Pensar Sin Certezas
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Pensar Sin Certezas
Apéndice
La filosofía y los medios
El marketing filosófico
El período de la historia de la filosofía que nos interesa en este libro pareciera
caracterizarse, en algunos casos, por un cambio en las relaciones de este
pensamiento con los medios de comunicación masiva; no sólo gráficos sino también
radiales, televisivos o informáticos. Hacia 1977, por ejemplo, Gilíes Deleuze
llamaba la atención acerca de la “novedad” que representabanlos “nuevos filósofos”
en Francia, y lo hacía en términos que describían con bastante precisión una
tendencia que se irá acentuando con los años en otras partes del mundo: “Ellos
introdujeron en Francia el marketing- literario o filosófico en lugar de hacer una
escuela” (como sucedía todavía en los años ’60 con las diversas “vanguardias”
típicas de ese país). Este marketing, aseguraba Deleuze, tiene sus principios
particulares: “Es necesario que se hable de un libro y que se haga hablar, más de
lo que el libro mismo habla o tiene para decir. En última instancia, es preciso que
la multitud de artículos de periódicos, de reportajes, de coloquios, de emisiones
de radio o de televisión reemplacen al libro; que bien podría no existir.” Es
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por eso que, según este pensador, los “nuevos filóspr fos” se preocupaban menos por
el libro propiamente dicho que por los artículos periodísticos que se refieran a
él, las emisiones a las que deberían asistir, los grandes reportajes a conceder o
las mesas redondas en las cuales participar. La estrategia de marketing comienza,
por esos años, a desplazar las propias ideas filosóficas.
Unos años más tarde, François Lyotard proponía en la introducción a su libro El
diferendo una evaluación semejante de la situación: “En el siglo próximo no habrá
más libros. Demasiado largos para leer, cuando el éxito consiste en ganar tiempo.
Se llamará libro a un objeto impreso cuyo ‘mensaje’ habrán difundido primero los
medios, un filme, un reportaje periodístico, una emisión televisada, una casete,
junto con el nombre y el título, y la venta gracias a la cual el editor (que habrá
producido también el filme, el reportaje, la emisión, etc.) obtendrá un suplemento
de beneficio, porque la opinión será que hay que ‘tenerlo’ (luego, comprarlo) a
riesgo de pasar por un imbécil, a riesgo de ruptura del lazo social,¡cielos!”
Tal vez Lyotard haya escrito estas palabras irónicas, pero también amargas, tras el
notable “éxito” de su libro La condición posmoderna. Pocas publicaciones
filosóficas, en efecto, han tenido un eco mediático tan amplio, pocas han sido tan
discutidas, alabadas y vilipendiadas, tema de artículos, comentarios, reportajes y
mesas redondas, casi sin haber sido leído, hasta el punto que Lyotard publicará
años más tarde, y con el objetivo de despejar (inútilmente) el malentendido que
rodeó su libro, una segunda versión, cuyo título asumía ya un tono más burlón: La
posmodernidad explicada a los niños.
' La filosofía actual
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¿Pero Lyotard había logrado hacer pasar su “mensaje”? No cabe duda. Durante años su
idea de un “fin de los grandes relatos”, sobre todo del relato hegelia- no-marxista
de la historia, se convirtió en un lugar común de las publicaciones culturales y de
algunos medios de comunicación masiva. ¿Por qué se quejaría entonces Lyotard? Es
que el malentendido comenzaba justamente aquí, hasta el punto que aquel “éxito”
mediático tiene todo el aspecto de un “fracaso”, al menos desde una perspectiva
estrictamente filosófica. Porque habría que preguntarse si un mensaje mediático
puede confundirse con un enunciado filosófico. Y es lo que muchos filósofos, en
nuestros días, se preguntan con mayor insistencia. Intentemos ver, entonces, qué
tienen en mente, por lo menos a grandes rasgos.
En general, un mensaje es una proposición acerca de algo. Supongamos que le
comunico a alguien: “llueve”. Como hubiera dicho Frege, este enunciado es verdadero
si efectivamente llueve en el momento que transmitimos el mensaje. Por
consiguiente, las condiciones de verdad de ese enunciado dependen de una
verificación. Desde esta perspectiva, una proposición es verdadera o falsa si
concuerda o no con un estado de cosas, como sucede con una noticia periodística.
Por supuesto, los filósofos del giro lingüístico dirán, como vimos, que ese estado
de cosas era, desde el principio, una interpretación. De manera que aquel enunciado
se refiere a una construcción previa yjamás a un hecho positivo. En este caso, ya
no se dirá que el enunciado es verdadero o falso sino verosímil o inverosímil. Pero
se refiera a un hecho o a una construc- ción, lo que se preguntan algunos filósofos
como De- leuze o Michel Meyer es si un enunciado filosófico puede concebirse como
una proposición atómica v re-
La filosofía y los medios
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ferencial de esta características, y si las verdades filosóficas pertenecen al
orden de la designación.
Los propios filósofos del lenguaje consideran otra posibilidad. El enunciado
“llueve” puede ser una respuesta a una pregunta, por ejemplo: “¿Salimos a dar un
paseo?” Aquel enunciado, por consiguiente, ya no es tanto una afirmación acerca de
un estado de cosas sino una respuesta negativa a una cuestión (nótese que en este
caso la respuesta “llueve” ya no implica un presupuesto o un prejuicio no
tematizado sino una pregunta, un enunciado que en vez de ser una afirmación o una
negación acerca de algo tiene la forma de un interrogante). justamente, en
filosofía uno se pregunta cuál es el tema en cuestión: los enunciados acerca de ese
tema son respuestas a una problemática, a una manera de interrogarse! Pero
supongamos que tomamos el enunciado aislado o separado de la pregunta a la cual
responde, es decir, a la manera de un mensaje: lo más probable es que lo
confundamos con una afirmación acerca de un estado de cosas, ya que nada nos
permite adivinar en él a qué pregunta está respon: diendo. Los enunciados
filosóficos, dirán algunos, son de este tipo: responden en general a un problema, o
lo plantean. Ahora bien, lo importante, en este caso, va no es si ese enunciado
concuerda o no con un estado de cosas sino si responde o no a una problemática
precisa. A lo sumo habrá que evaluar si ese enunciado, considerado como la
respuesta a un problema, es pertinente o no, relevante o no.
Para comprender mejor esto, supongamos que se nos plantea un problema de este tipo:
una persona va llenando una caja con paquetes de veinte cigarrillos; la cantidad de
cigarrillos negros y rubios es la misma; a cada segundo duplica la cantidad de
paquetes que ya
La filosofía actual
hay en la caja (sí había dos, pone otros dos; como ahora hay cuatro, pondrá otros
cuatro, y así sucesivamente, de modo que su trabajo avanza según una progresión
geométrica: 2, 4, 8, 16..., es decir, según la serie de las potencias de 2). La
pregunta es: ¿en qué momento preciso la caja llegará a estar llena por la mitad?
Para resolver este problema habría que dejar de lado, en primer lugar, una serie de
datos irrelevantes: que el trabajo lo hace una persona, que se trata de paquetes de
cigarrillos, que cada uno tiene veinte unidades o que estos cigarrillos son negros
y rubios por partes iguales. Pero para eso hay que comprender, al mismo tiempo,
cuál es la incógnita que se nos propone despejar, es decir, el interrogante o la
cuestión. Para resolver el problema, en consecuencia, hay que distinguir, en
principio, cuáles son los datos relevantes y los irrelevantes en función de la
pregunta. El único dato interesante, aquí, es que a cada segundo la cantidad de
paquetes se duplica, y la pregunta, por supuesto, que nos permite determinar el
problema, como hubiera dicho Proclus. Por eso la respuesta a este problema es: la
caja estará llena por la mitad justo un segundo antes de llenarse por completo.
Ahora bien, supongamos que se nos comunican todos estos datos, los relevantes y los
irrelevantes, o incluso la solución, sin que se nos plantee ningún problema: todos
tendrían la misma importancia porque simplemente no sabríamos para qué se nos
suministraron. A lo sumo sólo nos quedaría verificar si esos datos son ciertos o
no. Incluso se nos puede preguntar nuestra opinión al respecto: ¿piensa que los
paquetes tenían veinte cigarrillos?, ¿piensa que una persona puede duplicar la
cantidad de páquetes cada segundo?, etcétera.
La física dio un gran salto cualitativo, por ejemplo, el día que Galileo comprendió
que el peso de las cosas
La filosofía y los medios
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era un dato impertinente para resolver el problema de la'aceleración en la caída de
los cuerpos. Sin embargo, desde el punto de vista del sentido común, resulta
evidente que un trozo de plomo cae más rápido que una pluma. ¿Habría que decir que
el enunciado del sentido común es “falso”? No necesariamente, ya que podemos
verificarlo en la vida cotidiana. Desde esta perspectiva, “falso” sería más bien el
enunciado de Galileo, según el cual “todos los cuerpos, sin importar su peso, se
ven igualmente acelerados cuando caen”. Justamente, este enunciado sólo se vuelve
“verdadero” bajo ciertas condiciones muy precisas (en el vacío, por ejemplo). Y sin
embargo, el solo hecho de que Galileo cambiara los términos del problema, y en
función de esto subestimara ciertos datos por considerarlos, en principio,
irrelevantes, permitió la fundación de la física moderna. Pero si antes del
descubrimiento de Galileo se hubiera organizado una encuesta de opinión, muy pocas
personas habrían respondido que un trozo de plomo y una pluma se veían igualmente
acelerados al caer.
Ya Spinoza decía quejumajajainión^ mente “falsa” sino más bien “inadecuada”, ya que
ignora bajo qué condiciones sus proposiciones resultan verdaderas, es decir, a qué
problema responde. Claro que el trozo de plomo cae más rápido que la pluma, pero
afirmamos esto simplemente porque la experiencia nos lo dice: en realidad, no
sabemos cuáles son las condiciones para que esto se produzca. Por eso solemos creer
que esto se produce siempre. Si hay algo “falso” en la opinión, es más bien su
falsa universalidad. Por el contrario, la teoría de Galileo especifica bajo qué
condiciones su enunciado es verdadero: la verdadera universalidad está en el caso
perfectamente
'' La filosofía actual
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determinado, es decir, en la singularidad concreta. De ahí que la física de Galileo
explique también nuestra percepción cotidiana: sucede que, como todo cuerpo
sumergido en un fluido, los cuerpos que caen en la atmósfera terrestre obedecen,
además, al principio de Arquímedes, de modo que reciben un empuje de abajo hacia
arriba igual al peso del volumen de aire desalojado, empuje que contrarresta la
gravedad terrestre. Podríamos decir entonces que un problema científico está bien
planteado cuando nos permite no sólo explicar un fenómeno sino también entender por
qué lo percibimos de otro modo; la ciencia y la filosofía, en dos dominios
diferentes, nos permiten determinar bajo qué condiciones una opinión puede tornarse
verdadera. De manera que no se trata simplemente de desmentir las proposiciones de
nuestro sentido común sino de decir, además, desde qué punto de vista pueden
convertirse en enunciados verdaderos. Lo universal no anula lo particular, por el
contrario: lo explica.
Algo semejante sucede con los enunciados filosóficos, y por eso no puede
confundírselos con proposiciones aisladas que simplemente afirman algo sobre un
estado de cosas, es decir, con los mensajes. A lo sumo se puede evaluar si la
manera en que se planteó un problema permite resolver un mayor número de incógnitas
de un dominio determinado (cognitivo, ético, estético, político, etc.). Así el
propio Lyotard mostró cómo Karl Marx, y de una manera muy semejante a la de
Galileo, produjo el siguiente enunciado: “la fuerza de trabajo no es una
mercancía”. Ahora bien, desde la perspectiva del sentido común, esto resultaba
directamente “falso”, porque podemos ver todos los días cómo los obreros le venden
su fuerza de trabajo a los patrones y cómo éstos se la compran. En nuestras
La filosofía y los medios
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La filosofía actual
sociedades, no cabe duda, lá fuerza de trabajo es una mercancía. Y sin embargo,
contra el sentido común y contra la propia legislación de las sociedades
capitalistas, Marx intentó demostrar justo lo contrario. Simplemente había que
formular el problema de otra manera: en lugar de pensar el trabajo desde la
perspectiva del intercambio, había que hacerlo desde el punto de vista del proceso
productivo. A diferencia de la proposición del sentido común, que se basa en la
experiencia empírica y en los hábitos culturales, la teoría de Marx decía bajo qué
condiciones su enunciado resultaba verdadero. Pero su teoría debía explicar
también, y no era menos importante, por qué en ciertas condiciones podíamos
percibir el trabajo como una mercancía.
Para volver al “mensaje” de Lyotard en la época de La condición posmoderna, podría
decirse que su enunciado filosófico se convierte en una opinión al ser separado de
la problemática de la cual formaba parte. Por eso se nos puede preguntar: ¿está de
acuerdo con la proposición: “el marxismo es un gran relato”? Cada uno de nosotros
va a confrontar esta proposición con su propia idea acerca del marxismo y va a
declararla verdadera o falsa (“estoy de acuerdo” o “no estoy de acuerdo”). Aun
cuando no conociera los sondeos de opinión, ya Hegel había observado este mecanismo
de alternativas igualmente generales y abstractas en su ensayo ¿Quién piensa
abstracto? En efecto, la opinión pública se suele organizar en bloques opuestos en
torno a una proposición o un mensaje. Y estos bloques, a su vez, en identidades
imaginarias: quienes están a favor y quienes están en contra. Así el mensaje de
Lyotard generó una polarización entre “modernos” y “posmodernos”, hasta el punto
que estos adjetivos po210
dían ser lanzados, alternativamente, como acusaciones dirigidas a los adversarios.
Sin embargo, basta con observar que pensadores de lo más heterogéneos pasaron a
formar parte de alguna de esas categorías, para ver hasta qué punto las opiniones
suelen generar ideas generales y abstractas. Y basta con recordar que Lyotard pone
como ejemplo de “paralogía” y de “diferen- do” al procedimiento crítico de Marx,
para constatar cómo la vaga asociación de la “posmodernidad” con una suerte de
reacción antimarxista puede resultar inadecuada. Y sin embargo, la idea de un fin
de los “grandes relatos”, tal como lo propuso Lyotard, se confundió a veces con la
idea de un “fin de las ideologías” o incluso un “fin de la historia”, tal como la
puso en circulación un ensayo del norteamericano Francis Fu- kuyama. A veces, es
cierto, aquel afán polémico suele asimilarse a una actitud “crítica”. Pero vimos a
propósito de Galileo y de Marx que la actitud crítica, en ciencia y filosofía,
pasaría más bien por darle la razón al adversario, es decir, por explicar bajo qué
condiciones, o desde qué punto de vista, el adversario llega a tener razón.
La filosofía y los medios
El “affaire” Sokal
La cuestión de los enunciados científicos o filosóficos que son arbitrariamente
separados o abstraídos de las problemáticas a las cuales responden, está en el
centro de un debate reciente, el que se generó en torno al llamado “affaire” Sokal;
Este cien tífico, recordémoslo, escribió un artículo para la prestigiosa revista
norteamericana Social text, de la universidad de Duke, a partir de un montaje de
citas de científicos, filósofos
211
y teóricos sociales más o menos reputados. Al sacarlas de “contexto”, como suele
decirse, Sokal mostró cómo esas proposiciones podían ser utilizadas para apoyar
cualquier teoría y para afirmar, prácticamente, cualquier cosa. En este caso, Sokal
las utilizó para apoyar la tesis que buscaba precisamente combatir: la realidad
física, según rezaba el artículo, es “una construcción lingüística y social”. De
modo que a los editores de Social text, reflexionará más tarde Sokal, les bastó con
dos factores para publicar esta parodia como si se tratara de una propuesta
epistemológica rigurosa: una “opinión” cercana a la de la revista y una acumulación
de citas o referencias a firmas célebres (más de cien en un artículo corto sin
contar con la bibliografía kilométrica). Más tarde, Sokal va a revelar esta
impostura, mostrando cómo la mayor parte de las proposiciones citadas nada tenían
que ver con la utilización que hacía de ellas, hasta el punto que algunas decían
justo lo contrario. Ahora bien, concluye Sokal: así opera desde hace algunos años
una cierta filosofía “posmoderna” y mucha gente se la toma en serio.
A través de esta parodia de las imposturas intelectuales, entonces, Sokal apuntaba
a un objetivo más preciso: denunciar, como lo dice él mismo, “el relativismo
posmoderno para el cual la objetividad científica es una simple convención social”,
posición bastante extendida en las universidades norteamericanas, sobre todo en las
de humanidades, gracias a la influencia de ciertos pensadores “franceses”
denunciados en un libro posterior de Sokal: Imposturas intelectuales (escrito en
colaboración con Jean Bricmont). A Sokal le parece aberrante que estos teóricos
consideren la realidad física como una “construcción lingüística y social”. En
efecto, ya en la primera parte vimos cómo
La filosofía actual
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Heidegger leía en un enunciado de Kepler la consecuencia de una cierta mentalidad
economicista y, podríamos decir, “burguesa”, que comenzaba a tornarse dominante
después del Renacimiento. El propio So- kal, por su parte, se complace en evocar la
crítica “feminista” que Luce Irigaray realiza de la teoría de la relatividad de
Albert Einstein.
Sin embargo, Sokal parece invertir los términos del problema: piensa que este
constructivismo lingüístico se basa en una serie de imposturas intelectuales, es
decir, en una utilización aberrante de los enunciados científicos, cuando en
realidad la cuestión es más bien la inversa: son las hipótesis de esc
constructivismo lingüístico las que permiten la utilización aberrante de aquellas
proposiciones. Este constructivismo, digamos, sigue un razonamiento de este tipo:
una teoría científica es un discurso; un discurso está necesariamente redactado en
un lenguaje social; un lenguaje social comporta ciertos pre-juicios históricos; una
teoría científica, por consiguiente, está determinada por los pre-juicios sociales
de una época. Un partidario de esta posición podría decir, a grandes rasgos: la
naturaleza no es “económica”, “economicistas” son los prejuicios sociales de
Kepler; la naturaleza tampoco es “fa- locéntrica”, “falocéntricos” son los pre-
juicios sociales de Albert Einstein. Desde esta perspectiva, entonces, “la
objetividad científica es una simple convención sor cial”, enunciado que Sokal se
propone justamente combatir.
Ahora bien, filósofos como Alain Badiou, Michel Serres o Etienne Balibar
comprendieron que había que cuestionar la premisa a partir de la cual se erigía el
constructivismo lingüístico. Justamente, si algo caracteriza a la ciencia moderna
es que no está redactaLa
filosofía y los medios
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da en el lenguaje de una comunidad particular sino en aquel otro, universal y
necesario, de las matemáticas. Sin embargo, no es en estos términos que Sokal
aborda el debate: defiende simplemente una posición “objetivista” contra el
“relativismo posmoderno”, sin preguntarse en ningún momento cuáles son los
fundamentos de una y otra posición (incluso habría que preguntarse si una defensa
de la verdad científica como la emprendida por Sokal contra los argumentos
relativistas no implica hoy, como vimos en la primera parte, un cuestionamiento de
la categoría de “objeto” y, en consecuencia, de ese “objetivismo” al cual no cesa
de aludir). Dejadas de lado estas cuestiones^ sin embargo, la intervención de Sokal
terminó por reducirse a una polémica donde ambas partes se arrojaron las
acusaciones de “impostores”, “irracionales” u “oscurantistas”, por un lado, y de
“normalizadores”, “etnocéntricos” o “cientificistas”, por el otro. Justo el tono de
discusión que podía hacer la delicia de los medios. Y fue lo que efectivamente
sucedió. En octubre de 1997, el mes de la publicación de Imposturas intelectuales,
Sokal y Bric- mont fueron invitados a la mayor parte de emisiones culturales de
Francia, tanto radiales como televisivas, para que repitieran, en términos aun más
vagos y abstractos, sus denuncias contra el pensamiento “posmoderno” (término
igualmente vago y abstracto). Y no faltaron quienes aceptaron gustosos subirse al
ring preparado por los conductores para llegar a reducir la discusión, en ciertos
casos, a un enfrentamiento entre norteamericanos y franceses o a una disputa
interna de la izquierda universitaria de los Estados Unidos. En síntesis, al
convertir su denuncia de las imposturas intelectuales en un escándalo mediático,
Sokal terminó por hacer lo mismo que denunciaba en su libro: abs'
La filosofía actual
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traer una serie de enunciados filosóficos o separarlos de las problemáticas a las
cuales respondían, para terminar por considerarlos, aislados, como proposiciones
aberrantes desde la perspectiva del sentido común (de un sentido común, en este
caso, que considera verdadero todo lo que provenga del dominio científico).
En efecto, basta con convertir las críticas al “giro lingüístico” en un conflicto
de opiniones, donde la llamada “opinión pública” hace las veces de árbitro, para
que este problema decisivo se transforme en un debate mediático. Y en este punto,
desde luego, quienes reducen la filosofía a una serie de proposiciones o mensajes
convincentes o atractivos, capaces de generar un cierto consenso, están ganando de
antemano, aun cuando muchos “opinen” que están equivocados. De ahí que el escándalo
de Imposturas intelectuales haya terminado por confundirse con la estrategia de
marketing de sus editores.
Hasta tal punto un pensamiento, en la complejidad inmanente de sus conceptos, puede
llegar a ser despreciado para verse sustituido por su versión mediática, que
algunas disciplinas como la “mediología” (interesante en otros aspectos) pretende
reducir su importancia al poder de los aparatos de transmisión que lo difunden y lo
transmiten. Así en un trabajo reciente, Transmitir, Régis Debray se preguntaba por
qué el “mensaje” del marxismo fue más “exitoso” que el de otros socialismos del
siglo XIX. La respuesta es que este “mensaje” se aseguró un medio institucional más
poderoso, el Partido, capaz de transmitir ese mensaje a lo largo de varias
generaciones; medio institucional cuyo papel sería semejante al de la Iglesia con
respecto al Nuevo Testamento. Desde esta perspectiva, la universidad habría
cumplido una función similar en lo
La filosofía y los medios
215
que se refiere a los “clásicos” de la filosofía Occidental como Platón,
Aristóteles, Descartes o Kant. Como decía Deleuze, aquí
elpen^mientodeiadntenerimporT
^^^aciajg^oi^sí^iTaism^^jres^jdjtadlesgd^^ado^porlasestra- Jteg^asj^ Coherentes con
sus principios, por supuesto, los mediólogos formaron desde hace unos años una
“escuela” con sus medios de difusión y sus instituciones de transmisión. ¿Pero lo
único que sostiene esta disciplina es el poder de sus medios de difusión y
reproducción (y, en última instancia, el dinero para financiarlos), o la
mediología, como ciencia, tiene una validez intrínseca? Es lo que los propios
mediólogos no pueden preguntarse, porque las premisas de su propuesta les prohíben
una fundamentación rigurosa de su disciplina.
En su libro Los orígenes de la geometría Michel Serres les responde,
indirectamente, a los mediólogos evocando la historia del teorema de Tales. En
efecto, Dió- genes Laercio, Plutarco y otros filósofos a lo largo de los siglos nos
transmitieron diversas versiones de una anécdota o una leyenda, probablemente
falsa, que nos cuenta cómo Tales logró medir las pirámides de Egipto. El método era
ingenioso: Tales habría medido la longitud de la sombra de la pirámide en un
determinado momento y, al mismo tiempo, la longitud de la sombra de un bastón cuya
altura él conoce. Supongamos que el bastón tuviera un metro de alto y su sombra
medio metro, Tales podía inferir entonces que la altura de la pirámide sería igual
al doble de la longitud de su sombra en ese mismo momento. Ahora bien, las
versiones cambian: según Plutarco, Tales utilizó un bastón; para Diógenes Laercio,
su propio cuerpo; para otros no fue Tales quien lo hizo; según algunos la invención
sería egipcia (y es tal vez lo más probable).
¡.a filosofía actual
216
Sin embargo, lo que nos transmiten estas historias es siempre lo mismo: el llamado
teorema de Tales. Las versiones podrán ser más o menos coloridas, en griego, latín,
español o japonés, pero en todas ellas, continúa Serres, “la matemática suministra
la clave de la historia y no la historia la clave de la matemática”. “El esquema
dice la finalidad del relato y no el relato el origen del esquema -continúa este
filósofo-. Saber, entonces, y, en este caso, saber el teorema de Tales, consiste en
acordarse del cuento egipcio y enseñarlo, en contar el pseudo-mito del origen.” Por
eso, podríamos agregar, el teorema de Tales se mantiene invariable más allá de sus
interpretaciones, de sus versiones y de sus medios de transmisión. Claro que estos
relatos permitieron difundirlo y conservar este recuerdo a través de los siglos
para que llegara hasta nosotros como una suerte de memoria oral. Pero en ningún
caso son los relatos quienes le otorgan o no validez a ese teorema: “El pensamiento
o el lenguaje de las matemáticas -concluye Serres- no se propaga por todas partes
ni perdurará para siempre gracias a una potencia militar, económica o cultural de
los pueblos que lo inventaron, ni contribuye, que yo sepa, a propagar sus
costumbres por toda la tierra: la demostración pura se expande sin que una
diferencia ocupe, por sí sola, el lugar de las otras. Al contrario, sin ser
dominante, ella resulta universal. Sean cuales fueren las diferencias lingüísticas,
religiosas, económicas o militares que separan a los pueblos, seguramente todos,
fuertes o débiles, han calculado, razonado y demostrado lo mismo, si se trata de
medir [por ejemplo] la diagonal del cuadrado. ’’ Tal como lo planteaba Badiou para
cuestionar los argumentos de los relativistas culturales, una verdad es igual para
todos porque resulta indiferente
La filosofía y los medios
217
a las diferencias, de modo que no habría por qué confundir lo universal con lo
dominante ni la verdad, en consecuencia, con los poderes que eventualmente la
difunden.
Én cambio, al reducir la verdad a una cuestión de consenso o de presupuestos
culturales, el nihilismo finisecular parece estar fascinado por la cuestión del
poder: para hacer que ciertas proposiciones se convier- tan en una verdad
histórica, hay que darse los medios de difusión y propaganda suficientemente
poderosos. Goebbels, digamos, no pensaba algo distinto. De ahí que el filósofo
norteamericano Richard Bernstein dijera que “es difícil encontrar alguna diferencia
que haga realmente una diferencia entre la ironía de Rorty y el cinismo de
Mussolini”. No porque Rorty sea un fascista, por supuesto: nunca dejó de defender
los valores democráticos, la libertad individual, la solidaridad social, y siempre
dijo que la crueldad era lo peor que le podía pasar al ser humano. Incluso en sus
últimos escritos va a defender, contra algunos de sus colegas radicales de los
Estados Unidos demasiados apurados por renegar del marxismo, la vieja idea de una
lucha de clases. No, no es en este aspecto que Bernstein compara a Rorty con
Mussolini. Es debido a su con- ^ cepción de la verdad entendida como una
“redescripción
metafórica” que logra imponerse en la opinión pública, concepción que se acerca
peligrosamente a las “ideas-fuerza” de Sorel, el inspirador de Mussolini y de
Goebbels. En este aspecto, sustituir los aparatos de propaganda del partido por las
estrategias de marketing no cambia demasiado las cosas.
La filosofía actual .
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El regreso de los autores vivos
Pero Sokal decía que dos factores habían intervenido para que los editores de
Social text aceptaran publicar su parodia como si se tratara de un artículo
riguroso: una “opinión” cercana a la de ellos y una acumulación de citas de autores
prestigiosos. Hasta ahora consideramos el problema de la “opinión”, pero el
segundo, el de las “firmas”, no es menos importante, y hasta podríamos decir que se
complementan. En efecto, ya en aquella respuesta a los “nuevos filósofos”
franceses, Deleuze también llamaba la atención sobre este punto: justo en el
momento en que la escritura y el pensamiento empezaban a abandonar la fun- CiÓn-
autor (“¿qué importa quién hable?”, decía Fou- cault en los ’60). los medios de
comunicación insisten en reponerla, llevándola casi al paroxismo: “Diga lo que
diga, lo importante es finalmente quién habla”. Como sucede con otros
intelectuales, un filósofo con cierta reputación puede ser convocado por los medios
para opinar acerca de casi todo: la ciencia, la política, los problemas ecológicos,
el último estreno cinematográfico, la situación de las minorías, el estado de la
literatura, etcétera. Se trata de un nuevo tipo del pensamiento, explicaba Deleuze
en el ’77: “pensamiento- entrevista, pensamiento-reportaje, pensamiento-minuto”!1 Y
como suele suceder cuando un filósofo no tiene la oportunidad, ni el tiempo, para
desarrollar un pensamiento, plantear un problema o construir un concepto, estas
opiniones resultan a menudo tan genera^ les y abstractas como las de cualquier otro
“opinador profesional”. Pero poco importa en este casó; lp interesarme^ la
perspectiva mediática, es que lo haya dicho “él” (dos actitudes serán por otra
parte apreciadas: el ejercicio de la sentencia ocurrente y de la iro-
La filosofía y los medios
219
•sofia actual
níapolémica^rEs cierto, ya quedan pocas entrevistas ' del tipo “maestro, háblenos
del hombre” o “cómo ve el futuro de la humanidad”, pero se generó una suerte de
proceso autorreferencial: los intelectuales son con- yocados por los medios para
comentar las noticias producidas por esos mismos medios.
Desde luego, esta reaparición del autor no es para nada casual. Spinoza hubiera
dicho que una opinión no habla acerca de algo sino acerca de los efectos que algo
produce en nosotros: una sensación, una impresión, una apreciación subjetiva. De
manera que, agregaba este filósofo, la opinión nos dice más sobre nosotros mismos,
sobre nuestra constitución física o mental, sobre nuestros pre-juicios o nuestros
hábitos de pensamiento, que sobre el tema en cuestión! De ahí que, la mayor parte
de la veces, las opiniones emitidas por alguien en una entrevista o en un reportaje
sean una manera de “definir” quién es ese personaje o dónde se ubica dentro del
llamado “campo intelectual”. Esto, por supuesto, en el mejor de los casos, porque
suele suceder que simplemente califiquen a un individuo desde el punto de vista de
sus inclinaciones personales (o de su viveza para desenvainar algunas frases
ocurrentes). Así hay quienes buscaron en la biografía de Michel Foucault los
motivos que lo habrían llevado a interesarse por los dispositivos de poder, los
castigos corporales y los sistemas carcelarios. En lugar de situar un enunciado
filosófico en el seno de un pensamiento, en vez de concebirlo como una respuesta a
una problemática precisa, se remite su valor de verdad a la subjetividad del autor,
al “sucio secreüto” como lo llamaba D. H. Lawrence, esa verdad confesional que,
según el propio Foucault, habría sido inventada junto con la pastoral cristiana.
220
Las consecuencias de este curioso star system filosófico, científico o literario
recreado por ciertos medios de comunicación, pueden observarse también en un
fenómeno editorial de algunos años atrás: mientras los escritos autobiográficos de
Louis Althusser tuvieron una amplia resonancia en las revistas y los suplementos
culturales del mundo entero, y fueron objeto de emisiones en la radio y la
televisión francesas, y hasta de una película (lamentable), sus ensayos filosóficos
inéditos, aparecidos casi al mismo tiempo, pasaron sin pena ni gloria. Los
primeros, por ejemplo, gozaron de una pronta traducción al español, mientras que
los segundos todavía esperan un editor que se arriesgue a realizarla. Demasiado
largos y demasiado complejos para alguien cuyo pensamiento “pasó de moda”. Y
además, ¿a quién pueden interesarle estos escritos cuando tiene la posibilidad de
inmiscuirse en las jugosas circunstancias que lo llevaron al asesinato de su
esposa? De ahí que incluso algunos comentadores hayan preferido sustituir la
lectura crítica y rigurosa de la filosofía althusseriana por una rápida psicología
de sobremesa: ese trágico episodio, llegó a decirse, habría simbolizado la muerte
del marxismo...
Y es que tal vez la cuestión de la desaparición de la función “autor” haya generado
una serie de malentendidos a partir de los ’60. La firma, en efecto, no es para
nada indiferente. No porque remita a una subjetividad o a una autoridad sino porque
permite situar un enunciado o un concepto en el seno de un pensamiento o de un
sistema. Lo importante, por ejemplo, no es que el enunciado “el trabajo no es una
mercancía” lo haya dicho Marx. Por supuesto, existió una tendencia, casi religiosa,
a considerar que los enunciados que brotaran de su pluma tenían el valor de
verdades indiscuti-
La filosofía y los medios
221
das. Y es verdad que muchos intelectuales podían citarlo para autorizar sus
opiniones, del mismo modo que hoy, diría Sokal, citan a Heisenberg, Mandelbrot,
Lacan o Derrida. Pero no se trata de eso: la firma era
^ojaajnnsm^rad^^eñ^ax^nujeuncoiace^tojQlosóflcojgjer- tenecia a un sistema y que
por eso no podía confundírselo con el término que lo nombraba. Así el concepto de
“idea” es diferente en Platón, Descartes o Kant, por tomar sólo tres nombres.
Cuando un filósofo habla de la idea platónica, cartesiana o kantiana, lo hace para
dejar claro que se refiere al concepto y no a la palabra o el significante. De la
misma manera, los científicos hablan de un “espacio euclidiano” y de otro “no-
eucli- diano”, o bautizan los teoremas de la geometría o los principios de la
física (“teorema de Tales”, “teorema de Pitágoras”, “principio de Arquímedes”,
etc.), aunque es poco probable que ellos hayan sido en realidad sus “autores”. Pero
el cuadrado de la hipotenusa seguirá siendo igual a la suma del cuadrado de los
catetos, lo haya dicho Pitágoras o no. Y un cuerpo sumergido en un fluido va a
continuar recibiendo un empuje de abajo hacia arriba igual al peso del volumen
desalojado, más allá de si este principio lo enunció Axquíme- des o cualquier otra
persona. En este aspecto, como decía Foucault, no importa en realidad quién hable.
La firma de esos conceptos, teoremas o principios se torna importante, sin embargo,
como una manera de recordar que esos enunciados están inscriptos en un sistema de
pensamiento preciso, que resultaría imposible repetir cada vez que se los cita. No
se trata, por consiguiente, de meras opiniones de ciertos autores célebres. Es lo
que distingue un enunciado filosófico o científico de una sentencia de un autor,
clásico, moderno o “posmoderno”. La firma, justamente, es la
La'filosofía actual
222
manera de señalar bajo qué condiciones un enuncia- clo se torna imiveremynece^no"
'AigunoTo^os'autores denunciados por Sokal, sin embargo, parecen proceder de manera
inversa. En primer lugar, subestiman la firma de un enunciado, lo descontextualizan
o lo abstraen de las condiciones bajo las cuales se torna universal y necesario,
Simplemente lo citan, como se cita una sentencia o una máxima, para apoyar o
refutar una tesis, o como quien invoca el adagio latino “el hombre es el lobo del
hombre” para autorizar su escepticismo político o su cinismo moral. Pero por
supuesto, esas personas necesitan que esta cita tenga una cierta autoridad, que la
haya dicho alguien reconocido en un cierto medio o un autor “de moda”, de madera
que vuelven, en segundo lugar, a introducir el nombre del autor, aunque esta firma
cumpla ahora una función completamente diferente. Así el concepto de “relatividad”
einsteniano puede ser invocado para apoyar una tesis relativista, en el sentido
nihilista de este término, aunque la teoría física del científico alemán no
autorice en ningún momento esta extrapolación vertiginosa.
En síntesis, la relación entre la filosofía y los medios no se transformó solamente
porque estos últimos incrementaron como nunca su poder; cambió también porque un
nuevo estilo filosófico se puso en marcha, hecho de aforismos, apreciaciones,
sentencias, fragmentos y citas de autores célebres! El collage-pop, pensamiento-
clip; Incluso la propia invocación de un “sistema” filosófico resultó cuestionada,
ya que remitía a las idea de una “totalidad” y ésta, a su vez, tenía resonancias
“totalitarias” La idea de un “montaje” vanguardista, de una filosofía-cadáver-
exquisito o pensamiento-video-clip, comenzó a resultar bastante más
La filosofía y los medios
223
atractiva. Convertidas en imágenes o figuras'más o menos seductoras, los conceptos
filosóficos, o incluso científicos, adquieren un valor estético (el “rizoma” o la
“desterritorialización” de Deleuze y Guattari, los “fractales” de Mandelbrot, las
“catástrofes” de .Thom, pero también ciertos procedimientos vanguardistas como los
“injertos” de Derrida). Y estos objetos estéticos -que conforman un cotillón
terminológico vistoso- se convierten rápidamente en imágenes publicitarias
atractivas desde la perspectiva del marketing editorial. De ahí que muchos
filósofos se pregunten hoy si la filosofía podrá sobrevivir a la desaparición de la
idea de sistema, de totalidad concreta o incluso de verdad. Hacia el final de su
vida, Deleuze le dedica un libro a Leibniz, el gran pensador de los sistemas, y en
su último libro se dice que el concepto de sistema podrá cambiar pero que la
filosofía fue siempre sistemática. Algo semejante diría también Badiou para
oponerse a la creciente estetización de la filosofía. Michel Meyer, por su parte,
termina por demostrar hasta qué punto la idea de un sistema, donde los elementos
mantengan relaciones de determinación recíproca o de implicación mutua, sustituye a
la antigua causalidad lineal, no sólo en filosofía sino también en las ciencias
naturales y sociales. Y Toni Negri, de algún modo, reinterpreta en estos términos
el concepto spi- nociano de substancia. Habría que ver entonces si el giro
mediático de ciertas imágenes filosóficas, y si la estetización de sus conceptos,
será un fenómeno durable desde la perspectiva de la historia de la filosofía, y
realmente decisivo para su futuro, o si se trata simplemente de una moda pasajera.
La filosofía actual
224
Conclusión
La filosofía siempre tuvo sus rivales, ciertos discursos, prácticas o disciplinas
que quisieron suplantarla desde sus inicios. En tiempos de Platón, lo vimos, eran
la sofística y la retórica, con su arte de persuadir a los ciudadanos; en el
medioevo, fueron más bien la teología y la exégesis bíblica. “Más cerca de nosotros
-dirán Deleuze y Guattari-, la filosofía se ha cruzado con muchos nuevos rivales.
Primero fueron las ciencias del hombre, particularmente la sociología, las que
pretendieron reemplazarla [...] Después les llegó el turno a la epistemología, a la
lingüística, e incluso al psicoanálisis... y al análisis lógico.” Podríamos
agregar, tal vez, otros nuevos pretendientes a ocupar su lugar: la teoría
literaria, los estudios culturales, la ciencia de la comunicación y hasta la propia
historia intelectual. Lo cierto es que la aparición de estos rivales no resulta
capri- chosa, dirán aquellos autores. Al identificar el pensamiento con los
lenguajes culturales, en sus versiones estructuralistas o pragmáticas, o incluso
con la interpretación de textos, tanto en su variante desconstructiva como
hermenéutica, la filosofía del giro lingüístico parecía legitimar el camino de su
autodisolu- ción, hasta tal punto que la llamada “era posmetafísica”
225
La filosofía actual
a veces se distingue difícilmente de una “era posfilosó- fica”.
A fin de cuentas, ¿qué nos dice Richard Rorty? La filosofía y la ciencia se parecen
a la poesía, inventan nuevas “redescripciones metafóricas” del mundo, ficciones más
o menos convincentes y útiles, imágenes atractivas y nada más. La ciencia, por
ejemplo, nos propone un modelo atómico. Todo el mundo lo ha visto alguna vez en los
manuales escolares, en alguna que otra revista o en ciertos documentales de la
televisión: es una especie de sistema solar, con un núcleo formado por protones y
neutrones, y un conjunto de electrones que giran alrededor. A más de uno le habrá
llamado la atención la semejanza con un sistema planetario. Curioso, ¿no?, que la
Naturaleza o Dios -lo mismo daría en este caso- hayan repetido el mismo esquema a
nivel estelar y a nivel microfísico. Así presentado, pareciera que existiera una
suerte de inteligencia universal que amara este tipo de simetrías.
Pero detengámonos a pensar un poco. La materia, nos dice la ciencia, está formada
por esos átomos. Pero si esto es así, ¿cómo es posible que el átomo esté compuesto
por una serie de “bolitas” o de “pedacitos” de materia? Justamente, al hablar de
“partículas” subatómicas la ciencia no nos diría algo distinto: se trata de
“pedacitos”. No obstante, si esto es así, no habríamos explicado nada, diríamos
simplemente que la materia está compuesta de pedacitos de materia. Quedaría por
explicar entonces de qué están formados esos pedacitos. ¿De pedacitos más pequeños?
Evidentemente, hay algo aquí que no funciona. ¿Porque no funciona en la ciencia?
No, porque no funciona en nuestro sentido común o porque nuestra imaginación suele
jugarnos malas pasadas. A decir verdad, la ilustración del mode-
226
Conclusión
lo atómico que vemos en los manuales, las revistas y la televisión es una manera
imaginaria, figurativa, de presentar algo, una manera de volverlo comunicable. Y en
este sentido no difiere mucho de las imágenes de la divinidad expuestas en ciertos
templos religiosos. Rorty parece tener razón en este punto: se trata de imágenes o
de metáforas. Lo mismo sucede con el Big Bang, con las ondas y los corpúsculos o,
más recientemente, con la teoría de las “cuerdas”. Y es probable que la ciencia no
pueda prescindir de estas imágenes, lo que no significa que se reduzca a ellas.
Sucede que nos resulta difícil imaginar una “masa”, por más pequeña que sea, sin
asociarla con un “cuerpo” y, por consiguiente, con algo extenso.
Pero de este problema, los filósofos de la comunicación extraen un corolario
discutible. Si existiera algo fuera del lenguaje, debería presentarse ante noso-
tros “en persona”; la presentación, sin embargo, es un hecho lingüístico o
figurativo, una consecuencia de la representación (el “retrato” del átomo en este
caso). Pero si las cosas no se presentan fuera del lenguaje, entonces no hay nada
fuera del lenguaje! De modo que este pensamiento parte del mismo presupuesto
metafísico que pretende discutir: el ser sólo existe bajo la forma de la presencia.
Si no hay presencia, no hay ser. Las cosas acerca de las cuales hablamos sólo
existen en el lenguaje y éste, además, es esencialmente comunicativo, ya que se
propone presentarle a los demás los distintos objetos que él mismo creó o figuró.
Sin embargo, cuando el científico calcula la masa de una partícula, en sus fórmulas
no aparece en ningún momento una variable que sea la extensión o la corporalidad,
no aparece ni siquiera la dichosa partícula. Cuando Newton escribe la fórmula f =
m.a, es de-
227
cir, la fuerza es directamente proporcional al producto de la masa por la
aceleración, ninguno de los términos hace referencia a cosas tales como las
partículas u otras entidades imaginables (existen, digamos, masas inextensas). Es
más: nos hemos acostumbrado a hablar de fuerza, de masa y de aceleración, pero
difícilmente podamos imaginarnos qué son todas esas “cosas”. Y sin embargo, la
ciencia no cesa de pensar a partir de esas variables o factores que se definen
matemáticamente por sus relaciones recíprocas. La ciencia, en este aspecto, nunca
concibió el ser como lo presentable o lo imaginable: al contrario, el ser de las
cosas resulta, desde una perspectiva científica, radicalmente impresentable o
inimaginable: la ciencia no habla acerca de lo que aparece, no habla acerca de la
apariencia, y esto fue lo que siempre intentó determinar la metafísica desde los
tiempos de Platón: ¿cómo puede pensarse el ser de las cosas sin confundirlo con su
apariencia? Por eso no existe una incompatibilidad entre física y metafísica: la
primera piensa aquello que no se presenta mediante fórmulas matemáticas; la segunda
intenta pensar qué es, al fin de cuentas, eso que no se presenta (y que la
tradición filosófica llamó “ser”).
Por supuesto, se puede graficar la aceleración de un cuerpo en un sistema de
coordenadas cartesianas donde uno de los ejes sea el tiempo y el otro el espacio.
El resultado es una curva, una parábola más precisamente. Pero esa parábola no
reproduce, por ejemplo, el movimiento de una piedra, ya que ésta cae, como se sabe,
en línea recta. Algo semejante sucede con el modelo atómico. El enunciado: “El
átomo es como un sistema solar con un núcleo y electrones que gira en torno a
él...”, ¿es verdadero o falso? Tal vez se
La filosofía actual:
228
Conclusión
piense que con un microscopio suficientemente potente podríamos llegar a ver ese
átomo y verificar si se parece o no a la figura o a lo que dice el enunciado. Sin
embargo no es así, porque el átomo no es una cosa que podamos simplemente ver. Pero
no porque resulte demasiado pequeño. Tampoco podemos ver la aceleración, aunque
percibamos la piedra que cae a simple vista. Y sin embargo, podemos graficar
perfectamente esa aceleración, tanto como podemos graficar las “ondulaciones” de la
luz, lo que no significa que la luz sea una onda. Al igual que la curva de la
aceleración, la onda no es una imagen de la luz sino una gráfica sobre ejes
cartesianos de las fórmulas que permiten pensarla. Que un osciloscopio grafique
directamente las ondas electromagnéticas, como si se tratara de una imagen
televisiva, significa simplemente que ese aparato puede traducir inmediatamente una
serie de datos en una figura, de la misma manera que los diarios nos presentan las
curvas de las alzas y bajas de la bolsa. Unos y otros, sin embargo, grafican
fórmulas y no “cosas”.
Ahora bien, una fórmula rompe con la idea de substancia, de identidad o de
estabilidad de las esencias. Por eso el tiempo, el espacio, la velocidad, la
aceleración, la masa o la fuerza ya no son cosas sino variables. La velocidad es
una determinada relación entre el espacio y el tiempo, pero éstos tampoco pueden
pensarse independientemente de la velocidad, como lo demostró Albert Einstein a
principios de este siglo. La masa ya no es una propiedad de un cuerpo independiente
de la fuerza y de la aceleración, y la propia aceleración es relativa a la masa y a
la fuerza. Justamente, cuando Einstein habla de una física relativista, este
término nada tiene que ver con un relativismo et-
229
nológico o con una suerte de constructivismo radical donde todo depende del
lenguaje utilizado o de los valores personales del observador; rd^vistasignifica
aquí relaciona!, en el sentido de que existe una determinación recíproca de todas
las variables y que ninguna puede pensarse como una cosa aislada con su iden- tidad
propia. Filósofos como Bergson, Brunschvicg o Whitehead no decían en la primera
mitad de siglo algo demasiado distinto: no existen términos simples que podrían ser
aislados gracias al análisis de lo complejo porque cada término es, ya, una
relación: si uno deshace la totalidad orgánica a la cual pertenecen, esos términos
desaparecen o se transforman en otra cosa. Sucede simplemente que, para retomar el
lenguaje bergsoniano, seguimos teniendo una imagen mecánica de lo real, como si se
tratara de un motor donde cada pieza puede ser separada del resto. Algo semejante
sostendrá en estos años Michel Series, al decir que el término griego logos
remitía, en la tradición científica y filosófica, a la idea de una relación,
semejante a la que la hipotenusa mantiene con los catetos, y no a una suerte de
metáfora o de interpretación.
Como se ve, aquella concepción rélacional se asemeja muchísimo a la idea que
Spinoza se hacía de una singularidad a la cual nos referimos en la tercera par- te:
una suerte de cooperación o de determinación recíproca entre individuos o entre
ideas. Y una “idea adecuada”, según este filósofo, era un pensamiento de este tipo.
Por eso las ideas adecuadas se distinguían de las “ideas generales” del tipo
Lluvia, Virtud, Estado, Crueldad, Hombre, etc. Estas generalidades obedecen
precisamente a la lógica de la nominación o de la clasificación. De modo que las
ideas adecuadas no pueden confundirse con el lenguaje, o por lo menos con
La filosofía actual.
230
Conclusión
esa concepción del lenguaje que lo entiende como una clasificación o una
representación de los seresTin- cluso si esos seres no existen fuera de la
representación, como dicen los filósofos del giro lingüístico). El pensamiento
filosófico convierte las ideas generales en ideas adecuadas, transmuta los nombres
generales en singularidades, hace con los términos, si se quiere, lo que las
fórmulas matemáticas hacían con las letras: las convierte en variables (o en
“variaciones”, como las llaman Deleuze y Guattari a propósito del concepto
filosófico). Y una variable, como sucede con el tiempo, el espacio o la velocidad,
no sólo carece de referente sino también de imagen, de figura o de ilustración. De
modo que asociar la verdad a una proposición atómica de sujeto y predicado, como lo
hizo la lógica desde Aristóteles hasta Frege, no nos saca de la ilusión sus-
tancialista u objetivista. Sólo nos mantenemos en el plano pre-filosófico o pre-
científico de las generalidades en la medida que seguimos creyendo en la gramática.
Y por eso las singularidades no pueden ser pensadas en este plano.
No obstante, cada vez que nos proponemos comunicar algo, o hacer que otra persona
se lo pueda imaginar, debemos apelar a las figuras o a las metáforas. Cosificar, si
se quiere, una fórmula o una idea adecuada. El problema es que las imágenes puedan
resultar engañosas, ya que nos inducen a confundirlas con lo figurado. Es algo que
ya sabían los iconoclastas: siempre se corre el riesgo de que la imagen se
convierta en un ídolo o un fetiche. ¿Esto significa callar acerca de eso que no se
puede comunicar? De ningún modo, la ciencia no ha dejado de hablar acerca de la
fuerza, la masa, la aceleración, la energía, la velocidad, incluso el espacio y el
tiempo mediante fórmulas o ideas adecuadas.
231
, Tomemos, justamente, el problema del tiempo, ¿es que podemos comunicarle a
alguien de qué se trata? Para hacerlo, debemos recurrir a ciertas imágenes. Una de
las más antiguas fue la que propuso Heráclito de Efeso: el tiempo es como un río.
Otros lo imaginaron como un animal invisible que devora todas las cosas, y fue el
caso de Quevedo. Es algo que sucede en la vida cotidiana: cuando nos preguntamos
qué es una cosa, intentamos responder a través de una imagen sensible de la cosa en
cuestión, una analogía o una metáfora. Pero el tiempo no es ni un río ni un animal
hambriento, y es por eso que Platón desconfiaba de los poetas y los artistas:
aunque lo hagan de manera novedosa, original, ellos recurren a mecanismos
semejantes a los del sentido común o la doxa. Es cierto, tal vez el arte y la
poesía no sean esto, y en este siglo muchos teóricos de la literatura y el arte
intentaron demostrar que la experiencia poética y artística no es esencialmente
comunicativa. Es lo que dicen tanto Ba- diou como Deleuze, sin ir más lejos. Pero
cuando Rorty nos habla de una “redescripción metafórica” sigue pensando, en el
fondo, como Platón, aun cuando invierta su evaluación y rehabilite a los poetas,
hasta el punto que intenta convertir a científicos y filósofos en “poetas
vigorosos”, capaces de imponer nuevas figuras y transformar así el imaginario
corriente o el sentido común de una comunidad.
Como lo plantean Deleuze y Guattari, “la filosofía no encuentra amparo último de
ningún tipo en la comunicación, que en potencia sólo versa sobre opiniones, para
»crear ‘consenso’ y no concepto” (y sépase que el “concepto” deleuziano no es sino
la “idea adecuada” spinociana). Según estos filósofos, entonces, no puede
confundirse el pensamiento filosófico o
La filosofía actual
232
científico, y ni siquiera el artístico, con la idea de una “conversación
democrática universal’’. Lo que no significa que la filosofía sea “antidemocrática”
por naturaleza. En primer lugar, porque ni siquiera es evidente que la democracia
pueda reducirse a la comunicación y el consenso. Estos pueden ser factores de
convivencia no-violenta, es cierto, y hasta contribuir a la armo- nía social, como
suele decirse. Pero sería erróneo, incluso peligroso, confundir esa armonía con la
democracia. El propio Vattimo lo reconoce cuando sostiene que “las dictaduras
modernas le dan un lugar cada vez más importante a las técnicas de organización del
consenso”, ya que el “poder de dominación, si pasa por el consenso, es más seguro y
estable”. Pero que esto “humanice el ejercicio del poder, incluso el más
despótico”, no convierte a una dictadura en una democracia. Por supuesto, el
consenso resulta mil veces preferible al terror, como la paz es preferible a la
guerra, pero ni ja convivencia pacífica ni la aceptación mayoritaria de un sistema
pueden ser asimilados a una democracia. Así pues, el filósofo no se convierte en un
individuo autoritario por el solo hecho de negarse a plegar el pensamiento a la
opinión o a la comunicación.
Es probable que ni la filosofía ni la ciencia puedan sustraerse del todo al sentido
común de una época y a ciertas imágenes demasiado pregnantes. Es lo que Gastón
Bachelard llamaba los “obstáculos epistemológicos”. Incluso hay que ser cuidadoso
cuando se habla de “obstáculos”, porque esto no significa que esas imágenes no
puedan servirnos para elaborar una teoría en un determinado momento. Así la
mecánica clásica reducía la realidad a cuerpos sustanciales cuyas características
eran, según Newton, “la extensión, la dureza,
Conclusión
233
,1a impenetrabilidad y la inercia”. Se trataba de una “imagen” de la materia
estrechamente ligada al sentido común (y sigue siendo la imagen que nos hacemos de
los átomos: nos cuesta imaginarnos una materia que no sea extensa a pesar de que la
física, hoy, nos permite pensarla). Pero esta imagen no fue un obstáculo para que
Newton desarrollara su física. Sólo se convirtió en un “obstáculo” cuando ya no
permitía pensar fenómenos como el electromagnetismo y, por supuesto, todos aquellos
ligados a los seres vivos, hasta el punto que la biología resulta inseparable de
una ruptura con la imagen mecanicista de la materia. Sin embargo, ya la fórmula de
la gravitación universal de Newton prescindía de esas imágenes, que sólo volvían
cuando este físico se proponía explicar, en el sentido de volver comunicable o
ilustrar, lo que sus fórmulas “querían decir”.
Justamente, el principal obstáculo del pensamiento, dirían hoy algunos filósofos
como Balibar o Ba- diou, no es el absurdo o el sinsentido sino, por el con- trario,
el propio sentido) De ahí que el pensamiento no se confunda con la comprensión: uno
puede llegar a ciertas conclusiones por medio del razonamiento o las demostraciones
matemáticas, y estas conclusiones pueden ser verdaderas, lo que no significa que
uno llegue a comprender o a representarse cómo puede ocurrir eso “en la realidad”.
Badiou, como vimos, insiste mucho sobre este aspecto en su crítica del giro
lingüístico: las matemáticas siempre trabajaron con el cero, el infinito, los
números negativos, los imaginarios, los irracionales, y nadie puede imaginarse, o
representarse, “cosas” semejantes. Ya Leibniz había tenido problemas para comunicar
qué podía ser un “infinitesimal”, y no tuvo más remedio que proponer la imagen de
• La filosofía actual
234
Conclusión
una “casi-nada”, lo que le valió las críticas de D’Alam- bert y Berkeley: ¿cómo
podía haber algo que fuera casi nada? Pero también la física nos habla hoy de
antimateria, de partículas virtuales, de geometrías no-euclidianas o simplemente de
azar. Se dirá que a nadie le cuesta pensar el azar. Sin embargo, nuestro sentido
común sigue obedeciendo a aquella máxima leibniciana, “nada ocurre sin razón”. Aun
así, la ciencia nos propone hoy argumentos perfectamente racionales para demostrar
la existencia del azar. Es más, hasta se atreve a decir en algunos casos que “todo
existe por azar”, por encuentros fortuitos o mutaciones aleatorias, como sucede con
la evolución de las especies.
También la filosofía acuñó conceptos que ya no tenían el estatuto de las sustancias
corporales o de la “estabilidad de las esencias”, según la expresión de Vatti- mo,
o de las cosas, en fin, tal como suele imaginarlas nuestro sentido común. Y es en
este sentido que se habló de metafísica. Tal vez no sea casual, entonces, que la
metafísica sea condenada hoy en nombre de la comunicación. Para la metafísica,
justamente, el sentido común y las opiniones originarias, ligadas siempre a una
imagen cosifícada y a generalidades lingüísticas, nunca podían ser el suelo donde
creciera el pensamiento. Por el contrario, dirían quienes se oponen al giro
lingüístico, se piensa a pesar de estas opiniones y creencias y jamás gracias a
ellas, ya que uno comienza a pensar cuando logra sustraerse a las evidencias
cotidianas y las significaciones establecidas. ¿No se comienza a pensar, si se
quiere, en el límite de lo incomprensible? Por eso a la filosofía le cuesta tanto
comenzar y hasta hizo de este problema uno de sus temas preferidos. ¿Descartes no
buscaba ese enunciado verdadero
235
que ya no se apoyara en elsentido común? ¿No intentó comenzar por una verdad que ya
no se confundiera con un prejuicio? El “pienso luego existo” no propone ninguna
imagen ni es una ilustración de lo que sería el pensamiento o la existencia. Es
cierto, no siempre la filosofía buscó ese punto arquimédico a partir del cual
sostener todo un sistema. Hoy diríamos más bien que la filosofía se ve forzada a
pensar cuando se encuentra con lo incomprensible, con el sinsentido o el absurdo,
es decir, con todo aquello que se sustrae al sentido común y la opinión. Como
vimos, Marx ya no buscó una verdad indubitable a la manera cartesiana sino que se
encontró con la paradoja de esa “parte que no es una parte”; Heidegger comenzó por
ese ser que no es un ente; Sartre por una conciencia que no es algo. El pensamiento
siempre comienza por estas para-doxas que pueden ser formuladas como un problema:
¿cómo es posible que exista una parte que no es una parte?
De manera que no habría por qué reprocharle a la filosofía, pero tampoco a la
metafísica, haber propuesto la “Unica Descripción Correcta”, como dice Rorty, a
partir de la cual habría condenado todas las demás. Y no habría por qué hacerlo en
la medida que la filosofía, en principio, nunca se habría propuesto “describir”
nada y mucho menos inventar metáforas atracti- vas capaces de seducir a sus
contemporáneos o imponerles una visión oficial del mundo. Que algunos poderes hayan
utilizado la filosofía en este sentido, y que lo sigan haciendo, no nos obliga a
redactar un juñ ció sumario contra este pensamiento.
De ahí que en los últimos años hayan aparecido una serie de libros que se
preguntan, una vez más, qué es la filosofía. El ensayo de Deleuze y Guattari ya
mencionado es uno de ellos. Con un título idéntico, el fiLa:
filosofía actual •
236
Conclusión
lósofo belga Michel Meyer acaba de publicar un ensayo donde aborda este problema.
Pero ya Badiou había publicado su Manifiesto por la filosofía donde se concentraba
particularmente en discutir las tesis del giro lingüístico y la “edad de los
poetas”. En todos estos trabajos, comienza a vislumbrarse la idea de que la
filosofía debe romper con el giro lingüístico para poder proseguir con su tarea
específica. El antiguo problema platónico de una diferencia entre la doxa y la
episteme, que las filosofías del giro pretendían disolver, se reformularía hoy en
estos términos: ¿existe unjpensamiento jjyueDund^ustraerseaJacam
Para Deleuze y Guattari, la filosofía crea conceptos que no pueden confundirse, en
ningún caso, con las proposiciones del discurso. Para Michel Meyer, por su parte,
la filosofía plantea problemas y éstos no tienen una estructura proposicional. Para
Badiou, finalmente, la filosofía piensa acontecimientos innombrados por la
comunicación o el consenso de una época.
En síntesis, la inflación de imágenes y de comunicación que caracteriza nuestra
cultura se llevan bastante mal con ese pensamiento sin imágenes ni ilustraciones,
poco amigo de la comunicación y el consenso que fue, desde siempre, la filosofía! Y
no se tratg., claro está, de maldecir esas tendencias sociales y culturales como si
se tratara de un flagelo que acecha nuestro mun* do. Simplemente se trataría de
aceptar la existencia de una dimensión diferente¿ incluso irreductible, de un
pensamiento que sólo puede plegarse a las exigencias de comunicación y a la
“conversación democrática universal” al costo de renunciar a sí mismo. Es lo que
piensan hoy muchos filósofos, los que se niegan a convertirse en formadores de
opinión o en difusores de ciertos valores éticos y políticos, aun cuando formen
237
parte de sus convicciones cotidianas. Lo que no significa tampoco un retiro
conventual en la torre de marfil de la academia y su consecuente renuncia a los
problemas de nuestro tiempo, ya sean políticos, científicos, artísticos o éticos.
Es más, alguien como Badiou diría que estos problemas son el suelo en donde crece
la filosofía. Pero que esté anclada en su época, en lo que permanece impensado en
una situación, no significa, para estos filósofos, que las creencias y los mitos de
su tiempo constituyan las condiciones irrevocables de los discursos filosóficos.
Por el contrario, se trataría más bien de unos “obstáculos”, tal como los entendía
Bachelard, con los cuales la filosofía se ve siempre confrontada.
En fin, como intentamos verlo a lo largo de este trabajo, hoy pueden reconocerse
dos tendencias divergen tesen filosofía. Por xm lado, los filósofos del giro
lingüístico consideran que la “era metafísica ha llegado a su fin, y le dan este
título a toda filosofía que no se proponga como una crítica (lógica,
desconstructiva o hermenéutica) de loslén^uajes sociales. L”a'preaa- ción de
Vattimo resulta acertada en este aspecto: estas posiciones forman una suerte de
koiné filosófica de fin de siglo, una tendencia, podríamos decir, mavoritaria o
hegemónica. Por el otro, sin embargo, están quienes no se identifican con esta
propuesta y que constituyen un grupo heterogéneo y difícil de identificar. Un
denominador común, sin embargo, pareciera emparen- tarlos: para ellos se trata de
seguir haciendo lo que la filosofía hizo desde siempre^ se lo llame metafísica o
no, y donde la sistematicidad resulta insoslayable, a riesgo de caer en la vaguedad
de las opiniones o los simples pareceres. Su problema, en efecto, consiste en
desembarazarse de ciertos obstáculos, de ciertas figuLa
filosofía actual
238
ras, heredadas, de ciertas opiniones establecidas, para continuar haciendo eso que
la filosofía, aparentemente, nunca dejó de hacer: crear conceptos, formular
problemas o construir sistemas.
Conclusión
239
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