante. Un
huevo eclosionando, del que sale medio atontada la cabeza de una tortuga,
dentro de la cual también se están generando sonidos (los pulmones, el
estómago, etc), produce un sonido muy especial que se suma inmediatamente
al gran sonido del mundo.
Pudiéramos decir, poéticamente hablando (la poesía es la comprobación
espiritual del átomo), que es en la naturaleza de la composición de la materia
en la que reside la calidad de cada sonido. Rasgar un pétalo de una rosa suena
muy diferente a rasgar el pétalo de un libro, ¿no es cierto? Cada cosa suena de
forma muy particular, de manera que cada cosa produce su propia partitura.
¿Conocen las partituras del corazón? ¿Han leído en el pentagrama sentimental
los acordes del batir de alas de una libélula? ¿Cuáles son las notas que hay en
un beso? ¿Qué acordes produce la ira? ¿Cómo suena el suicidio? ¿A qué
suena la sociedad? ¿Qué notas hay en la guerra? ¿Qué notas hay en el llanto
de un niño? ¿En el aullido de un lobo? ¿Cuáles son las notas del alfabeto?
¿Qué notas tienen las voces de la gente que amamos?
Es que las personas también tienen su sonar.
Esta idea nos zafó la cabeza por un buen rato. Tanto, tanto, que Tilo no
pudo tocar la guitarra y eso es bastante decir. ¿Se ha preguntado usted cómo
suena? Hay personas estridentes, graves, agudas, chillonas, serenas,
percutivas. O lo que es lo mismo: hay personas-timbales, personas-guitarra,
personas-flauta, personas-xilófono, personas-tuba, personas-trompeta. Esa
marca rítmica que cada uno de nosotros posee en el fluir con la vida refleja, de
cierta manera, nuestra única y especial partitura: nuestro timbre de voz, la
forma de arrastrar una silla, cerrar una puerta, perseguir una cucaracha, gemir
en el sexo, decir te amo, sonar las pulseras, cruzar una pierna, reír, llorar,
rascarse la garganta. ¿Han conocido a personas-jazz? ¿Han conocido
personas-calipso? ¿Personas-reggae? Incluso, ¿sabía usted que suena distinto
en cada situación? ¿Sabía usted que cuando tiene pareja, se juntan dos
instrumentos musicales? Correcto, también hay parejas jazz, parejas vallenato,
parejas reggaeton. Pero, es que hasta la amistad es un asunto de saber sonar
con otro.
Tanto es sonar el mundo, que nuestra intolerancia a los seres humanos
en gran medida se debe a una intolerancia auditiva.
—A veces no estoy de humor para la gente —dijo Dano perplejo por su
descubrimiento en el que dejó ver que su misantropía radica en un problema de
oído—. Todo depende del oído con el que amanezca.
Así se nos fue la noche, cambiando leyes físicas por leyes
sentimentales. Por ahí Mamushka tropezó la guitarra de Tilo y Dano,
llevándose las manos a la cabeza, con esa gravedad de un monje borracho,
sonó:
—Una guitarra es como una persona narizona. Hay que tratarlas con
cuidado.
En fin. Nada es mudo. Ni siquiera el ojo que parpadea.
Fernando Aramburu llama a gente como ésta el lector evacuador. De él supe que
Hemingway tenía una biblioteca en su baño, que serían necesarias al menos 40.000
deposiciones para leer Orgullo y prejuicio, y que Lutero recibió una revelación divina
sentado al excusado. ¿Cómo, digo yo, podía Lutero leer y deponer en la época humana
de las letrinas? Si de niña sentía que la letrina de la casa de mi abuela me jalaba el
espíritu y que, en algún fatídico momento, aquel agujero negro hawkingniano terminaría
absorbiéndome y yo, pobre niña mestiza, caería sobre la mierda de todos mis
antepasados. Definitivamente la verdadera civilización se debe a dos grandes inventos:
en 1597 con John Harinton cuando inventó la taza del váter para la reina Isabel I de
Inglaterra, a quien debía parecer bastante enfadoso decomer con aquellos vestidos, y la
bombilla, que patentó Tomas Edison. Una combinación célebre que sepultó para
siempre la maldición de defecar a oscuras. Cabe imaginar, entonces, que a partir de ese
momento se multiplican los lectores evacuadores.
Sobre el arte de defecar y deponer, dice Fernando Aramburu lo siguiente:
En pocas palabras, se retira uno a devolverle al planeta (al noble humus de la corteza
terrestre) lo que le tomó prestado por vía oral y, quieras que no, leído cierto número de
páginas, sale uno de su provechosa soledad algo más culto e instruido.
Henry Miller —aunque ustedes no lo crean—, no conocía mejor lugar para leer un buen
libro que el corazón de un bosque. Mucho mejor al lado de un arroyo. En su momento
llegó a escribir “Consideraciones sobre el acto de leer en el retrete”, en el que admite
verlo como un hábito de su juventud al que más nunca visitó. Hace una crítica muy
hilarante del hombre modernista, a quien nunca le alcanza el tiempo para nada y cuando
va al baño aprovecha de descomer, pensar e informarse. Por qué no ofrecer —dice
Miller— una oración en silencio al Creador, una oración para agradecer el buen
funcionamiento de las tripas? Ofrecer una oración de este tipo —continúa— cuesta bien
poco tiempo, y además tiene la ventaja de sacar a Dante al aire libre, donde podemos
relacionarnos con él en términos de mayor igualdad. Estoy convencido de que a ningún
autor, ni siquiera a los muertos, le halaga la asimilación de su obra con el sistema de
alcantarillado.
Comulgo con el insensato de Miller en, tal vez, su único arrebato de sensatez. Me
niego leer en la poceta. Prefiero leer como Chaplin, con ropa, en una bañera semi
hundida en el agua.