Estudio Bíblico Título - Eliseo y Los Sirios 2 Reyes 6 - 8 23
Estudio Bíblico Título - Eliseo y Los Sirios 2 Reyes 6 - 8 23
Estudio Bíblico Título - Eliseo y Los Sirios 2 Reyes 6 - 8 23
— ¡No puede ser; alguien nos está engañando! Esta operación militar era un secreto absoluto. ¿Cómo es
posible que el enemigo se haya enterado de todos los detalles?
El rey acaba de enterarse de que sus planes bélicos han fracasado otra vez. El enemigo lo estaba
esperando con un gran ejército. Cada vez que el rey de Siria envía por sorpresa a su ejército para invadir
el territorio de Israel, encuentra que un buen contingente de tropas del enemigo lo está esperando en el
lugar que él ha planeado en secreto.
— ¡No importa! — dice el rey de Siria. Voy atacarlos por este otro lado. Y esta vez, nadie podrá enterarse.
Pero cuando lo hace, encuentra que nuevamente un numeroso regimiento lo está esperando, apostado en
un lugar bien estratégico. El rey llama a una reunión a su consejo de ministros y generales. Está muy
preocupado. Cada vez que él intenta una maniobra militar, el rey de Israel se entera y lo espera con un
fuerte destacamento. El rey empalidece de cólera delante de su Estado Mayor. Está convencido de que
alguno de sus ministros o generales lo está traicionando. Acusa a su consejo de ministros de que entre
ellos hay un "vendido". Empieza a mirar a cada uno de sus delegados. "¿Será posible que sea aquel oficial?
No, no puede ser. ¿Será posible que sea ese general? No, él tampoco puede ser. Pero entonces, ¿quién
es?", piensa para sí, mientras recorre con su vista a los presentes en su sala real.
— ¿Quién me está traicionando? — exclama con su voz fuerte y enojada. Espera que alguno de ellos acuse
a otro. Hay completo silencio.
— ¿Es que nadie me va a decir quién es el soplón? ¿Saben ustedes qué hacemos en Siria con los traidores?
— ¡Cuando lo encuentre lo pondré como escarmiento para que todos sepan que no hay que ser desleal a la
patria!
— ¿Quién de ellos? — pregunta el monarca, señalando con su dedo índice los rostros pálidos de los
ministros y militares.
— El profeta Eliseo que está en Israel le declara al rey de Israel todas las palabras que tú hablas en tu
dormitorio.
Sus ojos brillan con furor. Su rostro está enrojecido. Extiende su mano y dice:
— ¡Que lo arresten!
No se nos informa el nombre de aquel servidor del rey, pero muy probablemente ha escuchado la historia
de la curación milagrosa del famoso capitán Naamán. El rey sonríe. "Muy fácil", piensa para sus adentros.
Y alzando la voz ordena:
Le informaron que estaba en Dotán, y el rey envía un tremendo ejército para capturarlo. A veces, el ser
humano demuestra su falta de sensatez y discernimiento en forma más evidente que otras. Parecería que
al rey no se le ocurre que si el "iluminado" lo sabe todo, quizás no sea tan fácil de capturar. Para empezar,
el profeta sabría en ese mismo momento que el rey está planeando apresarlo.
Los detalles son interesantes. El versículo 14 nos relata que "el rey envió allá gente de a caballo, carros y
un gran ejército, los cuales llegaron de noche y rodearon la ciudad". El cerco era perfecto.
— ¡De aquí no se escapa nadie! — asegura un experimentado capitán veterano de muchas guerras.
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El asedio es completo. Los carros de guerra están colocados en los puntos estratégicos. Los soldados hacen
una cadena humana que rodea la ciudad. Para que no exista posibilidad de escape, la caballería ha sido
colocada en forma ordenada rodeando la ciudad.
Aquella noche, los soldados se mantienen alertas preparándose para la mañana siguiente.
— Esta acción va a ser muy sencilla — comentan los guardias. Nos llevará unos pocos minutos. Nuestro
ejército es 20 veces más grande que el de ellos.
— Parece que hay un hombre que se llama Eliseo que tiene poderes extraordinarios. Dicen que hay una
divinidad que lo protege y que le ha dado poderes sobrenaturales.
En la ciudad de Dotán, el profeta Eliseo duerme profundamente. No descansa porque ignora el peligro.
Reposa apaciblemente porque sabe que el Señor está en su trono.
Al rayar el alba, como era su costumbre, el sirviente de Eliseo se levanta. Se lava la cara, viste sus ropas y
se prepara para salir de la ciudad. Al salir de la casa, ve que los vecinos corren de casa en casa todos
alarmados.
Cuando oye las noticias, no lo puede creer. Camina unas pocas cuadras cuesta arriba, y desde allí, por
encima de los muros de la ciudad, puede ver con sus propios ojos la causa del pánico. Un ejército
tremendo está rodeando la ciudad. Reconoce los colores de los baluartes del ejército sirio. El criado
empieza a temblar. Sabe lo que esto significa. Él no ignora que los sirios, como todos los grandes ejércitos,
al tomar una ciudad, matan a los hombres y a los ancianos. Vence por fin la parálisis que
momentáneamente le afectó y corre hasta la casa. Abre la puerta con brusquedad y empieza a los gritos:
El hombre de Dios está tranquilo. Trata de apaciguar a su sirviente, pero no puede. El sirviente sigue
gritando:
— ¡Ay, señor mío! ¡Se nos vino "el fin del mundo"!
Por fin, el profeta lo toma con su mano recia y le pregunta como si no supiera nada:
— ¿Qué pasa?
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El sirviente le cuenta los detalles. No sólo la ciudad está rodeada de soldados sino que, en su temor, el
siervo ve los guerreros dos, tres veces más grandes de lo que son. Los caballos le parecen del tamaño de
elefantes. ¿Verdad que nosotros también somos así? Vemos las cosas fuera de proporción. Nos
atemorizamos sobremanera de todo lo que pudiera pasar, aunque, en general, nunca pase nada.
La respuesta de Eliseo demuestra que él sabe exactamente lo que está sucediendo. Eliseo, sin haber salido
de la casa, sabe más que su sirviente que ha hablado con muchos vecinos y ha mirado hacia fuera de la
muralla. Eliseo le dice a su siervo con toda tranquilidad:
— "No tengas miedo, porque más son los que están con nosotros que los que están con ellos" (2 R 6:16).
— Pero mi señor — dice el siervo —, usted no ha visto el ejército que está allí afuera. Son 10 ó 20 veces
más que los que estamos aquí en la ciudad. ¿Y qué pasa si a la gente de la ciudad se le ocurre entregarnos
a usted y a mí al enemigo, en vez de pelear?
Eliseo, sin duda, conocía el (Sal 27:3,14): "Aunque acampe un ejército contra mí, mi corazón no temerá.
Aunque contra mí se levante guerra, aun así estaré confiado... Esfuérzate, y aliéntese tu corazón. ¡Sí,
espera en el Señor!". En nuestra vida, muchas veces nos sentimos como si estuviéramos rodeados de
ejércitos enemigos que nos quieren destruir, y nos atemorizamos. Tenemos temor de los ejércitos, del
miedo al futuro, del pánico a la enfermedad, del pavor a la pobreza, del espanto a la soledad. Y la lista
continúa.
— Señor, ¿qué podemos hacer? ¡Ellos son tantos! ¿Y usted me dice que "son más los que están con
nosotros que los que están con ellos"?
Por un momento el sirviente piensa que su señor ha perdido el juicio. ¡Cómo pueden ser más si los
enemigos son tantos!
Muchos siglos después, se producirá un evento que tiene ciertas similitudes con este. Jesucristo va a ser
entregado. Uno de los discípulos, Pedro, a quien podemos comparar con el siervo de Eliseo, saca su espada
para defender a su amado Maestro. Jesús le dice: "Vuelve tu espada a su lugar, porque todos los que
tomen espada, a espada perecerán". Y luego agrega una frase que para Pedro puede haber sido
incomprensible: "¿O piensas que no puedo invocar a mi Padre y que él no me daría ahora mismo más de
doce legiones de ángeles?" (Mt 26:53). Las palabras de Jesús indican que los que estaban con él eran más
que sus enemigos, pero aun así él rehúsa llamar a las legiones de ángeles, porque estaba dispuesto a
hacer la voluntad de su Padre.
Eliseo invita a su sirviente a orar. El siervo mira hacia arriba con una actitud de falsa piedad y piensa
dentro de sí mismo: "¿De qué me sirve orar si hay un ejército que nos rodea?". Sin embargo, el profeta de
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Dios se arrodilla y ora. Cuando lo hace, vemos en su rostro una calma perfecta. No tiene temor.
Observamos en su faz la expresión de aquel que experimenta "la paz que sobrepasa todo conocimiento".
Con confianza dice: "Te ruego, oh Señor, que abras sus ojos para que vea" (2 R 6:17). Eliseo podría haber
pedido que el enemigo fuera hecho pedazos o que desapareciera como humo. Podría haber pedido que
cayera sobre ellos una plaga que los matara. Podría haber suplicado que cayera fuego del cielo. Pero Eliseo
pide lo que sabe que tiene que pedir: que su siervo pueda ver. Aquí es donde esta historia nos habla al
corazón. ¡Qué necesidad tenemos nosotros de poder ver un poco más allá de lo que tenemos frente a
nuestros ojos! Nos podemos preguntar si el siervo del profeta tenía la posibilidad de percibir lo que el
profeta percibía. Y la respuesta es sí. Al tener la oportunidad de estar tan cerca de un hombre de Dios
tenía mayor preparación y mayores responsabilidades espirituales (Stg 3:1). Él debería haber recordado
las palabras del (Sal 3:6): "No temeré a las decenas de millares del pueblo que han puesto sitio contra
mí".
Mientras Eliseo ora, se produce un milagro. El siervo, que tenía los ojos bien abiertos cuando el varón de
Dios oraba, empieza a ver algo impresionante que no había visto antes.
"El Señor abrió los ojos del criado, y este miró; y he aquí que el monte estaba lleno de gente de a caballo
y carros de fuego, alrededor de Eliseo" (2 R 6:17). Note que las Escrituras no nos dicen que el Señor abrió
los ojos de Eliseo. El varón de Dios ya los había visto. El Señor le había mostrado a su siervo que no estaba
solo.
No podemos dejar de pensar en las palabras del rey Ezequías cuando la ciudad estaba rodeada por el
ejército enemigo de Senaquerib. En ese momento, Ezequías animó al pueblo diciendo "Esforzaos y sed
valientes; no temáis ni desmayéis ante el rey de Asiria, ni ante toda la multitud que viene con él; porque
más poderoso es el que está con nosotros que el que está con él" (2 Cr 32:7).
Los ojos del criado se abren tanto que parecen a punto de salirse de sus órbitas.
— Señor Eliseo, ¡mire usted! ¡Es increíble! ¡Mire el tamaño de esos caballos de fuego, observe la
corpulencia de esos guerreros, vea esos carros tan grandes! ¡Hay carros por todas partes!
Si los sirios creían que nadie se podía escapar del cerco que habían formado, ahora Eliseo y su siervo
tienen en claro que nadie podrá pasar la barrera defensiva que Dios ha provisto. El salmista dice: "El ángel
del Señor acampa en derredor de los que le temen, y los libra" (Sal 34:7). Me imagino al siervo de Eliseo
diciéndole a su amo:
— Señor, ahora que sabemos que "somos más", cómo me gustaría subirme a la parte más alta de la ciudad
y hacer gestos para provocar al enemigo y decirles que vengan, que les vamos a dar una lección.
Lo más natural para el siervo de Eliseo hubiera sido que Dios utilizara su ejército para atacar a los sirios.
Por supuesto, si esto hubiera acontecido así, se hubiera provocado una enorme matanza de todo el ejército
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enemigo. Pero Dios, en su misericordia, tiene otro plan. El Señor "no quiere la muerte del impío". Pero los
sirios, que nada saben del ejército protector, deciden atacar.
El ejército se pone en movimiento hacia la ciudad. Esperan que, en cualquier momento, se disparen contra
ellos cientos de saetas mortales desde los altos muros de la ciudad. Pero no pasa nada. Siguen avanzando.
La tropa, la caballería y los carros en movimiento hacen un ruido atronador. Desde la muralla, los
pobladores de la ciudad ven con terror al enemigo que se aproxima. Sus cascos resplandecen con la luz de
la mañana. Todos parecen grandes y fuertes. Sus rostros arrugados e implacables expresan múltiples
sensaciones. Son valientes; son crueles. Están acostumbrados a matar sin sentir nada.
El avance se detiene. Los carros de guerra se arremeten entre ellos. En vez de ir hacia adelante, van hacia
los costados o retroceden. La caballería sufre un completo desconcierto. Unos van para atrás, otros hacia
los costados. Se atropellan entre ellos mismos. Los israelitas observan desde los muros y quedan
maravillados. El ejército enemigo actúa como si todos hubieran enloquecido al mismo tiempo. Las espadas
y lanzas caen al suelo. Los soldados están extendiendo sus manos hacia delante, como si trataran de
palpar el aire.
De pronto, se abre una de las puertas laterales de la ciudad y sale un hombre solo. Es el profeta Eliseo.
Camina con toda tranquilidad hacia donde está el comandante en jefe del ejército. La gente que está
observando desde la muralla se lleva las manos a la cabeza y exclama:
— ¡Está fuera de sí, ha perdido el juicio, está demente! ¡Lo van a matar!
Pero el varón de Dios sigue caminando hacia el ejército enemigo. Cuando llega donde está la tropa, camina
con toda tranquilidad entre los soldados. Desde adentro de las murallas no lo pueden creer. Se aproxima al
comandante, lo toma por la mano y le dice:
— Seguidme, y yo os guiaré a donde está el hombre que buscáis. Y lo empieza a dirigir. Sus hombres
comienzan a seguirlo como pueden. Se van alejando. A la distancia parecen un camino de hormigas. Es
como si todos estuvieran hipnotizados. Alguien ha dicho que es una ceguera muy especial, porque les
permite seguir al profeta. Quizás iban todos tomados de la mano.
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Por fin llegan al destino. Han caminado unos 18 kilómetros. Llegan a la ciudad de Samaria. Dado que están
ciegos, no pueden ver las fuertes murallas defensivas de esa ciudad edificada por el rey Omri. Con el calor
del sol, la caminata se hace dificultosa. Con una sonrisa en sus labios y con un "tono de voz" burlón, Eliseo
repite una y otra vez: "Seguidme y yo os guiaré donde está el hombre que buscáis".
La gente de la ciudad se alarma. Sucede que viene un ejército hacia ellos y entra en la ciudad. Delante de
todos va el profeta Eliseo. Los sirios se han tomado de la mano y han seguido en una cadena humana al
varón de Dios. Él los ha llevado al corazón de la ciudad. El comandante sirio le pregunta adónde los lleva y
Eliseo responde nuevamente que los lleva hacia donde está el hombre que buscan.
Entonces el profeta suelta la mano del comandante. Quizás se arrodilla. Levanta los ojos al cielo y dice:
"¡Oh Señor, abre los ojos de estos para que vean!" (2 R 6:20).
Por supuesto, el profeta Eliseo sabía lo que iba a hacer. Si hubiera planeado matarlos, habría sido más fácil
ejecutarlos mientras estaban ciegos, de modo que no pudieran defenderse. Ahora están allí, en la plaza
principal de la ciudad. Un ejército bien armado los está rodeando.
Desde la multitud se oye el vozarrón de los oficiales de su ejército, que están listos para dar la orden de
matarlos sin compasión. Unos gritan:
Otros profieren:
Los soldados sirios están temblando. Saben que no tienen posibilidad de escapar. Están completamente
rodeados y no ignoran que Eliseo puede cegarlos de nuevo y que ese será el fin. Pero la voz del profeta de
Dios se escucha firme y terminante:
— No los mates. ¿Matarías a los que tomas cautivos con tu espada y con tu arco? Pon delante de ellos pan
y agua para que coman y beban, y se vuelvan a su señor.
Vemos aquí un aspecto del corazón bondadoso de este hombre que es duro, pero también compasivo. Un
hombre que actúa dependiendo de la voluntad de Dios. De ese Dios que es lento para la ira y grande en
misericordia. Un hombre que ha aprendido algo del carácter del Dios a quien él sirve. Cientos de años
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después, Jesús de Nazaret estará en una cruz. Sus enemigos se mofarán de él, pero él intercederá por
ellos diciendo: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen" (Lc 23:34).
¡Qué sorpresa cuando estos hombres, que esperan ser ejecutados, reciben alimentos y cuidados! ¡Qué
contraste en el desenlace final! Dicen las Escrituras: "Entonces se les hizo un gran banquete. Y cuando
habían comido y bebido, los dejó ir; y se volvieron a su señor" (2 R 6:23).
Parecería que el profeta Eliseo, cientos de años antes que el apóstol Pablo, practica el principio asentado
en (Ro 12:20): "Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; y si tiene sed, dale de beber; pues haciendo
esto, carbones encendidos amontonarás sobre su cabeza. No seas vencido por el mal, sino vence el mal
con el bien".
El sirviente de Eliseo ha aprendido una lección que nunca olvidará. Dios está en el trono y protege a sus
hijos.
Los soldados vuelven ahora a su país. Mientras caminan el largo sendero de regreso, cada uno de ellos
podría decir: "Hay un Dios verdadero en Israel. Jehová de los Ejércitos es su nombre".
A pesar de la severidad que se ve en la vida de Eliseo, aquí vemos el corazón de un Dios que perdona una
y otra vez. En tres ocasiones distintas, las vidas de los sirios son perdonadas.
En primer lugar, cuando el ejército invisible pero real de las huestes de Dios no consumen a los enemigos
del profeta.
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En segundo lugar, cuando quedan ciegos. El haber dejado ciego a todo un ejército en un país desierto
significaría su muerte en pocos días por falta de agua.
En tercer lugar, son perdonados en Samaria, cuando quedan a merced del rey de Israel. Notamos aquí
nuevamente el principio que enseña que las misericordias de Dios son nuevas cada mañana y que su
fidelidad es grande.
Cómo confiar en un Dios cuyo poder es mayor que los poderes humanos.
¿Qué situaciones de temor frente a un enemigo tiene o ha tenido en su vida? ¿De qué manera el
Señor lo ayudó a conducirse en esas situaciones?
¿De qué manera lo ha ayudado la oración a vencer sus temores? Trate de hacer un listado de
situaciones específicas que pueda compartir con otros.
¿Debe el cristiano actual responder con el bien a aquellos que le hacen daño, como lo hizo Eliseo?
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