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Medicina Monacal

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EPOCA MONACAL: ENSEÑANZAS.

MEDICINA DE 1200 A 1300

La novedad venía fraguándose, como


sabemos, desde que empezó a
constituirse la forma europea del
cristianismo, y distaba mucho de ser
vigorosa el año 1000; pero, como si el
temido milenario hubiese tenido
respecto de esa novedad alguna acción
estimulante, durante el siglo xi fueron
apareciendo los primeros signos
evidentes de un proceso que desde
entonces ya no había de interrumpirse:
la definitiva tecnificación de la medicina
medieval; la resuelta conversión en
verdadera médica, en un «saber hacer
según el qué y el por qué», en auténtica
técnica médica, por tanto, de lo que
hasta entonces sólo había sido
cuasitécnico «oficio de curar».
Explícitamente apoyada en una ciencia
del cosmos y del hombre, ya la medicina podía ostentar con algún fundamento
el honroso título de «filosofía segunda» con que San Isidoro, más profeta que
definidor, tan tempranamente la distinguió. Cuatro motivos se aunaron para dar
al siglo xi ese carácter de punto de partida: la autoexigencia, la arabización, la
secularización y la racionalización.

1. Autoexigencia. Movido por las varias notas en que se hace patente la


condición europea del cristianismo, el sabio y el médico se exigen más y exigen
más. La actitud de Richer de Reims ante las lecciones de Heribrando en Chartres
y el contenido mismo de éstas, con toda claridad lo demuestran. Pero todavía es
minoritaria tal actitud. A fines del siglo x, Gerberto de Aurillac, máxima figura
científica de la época, fue elegido papa (Silvestre II). Pues bien: ni siquiera su
condición papal alcanzó a protegerle contra la denuncia de cultivar la magia
negra y haber pactado con el diablo.

2. Arabización. Los sabios de Europa empiezan a conocer la ciencia árabe, y a


través de ésta gran parte de la griega. El paso del mismo Gerberto de Aurillac
por el monasterio de Pöblet (967- 970), donde pudo leer manuscritos
matemáticos árabes, es un hecho que a este respecto bien puede ser llamado
fundacional. mismos años, acaso un poco después, penetraba la Isagoge de
Ioannitius en el sur de Italia. Europa comenzaba a europeizar —para luego
unlversalizarlo— un saber no europeo.
3. Secularización. Durante los siglos xi y
xii, con Bernardo de Chartres, Thierry de
Chartres, Guillermo de Conches y Juan de
Salisbury, llegan a su ápice el nivel y el
prestigio de la Academia Carnotensis, la
Escuela capitular de dicha ciudad.
«Somos enanos, sí, pero estamos
sentados sobre hombros de gigantes, y
por eso podemos ver más lejos que ellos»,
enseñaba Bernardo, ya con clara
conciencia de lo que es el progreso
histórico. Pero a la vez que así florecía el
saber a la sombra de las catedrales, una institución médica de carácter secular
iniciaba su carrera ascendente y daba figura a un decisivo avance en la ciencia
y la práctica de la medicina: la famosa Escuela de Salerno.

4. Racionalización. La mentalidad que antes llamé «ordálica» va perdiendo


vigencia social. En 1216, el concilio de Letrán prohibe formalmente la ordalía y,
pocos años más tarde, Federico II Hohenstaufen —un hombre de mundo, no un
filósofo. La idea de «propiedad natural» ha ido penetrando en la intimidad de las
mentes. Vamos a estudiar, conforme a su historia externa, las etapas principales
y los principales modos concretos en que estos cuatro grandes motivos de la
tecnificación de la medicina —autoexigencia, arabización, secularización,
racionalización— fueron realizándose. Los capítulos subsiguientes nos harán
conocer de manera sistemática el contenido del saber médico así alcanzado y
las simultáneas novedades de su aplicación práctica.

La cultura medieval comienza con la victoria del cristianismo, proceso lentísimo


sucedido entre el reconocimiento oficial de la Iglesia por Constantino y el cierre
de la Escuela de Atenas por Justiniano, si bien su expansión fue lenta y
problemática.

A pesar de la oposición de cristianos extremistas, como Orígenes, triunfó la idea


de que la Iglesia debía aprovechar el pensamiento del helenismo e incluso que
deberían de utilizarse sus métodos de enseñanza; pero, al proclamarse heredera
del helenismo, hubo de adaptarse también a las posturas neoplatónicas
entonces dominantes .

Finalizado el proceso de decadencia de la tradición didáctica del helenismo, a


partir de los siglos IV y V, los monjes establecen una nueva estructura
fundamental para la vida social, económica y científica, marcando unas pautas
que perduran hasta bien entrado el siglo XII, tiempo todo este, en el que florece
la llamada Medicina monástica. Sus monasterios y abadías serían modelos de
vida piadosa, constituyendo, durante su existencia, los verdaderos centros de la
cultura de Europa. Fueron los benedictinos quienes se encargaron de trazar esas
pautas. San Benito de Nursia, que fundaba Montecassino el mismo año del cierre
de la Escuela de Atenas (529), no se había propuesto nada de esto, sino
simplemente, crear una forma de vida cristiana más perfecta.

Desde entonces la cultura europea dispuso de unos hombres que, de forma


voluntaria, se apartaban del mundo para constituir una sociedad restringida. La
medicina monacal nos ofrece una visión ejemplar de la estructura y esencia del
arte de curar de la Alta Edad Media. Esta época es símbolo, más que del nivel
del saber de la medicina de fines de la Antigüedad, de una integración cristiana
de sus materias y formas. Y, aunque apenas existe posibilidad de valorar en su
justa medida los adelantos efectuados por aquella y la influencia que tuvo en el
ulterior desarrollo del arte de curar, debido a la escasa investigación de sus
fuentes, se puede asegurar que, mientras que los tratados médicos no ofrecen
ningún desarrollo digno de mención, la especulación filosófica de la naturaleza
llega a una síntesis cada vez más importante de sus enciclopedias, de manera
que aquella se nos presenta como una etapa de la medicina de Occidente, en la
que por primera vez se presupone una antropología cristiana consolidada, cuyo
concepto del hombre y del mundo será influido en este mismo siglo por el
pensamiento racional aportado por el aristotelismo arabizado.

Es cierto que la idea que sobre el hombre existe, está tomada del bagaje cultural
tradicional, pero habrá de pervivir merced a los impulsos didácticos surgidos
entonces, principalmente gracias al espíritu de la Regula Benedicti, una clase de
vida espiritual que intenta llevar al hombre, frágil y perecedero, a la salvación
eterna. En el prólogo de la Regula vemos que este cambio del ser corporal de la
persona, es considerado, además de una oportunidad para alcanzar la eternidad,
una tarea que permite una nueva conformación del mundo. Durante siglos, la
Regula fue considerada “el libro fundamental de la convivencia medieval”. La
nueva norma de vida va a tener como consecuencia cambios de carácter
profesional dentro de la estructura del monacato: presidido por un abad, éste ha
de actuar como maestro y como padre, como pastor y en consecuencia, también
como médico. Preocupándose
por los sanos y por los
enfermos, el monje se
preocupa también por el alma
y por el cuerpo.

El hombre se ve entonces
obligado a mantenerse sano;
la enfermedad es un altar
sobre la que se purifica el
defectos natural y constituye
una especie de gracia cuando
es soportada con paciencia en
el nombre de Cristo. Esta
consideración especial del enfermo -
distinta a la que le otorgan las demás
culturas- en cuya persona se ve al
mismo Jesucristo, obliga al monje a
prestar un servicio activo y al abad a
organizar el cuidado de los enfermos,
para lo cual se requiere un lugar
adecuado y aislado, un servicio médico
organizado y, por fin, el instrumental
necesario. Como el movimiento
monástico se propagó rápidamente, la
forma de vida benedictina dejó de ser
una excepción.

En San Gregorio Magno, creador del


canto llamado gregoriano, tuvieron los
monjes “su” Papa y en la Regula
pastoralis, que éste escribió, el primer intento de extender a la Iglesia en general
los principios de vida que inspiraban a los claustros. Las escuelas monacales
pasaron a ser centros directores de la instrucción general. Desde muy pronto
destacan Reichenau, Turs, Salzburgo y Ratisbona aunque el máximo exponente
de la didáctica medieval es el monasterio de San Gall, en el que pareció
cumplirse el ideal de un universalismo cristiano. Puede decirse que el
movimiento monástico fue el primer “renacimiento” medieval, caracterizado por
la redacción de enciclopedias, copia y estudio de fuentes y formación de
bibliotecas; el segundo, el carolingio, instituido por Carlomagno, en cuyas
escuelas surgieron sabios abiertos a inquietudes tales como las relaciones entre
la fe y la razón, escuelas carolingias que consiguieron hacer de los monasterios
focos de cultura en medio de la desintegración general; el tercer “renacimiento”
en la Edad Media fue el llamado otoniano, por ocurrir durante el reinado de Otón
I, que significaría, fundamentalmente, el paulatino tránsito de las escuelas
monásticas a las catedrales, primer paso que conduciría a la creación de las
Universidades. A mediados del siglo XI todas las escuelas monacales, incluso
San Gall y Reichenau, que habían sido focos inimitables, sufrieron un eclipse.
Maestros y discípulos preferían las escuelas catedralicias, en donde gozaban de
mayor libertad y se hallaban en contacto con la sociedad hirviente de las
ciudades. Indirectamente, contribuyó a esta tendencia el movimiento de reforma
cluniacense, que restauraba la disciplina de la regla con todo rigor.

El monasterio de Cluny, fundado en el año 910 fue el primero de los hasta dos
mil que existían, sólo en Francia, en el siglo XII. Ha de admitirse que estos
monjes, gracias a la reforma de la disciplina, consiguieron dar un fuerte impulso
al monacato. A este equilibrio entre la actividad frente al mundo y la meditación
espiritual debe atribuirse el hecho de que continuara siendo accesible la cultura
de la Antigüedad, así como
que la lengua latina siguiera
manteniendo su vigencia por
estar al servicio de la liturgia.
Las indicaciones de la Regula
sobre el fomento de un
programa científico, además
de la oración y del trabajo,
fueron decisivas para la
medicina práctica.

Este estilo de vida -


caracterizada por su
moderación, disciplina y una
ordenación de las tareas
diarias reglamentada de
manera rítmica y razonable-
contribuiría a conformar el
Occidente europeo. El
movimiento monástico, con su
carga de tradicionalismo neoplatónico, tuvo en el siglo XII su última floración y
en San Bernardo su más fuerte paladín. La lucha entre éste y Pedro Abelardo es
algo más que un enfrentamiento entre la rigurosa defensa de la ortodoxia y un
sospechoso de herejía: chocaban dos concepciones distintas de la vida, una
apegada al simbolismo y la alegoría; otra, deseosa de abrir ventanas a la
razón11. El Cister, que fue la obra de San Bernardo más que del fundador
Roberto de Molesmes, produjo el último y, a la vez, el más influyente de los
alegoristas, Joaquín de Fiore, autor del Evangelio eterno. Interpretando el
Apocalipsis según una clave que decía haber obtenido por revelación, afirmaba
que la Iglesia de Cristo, de los obispos y los clérigos, sería pronto sustituida por
una Iglesia del Espíritu Santo, de los . Es sintomático que tal doctrina prendiese
en un sector tan sólo de la nueva floración de la vida religiosa, el franciscanismo
y que dicho sector, los fatricelli, fuesen separados de él como contrarios a la
recta interpretación de la regla. A caballo de un movimiento general que
preconizaba para la Iglesia el retorno a la pobreza primitiva, había surgido en el
tránsito de los siglos XII al XIII, una tercera dedicación al servicio de Dios, que
no se apartaba del mundo ni exigía siquiera el sacerdocio y el celibato para
integrarse en él. Así nacería la Orden Tercera de franciscanos y dominicos que
englobaba a un sector de laicos, que podían alcanzar la santidad viviendo en sus
casas. Al idealismo que inspirara a los monjes oponían los frailes este aspecto
de vida práctica. Las tremendas luchas que los franciscanos y dominicos
hubieron de librar, tanto en su propio seno como en los monasterios y la
jerarquía, son sólo índices de la profundidad de las transformaciones. Cambios
todavía más importantes se habían producido, desde el siglo XI, en la cultura
europea, siguiendo tres caminos que llevan a la sustitución de Platón por
Aristóteles, a la aparición de las Universidades y al desarrollo de las literaturas
en lengua vulgar. No hay exageración en afirmar que tales cambios constituyen
el fenómeno más importante de la Historia de Europa. El objetivo principal de la
vida monacal, como consta en sus reglas fundacionales fue, precisamente, el
cuidado de los enfermos de forma que, según indica una personalidad de la
categoría de Sigerist, el origen de los hospitales con esta prioritaria intención, es
cristiano y medieval, ya que el intento apasionado de los helenófilos para
demostrar la existencia de instituciones del tipo de los hospitales en los bastiones
fundamentales de la Antigüedad clásica -Atenas, Esparta, Alejandría, Roma-
puede darse ya hoy por fracasado12. Aún sin pruebas definitivas, hubo
investigadores que pensaron que el paso decisivo para el nacimiento del hospital
fue la cristianización de las casas de peregrinos paganas, griegas y judías, cosa
siempre negada por los eruditos cristianos. Otros, siguen considerando como
“precedentes de hospital” a las casas de peregrinos relacionados con el culto del
dios Asclepio, a lo que se podría objetar que en Epidauro, quizá el asklepieion
más famoso, no eran admitidos ni moribundos ni mujeres recién paridas, aunque,
por otro lado, hay que considerar el gran número de ofrendas y exvotos como
testimonio de las curaciones logradas. Sí hay que hacer notar la larga
pervivencia de estos asklepieia que dio lugar a una coexistencia con el
cristianismo que comenzaba, circunstancia que habría de producir curiosas
situaciones en una sociedad, en la que, por un lado perduraba el paganismo y,
por otro, se asentaba, ya pujante el mensaje de Cristo. Esta fase fascinante de
culto simultáneo a Asclepio y a Cristo ha sido desde hace mucho tiempo objeto
de muy diversas investigaciones. Sin embargo, lo único que hasta ahora se sabe
es que era usual el sueño en el templo (incubatio) en algunos santuarios
cristianos, como por ejemplo en Menuthis, cerca de Canopis, en Egipto, en
Seleucia -en Mesopotamia- y en varias iglesias de Constantinopla. Los nombres
y designaciones más
antiguos bajo los que
nos han llegado los
hospitales de la Edad
Media, señalan hacia el
Oriente: Pandokheion
(albergue de
peregrinos),
Xenodochium (albergue
de forasteros),
Nosocomium (casa de
los enfermos), por sólo
citar los más
importantes. Por tanto,
los filólogos estaban
completamente
convencidos de que la máxima ex oriente lux también tenía vigencia en lo que
concierne a la historia de los hospitales. De hecho, casi todas las primeras
noticias de fundaciones proceden de Asia Menor, Siria, Palestina y Egipto. Ello
podría explicarse, tanto por la superioridad cultural del Oriente, como por su más
prematuro inicio de cristianización, motivos, quizá, del traslado de la capital del
Imperio, en el año 330, de Roma a Constantinopla. Parece no ser cierto que el
emperador Constantino o su madre, Santa Elena, hubieran sido los creadores
del primer hospital cristiano, aunque sí que puede ser posible la existencia de
algunos de esta índole, antes del año 361, fecha del advenimiento del emperador
Juliano el Apóstata y de su edicto favoreciendo los cultos paganos. La primera
noticia concreta sobre un hospital cristiano data del año 370, en el que Basilio el
Grande fundó “un gran establecimiento para enfermos” ante las puertas de la
ciudad de Cesarea, en la Anatolia Oriental, aunque ya antes, había fundado un
monasterio en Annesi -cerca de donde se situaría su hospital- organizándole de
tal modo, que constituyó uno de los
primeros hospitales cristianos. En las
reglas, surgidas mucho antes que las
benedictinas de Occidente, se alude al
silencio, a la humildad, a la obediencia y
al trabajo, a la vida en comunidad y,
sobre todo, al amor a Dios y al prójimo.
El movimiento eremítico, con San
Antonio como uno de los pioneros, no se
organiza hasta que en torno al año 320,
Pacomio reúne a unos monjes en un
lugar al norte de Tebas, para el trabajo
y la oración comunitarios. Desde este
preciso momento existirían monasterios
cristianos que se extendieron
rápidamente en los países del área
mediterránea; Martín, en el año 371, agrupó en Tours a algunos monjes que
comenzaron a vivir en comunidad y San Agustín llevó la idea, en torno al año
388, hasta el Norte de África. En todos ellos siempre existió una íntima relación
entre la vida para uno mismo y la vida para la comunidad y, ante todo, la
dedicación a los enfermos. Hasta ahora la historiografía apenas había
considerado las raíces monacales del hospital, subrayando, en cambio, las
iniciativas fundacionales de los obispos, cosa que se explica por el hecho de que
la mayor parte de los autores que han estudiado los hospitales antiguos fuesen
religiosos. De lo que, en verdad no hay duda, es de la existencia de factores
monacales decisivos para el desarrollo de los hospitales. Las noticias de
fundaciones constantinopolitanas son las más importantes. Después de que en
el año 391, el cristianismo llegara a convertirse en religión oficial, abundaron las
fundaciones para pobres, huérfanos y enfermos, especialmente frecuentes
durante los reinados de los emperadores Teodosio II y León el Grande (457-
474), de Justiniano y Teodora
(527-565), de Basilio Macedo
(867-886), Constantino VII
(913-959) y Alejo (1081-
1118). Esta tradición imperial
propició la aparición en
aquella época de un gran
hospital, del que se poseen
muchos datos gracias a un
reglamento interno que ha
llegado a nuestros días: el
Typikon. Dicho hospital,
dedicado a Cristo
Pantokrator, fue fundado en
torno al año 1136, por el Basilio Juan II Comneno y se caracterizaba por una
peculiar triada de construcciones, la “triada comnénica”, consistente en una
suntuosa iglesia -emplazamiento de la tumba de la dinastía- un monasterio para
el culto a los muertos y un hospital. El hospital del Pantokrator muestra la
tradición hospitalaria bizantina en uno de los puntos culminantes de su
desarrollo. Las primeras noticias de hospitales cristianos en el occidente europeo
se remonta en Alemania a la época carolingia; en España se conoce la existencia
de un xenodoquio del imperio visigodo que fundara en Mérida el obispo Masona,
el año 580. En Italia, los comienzos son anteriores: Fabiola erigió un hospital en
Roma antes del año 399 y Pamaquio hizo lo propio, en Ostia, en torno al año
395. Hasta ahora ambos eran considerados los primeros, la auténtica iniciación
de la tradición hospitalaria en la Europa occidental. Otra de las fundaciones
hospitalarias episcopales, ésta en Francia, a cargo del obispo Landerico, sería
el germen del que, con el tiempo, sería el famoso hospital, el Hotel Dieu (“casa
de Dios”). Después del año 500 creció rápidamente el número de xenodoquios
en la Galia, alcanzando una cifra que, sólo mucho tiempo después, lograrían
otros países de Europa. Ello guarda relación con sucesos político-eclesiásticos:
Los galorromanos ortodoxos, que habitaban en el centro de la Galia habían
quedado rodeados por germanos paganos en el norte y por ostrogodos y
visigodos arrianos. Los mismos galorromanos favorecieron la entrada de los
francos y en el año 486, Clodoveo, su rey, fue bautizado y así, junto al cristiano
emperador de Oriente, surge en Occidente otro poderoso defensor de la fe,
circunstancia con la que se perfila más claramente la victoria de la Iglesia romana
frente al arrianismo germano. A consecuencia de esta entente surgen
numerosos xenodoquios para pobres, enfermos, peregrinos, incluso leprosos,
fundados no solamente por galorromanos sino también por germano-francos y
por los mismos reyes merovingios; existen pruebas de que en ellos había
religiosos, enfermeros y enfermeras e incluso, también, nodrizas para los
lactantes y, quizá, incluso médicos, aunque esto sólo ha podido ser probado en
el de Clermont. La invasión de los árabes por el sur y la aparición de los vikingos
en las costas nórdicas , unido a las luchas intestinas, sumieron a la Galia
cristiana en la irreligiosidad y la anarquía, dando lugar, entre otras desgracias, a
la desaparición de los hospitales del sur, permaneciendo sólo los carolingios
dependientes de los monasterios del norte. A raíz de la proclamación de
Carlomagno como emperador de Roma y necesitado del apoyo de la Iglesia para
lograr la unidad del Imperio, se afanó en reforzar la posición del clero, sobre todo
de los monasterios y, la instrucción de los monjes; esta reforma de la enseñanza
tuvo como correlato una profunda renovación de los monasterios. En relación
con esta reforma se halla el más importante documento de la historia de los
hospitales carolingios; el plano de un monasterio ideal conservado en San Gall,
copiado en torno al año 820 de un modelo desconocido, cuya investigación, aún
en curso, arrojará mucha luz sobre el origen y funcionamiento de los hospitales
medievales y su relación y dependencia con los monasterios. La soledad,
situación ideal para el cultivo de la vida interior y la pobreza, fueron sustituidos
en muchos benedictinos por la riqueza y el poder, obtenidos al servicio de los
príncipes y próceres. Había que huir de nuevo del mundo. Poco después del año
900, una docena de ellos recalarían en el recién fundado monasterio de Cluny,
donde floreció un monacato modelo, que, en su devenir, llegaría a ser el más
importante santuario de la cristiandad. Lástima que esta grandiosa segunda
reforma de la orden benedictina no lograra evitar, a la postre, una nueva huída
de los monasterios. Aún habría una tercera búsqueda del retiro y del silencio de
los benedictinos: en el año 1075, nos encontramos a Roberto y sus siete monjes
en el inmenso bosque al este de París; veinte años más tarde, agredida su
soledad, huyeron a la región pantanosa de Borgoña, donde surgiría Citeaux, que,
más tarde, daría nombre a la Orden. En 1115, el monje Bernardo saldría otra vez
de allí con los suyos para abandonar el mundo: había surgido Claraval, que
pronto sería el centro de la Orden cisterciense. Sin embargo, a partir del Concilio
de Clermont, en el año 1130, llegaría el fin de la medicina monástica al serle
prohibida a los monjes la práctica de la medicina porque les apartaba de sus
objetivos espirituales. Este es un buen momento para finalizar este apresurado
esbozo del legado inmaterial del cristianismo a la Medicina, cuyo espíritu, hoy
día aparece más y más
desdibujado, al menos
en ciertos ambientes.
Desde la ética
hipocrática al
humanismo cristiano,
muchos médicos
hemos vivido nuestra
trayectoria profesional,
imbuidos de esa
influencia benéfica que
ejerció el cristianismo
en el arte de curar,
apostando por una medicina impregnada de un verdadero humanismo, término
definido simple y atinadamente por Heidegger con las siguientes palabras:
Humanismo puede ser, pensar y cuidar que el hombre sea humano y no
inhumano.
Bibliografía

1. BEAUJOUAN, J., “Visión sinóptica de la ciencia medieval en Occidente”,


en Historia Universal de la Medicina, Salvat Ediciones, Barcelona 1972, t.
III, pp. 151-163.
2. FERNÁNDEZ DUEÑAS, A., “Maimónides médico”, en Boletín de la Real
Academia de Córdoba (BRAC), 120 (1991) 143-156.
3. FERNÁNDEZ DUEÑAS, A., “La ética médica en la Plegaria de
Maimónides”, en BRAC, 129 (1995) 237-245. - FERNÁDEZ DUEÑAS, A.,
“Reflexiones sobre Medicina Humanística”, en www. evangelio hoy.com,
enero-diciembre, 2011.

ZAREMNIA.O.

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