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Cuentos Chinos Cap 1

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¿Por

qué América Latina no avanza y los llamados países emergentes lo


hacen a toda velocidad? Este libro busca las claves. ¿Quién presenta un
panorama realista de los próximos veinte años para América Latina y quién
está contando «cuentos chinos»? Para responder a esta pregunta, Andrés
Oppenheimer, coganador del premio Pulitzer, ganador del premio Rey de
España y del Ortega y Gasset, y el periodista latinoamericano más
galardonado, viajó por China, Irlanda, España, Polonia, la República Checa,
Estados Unidos y media docena de países de América Latina. El resultado
es este libro, tan desprejuiciado como revelador de las claves de esa región
tan importante para España. Con su inconfundible estilo, mezcla de crónicas
de viaje, entrevistas con los principales líderes políticos, reflexiones y sentido
del humor, Oppenheimer presenta su visión sobre el mundo del siglo XXI: qué
países latinoamericanos tienen posibilidades de progresar y cuáles están
encaminados al fracaso en el nuevo contexto internacional marcado por el
auge de China como segunda potencia mundial. Con su habitual lucidez y
una prosa pulida y potente, el periodista latinoamericano más influyente de la
actualidad ofrece aquí un reportaje fascinante que trasciende las ideologías,
rompe con el pensamiento políticamente correcto del momento y marca un
rumbo sorprendentemente optimista sobre el futuro latinoamericano.
Andrés Oppenheimer

Cuentos chinos
El engaño de Washington, la mentira populista y la esperanza de
América Latina

ePub r1.0
NoTanMalo 23.4.16
Título original: Cuentos chinos
Andrés Oppenheimer, 2005

Editor digital: NoTanMalo


ePub base r1.2
Prólogo

A mediados de la primera década del siglo XXI, dos estudios de procedencia muy
diferente —uno del centro de estudios a largo plazo de la CIA, y el otro de uno de los
principales expertos en América latina del Parlamento Europeo, el socialista Rolf
Linkohr— estremecieron a los pocos latinoamericanos que tuvieron acceso a ellos.
Ambos contradecían frontalmente la visión presentada por la mayoría de los
gobiernos de América latina, en el sentido de que la región estaba gozando de una
recuperación económica y se encaminaba hacia un futuro mejor. El primer estudio era
del Consejo Nacional de Inteligencia de los Estados Unidos (CNI), el instituto de
estudios a largo plazo de la CIA. El segundo, casi simultáneo, había sido escrito por el
eurodiputado socialista alemán Linkohr en su condición de presidente de la Comisión
de Relaciones con Sudamérica del Parlamento Europeo. Ambos estudios analizaban
el futuro de América latina en los próximos veinte años, y llegaban a la misma
conclusión: la región se ha vuelto irrelevante en el contexto mundial, y —de seguir
así— lo será cada vez más.
El Informe Linkohr comenzaba diciendo: «La influencia de América latina en el
acontecer mundial está decreciendo. La participación de la región en el comercio y la
economía mundiales es pequeña, y cada vez menor, a medida que crecen las
economías de Asia»[1]. Linkohr, que sintetizaba en su informe sus observaciones tras
veinticinco años de viajes a casi todos los países de la región, agregaba: «Es
sorprendente que a pesar de todos los cambios que han ocurrido (en el mundo), y que
América latina también ha experimentado, poco ha cambiado en este panorama algo
deprimente del continente… Aunque existe una calma relativa en América latina en
el presente, la situación podría deteriorarse en el futuro»[2].
El estudio del CNI, la central de estudios a largo plazo de la CIA y todas las demás
agencias de inteligencia de los Estados Unidos, con sede en el edificio de la CIA en
Langley, Virginia, era un informe de 119 páginas que contenía los pronósticos de los
principales «futurólogos» del mundo académico, empresarial y gubernamental
norteamericanos sobre cómo será el mundo en el año 2020. Y decía prácticamente lo
mismo, aunque menos explícitamente. En su gráfico inicial, titulado «El Paisaje
Global en el 2020», el CNI pintaba un mapa político-económico del mundo a fines de
la segunda década del siglo XXI en el que América latina no aparecía ni pintada[3].
En la visión de los futurólogos convocados por el centro de inteligencia a largo
plazo de los Estados Unidos, el mundo del 2020 será bastante diferente del actual.
Estados Unidos seguirá siendo la primera potencia mundial, pero menos poderoso
que ahora. La globalización económica seguirá su curso, la economía mundial crecerá
significativamente, y el promedio del ingreso per cápita mundial será un 50 por
ciento mayor al actual, pero el mundo será menos «americanizado», y más «asiático».
China será la segunda potencia mundial en el 2020, seguida de cerca por la India, y
Europa, quizás en ese orden. Las corporaciones multinacionales, en su afán de
conquistar los inmensos mercados vírgenes de China y la India —cuya población
conjunta abarca casi la mitad de la humanidad— cambiarán su cultura y producirán
sus bienes para satisfacer los gustos y exigencias de la creciente clase media asiática.
«Para el 2020, la globalización ya no será asociada en el imaginario colectivo con los
Estados Unidos, sino con Asia», dice el estudio del instituto de inteligencia
norteamericano[4]. Viviremos en un mundo un poco menos occidental, y un poco más
oriental, afirma.
Y, al mismo tiempo, la política mundial tendrá cada vez menos que ver con
ideologías, y cada vez más con identidades religiosas y étnicas, según el pronóstico
del CNI. El Islam seguirá creciendo en todo el mundo, aglutinando a sectores de
diferentes países y culturas, y quizá creando una entidad central multinacional. Podría
surgir un califato, que abarcaría gran parte de África, Medio Oriente y Asia Central.
Y en Asia, podría surgir un «modelo chino de democracia», que permitiría elecciones
libres para funcionarios locales y miembros de un organismo consultivo a nivel
nacional, mientras que un partido único mantendría el control sobre el gobierno
central, especula el informe.
¿Dónde quedará parada América latina en el nuevo contexto mundial? El estudio
del CNI le dedica sólo un breve recuadro a América latina, casi al final. Aunque el
estudio considera factible que Brasil se convierta en un país importante, y ve a Chile
como un posible oasis de progreso, su visión de la región es lúgubre. El CNI ve un
continente dividido entre los países del norte —México y Centroamérica— atados a
la economía de los Estados Unidos, y los del sur, más atados a Asia y Europa. Pero
lejos de tener bloques comerciales exitosos que aseguren el progreso económico y
social, los «futurólogos» convocados por el centro de estudios de la CIA auguran que
la región estará «dividida internamente», jaqueada por la «ineficiencia de sus
gobiernos», amenazada por la criminalidad, y sujeta al «creciente peligro de que
surjan nuevos líderes carismáticos populistas, históricamente comunes en la región,
que explotarían a su beneficio la preocupación de la sociedad por la brecha entre
ricos y pobres» para consolidar regímenes totalitarios[5].
Pero el informe mundial del CNI apenas tocaba la superficie en lo que hace a
América latina. Había otro estudio de ese organismo, más específico, titulado
«América latina en el 2020», que resumía las conclusiones de varios académicos,
empresarios y políticos latinoamericanos y norteamericanos que habían participado
en una conferencia académica organizada por el CNI para aportar conclusiones al
informe mundial. La conferencia se había realizado en Santiago de Chile con la
participación de exfuncionarios y políticos de varios países, incluyendo al
norteamericano-chileno Arturo Valenzuela, exjefe de Asuntos Latinoamericanos de la
Casa Blanca durante el gobierno de Bill Clinton; el argentino Rosendo Fraga, director
del Centro de Estudios Nueva Mayoría; la mexicana Beatriz Paredes, senadora del
Partido de la Revolución Institucional de México y exembajadora en Cuba; el
expresidente peruano Valentín Paniagua, y el exministro de Defensa colombiano
Rafael Pardo. El informe final de la conferencia auguraba que «pocos países (de la
región) podrán sacar ventaja a las oportunidades del desarrollo, y América latina
como región verá crecer la brecha que la separa de los países más avanzados del
planeta»[6]. Agregaba que «las proyecciones económicas indican que América latina
verá caer su participación en la economía global como resultado de los bajos niveles
de crecimiento (de los últimos años), y el “efecto arrastre” que éstos tendrán en la
productividad y la capacidad instalada de los países»[7]. En otras palabras, la región
se ha quedado atrás, y será difícil que recupere el terreno perdido.
Y en el mundo de la economía del conocimiento, en que los servicios se cotizan
mucho más que las materias primas, «casi ninguno de los países latinoamericanos
podrá invertir sus escasos recursos en desarrollar grandes proyectos de investigación
y desarrollo», decía el informe regional. «La brecha entre las capacidades
tecnológicas de la región y los países avanzados aumentará. Ningún proyecto
tecnológico amplio a nivel latinoamericano de relevancia que permita la creación de
una capacidad exportadora como la de los países asiáticos será desarrollado en los
próximos quince años», decía el estudio, aunque agregaba que puede haber
excepciones aisladas, como la inversión de Intel en Costa Rica, o programas estatales
de la industria de defensa en Brasil.
Cuando leí ambos estudios, con una diferencia de pocas semanas, no pude evitar
sorprenderme por sus conclusiones. El estudio del CNI y el Informe Linkohr llegaban
a conclusiones diametralmente opuestas a las que se escuchaban a diario en boca de
los gobernantes de América latina y de instituciones como la Comisión Económica
para América Latina y el Caribe de las Naciones Unidas (CEPAL), que presentaban un
panorama mucho más optimista de la región. Por primera vez en muchos años, había
un «escenario positivo» en la región, decían estos últimos. Los países
latinoamericanos estaban volviendo a crecer a tasas del 4 por ciento anual luego de
varios años de crecimiento cero, y las inversiones en la región habían subido por
primera vez en seis años, a 56 400 millones de dólares[8]. En Sudamérica, los
presidentes habían firmado en 2004 un convenio para la creación de la «Comunidad
de América del Sur» o «los Estados Unidos de Sudamérica», que según proclamaban
algunos sería el prólogo de un futuro más auspicioso para la región. El expresidente
argentino Eduardo Duhalde, uno de los arquitectos de la Comunidad de América del
Sur, pronosticaba que los países sudamericanos lograrían «el sueño de los
libertadores de América de tener una Sudamérica unida», que llevaría a un mañana
mucho más auspicioso. Y en el norte, el presidente mexicano Vicente Fox les decía a
sus coterráneos que «cada día estamos más cerca del país que todos queremos tener:
un lugar donde cada mexicano y mexicana tenga la oportunidad de una vida mejor,
un México en el que todos estemos dispuestos a dar lo mejor de nosotros mismos por
el bien del país»[9].
¿Quién estaba más cerca de la realidad? ¿El CNI y el Informe Linkohr con sus
oscuras predicciones? ¿O los jefes de Estado latinoamericanos y la CEPAL con sus
discursos optimistas? Había motivos para desconfiar de ambos bandos. ¿Acaso los
estudios del CNI y el Informe Linkohr no estaban sesgados por el enamoramiento de
los países ricos con el boom asiático, el milagro irlandés y el despertar de la ex
Europa del Este? Y, por el otro lado, ¿no había un propósito claro de contagiar el
optimismo en los discursos de los líderes latinoamericanos, desde el mesiánico
presidente venezolano Hugo Chávez hasta sus colegas más pragmáticos como Fox?
¿A quién creerle? ¿Quién estaba presentando un panorama realista, y quién estaba
contando cuentos chinos?
Mi propósito al escribir este libro fue contestarme a mí mismo estas preguntas.
Durante los tres años previos a su publicación, entrevisté a los actores más relevantes
del futuro de América latina, desde el secretario de Defensa de los Estados Unidos
Donald Rumsfeld y el encargado de América latina del Departamento de Estado
Roger Noriega hasta el diputado cocalero boliviano Evo Morales, pasando por figuras
como el expresidente brasileño Fernando Henrique Cardoso, el expresidente español
Felipe González, y los presidentes de México, la Argentina, Perú, Colombia y Chile.
Y viajé a países tan disímiles como China, Irlanda, Polonia, la República Checa y
Venezuela para ver de cerca qué están haciendo los países que avanzan, y qué están
haciendo los que retroceden. En todas mis entrevistas y viajes, quise descubrir cuál
será el mejor camino a seguir para América latina en las próximas dos décadas. Y,
curiosamente, lejos de terminar resignado a un permanente rezago de América latina,
como lo hacían los informes del CNI y el Informe Linkohr, me encontré con que estos
estudios son más acertados como diagnósticos del presente que como augurios del
futuro. Tanto en mis entrevistas con líderes mundiales como en mis viajes, una de las
cosas que más me sorprendió fue la rapidez con que los países pueden pasar de la
pobreza y la desesperanza a la riqueza y el dinamismo. Como veremos a lo largo de
este libro, mucho de lo que descubrí me hizo cambiar viejos prejuicios, y me hace ver
el futuro con más esperanza que antes.

ANDRÉS OPPENHEIMER
CAPÍTULO 1

El desafío asiático

Cuento chino: «Éste puede ser el siglo de las Américas».


(George W. Bush, discurso en Miami, Florida,
25 de agosto de 2000).

B EIJING - BUENOS AIRES - CARACAS - CIUDAD DE MÉXICO - MIAMI - WASHINGTON


D. C. —Uno tiene que viajar a China, en la otra punta del mundo, para descubrir la
verdadera dimensión de la competencia que enfrentarán los países latinoamericanos
en la carrera global por las exportaciones, las inversiones y el progreso económico.
Antes de llegar a Beijing, había leído numerosos artículos sobre el espectacular
crecimiento económico de la República Popular China y de otros países asiáticos
como Taiwan, Singapur y Corea del Sur. Y estaba asombrado de antemano por el
éxito chino en sacar a cientos de millones de personas de la pobreza en las últimas
dos décadas, desde que el país se había abierto al mundo. Sin embargo, nunca
imaginé lo que vería, y escucharía, en China.
Desde el minuto en que aterricé en la capital china, me quedé boquiabierto ante
las gigantescas dimensiones de todo. Todavía sentado en el avión, desde la ventanilla,
advertí que mi vuelo se aprestaba a ubicarse en el hangar número 305, lo que de por
sí ya era un primer motivo de asombro para un viajero frecuente acostumbrado a
bajarse en la puerta B-7 del aeropuerto de Miami, que tiene apenas 107 hangares, o
en el hangar 28 del aeropuerto de Ciudad de México, que tiene 42. Cuando salí del
avión con el resto de los pasajeros, me encontré con un aeropuerto gigantesco,
parecido a un estadio cerrado de fútbol, sólo que cinco veces mayor, y de arquitectura
futurista. Por el aeropuerto de Beijing transitan nada menos que 38 millones de
personas por año, y ya está quedando pequeño, según me enteré después. De allí en
más, saliendo del aeropuerto, la fiebre capitalista que se está viviendo en China,
disfrazada por el régimen como una «apertura económica» dentro del socialismo, me
deparó una sorpresa tras otra.
Era difícil no hacer comparaciones constantes entre lo que se ve en China y lo que
está ocurriendo en América latina. Horas antes de mi llegada, en el vuelo de Tokio a
Beijing, había leído en uno de los periódicos en inglés que repartían en el avión una
noticia breve, según la cual Venezuela acababa de cerrar por tres días los ochenta
locales de McDonald’s que operan en ese país. La medida, según el cable noticioso
reproducido en el periódico, había sido tomada por las autoridades venezolanas para
investigar presuntas infracciones impositivas. El autoproclamado gobierno
«revolucionario» de Venezuela sostenía que no toleraría más transgresiones de las
multinacionales a la soberanía del país. Y aunque la controversia todavía no había
sido resuelta en la Justicia, las autoridades habían ordenado cerrar los locales, y
citaban la medida como un gran logro de la revolución bolivariana. La noticia no me
sorprendió demasiado: había estado en Venezuela pocos meses antes, y había
escuchado varios discursos incendiarios del presidente Hugo Chávez contra el
capitalismo, el neoliberalismo, y el «imperialismo» norteamericano. Pero lo que me
asombró fue que, al día siguiente de mi llegada a la capital china, leyendo ejemplares
recientes del China Daily —el periódico oficial de lengua inglesa del Partido
Comunista chino— me encontré con un titular que parecía escrito a propósito para
diferenciar a China de Venezuela y de otros países «revolucionarios»: «¡McDonald’s
se expande en China!», anunciaba jubilosamente. El artículo señalaba que el consejo
de directores en pleno de la multinacional norteamericana estaba por iniciar una visita
a China, y sería recibido por las máximas autoridades del gobierno. Durante su
estadía, los ilustres visitantes de la corporación multinacional anunciarían la decisión
de McDonald’s de aumentar su red actual de seiscientos locales en China a más de
mil durante los próximos doce meses. «China es nuestra mayor oportunidad de
crecimiento en el mundo», señalaba Larry Light, el jefe de marketing de McDonald’s,
al China Daily[1]. Qué ironía, pensé para mis adentros: mientras en China comunista
le dan una bienvenida de alfombra roja a McDonald’s, en Venezuela lo espantan.
Lo cierto es que hay un enorme contraste entre el discurso político de los
comunistas chinos y el de sus primos lejanos más retrógrados en el escenario político
latinoamericano. Mientras los primeros se desvelan por captar inversiones, una buena
parte de los políticos, académicos y empresarios proteccionistas latinoamericanos se
regodean en ahuyentarlas. En China, me encontré con un pragmatismo a ultranza y
una determinación de captar inversiones para asegurar el crecimiento a largo plazo.
Mientras Chávez recorría el mundo denunciando el «capitalismo salvaje» y el
«imperialismo norteamericano», y recibiendo ovaciones en los congresos
latinoamericanos, los chinos les estaban dando la bienvenida a los inversionistas
norteamericanos, ofreciendo todo tipo de facilidades económicas y promesas de
seguridad jurídica, aumentando el empleo y creciendo sostenidamente a tasas de casi
el 10 por ciento anual. Los jerarcas chinos mantienen un discurso político marxista-
leninista para justificar su dictadura de partido único, pero en la práctica están
llevando a cabo la mayor revolución capitalista de la historia universal. Después del
XVI Congreso del Partido Comunista de 2002, que acordó «deshacerse de todas las
nociones que obstaculizan el crecimiento económico», el pragmatismo ha
reemplazado al marxismo como el valor supremo de la sociedad. Y, aunque a muchos
nos repugnen los excesos del sistema chino, y no quisiéramos trasplantar ese modelo
a América latina, no hay duda de que la estrategia está logrando reducir la pobreza a
pasos agigantados en ese país. Como veremos en el capítulo siguiente, el progreso
económico de China —cuyo rostro más visible son las grúas de construcción de
rascacielos que uno divisa por doquier, los automóviles Mercedes Benz y Audi
último modelo que transitan por las calles, y las tiendas de alta costura como Hugo
Boss y Guy Laroche que se anuncian en las grandes avenidas— deja a cualquier
visitante con la boca abierta.
En una de mis primeras entrevistas con altos funcionarios chinos en Beijing y
Shanghai, Zhou Xi-an, el subdirector general de la Comisión Nacional de Desarrollo
y Reforma, el poderoso departamento de planificación de la economía china, me
contó que un 60 por ciento de la economía china ya está en manos privadas. Y el
porcentaje está subiendo a diario, agregó. Zhou, un hombre de unos cuarenta años
que no hablaba una palabra de inglés a pesar de tener un doctorado en Economía y
trabajar en el sector más conectado con Occidente del gobierno chino, me recibió en
el majestuoso edificio de la comisión, en la calle Yuetan del centro de la ciudad.
Intrigado por cuán lejos había transitado China en su marcha hacia el capitalismo, yo
había ido a la cita armado de un fajo de recortes periodísticos sobre la ola de
privatizaciones que estaba teniendo lugar en el país. Acostumbrado a viajar a países
donde la palabra «privatización» tiene connotaciones negativas, en parte por sus
resultados no siempre exitosos, pensaba que algunos de los datos que había leído
sobre China eran exagerados, o por lo menos no serían admitidos públicamente por
los funcionarios del gobierno comunista. Pero me equivocaba.
«¿Es cierto que ustedes piensan privatizar cien mil empresas públicas en los
próximos cinco años?», le pregunté al doctor Zhou, artículo en mano, a través de mi
intérprete. El funcionario meneó la cabeza negativamente, casi enojado. «No, esa
cifra es falsa», replicó. E inmediatamente, cuando yo ya pensaba que me iba a dar un
discurso en defensa del socialismo, e iba a acusar a los periódicos extranjeros de estar
exagerando la nota sobre las privatizaciones, agregó: «Vamos a privatizar muchas
más». Acto seguido, el doctor Zhou me explicó que el sector privado es «el principal
motor del desarrollo económico» de China, y que hay que brindarle la mayor libertad
posible. Yo no podía dar crédito a lo que estaba escuchando. El mundo estaba patas
para arriba.
De ahí en más, mis entrevistas con funcionarios, académicos y empresarios en la
capital china me depararían una sorpresa tras otra. Sobre todo, cuando entrevisté a los
máximos expertos sobre América latina, que —sentados al lado de la bandera roja y
profesando fidelidad plena al Partido Comunista— me señalaban que los países
latinoamericanos necesitaban más reformas capitalistas, más apertura económica,
más libre comercio y menos discursos pseudorrevolucionarios. Uno de ellos, como
relataré más adelante, me dijo que uno de los principales problemas de América
latina era que todavía seguía creyendo en la teoría de la dependencia, el credo
económico de los años sesenta según el cual la pobreza en Latinoamérica se debe a la
explotación de los Estados Unidos y Europa. En la República Popular China, el
Partido Comunista había dejado atrás esta teoría hacía varias décadas, convencido de
que China era la única responsable de sus éxitos o fracasos económicos. Echarles la
culpa a otros no sólo era erróneo, sino contraproducente, porque desviaba la atención
pública del objetivo nacional, que era aumentar la competitividad, me aseguró el
entrevistado. Ése era el nuevo mantra de la política china, que eclipsaba a todos los
demás: el aumento de la competitividad como herramienta para reducir la pobreza.
La única salida: inversiones productivas
En los dos años previos a escribir estas líneas, hice una vuelta al mundo para recoger
ideas sobre qué debería hacer América latina para romper el círculo vicioso de
pobreza, desigualdad, frustración, delincuencia, populismo, fuga de capitales y
aumento de la pobreza. Además de China, viajé a lugares tan disímiles como Irlanda,
la República Checa, Polonia, España y más de una docena de países
latinoamericanos. Y aunque los Estados que progresan son muy distintos entre sí,
tienen un denominador común: todos han crecido gracias a un aumento de las
inversiones productivas. Si algo tienen que enseñar al resto del mundo es que sólo
aumentando las inversiones se puede lograr un crecimiento económico a largo plazo,
que ofrezca oportunidades de empleo a quienes menos tienen y quiebre el círculo
vicioso que está evitando el despegue de América latina. Si los países
latinoamericanos lograran atraer apenas una porción de los capitales que hoy en día
están yendo a las fábricas de China, o a los centros de producción de software en
India, o si lograran captar un porcentaje de los más de 400 mil millones de dólares
que según el banco de inversiones Goldman Sachs los propios latinoamericanos
tienen depositados en bancos extranjeros, América latina podría dar un salto al
desarrollo en menos tiempo de lo que muchos creen[2]. Si hay algo que me sorprendió
en mis viajes a estos países es la rapidez con que han pasado de la pobreza a la
esperanza, y la irrelevancia de sus respectivas ideologías políticas en el proceso de
modernización. Contrariamente al determinismo cultural que está tan en boga en
ciertos ambientes académicos, no hay motivos ideológicos, geográficos o biológicos
que impidan que América latina pueda convertirse en un imán de inversiones de la
noche a la mañana.
¿Qué tienen en común los países que visité? En apariencia, son muy diferentes
entre sí. Políticamente, tienen sistemas totalmente distintos: China es una dictadura
comunista; Polonia y la República Checa son países excomunistas convertidos en
democracias con economías de mercado; España y Chile son exdictaduras de derecha
que están prosperando como democracias capitalistas, y gobernadas por partidos
socialistas. Étnicamente, no podrían ser más diferentes: algunos de estos países, como
China, se ufanan de tener una cultura del trabajo milenaria, mientras que otros, como
España, tienen una historia más identificada con la siesta, el vino y la juerga. En
algunos casos, tienen poblaciones de más de mil millones de habitantes, y en otros de
poco más de diez millones. Las diferencias entre ellos son abismales. Sin embargo,
todos han logrado atraer un aluvión de inversiones extranjeras, en gran parte gracias a
su capacidad de mantener políticas económicas sin cambiar de rumbo con cada
cambio de gobierno, y están invirtiendo en la educación de su gente.
A grandes rasgos, en la nueva geografía política mundial hay dos tipos de
naciones: las que atraen capitales y las que espantan capitales. Si un país logra captar
capitales productivos, casi todo lo demás es aleatorio. En el siglo XXI, la ideología de
las naciones es un detalle cada vez más irrelevante: hay gobiernos comunistas,
socialistas, progresistas, capitalistas y supercapitalistas que están logrando un enorme
crecimiento económico con una gran reducción de la pobreza, y hay otros que se
embanderan en las mismas ideologías que están fracasando miserablemente. Lo que
distingue a unos de otros es su capacidad para atraer inversiones que generan riqueza
y empleos, y —en la mayoría de los casos, por lo menos en Occidente— sus
libertades políticas.
En el mundo hay cada vez menos pobres
Antes de entrar en detalles, convengamos en que, contrariamente a la visión
apocalíptica de muchos latinoamericanos, según la cual la globalización está
aumentando la pobreza, lo que está ocurriendo a nivel mundial es precisamente lo
contrario. La pobreza en el mundo —si bien continúa a niveles intolerables— ha
caído dramáticamente en los últimos años en todos lados, menos en América latina.
La globalización, lejos de aumentar el porcentaje de pobres en el mundo, ha ayudado
a reducirlo drásticamente: tan sólo en los últimos veinte años, el porcentaje de gente
que vive en extrema pobreza en todo el mundo —con menos de 1 dólar diario— cayó
del 40 al 21 por ciento[3]. Y la pobreza genérica —el número de gente que vive con
menos de 2 dólares por día— a nivel mundial ha caído también, aunque no tan
dramáticamente: pasó del 66 por ciento de la población mundial en 1981, al 52 por
ciento en 2001[4]. De manera que, en general, el mundo está avanzando, aunque no
tan rápidamente como muchos quisiéramos.
Pero, lamentablemente para los latinoamericanos, casi toda la reducción de la
pobreza se está dando en China, India, Taiwan, Singapur, Vietnam y los demás países
del Este y Sur asiático, donde vive la mayor parte de la población mundial. ¿Por qué
les va tanto mejor a los asiáticos que a los latinoamericanos? En gran parte, porque
están atrayendo muchas más inversiones productivas que América latina. Hace tres
décadas, los países asiáticos recibían sólo el 45 por ciento del total real de las
inversiones que iban al mundo en vías de desarrollo. Hoy en día, el porcentaje de
inversión en Asia ha subido al 63 por ciento, según cifras de las Naciones Unidas[5].
Y en América latina el fenómeno ha sido a la inversa: las inversiones han caído
dramáticamente. Mientras los países latinoamericanos recibían el 55 por ciento de
todas las inversiones del mundo en desarrollo hace tres décadas, actualmente sólo
reciben el 37 por ciento[6].
Hay un monto limitado de capitales en el mundo, y el grueso de las inversiones en
los países en vías de desarrollo se está concentrando en China y otras naciones de
Asia, los países de la ex Europa del Este, y algunos aislados de América latina, como
Chile. Y a pesar de que hubo un leve repunte de las inversiones en Latinoamérica en
2004, China está recibiendo más inversiones extranjeras que todos los 32 países
latinoamericanos y del Caribe juntos. En efecto, China, sin contar Hong Kong, está
captando 60 mil millones de dólares por año en inversiones extranjeras directas,
contra 56 mil millones de todos los países latinoamericanos y caribeños[7]. Si
sumamos la inversión extranjera directa en Hong Kong, China capta 74 mil millones
de dólares anuales, y la diferencia con América latina es aun mayor. Y, lo que es más
triste, las remesas familiares que envían los latinoamericanos que viven en el exterior
están a punto de superar el monto total de las inversiones extranjeras en la región. No
hay que ser ningún genio, entonces, para entender por qué a China le está yendo tan
bien: los chinos están recibiendo una avalancha de inversiones extranjeras, lo que les
permite abrir miles de fábricas nuevas por año, aumentar el empleo, hacer crecer las
exportaciones y reducir la pobreza a pasos agigantados. En las últimas dos décadas,
desde que se abrió al mundo y se insertó en la economía global, China logró sacar de
la pobreza a más de 250 millones de personas, según cifras oficiales. Y mientras ese
país ha estado aumentando sus exportaciones a un ritmo del 17 por ciento anual en la
última década, América latina lo ha venido haciendo a un ritmo del 5,6 por ciento
anual, según estimaciones de la Corporación Andina de Fomento. A medida que corre
el tiempo, China está ganando más mercados y desplazando cada vez más a sus
competidores en otras partes del mundo. En 2003, por primera vez, desplazó a
México como el segundo mayor exportador a los Estados Unidos, después de
Canadá.
¿Qué hacen los chinos, los irlandeses, los polacos, los checos y los chilenos para
atraer capitales extranjeros? Miran a su alrededor, en lugar de mirar hacia adentro. En
lugar de compararse con cómo estaban ellos mismos hace cinco o diez años, se
comparan con el resto del mundo, y tratan de ganar posiciones en la competencia
mundial por las inversiones y las exportaciones. Ven la economía global como un tren
en marcha, en el que uno se monta, o se queda atrás. Y, tal como me lo señalaron
altos funcionarios chinos en Beijing, en lugar de enfrascarse en interminables
discusiones sobre las virtudes y los defectos del libre comercio, o del neoliberalismo,
o del imperialismo de turno, China se concentra en el tema que considera prioritario:
la competitividad. Y lo mismo ocurre en Irlanda, Polonia o la República Checa, que
ya son parte de acuerdos de libre comercio regionales pero saben que la clave del
progreso económico es ser más competitivos que los demás. A diferencia de muchos
países latinoamericanos, que están enfrascados en debates sobre el libre comercio
como si éste fuera un fin en sí mismo, los países que más crecen no pierden de vista
el punto central: que de poco sirven los tratados de libre comercio si un país no tiene
qué exportar, porque no puede competir en calidad, en precio ni en volumen con otros
países del mundo.
«Aquí todavía se puede vivir muy bien»
Cuando les comenté a varios amigos dedicados al análisis político en América latina
que estaba escribiendo este libro, tratando de comparar el desarrollo de
Latinoamérica con el de otras regiones del mundo, muchos me dijeron que estaba
perdiendo el tiempo. Era un ejercicio inútil, decían, porque partía de la premisa falsa
de que hay grupos de poder en la región que quieren cambiar las cosas. Aunque
muchos miembros de las élites latinoamericanas saben que sus países se están
quedando atrás, no tienen el menor incentivo para cambiar un sistema que les
funciona muy bien a nivel personal, me decían. ¿Qué incentivos para cambiar las
cosas tienen los políticos que son electos gracias al voto cautivo de quienes reciben
subsidios estatales que benefician a algunos, pero hunden a la sociedad en su
conjunto? ¿Por qué van a querer cambiar las cosas los empresarios cortesanos, que
reciben contratos fabulosos de gobiernos corruptos? ¿Y por qué van a querer cambiar
las cosas los académicos y los intelectuales «progresistas» que enseñan en
universidades públicas que se escudan detrás de la autonomía universitaria para no
rendir cuentas a nadie por su ineficiencia? Por más que digan lo contrario, ninguno de
estos sectores quiere arriesgar cambios que podrían afectarlos en el bolsillo, o en su
estilo de vida, se encogían de hombros mis amigos. Mi esfuerzo era
bienintencionado, pero totalmente inútil, decían.
No estoy de acuerdo. Hay un nuevo factor que está cambiando la ecuación
política en América latina, y que hace que cada vez menos gente esté conforme con el
statu quo: la explosión de la delincuencia. En efecto, la pobreza en América latina ha
dejado de ser un problema exclusivo de los pobres. En el pasado, los niveles de
pobreza en la región eran altísimos, y la distribución de la riqueza era obscenamente
desigual, pero nada de eso incomodaba demasiado la vida de las clases más
pudientes. La gente sin recursos vivía en las periferias de las ciudades y —salvo
esporádicos brotes de protesta social— no alteraba la vida cotidiana de las clases
acomodadas. No era casual que los turistas norteamericanos y europeos que visitaban
las grandes capitales latinoamericanas se quedaran deslumbrados por la alegría de
vida que se respiraba en sus barrios más pudientes. «¡Los latinoamericanos sí que
saben vivir!», exclamaban los visitantes. Las vacaciones de cuatro semanas, los
restaurantes repletos, el hábito de la sobremesa, las reuniones familiares de los
domingos, el humor ácido sobre los gobernantes de turno, la pasión compartida por el
fútbol, la costumbre de tomarse un café con los amigos, la riqueza musical y el paseo
por las calles le daban a la región una calidad de vida que no se encontraba en
muchas partes del mundo. Quienes tenían ingresos medios o altos decían, orgullosos:
«A pesar de todo, aquí todavía se puede vivir muy bien». Aunque América latina
tenía una de las tasas de pobreza más altas del mundo, y la peor distribución de la
riqueza del planeta, su clase dirigente podía darse el lujo de vivir en la negación. Los
pobres estaban presentes en el discurso político, pero eran invisibles en la realidad
cotidiana. La pobreza era un fenómeno trágico, pero disimulable detrás de los muros
que se levantaban a los costados de las autopistas.
Esa época llegó a su fin. Hoy día, la pobreza en América latina ha aumentado al
43 por ciento de la población, según cifras de las Naciones Unidas. Y el aumento de
la pobreza, junto con la desigualdad y la expansión de las comunicaciones, que está
llevando a los hogares más humildes las imágenes sobre cómo viven los ricos y
famosos, están produciendo una crisis de expectativas insatisfechas que se traduce en
cada vez más frustración, y cada vez más violencia. Hay una guerra civil no
declarada en América latina, que está cambiando la vida cotidiana de pobres y ricos
por igual. En las «villas» en la Argentina, las «favelas» en Brasil, los «cerros» en
Caracas y las «ciudades perdidas» en Ciudad de México, se están formando legiones
de jóvenes criados en la pobreza, sin estructuras familiares, que viven en la economía
informal y no tienen la menor esperanza de insertarse en la sociedad productiva. En la
era de la información, estos jóvenes crecen recibiendo una avalancha de estímulos sin
precedentes que los alientan a ingresar en un mundo de afluencia, en un momento
histórico en que —paradójicamente— las oportunidades de ascenso social para
quienes carecen de educación o entrenamiento laboral son cada vez más reducidas.
La región más violenta del mundo
La combinación del aumento de las expectativas y la disminución de las
oportunidades para los sectores de menor educación es un cóctel explosivo, y lo será
cada vez más. Está llevando a que progresivamente más jóvenes marginados estén
saltando los muros de sus ciudades ocultas, armados y desinhibidos por la droga, para
adentrarse en zonas comerciales y residenciales y asaltar o secuestrar a cualquiera
que parezca bien vestido, o lleve algún objeto brillante. Y a medida que avanza este
ejército de marginales, las clases productivas se repliegan cada vez más en sus
fortalezas amuralladas. Los nuevos edificios de lujo en cualquier ciudad
latinoamericana ya no sólo vienen con su cabina blindada de seguridad en la entrada,
con guardias equipados con armas de guerra, sino que tienen su gimnasio, cancha de
tenis, piscina y restaurante dentro del mismo complejo, para que nadie esté obligado a
exponerse a salir al exterior. Tal como ocurría en la Edad Media, los ejecutivos
latinoamericanos viven en castillos fortificados, cuyos puentes —debidamente
custodiados por guardias privados— se bajan a la hora de salir a trabajar por la
mañana, y se levantan de noche, para no dejar pasar al enemigo. Hoy, más que nunca,
la pobreza, la marginalidad y la delincuencia están erosionando la calidad de vida de
todos los latinoamericanos, incluyendo a los más adinerados.
En estos momentos, hay 2,5 millones de guardias privados en América latina[8].
Tan sólo en São Paulo, Brasil, hay 400 mil guardias privados, tres veces más que los
miembros de la policía estatal, según el periódico Gazeta Mercantil. En Río de
Janeiro, la guerra es total: los delincuentes matan a unos 133 policías por año —un
promedio de dos por semana, más que en todo el territorio de los Estados Unidos— y
la policía responde con ejecuciones extrajudiciales de hasta mil presuntos
sospechosos por año[9]. En Bogotá, Colombia, la capital mundial de los secuestros,
hay unos siete guardias privados por cada policía, y están prosperando varias
industrias relacionadas con la seguridad. Un empresario llamado Miguel Caballero
me contó que está haciendo una fortuna diseñando ropa blindada de última moda.
Ahora, los empresarios y los políticos pueden vestir guayaberas, chaquetas de cuero o
trajes forrados con material antibalas, cosa de que nadie se percate. «Hemos
desarrollado una industria pionera», me señaló con orgullo Caballero. Su empresa
vende unas 22 mil prendas blindadas por año, de las cuales una buena parte son
exportadas a Irak y varios países de Medio Oriente. «Ya tenemos 192 modelos. Y
estamos desarrollando una línea femenina, de uso interior y exterior», agregó el
empresario[10].
América latina es actualmente la región más violenta del mundo. Ya se ha
convertido en un chiste habitual en conferencias internacionales sobre la delincuencia
decir que uno tiene más probabilidades de ser atacado caminando por la calle de traje
y corbata en Ciudad de México o Buenos Aires que haciéndolo en Bagdad disfrazado
de soldado norteamericano. Según la Organización Mundial de la Salud, de Ginebra,
la tasa de homicidios en América latina es de 27,5 víctimas por cada 100 mil
habitantes, comparada con 22 víctimas en África, 15 en Europa del Este, y 1 en los
países industrializados. «Como región, América latina tiene la tasa de homicidio más
alta del mundo», me dijo Etienne Krug, el especialista en violencia de la OMS, en una
entrevista telefónica desde Ginebra. «Los homicidios son la séptima causa de muerte
en América latina, mientras que son la causa número 14 en África, y la 22 a nivel
mundial[11]» Y las posibilidades de que un homicida o un ladrón vaya a la cárcel son
reducidas: mientras la población carcelaria en los Estados Unidos —una de las más
altas del mundo— es de 686 personas por cada 100 mil habitantes, en la Argentina es
de 107 personas por cada 100 mil habitantes, en Chile de 204, en Colombia de 126,
en México de 156, en Perú de 104 y en Venezuela de 62[12].. En otras palabras, la
mayoría de los crímenes en América latina permanecen impunes.
«Estamos ante un fenómeno epidémico»
En pocos lugares la calidad de vida se ha derrumbado tan precipitadamente como en
las grandes capitales de la región. Buenos Aires, la majestuosa capital argentina que
hasta hace pocos años era una de las ciudades más seguras del mundo, donde sus
habitantes se enorgullecían de que las mujeres podían caminar solas hasta altas horas
de la noche, es hoy en día una ciudad aterrorizada por la delincuencia. Ya antes del
colapso económico de 2001, las poblaciones marginales se habían incrustado cerca
del centro de la ciudad. La «villa» situada al lado de la estación central de Retiro, por
ejemplo, creció de 12 500 habitantes en 1983 a 72 800 en 1998, y su población ha
aumentado mucho más desde entonces[13]. Y dentro de los muros de estas «villas de
emergencia», a pocas cuadras de las zonas más elegantes de la ciudad, hay decenas
de miles de jóvenes cuyo único espacio de socialización es la calle. En muchos casos,
estos jóvenes excluidos empiezan a consumir drogas a los 8 o 10 años, y a delinquir
poco después. «Estamos ante un fenómeno epidémico», me dijo en Buenos Aires
Juan Alberto Yaría, director del Instituto de Drogas de la Universidad del Salvador y
exfuncionario de la provincia de Buenos Aires. «Estamos viendo cada vez más
personas que tienen el cerebro tan dañado por las drogas, que ya no puede haber
recomposición… Todos estos chicos que no van a la escuela, no conocen al padre,
que no pertenecen a una iglesia ni a un club, y que viven en la calle y consumen
drogas, son mano de obra para la criminalidad. Y lo serán cada vez más, por el
creciente fenómeno de la desfamiliarización —el número de madres solteras en la
Argentina ha subido del 23 por ciento en 1974 al 33 en 1998— y de consumo de
drogas», dijo Yaría[14].
Y en el extremo norte de América latina, las «maras», o pandillas, el más
novedoso fenómeno de violencia organizada en la región, están teniendo en vilo a El
Salvador, Honduras, Guatemala y el sur de México, y se expanden cada vez más
hacia la capital mexicana, y hacia Colombia, Brasil y otros países sudamericanos. Los
«mareros», jóvenes marginales que se identifican por sus tatuajes y las señas
manuales con que se comunican sus respectivas pandillas, ya suman más de 100 mil
en Centroamérica, contando únicamente los que se han sometido a ritos de iniciación.
Y casi la mitad de ellos tienen menos de 15 años, según las policías de varios países.
Los mareros se originaron en Los Ángeles, California, y se desparramaron por
toda la región tras ser repatriados de las cárceles de los Estados Unidos a sus países
de origen. En Honduras, una de estas bandas detuvo a un microómnibus repleto de
pasajeros que viajaban a sus pueblos para celebrar las fiestas navideñas de 2004 y
mató a 28 hombres, mujeres y niños, simplemente por revancha contra una ofensiva
policial contra las pandillas. Para cada vez más niños, las maras son la única
posibilidad de lograr reconocimiento social. El marero es el héroe del barrio. Los
jóvenes compiten por tener la oportunidad de someterse al rito de iniciación —que
puede variar desde vender droga hasta matar a un policía— y, si son capturados,
posan triunfantes para las cámaras de televisión. La pertenencia a la mara es su mayor
orgullo.
«El marero es el delincuente del siglo XXI», me dijo en una entrevista Oscar
Álvarez, el ministro de Seguridad de Honduras. «Tenemos en las maras a personas
que se dedican al narcotráfico, a ser sicarios (asesinos a sueldo), al robo, al hurto, al
desmembramiento de personas. En otras palabras, son máquinas de matar. Pero, a
diferencia de otros delincuentes, no les importa cuáles son las consecuencias. A
diferencia de un asaltante de bancos, que se pone una máscara para delinquir, ellos no
se esconden. Más bien, la propaganda que les dan los medios de comunicación les
sirve para ascender en la jerarquía de mando de sus grupos[15]».
La Mara Salvatrucha, en El Salvador, tiene más de 50 mil miembros, que no sólo
roban, asaltan y secuestran sino que están torturando y decapitando a sus víctimas
como señal de su poder. Y la explosión de las maras está llevando a gobiernos de
mano dura, y a una cada vez mayor aceptación social de procedimientos considerados
legal o humanamente indefendibles hasta hace poco. La propia expresión «mano
dura», un término que hasta no hace mucho era visto con resquemor por la mayoría
de los latinoamericanos, se ha convertido en una palabra con connotaciones positivas.
El presidente salvadoreño Tony Saca bautizó su programa de seguridad «Súper
Mano Dura». Bajo este plan, la policía salvadoreña detuvo a casi 5 mil jóvenes
sospechosos de ser pandilleros por el solo hecho de llevar un tatuaje. La policía
simplemente interroga a jóvenes con aspecto de pandilleros, les exige que se quiten la
camisa para verificar si tienen tatuajes ocultos, y se los lleva. Cuando le pregunté al
presidente Saca ante las cámaras de televisión si su táctica de combate a las pandillas
no viola los derechos humanos fundamentales, como el caminar por la calle sin
interferencia del Estado, me miró extrañado. «¿Por qué?», preguntó. «El Salvador ha
cambiado el código penal para permitir a la policía arrestar a menores de edad», me
explicó. «Por supuesto, protégeles el rostro o la identidad cuando los capturen, pero
definitivamente llévalos a la cárcel», dijo Saca. «Puede tener 15 años el muchacho,
pero si es un asesino, aplícale el plan Súper Mano Dura, y mételo preso. En algunos
casos son irrecuperables[16]». Para Saca, y para cada vez más latinoamericanos, la
«mano dura» es la onda del futuro.
¿Se viene la «africanización»?
En Washington D. C. y en las principales capitales de la Unión Europea hay serios
temores de que la ola de delincuencia que azota a América latina produzca un
fenómeno de desintegración social —o «africanización»— que quiebre
irreversiblemente la gobernabilidad, aumente la fuga de capitales y el caos social, y
genere «áreas sin ley». Estas últimas serían regiones donde los gobiernos no puedan
ejercer su autoridad, y se asentarían los carteles del narcotráfico y del terrorismo.
Curiosamente, mientras la opinión generalizada en muchos países latinoamericanos
es que la pobreza está generando mayor delincuencia, y que por lo tanto hay que
concentrar todos los esfuerzos en reducirla, en los países industrializados muchos ven
el fenómeno al revés. Una opinión cada vez más difundida en Washington es que la
delincuencia está haciendo aumentar la pobreza, y por lo tanto habría que atacarla de
entrada. El Consejo de las Américas, la influyente asociación con sede en Nueva
York que agrupa a unas 170 multinacionales con operaciones en América latina,
concluyó en un reciente informe que la inseguridad es uno de los principales factores
de atraso en América latina, porque está frenando las inversiones. Tras señalar que a
pesar de tener sólo el 8 por ciento de la población mundial América latina registró el
75 por ciento de los secuestros que ocurrieron en el mundo en 2003, el estudio del
Consejo reveló que una encuesta de multinacionales con operaciones en América
latina muestra que la seguridad constituye «el principal riesgo» para las empresas en
la región[17]. La encuesta mostró que muchas multinacionales no invierten en
América latina por los altos costos de seguridad: mientras los gastos operativos en
seguridad representan el 3 por ciento de los gastos totales de las empresas en Asia, en
América Latina la cifra asciende al 7.[18]
Para el Pentágono, el aumento de la delincuencia y la proliferación de «áreas sin
ley» en América latina constituyen una preocupación mucho mayor de lo que muchos
piensan. Contrariamente a lo que ocurría hace dos décadas, cuando los gobiernos de
Washington se preocupaban por los gobiernos latinoamericanos hostiles que asumían
demasiados poderes, ahora —en la era de la lucha contra el terrorismo— la mayor
preocupación parecerían ser los gobiernos débiles de cualquier signo ideológico, que
no pudieran controlar su territorio. Ésa fue una de las cosas que más me llamaron la
atención cuando entrevisté a Donald Rumsfeld, el poderoso secretario de Defensa de
los Estados Unidos. Cuando le pregunté cuál era su mayor preocupación respecto de
Latinoamérica, lo primero que mencionó no fue el régimen de Cuba, ni Venezuela, ni
la guerrilla colombiana, ni ninguna otra amenaza política. En cambio, se refirió a la
ola de criminalidad. Rumsfeld me dijo que, «además de proteger el sistema
democrático», su principal preocupación en la región «son los problemas de la
delincuencia, y las pandillas, y el narcotráfico, el tráfico de armas y los secuestros.
Todas estas actividades antisociales que vemos no sólo en este hemisferio, sino en
otros lados del mundo, son temas que merecen (mucha) atención»[19].
De la misma manera, el exjefe del Comando Sur de las fuerzas armadas de los
Estados Unidos, general James Hill, me dijo en una entrevista que «el tema de las
maras es una amenaza cada vez mayor, que tiene un tremendo potencial de
desestabilizar a los países»[20]. «¿Y en qué forma afectaría esa “desestabilización” a
los Estados Unidos?», le pregunté. Hill señaló que las maras que asesinan y violan en
los barrios latinoamericanos están haciendo aumentar la emigración ilegal a los
Estados Unidos, tanto de las víctimas de la delincuencia como de mareros. Los
militares del país del Norte temen una invasión de delincuentes latinoamericanos
(paradójicamente, los seguidores de los mareros que Estados Unidos sacó de las
cárceles de Los Ángeles y deportó a Centroamérica y el Caribe). Ya se están viendo
en Nueva York, Los Ángeles y Miami pandillas de mareros que vienen de
Centroamérica. «Hace unos seis meses, tuve una conversación con el presidente de
Honduras, Ricardo Maduro, que me contó que el gobierno estaba negociando con una
pandilla, y el jefe de la pandilla dijo que necesitaba la aprobación de sus superiores
para los puntos en discusión, y llamó a Los Ángeles. Ese dato es escalofriante», dijo
Hill[21]. «Sólo es una cuestión de tiempo para que las maras reexporten la violencia a
los Estados Unidos, y pasen de vender sus servicios al crimen organizado a
convertirse en carteles de la droga o bandas terroristas», agregó. «Va a ocurrir lo que
sucedió con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el
narcotráfico hace diez años. En un momento dado, las maras van a preguntarse: ¿por
qué voy a ser el intermediario, si puedo hacer el negocio por mi cuenta?»[22]. Hill
concluyó diciendo que a menos que se haga algo pronto, «va a haber grandes barrios
marginales sin presencia de la ley, ocupados por el crimen organizado, con
conexiones internacionales»[23].
Uno de los síntomas más visibles del crecimiento de la violencia en América
latina es el auge inmobiliario de Miami. En los primeros años del nuevo milenio, la
ciudad de Miami vivía el mayor boom de la construcción de su historia reciente. De
las quinientas multinacionales que tenían sus oficinas centrales para América latina
en Miami —incluyendo Hewlett Packard, Sony, FedEx, Caterpillar, Visa y Microsoft
—, muchas se habían mudado recientemente de países latinoamericanos, tras sufrir
problemas de inseguridad, o para reducir sus gastos de seguridad. Tan sólo en 2005 se
estaban construyendo unos 60 mil apartamentos en Miami, mientras que en los diez
años anteriores se habían construido un total de apenas 7 mil[24]. ¿Y quiénes estaban
comprando esos departamentos? Es cierto que, en muchos casos, eran especuladores
que estaban aprovechando las bajas tasas de interés y apuntaban al creciente mercado
de turistas europeos que —con el euro fuerte— querían comprar propiedades en
Miami. Pero una gran parte de los compradores eran latinoamericanos víctimas de la
delincuencia. Además de los inversionistas tradicionales, que querían tener una
propiedad en el exterior para protegerse contra la inestabilidad política o económica
en sus países, había cada vez más empresarios que estaban dejando a sus familias en
Miami para proteger a sus hijos de los secuestros, robos violentos o asesinatos. En
áreas exclusivas de Miami como Key Biscayne, había un aumento constante de
empresarios colombianos; en la exclusiva isla de Fisher Island, cada vez más
mexicanos, y en Bal Harbour, cada vez más argentinos. Su principal motivo de
emigrar no era económico, sino de seguridad. Hace unos años, había comenzado una
de mis columnas en The Miami Herald diciendo que «el alcalde de Miami debería
erigir una estatua a los líderes latinoamericanos que más han hecho por el progreso
económico de la ciudad: el presidente cubano Fidel Castro, el presidente venezolano
Hugo Chávez y el comandante de las FARC, Manuel Marulanda». Si la volviera a
escribir hoy, tendría que cambiar la segunda parte, para decir que el alcalde de Miami
también debería erigir una estatua a los secuestradores y a los pandilleros, que
estaban empujando a ricos y pobres por igual a dejar sus pueblos de origen para
establecerse en Miami. Todos ellos eran exiliados de la delincuencia, esa guerra civil
no declarada que estaba azotando a América latina.
El tema no es el libre comercio, sino la
competitividad
Tal como me lo habían recordado los funcionarios chinos, el motor que hace avanzar
a los países que progresan en la economía global del siglo XXI no es simplemente
firmar acuerdos de libre comercio, sino ser más competitivos. Y en esto, no hay
ideología que valga. Hay países de izquierda «captacapitales», y países de izquierda
«espantacapitales», como los hay de derecha en ambos campos. En China, una
dictadura comunista de 1300 millones de habitantes, el porcentaje de la población que
vive con menos de 1 dólar diario se redujo del 61 al 17 por ciento de la población en
las últimas dos décadas. En Vietnam, otra dictadura comunista, está ocurriendo lo
mismo: desde que el país empezó a atraer capitales extranjeros —la fábrica de
calzado deportivo Nike ya es el empleador más grande del país, con 130 mil
trabajadores— y a permitir la apertura de más de 140 mil empresas privadas en la
última década, está creciendo a niveles del 7 por ciento anual, y casi ha triplicado su
ingreso per cápita.
Por el otro lado, otro país comunista situado en América latina que se ha negado a
abrir su economía, Cuba, vive en una pobreza deprimente. Hoy día, Cuba tiene uno
de los ingresos per cápita más bajos de América latina, lo que explica por qué el
régimen cubano se niega a medir su economía con estándares internacionales y
prefiere dar a conocer sus propias cifras alegres. Pero algunas estadísticas oficiales de
Cuba, fácilmente verificables por cualquier visitante de la isla, hablan por sí solas.
Granma, el órgano oficial del Partido Comunista Cubano, reconoció recientemente
que el salario promedio en la isla es de aproximadamente 10 dólares por mes[25]. Un
maestro en Cuba gana 9 dólares y 60 centavos por mes; un ingeniero, 14 dólares con
40 centavos, y un médico, 27 dólares por mes[26].[*]
Y Venezuela, otro país espantacapitales, se está pauperizando rápidamente a pesar
de sus fabulosos ingresos petroleros de los últimos años. Según las propias cifras del
gobierno venezolano, la pobreza aumentó de 43 al 53 por ciento de la población entre
1999 y 2004, los primeros cinco años del gobierno de Chávez[27]. Contrariamente a lo
que estaban haciendo los chinos, el discurso anticapitalista de Chávez había desatado
una fuga de capitales de 36 mil millones de dólares y provocado el cierre de 7 mil
empresas privadas en los primeros años de su gobierno. Increíblemente, aunque los
precios del petróleo —el motor de la economía venezolana— habían subido de 9 a 50
dólares por barril durante los primeros cinco años de Chávez en el poder, el
desempleo en el mismo lapso había aumentado del 13 por ciento al 19 por ciento de
la población[28].
Como lo habían hecho antes tantos otros militares populistas, a medida que
aumentaba la pobreza en Venezuela, Chávez subía el tono de su retórica contra
supuestos enemigos externos, y cerraba cada vez más los espacios a la oposición. Por
supuesto, culpaba a la oligarquía por los cierres de empresas, regalaba petrodólares a
muchos de los desempleados, y ganaba votos cautivos, pero el país se empobrecía a
diario. Mientras tanto, otros presidentes de izquierda insertados en la economía
global, como los de Chile y Brasil, estaban haciendo crecer sus economías, generando
más empleo y más oportunidades. Los resultados económicos tan disímiles de
gobiernos de izquierda como los de China, Vietnam, Brasil, Chile, Venezuela y Cuba
no hacen más que corroborar que las viejas definiciones políticas de «izquierda» y
«derecha» han dejado de tener sentido. Los países que avanzan son los
«captacapitales», de cualquier signo. Los que retroceden son los «espantacapitales».
El ejemplo de Botswana
Un reciente ranking del Foro Económico Mundial señaló que, sorprendentemente,
casi todos los paises de América latina están por debajo de Botswana en materia de
competitividad internacional. Cuando lo leí, me pareció increíble. Cuando yo era
niño, Botswana era uno de los países más pobres del mundo, de esos que aparecen en
las portadas de la revista de National Geographic ilustrando hambrunas que requieren
atención mundial. Y, sin embargo, el ranking de competitividad del Foro, realizado
entre 8700 empresarios y profesionales de 104 países, ubicaba a Botswana por
encima de todos los países de América latina, con la única excepción de Chile. El
ranking se basa en la percepción de los entrevistados sobre los principales factores
que atraen las inversiones, como el clima para los negocios, la calidad de las
instituciones y los niveles de corrupción. Los países que ocuparon los primeros
puestos fueron, en este orden, Finlandia, los Estados Unidos y Suecia. Le seguía una
larga lista de países de Europa y Asia, y Chile, que estaba en el lugar N.º 22. De allí
en más, venía otra larga lista de naciones como Jordania, Lituania, Hungría,
Sudáfrica y Botswana. Recién más abajo —mucho más abajo— estaban México,
Brasil, la Argentina y los demás países latinoamericanos.
Otro estudio similar, dado a conocer por la empresa consultora AT Kearney,
colocaba a los países latinoamericanos en los últimos puestos de un ranking de 25
naciones, según su atractivo para las inversiones. Según el ranking de Kearney,
basado en encuestas a mil ejecutivos, los países más atractivos para las inversiones
eran China, los Estados Unidos e India. Brasil y México habían caído a los puestos
N.º 17 y 22, respectivamente, después de estar entre los primeros diez el año anterior.
Y el resto de América latina ni aparecía en la lista.
Intrigado, llamé al jefe de economistas del Foro Económico Mundial en Ginebra,
Suiza. «¿Qué está haciendo Botswana que no está haciendo América latina?», le
pregunté a Augusto López-Claros. Según me explicó, Botswana está creciendo
sostenidamente a uno de los ritmos de expansión económica más altos del mundo
desde su independencia en 1966. Gracias a una disciplina fiscal férrea y una política
económica responsable —y, es cierto, con la ayuda nada despreciable de su
producción de diamantes—, Botswana ha pasado rápidamente de ser uno de los
países más pobres del mundo, a uno de ingresos medios. Hoy día, tiene un producto
per cápita de casi 8800 dólares al año, más que Brasil y casi tanto como México.
López-Claros me señaló que, en su encuesta, los empresarios de Botswana se
quejaron mucho menos que los mexicanos, los brasileños y los argentinos de
problemas como la calidad de las instituciones públicas, la ecuanimidad del gobierno
en su trato con las empresas privadas, o la incidencia de la delincuencia común en los
costos de hacer negocios. Pero sobre todo, dijo, Botswana ofrece una ventaja enorme,
que no se ve en muchos países latinoamericanos: la previsibilidad. Es un país que,
aunque está atravesando una gravísima crisis por la epidemia de sida, y está ubicado
en un continente de constantes golpes de Estado y guerras regionales, no ha cambiado
las reglas del juego. Entonces, sus propios empresarios, y los extranjeros, apuestan a
su futuro.
De hecho, hay un consenso cada vez mayor en el mundo respecto de que los
países más exitosos tienen en común el ofrecer previsibilidad, seguridad jurídica y un
clima favorable a los inversionistas. En España, las elecciones son ganadas por los
socialistas, luego los conservadores, y luego las vuelven a ganar los socialistas, sin
que los inversores huyan despavoridos del país. Lo mismo pasa en prácticamente
todos los países desarrollados, y —en América latina— en Chile. Este último es el
país políticamente más aburrido de la región, y en eso radica una buena parte de su
éxito: no tiene líderes mesiánicos que hacen grandes titulares con sus discursos en el
balcón presidencial, ni cuartelazos militares. Es el primer país de América latina que
aparece en la lista de competitividad del Foro Económico Mundial, y en gran medida
es por su estabilidad: ha tenido gobiernos derechistas, centristas y socialistas, sin por
ello perder el rumbo. Eso le ha permitido tener el crecimiento más sostenido de
América latina, y el mayor éxito en la lucha contra la pobreza: desde 1990 hasta
2000, el porcentaje de chilenos que viven en la pobreza cayó casi a la mitad, del 39 al
20 por ciento de la población. Los índices de pobreza absoluta cayeron aún más: del
13 por ciento de la población en 1990 al 6 por ciento en 2000, según datos del Banco
Mundial. Y desde 2003, cuando Chile firmó su acuerdo de libre comercio con los
Estados Unidos, las proyecciones son de un crecimiento económico mayor, y una
reducción de la pobreza aún más acelerada.
El milagro chileno
¿Cómo lograron los chilenos mantener su estabilidad? En parte, el milagro chileno se
debió a la fatiga política. La experiencia de la dictadura del general Augusto Pinochet
fue tan traumática, dividió a tantas familias, generó tantos exilios y tantas muertes,
que la sociedad chilena optó por el camino de la moderación. Pero también hubo un
elemento de pragmatismo, que ayudó a los gobernantes de centro y de izquierda de
los últimos años a construir sobre la base de lo que habían heredado, en lugar de
tratar de inventar la cuadratura del círculo y hacer tabla rasa con todo lo anterior.
Tanto el democristiano Patricio Aylwin, el primer presidente democrático de Chile
tras los diecisiete años de dictadura de Pinochet, como su correligionario Eduardo
Frei y el socialista Ricardo Lagos, que lo sucedieron, evitaron la tentación de destruir
lo que habían hecho sus adversarios políticos. Pensaron en el país, antes que en ellos
mismos. Y sobre todo, el hecho de tener una izquierda inteligente y moderna le
permitió a Chile lograr un clima de previsibilidad que fue mejorando paulatinamente
la economía, haciéndola cada vez más solidaria con las clases marginadas de su
población, y a la vez cada vez más abierta al mundo.
El 6 de junio de 2003, el día en que Chile firmó su acuerdo de libre comercio con
los Estados Unidos en Miami, le pregunté a la entonces canciller chilena Soledad
Alvear cómo resumiría la fórmula del éxito chileno. Acabábamos de hablar sobre los
vaivenes políticos y económicos por los que estaban atravesando los países vecinos
de Chile, como la Argentina, que vivía una de las peores crisis de su historia. ¿Cuál
era el secreto de Chile? Alvear me respondió que, si tuviera que citar un motivo por
encima de los demás, escogería la decisión de la sociedad chilena de elegir un rumbo,
y de mantenerlo. «No se pueden reinventar, en cada gobierno, los objetivos
estratégicos del país», me dijo la canciller. «Nosotros hemos establecido objetivos
estratégicos claves para el país, sostenidos en el tiempo. Hay un consenso en la
sociedad respecto de la necesidad de tener políticas económicas serias,
responsabilidad fiscal, y no se ponen en duda las bondades de una política de apertura
económica», señaló[29].
En otras palabras, sin previsibilidad no hay inversión. Y si uno quisiera llevar este
argumento al extremo, podría argüir que los países latinoamericanos ni siquiera
necesitan tanta inversión extranjera: podrían obtener una enorme inyección de
capitales con sólo atraer a su territorio los gigantescos depósitos que sus propios
ciudadanos tienen en el exterior. Si los latinoamericanos repatriaran esos depósitos,
los países de la región recibirían una inyección de inversiones que reactivaría sus
economías de inmediato. Si no lo están haciendo, no es por falta de patriotismo, ni de
mayores retornos sobre el capital, sino por falta de confianza en la continuidad de las
reglas de juego.
Tal como lo señaló magistralmente Rudiger Dornbush, el fallecido economista del
Massachusetts Institute of Technology (MIT), cuando le preguntaron durante una
visita a la Argentina por qué motivo ese país tenía tantas dificultades: «Los países
desarrollados tienen normas flexibles de cumplimiento rígido. Ustedes tienen normas
rígidas de cumplimiento flexible». O sea, en los países que funcionan, los Congresos
actualizan sus leyes periódicamente, pero una vez que lo hacen sus gobiernos las
hacen cumplir. En los otros, las leyes son estáticas, pero no necesariamente
inflexibles. Mientras no se respeten las leyes y no exista confianza, los países no
recibirán inversiones nacionales ni extranjeras, y tendrán que seguir endeudándose
para mantener sus economías a flote.
La opción supranacional
¿Cómo pueden hacer los países latinoamericanos para atraer inversiones, crecer y
reducir la pobreza? Considerando el rechazo mayoritario al modelo «ortodoxo»
aconsejado por el Fondo Monetario Internacional, y el fracaso rotundo de los
modelos ahuyentacapitales de Cuba y Venezuela, quizás ha llegado el momento de
considerar una nueva opción de crecimiento: la vía supranacional. Aunque la
supranacionalidad no está pasando por su mejor momento en Europa, tras la derrota
del voto por la Constitución de la Unión Europea en Francia y Holanda a mediados
de 2005, ha sido el modelo de crecimiento más exitoso y equitativo de la historia
contemporánea. Y ante la falta de consensos internos para adoptar políticas de
crecimiento sostenibles en América latina, quizá no haya otra forma más fácil y
efectiva de convertir a nuestros países en centros de inversión confiables que a través
de acuerdos macroeconómicos supranacionales.
Como ocurrió en la Unión Europea, los acuerdos supranacionales ayudan a los
países a autodisciplinarse. A diferencia de lo que pasó en Chile, donde se lograron
consensos internos sobre las políticas económicas a largo plazo, en la mayoría de los
países latinoamericanos no existe tal consenso. Al contrario, se vive en una
polarización total. En casi todos los países de la región, la falta de consenso está
impidiendo adoptar políticas de Estado que alienten la inversión productiva a largo
plazo. Sin embargo, la experiencia europea demuestra que los consensos internos se
pueden lograr, en condiciones favorables, desde afuera. En España, Portugal y otros
países de la Unión Europea, la estabilidad y la confiabilidad se consiguieron mediante
la firma de tratados supranacionales, que obligaron a sus miembros a respetar reglas
de juego y generaron confianza dentro y fuera de sus fronteras. Acoplarse a acuerdos
supranacionales les sirvió de vacuna contra el populismo y los extremismos políticos.
Para Polonia, la República Checa y otros países de la ex Europa del Este, que en
muchos casos tienen historias de incertidumbre política muy parecidas a la de sus
pares en América latina, el pasar a formar parte de la Unión Europea en 2004
significó —como antes para España y Portugal— firmar un pacto de previsibilidad.
Todos estos países dejaron atrás sus antiguas interpretaciones sobre la soberanía
política y económica y se comprometieron a seguir políticas económicas responsables
y reglas democráticas inflexibles. Y, en cierta manera, en China ocurrió algo
parecido: el régimen comunista utilizó la incorporación del país a la Organización
Mundial del Comercio en 2001 como justificación para implementar dramáticas
reformas económicas que no tenían un apoyo interno absoluto. Todos estos países
centraron su estrategia de desarrollo en acuerdos externos. Pasaron de la era del
nacionalismo a la del supranacionalismo. Y aunque en Europa estaban atravesando
una crisis de mediana edad, lo cierto es que en las últimas cuatro décadas les fue muy
bien.
¿Por cuál marco supranacional debería optar América latina? ¿Un Área de Libre
Comercio de las Américas (ALCA) con los Estados Unidos? ¿Una comunidad
latinoamericana-europea? ¿Una comunidad latinoamericana? La mejor opción sería
todas y cada una de ellas. Cualquiera de estas variantes —o las mismas variantes
reforzadas, como sería el caso de México si logra profundizar su tratado de libre
comercio con Estados Unidos y Canadá— les permitiría presentarse ante el resto del
mundo como países serios, sujetos a reglas de juego claras, y con mecanismos de
resolución de controversias que atraerían muchas más inversiones extranjeras. Para
hablar mal y pronto, y decirlo en un lenguaje que ningún político puede usar, los
países latinoamericanos necesitamos lo que funcionó tan bien en Europa: una camisa
de fuerza.
La larga historia de golpes de Estado, nacionalizaciones, confiscaciones y
suspensiones de la deuda externa, sumada a la retórica espantacapitales, nos han
generado mala fama a los latinoamericanos. Buena parte de las inversiones que está
recibiendo la región son pequeñas, especulativas, a corto plazo, buscando el negocio
rápido con ganancias extraordinarias. Las grandes inversiones corporativas de las
multinacionales norteamericanas, europeas y asiáticas están yendo a países más
previsibles, en otras partes del mundo.
Contrariamente a lo que piensan muchos líderes políticos latinoamericanos, la
principal razón para crear una Comunidad de las Américas —en cualquiera de sus
variantes— no es económica, sino jurídica: América latina necesita un contrato
político, como el que une a los países de la Unión Europea, que asegure la
estabilidad. No se trata de crear un gobierno supranacional que tome todo tipo de
decisiones, sino de establecer una autoridad compartida para vigilar ciertos
comportamientos fundamentales, muy específicos, como el manejo responsable de la
economía, la democracia y los derechos humanos.
La Unión Europea logró crear esta camisa de fuerza para sus miembros
adoptando el concepto de «soberanía compartida». Según los reglamentos de la UE:
«Compartir la soberanía significa, en la práctica, que los Estados miembros delegan
algunos de sus poderes decisorios a las instituciones comunes creadas por ellos para
tomar democráticamente y a nivel europeo decisiones sobre asuntos específicos de
interés conjunto»[30]. Para ser miembros de la Unión Europea, los países candidatos
deben cumplir con parámetros concretos de democracia, derechos humanos,
economía de libre mercado, y aceptar someterse a las reglas de la comunidad. A
diferencia de un simple acuerdo de libre comercio, la Unión Europea tiene
instituciones supranacionales —como el Parlamento Europeo, el Consejo de la Unión
Europea, el Tribunal de Justicia Europeo y el Banco Central Europeo— que tienen
jurisdicción sobre aspectos específicos de las decisiones de cada país miembro. En
otras palabras, en la Unión Europea no puede surgir un líder populista radical que dé
un golpe militar o constitucional, o que ordene la confiscación de empresas
extranjeras. Y si surge, es expulsado del club y deja de gozar de sus beneficios.
Los bloques regionales del siglo XXI
La supranacionalidad es una necesidad económica, porque América latina nunca va a
poder competir con el bloque europeo, o asiático, a menos que tenga una economía
de escala. ¿Qué empresa internacional va a hacer una inversión de importancia en
Bolivia, con un mercado de apenas 9 millones de habitantes, cuando puede hacerlo en
la República Checa, un país de población parecida, pero que gracias a su pertenencia
a un mercado común puede exportar sin tarifas aduaneras a un mercado de 460
millones de personas?
El mundo se está dividiendo en tres grandes bloques de comercio: el de América
del Norte y Centroamérica, que representa alrededor del 25 por ciento del producto
bruto mundial, el de la Unión Europa, con un 16, y el de Asia, con un 23, aunque su
proceso de integración recién se está iniciando[31]. El Tratado de Libre Comercio de
América del Norte entre los Estados Unidos, Canadá y México ya es un bloque de
426 millones de personas con un producto bruto de 12 trillones de dólares anuales. La
Unión Europea, de veinticinco miembros, está debatiendo admitir a cuatro miembros
más —Croacia, Rumania, Bulgaria y Turquía—, lo que la convertiría en un bloque de
casi treinta países con un producto bruto conjunto de más de 8 trillones de dólares por
año, y 460 millones de personas. Y China acaba de firmar un acuerdo comercial con
los países de la Asociación de Países del Sudeste Asiático (ASEAN) —que incluye
Indonesia, Malasia, Filipinas, Singapur, Tailandia y Vietnam— por el cual se creará
el bloque de libre comercio más grande del mundo en términos de población, aunque
no en el tamaño de su economía, a partir de 2007. El bloque asiático tendrá 1700
millones de personas, y si India se le uniera en el futuro, tendría 3 mil millones de
personas.
En este contexto, los países de América latina cuyas exportaciones no tengan
acceso preferencial a alguno de estos tres grandes bloques de comercio mundiales
quedarán marginados, y serán cada vez más pobres. Quedarse encerrados en la
región, o crear un bloque puramente regional, será autocondenarse a la pobreza,
porque el lugar que ocupa América latina en la economía mundial es muy pequeño.
La región apenas representa el 7,6 por ciento del producto bruto mundial, y el 4,1 por
ciento del comercio mundial[32]. O sea, casi nada. Y cada día que pasa sin que se
integre a un mercado más grande, su presencia en el comercio internacional será
menor, porque los miembros de los bloques comerciales más grandes comerciarán
entre ellos, haciendo uso de sus preferencias arancelarias, y crecerán cada vez más
aceleradamente. El mercado de América latina será demasiado pequeño —y
arriesgado— para justificar grandes inversiones extranjeras. De no integrarse a un
bloque más grande, la región continuaría rezagada. Como en el juego infantil de las
sillas, si América latina no se inserta en uno de los grandes bloques mundiales, se
quedará sin un lugar donde sentarse.
Los líderes políticos latinoamericanos coinciden —con justa razón— en que
estarían mucho mejor dispuestos a firmar un acuerdo supranacional hemisférico si
Estados Unidos actuara como lo hicieron los países más ricos de Europa, y ayudara a
financiar el crecimiento de sus vecinos más pobres. En Europa, Alemania y Francia
desembolsaron miles de millones de dólares en los años ochenta para impulsar el
desarrollo económico en España, Portugal, Grecia e Irlanda. Y entre 2000 y 2006
donaron casi 22 mil millones de dólares para obras de infraestructura en los países
menos desarrollados de la Unión Europea, incluidos los nuevos socios de la ex
Europa del Este. Sin embargo, como escuché decir a los propios funcionarios
españoles e irlandeses, la ayuda económica de la Unión Europea, aunque importante,
explica apenas una parte del éxito europeo, y quizá la menos significativa.
En Irlanda, contrariamente a lo que esperaba, la mayoría de los funcionarios y
políticos con quienes hablé me aseguraron que la ayuda económica europea había
jugado un rol relativamente menor en el «milagro celta». Más bien, el secreto del
éxito irlandés fue someterse a reglas supranacionales de adhesión a la democracia, la
economía de mercado y el acceso preferencial a un mercado mucho más grande, me
señalaron. Según me aseguraron en Dublin, y luego —en diferentes idiomas— en los
países de la ex Unión Soviética, lo que alentó la confianza y las inversiones
extranjeras fue la combinación de mayores garantías de certidumbre otorgadas por
acuerdos legales supranacionales y el mercado ampliado. En América latina, como
están ahora las cosas, los países no pueden beneficiarse ni de una cosa ni de la otra.
¿Pero acaso la recién creada Comunidad Sudamericana no es un paso en esa
dirección?, les pregunté a muchos funcionarios de la Unión Europea. La respuesta
que me dieron fue unánimemente negativa. Cuando los presidentes sudamericanos se
reunieron en Cuzco, Perú, para firmar el acta de constitución de la Comunidad
Sudamericana a fines de 2004, firmaron un acuerdo grandilocuente lleno de buenas
intenciones, pero no diseñaron un marco legal común para la región. Eso era lo único
que le podría haber dado seriedad a la propuesta, dijeron. Los presidentes
sudamericanos cometieron el mismo error que sus antecesores cuando en décadas
pasadas firmaron —con igual entusiasmo— la constitución de la Comisión Especial
de Coordinación Latinoamericana (CECLA), la Asociación Latinoamericana de Libre
Comercio (ALALC), la Asociación Latinoamericana de Integración (ALADI), y el
Sistema Económico Latinoamericano (SELA). O sea, firmaron un documento fijando
las grandes metas para la unión regional, pero que no incluía compromisos
comerciales concretos, sujetos a mecanismos supranacionales de resolución de
disputas.
Comparativamente, la Unión Europea hizo exactamente lo contrario que los
sudamericanos, me señalaron funcionarios europeos: empezó estableciendo
mecanismos supranacionales de resolución de disputas desde su mismo nacimiento,
en 1952, y dejó para más adelante las grandes metas de integración regional. En
efecto, la Unión Europea se inició como una Comunidad de Carbón y Acero. Seis
países se unieron en un mercado común para aunar sus recursos de carbón y acero,
para enfrentar conjuntamente los estragos del frío del invierno europeo. Tras firmar
su tratado y crear un marco de resolución de disputas regional, los europeos lo fueron
expandiendo a otros productos. Los sudamericanos, en cambio, firmaron un acuerdo
prometiendo crear un mercado común de todos sus productos, pero sin
comprometerse a unificar las tarifas aduaneras de ningún producto en particular.
La marca comunitaria
La supranacionalidad también tiene una ventaja de tipo propagandístico. Los países
más pobres de Europa se beneficiaron enormemente de la mejora automática de su
imagen externa tras su incorporación a la Unión Europea. Al ingresar en la institución
supranacional, los países menos desarrollados de Europa pasaron a tener
automáticamente una «marca comunitaria» mucho más atractiva para los
inversionistas y potenciales compradores de sus exportaciones que sus respectivas
«marcas país». En Praga, la bella capital de la República Checa, me llamó
poderosamente la atención la respuesta que me dio Martin Tlapa, el viceministro de
Comercio e Industria checo, cuando le pregunté cómo había hecho un país tan
pequeño como el suyo, de apenas 10 millones de habitantes, y en una región del
mundo azotada por las guerras, para recibir tantas inversiones. Para mi sorpresa,
Tlapa respondió que el factor clave había sido haber obtenido «la marca
comunitaria». «¿Qué significa eso?», le pregunté, intuyendo lo que me estaba
diciendo, pero queriendo escucharlo más en detalle. Tlapa me explicó que desde el
momento en que la República Checa había anunciado su intención de unirse a la
Unión Europea, aun sin haber firmado ningún papel, pasó a ser vista en el resto del
mundo como un país más emparentado con Alemania que con el Tercer Mundo. En la
economía global, explicó Tlapa, hay que salir a venderse al mundo para atraer más
inversiones y para poder exportar más. Y la República Checa, un país nuevo,
producto de la subdivisión de la ex Europa del Este tras la caída del comunismo, tenía
un grave problema de marketing: no tenía una «marca país» como Alemania para
vender automóviles, o Italia para sus prendas de vestir.
«Construir una marca país es muy caro: si contratas empresas especializadas en
campañas publicitarias, te cuesta una buena parte de tu producto bruto», me dijo
Tlapa. «Sin embargo, el solo hecho de unirnos a la Unión Europea nos dio la marca
comunitaria: una garantía de que, al estar sujetos a las mismas normas y a los mismos
tribunales de arbitraje de la Unión Europea, invertir en nuestro país es lo mismo que
invertir en Alemania o Italia. Y eso hizo una diferencia abismal[33]».
La experiencia europea de cesión de soberanía a un marco supranacional fue
sumamente exitosa. En España, Portugal, Irlanda y Grecia, como en los nuevos
socios europeos de la ex Europa del Este, se acabaron los grandes bandazos políticos.
Hoy en día, son pocos los inversionistas internacionales que no instalan fábricas en
España, Irlanda, Polonia o la República Checa por miedo a que ganen el Partido
Comunista, los socialistas o los derechistas. Los países del sur europeo duplicaron y
en algunos casos triplicaron sus ingresos per cápita al ceñirse a reglas comunes que
aseguran la estabilidad económica. Y los países de la ex Europa del Este que se
integraron a la UE en 2004 se convirtieron de la noche a la mañana en las economías
de crecimiento más rápido de Europa. El solo hecho de planear integrarse a la Unión
Europea motivó un crecimiento espectacular de las inversiones. Tanto es así que, en
2004, el año de su incorporación a la Unión Europea, Polonia y la República Checa
ya figuraban muy por encima de México, Brasil o cualquier otro país latinoamericano
en el ranking de las Naciones Unidas de los países más atractivos para las inversiones
extranjeras en los próximos cinco años[34]. En vez de alimentar un nacionalismo
estéril y culpar a los de afuera —el Fondo Monetario Internacional, los Estados
Unidos, «los banqueros» o el chivo expiatorio de turno— por sus problemas, los
países de Europa del Este se envolvieron en la bandera supranacional de la Unión
Europea aun antes de pertenecer a ella. Y la «marca comunitaria» les ayudó a atraer
un aluvión de inversiones.
La experiencia española
¿Estarían dispuestos los países latinoamericanos a ceder soberanía a un ente
supranacional? ¿Es posible una Comunidad de las Américas, con organismos
supranacionales como los existentes en la Unión Europea, en una región donde
algunos todavía salen al balcón a proclamar «soberanía o muerte», o siguen
promoviendo las ideas de «independencia económica» del mundo preindustrial del
siglo XIX?
Se lo pregunté en una larga entrevista a Felipe González, el exjefe de gobierno
español y líder moral del Partido Socialista de España, que durante sus catorce años
de gobierno, de 1982 a 1996, había sido el arquitecto de la incorporación de España a
la Unión Europea. González es un apasionado de América latina, y la conoce mejor
que cualquier otro líder europeo. Aprovechando una ocasión en que coincidimos en
un viaje a la Argentina para participar de una conferencia, le había pedido una
entrevista para hablar sobre el tema.
A los 61 años, González todavía conservaba su imagen de intelectual de izquierda
convertido en estadista, con un atuendo bohemio-empresarial: chaqueta de cuero
negro, camisa celeste, corbata azul y zapatos sport Timberland. Durante las dos horas
en que conversamos en su habitación del Hotel Plaza, González habló con
apasionamiento e inusual sinceridad. Me dijo que uno de los principales obstáculos
para la integración de los países latinoamericanos bajo un esquema supranacional era
la falta de liderazgo de la mayoría de los presidentes de la región, y la glorificación
nacionalista y anticapitalista de gran parte de su clase política. Palabras más, palabras
menos, González me dijo que los países latinoamericanos viven en un engaño
permanente: los políticos ganan elecciones con propuestas populistas, y gobiernan
con programas de ajuste. Y la prensa, los intelectuales y los académicos siguen
usando un discurso nacionalista y anticapitalista que está en abierta contradicción con
la realidad mundial, y que en la mayoría de los casos no creen ni ellos mismos, pero
repiten como loros para ganar el aplauso de la audiencia.
¿Pero acaso en España no había ocurrido lo mismo?, le pregunté. ¿No existía el
mismo discurso nacionalista y anticapitalista allí? Efectivamente, respondió, pero la
adhesión a la entonces Comunidad Europea había permitido superar muchos de esos
escollos. En un principio, la motivación principal de adhesión a la Comunidad
Europea había sido política, más que económica. No sólo los políticos, sino los
empresarios españoles, veían la integración económica a la Comunidad Europea con
miedo. Creían que el proyecto traería consigo medidas de ajuste económico
durísimas, la pérdida de la identidad nacional, y el peligro de ser «anexados» por los
países más poderosos. «No es que primero hubo un consenso social a favor de la
integración europea y luego los líderes tomaron la decisión de implementar esa
decisión», explicó González. «Más bien fue al contrario: la adhesión de España a la
Comunidad Europea se dio más por liderazgo político que por apoyo social», dijo.
«Yo lo tenía claro (este temor a la integración), y lideré el debate, porque desde el
principio lo definí como “ceder soberanía para compartirla, no para perderla, e
incluso en algunos casos para recuperarla”. La única manera de impulsar la
modernización en España era ejercer el liderazgo y gobernar por encima del partido
de gobierno», prosiguió González. «Yo me comunicaba con mi partido a través de la
sociedad, y no con la sociedad a través del partido. Era la única manera de
modernizar y moderar el partido. El partido estaba sobrecargado ideológicamente
desde la dictadura, y aceptaba mal el lenguaje y el contenido de lo que yo ofrecía.
Pero una de las cosas que he constatado es que las llamadas políticas impopulares
suelen ser las más populares que uno adopta[35]».
El gobierno socialista había usado el pretexto del proyecto de integración con
Europa para tomar medidas de saneamiento económico que difícilmente hubiera
podido hacer aprobar por el Congreso español en circunstancias normales. González
recordó que, a fines de 1985, España carecía de un impuesto al valor agregado, IVA, y
la Comunidad Europea exigía la adopción de ese impuesto como una de las
condiciones de ingreso al club regional. En un plazo de dos o tres meses hacia fines
de ese año, el gobierno de González había logrado que el Congreso aprobara la
medida, que había despertado gran oposición en la sociedad.
¿Cómo pudo tomar esa medida tan impopular? Lo había hecho «a traición», sin
avisar, respondió, con una sonrisa pícara. «Necesitábamos hacerlo, lo pusimos sobre
la mesa, como una condición de integración, y pasó en el Parlamento con apoyo
unánime. Fue una cosa… típica del autoritarismo. Fuera de broma —prosiguió—, los
presidentes latinoamericanos deberían ejercer un mayor liderazgo, para adoptar
medidas impopulares que produzcan el desarrollo a largo plazo. Las políticas
llamadas impopulares lo son, pero son políticas que la gente es capaz de apoyar»,
continuó González. En España, todo el mundo estaba de acuerdo en que era
imprescindible una reconversión industrial, y que la obsolescencia del aparato
productivo era realmente dramática. «Pero la reacción social lógica era, “empiece
usted por el otro”», recordó González. «Lo mismo que a la hora de repartir, la gente
dice “empiece usted por mí”. Siempre ocurre igual. Aquí hay un problema sustancial
de comprensión del proyecto, y de liderazgo. Si tú tienes un discurso de país, y eres
capaz de enganchar consistentemente con liderazgo la medida que adoptas, la medida
pasa[36]».
González coincidió en que un marco supranacional le daría a América latina la
estabilidad económica y política para lograr esas metas. Y las resistencias
nacionalistas a una condicionalidad política en Latinoamérica no son insuperables,
aseguró. Cuando le pregunté si un tratado de integración hemisférico debería incluir
una condicionalidad política a la democracia, asintió con una sonrisa. «Claro. Pero
cuando se habla de “condicionalidad política” puede sonar ofensivo. Entonces,
sustituyo la expresión, y prefiero hablar de “homologación en los comportamientos
de respeto a las libertades básicas y al funcionamiento de la democracia”». Era una
pirueta semántica de un viejo zorro político, pero que subrayaba la idea de que los
tratados de integración necesitan una cláusula que despeje la incertidumbre política,
como en la Unión Europea.
Hacia el final de la entrevista, González admitió que cuando decía estas cosas en
América latina, «la verdad es que nunca he ganado». Recordó que, en sus periódicos
viajes a la región, siempre contaba una anécdota muy reveladora: el número de
decisiones en la agenda del Consejo de Ministros de España había bajado de 150 por
día, antes de la incorporación del país a la Unión Europea, a unas 15 diarias después.
El motivo era que la mayoría de las autorizaciones económicas que antes debían ser
hechas por el gabinete ya no eran necesarias. Eso liberó al gobierno español de un
enorme tramiterío, y le permitió concentrarse en decisiones más locales, en las que la
intervención del Estado podía hacer una diferencia más notable. «Pero cuando hablo
de la crisis del Estado-nación en América latina, se erizan los cabellos de todo el
mundo», se encogió de hombros, sonriendo. «La adopción de la supranacionalidad en
América latina sería un proyecto difícil, pero no imposible. Haría falta una buena
dosis de liderazgo», concluyó el expresidente español.
Si se une el Pacífico, pobre América latina
Poco después, le hice la misma pregunta a Fernando Henrique Cardoso, el
expresidente brasileño que había iniciado con gran éxito la apertura de Brasil al
mundo durante sus dos presidencias entre 1995 y 2003. Cardoso había iniciado su
carrera como sociólogo defensor de la teoría de la dependencia en América latina, y
como crítico acérrimo de la dictadura militar de su país. Tras vivir en el exilio entre
1964 y 1968, había sido arrestado a su regreso a Brasil, y poco después inició su
carrera política. Tras ser electo senador y nombrado canciller en 1992, su popularidad
se había disparado en 1993 cuando, como ministro de Finanzas, había logrado frenar
la hiperinflación brasileña con el Plan Real. Cuando lo entrevisté poco después de
dejar la presidencia, seguía siendo uno de los políticos más influyentes de su país, y
de América latina.
Cardoso coincidió de entrada con la idea de un acuerdo regional que actúe como
camisa de fuerza para asegurar la estabilidad. «Pero el tiempo corre en contra de
América latina», señaló. Pocas semanas antes de nuestra conversación, China y los
diez países de ASEAN habían firmado su plan de acuerdo de libre comercio para 2007.
Y aunque el presidente chino Hu Jintao acababa de visitar Brasil y otros países de
América del Sur prometiendo —según la prensa sudamericana— más de 30 mil
millones de dólares en inversiones y un aumento espectacular del comercio
latinoamericano con China, el expresidente brasileño se mostraba más preocupado
que entusiasmado por el acercamiento latinoamericano con China.
¿Era realista pensar que China podía convertirse en una alternativa a los Estados
Unidos o Europa para América latina? «Yo creo que eso es un sueño», respondió
Cardoso. «Porque más tarde o más temprano, China va a ser un competidor».
Actualmente, «China es un competidor principalmente para México y América
Central, pero un enorme comprador de materias primas de Brasil, Argentina y otros
países sudamericanos», continuó. «Pero dentro de poco, van a pasar a exportar acero
y otros productos de mayor valor agregado, y nos van a hacer competencia a
todos[37]».
A Cardoso le preocupaba sobremanera la inminente formación de un bloque
comercial en Asia. Porque si ahora países como Brasil, la Argentina y Chile tenían a
China como uno de sus principales mercados de exportación, la bonanza podría
acabarse pronto, cuando los países de ASEAN obtuvieran acceso preferencial al
mercado chino. «Toda América latina sufrirá las consecuencias de la consolidación
de un bloque asiático, pero especialmente el Cono Sur, a menos que se integre de
inmediato a alguno de los grandes bloques económicos mundiales», decía Cardoso.
«Si el Pacífico se integra y el Cono Sur no, pobre Cono Sur», advirtió el
expresidente[38].
«Entonces, ¿qué tiene que hacer América latina?», le pregunté. «Hay que tener
una visión más clara de que el mundo de hoy en día no permite más un aislamiento
espléndido. Eso ya no existe», dijo Cardoso. América latina necesita mucha
inversión, y si sus países no son previsibles y logran acceso a mercados más grandes,
a los inversionistas no les vale la pena invertir en ellos. «¿Por qué los inversionistas
van a China? ¿Por qué van a poner plata hasta en Rusia? ¿Por qué, cuando muchos de
estos países son menos coherentes con la visión occidental que Brasil o la Argentina?
Porque creen que allá tendrán una cierta previsibilidad», señaló el expresidente. «El
mundo actual requiere previsibilidad: la escala de producción es muy amplia,
requiere tiempo, y la inversión rinde frutos mucho tiempo después. Entonces, yo creo
que nosotros tenemos que entender que el mundo es así, y tenemos que plantear
cuáles son las condiciones mínimas para la integración[39]».
«¿Entre esas condiciones estaría un compromiso a acatar reglas
supranacionales?», le pregunté. «Yo creo que sí», respondió. «Significa crear
instituciones que vayan más allá de los Estados nacionales. No llegar al punto de un
gobierno latinoamericano, pero por lo menos una corte para tomar decisiones sobre
las controversias, y que los acuerdos puedan ser implementados por una autoridad
que sea supranacional». Cardoso, al igual que el expresidente español González,
alertó que la tarea será dificil. «Ceder soberanía es algo que nos cuesta mucho»,
señaló. «Porque para eso hace falta que el liderazgo latinoamericano esté convencido
de que ese acuerdo sea mutuamente beneficioso. Y no está claro que el liderazgo
latinoameriacano esté de acuerdo en eso. El liderazgo no son los presidentes, no son
los ministros de Finanzas, ni siquiera los ministros de Relaciones Exteriores. Si la
idea va a los Congresos, o va a los medios, donde cotidianamente se discuten estos
asuntos, siempre hay la impresión de que un acuerdo como ése podría atarnos. Hay
miedo a eso. Entonces, hay que quitar ese miedo[40]».
¿Una carta económica interamericana?
Salí de la entrevista con Cardoso contento de que estuviera de acuerdo en la
necesidad de una salida supranacional, y preocupado por los obstáculos que el
expresidente veía en lograr ese objetivo. Pero, poniendo ambas cosas en la balanza, la
visión de Cardoso —como la de González— daba margen para el optimismo. La
Unión Europea, al fin y al cabo, había tardado varias décadas en convertirse en
realidad, y hasta el día de hoy tenía sus marchas y contramarchas. Si América latina
no lograba ponerse de acuerdo en un marco supranacional de envergadura, podía
hacerlo parcialmente, en temas específicos.
Una salida supranacional políticamente factible —aunque mucho menos
ambiciosa que la integración efectiva a uno de los tres grandes bloques comerciales—
era firmar una Carta Económica Interamericana, como la Carta Democrática
Interamericana de la Organización de Estados Americanos (OEA). Efectivamente, la
Carta Democrática firmada por los 33 países de la OEA en Lima, Perú, el 11 de
septiembre de 2001, constituye un tratado de defensa colectiva de la democracia, que
convoca a los países a ejercer presiones diplomáticas conjuntas cuando un país
interrumpe la democracia. La Carta Democrática nació después del «fujimorazo», la
decisión del expresidente peruano Alberto Fujimori de disolver el Congreso de su
país. Los países de la región se habían dado cuenta de que había un vacío legal en las
convenciones políticas regionales: no existían mecanismos para la defensa colectiva
de la democracia cuando un presidente democráticamente electo, como Fujimori en
su momento, quebraba el estado de derecho. De la misma manera, hoy día los países
latinoamericanos tienen un vacío legal en sus convenciones económicas regionales:
carecen de un marco legal que dé seguridad jurídica a las inversiones, para el caso de
que presidentes democráticamente electos no respeten los contratos. Una Carta
Económica podría, por ejemplo, crear un mecanismo de solución de controversias y
ayudar a establecer una «marca comunitaria» que permita estimular las inversiones
mientras se negocia la integración regional con alguno de los grandes bloques
mundiales.
Sea como fuere, todo parece indicar que la supranacionalidad, ya provenga de una
Carta Democrática o de la integración a bloques comerciales, es el mejor remedio
para que América latina pueda quebrar su círculo vicioso de pobreza, marginalidad,
delincuencia, inestabilidad política, fuga de capitales, falta de inversión, y más
pobreza. Es una decisión política que no puede postergarse indefinidamente. Como
veremos en el próximo capítulo, el vertiginoso desarrollo de China y del resto de Asia
—un verdadero tsunami económico que avasallará al mundo en el siglo XXI— hace
que América latina no pueda perder un minuto más en ponerse al día.
CAPÍTULO 2

China: la fiebre capitalista

Cuento chino: «El sector estatal de la economía, es decir, el sector económico de propiedad
socialista de todo el pueblo, es la fuerza rectora de la economía nacional».
(artículo 7.º de la Constitución de la República Popular China).

B EIJING, China —El señor Hu, el funcionario del Ministerio de Relaciones


Exteriores de la República Popular China que me escoltaba durante mi visita a
Beijing, me señaló con la mano un inmenso edificio rectangular a un costado de la
avenida del segundo circuito nordeste por la que transitábamos en el taxi que nos
estaba llevando a una entrevista en el centro de la ciudad. «Es la embajada de Rusia»,
dijo el señor Hu, agregando que desde hacía mucho tiempo era la representación
diplomática extranjera más grande en la capital china. «Pero en 2006 se va a terminar
de construir la nueva embajada de los Estados Unidos, que pasará a ser la más grande
de todas», agregó después de un instante, con una sonrisa entre divertida y pícara,
como si todavía no pudiera creer lo que estaba diciendo. En la China de hoy, todo
está cambiando tan rápidamente que ni sus propios funcionarios pueden dar crédito a
todo lo que escuchan, ni a mucho de lo que ven.
No era ninguna coincidencia que Estados Unidos estuviera construyendo la
embajada más grande en China. Según el estudio del Consejo Nacional de
Inteligencia (CNI), el centro de estudios a largo plazo de la CIA, China se está
convirtiendo a pasos acelerados en una potencia mundial, y será el principal rival
económico, político y militar de los Estados Unidos en el año 2020. Al igual que
ocurrió con Alemania a principios del siglo XIX y con los Estados Unidos a principios
del siglo XX, China e India «transformarán el panorama geopolítico mundial, con un
impacto potencialmente tan dramático como el que se dio en los dos siglos
anteriores», dice el estudio[1]. «Así como los analistas se han referido al Siglo XX
como “al siglo americano”, el siglo XXI puede ser visto como el de China e India…
La mayoría de los pronósticos indican que, para el año 2020, el producto bruto de

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