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Mary Calmes - Rana y Principes

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Título original: Frog

© Mary Calmes

© De la traducción: S&M

Página del autor: http://www.marycalmesauthor.com/

Edición: Abril 2014

Atención: Este libro es de temática homoerótica y contiene escenas de sexo explícito M/M

AVISO IMPORTANTE:

La presente traducción ha sido elaborada por un grupo de aficionados para su uso


particular. Queda expresamente prohibida su distribución en foros, blogs, páginas web o
cualquier plataforma digital de intercambio de archivos.
Sus vidas no podían ser más distintas.

Weber Yates es un alma errante, un vaquero que ve cada vez más lejos su
sueño de convertirse en una estrella del rodeo. Sin familia, sin hogar, sin raíces
ni nada que lo ate… toda su vida cabe en la mochila que carga.

Cyrus Benning, por el contrario, es un célebre neurocirujano. Tiene todo lo


que alguien desearía tener: una familia, una carrera, dinero, prestigio… sin
embargo en su vida hay un hueco que nadie puede llenar excepto ese orgulloso
vaquero errante que conoció hace tiempo y al que no puede detener ni seguir.
Ahora, las circunstancias de la vida le otorgan dos semanas para convencerlo de
que se quede, que estar juntos vale la pena, solo dos semanas para lograr la
felicidad…
CAPÍTULO 1

Llovía torrencialmente cuando salí y enfilé derecho hacia la cabina


telefónica. Ya casi había llegado a ella. Mis opciones eran dos, dependía de cual
fuera el resultado de la llamada: podía quedarme o bien podía tomar otro
autobús y seguir mi viaje.

—¿Hola?

No era Cy; alguien más había contestado el teléfono, se oía un gran


alboroto de fondo. Controlé mi reloj: eran las ocho de la noche de un viernes.
Quizás estaba en un local, en un bar o incluso, cenando fuera; y yo lo estaba
molestando.

—¿Hola?

Me aclaré la garganta.

—Ehm, disculpe, ¿es... es este el número de Doc?

—¿Doc?

—Disculpe, quise decir Cyrus.

—Sí, es este. Me ha pedido que conteste porque está poniendo cosas en el


frigorífico. ¿Quién habla?

Tragué saliva con fuerza en lugar de colgar el teléfono como debería haber
hecho.

—Soy Weber y…

—¿Weber?

«¡¿Weber?!» repitió una voz a lo lejos.

—Hey, Cy; ¿conoces a alguien que se llama…?

—¿Sabes qué…? —comencé a decir justo en el momento en el cual, desde


el otro lado de la línea, se escucharon sonidos apagados y un golpe a
continuación, como si algo hubiera caído al suelo. Quizás el teléfono.

—¿Weber? —alguien dijo con un hilo de voz. Mi nombre, en los labios de


quien lo había pronunciado, sonaba bellísimo.

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—Hey… —respondí yo, sonriendo al teléfono mientras la lluvia que
entraba a la cabina empezaba a empaparme las botas vaqueras ya desgastadas.

—Disculpa la interrupción. No pensé que podrías estar ocupado.

—No interrumpes nada. ¿Dónde…?

—¿Estás en una fiesta?

—No, estoy en casa de un amigo y estábamos por cenar.

—Entonces te dejo y…

—Somos muchos, Web —me aseguró—. ¿Dónde estás?

Comencé a tiritar.

—No estoy lejos, así que pensaba que podría…

—Sí —interrumpió—. Ven a mi casa. Salgo para allá inmediatamente.

—Oh no, no…

—Web... —Tomó aliento—. Por favor, nos vemos allí.

—Mejor paso mañana por la mañana —le dije, dándome cuenta de lo


exhausto que estaba. Quería darme una ducha y afeitarme antes de verlo.
Siempre que me lo encontraba, yo estaba hecho un asco, vestido con la misma
ropa con la cual dormía desde hacía semanas. Se merecía algo mejor.

—Weber… lo lamento, ¿bien?

—No hay nada de que lamentarse.

Hubo un largo silencio y, pasado un minuto, comprendí. No soy alguien


muy rápido de entendederas, pero hasta yo pude entender a qué se refería.

—No es un castigo. Es solo que tengo un aspecto espantoso y quisiera


arreglarme un poco esta vez. Te prometo que iré.

—¿Lo prometes?

—Sí —respondí con los dientes castañeteando.

—Oh, Dios. ¡Te estás muriendo de frio! Estás… ¿dónde estás, exactamente?

—En la estación de autobuses de Greyhound, en Oakland.

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—¡Oh, Dios! —exclamó entonces— ¿Estás tan cerca?

—Doc…

—Weber... —Su voz flaqueó—. Por favor, no me hagas esperar hasta


mañana, no me importa absolutamente nada como te veas. Deja que te vaya a
buscar… por favor…

—No quiero interrumpir tu…

—Web. —Puso un tono tan severo, y eso me gustaba muchísimo—. Podría


suplicarte… ¿quieres que te suplique?

—No, no tienes que suplicarme. Por ninguna cosa. Jamás.

—Escucha —dijo con una voz baja y ronca—. Lamento lo que dije la última
vez.

Aproximadamente siete meses atrás, había decidido partir hacia Reno, en


Nevada, pero él me había dado un ultimátum: quedarme para siempre o irme y
no volver jamás. Se había cansado de esperar, incluso cuando ni siquiera yo
sabía que lo estuviese haciendo. Quería que permaneciera con él, o bien que
borrase definitivamente su número de mi agenda. A decir verdad, me había
olvidado ya de aquella discusión hasta que él la trajo a colación durante la
conversación. Generalmente, solo conservaba en mi mente los bellos momentos
que pasábamos juntos.

—Oh, mierda, Doc.—Temblé—. No debería haber llamado. No sé en que


estaba pensando.

—Web…

—¡Dios, soy un idiota! —me lamenté, sintiéndome algo mucho peor que
eso. Era un bastardo necesitado de afecto.

—¡No!

«¿No?»

—Cariño, estás…

—¡Weber Yates, ni siquiera se te ocurra colgar el teléfono!

—Sí, pero…

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—¡Quiero verte!

Quién sabe la escena que estaba haciendo, estuviese donde estuviese.

—Cálmate; deja de levantar la voz. No quiero que piensen que estás loco.

—¡No me importa! Dios Santo, Web, solo quiero…

—¿Estás seguro de que quieres verme?

Hizo un ruido estrangulado.

—Sí. Muy seguro.

—¿No estás ya disgustado conmigo?

—No, cariño. No estoy disgustado, no lo estuve nunca.

Carraspeé ligeramente.

—El chico que respondió el teléfono… ¿es él?

Me respondió luego de un largo silencio

—¿De qué hablas?

—Bueno, la última vez que estuve aquí me dijiste que sentarías cabeza con
un tipo que quería tomar vuestra relación seriamente. Por eso pensé…

—No, no era él. Lo intenté, con el hombre al que te refieres, pero... después
de todo no se puede amar a alguien solo porque nos conviene.

—Entonces, ¿se terminó?

—Sí, se terminó. Hace ya seis meses.

—Te lo pregunto porque no quiero complicarte la vida. Creo que ya te


puse en bastantes dificultades en el pasado.

—No hay nada que complicar, te lo aseguro. Lamento muchísimo la forma


en que nos... Cariño, lamento todo lo que te dije. —Por su tono y su respiración
temblorosa, me di cuenta de que había cometido un error.

—Escucha… mi situación es un poco inestable en este momento. Quizá no


sea una buena idea…

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—¡Lo es, al contrario! —exclamó—. Es una maravillosa idea. Un gesto muy
bonito de tu parte no dejar que me sintiera un pedazo de mierda por lo que me
quede de vida.

Suspiré profundamente.

—No eres un “pedazo de mierda”.

—Sin embargo, el modo en que te he presionado, las cosas que te dije…


Corrí tras de ti luego, pero ya te habías ido.

—¿Lo dices de verdad? —Se me iluminó el alma oyendo aquellas palabras


tan bonitas.

—Sí. Dios, Weber, lo lamento realmente tanto…

—Olvídalo. Nos vemos.

—¿Cuándo?

Me conocía demasiado bien para ser alguien que me había visto no más de
quince veces en el trascurso de tres años. Sabía que tenía que preguntarme
exactamente “cuando”; cada vez que le decía «Nos vemos», ya que podía
significar hoy, mañana o antes de morir.

—¿Weber?

Suspiré profundamente.

—Bueno, si no es molestia, creo que podrías venir a buscarme aquí, a la


estación.

Soltó de golpe todo el aire contenido en sus pulmones.

—De acuerdo, voy para allá. No te vayas, por favor.

—No es para que te preocupes así.

—No. Lo sé, pero… me has hecho mucha falta y nunca tengo manera de
contactarte... Estoy tan feliz de que me hayas llamado. No puedes ni siquiera
imaginar cuanto.

Y dado que lo conocía, sabía que era verdad.

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Nos habíamos conocido en Texas, entre un rodeo y otro, mientras
trabajaba en un rancho atendiendo los caballos. Él, junto a sus amigos, había
venido a cazar codornices; el guía estaba ocupado en otra cosa, así que mi patrón
de ese entonces me había pedido que bajara al pueblo a recoger a unos
“citadinos” para traerlos hasta el rancho. Nunca me hubiera imaginado que
aquel tipo moreno de ojos castaños y piel dorada hubiera perdido un segundo en
fijarse en mí. Incluso bajo el despiadado sol de Texas era todo un espectáculo:
fresco, limpio y pulcro; con ropa elegante y con una camisa que costaba más que
todas las cosas que yo poseía en el mundo puestas juntas, adherida a su cuerpo,
acentuándole todos los músculos del pecho. Apenas lograba respirar con
normalidad.

Miraba fijamente el camino frente a mí, mientras conducía la camioneta


todoterreno; permanecí en silencio, tratando de no moverme todo el tiempo.
Una vez que hubimos llegado al rancho y todos descendieron del vehículo, solté
un suspiro de alivio. Un segundo después, casi salto del susto al sentir golpes en
mi ventanilla. La bajé mientras tragaba saliva con dificultad, sintiendo la
garganta completamente seca.

—¿Cómo te llamabas? —me preguntó el Adonis, mientras intentaba


desesperadamente recordar mi nombre.

Carraspeé.

—Web. Weber Yates —logré decir—. ¿Y tú?

—Cyrus. Cyrus Benning.

Le sonreí, observando el torbellino en sus ojos color chocolate, tan


fascinantes desde tan cerca. Tenía pestañas oscuras y suaves; un cuerpo
esculpido y anchos hombros. Se me hacía agua la boca ya que era, por mucho, la
cosa más bonita que hubiese visto en mi vida.

Cyrus asintió con la cabeza y noté que sus ojos se entornaban mientras se
humedecía los labios.

—Por lo general no soy de los que… —Se aclaró la garganta—… y


seguramente tú no… pero, ¿crees que podríamos salir a cenar juntos?

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No podría superar una cena con él.

—O podríamos simplemente buscar un motel y follar —lancé yo antes de


poder contenerlo. La boca del hombre, con esos labios carnosos y delineados, me
provocaba querer hacer cosas que no debería desear. Sin embargo, al mirar su
rostro había encontrado el coraje para expresarlas.

Asintió con la cabeza exhibiendo una sonrisa maliciosa.

—Podríamos hacer eso, pero me gustaría también llevarte a cenar, si me lo


permites.

—No es algo muy seguro de hacer por estos lares.

Asintió de nuevo, apoyándose sobre la puerta y acercándose a mí me pasó


los dedos por el cuello.

—Está bien, entonces. Servicio de habitaciones y sexo. ¿Cuándo?

—Salgo del trabajo a las seis.

—¿A las siete, entonces?

Logré hacer un gesto de aceptación con la cabeza.

—¿Dónde?

Le di el nombre del mejor hotel del lugar.

—Yo puedo pedir la habitación —le dije, incluso cuando eso me dejaría en
quiebra y tendría que posponer mi partida por otras dos semanas. Pero valdría
la pena por meterse bajo las sábanas con un hombre que llenaría mis sueños por
el resto de mi vida.

—Yo me encargo de la habitación —me aseguró. El movimiento de


aquellos labios me embriagaba—. Entonces, ¿quedamos a las siete?

—A las siete está bien.

Sus ojos miraron alrededor y lo sentí contener la respiración

—Dios, espero realmente que tú seas…

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—¿Activo? —respondí, queriendo dejarlo claro desde el principio. Nunca
confié en nadie lo suficiente como para ser pasivo y, ciertamente, no iba a
comenzar con un desconocido al que solo quería follar. Sin importar lo atractivo
que fuera.

—Sí.

—Lo soy —le aseguré

Asintió con la cabeza.

—¿Tengo que llevar cuerdas? —le pregunté en broma, solo para ver lo
lejos que llegaba.

—Todo lo que quieras, basta que me folles.

Aquella sería, sin lugar a dudas, una gran noche.

—No te preocupes por eso. Nos vemos luego, entonces.

—Hasta luego —dijo, pero no se movió de allí.

Todos los demás ya estaban dentro y la camioneta estaba estacionada


justo en frente de la casa, impidiendo que los demás nos vieran.

—¿Quieres una demostración ahora?

En respuesta, dejó caer el bolso que tenía sobre los hombros, tomó mi
rostro con las dos manos y me miró directamente a los ojos.

—Dame tu lengua —ordenó, y me pareció que, para ser pasivo, el hombre


era bastante decidido. Tuve un segundo para sonreír, luego sus labios se
posaron sobre los míos, abriéndose deseosos, salvajes y descarados, justo como
me gustaban a mí. Se tragó el gemido de placer que surgió de mi garganta y me
encontré gimiendo en su boca, profundamente, sintiendo que también él emitía
lamentos cargados de deseo.

Él tomó lo que deseaba y yo lo dejé hacer; un beso violento y obstinado,


con la lengua que acariciaba y se envolvía en la mía, empujando profundamente
y disfrutando de todo mi sabor, saqueando mis labios como si fueran de su
propiedad.

Cuando lo empujé lejos, los dos estábamos sin aliento.

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—Dios mío —susurró, con los ojos color avellana brillantes y febriles, los
labios inflamados y oscuros, mientras volvía a tragar saliva.

—Retrocede un paso —le ordené, y de inmediato me sentí mejor por el


poder que me había sido devuelto. Yo ya no era una pobre versión del príncipe
que aparentemente estaba buscando besando ranas. Cuando se movió, yo fui
capaz de abrir la puerta y bajar. Recordé que yo era bueno en estas cosas, en
todo lo referido a follar. Sin embargo, ¿relaciones amorosas?, ¿compromisos
prolongados? Nunca. Era intenso y apasionado, y eso era algo con lo que yo
podía trabajar muy bien.

—¿Qué estás...?

—Ven aquí. —Lo agarré por los brazos y, al mismo tiempo cerré con un
fuerte golpe la puerta del vehículo, tirando del hombre, casi levantándolo del
suelo y arrastrándolo conmigo.

—¿Dónde me estás llev…?

Me di la vuelta tan rápido que casi se estrelló contra mí. Me detuve


bruscamente, alzó su mano para evitar el choque y la puso sobre mi pecho.

—¿Quieres que te folle o no?

Él asintió con la cabeza y yo volví a girarme tirando de él hacia la parte


posterior de la casa, subiendo una pequeña cuesta, a través de unos arbustos,
hacia el establo donde guardábamos la maquinaria. Me volví hacia la izquierda y
lo empujé contra la pared de una pequeña cabaña donde se guardaban las
herramientas de trabajo. Nadie iba allí durante el día con el calor que estaba
haciendo a pesar de que estaba al amparo del sol. Si alguien se hubiera dirigido
allí, hubiéramos oído pasos en la grava desde la izquierda o el ruido de los
arbustos desde la derecha. Era un lugar seguro.

—Bájate los pantalones —le dije, sacando un condón lubricado del bolsillo
posterior de mis Wrangler1—. Y quítate la camisa.

Estaba temblando, pero lo hizo; se desvistió a mis órdenes. En el mismo


momento en que vi su cuerpo firme, sus abdominales esculpidos, su pecho y
aquella hermosa larga polla liberada de sus calzoncillos, caí de rodillas delante
de él y lo tomé en mi boca de una vez hasta que tocó mi garganta.

1
Popular marca estadounidense de pantalones de jean.

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—Mierda —dijo con voz ronca, colocando de inmediato una mano sobre
mi cabeza y aferrándose al cabello lacio y rojizo que me llegaba hasta los
hombros.

Sonreí, con los labios aún alrededor de su vara, y él gimió, mirándome


desde arriba, cerrando luego los ojos y dejando caer la cabeza hacia atrás contra
los listones de madera de la cabaña.

—Es... es... no tenía idea de que pudiera ser tan... ¡Dios!

Sorbía y hacía girar la lengua como un remolino a todo lo largo de su


longitud aterciopelada, sintiendo el sabor de su semen y jugando con su ranura.
Cuando comenzó a moverse, su cuerpo se sacudió y luego empezó a reducir la
velocidad, hundiéndose lenta y profundamente dentro de mi boca. Retrocedí,
antes de levantarme, dejando deslizar su polla palpitante entre mis labios.

—Weber —dijo, como protestando.

Lo obligué a descender, e inmediatamente abrió la boca para mí, pero yo


desvié la mirada y me di la vuelta para posicionarme detrás de él. Lo empujé
hacia adelante y se encontró de rodillas con las palmas de las manos sobre la
hierba. Me miró por sobre uno de sus hombros.

—Baja la cabeza.

Lo hizo sin decir nada, sólo apoyó la mejilla contra la hierba fragante y al
mismo tiempo levantó el culo.

Me escupí en la mano varias veces y luego me acerqué para hacer lo


mismo sobre su abertura rosada y temblorosa. La saliva no era mi lubricante
preferido, pero la pasión me había tomado por sorpresa, por lo que no estaba
preparado. El condón que tenía en el bolsillo era ideal para esto. Compraba solo
aquellos que ya venían lubricados, los cuales me resultaban geniales. Sin
embargo, solo sonidos de deseo encendido surgieron del hombre cuando deslicé
un dedo dentro. Parecía que la saliva era más que suficiente.

—¡Oh, Dios!, por favor.

El hombre estaba a mis pies. Se había entregado por completo y se


contorsionaba mientras el segundo dedo se deslizaba hasta el fondo. Moví los
dos dedos suavemente con un movimiento circular, pero siempre
manteniéndolos rígidos, de modo que se expandieran más, incluso cuando me
incliné para besarlo de nuevo. Su piel era como la seda y dado que por allí rara

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vez se me permitía disfrutar de aquellas cosas que prefería del sexo, como los
besos, las caricias y los roces, decidí aprovechar y hacerlo con mi nuevo amigo
citadino.

Por lo general, en el rodeo el sexo era áspero y rápido, nunca tierno y


lento. Sólo rapiditos en los baños o en los establos, nunca en las habitaciones de
los albergues, ya que la gente podría darse cuenta. Las personas de los pueblos
pequeños suelen tener mentes aún más pequeñas por lo que hay que ser
discreto y cuidadoso. Podrían atacarte y golpearte a muerte, o hacerte algo peor.
Ciertamente, no quería acabar con el cerebro embadurnado en la carretera, sin
que quedaran partes de mí lo suficientemente intactas como para poder
identificar el cuerpo.

Pero en aquel sitio, el rancho donde me encontraba trabajando ese verano,


era un lugar que organizaba eventos para hombres ricos deseosos de un fin de
semana de aventura. Era un lugar en el que podía ser espontáneo, por lo menos
un poco.

—Weber —jadeó el hombre cuando se resbalaron sus dedos—. Yo...

Afirmé mis manos en sus caderas, sintiendo el movimiento de sus


músculos. Eran músculos de gimnasio, largos, sinuosos y bellos. Cuando mis
manos aferraron sus caderas, comenzó a suplicarme.

Abrí las piernas y me agaché, inclinándome hacia adelante y empujando


suavemente, poco a poco, en su interior.

—¡Cristo Santo, vaquero, la tienes enorme!

Es por eso que nunca, jamás, me meto en alguien de un solo golpe. A pesar
de que a veces me trataron mal en la vida, siempre me aseguro de no causar
dolor a otros. Especialmente en aquellos que me permitían estar sobre ellos.

—Dime si te hago daño.

—¡Dios, no! No te detengas, por favor, no te detengas.

Los ruidos que estaba haciendo, los quejidos y lamentos, la forma en que
pronunciaba mi nombre, los músculos tensos de su hermoso culo apretado... yo
ya estaba listo para cabalgarlo a conciencia.

—Oh, cariño, te lo suplico.

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Me gustaban los apodos dulces por encima de todas las cosas, aunque
estaría muerto antes de admitirlo en voz alta. Mientras movía mis caderas hacia
atrás y hacia delante, me aferraba a las suyas tan fuerte como para dejar
moretones. Dijo mi nombre una vez más. ¿Cuánto más podría aguantar? Había
perdido el control sobre mí mismo gracias a ese hombre de cuerpo cálido y
codicioso, de ojos lánguidos y piel bronceada. Lo aferré de los cabellos, haciendo
que se enarcara en una posición sumisa por demás hermosa; su espalda estaba
doblada, su culo en alto y su aliento, como un siseo agudo, me estaba
enloqueciendo.

Me hundí aún más y gritó fuerte, apretando el culo alrededor de mi pene


cuando lo dejé ir, permitiéndole posar la cabeza nuevamente sobre la hierba.
Agarré sus caderas y lo follé con ímpetu, al mismo tiempo que él se empujaba
hacia atrás, viniendo a mi encuentro con cada empuje.

—Maldita sea, eres bueno —gemí, deslizando la mano desde la base de su


espalda hacia arriba hasta posarla entre sus escápulas, anclándolo en el lugar al
mismo tiempo.

—Tú también. —Se estremeció debajo de mí y sentí lágrimas en su voz —.


Estoy a punto de venirme. No puedo... Este dolor ha estado dentro de mí durante
tanto... no… te detengas…

Una bala en la cabeza era la única manera de detenerme.

Mis caderas se empujaban contra él velozmente y por los gemidos que


estaba emitiendo me di cuenta de que había dado en el blanco.

—Vente para mí —le dije, con la voz ronca y profunda, sin dejar de
martillear. El aire caliente estaba como detenido, denso y pesado, y olía a sexo y
sudor.

Entonces fue como si su aliento se detuviera y se quedó paralizado por un


momento, mientras yo sentía mi miembro, en toda su longitud, encerrado en una
cálida y aterciopelada prensa. Gritó fuerte cuando llegó y yo empujé una vez más
hasta el fondo mientras que mi orgasmo alcanzaba su punto máximo y,
finalmente, me sumergí completamente en él. No podía recordar la última vez
que me había venido tan violentamente, tan intensamente. Me dejé caer hacia
delante, sobre él. Mi pecho se presionó con fuerza sobre su espalda y me di
cuenta, finalmente, cuando la onda de excitación se calmó, que probablemente lo
estaba aplastando.

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—Espera.

No me moví.

—Esta noche, te quiero desnudo en la cama, para poder sentir tu piel


sobre la mía cuando lo volvamos a hacer.

—Eres hermoso. Yo no me acerco ni siquiera remotamente a todo este


esplendor.

Él hizo un sonido en su garganta.

—Puedo sentirte sobre mí. Siento toda tu fuerza. Veo todas estas
maravillosas venas hinchadas atravesando tus brazos... y tus manos... quiero
más. Quiero verlo todo.

Sonreí, refregándole mi barba descuidada entre los omóplatos. Sabía que


toda su piel estaba sensible ahora, pero no me importaba. El sexo sin mordidas,
moretones y rasguños no era para nada divertido.

—¡Por Dios, vaquero!

Comencé a reír y me deslicé lentamente de él. Se dio la vuelta sobre la


hierba hasta quedarse acostado sobre su espalda. Era espléndido. Yacía allí,
tumbado, satisfecho y turbado con aquel cuerpo perfecto, listo para ser tocado
otra vez. Me quité el preservativo y lo apoyé en el suelo con suavidad.

Se quedó mirándome, sin mover un músculo, con el miembro flácido


descansando sobre su vientre plano y suave, con un brazo debajo de la cabeza y
el otro sobre su pecho.

—Debes levantarte, querido, antes de que tus amigos vengan a buscarte.

—Ven aquí —dijo, haciendo un gesto para que me acercara.

Le sonreí, terminé de acomodarme los pantalones y el cinturón y luego me


senté a horcajadas sobre sus piernas, inclinándome hacia su boca, hasta casi
tocarla con la mía.

—Eres un hombre extraño.

Levantó la mano y la apoyó sobre mi mejilla, mirándome a los ojos cuando


me incliné para darle un beso. Abrió la boca de inmediato y me hundí en él,
besándolo hasta que nos faltó el aire, besándolo hasta que se arqueó debajo de

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mí otra vez, y continué besándolo, incluso mientras tomaba su polla con la mano
y comenzaba a deslizarla hacia arriba y hacia abajo.

Cuando sentí que ese mástil aterciopelado se endurecía nuevamente, me


reí e interrumpí el beso. Me puse a frotarle el extremo con el dedo pulgar sobre
la ranura e incluso, debajo de ella. Comenzó a vibrar debajo de mí, temblando
con un deseo recién nacido.

—Ohh, amigo, ¿cuándo fue la última vez que follaste así?

—Nunca, creo. —Jadeó sin aire—. Cristo. ¿Quién coño eres tú?

La atracción entre nosotros era inflamable, pero no podríamos haber sido


más diferentes de lo que éramos, incluso si uno de nosotros hubiera venido de la
luna.

—Bésame otra vez —me suplicó.

—Levántate y lo haré.

—Te necesito.

Él me necesitaba enterrado en su culo, eso es lo que necesitaba.

De todos modos, sabía cómo complacerlo.

Lo ayude a levantarse y lo empujé contra la pared; tuvo que poner sus


manos delante para protegerse de modo que su cara no golpease contra la
madera. Me escupí la mano y aferré su erección sosteniéndola con fuerza y
comencé a masturbarlo.

—Yo…

—Callado —le murmuré, tocándolo y, al mismo tiempo, llevando mi mano


libre a su cara, hasta meter mis dedos en su boca.

Hice que los lamiera, mientras lo trabajaba hasta hacer que se viniera de
nuevo.

No se vino mucho esta vez, pero sí lo suficiente para salpicar la pared de la


cabaña, mientras que yo mordisqueaba su hombro.

—¡Mierda! —exclamó con tono de enojo, y luego se volvió hacia mí,


respirando con dificultad.

17
Nos hubiéramos quedado todo el día allí, cubiertos de hierba, sudor y
esperma, si el beso no hubiera cesado. Intentó meter su lengua en mi boca y el
estruendo de mi risa lo hizo temblar con mis brazos envueltos a su alrededor.
Sería una extraña cosa de ver si alguien hubiera aparecido en aquel momento. Yo
estaba completamente vestido y él, desnudo como la naturaleza lo había traído
al mundo, excepto por los calcetines y un reloj costosísimo.

Finalmente, me alejé de ese largo beso intenso y sonreí, mirándolo a los


ojos y quitándole el pelo de la cara. Le pregunté si todavía quería verme esa
noche.

—¿Cómo?

Me encogí de hombros, poniendo una gran sonrisa en mi rostro.

—Como quien dice, tomamos el postre antes de la cena, ¿no?

—¿Bromeas? Quiero ir allí ahora mismo. Quiero comer e ir a la cama y


quiero que me ates la próxima vez que me folles —respondió con un gruñido y
me incliné para besarlo de nuevo.

Había algo en aquella boca que me volvía completamente loco, la forma de


sus labios y su suavidad, combinada con su sabor. Tuve suerte de que no hubiera
nadie alrededor, así nadie sería testigo de cómo me derretía por ese hombre.

—Promételo —dijo, interrumpiendo el beso para recuperar el aliento —,


di que vendrás a las siete. Júralo.

—Oh, lo juro —le aseguré, rocé su cabeza con mi nariz, devoré su cuello, lo
mordisqueé por todas partes, respirando su aroma y chupando con pasión.

Quería dejar marcas por todo su cuerpo.

—Será mejor que te vistas. —Me reí, pasando una mano por su espalda
lisa, hasta llegar a ese culo redondo y firme. Lo agarré con toda la mano y se me
vino encima—. Antes de que derribe la puerta de esta cabaña, te tumbe dentro y
te folle tan duro que no podrías, siquiera, caminar.

—¿Y se supone que eso es una amenaza?

Le sonreí.

—Esta noche, antes de que nos encontremos, lávate bien y verás lo que sé
hacer con mi lengua.

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Tuvo que sostenerse fuerte para recomponerse antes de que sus piernas
cedieran.

Lo miré de reojo.

—Ya te gusto un poquito, ¿no?

¡Era tan hermoso! Abrió mucho los ojos y asintió.

—Sí, solo un poquito.

Le devolví una mirada que le provocó risas.

Lo observé alejarse con una sonrisa, tenía que darle tiempo para regresar
antes que yo, y además, tenía que deshacerme del preservativo de alguna
manera. Su trasero, incluso a través de los pantalones, era una obra de arte.

Cuando se volvió para mirarme, casi se me cortó el aliento. Ningún hombre


se me había entregado nunca tan completamente, tan dulcemente, como él.
Había sido un regalo y sería pecado no ser capaz de conservarlo.

Más tarde esa noche, tumbado en la cama a su lado en el Willow Tree Inn,
comprendí realmente cuanta distancia había entre un vaquero y un
neurocirujano.

Vivía en San Francisco, en una casa que valía cientos de miles de dólares,
tal vez, incluso, millones. Yo no tenía casa y solo contaba con los cuarenta y dos
dólares de mi bolsillo hasta mi próxima paga, el viernes siguiente. Entonces
tendría trescientos cuarenta y dos dólares, lo suficiente para ir a Kansas la
primera semana de agosto e inscribirme en el rodeo de Dodge City.

—¿Es eso lo que haces? ¿Montas toros?

—Sí, Señor 1 —me reí, acariciándole un costado y tirando de él suavemente


para acercarlo más a mí.

—Así que andas un poco por todos los rincones de la región.

—Sí —respondí, dejando que me empujara un hombro y me inmovilizase


en la cama para besarme.

1
Weber tiene un hablar muy rústico, coloquial pero muy educado y respetuoso. Por lo que suele adjuntar el apelativo
“señor” a la afirmación o negación como si se tratara de una sola palabra. O sea, “Sissignore”/“Nossignore”,
(siseñor/noseñor) en lugar del “Sí, señor”/”No, señor” que diría alguien con una habla más formal. Como en español
esta distinción no es posible en el lenguaje escrito, la voy a distinguir usando cursiva.

19
Se detuvo, posando sus labios sobre los míos.

—No lo hagas —le dije con una sonrisa mientras deslizaba una mano
sobre su nuca—. No te preocupes por lo que puedan pensar de ti o cómo te
debes sentir por querer algo; tómalo y basta, maldita sea.

Sus labios se relajaron sobre los míos y el beso fue dulce y suave, antes de
que yo abriese la boca y su lengua se metiera en profundidad. Su gemido
ahogado me hizo sonreír: lo hice girar sobre su espalda, con ganas de
sumergirme en él tanto como fuera posible, hasta donde me lo permitiera.

—Ven a buscarme —murmuró, interrumpiendo el beso y poniendo sus


manos sobre mi cara. Con sus pulgares alisaba mis cejas, mirándome fijamente a
los ojos—. Anota mi dirección y número de teléfono, y si alguna vez pasas por
California o cerca, como Nevada o Nuevo México, o...

—Eso no está cerca —le interrumpí, sonriendo.

—Lo está para mí, Weber.

Lo miré de reojo.

—No es necesario que tú...

—Por favor. —Él respiró hondo y levantó las piernas, envolviéndolas por
detrás a mis muslos—. Web…

¿Por qué iba yo a querer llevarle la contraria?

—Me gustaría eso.

La emoción que pasó por mí cuando me incliné y tomé posesión de su boca


hizo que mi corazón se desbordara. Era el hombre más hermoso que jamás había
visto en mi vida y el hecho de que quisiera pasar tiempo conmigo era un
inmenso regalo.

—¡¿WEB?!

—Lo siento —le sonreí tímidamente al regresar de golpe a la realidad de


hoy, avergonzado a pesar de estar consciente de que Cy no podía verme a través
del teléfono—. Y me disculpo también por el hecho de que tengas que conducir
hasta Oakland para venir a buscarme. Me quedé dormido y me perdí la parada
que me hubiese dejado en Misión Street, donde...

20
—No me importa. Permanece quieto donde estás, no te vayas.

—Como un perro obediente —lo provoqué.

—Sí, justo así.

—Está bien.

Exhaló un profundo suspiro.

—Bien.

—Tendría que dar una vuelta y ver si hay algo abierto para comer un
bocadillo.

—No. Tengo cosas para comer en casa. Puedes tomar una ducha. Te
prepararé algo tan pronto como lleguemos allí.

Solo el sentarme en su cocina, estando limpio, seco y cálido, ya era una


bendición. Los cuarenta habían llegado como una revelación para mí. Me
sorprendió el hecho de haber vivido lo suficiente para alcanzarlos y por fin había
llegado a la conclusión de que nunca me volvería alguien famoso en los rodeos.
Nunca había hecho dinero realmente, no tenía un patrocinador y la posibilidad
de conseguir uno se reducía más y más con el pasar de los años. En este
momento, lo único que necesitaba era encontrar un trabajo en un rancho con la
esperanza de que, después de haber demostrado lo que sabía hacer, me
emplearan por tiempo indeterminado.

Estaba yendo hacia Alaska porque Aidan Shelton, un sujeto que había
conocido en el rodeo, me había concertado una entrevista para un trabajo
invernal. Su hermano poseía una finca de pesca situada a solo cuarenta y cinco
minutos en hidroavión desde Anchorage, y necesitaba de alguien que hiciera el
mantenimiento general durante tres meses. Conocí a Aidan en Louisville, en el
campeonato de Norteamérica y, después de sufrir una lesión en las
eliminatorias, se había acercado para hacerme la propuesta. Fue muy amable de
su parte hacerlo, así como al invitarme a cenar a continuación. Me había incluso
preguntado si quería pasar la noche con él; dado que no tenía mucho dinero,
también aprecié ese gesto. Cuando salí de la ducha, me lo había encontrado
esperándome en medio de la cama con el culo desnudo y preguntándome que
estaba esperando. También consideré aquello como una bendición: había
sufrido la soledad durante el viaje y era arriesgado ir en busca de un
desconocido.

21
—Hey...

—Disculpa —suspiré—. Me distraje por un momento, creo. Estaba


pensando que sería agradable sentarse y relajarse en tu cocina por un rato y
hablar contigo.

—¿Hacia dónde vas de camino?

—Alaska —le contesté—. Un amigo tiene un trabajo para mí.

—¿No tienes un rodeo al que ir?

Solté un bufido.

—No, Señor. Todos los rodeos ya se celebraron este año, incluyendo el


grande de Las... espera, estamos en diciembre, ¿no?

—Sí. ¿No lo sabes? ¿Qué hiciste para Acción de Gracias?

—No me acuerdo.

Emitió un sonido, como un lamento, y yo me sentí como una mierda.

—Oh, Doc, yo no pretendía darte pena. Sabes que eso no es para mí.

—Lo sé. —Se aclaró la garganta—. Termina lo que estabas diciendo, sobre
el rodeo.

—Bueno, el último rodeo de la temporada es en Las Vegas, pero no deseo


ir allí. Y aunque quisiera, no tendría el dinero de todos modos para pagar la
inscripción. Mi equipamiento da asco, así que... no más rodeo para mí.

Se aclaró la garganta nuevamente.

—¿Has terminado con la vida de vaquero de rodeos?

—Sí, no me la puedo permitir. Debes entrenarte y conseguir el dinero para


el equipamiento y todo lo demás y... bueno, no tengo nada de todo eso.

—Te hace falta un patrocinador.

—Honestamente... —Suspiré; yo estaba realmente muy cansado—.


Durante este último año he perdido todo el interés que tenía en el rodeo. Te lo
dije, lo llevé en las venas por mucho tiempo, pero ahora... Decidí ir a Alaska
durante tres meses y luego a Texas, a intentar conseguir trabajo en un rancho.

22
—¿Qué ha cambiado con respecto al rodeo?

—Como te dije antes, mi cuerpo no puede aguantar mucho más. ¿Sabes?,


ya estoy viejo ahora.

—Tienes cuarenta y cuatro años. No eres viejo.

—¿Cómo sabes que yo...?

—Tu cumpleaños es a principios de agosto.

Suspiré profundamente.

—Creo que eres la única persona en el mundo que lo recuerda.

—Eso debería hacerte entender muchas cosas —dijo bruscamente—. Sin


embargo, no lo hace.

—Doc…

—Olvídalo.

Me aclaré la garganta. Quería a toda costa restaurar el buen humor entre


nosotros.

—A los cuarenta y cuatro se es viejo.

—No es cierto. Yo tengo cuarenta y dos y no me considero un hombre


viejo.

—Bueno, nosotros no tratamos a nuestros cuerpos de la misma manera —


le dije riendo.

—Entonces, ¿realmente quieres dejar todo eso?

—Sí, Señor. El rodeo es un deporte para jóvenes, y si continúo haciéndolo


durante mucho más tiempo podría resultar herido de verdad.

—¿Te has... estás bien ahora?

—Sí. Solo tengo algunas contusiones. Pero me herí malamente hace ya un


tiempo, me perforé un pulmón y...

—Por el amor de Cristo, Weber… —dijo con preocupación.

23
—Estoy bien, cariño. —Le sonreí al auricular del teléfono—. Es solo que
tengo cuarenta y cuatro años ahora, como tú mismo has dicho, pero me siento
como de setenta. Y no quiero correr el riesgo de quedar lisiado. Ni siquiera tengo
seguro de salud.

—Me estás volviendo loco. Siéntate ahí en algún lado a esperar a que
llegue. Voy con el BMW.

—¿Pero al menos sabes dónde queda?

—Bueno, sí, Weber. Hay algo llamado GPS. ¿Nunca has oído hablar de él
entre un aventón y otro?

Reí.

—Te has hecho una idea de cómo es mi vida aquí fuera, ¿eh?

—Sí, por desgracia.

—Te espero.

Colgó el auricular y yo hice lo mismo.

Salí de la cabina de teléfono y me senté en un banco que estaba al amparo.


Bajé el sombrero de vaquero de paja de modo que casi me cubriese los ojos y tiré
hacia arriba el cuello de la chaqueta vaquera. Desde luego, necesitaría algo más
abrigado para Alaska y había pensado en detenerme en Oregon, trabajar allí
durante un par de semanas para hacerme por lo menos con mil dólares en
efectivo para comprar lo más esencial. Necesitaría botas para la nieve, una
chaqueta que me resguardara del viento y unos guantes. Debía hacer bien mis
cálculos si quería llegar a lo del hermano de Aidan antes de la navidad. Tenía dos
semanas para llegar allí y, pensándolo bien, me di cuenta de que solo podría
pasar una noche con Cyrus. Dos como máximo. No tenía planeado detenerme
allí, pero el deseo de ver su rostro había sido más fuerte que todo lo demás. Si
podía, cuando tenía una ocasión, tenía que verlo. No había duda sobre eso.

24
CAPÍTULO 2

Alcancé a ver el famoso BMW de cuatro puertas, negro y reluciente, que se


acercaba. Hice un gesto con la mano y Cyrus salió del coche y se dirigió hacia la
acera. Verlo acercarse me robó el aliento: era tan perfecto que parecía salido de
una revista. Su cabello corto y castaño estaba peinado hacia atrás y vestía una
chaqueta de cachemira que acentuaba sus hermosos hombros anchos, tenía una
bufanda de lana alrededor de su cuello, que caía en el medio del frente de
aquella prenda costosísima.

Con aquel suéter, aquellos pantalones y esas botas relucientes, parecía una
visión sobrenatural que hubiera surgido justo frente a mí, y estaba viniendo a mi
encuentro. Yo, sin embargo, tenía todo el aspecto de un desamparado que estaba
a punto de recibir limosnas de él.

Me sentí como si hubiera cometido un error. Estaba avergonzado de cómo


lucía, de cómo olería y, en ese momento, comprendí que no debería haber hecho
esa llamada.

—¡WEB! —gritó.

Hasta que le oí decir mi nombre. Nada más tuvo importancia después de


eso.

Dejé caer mi mochila y levanté los brazos hacia él, esperando que me
alcanzase.

Aceleró el paso y se abalanzó sobre mí, con fuerza contra mi pecho,


presionando su cara en mi cuello y abrazándome fuertemente.

—¿Por qué estás temblando? —pregunté con los labios entre su cabello,
sosteniéndolo, disfrutando de la sensación de su cuerpo macizo pegado al mío y
sintiendo sus labios moviéndose sobre mi cuello.

—Porque me hiciste falta, idiota. —Se aferró a mí todavía con más ímpetu,
levantando la cabeza para mirarme a los ojos—. ¿Te metes en el auto? Así puedo
besarte.

—Con gusto, Señor —le contesté.

25
Dio un paso atrás, se quitó uno de los guantes de cuero y tomó mi mano,
entrelazando sus dedos con los míos. No tuve idea de cuánto frio tenía hasta ese
momento, cuando me tocó. Una vez en el coche me dejó ir; lancé mi mochila
sobre el asiento de atrás mientras él daba la vuelta para entrar y ponerse al
volante.

Obviamente, el automóvil de asientos de cuero olía magníficamente.

—Maravilloso. —Me regocijé, dejándome envolver por el aire caliente de


la calefacción.

Pulsó el seguro, haciendo imposible la huida, y me volví hacia él con una


sonrisa, como queriendo ocultar aquel gesto explícito. Al ver que su barbilla
temblaba, me acerqué a él. Puse mis dedos en su cuello y con el pulgar le acaricié
la mandíbula, acercándolo a mí.

—Déjame tomar una buena ducha caliente cuando lleguemos a casa, ¿de
acuerdo? De ese modo, cuando esté limpio, podré meterme en tu cama.

Parpadeó velozmente y comprendí que estaba al borde de las lágrimas.

—¿Desde cuándo lloras por mí? —bromeé, tratando de alejarlo de ese


estado de ánimo.

—Desde que pensé que nunca te volvería a ver.

—Eso jamás sucederá —le aseguré—. Y cuando por fin tenga un lugar
donde quedarme, quizás, incluso, puedas pensar en venir a visitarme.

—O quizás tú podrías quedarte aquí.

—Cy, no…

—Ya basta —soltó, poniendo sus manos en mi cara y tirando de mí hacia


él. Al mismo tiempo, viniendo a mi encuentro para comenzar a besarme
apasionadamente, sin descanso, demostrándome lo mucho que me había echado
de menos.

Yo experimentaba esas mismas sensaciones: cada vez que estábamos


separados, sufría por él.

Sus labios se abrieron en un instante para dar la bienvenida a mi lengua, y


recordé en un segundo lo que era poner mi boca sobre la suya, estar con él y
sentirme embriagado de su presencia.

26
Él dejó su asiento y se sentó a horcajadas sobre mí, girándose con todo su
metro ochenta hasta presionar su bajo vientre contra mis abdominales. Frotaba
mi dolorosa erección contra su cuerpo y su respiración se volvió irregular.
Nuestras manos, veloces, se deslizaban por todas partes y nuestras lenguas se
enroscaban entre sí; a mis largos y profundos gemidos él respondía
estrechándome cada vez más intensamente. Era hermosa la manera en la cual se
aferraba a mí, mordiéndome el labio inferior y aplastando mi pecho con el suyo.

—Me haces falta —dijo—. Siempre.

Alcé las manos, posándolas sobre su rostro, tirándolo hacia atrás y


mirándolo desde abajo.

—Tú también. Llévame a casa, antes de que te folle en el automóvil.

Sus ojos eran pozos de deseo y cuando me icé un poco sobre el asiento, un
sonido grave y sexy, como un ronroneo, salió de su boca.

—Esto del automóvil me parece una buena idea.

Lo miré, levantando una ceja.

—¿Ah, sí? ¿Doctor Benning? —bromeé usando su hermoso título—. ¿Y


usted no cree que terminaremos saliendo en los periódicos?

—La preocupación por mi carrera en un momento como este te la dejo


toda a ti.

Me reí, abrazándolo más fuerte y emitiendo un profundo suspiro.

—¿Cuánto te puedes quedar?

—Dos días —le dije cerrando los ojos. La calidez de su cuerpo, la forma en
la que me sostenía estrechamente y su aliento en mi cuello me hacían desear
quedarme allí y no irme nunca más—. ¡Dios, adoro abrazarte!

Él no dijo nada, pero se aferró a mí con mayor fiereza.

Permanecimos en silencio durante todo el recorrido hasta su casa en


Potrero Hill. La casa y el tranquilo barrio me gustaban muchísimo; quedaba lejos
del ajetreo y el bullicio de San Francisco, pero aun así, cerca del hospital donde
trabajaba. Siempre me gustaba visitarlo, a pesar de que en los últimos tres años
lo había hecho con muy poca frecuencia

27
Nos quedamos allí, en silencio, con la lluvia que golpeaba el parabrisas
como único ruido. Aferré su mano apoyada en mi muslo.

—¿Quieres decirme algo? —le pregunté, entrelazando mis dedos con los
suyos.

—No, Web —dijo con tono serio—. Quiero drogarte y mantenerte


encerrado en mi habitación por el resto de tu vida. Eso es lo que quiero.

Me eché a reír.

—Te cansarías de mí en un instante si yo estuviera aquí todo el tiempo.

Él negó con la cabeza.

—Eso es lo que no logro entender. No me canso nunca de ti.

Solté un bufido como para refutar. Giró el auto hacia la casa.

—¿Eso no puedes saberl...

—¿Quién está en la entrada?

—¿Qué? ¿Quién?

—Mira.

Al finalizar la curva, presionó el botón para abrir el garaje y ambos vimos


la luz de una camioneta encenderse. Una mujer salió del lado del conductor y
también las dos puertas traseras se abrieron de repente.

Vi a tres niños salir en fila, desde el más grande al más pequeño; luego,
catapultarse hacia el garaje para protegerse de la lluvia que se espesaba
lentamente. Cy se detuvo, estacionó, y ambos nos bajamos del coche.

La mujer había empezado a caminar hacia él.

—Cy —lo llamó agitada y, con solo una mirada, rápidamente noté dos
cosas: primero, que había estado llorando; y segundo, era su hermana.

Era igual que él: los mismos rasgos delicados, frágiles y esculpidos. Tenían
el mismo pelo color avellana y los mismos ojos castaños enmarcados por
pestañas larguísimas. Incluso la tez era idéntica. Debido a que se parecía tanto a
él, sentí una empatía inmediata hacia ella.

28
—Oh —dijo cuando me vio, tratando de recobrar la compostura—. Yo no
sabía que tenías compa...

—¿Eres un vaquero? —preguntó el niño más pequeño, con la cabeza


completamente echada hacia atrás mientras me miraba desde abajo.

Me arrodillé delante de él, retiré un poco el sombrero de mi cabeza y lo


miré, notando su sombrero rojo, sus botas, su pijama de algodón y la cuerda que
transportaba.

—Sí. Y veo que tú también eres un vaquero.

Él asintió con la cabeza, levantando sus botas para hacérmelas ver.

—Yo no tengo espuelas, sin embargo.

—No las necesitas para nada, en realidad —le aseguré—. Los vaqueros de
verdad pueden montar caballos solo con la presión de sus talones y piernas. Sólo
en las películas se usan espuelas.

Sus ojos se iluminaron y se acercó, poniendo una mano en mi muslo.

—¿En serio?

—Oh, sí, Señor.

—¿Has ido alguna vez a los rodeos? —preguntó el mayor, acercándose


junto con el del medio, quien solo me observaba atentamente.

—Sí, Señor —le contesté—. Cabalgo toros. ¿Y tú?

—¿Yo? —dijo como si yo fuera tonto—. No soy lo suficientemente mayor


como para participar en un rodeo.

Asentí con la cabeza.

—¿Cuántos años tienes?

El del medio se acercó aún más y tocó el borde de mi sombrero. El mayor


de ellos me observó de pies a cabeza antes de contestar.

—Ocho.

29
—Oh —dije, encogiéndome de hombros—. Tienes razón, yo no hice la
carrera del barril1 hasta que tuve diez cumplidos.

—Vi la carrera del barril en la televisión. ¿Tú la hiciste cuando tenías diez?

—Ajá. Mi hermano tenía un bellísimo cuarterón de raza2 llamado Dave y


me dejó montarlo.

—Dave es un nombre extraño para un caballo.

—Lo sé, lo sé, pero no podía decirle eso a Spencer.

—¿Quién es Spencer?

—Mi hermano.

—Entonces fue tu hermano quien le puso David a su caballo.

—Sí, Señor; lo llamó propiamente así y todos en la familia tuvieron que


aceptarlo.

—¿Y dónde está tu hermano ahora?

—Él murió en la guerra —le dije—. En Irak.

—Vimos la guerra en la escuela.

Le sonreí.

—Mi nombre es Tristán —se presentó—, pero puedes llamarme Tris.

—Encantado de conocerte, Tris —dije tendiéndole la mano—. Yo soy


Weber Yates.

Me tomó la mano y la apretó.

—Soy Pip —dijo el más pequeño, también tendiéndome su mano libre


mientras que con la otra, seguía acariciándome el lado del muslo sin siquiera
darse cuenta.

—Su nombre es Philip —aclaró Tristán—. Pero no puede decir su nombre


muy bien.

1
Competencia donde un jinete debe evadir unos barriles en el menor tiempo posible.
2
Raza de caballos americana.

30
Asentí con la cabeza, agarrando la pequeña y pegajosa mano. Luego me
volví hacia el otro pequeño chico que ahora se había apoyado en mí.

—¿Y este quién es?

—Micah. No habla. Antes, hablaba; pero luego, dejó de hacerlo.

Tristán y Philip tenían los ojos azul cobalto, oscuros como la noche. Los de
Micah eran más claros, más luminosos, casi como el azul real de las flores de
altramuz con las cuales había crecido en Texas. Los tres eran realmente
hermosos.

—¿No hablas? —le pregunté a Micah.

El chico negó con la cabeza.

—Bueno, no hay problema. Hablar no es tan importante después de todo.


¿Tienes hambre?

Él asintió con la cabeza y puso su brazo alrededor de mi cuello, apoyando


su peso sobre mí.

Miré a Cyrus y a su hermana en ese momento y me di cuenta que, con


sorpresa, parecían haberse quedado sin palabras.

—Lo siento, me distraje por un momento —dije por mi parte, levantando y


cargando a Micah conmigo, ya que parecía querer que hiciera justamente eso—.
Soy Weber Yates, Señora —dije tocándome el sombrero a modo de saludo—.
Encantado de conocerla a Usted y a sus niños.

Tenía la boca abierta, pero no hizo ningún sonido. Me miró fijamente, y


luego desvió la mirada hacia Micah y la volvió a mí.

—Web, esta es mi hermana, Carolyn Easton. Lyn, este es Weber, el hombre


de quien te hablé.

La mujer asintió.

—Oh, sí, el vaquero.

—Sí.

—¿Podemos comer todos juntos? —le pregunté—. ¿Estaría bien eso?

31
—Podría ser una buena idea —me respondió, con una voz que parecía
haber sido forzada a salir de su boca—. Pero… ehm, los niños no comen nada.
Tienen el peor apetito del mundo.

—Sí, pero —comencé, volviéndome a mirar a Micah desde muy cerca —


los vaqueros siempre hacen el desayuno. Comeréis todo, ¿verdad? ¿Pancakes,
huevos, tocino y cosas por el estilo?

Él asintió.

—Yo sí —dijo Tristán.

—¡Pancakes! —exclamó Philip.

—Puedo prepararlos yo —dije a Cyrus, volviéndome hacia él.

—Yo lo hago —respondió—. Tú toma una ducha y ponte algo de ropa seca
antes de que agarres una neumonía. —Le sonreí, el hombre nunca dejaba de
preocuparse—. Y necesitas sentarte y relajarte.

—Bueno, tal vez una ducha rápida, entonces los niños podrán mostrarme
cómo funciona aquel juego, ese que habías comprado la última vez que estuve
aquí.

—La Wii 1 —Risas.

—Sí, ese —le dije; Micah comenzó a juguetear con el cuello de mi chaqueta
y Philip deslizó su manita en la mía.

—Se ve como un buen plan. —Me sonrió con sus ojos resplandeciendo de
repente.

—Parece que también tú has tenido un día largo. —Sonreí y me acerqué


para besarlo en la frente.

—¡Oh! —dijo Tristán—. Besaste al tío Cyrus.

Bajé la cabeza para mirarlo.

—Sí... eso no te molesta, ¿no?

Lo pensó por un momento.

1
Tipo de consola de videojuegos.

32
—No. Josie Dole tiene dos madres; ella está en mi clase. Y Jake Finnegan
tiene dos papás, pero él está en la clase del señor Wong.

—Ahí está, ¿ves?, tú entiendes todo acerca de cómo son estas cosas,
porque eres un hombre de mundo.

—¿Crees que soy un hombre?

—Tienes ocho, ¿no? —le pregunté, mirándolo con los ojos entrecerrados.

—Sí, ocho.

—No se diga más.

Él asintió con la cabeza rápidamente, exhibiendo una gran sonrisa.

Me volví para mirar a su madre.

—Creo que podemos entrar ahora. ¿Cy, me llevas la mochila?

—Por supuesto. —Inhaló profundamente—. Vamos adentro.

La casa era enorme: eran poco menos de setecientos metros cuadrados y


tenía cinco dormitorios y cuatro baños. Se parecía más a una casa de las que se
construyen cerca del océano que una de las del final de la calle. Siempre me
hacía pensar en una casa de playa, cada vez que íbamos allí, ya que era muy
espaciosa y luminosa.

Sin embargo, a pesar de que era enorme, la vista de la ciudad y sus luces, y
el toque masculino de los muebles siempre me hacían sentir cómodo. Aun
cuando eso no significara nada, incluso aunque nunca fuera capaz de vivir
permanentemente allí -¿qué podría hacer un vaquero en San Francisco?-, me
sentía como en casa cada vez que cruzaba el umbral de la entrada. Olía delicioso;
flotaba un aroma combinado del cuero de los sofás y la madera pulida de los
pisos. Sentí que mi cuerpo se relajaba, como siempre lo hacía.

Bajé a Micah y sonreí a los tres niños.

—Bueno, es hora de que me dé una ducha, pero vosotros id a buscar ese


cacharro y empezad a calentarlo, me reuniré con vosotros en breve. Vuestro tío
ha dicho que nos va a cocinar así que todos debemos agradecerle la molestia.

Y los dos muchachos lo hicieron, junto a Micah, quien sólo devolvió una
mirada a Cyrus.

33
—De nada, muchachos —respondió el aludido sonriendo. Luego,
volviéndose hacia Micah, añadió—: Y también te he oído a ti, ¿de acuerdo?

Micah asintió y luego se volvió nuevamente hacia mí.

—Vuelvo enseguida —le dije, antes de dirigirme hacia el pasillo que


conducía a las habitaciones, deteniéndome solo un segundo para recoger la
mochila. Me dirigí a la habitación de Cyrus, puse mi mochila en el suelo y
comencé a desvestirme incluso antes de haber llegado a la ducha, comenzando
por las botas. Unos minutos más tarde, bajo el chorro de agua caliente, oí que la
puerta se abría. Me di la vuelta y le sonreí al dueño de casa.

—No puedes entrar. —Me reí—. Ve a preparar la comida para los niños.

—¡Dios, Weber! —Me regañó mirándome de pies a cabeza— ¡Eres piel y


huesos!

Lo miré.

—No lo creo. —Me di la vuelta para mostrarle mis pectorales—. Toca aquí,
puro músculo.

—¡Pero si mides casi uno noventa! Deberías pesar al menos entre ochenta
y noventa kilos. ¿Cuánto pesas ahora? ¿Setenta?

—No tengo ni idea.

—Bueno, necesitas comer, y mucho. Y... ven aquí.

Me moví para que me pudiera tocar. Sonreí al verlo hacer una mueca por
las contusiones frescas que exhibía, la nueva cicatriz sobre mis costillas del lado
izquierdo y el corte que se estaba curando sobre el músculo pectoral derecho, ya
en vía de convertirse en una franja rosada y suave.

Se estremeció.

—Casi, casi que me deja sin plumas ese toro —lo provoqué moviendo las
cejas hacia arriba y hacia abajo.

—¿Crees que esto es gracioso?

Ciertamente, parecía que no, dada la severa expresión de su rostro serio.

—Cy...

34
—Cállate.

Yo no sabía si regresar a enjabonarme o continuar quedándome allí,


inmóvil.

—¡Cristo, mírate! —exclamó después de un momento.

Solté un bufido.

—¿No soy lo suficientemente atractivo? No quieres follar conmigo, ¿eh?


Las pecas y la piel pálida ya no son buenas para ti, ¿no es cierto?

Finalmente sus ojos se levantaron para fijarse en los míos.

—Pero, ¡mira que eres idiota...! Como si no supieras lo mucho que me


gustan tus pecas y tu cuerpo, tan fuerte y hermoso, y... solo quisiera estar debajo
de ti en este momento.

—Sin embargo, desgraciadamente —sonreí— debemos esperar para ello,


bonito.

Soltó un largo y profundo suspiro, como si no supiera qué hacer conmigo.

—Yo, ehm… no tengo nada limpio que ponerme. Por casualidad no


tendrías...

—Tengo los pantalones que compré la última vez que estuviste aquí, y la
camiseta de manga larga que te gusta usar para dormir. Déjame ir a buscarlos.

—¿No te deshiciste de ellos?

—No lo hice.

—Me hace feliz. —Le sonreí—. Ahora cierra la puerta que me estoy
muriendo de frío y ve a descubrir qué demonios le ha sucedido a tu hermana.

Pero él no se movió ni un centímetro.

—¿Está todo bien?

—Te cortaste el pelo.

Lo había cortado hacía un buen tiempo, y desde entonces lo había


mantenido corto.

—Es muy molesto tener el pelo largo cuando viajo.

35
—Parece más oscuro.

—Sigue siendo el mismo —le contesté con una sonrisa—. Ordinario y rojo,
como siempre.

—No hay nada ordinario en lo que a ti respecta —dijo, inclinándose hacia


adelante.

Fui a su encuentro e intercambiamos un beso, suave pero decidido.

Le mordisqueé el labio inferior durante algunos segundos.

—Me gustó mucho que me dieras un beso frente a los niños.

—Ya.

—Ya —repitió, antes de girarse y salir del baño.

A veces, aquel hombre era verdaderamente muy extraño.

Cuando salí de la ducha, me encontré con la mochila vacía. Se había llevado


toda la ropa y mi cartera estaba sobre la mesita de luz en aquel que se suponía,
era mi lado de la cama, cerca de la puerta, donde dormía cada vez que iba allí.
Sobre el lecho, esperándome, me encontré los pantalones, calcetines y la gran
camiseta de manga larga. Después de secarme, me vestí y me dirigí a la cocina.

—¡Weber! —gritó Philip, Pip, corriendo velozmente hacia mí y


viniéndoseme encima en el último segundo con un gran salto. Lo cogí y lo
levanté en el aire sin dificultad, oprimiéndolo contra mi pecho; me lo llevé
conmigo a la cocina, que quedaba a un lado del gran salón. Los otros dos chicos
ya estaban sentados en taburetes altos forrados de cuero y comían con su
madre, mientras que Cyrus volteaba los pancakes en la sartén.

—¿Quieres comer? —le pregunté a Philip.

Asintió vigorosamente y lo senté junto a Micah.

—¿Cómo va? —le pregunté a Micah.

Me miró con los ojos resplandecientes y cuando le desordené el cabello,


me tomó la mano.

Apreté esa pequeña mano en la mía por un segundo, y en ese momento me


di cuenta que yo no había comido nada desde la noche anterior.

36
—Dios, me muero de hambre.

—Siéntate —ordenó Cyrus mientras yo rodeaba el mostrador y me dirigía


a la cocina.

Me puse de pie detrás de él, apoyándome en su espalda y lo abracé.


Adoraba abrazarlo, y lo más maravilloso de todo era que él me dejaba hacerlo en
cada oportunidad.

—Gracias por haber cocinado tan tarde —le dije besando su oreja—.
Muchas gracias, Cy.

Se inmovilizó entre mis brazos y dejó caer su cabeza hacia atrás,


apoyándola sobre el hueco de mi cuello. Le sonreí y le besé la frente, disfrutando
del roce de su suave cabello sobre mi cara.

—Así que, Weber... —Carolyn se aclaró la garganta—. ¿De dónde vienes?

Le di un último beso, un apretón final, y luego dejé ir la presa,


dirigiéndome de regreso hacia la mujer y los niños.

—Estaba en Guthrie, Oklahoma. Había una feria; tenía un caballo para


mostrar e hice algo de exhibición sobre su silla.

La mujer asintió con la cabeza, con los labios apretados.

—¿Y a dónde vas ahora?

—Alaska. —Suspiré—. Tengo que estar cerca de Anchorage antes de


Navidad.

—¿Por qué?

—Oh, conseguí un trabajo para las vacaciones —respondí, notando que


Tristán había comenzado a juguetear con los huevos revueltos—. Y necesito el
dinero.

—Yo...

—¿Me disculpa un momento? —la interrumpí, colocando una mano bajo la


barbilla de su hijo mayor para que me mirara—. Tienes que comer los huevos,
Tris. De lo contrario no vas a crecer.

Sus zafiros oscuros brillaron en los míos.

37
—Te lo juro, no creces. Mi ma´ nos lo decía a mí y a Spence, que la única
razón por la que habíamos llegado a ser tan grandes era porque comíamos todo
lo que ponía delante de nosotros, y dormíamos cuando nos decía que teníamos
que hacerlo.

—¿Si como todo me volveré tan grande como tú?

—Sí, Señor —le aseguré.

—Pero no me gustan los huevos sin nada.

—¿Te gusta el queso sobre los huevos?

Él asintió con la cabeza.

—Pues bien, vamos a ver qué podemos hacer al respecto.

Fui a abrir la nevera; encontré un sobre de queso rallado y lo traje a la


mesa. Obviamente, Micah levantó su plato para obtener un poco e incluso Pip no
lo retiró hasta la cuarta cucharada vertida sobre sus huevos.

Apenas terminé de servir a todos, volví a poner el queso en la nevera, tomé


el plato de huevos, tocino y pancakes que Cy me ofrecía, lo besé y me apoyé
contra la pared de la cocina para así poder observar a los niños y a su madre.

—Discúlpeme, ¿qué me estaba diciendo?

Le tembló el aliento.

—Weber, ¿ese trabajo en Alaska, podría convertirse en algo más?

—No que yo sepa. —Le ofrecí una sonrisa y luego otra a Cy, que acababa
de apoyar una botella de salsa tabasco al lado de mi plato.

—Gracias.

—Aquí, también esto —me dijo, sirviéndome también un vaso de leche.

—¿Queréis todos un poco de leche? —pregunté a los niños.

—Mejor jugo de frutas —dijo Tristán.

—No tan tarde, y la leche es siempre mejor que el jugo. O agua. El agua es
lo mejor de todo.

Pidieron leche a Cy y Micah me sonrió cuando empezó a beber la suya.

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—Weber.

Miré nuevamente a la mujer.

—¿Señora?

—Por favor, llámame Lyn y trátame de tú, ¿de acuerdo?

Le sonreí.

Suspiró profundamente y luego dijo:

—¿Considerarías la idea de permanecer aquí durante las vacaciones y


cuidar a los niños?

La miré con asombro. Estaba seguro de que la dama había perdido la


razón.

—Yo... la razón por la cual estoy aquí es que mi marido se ha ido esta tarde.
Se fue a Las Vegas con la niñera.

—¿De vacaciones? —Tal vez se me estaba escapando algo.

Ella sacudió la cabeza, negando.

¿Pero por qué el marido se iría con la niñera si los niños estaban...? Ohh, ya
entendí. ¡Dios, ciertamente debía estar muy cansado si tardaba tanto para
entender las cosas!

—Lo siento. —Fue lo único que pude decir.

—Yo también.

Volví los ojos hacia Cy y este tenía una mirada enojada, sufrida y
preocupada al mismo tiempo.

—Weber.

Me giré hacia ella de nuevo y me di cuenta de que ahora se estaba


mordiendo el labio inferior.

—Les pediría a mis padres que me ayudasen, pero viven en Half Moon Bay,
California, y Tristán tiene clases de fútbol, judo y piano. Micah tiene que ir al
psicólogo y tiene clases de arte.

Me pregunté por qué me lo estaba diciendo.

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—Y no he hecho planes para Pip porque pensé que no era necesario, pero
ahora su escuela está cerrada durante los días festivos y tiene lecciones de
música; encima todos van a gimnasia, y ahora... ahora estoy perdida.

Sentí el peso de sus ojos fijos en mí.

—Perdida si no puedo encontrar a alguien que me eche una mano.

—Señora...

—Lyn —me corrigió sin quitarme los ojos de encima.

Negué con la cabeza.

—Weber —me dijo ella, tomando un profundo aliento—. Realmente te


necesito.

Observé atentamente su expresión, luego le sonreí.

—No soy de los que aceptan la caridad de los demás, Lyn. Gracias por
habérmelo propuesto, pero no me conoces...

—Mi hermano te conoce —me interrumpió—. Y veo cómo eres con mis
hijos, nunca los había visto ser así con nadie antes de ahora, sobre todo... —
Abrió mucho los ojos y los dirigió hacia Micah, luego hacia mí—. Yo podría
traerlos por la mañana y te puedo dejar mi auto; estaría de vuelta a las cinco y
media, a lo sumo a las seis de la tarde para llevarlos de regreso. Quiero decir, lo
necesito a partir de este lunes y es un gran problema. Nunca encontraré a
alguien en quien pueda confiar y no puedo permitirme no trabajar, ya que por lo
visto estoy a punto de convertirme en madre soltera.

La miré fijamente.

—Solo necesito… un descanso —dijo ella con la barbilla temblorosa—.


Tengo el dinero para pagarte. Podría contratar a una persona que no conozco,
pero estos son mis hijos, ¿entiendes? Podría pedírselo a mis padres, o a mi
hermano, o a mi otro hermano y mi cuñada, si no estuvieran todos fuera de la
ciudad por las festividades. Mi cuñada, Rachel, la “perfección”, a diferencia de
mí... —Ella estaba balbuceando desesperadamente ahora—. De todos modos, la
única solución que podría encontrar sería confiar en un desconocido porque
todos los demás trabajan y los míos viven demasiado lejos, ¡MIERDA!

—Mamá, esa palabra no se dice.

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—Lo sé, Tris. —Ella volvió a tomar aliento, claramente tratando de no
provocarse un infarto. Cerró los ojos por un momento y cuando los abrió,
estaban rojos, pero sin lágrimas.

¡Por el amor de Dios!, ¿qué diablos hago?

—No quiero mandarlos a algún lugar que no conozco con alguien en quien
no confío. Te lo ruego.

Me volví para mirar a Cy.

—No me mires a mí —dijo él—. Por una vez no puedes acusarme de haber
premeditado todo. No es mi culpa si ese pedazo de mier...

—¡Basta! —exclamé, interrumpiéndolo—. No se debe hablar mal de los


padres. Nunca.

Él soltó un bufido, y luego sentí una mano deslizándose sobre mis


hombros.

—Weber.

Volví a mirar a la mujer.

—Es solo por dos semanas. Luego, Tristán y Micah volverán a la escuela e
incluso la de Pip reabrirá. Yo solo necesito un arreglo temporal.

—No me parece justo tomar el dinero de ti solo por cuidar a los niños. Lo
haría con mucho gusto.

—Sí, pero es un trabajo duro. —Suspiró—. Lo es. ¿Qué piensas de dos mil
quinientos?

—¡No es suficiente! —dijo Cy indignado.

—Sería más que suficiente —le dije—. Demasiado, de hecho.

—No—me aseguró ella—. Cy tiene razón. Si son veinte a la hora y


trabajando ocho horas al día, sería...

—Quedemos en mil y así no me sentiré tan culpable por aceptar esta


amable oferta.

—Oh, Weber, pero mil es...

—Lo hago por mil y ni un centavo más.

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Ella se quedó sin habla.

—¿En serio? —Era como si estuviera a punto de llorar, pero con lágrimas
de alegría.

—¿Lo harás ? ¿Cuidarás a los niños?

—Sí, Señora. Lo haré con mucho gusto.

—Oh, Dios mío, ¡gracias!

Me volví hacia Cy. Sus dedos, que hasta ese momento habían estado
acariciando el cabello de mi nuca, se inmovilizaron. Contuvo el aliento, incluso.

—¿Estará bien si me quedo por dos semanas? ¿No será un problema para
ti tenerme aquí por tanto tiempo?

Me miró como si estuviera loco.

—Desde hace tres años que sabes muy bien lo que quiero en verdad, así
que no me hagas esas preguntas estúpidas.

—Ven aquí —dije yo tomando su mano y arrastrándolo hasta el salón, a


través de la gran puerta de vidrio. Tenía un marco de madera gigante y la
primera vez que la había visto me había tomado por sorpresa; se empujaba a un
lado y se abría en ángulo, y no había nada que se desplazara.

Me estaba contemplando cuando me volví hacia él.

—No sé cuáles son tus planes, pero este compromiso me mantendrá aquí
por navidad, y yo no quiero causar ningún...

—Quédate aquí. —Asintió sonriendo—. Por favor.

Lo agarré y lo abracé, presionando la cabeza contra su cuello y besándolo


mientras sentía sus manos aferrándose a mi camisa.

—Está bien —dijo tomando una respiración profunda—. Ahora ven a


comer antes de que te desmayes de hambre.

Lo seguí a la cocina y comí de pie, charlando con los niños bajo la mirada
serena de su madre. Una vez que terminé de comer, me ayudaron a lavar los
platos, los tres en fila como soldados. Carolyn me dijo que era un ángel venido
directamente del cielo y, cuando le dije que venía de otra parte, se rió con ganas.
Entré en la habitación de Cy para llamar al hermano de Aidan en Alaska y

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cuando le dije que no iba a poder ir, él estuvo muy sorprendido. Al parecer,
Aidan había hablado sin consultarlo y su hermano nunca había tenido ninguna
intención de contratarme. Él me dijo que probablemente tuviera un puesto unas
pocas semanas más tarde, pero no podía prometerme nada. Prácticamente había
atravesado todo el país por un “quizás”, no por algo seguro; tenía ganas de
darme patadas en el culo solo por haberle tomado la palabra a Aidan como lo
había hecho. No debería haberme fiado así. Ese solo quería llevarme a la cama,
nada más. Pero, como ya he dicho, no soy muy despierto.

Bajé el receptor del teléfono y vi una carita que se asomaba desde la


esquina.

—Soy tan estúpido, hombrecito —le dije a Philip.

—No, no es cierto. Lizzie, una de mis compañeras de clase. Ella es estúpida.


Se come los mocos. Tú no lo haces, te he observado.

Me reí y le di una señal con la cabeza. Tomó carrera y saltó sobre la cama,
junto a mí. Nos recostamos los dos sobre el cobertor mirando el televisor
apagado.

—¿Quieres ir a buscar el mando a distancia? —le pregunté señalándolo.


Estaba apoyado a un par de metros de nosotros.

—No. ¿Tú quieres?

—No. —Bostecé.

—Llamemos a Micah.

Se le ocurrían cosas geniales. Llamé a Micah, quien llegó en cuestión de


unos pocos segundos. Le señalamos el control remoto y el niño fue a recogerlo.
Luego saltó sobre el enorme lecho de Cy junto a nosotros. Tristán se nos unió
poco después, con su consola Nintendo DS en la mano, usando un lápiz óptico
para jugar, y se acomodó junto a Micah.

—¿Qué están haciendo mamá y tío Cy? —le pregunté.

—Beben té y conversan —dijo.

Hice una mueca de desagrado y Tristán asintió.

—Lo sé, hablar... puaj.

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Sonreímos y luego encendí el televisor. Estaba en el canal deportivo ESPN
y, antes de escuchar las quejas, cambié el canal. Continué haciendo cambiando
hasta llegar a Animal Planet, donde estaban dando Rivers Monsters. Tristán dijo
que estaba bien, así que todos empezamos a mirarlo.

Me apoyé en un codo, sosteniéndome la cabeza con una mano.

Poco después, me encontré con Philip, Pip, sobre la espalda, con la cabeza
sobre mi hombro que comenzaba a cerrar los ojos. Entonces, Tristán se apoyó
contra mí sobre el lado derecho y Micah hizo lo mismo sobre el izquierdo hasta
que quedé completamente bloqueado. Me mantenían caliente y en pocos
instantes se sintió tan agradable que yo también me adormecí.

Me desperté después de lo que solo parecieron ser unos minutos y vi que


el televisor estaba apagado y las luces, también, a excepción de una. Los niños
habían desaparecido y, en su lugar, había unos labios que me besaban
suavemente la espalda. Dejé escapar un gemido de placer, sintiendo que me
levantaban la camiseta hasta los hombros.

—Carolyn ha llevado a los niños a casa, después de muchas, muchas


protestas, debo añadir. Todos querían quedarse a dormir contigo, pero yo les
expliqué que primero estaba yo.

Solté un gruñido.

—¿Cuánto tiempo dormí ?

—Un par de horas.

Me giré sobre la espalda, mirándolo fijamente a través de la luz tenue.

—Es mejor que te metas bajo los cobertores y vuelvas a dormir. Estás
agotado.

Levanté la mano para acariciar su rostro. Se giró ligeramente y me besó la


palma.

—Gracias por pedirle a tu hermana que tenga piedad de mí.

—Yo no lo hice y lo sabes muy bien. Ella solo decidió por su cuenta confiar
en ti.

—Estás fuera.

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—Por supuesto que estoy fuera. Me pone furioso que no quieras quedarte
aquí conmigo y que no me dejes cuidar de ti.

Me miró enojado.

—No —le advertí.

Trató de moverse de lugar, pero yo lo contuve y lo abracé con fuerza. Nos


miramos a los ojos.

—Déjame.

Negué con la cabeza, aflojando el agarre, hasta que estuvimos frente a


frente, ambos con los ojos cerrados, respirando relajados.

Cuando levanté la cara hacia él, sus labios le dieron la bienvenida a los
míos y, mientras yo lo besaba, sentía que todo lo demás se desvanecía
gradualmente.

Si hubiera tenido algo que ofrecer, lo que fuera, lo habría reclamado para
mí, para siempre. Nadie más. Solo yo. Pero de la manera que las cosas realmente
eran, yo solo podía ser una distracción temporal, que duraría hasta que él se
diera cuenta de que podría tener algo mucho, pero mucho, mejor. Era un
neurocirujano y yo un vagabundo sin hogar: esto no era un cuento de hadas.

—Weber —dijo secamente retirando sus labios de los míos—. Detente.

Pero esto era todo lo que tenía para ofrecer; era todo lo que yo era capaz
de dar.

—Doc… —murmuré aferrando su ropa y tirando de ella—. Quítatelas.

—¡NO! —exclamó, cambiando de lugar bruscamente, señalando las


almohadas—. Métete por debajo de esas malditas mantas. Quiero abrazarte
mientras duermes.

Lo miré y me sorprendió que en sus ojos oscuros no hubiera un atisbo de


deseo, ningún entusiasmo en su interior, solo el ceño fruncido.

Con premura, me deslicé bajo las sábanas. Él apagó la luz, dejando la


habitación en penumbra.

—Ven aquí, idiota —le dije riendo.

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Se pegó a mí en un segundo, metió su cabeza bajo mi barbilla, agazapado
en mi cuello. Lo abracé y lo sentí estremecerse.

—Nadie me abraza así, como tú.

—Holgazanes —dije yo—. No saben la maravilla que se pierden.

—Tú eres el único que sabe cuánto me gusta, porque eres el único que me
obliga a hacerlo.

Cyrus era, por naturaleza, un mimoso; adoraba las caricias y la calidez de


los abrazos. Las primeras veces había tratado de escaparse de ellos y eso me
había sorprendido, pero lo retuve estrujándolo fuerte contra mi pecho y había
percibido como se rendía lentamente hasta entregarse a mí por completo,
temblando entre mis brazos y haciendo pequeños sonidos, como ronroneando
de placer.

—Tú fuiste el único que tuvo las pelotas para someterme así.

—Ya. —Sonreí en la oscuridad, frotando la mejilla contra la almohada —.


No querías hacer nada como esto las primeras veces, ¿recuerdas?

—No... —dijo, tomando un respiro—, porque yo era un idiota en ese


entonces.

Me reí y lo abracé más fuerte.

—Gracias Weber, por todos los abrazos que me das.

—Gracias Cyrus, por permitirme hacerlo.

Su suspiro de felicidad me hizo sonreír, y luego sentí que mis ojos se


cerraban lentamente.

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CAPÍTULO 3

A la mañana siguiente, fui sorprendido con unos cubos de hielo sobre el


estómago.

Grité de la impresión y oí las risas haciendo eco en la habitación. Entonces,


pequeños brazos se aferraron a mi cuello y me di cuenta que no era hielo. Eran
pies. Micah y Pip se reían como locos y Tristán sonreía mientras cambiaba de
canal en la televisión.

—¿Por qué estáis aquí? —pregunté a los diablillos. Ciertamente se me


había escapado la noche anterior que eran plagas. O tal vez yo estaba tan
cansado que mi cerebro se había derretido completamente.

—Hemos venido a buscarte a ti y al tío Cyrus para ir a lo de los abuelos.

«¡¿Qué?! ¿Parientes? ¿Más parientes? ¿Estaba loco?»

Agarré la sábana y la tiré sobre Pip y Micah, luego me dirigí a la cocina,


desde donde sentí venir el aroma del café.

—Buenos días —dijo Carolyn. Me lancé primero sobre su hermano y lo


besé, y luego, sobre la cafetera.

—Señora, usted tiene hijos pestilentes.

Rió tímidamente.

—¿No me digas que te han puesto los pies helados sobre el vientre?

—¡Dicho y hecho! —respondí.

—Dios —dijo con un suspiro—: realmente se han enamorado de ti

Solté un bufido, mientras Cyrus se acercaba.

—¿Cómo has dormido, vaquero?

—Ya no soy más un vaquero —le dije sorbiendo mi café negro.

—Siempre serás mi vaquero —dijo con la voz aún ronca de sueño,


dándome un montón de pequeños besos en la mejilla. No logré contener el
ronroneo de placer que se escapaba de mi boca. Carolyn hizo un ruido, pero no

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me molesté en lo más mínimo en mirarla. Estaba demasiado interesado en su
hermano y en sus manos deslizándose por mi espalda debajo de la camiseta.

—Este fin de semana —comenzó Cyrus, pasándome los dedos sobre los
abdominales—, les prometí a mis padres ir hasta su casa, en Half Moon Bay,
porque mi hermano Brett y su familia van a pasar las fiestas con los padres de su
esposa, así que no los veremos hasta después de Año Nuevo.

—Ya.

—En teoría, también iría allá Carolyn con los niños.

—Y mi marido —añadió con un suspiro—. No te olvides que, en teoría,


debería tener un marido.

—No es tu culpa, bonita —le recordé.

—Lo sé, pero...

Dejé el café sobre el mostrador, pues a pesar de que yo lo necesitaba para


espabilarme, tenía una mayor necesidad de Cy. La fascinación por ese hombre
era insuperable.

—Bueno, a lo que es mi parecer, debéis ir —le dije, bostezando y


envolviendo los brazos a su alrededor, acercándolo más a mí—. Puedo
quedarme aquí.

—Ohh, nooo —canturreó Carolyn desde atrás—. Quiero que pases todo el
tiempo posible con los chicos. Y quiero comentarte sobre Micah.

—Yo no quiero ser un estorbo —repliqué, deslizando la mano por la


espalda de Cy, arrastrándolo más cerca.

—No lo serás. —Suspiró—. Te lo garantizo. Créeme, tanto yo como mi


hermano necesitaremos de ti para soportar a nuestros padres.

—¿Es cómo dice? —le pregunté a Cy, izándole la barbilla y mirando dentro
de sus ojos color coñac.

—Sí. —Suspiró—. Mi Padre y yo somos hombres muy diferentes, y mi


madre se preocupa por mí todo el tiempo.

Le sonreí.

—Así que de ahí lo sacaste, entonces.

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—¿Qué? ¡Pero si nunca me preocupo por nada!

—¿Sabes que te crecerá la nariz por contar mentiras de esa manera?

—¿Y de qué se supone que me preocupo?

Levanté una ceja.

—Eso no cuenta. Cualquiera con un mínimo de sentido común se


preocuparía por ti.

Me reí, inclinándome para darle un beso. Luego, me enderecé sobre el


suelo de la cocina para dedicarle una sonrisa a Carolyn.

—¿Por qué Micah no habla?

Suspiró.

—Hace un tiempo se quedó en casa de mi suegra porque no había querido


venir a ver el partido de fútbol de Tristán con todos nosotros; la abuela tuvo un
ataque al corazón y murió. Tuvo una embolia pulmonar grave y se fue en
cuestión de unos pocos segundos. Micah llamó a una ambulancia y aquella fue la
última vez que habló.

«Santo Dios».

—¿Permaneció solito con ella hasta que llegó la ambulancia? —le


pregunté.

—Sí.

—¿Y cuánto tiempo fue?

—No mucho. Diez minutos, quizás.

—Diez minutos es mucho para un niño pequeño.

—Demasiado, por lo que parece. No ha dicho una palabra desde hace un


año.

—Pero él se ríe. Yo lo escuché.

—Sí. Ríe, llora, estornuda y tose... No es una condición física o médica...


simplemente no habla.

Asentí.

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—Hemos probado con hipnosis, con... quiero decir, mi marido y yo, antes
de que se escapara con la niñera... hemos intentado todo.

Los ojos le resplandecieron de lágrimas y su respiración se hizo


entrecortada. Me moví más cerca de ella y la levanté del taburete en el que
estaba sentada.

La abracé y le di unas palmaditas en la espalda.

—Un hombre que abandona a sus hijos es un inútil, ¿me escuchas? Un


hombre puede dejar a su esposa o esposo, y ser perdonado, pero un hombre que
abandona a sus hijos no es un hombre. Tengo el presentimiento que volverá a ti
llorando cuando se dé cuenta que la niñera no es una mujer, sino una niña. Y
cuando regrese, usted tendrá una decisión que tomar.

La abracé fuerte mientras sollozaba contra mí.

—Dios, Weber, ahora entiendo por qué Cyrus se enam...

—¡LYN! —interrumpió bruscamente.

—Oh —continuó ella—. No recibía un abrazo desde hacía un largo, largo


tiempo.

Le levanté la cabeza para mirarla a los ojos.

—Lamento escuchar eso. Los abrazos son la parte más hermosa de una
relación, ¿no es así?

—Así debería ser, sí. —Ella asintió con la cabeza, secándose las lágrimas y
apartándose de mí.

—Está bien. —Suspiré dejándola ir—. Entonces, ahora entiendo. Micah no


logró ayudar a su abuela por lo que piensa que es su culpa.

—Sí. —Comenzó a llorar de nuevo—. Eso es exactamente lo que piensa el


psicólogo.

—Cree que podría haber hecho algo más.

Ella asintió con la cabeza.

—Pobre pequeñín. —Tomé una inspiración profunda, y luego me di la


vuelta gritando—: ¡ESTOY YENDO HACIA ALLÍ Y SERÁ MEJOR QUE NO
ENCUENTRE A NADIE EN MI CAMA!

50
Las carcajadas se escucharon hasta la cocina.

—¡Dios mío, Weber, los has conquistado!

—Es como una droga —dijo Cy en un susurro, pero lo oí.

—¡ESTOY LLEGANDO! —grité de nuevo.

Salí de la cocina y cuando entré en el dormitorio, incluso Tristán estaba


bajo las sábanas. La cama se movía tanto que parecía que había un torbellino ahí
debajo. Me acosté, quejándome de notar algo extraño y las risas crecieron más y
más. Cuando levanté la manta y grité «¡AJÁ!», chillaron todos juntos. Me lancé a
atraparlos, pero conteniéndome, asegurándome de no atrapar a ninguno. Luego,
me desplomé sobre el colchón, los sentí subirse, uno después del otro, sobre mi
espalda, y la cama se convirtió en un completo desastre. Dejemos de jugar a
“montar al jamelgo” solo cuando Cy nos llamó a todos a la cocina para tomar el
desayuno.

Por fortuna, Cyrus había lavado, secado y doblado toda mi ropa antes de
que despertara, así que tuve algo que ponerme. Pero eso no era suficiente, por lo
visto, pues quiso que le permitiera procurarme alguna otra ropa.

—¿Como qué? —le pregunté, mirándolo mientras acomodaba ropa para el


fin de semana en un bolso.

—Calzoncillos —bromeó—, camisetas, calcetines. Te gusta correr. ¿Qué te


pondrás para correr mientras estés aquí? No vi pantalones cortos o algo por el
estilo. No tienes otros zapatos aparte de las botas, que encima están agujereadas.

Lo miré de reojo.

—Tal vez debería quedarme aquí mientras vosotros...

—No. —Sacudió la cabeza de un lado al otro—. Hay un centro comercial


fuera de la ciudad. No me vengas con las excusas de siempre y dime que sí por
una vez. Deja que te compre algo, ¿de acuerdo? Por favor.

Me encogí de hombros.

—Mientras te pueda devolver el dinero…

—Pero si me das el dinero significa que tú tienes tu dinero y yo el mío,


separado uno del otro, y yo no quiero eso.

51
—Es la única posibilidad —le dije rotundamente—. Iremos solamente si
puedo guardar el recibo, así sabré la cantidad de dinero que te debo.

—¿Por qué? ¿Por qué puedes decidirlo tú solo?

—Porque soy un adulto, maldita sea. Por eso —dije bruscamente —. Por el
amor de Cristo, Cy; ¿por qué discutimos sobre esto?

—Basta —dijo, volviéndose hacia mí—. Siempre haces lo mismo. Haces


que parezca una cuestión de dinero. No es así. Esto no tiene nada que ver con el
dinero, solo se trata de tu maldito orgullo.

—No tienes que cuidar de mí —le dije sacudiendo la cabeza—. Yo cuidaré


de mí mismo. Punto y aparte.

—¡NO! ¡Nada de “punto y aparte”! —exclamó casi gritando, lo cual me


sorprendió.

Por lo general, lo dejaba estar, porque tenía miedo de que me fuera, y yo


me jugaba aquella carta para lograr que se le bajasen los humos. Pero esta vez
fue diferente: estaba la hermana y los niños en el medio. Sabía que me tenía en
un puño y sabía que, por honrar la promesa que le había hecho a Lyn, yo no me
iría. Yo había dado mi palabra, y la mía no era como la de Aidan o su hermano en
Alaska. Carolyn había insistido hasta obtenerla.

—No vas a ninguna parte, al menos no durante dos semanas, así que si
quiero darte pantalones de jean nuevos, dado que todos los tuyos están
desgastados, te los compraré. Todo lo que quiera comprarte, lo compraré y tú lo
aceptarás, porque así es como debe ser.

—Yo no soy una muñeca para que me vistas.

—¿Por qué siempre tienes que discutir conmigo? —preguntó con enojo
yéndose de la habitación.

Me senté pesadamente en el borde de la cama y esperé.

Regresó unos minutos más tarde.

Levanté una ceja.

—Nadie hace que me enfurezca tanto como tú.

—Nadie te hace enojar, punto —repliqué sonriendo.

52
Lo vi reflexionar durante un momento y la forma en que me miró luego,
llena de asombro, me hizo reír.

—¡Dios, es verdad! ¡Tú eres el único que despierta a la bestia!

No podía dejar de reír.

—Ven aquí.

—Déjame comprarte algunas cosas, ¿de acuerdo? No mucho, me


controlaré.

—Júramelo.

—Te lo juro.

Asentí con la cabeza y le hice señas de acercarse.

Tomó un impulso, dio un salto hacia mí y yo me derrumbe bajo setenta y


cuatro kilos de neurocirujano; setenta y cuatro kilos felices, macizos y
esculpidos.

En el auto, en esa clase de barcaza de culo enorme que era la camioneta de


Carolyn, me acomodé detrás; Cyrus se sentó al frente, al lado de su hermana.

Puesto que habíamos quedado en que mis botas estaban necesitando


nuevas suelas (lo cual era cierto), las llevamos a un zapatero que encontramos
de camino al centro comercial donde compraríamos otro par. Ese era nuestra
primera misión.

Las botas que encontramos en aquellas tiendas no durarían una semana en


la hierba, así que nos dimos por vencidos. En cambio, compramos un par de
zapatillas y un par de borceguíes de senderismo, ya que el cuero era grueso y la
suela cosida, no pegada, así serían más duraderos. Yo había dejado mi sombrero
de vaquero en casa de Cy y sentía frío en la cabeza, así que me compró un gorro
de lana.

—¿Crees que esto resuelva las cosas? —le pregunté mientras envolvía una
bufanda alrededor de mi cuello y su hermana me ayudaba a ponerme una
chaqueta.

—Sí. —Él me miró con los ojos resplandecientes—. Te queda bien. Te ves
fascinante con esa chaqueta.

Lo di una miradita rabiosa de reojo.

53
—¿Qué pasa?

—Es solo una chaqueta —gruñí.

—¿Puedo conseguirte unos zapatos elegantes?

—No.

—Solo un par, negros, con cordones, puedes dejarlos en mi casa.

—No.

—Vamos, por favor. Los necesitarás.

—¿Para qué?

—Tengo que ir a una velada de gala mientras estás aquí.

—Me quedaré en casa.

Sus ojos se dulcificaron.

—Quise decir —me corregí—, me quedaré en “tu” casa.

—Dijiste “en casa”

—Sabes a qué me refería.

—Es hermoso escuchártelo decir.

—¡Por el amor de Cristo, Cy, sabes que me quedaría por aquí si hubiera
algo que pudiera hacer en San Francisco, pero no lo hay, así que no voy a
quedarme a vivir contigo para ser tu zorra 1!

—¡Dios mío! —exclamó Carolyn.

—Mierda—murmuré al recordar que ella estaba allí, con nosotros.

—Dejar que cuide de ti no te convierte en mi “zorra” —replicó Cy


secamente, con los labios apretados.

—Pero si no puedo mantenerme a mí mismo, no tendré ningún respeto


por mi persona. ¿Y cómo puedes respetarme si no logro respetarme yo? No
funcionaría, y tú terminarías odiándome.

Él sacudió la cabeza negando.

1
“Zoccola”: literalmente “zorra”, pero aquí está usado para referirse a una prostituta.

54
—Lo harías —le aseguré—. Y yo no quiero correr el riesgo de que eso
suceda.

—¿Por qué?

Lo miré a la cara.

—No lo haré y basta.

Dio un gran suspiro.

—Bueno, yo quiero que vengas a la fiesta conmigo, pedazo de mierda


obstinado, así que te compraré los zapatos, tú te los pondrás y luego me los
quedaré yo. ¿Qué te parece ese trato?

—¿Así que serían tuyos?

—Sí.

Le sonreí.

—Trato hecho.

Los músculos de su mandíbula se relajaron.

—Ahora, será mejor que vayamos. Los niños se están aburriendo.

—De acuerdo, de acuerdo… —masculló.

Después del almuerzo, estando en el auto hacia Half Moon Bay, por no sé
qué razón, Tristán le preguntaba algo a Cy sobre la lepra. Pip y su madre jugaban
“veo, veo” 1, y Micah y yo nos miramos mientras me hacía un dibujo.

—Me gustan los rinocerontes —le dije—. Yo nunca he montado uno. ¿Qué
piensas, sería cómo montar un toro?

Micah asintió.

—Ya —le dije en el medio de un bostezo mientras me acercaba más al


niño.

Él, sin apartar los ojos del papel, posó su mano izquierda sobre mi mejilla,
acariciándola suavemente. Apoyé la cabeza contra la suya y le oí suspirar antes
de que mis ojos comenzaran a cerrarse. No tenía idea de lo exhausto que estaba.

1
Juego infantil que consiste en adivinar que está viendo el otro a partir de pistas.

55
Sentí un ligero apretón de mano sobre la rodilla derecha y abrí los ojos: Cy
me miró.

—¿Llegamos? —le pregunté estirándome.

—Sí —dijo con una voz terrible.

Lo agarré por el brazo y lo acerqué a mí, hasta que nuestros rostros


estuvieron a pocos centímetros el uno del otro.

—No quiero pelear más. Basta de cabrearnos el uno al otro, dame un beso
y hagamos las paces.

Él me dio una sonrisa dulce, triste y feliz al mismo tiempo.

—Sí, eso sería perfecto.

Arrugué la nariz y me reí.

—¡Qué aburrido!

—¿Sí?

Estalló en risas más abiertas y lo empujé hacia mí, besándolo, hasta que
dejó de reír. Cuando salió de la camioneta estaba todo despeinado y aturdido.

Maldijo y prometió castigarme.

—¿Ah, sí? —lo provoqué.

—Bueno, vaquero, ya te lamentarás cuando no podamos estar solos —me


amenazó con los ojos llenos de pasión y los labios hinchados, oscuros y
húmedos.

Parecía que hubiera sido torturado.

—¿Por qué? —le pregunté, siguiéndolo por el caminito de piedra que


conducía a la puerta principal.

Él soltó un bufido.

—Porque querrás tener mi culo más que nada en el mundo y no lo podrás


tener.

—Quizás sea el momento para que tú tomes el mío —dije en voz baja.

Se quedó petrificado.

56
Yo estaba orgulloso de mí mismo por no haberme dejado follar a lo loco así
que, cuando Cy se volteó para mirarme con la boca abierta y los ojos fuera de sus
cuencas, le pregunté distraídamente que qué le pasaba.

—¿Tú?

—¿Yo?

—Tú.

—Está decidido —dije con una sonrisa maliciosa.

—Tú... —repitió tomando el aliento que había perdido— dijiste que no te


fiabas de nadie lo suficiente como para hacerlo.

—Sí, exacto.

—Entonces, ¿qué estás tratando de decirme? ¿Que tú confías en mí?

—Sí, Señor; justamente eso.

—Dios mío, Weber —gimió, extendiendo los brazos y presionando las


manos con fuerza sobre mi pecho, sobre la camisa de algodón que llevaba bajo la
nueva chaqueta que acababa de comprar—. No me provoques en vano.

—¿Alguna vez hice algo así?

—Nunca. —Cerró los ojos, inhalando mi olor.

—Justamente.

—Oh, cariño, por favor permítemelo —gemía suavemente mientras


besaba su frente—. Yo sería tan... Weber, yo sería el primero.

—Y el único, diría —repliqué—. Confiar no es algo que me salga con


facilidad.

Tragó saliva trabajosamente; luego, abrió los ojos y miró directamente a


los míos.

—¿Tienes alguna idea de lo hermosos que son tus ojos?

—Celestes, como tela de jean desgastada, como siempre me decía mi


madre. No son nada en comparación con los tuyos; no tienen esa mezcla de oro y
avellana. Los tuyos son ojos para contemplar.

57
Él sacudió la cabeza y luego la dejó caer de nuevo sobre mi pecho.

—Así que —le dije entre risas—, ¿quién es el que se lamentará de que no
podamos estar solos?

—Te odio.

—Lo sé.

—¡Cyrus!

Los dos nos volvimos hacia la puerta y vimos a Carolyn haciéndonos señas
para entrar.

—Date prisa —gritó.

Cy tomó mi mano y me llevó hasta la casa. Dentro de ella el espacio era


enorme, un inmenso refugio de caza, lleno de piedras de río y troncos de
madera; la única cosa que no parecía cuadrar, pensé, era la claraboya.

—¿Cyrus, cariño?

Había un montón de gente alrededor moviéndose y hablando, por lo que


perdí de vista a Cy casi de inmediato. Teniendo en cuenta que permanecer allí
esperando a que todos terminaran, a que alguien me dirigiera la palabra o, por lo
menos, notara mi presencia, me hacía sentir como un idiota, salí a través de las
puertas deslizantes de cristal y llegué al porche trasero. Desde allí vi a los niños
corriendo junto con otras dos chicas y tres pastores alemanes, dos negros y
marrón y el restante, completamente negro.

—¡WEBER! —gritó Pip corriendo a mi encuentro y arrastrando tras de sí a


las dos niñas también.

Hasta los perros lo siguieron y comenzaron a correr junto a Pip. Me


arrodillé para saludarlo y los canes, que habían ladrado durante todo el
recorrido, comenzaron a aullar y a mover la cola con entusiasmo, lamiéndome
todo el rostro. Me encontré con pelotitas de tenis húmedas a mis pies y comencé
a jugar con los perros y luego al “gallito ciego” 1 con Pip y las niñas. Mientras
tanto, mantuve un ojo en Micah y Tristán que se disponían a trepar a una encina
enorme y, cuando pensé que ya habían llegado lo suficientemente alto, les dije
que pararan.
1
“Mosca cieca”[“mosca ciega”]. Juego infantil que consiste en vendarle los ojos a un jugador para que atrape a los
demás y adivine su identidad. En Argentina se lo conoce como “gallito ciego” y en España “gallinita ciega”, no sé cómo
lo llaman en otros lados.

58
Las niñas se llamaban Vanessa y Victoria; tenían cinco y siete años. Eran
bellísimas, incluso a esa edad, por lo que, probablemente, a los dieciséis y
dieciocho años causarían estragos en unos cuantos corazones. Tenían el pelo
negro y los ojos celestes claro, en contraste con los niños, quienes tenían el
cabello castaño claro y los ojos azul oscuro. Eran todos muy tiernos y las
continuas risas me hacían sentir bien. Perdí la noción del tiempo y fue realmente
agradable.

—Hola.

Me volví y vi a un hombre un poco más alto que Cy, pero un tanto más bajo
que yo.

—Hola —respondí yo, sabiendo muy bien quién era. No cabía duda, Tenía
que ser, forzosamente, la cabeza de la familia Benning. Era una versión más
grande y añosa del hombre que llevaba en el corazón desde el primer día en que
lo vi.

El caballero se acercó a mí sonriendo y me extendió la mano.

—Owen Benning.

—Weber Yates, Señor —dije yo estrechándosela.

—Es realmente gentil de su parte cuidar a mis nietos. Es el único aquí


afuera.

Le sonreí. Dejó ir mi mano pero, inmediatamente, Vanessa se acercó a mi


lado y metió su manita en la mía.

—Veo que ya has hecho amigos.

Vanessa me dio una pelota de tenis llena de baba y un segundo más tarde
uno de los perros se acercó a la espera. La lancé y la niña chilló con deleite.

—¿Y con quién ha venido, Weber?

Me volví hacia él.

—Con Cyrus y Carolyn, Señor.

—¿Cómo está?

Se refería a su hija, por supuesto, teniendo en cuenta que el marido acaba


de abandonar a su familia y todo lo demás.

59
—Creo que está intentando ser fuerte por los niños —respondí y me di la
vuelta nuevamente para observar a Victoria que, mientras tanto, había atrapado
a otro de los perros y le tiraba de las orejas.

—¡Bonita!

La niña me miró.

—Corazón, no le tires de las orejas y no acerques tanto tu cara a su hocico,


¿de acuerdo?

—¡Sí, Weber! —dijo.

—Discúlpeme un momento, Señor —le dije, sin soltar la mano de Vanessa


mientras me encaminaba hacia su hermana en el otro lado del jardín.

Llegué hasta ella y me puse de rodillas, de modo que quedáramos a un


mismo nivel.

—No te grito porque esté enojado, ¿sabes?

La niña asintió con la cabeza.

—Sí, lo sé. Es porque no quieres que Rusty me muerda.

—Eso es. —Le sonreí mientras ella me miraba a la cara, observándome


atentamente.

—Weber, Tristán me dijo que yo no puedo hacer de bombero. ¿Es eso


cierto?

—Por supuesto que no es cierto. Puedes ser lo que quieras.

—Eso es lo que yo le dije.

—Weber —interrumpió Vanessa—. ¿Puedes pedirle al abuelo si nos deja


subir a los caballitos?

Viendo que el hombre había aparecido de repente junto a nosotros, le dije


que se lo preguntara ella misma.

Parecía atemorizada.

El abuelo la miró como para alentarla a hablar.

60
—Abuelo. —Se mordió el labio inferior—. ¿Puedo subirme al caballito
blanco y negro?

—Bueno, ya le había prometido a los niños que podrían cabalgar conmigo


la primera vez.

—Pero hay dos caballos. ¿No puedo ir con Weber?

Él me miró.

—¿Sabes cabalgar?

—Sí, Señor. ¿Son Appaloosa? 1

—Sí —confirmó sonriendo.

—Entonces, si me lo permite, me gustaría montarlos.

Él asintió con la cabeza.

—Llamemos a los niños.

Cuando me levanté, Vanessa se colgó alrededor de mi cuello mientras


Victoria decidió que era mejor tomarme de una mano, y Pip hizo lo mismo con la
otra.

Me dirigí al árbol en el que estaban Tristán y Micah. Tristán quería ir a


montar, pero Micah negó con la cabeza.

—¿No es porque estás atascado ahí arriba, verdad? —pregunté desde


abajo.

De nuevo sacudió la cabeza.

—¿Seguro que no quieres venir?

Él asintió.

—Está bien, entonces.

Enviamos a Tristán a llamar a su madre, así vendría al jardín para vigilar a


Micah. Después de unos minutos, el porche se llenó de gente. El señor Benning
llamó a su esposa, o al menos a la que yo suponía que era su esposa (después de
todo la llamaba “querida”) para decirle que llevaría a los niños a hacer una
pequeña cabalgata y que volvería pronto.
1
Raza de caballos fuertes, blancos moteados de negro.

61
—¿Y quién está contigo? —preguntó una mujer bellísima, que era, sin
duda, la madre de Vanessa y Victoria. Tenía los mismos cabellos negros y los
mismos ojos celestes.

—Este es Weber, un amigo de Cyrus.

—Encantado de conocerte —dijo—. Soy Rachel.

Ahh, sí. Rachel, la “cuñada perfecta”. Miré a Carolyn, quien me devolvió la


mirada con una sonrisa. Me gustaba la idea de tener ya una comprensión
sobrentendida muy nuestra entre los dos.

—Mis niñas se aficionan demasiado rápidamente —continuó Rachel.

—Son muy dulces, Señora —le dije.

Me dio una gran sonrisa luminosa. Entonces me di la vuelta, con la niña


más pequeña todavía colgada alrededor del cuello, como una prensa asesina, y la
otra de la mano.

Mientras caminábamos, el señor Benning me hablaba de su casa, del


terreno de más de cuarenta mil metros cuadrados, de los establos, de cómo
estuvo a punto de organizar clases de equitación y de cómo le encantaba ir al
mercado de agricultores de los domingos. Había congeniado con él y estaba
contento por ello.

Los caballos eran hermosísimos y los establos estaban en mejores


condiciones que muchos de los hoteles donde me había alojado. El señor
Benning me miró complacido cuando salté a la silla del caballo. Mientras
hablábamos, los cuatro niños escucharon con atención y, después de una rápida
partida de “piedra, papel y tijera”, tomé a Tristán y a Vanessa conmigo, mientras
que los dos más jóvenes montaron con su abuelo.

Cabalgamos hacia la casa y todo el mundo sacudió los brazos para


saludarnos a nuestro paso.

—¡Abuelo! —exclamó Tristán—. ¿Quién es ese hombre que está junto al


tío Cyrus?

El señor Benning se aclaró la garganta.

—Es un amigo que tu tío Brett invitó para el fin de semana.

62
—Oh. —Tristán asintió y se dio la vuelta buscando hacer contacto visual
conmigo—. Tío Brett y tía Rachel, los padres de Vicky y Van, a veces invitan
amigos para que conozcan el tío Cyrus.

—Comprendo —respondí yo, sonriendo al pequeño hombre de mundo de


ocho años.

—No sabían que vendrías aquí con Cy, Weber —aclaró el señor Benning.
Fue amable de su parte.

—Por supuesto, comprendo —dije en voz baja.

—¿Qué haces en la vida, Weber?

—Trabajo en ranchos —respondí, ya que ese pronto sería mi futuro.

—Entiendo.

Me pregunté a qué se dedicaría, en cambio, el hombre que estaba parado


junto a Cyrus en la penumbra; estaba seguro de que, sea lo que sea, sería mejor
que lo que yo hacía, que vagaba de un trabajo a otro. Por eso yo había dado al Sr.
Benning aquella respuesta.

—Weber, ¿por qué el caballo no puede correr más rápido?

—Porque no quiero perder a todos —respondí a Tristán.

—Oh —exclamó decepcionado.

Cuando volvimos a los establos, les mostré a los niños lo que había que
hacer al finalizar una cabalgata y me prestaron mucha atención. Mientras
caminábamos de regreso al jardín vi a Cyrus, a su madre, a su supuesta pareja
del fin de semana, a Rachel y a otro hombre, quien debía a ser su marido Brett;
todos estaban de pie bajo el árbol al que se había subido Micah. Brett se disponía
a trepar a su vez para alcanzar a su sobrino.

—¿Vas a bajar? —le pregunté al ubicarme debajo de la encina.

El niño asintió con la cabeza.

—¿Cuándo?

—Tiene miedo —me dijo Carolyn.

63
—Estuvimos tratando de convencerlo para que saliera de allí —dijo Cy,
poniendo una mano sobre mi espalda —, pero no quiere saber nada.

Suspiré y vi que Micah había empezado a temblar.

—Hace frío, ¿no?

Él asintió de nuevo.

—Bueno, entonces, si quieres bajar, date prisa —refunfuñé, abriendo los


brazos hacia él—. Afloja los huesos. Tú sabes que te atrapo.

Él se movió hacia un lado y cayó de la gruesa rama, que quedaba a más o


menos a tres metros de altura, directo entre mis brazos. Lo atrapé con facilidad y
lo puse en el suelo. Me arrodillé y le vi temblar el labio inferior.

—Ahora estás triste porque no montaste a caballo, ¿verdad?

Asintió.

—La próxima vez, dime la verdad cuando estés en problemas. No se gana


nada con decir mentiras.

Él se abalanzó sobre mí y puso sus brazos alrededor de mi cuello. Yo lo


alcé del suelo y le abracé fuerte, caminando más allá de la pequeña multitud,
hacia la casa.

—¿Quién es ese, exactamente? —preguntó Rachel, o tal vez la madre de


Cy.

—¡Weber! —gritaron las niñas al unísono mientras corrían a mi


encuentro, con Pip y Tristán en la cola.

Una vez dentro de la casa, senté a Micah en una silla en la mesa de la


cocina, rápidamente me lavé las manos, y luego me senté a su lado; los otros
niños se unieron a nosotros. Cuando la madre de Cyrus entró, le pregunté si
todos nosotros podíamos tomar algo de beber.

—Claro —respondió con una sonrisa y en sus ojos azules surgió como un
resplandor. Cruzó la cocina y me extendió la mano para presentarse.

—Todos me llaman Angie.

Me levanté por cortesía y le tendí la mano.

64
—Y yo soy Web, Señora. Encantado de conocerla.

—El placer es todo mío —respondió mirando mi cara con atención—. Has
estado increíble ahí.

Me pregunté a qué se refería.

—¿Perdón?

Dio un gran suspiro.

—Y ni siquiera te diste cuenta de ello… caray.

Esperé a que terminara de hablar para sí misma.

—Mis nietos están locos por ti, y también mis perros.

—Me llevo bien con los niños y los animales. —Reí entre dientes—. A ellos
no les interesan las cosas que les importan a los adultos.

—Pues debería —respondió ella, de una manera que no dejaba lugar a


contradicciones.

—Sí, Señora.

—Siéntate —dijo—. ¿Qué te gustaría beber?

Finalmente, tomé un vaso de té helado. Los niños me arrastraron a la sala,


donde Tristán me puso un joystick en las manos. Al parecer, tenía que hacer algo
con él.

—Tienes que agarrar las cajas porque hay premios dentro de ellas.

—¿Qué?

—Weber, tienes que girar con la mano izquierda y presionar el botón A


con la derecha para encender el auto —me informó Victoria.

—¿Por qué te golpeas contra la pared? —me preguntó Vanessa.

Pip se sentó sobre mis rodillas y trató de explicarme el juego de nuevo. A


los cuatro años, podía hacerlo mucho mejor que yo.

Tristán se echó a reír, al igual que Micah sentado a nuestras espaldas.


Victoria, que era inteligente y práctica, pensó en mostrarme cómo se hacía
tomando el otro joystick para enseñarme como conducir el auto. Tristán me

65
daba indicaciones, interrumpiendo su demostración, y yo me eché a reír. Me di
por vencido; les dije que Pip jugaría por mí y le informé a Vanessa, que estaba
colgado de mi cuello sobre la espalda, que me estaba ahorcando. Luego me
tumbé y ella hizo lo mismo.

—Hey, chicos, ¿por qué no dejáis que Weber venga a hablar con nosotros,
los adultos, por un rato? —pidió Carolyn.

Me disculpé con la dama, pero me vi obligado a rechazar: ver a Cyrus con


ese tipo me molestaba más de lo que hubiese esperado. Ese era el motivo por el
cual yo no había logrado concentrarme completamente en Mario Kart. Estaba
continuamente mirando en su dirección por el rabillo del ojo.

Una cosa era verse de vez en cuando para follar como conejos, y otra era
encontrarse en la casa de sus padres y pretender de alguna manera, ser capaz de
estar a su altura. Fui al baño y me lavé la cara con agua fría, preguntándome
cómo Cyrus siquiera había fijado sus ojos sobre mí.

Mis ojos eran de un pálido celeste, mi pelo era rojizo cuando estaba largo,
pero ahora que me lo había cortado se había vuelto decididamente más oscuro.
Tenía las cejas, pestañas y barba del mismo color: un color rojo desteñido, como
de herrumbre. Tenía mandíbula pronunciada, una nariz que se había quebrado
muchas veces y labios delgados. ¿Por qué ese hombre me querría justamente a
mí?

Quedarme con él había sido un error, pero aún peor había sido haber
venido aquí por el fin de semana. Al prepararme para abrir la puerta escuché
voces en el pasillo:

—Dios, Ross, cuánto lo siento.

—Olvídalo —dijo un hombre riendo—. No podías saber que tu hermano


estuviese interesado en alguien de ese tipo.

—Sí… Mierda.

Él se echó a reír.

—No te preocupes. Lo intentaremos de nuevo cuando el vaquero se haya


ido.

—¿En serio? ¿Vas a darle otra oportunidad?

66
—Brett, ¿estás bromeando? Sé que no puedes llegar a entenderlo, ¡pero tu
hermano es demasiado atractivo! Y cirujano, además.

Rió.

—Y tú, corredor de bolsa. ¡Nada mal! Así que, ¿qué te importa eso?

—Me importa, porque salir con alguien que ya tiene su dinero y no busca
el tuyo no es poca cosa, confía en mí.

—Pero Cy te ha tratado como el culo.

Él soltó un bufido.

—Es un cirujano de renombre mundial, está bien que sea un poco creído.
Tú no puedes entenderlo porque eres de la familia, pero apuesto a que se
comporta así con todos los que no conoce bien.

—Yo solo pensé, desde que te conocí, que seríais una buena pareja, eso es
todo. Ya sabes, viviendo en la misma ciudad, y...

—¡Pero qué dices! —Ross parecía divertido—. “Los dos son gais”. Eso es lo
que pensaste al respecto.

—Bueno, en realidad, sí —admitió con una sonrisa.

—No te preocupes, estoy muy feliz de ser el único amigo gay que tú y
Rachel tenéis, y estuve encantado de venir aquí a conocer a tu hermano.

Hubo más risas.

—De verdad, yo no sabía que iba a venir con Weber. Ni siquiera sabía que
conocía a alguien como él.

—¿Ves?, esto te demuestra que nunca se conoce a nadie completamente,


ni siquiera a tu propia familia.

—Sí. ¡Dios! Estoy atónito incluso de que mis padres le hayan permitido
entrar en casa.

Apoyé la cabeza contra la puerta y escuché a los dos riéndose de mí


todavía un poco más. Luego, se alejaron y las voces se fueron desvaneciendo
hasta desaparecer en el pasillo.

67
Esperé un poco más aún para salir y entonces volví a la sala de estar. Me
senté en el suelo entre Micah y Tristán y, al cabo de un segundo, tuve a Pip entre
mis brazos.

Angie nos llamó para cenar y me senté en un extremo de la mesa junto a


los niños a pesar de que Cyrus me buscó con la mirada justo antes de que Ross
ocupara la silla a su lado. Hablé con los niños hasta que Tristán terminó de
comer y comenzó a levantarse, como si nada hubiera pasado.

—¿A dónde vas?

Se giró de golpe hacia mí.

—Terminé.

—¿Ah, sí?

—¿Ehh? —preguntó irritado. Su tono fue grosero y desafiante.

—Se pregunta: “¿cómo?”; no “¿eh?”

—¿Eh… cómo?

—Exactamente.

Me miró con recelo.

—¿Entonces debo preguntar “cómo”?

—Sí, Señor.

Resopló, listo para irse.

—Te lo pregunto otra vez: ¿a dónde vas?

—¡Terminé! —repitió molesto.

—En primer lugar —comencé acercándome—, debes agradecer a tu


abuela por la buena comida que acabas de comer; luego, tienes que preguntar si
puedes retirarte de la mesa. Por último, toma tu plato y lo llevas a la cocina, ya
que ni tu madre ni tu abuela son tus sirvientas.

Él me miró con rabia y yo levanté una ceja, esperando una respuesta.

—Tú no eres mi padre.

—No, Señor —estuve de acuerdo, y continué esperando.

68
Mientras tanto, la habitación se había quedado en silencio.

Después de un momento, tomó una respiración profunda.

—Abuela —llamó, volviéndose hacia ella.

—¿Sí, Tris?

—El pollo estaba muy bueno. Gracias.

—De nada, mi amor —respondió ella con voz temblorosa.

—¿Puedo retirarme de la mesa, por favor?

—Sí, puedes ir.

Sus ojos volvieron hacia mí y yo asentí. Se puso de pie llevándose el plato


con él.

—Abuela —dijo Pip—. El pollo nos gustó un montonazo también a mí y a


Micah. ¿Nos podemos levantar?

—Sí, amores —se rió ella.

Pip asintió y se me acercó desde un costado.

—¿Lo hice bien?

—Sí, Señor; excelente —le respondí entes de girarme hacia Angie—.


Señora…

—Gracias, Weber —dijo sonriendo—. No veía tan buenos modales en esta


casa desde hace mucho tiempo.

—Sí, Señora —respondí cruzando miradas con Brett—. Lo sé.

El hombre palideció de pronto, y cuando me puse en pie y me dirigí a la


cocina con mi plato vacío, oí a las niñas preguntando a la abuela si podían
ponerse de pie.

Abrí el grifo para lavar los platos y, de repente, unas manos se aferraron a
mis caderas y una cabecita se apoyó en mi espalda, a media altura.

—Lo siento.

—No hay nada de que lamentarse —dije a Tristán.

69
—¿Estás enojado?

—No, Señor —le garanticé—. Vamos, ayúdame con esto.

—Sí, Señor —dijo imitándome con una sonrisa.

—Tontuelo.

Se echó a reír y sus ojos se iluminaron.

—Weber, déjalo, no te molestes con eso —me dijo Angie que acababa de
entrar en la cocina.

—No, Señora, no hay problema —le respondí.

Tuve la ayuda de todos los niños antes de que Angie llegara y se uniera a
nosotros.

—Weber.

La miré.

—Estoy tan feliz de que estés aquí.

—Gracias. —Le sonreí. Poco después se nos unió también Cy.

—Debo hablarte. Ahora.

—Pero estoy ayudando a lavar...

—¡Pueden continuar Brett y Rachel! —dijo Angie con voz uniforme y un


poco alta.

Oí el rechinar de las sillas contra el suelo de madera, mientras me


enjuagaba el jabón de las manos y las secaba rápidamente antes de salir de la
habitación con Cy.

Me llevó afuera, a la terraza. Cerré la puerta, me volví y me di cuenta que


no se había detenido. Lo alcancé a toda prisa y me tomó por sorpresa cuando él
se detuvo girando bruscamente.

Me crucé de brazos y lo miré.

—No tenía ni idea de que iba a venir ese hombre.

—¿Quién? —lo provoqué.

70
Le tomó un segundo, pero la tensión en su rostro disminuyó y me sonrió.

—Idiota.

Le sonreí a mi vez.

—De verdad. Yo nunca haría una cosa así, como pretender despertarte
celos o una estupidez de ese tipo.

—Sí, lo sé.

Me miró fijamente a los ojos.

—Lo sabes, ¿verdad?, cuando estás conmigo yo no veo a nadie más.

—Lo cual me encanta, doctor Benning —añadí yo, poniendo una mano en
su cuello e inclinándome para darle un beso.

Inmediatamente hubo un gemido de su parte; luego, cerró los ojos y


entreabrió los labios. Enterré mi lengua en el calor húmedo de su boca,
reclamándola, poseyéndola, sintiéndome más desnudo y vulnerable de lo que
hubiera imaginado jamás.

Se fundió contra mí, con los brazos atornillados a mi cuello, dejándose ir


con todo su peso. Hice que se curvara hacia atrás, sosteniéndolo firmemente y
tirando de él mientras hacía míos sus labios. Siempre había tenido un sabor tan
bueno y me besaba como nadie jamás lo había hecho. Como si yo fuera único en
el mundo.

El beso se prolongó durante muchos, muchos minutos antes de que nos


separáramos para respirar.

—Celoso —dijo él sin aliento.

—¿Disculpa? —balbuceé, apoyando mi frente contra la suya, frotando mi


nariz contra su nariz.

—A pesar de que yo no tengo nada que ver con esta historia, tú estás
celoso de “como-sea- que-se-llame”.

—Ross —le informé.

—Eso.

—Trabaja en la bolsa de valores.

71
—M-mm —estuvo de acuerdo, con un pulgar sobre mi boca y su
entrepierna contra mi muslo.

—Bueno; yo no, por otro lado —añadí.

—¿Tú no qué?

—Que yo no trabajo en la bolsa de valores. Presta atención.

Resopló, repitiendo:

—No, tú no trabajas en la bolsa de valores.

—Los dos sabemos que puedes tener algo mejor.

—Nosotros creemos dos cosas muy diferentes —me aseguró, acariciando


mi cuello con una mano y tirando de mi camisa con la otra.

—Yo... —perdí por completo el hilo de lo que estaba diciendo.

—¿Tú…? —instó.

—Incluso cuando yo ya no esté aquí. Ese tipo no te merece.

—Dime lo que me quieres decir.

Me aclaré la garganta.

—No lo beses. Jamás.

—¿O…?

—O lo folles, ni hagas ninguna otra cosa con él.

Se humedeció los labios.

—Está bien, vaquero. Es una promesa.

Lo acerqué a la pared y cuando lo empujé contra ella, el gemido que emitió


me provocó una sonrisa en los labios.

—Me gusta que me hagas reclamos —me dijo.

Y en ese momento me di cuenta de lo ridículo que era.

—Mierda. Yo...

—No... —dijo con voz firme—. No puedes retractarte.

72
—Pero yo no tengo derecho a exigirte nada.

Me puso las manos sobre la cara, acercándola a la suya.

—Soy yo quien decide si puedes o no, vaquero.

No quería discutir con él, así que decidí darle un beso.

Era muy agradable escuchar a los demás mientras conversaban.

Incluso escuchar a Ross, que a decir verdad era un chico muy divertido, no
me resultó para nada fastidioso. Me senté en el sofá entre Carolyn y Cy con una
taza de té en la mano, disfrutando del sonido de la lluvia contra el techo y las
ventanas; feliz de estar en un sitio resguardado, cálido y seguro. Miré a los
perros mientras dormían al lado del fuego crepitante de la chimenea y decidí
que algún día yo también tendría algo así. Quizás fuera una casa más pequeña y
un solo perro, pero el mismo tipo de ambiente familiar. Ese era mi sueño.

—Estás sonriendo —dijo Angie de repente. Todo el mundo dejó de hablar


y se centró en mí.

—Sí, Señora —respondí con un suspiro. Yo estaba tan feliz en ese


momento, Cy estaba a mi lado, con una pierna apoyada en la mía.

—¿A qué se debe?

—Nada en particular, es solo que es tan agradable estar caliente y seco en


una noche lluviosa como esta. Me hace pensar que soy muy afortunado.

Soltó un suspiro que tembló ligeramente.

—Sí, es cierto.

—¿Dónde está tu familia, Weber? —preguntó el señor Benning.

—No tengo familia de la que hablar, Señor.

—Oh. ¿De verdad?

Asentí con la cabeza.

Cy se aclaró la garganta.

73
—La madre de Weber murió cuando tenía catorce años y su padre, que
trabajaba emplazando una perforación, murió en un accidente un año más tarde.

El rostro de Angie se entristeció. Me complació ver que se preocupaba por


mí.

—Después de eso, Weber y su hermano mayor, Spencer, quedaron solos,


por lo que Spencer, que entonces tenía diecisiete años de edad, se hizo cargo de
Web.

—¿Y ahora dónde está Spencer? —preguntó el señor Benning,


dirigiéndose a su hijo, no a mí.

Cy se aclaró la garganta otra vez.

—Spencer murió en Irak. Tenía veinte años.

Se hizo un silencio absoluto en la sala. Luego, Angie carraspeó con


delicadeza.

—Tendrás las cosas de tu madre, tu padre y tu hermano en alguna parte,


¿no es así, Weber?

—Oh, sí, Señora —le contesté sonriendo—.Tengo un pequeño espacio en


Abilene que he pagado con el dinero del seguro militar de mi hermano. El pago
es automático cada mes y así continuará durante otra década, más o menos. Pero
al menos sé que todo está seguro.

La dama asintió.

—Y si, Dios no lo quiera, algo sucediese...

—Tengo la dirección —añadió Cy—, y una copia de las llaves.

—En caso de emergencia, llamarían a su hijo. Guardo su número en mi


billetera. —Sonreí—. Por si me pasara algo: una riña, un tiroteo o una corneada...

—Weber —me interrumpió Cy—. Ya entendió.

Angie asintió rápidamente.

—Así que, si me muero, alguien llamaría a Cy y podrá ocuparse de mis


cosas como crea mejor.

—¿Y tu trabajo? Es en ranchos, ¿verdad?

74
—Sí, Señora.

—¿Y qué hacías antes?

—Rodeo. Cabalgaba toros.

—Eso explica las heridas.

¿Cómo podía saber de las heridas?

—¿Disculpe?

—Cyrus nos dijo que te lastimaste hace algún tiempo, pero no nos dijo
cómo. Los toros deben ser algo muy peligroso.

Me encogí de hombros.

—¿No crees que lo sean?

—Hasta cierto punto, sí. Pero también lo es trabajar en un rancho, o salir a


la carretera y viajar.

—Y viajas desde hace tiempo, ¿verdad?

—Sí, Señora. Desde hace bastante.

Tenía los labios apretados cuando se puso en pie.

—Muy bien. Me voy a la cama.

Me sorprendió que le diera la vuelta a la mesa, se inclinase, posara una


mano en mi mejilla y me besara en la otra. Luego salió de la habitación en un
instante.

—Yo también. —Rachel la imitó, apresurándose en mi dirección e


inclinándose para besar mi frente antes de irse a toda prisa.

Mierda.

—Buenas noches a todos —dijo el señor Benning sonriendo. Me pasó por


al lado y me dio una palmada en el hombro. Luego me dio un apretón y salió tras
su esposa.

No pude reprimir un gemido.

—¿Qué pasa? —me preguntó Cy.

75
—Ahora todo el mundo piensa que soy una especie de infortunado. ¿Por
qué tuviste que decir que soy un maldito huérfano? ¿Para dar pena a todo el
mundo?

—Yo...

Carolyn contuvo el aliento y luego se acercó para abrazarme.

—Oh, Cristo Santo… —me lamenté. Cy se rió entre dientes solapadamente.

Un minuto después, le pedí a Carolyn que me dejara ir y me levanté para ir


a tomar una ducha. La habitación en la cual dormiríamos Cy y yo era pequeña, al
final del corredor del segundo piso, y compartía baño con otras habitaciones.
Mientras atravesaba el pasillo para volver al dormitorio después de la ducha,
vistiendo pantaloncillos cortos y bajos en la cintura, y con el pelo húmedo en
punta en la cabeza, escuché que alguien me llamaba. Me di la vuelta y era Ross.

Lo miré, arrugando un poco la nariz, aunque no era habitual en mí juzgar a


las personas que no conocía. Tenía que pasar algún tiempo con ellas antes de
decidir si me gustaban o no, pero con Ross era diferente: lo odiaba. Y yo no era
estúpido, sabía perfectamente el porqué. Era prácticamente perfecto para el
hombre que me tenía loco, al contrario de mí. Además, se veía como un modelo
masculino. Él y Cy eran perfectos juntos. Cy y yo, sin embargo, éramos como un
puñetazo en el ojo.

—Me has oído cuando hablaba con Brett esta tarde, ¿no es así?

Asentí con la cabeza.

Tomó aliento.

—Lo siento. Fui sencillamente grosero. Quiero decir, no puedo


garantizarte que no le pediré una cita cuando te vayas, pero por ahora... me voy
mañana por la mañana. No puedo competir con toda esa mierda del “vaquero
huérfano”.

Reanudé mi marcha hacia la recámara, pasándole por al lado.

—No es justo, sin embargo.

Me detuve y me volví para mirarlo.

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—A un hombre con un aspecto como ese, con ese trabajo, e incluso con esa
cuenta bancaria, no se le deja. Es así. No se le deja y basta. Tú crees poder
continuar yendo y viniendo y que él estará ahí para ti cada vez que lo hagas, y
eso es ridículo. Ni siquiera deberías pensar en hacer algo así. Un hombre como
tú, sin perspectivas ni nada... ¿cómo es que terminaste aquí con...?

—Oh.

Ambos nos volvimos hacia el final del pasillo, desde donde oímos que
provenía la voz. Era Cy; estaba de pie en la puerta, vestido con una bata marrón,
grande y suave; con los pies descalzos sobresaliendo de los pantalones del
pijama de algodón; con el pelo despeinado y una gran sonrisa en el rostro.

—Hey —se esforzó en decir Ross.

Cy le dio una sonrisa falsa; luego sus ojos se posaron sobre mí, de repente
centelleantes.

—¿Web?

Por el amor de Cristo.

En serio, había que estar realmente ciego para no ver la inmensa alegría en
su rostro o la ardiente pasión en sus ojos. Sin pensarlo, se pasó la lengua por los
labios, apretó la mandíbula y respiró hondo.

No cabía duda: a él yo le gustaba, por lo menos un poco.

—¿No vienes a la cama?

—Inmediatamente —respondí, dirigiéndome hacia él rápidamente.

Le rocé la bata y entré en la habitación. Lo escuché desearle buenas noches


a Ross; luego, cerrar la puerta con llave. Me di la vuelta para mirarlo.

—Gracias.

—¿Por qué?

—Por desearme a mí y no al hombre que es mejor para ti.

Sacudió la cabeza.

77
—Es la verdad —continué, lanzándome contra él y posando mis manos
sobre su rostro para acariciarlo. Entonces apoyé mi boca sobre la suya y lo besé
intensa pero suavemente, sin violencia. Finalmente estaba a solas con él y no lo
podía creer.

—Dios, Weber, tú eres el único bueno para mí.

No nos lanzamos sobre la cama; fue más bien como si nos dejáramos caer
sobre ella, como si nos derrumbáramos, sin dejar de hacer el amor con nuestras
bocas. Y yo hubiese querido saltar sobre él, poseerlo o dejar que él me tomara;
sin embargo, yo no podía dejar de besarlo de ninguna manera.

Al principio, él estaba por debajo de mí y yo encima, pero luego me empujó


y en un segundo me encontré tumbado de espaldas, con él encima de mí.
Empezó a besarme profundamente, cambiando el ritmo. Se convirtió en un beso
casi desesperado; él me mordía los labios y yo capturaba su lengua. Sus gemidos
eran tan sensuales y yo estaba tan excitado que estaba convencido, muy
convencido, en lo más profundo del alma, que si no lograba sentir su piel
desnuda contra la mía en cuestión de unos pocos segundos, me moriría.

—Dios, te odio tanto —susurró en mi boca.

Me moví lo suficiente para volver a estar arriba mientras lo tumbaba sobre


su espalda. Miré directamente dentro de sus ojos castaños y tumultuosos.

—¿Cy?

—¡Eres mío, cretino idiota!

Tomé una profunda respiración.

—Cy, ya hemos hablado de...

—¿Qué tendría de absurdo que yo te diese un trabajo?

—¿Haciendo qué?

—No lo sé, cualquier cosa. Tú… yo podría ayudarte económicamente y tú


podrías…

—No, Señor —dije yo, moviéndome y tumbándome a su lado, con la


mirada perdida en el cielorraso—. Mi cuerpo ya no puede con el rodeo. Seré
estúpido, pero no soy suicida. Encontraré un rancho donde quedarme y
entonces...

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—¡No te quiero en un rancho en algún punto perdido de Texas! ¡Te quiero
aquí!

Me di la vuelta, alejándome aún más de él y hundiendo la cabeza en la


almohada. Discutir no era lo que yo quería. Así había sucedido la última vez y
recordé su ultimátum, lo enojado que estaba, furioso, temblando de ira y
lágrimas. Aún así, me pregunté cómo era posible que yo tuviera algún efecto
sobre él.

—Fue un error —murmuré, moviendo la almohada y la cabeza hacia el


otro lado—. Lo siento, Cy. Justo cuando la maldita herida estaba cicatrizando
volví para arrancarte las vendas, y ahora está sangrando de nuevo.

Cy permaneció en silencio. Me maldije a mí mismo por haber hablado.

—Weber —dijo, sorprendiéndome mientras se acercaba desde atrás, hasta


fijarme a la cama con la presión de su cuerpo—. ¿Alguna vez has pensado que lo
único que tienes que hacer es amarme?

Me quedé helado y no abrí la boca, porque querer que yo estuviera a su


lado era una cosa, pero hablar de amor era otra. Nunca, pero nunca, habíamos
hablado de eso, ni siquiera mencionamos el concepto, y mucho menos, dijimos
esa palabra.

Dios.

—Oh, ahora tienes miedo.

—Quítate —dije yo, intentando levantarme.

—¿Y si digo que no? —me preguntó, metiendo una mano entre mi cabello,
inclinándome la cabeza hacia un lado y apoyando los labios entre mi cuello y mi
hombro, besándome y acariciándome el costado con la mano libre.

Me recorrió un escalofrío que me estremeció todo el cuerpo. Era tan


hermoso cuando me tocaba y la emoción que sentía crecer dentro de mí se
amplificaba por el hecho de que lo conocía, confiaba en él y no dudaba en
absoluto de lo que sentía. Era una tontería negar los sentimientos que ambos
experimentábamos, fingir que era solo sexo o amistad, ¿pero qué otra maldita
cosa podía hacer? No sabía qué podría hacer yo en una ciudad. No sabía hacer
nada, aparte de domar caballos, montar toros, ensillar, cabalgar y... trabajar de
sol a sol. ¿Qué podría hacer para un neurocirujano?

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—¡Mierda! —mascullé—. ¡Quítate!

—¿Qué vas a hacer? —me susurró al oído—. ¿Salir corriendo de aquí?

Apoyé las palmas sobre el colchón y estaba listo para empujarlo y


levantarme, pero su boca se cerró sobre mi hombro y sentí sus dientes en mi
piel.

Dios, me volvía loco cuando me dejaba marcas en la piel.

Moretones, mordeduras, rozaduras debido a la barba, arañazos: me


encantaban y Cyrus era el único que tenía permiso para dejar huellas sobre mi
piel, sobre mi cuerpo.

El gemido que salió de mi boca hizo que se liberara; comenzó a besarme,


lamerme, morderme, estrujarme, tironearme y, cuando sentí sus dientes en la
nalga derecha, me dejé caer sobre el colchón.

—Aún no has llegado ahí, pero llegarás —dijo con aliento entrecortado. Se
puso duro, y sentí su polla contra mí, en toda su longitud.

Se había estado meneando hasta el punto de que ni siquiera noté que me


había bajado los pantalones cortos. Solo cuando se movió pude sentir que estaba
desnudo, descubierto.

—Web —gimió con las manos sobre mis caderas—. Déjate ir. Yo me
ocuparé de ti.

Nunca me había imaginado someterme a otro hombre, antes. Yo siempre


había pensado que, para seguir siendo yo, siempre debía estar arriba. Pero
últimamente, la idea de sentir a Cy dentro de mí era constante en mi cabeza y me
masturbaba por las noches pensando en ello.

—Web —dijo suavemente. Sentí sus manos en mi culo, lo sentí separando


mis nalgas.

Mi pene ya estaba duro. Estaba aplastado contra el colchón y podía sentir


su aliento sobre mi piel, ligero, como un fantasma.

—Estás rojo como el fuego —susurró con voz ronca, y me di cuenta de


que me observaba y de que mi reacción le excitaba aún más.

Percibí que estaba respirando afanosamente.

—Cy…

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—Sí, amor —respondió. Sentí la primera pasada de su lengua sobre mi
estrecho agujero.

Me estremecí debajo de él al mismo tiempo que oí como le quitaba la tapa


al lubricante.

—Confío en ti si tú confías en mí.

—¿Qué quieres decir?

—Fóllame sin condón.

—¿Qué? —Él se sorprendió y, aunque no podía verlo, aún así podía


imaginarlo con los ojos fuera de sus cuencas.

—Has oído bien. Quiero que te vengas en mi culo, quiero sentirlo dentro
de mí, quiero sentir como fluyes en mí.

—Mierda, Weber —gimió—. Yo no puedo...

—Eres doctor. Sé que tienes sexo seguro, sé que hasta ahora nunca lo
hemos hecho a pelo, y yo no lo haría nunca jamás con otro que no fueras tú.
.

—Sí, pero...

—Oh —dije con tono triste, dándome cuenta de que no era lo que él
quería—. Lo siento. No quiero obligarte a hacer una cosa que...

—¡Mira que eres tonto!

Ciertamente, no era la respuesta que esperaba.

—Weber Yates, date la vuelta.

Yo lo miraba desde atrás, por el rabillo del ojo; en ese momento, deslizó
dos dedos en mi interior, todo el camino hasta el fondo.

—Oh Dios —gemí, sintiendo el ardor, la aspereza, y la dilatación. Vi la


expresión en sus ojos mientras lo hacía: era obvio que me deseaba con locura.

—Dices cosas como estas, me ofreces la virginidad de tu culo sin que haya
nada que nos separe y, al mismo tiempo, planeas abandonarme otra vez en dos
semanas. ¿Hay alguien en el mundo más tonto que tú?

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Intentaba con todas mis fuerzas comprender lo que estaba diciendo;
escuché sus palabras, pero ¡Santo Dios!, sus dedos eran... eran... sus dedos...

—¿Me estás escuchando?

Rotó la mano y yo me empujé hacia atrás. Con el dedo medio llegó a mi


próstata y volví a gemir.

—Oh, Dios —suspiré en voz baja.

Tenía la piel de gallina, llamaradas de calor y estaba vibrando.

—Yo me hago la prueba cada seis meses, así que sé que estoy bien.

—Yo me la hice hace cuatro meses por un tipo del rancho donde trabajaba
y resultó negativo.

—Porque siempre has usado preservativo, ¿verdad?

—Sí, Cy, lo juro —gruñí, porque metió un tercer dedo.

—¿Te gusta?

—Mierda, sí, me gusta —balbuceé. Continuaba empujando, metiendo sus


dedos profundamente en mi interior hasta que llegue a tener problemas para
tomar aliento.

Añadió más lubricante y sentí el frío del fluido, su viscosidad. Entonces,


con una mano agarró mi miembro que pulsaba y goteaba. Empezó a mover los
dedos y palpar, girar y presionar contra la abertura, haciéndome sobresaltar
debajo de él.

—¡Cómo me gustaría que pudieras verte ahora mismo...! Te estás


extendiendo para mí... Weber... se ve tan auténtica tu necesidad... me llega al
corazón.

—Fóllame —le supliqué—. Por favor, Dios, hazlo ya.

—Nunca penetré a nadie sin condón en mi vida —me dijo—. Pero si me


juras que soy el único, que siempre seré el único sin condón, te creeré, porque
eres un hombre de palabra.

Nos conocíamos desde hacía ya tres años y habíamos establecido una


relación de inmensa confianza.

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—Lo soy, así que puedes estar seguro —le afirmé—: serás siempre y
únicamente tú, te lo prometo.

—Estás haciendo un juramento en este preciso momento, Web —dijo él


sacando lentamente los dedos de mi abertura ensanchada, lubricada y
palpitante.

Yo lo necesitaba. Deseaba desesperadamente sentirme lleno de él. Deseaba


permanecer sobre el filo entre el dolor y el placer y ser usado por él, poseído por
él.

—No tienes la menor idea de lo que has hecho —me aseguró


empujándome sobre los cobertores, levantando mi trasero y sosteniendo mi
cadera con la otra mano con tanta ferocidad que era casi doloroso—. Pero ya
verás, claro que lo verás.

Sentí sus labios en la parte inferior de mi espalda y apreté los puños contra
las sábanas.

—¿Confías en mí?

—Sí —le dije con voz temblorosa.

—¿Seré el único? —preguntó susurrando.

Asentí con la cabeza.

—¡Dilo! —exclamó. La enérgica demanda retumbó en mi cabeza.

—Solo tú —logré decir con dificultad, poniendo una mano sobre mi gruesa
erección que goteaba constantemente y empezando a tocarme.

—¿Confías en mí, me crees cuando te digo que no te haré daño? Nunca te


haré daño.

—Sí —respondí, con una voz ronca que iba y venía.

—Recuérdalo siempre —dijo. Luego, puso las manos sobre mis nalgas,
separándolas rápidamente, sin gentileza; en un segundo, sentí la punta de su
polla rozar mi abertura dilatada.

La idea de lo que estaba por hacerme me había obsesionado desde la


última vez que nos habíamos visto hasta este momento. Habíamos estado tan
cerca de hacerlo en aquel entonces. Casi estuve a punto de pedírselo justo antes
de irme. Pero por ese tiempo él estaba tan furioso, tan frustrado y posesivo

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conmigo que finalmente me convencí de que si se lo pedía hubiera creído que
era más de lo que en realidad era, y sin duda, me arrepentiría después.

Pero ahora me había hecho suyo. Había tomado lo que quería de mí y no


me importaba en absoluto, no podía importarme menos. Me parecía lo adecuado
y ni siquiera sabía por qué.

—Esto cambiará todo —dijo. Y por esas palabras, justamente por esas tres
palabras, yo tendría que haber dicho: “¡Espera!”. Debería haber dicho “no”, pero
todo lo que salió de mis labios fue “por favor”.

—Por favor… —Y luego, mientras empujaba dentro de mí, continué—: Oh,


Dios. ¡Cyrus, por favor!

Y todo cambió; así, repentinamente. Hubiera querido gritarle que se


detuviera, porque estaba empezando a molestarme y el dolor aumentaba, y
quemaba, y pulsaba. Me sentía repleto; repleto y extendido; y era simplemente
demasiado.

En el mismo segundo en el cual iba a empezar a gritar, mi cuerpo dejó de


luchar contra el invasor y comenzó a aceptarlo. Cy retrocedió por una fracción
de segundo, cambió el ángulo y comenzó a penetrar más rápido y más profundo.

Hasta ese momento no había tenido ni idea de que toda la tensión, el dolor
y el deseo dentro de mí necesitaban de Cy para ser aplacados y satisfechos.
Saber que no tenía el control y que él lo tenía por completo me liberó por
primera vez en mi vida. Esa sensación no se parecía a nada que hubiese
experimentado hasta entonces. La entrega fue absoluta, abrumadora, y la belleza
de lo que estaba experimentando parecía devorarme.

—¡Cy! —exclamé, a merced de la corriente.

Levantó una de mis manos y la puso sobre mi pene, recordándome lo que


debía hacer. Y yo seguí sus instrucciones, apretando y acariciando, sintiendo las
dos sensaciones a la vez y nada más.

—Eres tan estrecho y sexy. Vente amor, porque quiero sentirte, verte, y no
puedo... ¡Oh, Dios! Por favor, Weber.

Pronunció las últimas palabras con dulzura, a media voz. Estaba lleno de
ternura, pero también de lujuria. Mi cuerpo era un estanque de fuego.

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—¡Eres mío! —exclamó, y luego lo sentí hincharse dentro de mí, dentro de
mi canal estrecho y resbaladizo. Sentí su mano en la parte baja de mi espalda
apoyándose con fuerza y empujándome contra el colchón, mientras que la otra
permanecía aferrada a mi cadera. Cy me penetraba una y otra vez sin descanso,
martillando mientras yo temblaba debajo de él.

—¡Web!

Todo mi cuerpo se tensó. Mis testículos, los músculos… todo se tensó al


mismo tiempo y me vine sobre los cobertores, temblando en la cima del orgasmo
mientras Cy continuaba penetrándome. Cuando se derrumbó sobre mí, también
él sufriendo los últimos temblores de su orgasmo, finalmente pude respirar de
nuevo. Ni siquiera me di cuenta que tenía todo su peso sobre mí.

Nunca antes, en toda mi vida, había estado lleno de semen. Estaba caliente
y viscoso en mi interior, pero también lo tenía sobre los muslos, sobre los cuales
descendía resbaladizo y pegajoso. Me sentí como si me hubieran marcado; la
mezcla del olor del sexo y el sudor, me embriagaba.

La necesidad de levantarme y huir era inmensa; sin embargo, era igual a la


de girarme y tomar entre mis brazos al hombre que tenía encima.

Estaba aterrorizado, saciado, dolorido y feliz. ¿Qué mezcla de sensaciones


era aquella?

Se deslizó fuera de mí lentamente, con cuidado, y un segundo después, se


había ido.

Oí la puerta abrirse y cerrarse, y me quedé solo en la habitación que se


enfriaba rápidamente. No era capaz de relajar los músculos y tumbarme sobre el
lecho como quería, porque no quería tenderme sobre el esperma que había
rociado en las sábanas. Así que me quedé quieto, inmóvil, hasta que pude sentir
mis piernas de nuevo.

Se abrió la puerta, me di cuenta por la corriente de aire que entró en la


habitación, y Cy volvió a mí, sonriendo y tarareando al mismo tiempo.

—Bien, no te has movido. Sabías que volvería en seguida.

—No me puedo mover. Tengo los músculos agarrotados.

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—Eso es porque los has apretado todos a la vez. —Él suspiró y me besó en
la espalda, entre los omóplatos, y en la base de la columna—. Me volviste loco,
Weber. Dios, has estado magnífico.

Dejé escapar un quejido mientras sus manos, cálidas como la toalla que
tenía, me acariciaban la piel sensible.

—Magnífico —repitió, tocándome con suavidad y ternura, limpiando mi


trasero y la parte interna de mis muslos temblorosos.

Finalmente, me moví; arrastrándome hacia la cabecera de la cama y


desplomándome sobre la almohada. Luego sentí que Cy acomodaba las sábanas.

—Lo lamento.

—Para eso están las lavadoras. —Se rió entre dientes—. Me ocuparé de
ellas mañana por la mañana, tan pronto como me levante. Mi madre no se dará
cuenta de nada.

—No pude aguantar.

—Y no cambiaría nada de lo que ha sucedido. Así que no pienses más en


ello.

Tomé otra dirección.

—No sabía que follases así. ¿Por qué nunca me has…?

—No —me interrumpió, arrojándose sobre la cama junto a mí,


olvidándose de la limpieza para pegarse a mí—. Eso no fue follar, para nada. Y ni
siquiera se te ocurra pensar en lo que acaba de pasar como si lo fuera.

Me alejé apenas de él, simplemente no era capaz de mirarle a los ojos.

Se acercó de nuevo; esta vez, de modo que quedáramos frente a frente, y


me puso una mano sobre la mejilla.

—Yo hice el amor contigo, Weber Yates, ¿y sabes por qué?

Hice una mueca torcida y se puso a reír.

—Porque te amo. — Exhaló con fuerza y vi que sus ojos se suavizaban, se


llenaban de lágrimas, pero sin dejar caer ninguna. Eran brillantes y maravillosos,
como para dejarte sin respiro, al igual que todo él.

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—Por el amor de Dios, ¿por qué insistes a toda costa...?

—Cállate —me ordenó, sonriendo entre las lágrimas que ya no pudo


contener.

—Cy...

—Dilo de una vez —insistió, mirándome fijo a los ojos. Su respiración se


había vuelto irregular.

—¿Por qué? ¿Va a cambiar las cosas?

—Creo que sí... y necesito oírlo.

Abrí la boca para quejarme.

—Te amo, Weber Yates, muchísimo, con locura. Soy…

—¡Dios Santo, Cy! Sabes que te amo —respondí bruscamente—. ¡No es ese
el problema! ¡Nunca ha sido ese! Es solo que…

—Oh —dijo él, interrumpiéndome con un beso, poniendo sus brazos


alrededor de mi cuello y dejando deslizar una pierna sobre mi muslo. Nuestros
pechos quedaron pegados entre sí, y sus labios se movían sobre los míos,
perfectos, como siempre habían sido. Era realmente increíble cómo su cuerpo
podía encajar a la perfección con el mío, y sin hacer el más mínimo esfuerzo.

Traté de moverme, pero él no soltó presa y me retuvo allí, con los labios
aún rozando los míos.

—No me estás escuchando.

—No. Eres tú el que no se está escuchando a sí mismo. —Me dio una gran
sonrisa—. Como siempre, eres un gran idiota.

—Cy...

—¿Te he hecho daño?

—¿Qué? —Yo estaba confundido.

—Cuando me uní a ti, ¿te he hecho daño?

—¡No, no me has hecho daño! ¿Qué diablos de preguntas son...?

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—Porque debo informarte que no puedo esperar para hacerlo otra vez. —
Se estremeció—. Ver mi pene deslizarse dentro de tu maravilloso...

—Oh, Dios. ¿Podemos evitar hablar de esto, por favor?

—Ver mi esperma deslizarse por tu cuerpo fue...

—¡Ahora te voy a matar, en serio! —gruñí; sin embargo, Cy se acercaba


cada vez más, abrazándome más fuerte y gimiendo en mi cuello—. ¿Me has oído?

—Sí, amor —contestó completamente distraído mientras me miraba los


labios—. Te oí. Te oí implorarme y gemir y...

Lo besé para hacerlo callar y su boca me recibió abriéndose, con la lengua


súbitamente acariciando la mía. Se puso encima de mí y me inmovilizó en la
cama.

—Nunca has estado tan agresivo antes —le dije tan pronto como me dio
un instante para respirar.

Y probablemente habría comenzado a discutir, pero el modo en que me


estaba besando, el calor de su piel, el tacto de sus manos... todo lo que quería
hacer era rendirme a él.

Así que, por una vez, lo hice.

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CAPÍTULO 4

Cuando abrí los ojos a la mañana siguiente, me di cuenta de que me sentía


realmente bien, tan bien como no me sentía desde hacía mucho tiempo. Estaba
dolorido; tenía nuevos moretones y me dolían partes de mi cuerpo que, hasta
ese momento, nunca me habían dolido. Pero al mismo tiempo, yo estaba muy
bien, cómodo y feliz, y la idea me aterraba. Nada había cambiado. Todavía sentía
que tenía que irme de allí pues, como mi cerebro le dijo a mi corazón por
enésima vez, no tenía nada que hacer en San Francisco. Yo no podría vivir allí.

Me vestí y salí al exterior por la puerta principal para hacer mi carrera


matutina. Con sorpresa, fui interceptado de inmediato por Rachel.

—¿Puedo ir contigo?

—Por supuesto, Señora.

La mujer se aclaró la garganta.

—Aunque es muy atractiva la forma en que pronuncias “Señora”, de


verdad me gustaría que me llamaras Rachel, si no es inconveniente.

—Supongo que eso es posible —le respondí con una sonrisa.

—Mi cuñado está locamente enamorado de ti, eres el héroe de mis niñas y,
probablemente, mi marido no tenga el coraje de mirarte a la cara el día de hoy.

—¿Por qué?

Izó una de sus oscuras y perfectas cejas.

— Tú sabes muy bien el porqué.

Me encogí de hombros.

—Ha traído a un amigo hasta aquí con buenas intenciones.

—Diría que mi suegra no lo ve exactamente así.

—Oh, pobre —me reí entre dientes — ¿Le ha dicho algo al respecto?

Se echó a reír.

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—Oh, sí; exactamente. Incluso vino a nuestra habitación ayer por la noche
a gritarle cuatro verdades.

—Ahora me siento culpable.

—No tienes por qué. Conozco a Cy desde hace más de diez años y es una
persona más que sensata y razonable; a decir verdad, hasta un poco, demasiado,
fría.

—No entiendo que quieres decir.

—Ven, vamos. Conozco un buen recorrido.

La seguí en silencio hacia la parte trasera de la casa; pero en vez de girar a


la derecha, hacia los establos, giró hacia la izquierda por un camino empinado
que pronto se volvió fangoso. Llevaba a un gran espacio abierto, donde vi que
había más personas ejercitándose. Hacía frio y había niebla, pero el verde de los
árboles, el olor de tierra húmeda y de la hierba, y el gris del cielo, me relajaban.

—No comprendo —continué, mientras ascendíamos lentamente—. ¿Qué


quisiste decir antes?

—Cy es distinto. —Me sonrió—. Es otra persona cuando estás tú.

—¿En qué sentido?

—Al hombre de ayer: contento, sonriente, afectuoso; nunca lo había visto


con anterioridad.

—Sigo totalmente confundido —le dije.

Se detuvo, desviándose a un lado de la ruta; tenía intenciones de explicarse


mejor.

—Nunca sonríe. Siempre es reservado, y no estoy diciendo que no ame a


su familia. Todos sabemos que se preocupa por todos, pero su seriedad y su
sentido del deber lo convierten en una persona fría y rígida. A veces parece
completamente perdido en sus pensamientos. Te puedo decir que por lo general
no vemos la hora de que se retire para que podamos empezar a relajarnos y
divertirnos.

Todo aquello no tenía sentido.

90
—No me malinterpretes, si yo tuviera un tumor en el cerebro y necesitara
a alguien que se pusiera en mi lugar, Cy sería la primera persona a la que
llamaría. Pero la cara que puso ayer cuando te vio jugar con los perros, su
sonrisa, la forma en que no puede quitarte las manos de encima... yo nunca había
visto ese lado de él y, si debo serte sincera, yo no creía que existiera. Todos
estamos maravillados. Lyn me había dicho que estar en la casa con vosotros era
surrealista.

La miré atónito.

—No tienes la más mínima idea de lo que estoy diciendo, ¿no?

— No; sinceramente, no.

Ella asintió con la cabeza.

—Bueno, vamos a correr.

Me di por vencido. Corrimos en silencio y fue muy agradable, porque por


lo general corría solo. Me gustaba tener a alguien a mi lado. De hecho, podría
acostumbrarme a ello si no tenía cuidado.

Cuando regresamos, ya todos estaban levantados. Brett se me acercó


mientras estaba en la cocina bebiendo agua con Rachel, antes de desayunar.

—Gracias por haber ido a correr con ella. No me gusta que vaya sola, pero
me lastimé la rodilla y ya no puedo acompañarla.

Asentí con la cabeza.

—Ha sido un placer.

—A decir verdad, soy yo la que me sumé —dijo Rachel a su marido—. Él ya


estaba fuera cuando salí.

Brett se esforzó por sonreír y luego me pidió si podíamos intercambiar


algunas palabras. Caminé con él hasta el porche y me apoyé en la barandilla, así
no tenía que mirarme a mí, sino al jardín.

—Yo estaba tratando de animar a mi hermano, pero me comporté como un


idiota contigo y lo siento mucho.

Me eché a reír, entonces se volvió a mirarme.

—Está todo bien, no te preocupes.

91
Él respiró hondo y asintió.

—Vamos a comer. Supongo que estarás hambriento puesto que ya te has


ejercitado mucho esta mañana.

—Incluso durmiendo se queman calorías —dije, levantando una ceja.

Me hizo una mueca de desagrado y volvimos dentro. Cy ya estaba en la


cocina y me acerqué, dándole un beso en la mejilla.

—Buen día, vaquero —dijo sin tocarme, excepto con los labios.

—¿Qué pasa?

Hizo un gesto de repulsión.

—Estás todo sudado.

—Pero si te gusto cuando estoy todo sudado.

—Sí, pero solo si yo también estoy sudado. —Me hizo una cara como para
darme entender que daba asco y comenzó a alejarme—. Siéntate por allá, ¿de
acuerdo? Sin tocarme.

—Ven aquí.

—No. —Comenzó a reír—. ¡Es asqueroso!

Hice amago de agarrarlo y él dio un salto atrás.

—¡Weber!

—Vamos, nene.

—¡NO! —dijo él, riendo y dando vueltas alrededor de la mesa para evitar
ser capturado—. Desayuna y vete inmediatamente a tomar una ducha.

Moví las cejas hacia arriba y hacia abajo y me lancé sobre él. Los sonidos
que salían de su boca: risas, gritos, chillidos; era un placer escucharlos.

Escapó hacia la sala de estar, pero hizo un movimiento en falso y pude


atraparlo, arrastrándolo conmigo al sofá.

Me senté a horcajadas sobre él y le agarré las muñecas. Se estaba


descomponiendo de la risa.

—Beso —exigí.

92
Pero no podía dejar de reír y me di por vencido. Lo dejé ir y, en vez de
levantarse, se puso en posición fetal. Me levanté del sofá y me di cuenta, con
estupor, que toda la familia de Cy estaba en la puerta mirándome. Todos estaban
con los ojos fuera de sus cuencas y con la boca abierta.

—¿Qué pasa?

Angie fue la primera en recobrar la compostura, sus labios se cerraron y


sus ojos se volvieron brillantes.

—Nada —dijo Carolyn, sonriendo—. Vosotros dos, nada más.

No tenía idea de lo que quería decir, así que arrastré a Cy diciéndole que se
levantara del sofá y viniera a comer conmigo.

Él todavía estaba riendo cuando volvimos a la cocina. El resto del día lo


pasamos sin hacer nada. Todos los niños estaban en la casa porque estaba
lloviendo fuera y no podían salir, así que les sugerí jugar a las escondidas. Le
pregunté a Angie cuáles eran las habitaciones en las que no podíamos entrar y
ella se mostro agradecida por mi consideración.

Los niños más pequeños eran fáciles de encontrar, porque cuando yo


vociferaba, ellos chillaban. Encontrar a los otros era más difícil, sobre todo a
Tristán, que era sorprendentemente ágil y se escondía en los lugares más
extraños. También encontrar a Micah era bastante arduo. Nos lo pasamos muy
bien, y después del almuerzo me senté en el porche a contemplar la lluvia.

El señor Benning se me acercó casi inmediatamente y se sentó a mi lado.


Me trajo una cerveza, lo cual fue un muy buen gesto de su parte.

—Me has llamado “señor Benning” toda la mañana.

Me di la vuelta para mirarlo.

—Sí, Señor.

—No es necesario. Llámame Owen.

—Sí, Señor.

—Mira, yo espero verte en Navidad, Weber. No te vayas antes de eso, ¿de


acuerdo?

—Lo intentaré, Señor... Owen.

93
Él hizo un gesto de aprobación.

—Bueno. A todo el mundo le encantaría verte más a menudo.

¿Qué se suponía que respondiera?

Levantó una mano y la puso sobre mi hombro. Luego, lo sacudió


ligeramente. Yo sabía que estaba por añadir algo más.

Carraspeó ligeramente.

—Solo para que lo sepas, yo nunca, y me refiero a jamás, he visto a mi hijo


tan feliz. Siempre ha sido un muchacho serio y determinado, y yo no podría estar
más orgulloso de quién es y de sus logros. De los de todos, Brett, Cyrus y Carolyn.
Soy muy afortunado de tener hijos como ellos; pero Cyrus nunca se ha dejado
llevar, nunca tiene momentos de distracción, nunca hace nada sin un propósito.

Me limité a escuchar en silencio.

—Cuando me rebeló que era homosexual, me sentó y me explicó todo


como si yo fuera su hijo y él, el padre. Quiero decir, sus elecciones y su vida
nunca jamás me han preocupado porque yo, por ejemplo, en mis años he
combinado todos los colores, pero no él; nunca. Nunca hizo nada sin antes
asegurarse de que era lo correcto y siempre tomó en consideración todas las
consecuencias que sus actos podían acarrear. Siempre cauto, considerado y
prudente. Yo nunca le he visto hacer nada por impulso, es demasiado pragmático
y sensato. Sinceramente, no creí que pudiese reír como lo hizo hace un rato.
Incluso de niño, nunca se reía de esa manera, con tantas ganas. Ya era demasiado
serio desde entonces. Lo adoro, de verdad, pero cuando se trata de
comprenderlo, bueno, eso es harina de otro costal.

Comprendí lo que me decía, pero el hombre que yo conocía era


completamente diferente del que estaba describiendo su padre.

—Los hombres que ha conocido, los hombres que ha traído aquí y que nos
ha presentado a su madre y a mí, eran todas opciones lógicas. Eran más o menos
como Ross, el amigo de Brett que se ha ido esta mañana. Todos ellos tenían un
gran trabajo y una buena vida - según la opinión de Cy, no la mía - y cuando
venían aquí, sacaban fuera sus ordenadores portátiles casi de inmediato para
ponerse a trabajar. No tiene nada de malo ser así; tienen todo mi respeto por sus
esfuerzos y su forma de vivir y de tomar decisiones, pero ninguno de ellos nunca

94
hizo reír tanto a mi hijo como para que se le llenaran los ojos de lágrimas. No se
sentaba junto a ellos, ni los besaba delante de nosotros.

De pronto sentí que el corazón se me atoraba en la garganta.

—No sé mucho acerca de ti, Weber, pero te puedo decir una cosa: me
gustas. Y, ciertamente, no estoy deseoso de que el hijo demasiado serio y
disciplinado que tenía antes vuelva pronto. —Rió—. Me gusta el hombre que se
rió de mis bromas ayer por la noche y que se sentó a contarme algunos nuevos
proyectos que tiene para su sala de operaciones; el hombre que, la próxima vez
que venga a verme, me traerá la cerveza que le gusta para que yo la pruebe. Me
gusta el desconocido que ha traído consigo, que se pasea por mi casa, y a quién
yo podría, sin ninguna duda, aficionarme. Tal vez soy egoísta por pensar así, lo
sé, pero por favor, Weber, permanece con nosotros, ¿de acuerdo?

—Me quedaría, Señor, pero trabajo en ranchos, como ya le comenté — le


dije sonriendo—. No hay mucho trabajo para alguien como yo en San Francisco.

Suspiró profundamente.

—Dime, ¿tú te preocupas tanto por mi hijo como claramente él se


preocupa por ti?

Asentí con la cabeza.

—Ese nunca ha sido el problema.

—¡Papá!

Se volvió, viendo a Cy que se acercaba al porche.

—Tu amado Pack 1 está jugando. —Se rió entre dientes—. Ve adentro,
viejo.

—¿Ves, que te dije? —me dijo Owen en voz baja mientras se disponía a
ponerse de pie—. No tenía ni idea de que él supiera que sigo a los Green Bay.

Owen sonrió, pasó junto a su hijo y entró en la casa. Cy le dijo que entraría
pronto.

Esperé y mi espera fue recompensada con su mano en mi rodilla. Me miró


con ojos resplandecientes.

1
Se refiere a los Packers de Green Bay, equipo de fútbol americano.

95
—¿Qué pasa?

—Pareces estar muy a gusto en la casa de mis padres.

—Es como un refugio de caza. ¿Cómo podría no gustarme?

—¿Puedo tener ahora el beso que me ofreciste antes?

—¡Ni hablar! —le dije— Si no lo quisiste cuando te lo quise dar…

—¡Estabas asqueroso, antes! Ahora estás todo limpio, y perfumado, y


seco…

Hizo una mueca mientras se inclinaba sobre mí, pero yo levanté la cara
para encontrarme con su boca.

Fue un beso casto y dulce, hasta que empezó a mordisquear mis labios y a
presionar para entrar más profundamente. Su lengua tocó la mía, y yo hice un
sonido gutural mientras lo agarraba de la chaqueta. Lo atraje hacia mí hasta
hacer que se sentara en mi regazo. Me puso las manos sobre el pecho y se
balanceó hasta acomodarse sobre mis muslos.

—Deberías volver dentro —le dije rompiendo el beso antes de que


empezaran a saltar chispas.

—Prefiero muchísimo más quedarme aquí y besarte.

—¡Weber! —chilló Pip desde la puerta, antes de salir corriendo y saltar


sobre él.

El niño quería un poco de atención y aparentemente la mía era más que


suficiente. Dado que había cesado de llover, tomé a los tres perros y a los cinco
niños y los llevé a dar un paseo por los alrededores. Ya estaba atardeciendo
cuando regresamos y era la hora de irse, pues teníamos un largo viaje por
delante. Había que volver a la ciudad. Carolyn y Cy trabajaban al día siguiente.

No me sorprendió que Vanessa y Victoria me despidieran con gran afecto.


Me besaron y abrazaron, posando las cabecitas en mi hombro. Me conmovió ver
a niñas tan pequeñas con un corazón tan grande.

Sin embargo, las que me sorprendieron fueron Angie y Rachel, quienes me


abrazaron con el mismo cariño. Owen me dio un apretón de manos y palmeó la
otra sobre mi hombro, e incluso Brett hizo lo mismo.

—Déjate ver por aquí, no desaparezcas —me dijo este último.

96
—Mi familia te adora —dijo Cy mientras nos alejábamos en el coche,
lanzándome un rápido vistazo antes de descender por la colina empinada.

Gruñí.

—Solo son muy amables.

—¡No! —exclamó Carolyn sentada en el asiento trasero—. Nuestra familia


nunca ha sido especialmente amable, recuerda lo que Brett dijo acerca de ti a ese
tipo, Ross.

—Espera, ¿qué? —preguntó Cy con una voz súbitamente exaltada,


volviéndose para mirarme y enarcando las cejas—. Dime lo que dijo.

—No tiene ninguna importancia. —Intenté apaciguarlo poniendo una


mano sobre su muslo y apretando antes de acercarme y besarlo—. Llévanos a
casa.

Masculló. Incluso cuando se quejaba era adorable.

Cy condujo bajo la lluvia y, una vez allí, Carolyn y los niños se quedaron a
cenar con nosotros. Cocinamos espaguetis, pan de ajo y ensalada; y bebimos
vino. Le dejé probar un sorbo de mi vaso a Tristán porque dijo que él había
estudiado en la escuela que en Italia, los niños empezaban a beber vino desde
pequeños. Yo no tenía la menor idea, pero Cy estuvo de acuerdo. Así que lo dejé
probar un poco de mi Chianti1.

Finalmente, decidió seguir bebiendo leche.

Los niños no querían irse, pero Carolyn insistió, los convenció con la
promesa de que un día durante la semana posterior, les permitiría pasar la
noche en la casa de su tío. Los saludé, recordándoles que nos veríamos a la
mañana siguiente. Pip se aferró a mi pierna y no quería saber nada de soltar la
presa. Tuve que arrastrarlo hasta la camioneta de su madre. El cielo se había
despejado, haciendo que la noche fuera fría pero serena.

Una vez que se fueron, empecé a lavar los platos mientras Cy me abrazaba
fuerte desde atrás.

—Dime lo que dijo el idiota de mi hermano y su amigo.

1
Famoso vino tinto italiano.

97
—Nada que valga la pena repetir —le aseguré, volviéndome para darle un
beso en ambas mejillas—. Ayúdame a secarlos.

—Por lo general, no me gusta la barba —dijo con voz baja y sensual—,


pero en ti, no sé... te hace absolutamente irresistible.

—Porque te gusta la sensación cuando raspa sobre tu culo —le dije.

—Dios —gimió—. Puedes hacer que me corra solo con tu voz.

Cerré el grifo, me sequé las manos en los pantalones y lo agarré.

En el momento exacto en que lo levanté, me puso las piernas alrededor de


la cintura y sus brazos se estrecharon alrededor de mi cuello.

—¿Qué te parece como trabajo de tiempo completo el de follarme?

Me reí entre dientes y lo arrastré hasta el dormitorio.

—Y ser un “mantenido”, ¿no?

Abrió la boca para decir algo, pero le di una palmadita en el trasero en ese
mismo momento y dejó escapar un gemido, inclinando la cabeza hacia atrás,
conteniendo la respiración y aferrándose a mí aún más.

—¿Cy? —bromeé, dejándolo caer sobre la cama.

Estaba tendido y tenía el aspecto de un libertino, tirado en el colchón con


los ojos fijos en mí.

—Me gustaría señalarte entre la multitud y poder decir “es mío”. Quiero
tenerte aquí, ponerte un anillo en el dedo y volver a casa cada noche para ver tu
cara, aunque pienses que soy un idiota.

—Nunca pensaría...

—Sí, lo haces. Cuando hago algo particularmente estúpido me miras como


si lo fuera...

—Bueno, entonces sí —le respondí con una sonrisa—. No tienes ningún


sen…

—Te estás concentrado en una sola cosa de todo lo que he dicho para
evadir el resto. Y lo entiendo, de verdad. Pero la última vez que te fuiste, te juro
Web, mi corazón casi no sobrevive.

98
Suspiré y me senté a un lado de la cama.

—Bueno, entonces, por el amor de Dios, ¿por qué no me dijiste que


siguiera mi camino en vez de venir a buscarme cuando te llamé?

—Porque —respondió inclinando la cabeza para mirarme— uno de estos


días me permitirás amarte y te quedarás aquí.

Estaba a punto de responder, pero levantó la mano para detenerme.

—O tal vez sea hora de que me busque un trabajo en Texas.

Me tomó un tiempo, pero al final, el peso de esas palabras se hizo sentir.

—¡Yo no lo creo! —rugí levantándome y mirándolo fijo desde lo alto —.


Los lugares donde hay trabajo para mí ni siquiera tienen hospitales...

—De acuerdo; una clínica, entonces. Puedo abrir una propia.

Levanté las manos en el aire.

—Tu vida está aquí. Tu familia está aquí. ¡El hospital en el que trabajas, la
gente que conoces está aquí! Tú no puedes simplemente...

—Tú podrías encontrar trabajo; yo podría encontrar trabajo.

—Oh, Cristo Sant...

—¡NO! —exclamó saltando de la cama, quitándose uno de sus hermosos


zapatos (porque el hombre llevaba zapatos elegantes hasta en sus días libres) y
tirándomelo encima.

Esquivé su trayectoria a tiempo; entonces Cy le dio la vuelta a la cama,


donde yo estaba.

—Tú eres la única cosa que no tengo, Weber Yates. Eres lo único que echo
de menos. Eres la parte de mí que solo puedo tener cuando sé que al
despertarme en la mañana, podré verte a mi lado —concluyó, estirando sus
brazos hacia mí.

—No voy a dejar que llegues a odiarme porque no puedes ejercer más de
cirujano —le respondí con ira, levantando la cabeza para esquivar sus manos—.
Jugar al doctor en una clínica de un pueblito miserable no te hará feliz.

99
—¡TÚ ME HACES FELIZ! —gritó empujándome con fuerza. Yo estaba de
pie junto a la cama y perdí el equilibrio cayendo sobre el colchón.

Me saltó encima en un abrir y cerrar de ojos, se sentó a horcajadas sobre


mi pecho, con las rodillas apresando mis brazos, sosteniéndome clavado a la
cama. Aún en medio de una discusión, el primer pensamiento que me vino a la
mente fue el sexo. Su pene estaba justo allí mismo, delante de mi boca, debajo de
una fina capa de jean y algodón.

—¡No!

—No, ¿qué? —le pregunté al ver que de repente había comenzado a


sonreír y su voz había perdido ese tono áspero y estridente; ahora, era calmada
y aterciopelada. Sí, me recordaba justamente la suavidad del terciopelo.

—¡Lo digo en serio! ¡No me mires como si quisieras follarme porque no va


a funcionar!

Le sonreí y lo sentí temblar. Nunca he sido del tipo sensual o irresistible,


pero por alguna extraordinaria razón, el efecto que tenía sobre Cyrus Benning
era como el de una droga. Se derretía por mí, y yo por él.

—Podrías desabrochar tu cinturón, separar la bragueta del pantalón, bajar


tu ropa interior y meter tu polla en mi boca. ¿Qué dices?

—Yo... Tú... me voy contigo cuando te vayas, Web. Resígnate. No quiero


vivir con este pesar. Estoy mal sin ti y no quiero volver a estar así, no lo haré.

¿Quién era yo para rebatirle...? ¿Quién? Bueno, lo haría, pero después...


mucho después. No ahora; no ahora que él había levantado sus rodillas
liberando mis brazos, se había desabrochado el cinturón y separado la bragueta
de los pantalones como si fuera la cosa más importante en la vida.

Lo empujé de encima de mí y me coloqué sobre él, sintiendo su erección


entre nosotros y los gemidos roncos e intensos que pronunció. Amaba la
sensación de sus manos tocándome por todas partes. Era como si estuviese
desesperado y me quisiera a toda costa.

—Ahora es mi turno de llenarte, doctor Benning —le dije, quitándole el


zapato restante y bajándole los pantalones vaqueros sobre sus muslos firmes y
esculpidos—. Y no me pondré ningún condón.

100
Él se estremeció y me ordenó darme prisa en un tono que nunca había
oído antes.

—¿Cy? —Sonreí.

—Oh, Dios mío, Weber, ¡muévete! ¡Toma el maldito lubricante de una vez!

Nadie me había deseado de ese modo y, por un segundo, antes de que


gritase mi nombre, me pregunté si no estaba completamente loco al seguir
pensando en dejarlo. Cuando me acerqué nuevamente a él con la botella en la
mano, puso sus pies encima mío, aún con los calcetines, y caminó sobre mi pecho
hasta levantar las piernas en el aire (parecía un deportista haciendo una
acrobacia), luego se mantuvo firme en esa posición. La única parte de él que
todavía tocaba el colchón eran los hombros. Yo tenía su abertura rosada justo
allí delante, toda para mí. No tenía que hacer más que inclinarme para probarlo.
Puse una mano en su muslo para ayudarlo a mantenerse en equilibrio, y luego,
pasé mi lengua por su abertura.

—¡Weber!

—Me encanta cuando gritas mi nombre, Cy; mierda, como me gusta.

—Por favor, Web —continuó diciendo con voz baja y ronca.

Era habitual que lo preparara lentamente con los dedos y la lengua,


extendiéndolo bien para mi pene.

—¡Fóllame ahora!

No era lentitud lo que quería esta vez. A veces le gustaba un poco de


violencia. Quería que lo usara y lo llenara con fuerza hasta hacerlo gritar.

Eso era justamente lo que necesitaba ahora.

Me bajé los pantalones y los calzoncillos al mismo tiempo, lubriqué mi


polla dura y húmeda y la froté entre sus nalgas, separándolas bien antes de
centrarla sobre su temblorosa entrada y deslizarla completamente en su
interior. Su cuerpo se arqueó contra el mío mientras me hundía hasta el fondo.

—¡Mierda!

Le temblaban los muslos así que me incliné sobre él, haciendo que se
doblara por la mitad: sus piernas terminaron encima de mis hombros y comencé
a penetrarlo aún más fuerte y más profundo.

101
—Dios, Cy, tan estrecho… mierda.

—Web... Weber —gimió él, con los ojos fijos en los míos.

Yo nunca había estado dentro suyo sin usar condón.

—Eres maravilloso... Dios, maravilloso.

Sus gemidos me enloquecían; constantemente me rogaba que lo llenara,


como una letanía interminable. Sus brazos se extendieron a los lados de la cama,
buscando desesperadamente un punto de apoyo.

—Tócate —le dije.

—No lo necesito… Me voy a venir así, contigo dentro... es suficiente.

De hecho, mientras lo penetraba, prácticamente martillando dentro de él


contra su próstata, gritando con cada embestida, se vino sobre mi estómago.

Sus músculos se tensaron alrededor de mi eje como una prensa, tanto que
grité su nombre. Los dos estábamos haciendo mucho alboroto por lo que era
más que una bendición estar a salvo en su casa, donde podíamos hacer lo que
quisiéramos, podíamos ser nosotros mismos.

Me vacié en su interior, llenándolo, sintiendo que mi semen se esparcía


por todas partes.

—Solo tú, Web —me susurró—. Tú eres el único que puede hacerlo. Nadie
más. Nunca.

Nunca.

Este hombre era mío.

Cuerpo, corazón, alma. Todo mío.

Yo era un completo idiota.

—¡Deja de pensar! —exclamó, levantando los brazos—. Dame un beso.


Quiero sentir cómo late tu corazón.

Le liberé las piernas y empecé retirarme de él con suavidad.

—No. Necesito... acércate.

102
Y yo sabía exactamente lo que pretendía. Quería sentir mi piel, quería
sentirme dentro; me incliné y lo abracé sin decir nada, solo arrimándome a él;
piel contra piel y labios contra labios, mientras lo besaba robándole su aliento,
sus gemidos, todo.

Nadie nunca me había estrechado tan fuerte como él antes. Nunca.

103
CAPÍTULO 5

En realidad era muy simple: si me hubiera quedado y hubiese encontrado


trabajo como empleado de limpieza o como cajero en algún Home Depot 1, o aún
intentado algo nuevo como camarero, ya no sería el hombre que el doctor Cyrus
Benning encontraba tan atractivo. Montaba toros y aparte de eso, era un
vaquero. No era una vida romántica, pero algunos creían que sí. Cy era uno de
esos. Si me hubiera quedado, habría perdido mi encanto y se habría cansado de
mí.

Si fuera él quien dejara todo por mí, pronto comenzaría a odiarme por la
decisión que había tomado. Su reputación, la red de conocidos, colegas y amigos
que tenía, las comodidades de la vida que llevaba y, lo más importante, su
familia. Esa no era una opción.

El lunes siguiente, mientras conducía directamente al hospital, por


enésima vez me repetí a mí mismo que no me quedaría. Más adelante, si todo iba
según mis planes, una vez instalado, Cyrus Benning podría venir a visitarme, si
para ese entonces aún no me hubiese reemplazado. El punto seguía siendo que,
para un hombre como yo –la última manzana de la canasta- era absurdo
pretender que él me esperara por mucho tiempo.

Aparcamos en el estacionamiento, y me dirigí con los tres niños a la


recepción, donde pregunté por el departamento de neurocirugía. Tomamos el
ascensor, subimos al quinto piso y buscamos el área de las enfermeras para
preguntarles por el doctor Benning.

—¿Es familiar de un paciente de aquí?

—No, Señora

—¿Usted es el paciente, entonces?

—Oh, no. —Sonreí—. El doctor Benning dejó el portátil en casa y me pidió


que se lo trajera aquí tan pronto como fuera posible.

Era una mujer muy hermosa y la sonrisa que me brindó reveló, de repente,
hoyuelos y dientes blancos.

1
Cadena de tiendas que venden materiales para la construcción, herramientas, bricolaje, etc.

104
—Entiendo.

Esperé en silencio.

Me observó atentamente.

—¿Señora?

—¿Y los niños son...?

—De su hermana.

—¿Tiene una hermana?

—Sí, Señora.

Asintió.

—Puede sentarse allí, en aquellas sillas. Ya lo llamo de inmediato.

—Gracias. —Le sonreí, luego me giré para ir a sentarme con los niños.

Micah y Tristan tenían ambos sus Nintendo; Pip tenía algo muy similar,
pero más grande y con una cámara de fotos incorporada.

Él ya tenía un montón de fotos allí: rocas, nubes, neumáticos y una


desenfocada de mi culo.

Nos sentamos y no pude dejar de notar que junto a la recepción de las


enfermeras se estaba congregando una pequeña multitud. Se habían acercado
médicos, enfermeros e incluso un joven con traje y corbata.

—¡TÍO CY! —exclamó Pip, saltando de la silla junto a la mía para


zigzaguear a la carrera entre los demás hasta llegar a su tío con los brazos
abiertos.

Cy se agachó y lo levantó con facilidad, besándolo y dándole palmadas en


la espalda, mientras los brazos regordetes de Pip se aferraban a su cuello.

Me levanté, seguido por Tristán y Micah, y fuimos a su encuentro.

—Perdón por haber tardado en venir —dijo sonriendo. Sus ojos eran
dulces y cariñosos.

—No te preocupes, sabemos que estás ocupado —repliqué yo


entregándole el bolso de cuero desgastado—. Me gusta este.

105
—¿Qué cosa? —preguntó con una sonrisa, llevando sus manos al cuello de
mi camisa bajo el suéter que llevaba puesto, para arreglarlo.

—Este bolso; es hermoso. Me recuerda a la maleta que mi abuelo tenía


cuando era pequeño.

—Bueno, de hecho me dijeron que era un clásico cuando lo compré.

Le sonreí.

Él respiró hondo y se acercó más, mientras su mano se deslizaba por la


parte posterior de mi cuello.

—Escucha, tengo que asistir a una cena de recaudación de fondos esta


noche, me había olvidado por completo. ¿Nos reunimos aquí así vienes conmigo?

—No te habías olvidado. Me dijiste que tenías un evento al que asistir


mientras yo estuviera aquí.

—No, en esa ocasión me refería a la fiesta de navidad. Este otro ni siquiera


lo había marcado en el calendario.

—Entiendo.

—¿Entonces?

Lo miré un poco de lado.

—Quiero que vengas conmigo.

—No. Olvídalo, doctor. Ve tú de todos modos; yo te esperaré despierto.

—Preferiría que vinieses conmigo.

Le di una sonrisa irónica.

—Ni aunque me pagaras.

—Por favor, Web.

Le ofrecí mi habitual movimiento de cejas y lo oí maldecir en voz baja.

Él entrecerró los ojos y yo me eché a reír.

—Eres un...

106
—Vuelve a casa cuando puedas. Los niños y yo vamos cocinar para su
mamá esta noche y pensábamos hacerlo también para ti.

—Oh, qué bueno. Guárdame algo, ¿de acuerdo?

—Lo intentaremos. —Sonreí—. Ahora pon en el suelo a este muchachito.


Nos tenemos que ir.

—No, quédate y almorzamos juntos.

Me eché a reír.

—¡No queremos comida de hospital! Queremos ir al puerto y comer sopa


de almejas y pan fresco antes de llevar a Micah a la “exprime-cerebros”.

Él hizo una mueca.

—Los niños no comen sopa de almejas.

—¿Lo apuestas?

—Sí, lo apuesto.

—¿Qué quieres apostar?

Sonrió, sacudiendo la cabeza ligeramente.

—No quiero apostar... digo que no la comen y listo.

Alcé los hombros.

—Eso no tiene sentido, tienes que apostar algo.

—Está bien. —Se rió mientras bajaba a Pip y se acercó a mi rostro


apoyando una mano sobre mi pecho—. Tengo que ir a esta cena, pero volveré
temprano. Si se la comen, mi culo es todo tuyo. Si no se la comen, me quedo con
el tuyo.

Solté un bufido.

—Oh, tendrás que ponerte en cuatro apenas pases por la puerta sin
siquiera preguntar.

Contuvo el aliento. Nos miramos a los ojos, como hacíamos a veces. Me


podría haber quedado allí, observándolo por el resto de mi vida y él parecía ser
de la misma opinión.

107
—¿Doctor Benning?

Requirió algunos segundos, pero al final se volvió hacia el hombre que


vestía la misma bata blanca que llevaba Cy, con la diferencia de que mi Doc
llevaba un conjunto verde debajo, mientras que el otro vestía camisa y
pantalones elegantes.

—¿Puedo conocerlo?

Cy pareció un poco confuso y, cuando también otros dos hombres y cuatro


mujeres estuvieron de repente junto a nosotros, todos con batas blancas,
acercándose, comenzó a fruncir el ceño.

Me sentí culpable ya que no quería avergonzarlo. No era mi intención, de


verdad.

—Es hora de que nos vayamos —le dije rápidamente, girándome hacia los
niños.

—No —respondió de inmediato poniéndome un brazo alrededor de la


cintura y abrazándome fuerte—. Weber, este es el cirujano jefe, el doctor Harold
Swan. Jefe, este es mi novio, Weber Yates.

No llegué a tragarme la lengua, lo cual me sorprendió mucho. Cuando miré


a Cy, vi una expresión determinada en su rostro y una gran seguridad en sus
ojos. Todo en él me desafiaba a que lo contradijera, lo corrigiera, que hiciera
algo... pero no había manera. A estas alturas, ya lo había dicho. Así que hice como
si fuera cierto.

—Weber. —El otro doctor sonrió, pero no era una sonrisa pequeña; era
enorme. Estaba más que feliz de conocerme. Estaba sumamente contento, como
si fuese estúpido—. Es un honor conocerte. Es un gran placer.

Le estreché la mano y sentí la de Cy en mi espalda, que me abrazaba más


fuerte. Luego, toda la multitud restante se quiso presentar ante mí y los niños.
Me hicieron preguntas, me miraron como si yo fuera un animal en el zoológico.
Cuando llegó el momento de irse, el cirujano jefe tuvo que ordenarles a todos
que volvieran a trabajar, repitieron una vez lo contentos que estaban de
haberme conocido. Solo entonces, el hombre de traje y corbata se me acercó.

Era Donovan Allen, uno de los directivos del hospital. Era uno de los
hombres más importantes de allí y, sorprendentemente, incluso él pareció
emocionado de conocerme.

108
—¿Qué demonios dijiste? —le pregunté a Cy mientras tomaba mi mano
con la derecha y con la izquierda agarraba la de Pip, acompañándonos a todos
nosotros hacia el ascensor.

Rió con gusto.

—¿Tu “novio”?

—Es lo que eres —respondió con seguridad—. Somos más que amigos,
pero no vivimos juntos, por lo que no eres mi pareja. Pero espero una pequeña
señal, aunque sea una pequeña pizca de esperanza, para conservarte a mi lado
para siempre. Por lo tanto, para mí tú eres mi novio.

Lo miré de reojo.

—¿Preferirías que te presentara como mi amante? —me preguntó.

—Por supuesto que no.

—¿Ves?

—Eran como buitres.

Él se rió entre dientes.

—Es que soy un hombre muy reservado, Web. Quiero decir, todo el mundo
sabe que soy gay, pero no saldría jamás con alguien del hospital, ni siquiera con
alguien lejanamente relacionado con este lugar. Ellos, que tienen una red de
relaciones casi incestuosas aquí, obviamente no lo comprenden.

Asentí con la cabeza.

—Lo entiendo, no se escupe en el plato donde se come.

Él soltó un bufido.

—Ellos no se convencen de eso, pero es que tampoco traigo a nadie aquí.


Nadie viene a recogerme o cosas por el estilo. Ven mi foto en el periódico en la
sección de “sociales” o “chismes”, o me ven en las cenas como a la que iré hoy,
pero nunca ven a nadie de mi familia, y mucho menos al hombre con el que me
voy a la cama. Nunca. Mi vida privada no es asunto de nadie. Nunca lo fue.

—¿No tienes amigos aquí?

109
—Tengo colegas. Muchos de mis amigos, que son médicos, tienen clínicas
privadas.

Asentí con la cabeza.

—Pero mis mejores amigos no son médicos.

—Son los tipos que te acompañaron durante las vacaciones en Texas,


¿verdad?

—Sí.

Traté de recordarlos.

—Había un dentista, un abogado y un agente de bienes raíces.

—Él es un hombre de negocios. Así es.

—¿Los frecuentas aún?

—Reservamos un viaje a Cancún para febrero.

Le sonreí.

—Estoy seguro de os divertiréis un montón.

—Preferiría quedarme en casa —dijo al mismo tiempo que su mirada se


suavizaba al mirarme.

—Ya no estaré aquí en febrero.

—Nunca se sabe.

Pero yo lo sabía.

Después de hartarnos de pan y sopa, la mía picante y la de los niños,


normal, nos dirigimos hacia el puente que conducía a Sausalito. Tristán tenía
móvil (increíble, pero cierto) y lo utilizó para hacer una llamada importante.

—Estaba buenísima —le estaba contando a su tío—. Nos la comimos toda.

—Excelente —dijo Cy—. Me encanta cuando coméis bien.

Me aclaré la garganta.

—Ya te he oído —añadió riendo—. Idiota.

110
—Has sido derrotado —le aclaré entre risas.

Gruñó un poco y colgó. Yo no podía dejar de sonreír.

Me gustaba mucho pasar el tiempo con los niños de Carolyn. Los


acompañé a la psicóloga, quien resultó ser una verdadera sorpresa.

Yo esperaba una oficina, un diván para tumbarse y todo eso que había
visto en las películas. En cambio, me encontré frente a una mujer de cierta edad,
la doctora Erin Watase, en una pequeña finca de campo, al pie de una colina.

Tenía gallinas, caballos, un burro, una vaca y cuatro patos. Allí me sentí
mucho más a gusto de lo que me había sentido en los últimos días.

—Usted es un vaquero, ¿verdad? —me preguntó al final de la sesión. Ella y


Micah habían vuelto al porche de madera donde yo permanecía relajándome en
una mecedora. Los otros dos niños se empujaban por turnos en un columpio
hecho con un neumático colgando de cuerdas.

—Ya no. —Sonreí, levantándome y quitándome el sombrero. Con los


pantalones que vestía, la chaqueta, la bufanda, el suéter, la camisa y los zapatos,
ya no me parecía a un vaquero, de todos modos.

—Micah dice que lo es.

Me sorprendió.

—¿Micah dice?

—De acuerdo —admitió sonriendo— .Tiene razón. Lo dibujó.

Asentí.

—Ve a divertirte —le dijo al pequeño. Y Micah saltó del porche, corriendo
hasta donde estaban sus hermanos en el columpio—. Estoy feliz de ver que esa
niñera inútil se ha ido y que usted haya ocupado su puesto.

La miré.

—Solo por un par de semanas.

Hizo un gesto.

—¿Está seguro?

—¿Por qué lo pregunta?

111
—Bueno, porque Micah lo adora —dijo—. Se siente seguro con usted,
como si nunca fuera a dañarlo… o abandonarlo.

—¿Cómo lo sabe?

—Bueno —comenzó, sonriendo y sentándose en la barandilla—. Cuando


le pedí que me dibujara algo que lo representara, hizo una montaña.

—Porque soy más grande que él. —Sonreí.

—No lo creo.

—Una montaña, ¿eh? Está bien.

—No parece feliz.

Me encogí de hombros.

—Sí, lo estoy, pero no me parece nada especial.

—¿No le gusta ser una montaña?

—No es nada extraordinario. —Me reí—. ¿No podría haber dibujado un


caballo o un guepardo?

Rió manteniendo la compostura.

—Una montaña es una cosa muy buena, señor Yates. Es...

—Weber.

Me miró por un momento, como si estuviera tratando de entender.

—Mis disculpas, Señora, pero si fuera tan amable, llámeme Weber. Me


honraría que lo hiciera.

Ella asintió con la cabeza.

—“Honrar”. No he oído esa palabra desde hace años.

—Supongo. —Suspiré.

—Bueno —dijo la dama tomando un respiro—. Weber, tengo que confesar


que una montaña es exactamente lo que Micah necesita en este momento. Su
abuela murió delante de sus ojos; la niñera se fue de casa y, para él, en su cabeza,
se llevó consigo a su padre. Se siente abandonado por todos. Él necesita un pilar.

112
—Tiene a su madre.

—Quien está ocupada tratando de reconstruir una vida para ella y para sus
niños y no tiene tiempo para sentarse y abrazarlo... no tiene tiempo, eso es todo,

—Pero es un muchachito ahora, ya no es un bebé.

—Tiene seis años. —La dama estuvo de acuerdo—. A los seis años no se es
grande. A los seis años se necesita muchísimo afecto.

—¿De verdad?

—Sí, por supuesto.

—Bueno, él tiene realmente una gran mamá.

—Estoy de acuerdo, pero como le he dicho, está haciendo todo lo posible


para recuperarse en primer lugar, de su pérdida, y luego, de la de los niños. Es
una madre soltera con tres hijos, cada uno de los cuales necesita su atención. Es
una tarea muy difícil a la que debe enfrentarse todos los días.

Hice un gesto de asentimiento.

—La valoro por eso, pero necesita una mano. Los niños que no encuentran
lo que necesitan en el hogar –amor, reglas, disciplina– van a buscarlo a otro sitio.
Los niños están en crisis en este momento, Weber. Todos los niños, no solo estos.
Son miles los que no tienen el sostén emocional suficiente. Dos padres son
fundamentales, son la base de todo.

—¿Un hombre y una mujer? —le pregunté para saber cómo pensaba.

—Esa es solo una de las muchas y buenas combinaciones —respondió —.


Pero me gusta la idea de dos hombres, dos mujeres, dos hombres y una abuela,
dos mujeres y un tío excéntrico, o una madre, un padre, e incluso los abuelos.
Eso no es lo importante. Y no estoy diciendo que un solo padre no sea suficiente
–yo sé de eso, por Dios– pero tener un poco de ayuda, un apoyo de algún tipo,
siempre es mejor.

—Por supuesto. Por eso encontrará una niñera a tiempo completo cuando
me haya ido.

—Weber, lo que necesitan los niños, en general, es una persona que los
quiera incondicionalmente y desee lo mejor para ellos. Los niños necesitan un
ejemplo, no héroes y milagros, sino simplemente alguien que se dé tiempo para

113
detenerse y preguntarles cómo les ha ido en el día, y prepararles la merienda,
incluso, cantar con ellos en el auto.

—Sí, Señora.

—Tiene que entender una cosa que tal vez se le haya escapado.

Esperé y noté nuevamente cuan dulce y hermosa era. Tenía la cara en


forma de corazón, los ojos negros, almendrados, pómulos altos y una piel suave
como la porcelana.

—El mismo día en que la niñera y su padre se fueron, llegó usted.

No pude seguirla...

—Por cada puerta que se cierra, hay un portón que se abre. ¿Lo
comprende?

—En realidad, no.

Ella sacudió la cabeza y me sonrió.

—Incluso si el padre volviera, aunque teniendo en cuenta cómo el


matrimonio se hizo pedazos, lo dudo, los niños continuaran traumatizados por
su abandono. Si él regresase, con el tiempo, poco a poco podrían llegar a confiar
en él de nuevo. Pero por el momento, con su ausencia, el espacio entre ellos es
cada vez más grande. De alguna manera, les enseñamos a los niños a temer al
abandono; es así como, al crecer, pueden convertirse en dos tipos de personas:
los que se alejan de los otros por miedo a sufrir, o los que son demasiado
posesivos, que sostienen a los demás con un lazo muy corto, asfixiándolos.

—Bueno, a mí me parece demasiado simplista.

—Y tal vez lo es. Quizá esto no les afecte en absoluto. ¿Qué cree usted?

—No tengo ni idea.

Asintió brevemente.

—Yo creo que cuando alguien se va, se queda dentro de nosotros. Todos
cargamos sobre nuestras espaldas las lecciones que hemos aprendido, las
experiencias que vivimos. Y con respecto a Tristán y Micah, sus corazones no
serán más livianos después de esto.

114
Me volví hacia ellos: tres pequeños gritando con alegría mientras jugaban
con el columpio. Sus rostros estaban sonrojados por la fatiga y el aire frío de
diciembre. La noción de lo que había hecho su padre, y el comprender que
siempre estaría en su corazón, me entristeció mucho.

—Philip es pequeño; quizás no cargue con esto, pero los otros dos son lo
suficientemente grandes como para preguntarse quién será el siguiente en irse.

Me aclaré la garganta.

—Seré yo. He decidido partir en dos semanas, justo después de Año


Nuevo.

—Esa no es la forma en que se debe ir.

—¿Perdón?

—Micah está ligado a usted, Weber Yates. Creo que hablará muy pronto,
con usted o de usted. Puedo verlo en sus ojos, la alegría, la expectativa. Moría de
ganas de contarme sobre usted hoy. No podía dibujar lo suficientemente rápido.
Quería expresar un montón de cosas y cuando yo fingía no entender, se irritaba
mucho conmigo. Creo que él pensó que era más inteligente que yo.

Su sonrisa fue maléfica.

—Lo engañó.

Ella se encogió de hombros.

—Tengo un pequeño margen para recuperarlo antes de que se cierre por


completo. Creer que se recuperará con una conmoción o una situación extrema,
donde si no habla, alguien puede salir herido, es una gilipollez, ¿sabe?

Me eché a reír.

—No puedo creer que haya dicho “gilipollez”.

—Bueno, esto no es una película melodramática; aquí realmente


necesitamos hacer frente a este problema y hacerlo con los métodos adecuados
de terapia. De otro modo, no funcionará. El pequeño hablará cuando esté listo,
pero si ve que puede enfrentarse al mundo sin hacerlo, ¿para qué querría volver
a hablar?

—Sí, comprendo.

115
—Pero usted, mi querido muchacho, es la persona con quien y de quien
quiere hablar. Es el recién llegado, la novedad; fue abandonado y usted llegó.
Tristán lo mira con los ojos llenos de esperanza. Haga lo que haga, no mate esa
esperanza; de lo contrario, seré yo quien lo mate a usted.

Era pequeña, pero lograba infundir terror al mismo tiempo.

—Son gilipolleces —repliqué yo—. No puede tirar encima de mí toda esa


mierda. No soy responsable de la psiqué –pensaba que no conocía esa palabra,
¿eh?– de estos tres niños.

Comenzó a reírse con ganas.

—¿Por qué se está riendo?

—Oh, mi Dios. —Se carcajeaba con ganas, en voz alta y sin ninguna
elegancia, como, por el contrario, uno podría imaginarse que lo hubiera hecho—.
¿Pero quién es usted? ¿De dónde vino?

—¿Antes de aquí?

Y este fue el acabose para ella. Se estaba descomponiendo de risa y pronto


se convirtió en un saco de lágrimas y mocos. Sus carcajadas eran una especie de
aullido ronco.

—Señora, ¿perdió la cabeza por completo?

Fue como echar gasolina al fuego.

No tenía idea de lo que la había golpeado así, pero llegado a cierto punto,
viendo que no parecía dar señal de querer volver a la normalidad, llamé a los
niños para irnos. La dama, la doctora, la “estruja-cerebros” o lo que fuera... estaba
loca. El porqué me rodeó con sus brazos para saludarme, o el porqué se lo
permití, será siempre un misterio para mí.

Tenían un montón de actividades: Tristán y Micah, judo; Pip, música; a


casa para la merienda; luego, los tres a gimnasia; más tarde, Tristán a fútbol y
Micah a béisbol. Yo estaba muerto de cansancio solamente por haber conducido
a todos esos sitios; pero, afortunadamente, Carolyn había dejado todo
programado en el sistema de localización satelital de la camioneta que me había
confiado. Ella tomó el segundo coche de Cy, el normal, el de todos los días, su
Lexus. Él estaba usando el BMW.

116
—¿Tienes licencia de conducir, Weber? —me había preguntado vacilante.

Se la mostré, tras buscarla en mi bolsillo.

—¿Arizona? —Sonrió.

Asentí con la cabeza.

—Espera, ¿es una broma? —dijo señalando la fecha de caducidad.

—No, no; expira en el 2031. —Levanté las cejas—. Y la dirección es de un


amigo mío, así que estoy en regla.

—¿Esto es válido hasta el 2031? —No podía creerlo.

—Sí, Señora. —Me reí—. Hecha en el 2003, ¿ves?

—Oh, Dios mío. —Estaba indignada—. ¡Ni siquiera te verás como ahora en
veintiocho años! ¡¿En qué diablos están pensando esos?!

—Son un Estado en crecimiento acelerado, no quieren a cincuenta


millones de personas en fila para sacar la condenada licencia.

Su rostro se adornó con una enorme sonrisa, y luego me entregó las llaves.

—Aquí tienes, vaquero. Presta atención y cuida de mis hijos y del


Enterprise 1, ¿de acuerdo?

No entendí por qué llamó a su camioneta como la nave del capitán Kirk 2,
hasta que llegó la hora de aparcarla.

—Mamá dice que no la estaciona: la atraca —me informó Tristán.

Parecía un idiota mientras trataba de salir del lugar de estacionamiento


sin tocar el Honda Civic que tenía al lado. Los chicos me aclamaban divertidos
por lo que, al lograrlo, les hice una reverencia de agradecimiento. Luego le dije a
los tres que cerraran el pico, y ellos se echaron a reír de buena gana, con esa risa
que solo los niños tienen, tan contagiosa que ni siquiera un adulto se puede
resistir. Tenía que tener cuidado: faltaba poco para que me enamorase de ellos
tanto como lo estaba de su tío.

1
Nave insignia de la serie “Viaje a las estrellas”.
2
Protagonista de la serie “Viaje a las estrellas”.

117
Nos llamó Carolyn y nos pidió disculpas de antemano por el retraso de su
vuelta a casa. Por el tono de su voz, me di cuenta de que estaba preocupada de
que pudiera enojarme. Pero yo no tenía ninguna intención de hacerlo, por mí no
había problema. Cuando llegó a las siete y media, los niños ya habían cenado,
tomado un baño y ya estaban en pijama, listos para ir a casa.

Los observó, todos ocupados en sus cosas; todos buenos chicos. Pip
miraba las caricaturas, Micah dibujaba y Tristán jugaba con su Nintendo. Rompió
en llanto.

La abracé fuerte, sosteniéndola hasta que se calmó, su cabeza en mi pecho


y sus brazos alrededor de mi espalda, inclinando su peso sobre mí.

Los niños nos miraban, curiosos por saber que estaba sucediendo.

—Mamá solo está cansada —les dije.

Bajaron del sofá, uno por uno; primero Pip, luego Tristán y, finalmente,
Micah. La dama se arrodilló para recibir besos y abrazos de todo el mundo y,
además, un dibujo de Micah.

—¡Oh, amor, que bonito! —le dijo, secándose las lágrimas con sus dedos, y
señalando el árbol con el columpio y luego a mí, con una enorme cabezota.

—¿Y este quién es?

—Weber —contestó, sonriendo.

La mujer enmudeció.

Le di una palmada ligera sobre la cabeza para animarla a hablar.

—O- oh — balbuceó—: Bueno, claro, es justamente él, en efecto.

El chico asintió con la cabeza y volvió a sentarse.

Lentamente, como si estuviera sumergida en miel, se levantó y me miró.


Sus ojos se salieron de sus cuencas y su boca se abrió como la de un pez. Estaba
pálida, peor aún, tenía un color gris sobre la cara.

—La doctora Erin —comencé—; ella me dijo que empezaría a hablar muy
pronto, así que escucharemos algunas palabras aquí y allá, de ahora en adelante.

Me miró fijamente y nada más.

118
—Pero no debemos darle a entender que es una cosa extraordinaria, por
lo contrario, sino creerá que es diferente a los demás, cuando en realidad, no lo
es. Por lo tanto, ya sabes, cuando te hable, solo hay que responderle.

Respondió con un suspiro tembloroso.

—Eso es lo que me dijo la doc.

Aquellos ojos, tan similares a los de su hermano, no se despegaban de mí.

— Di “sí, entiendo, Weber”.

—Sí, entiendo, Weber.

Asentí con la cabeza.

—Solo un día, ¡mierda!

Era la segunda vez que la escuchaba decir una palabra soez.

—¿Perdón?

—Ellos han estado contigo solo un día, ¡carajo!, y Micah ya se siente tan
bien que quiere hablar de nuevo, y los tres están tan felices y contentos, como no
los veía desde hace meses.

Me encogí de hombros.

—No sé. Al parecer, soy una montaña.

—¿Qué?

—No importa. —Le sonreí, acariciando ligeramente su brazo—. ¿Tienes


hambre? Cocinamos algo.

—¿Incluso tengo la cena esperando?

Le acaricié una mejilla con la mano antes de ir a la cocina y abrir la nevera.


Tomé el plato que había reservado para ella y lo puse en el microondas.

—Weber.

Me giré a medias y la miré de soslayo.

—Tratas a mis hijos mejor que mi marido, y a mí también.

119
—Eso es realmente muy triste —le dije—. Tal vez necesites primero
asegurarte que cualquier persona que conozcas de ahora en adelante, sea dulce
con todos vosotros. Es solo una idea.

Tragó saliva.

—Mañana tengo que ir a la fiesta de navidad en casa de mi jefe. En teoría


todos debemos llevar a los niños y algunos llevarán consigo también a su niñera
en lugar de a sus cónyuges. ¿Puedo pedirte que consideres venir conmigo?

—Sin duda. —Sonreí—. Me encantaría ser tu niñera.

—A mi también. Por tiempo indeterminado.

Unas horas más tarde, me encontraba sentado en el sofá, solo, mirando


deportes en la televisión, pero sobre todo, reflexionando sobre mi vida.

Yo siempre había basado mis decisiones en lo que pensaban los demás. Mi


madre había muerto, luego mi padre y mi hermano. Ellos eran los que habrían
aceptado mi elección y cualquier otra decisión que tomara, me habían sostenido
siempre con cariño y sin reservas; sin ellos había perdido todo punto de
referencia y no hubo nadie más en quien pudiera confiar. Excepto Cyrus.

Realmente confiaba en él, pero Cy amaba la parte romántica de aquella


vida: el vaquero que cabalga alejándose, más allá de donde el sol se pone,
dejándolo en un mar de lágrimas cuando se iba. Si me hubiese tenido allí con él,
siempre cerca, ¿cómo podría eso funcionar?

¿Qué demonios se supone que debería hacer?

Oí la llave en la cerradura; un momento después, lo vi entrar de prisa, con


sus ojos examinando toda la habitación antes de posarse en mí.

—Hey —lo saludé con una sonrisa—. ¿Cómo estuvo la fiesta?

¡Lo magnífico que estaba en un esmoquin! Atravesó la habitación y llegó


frente a mí, con una gran sonrisa y su labio inferior temblando.

—¿Qué pasa? —pregunté mientras se inclinaba sobre mí. Apoyé mi mano


en su brazo.

—Te extrañé —susurró, rozando mis labios con los suyos.

120
Me incorporé un poco a fin de encontrar mejor su boca y lo arrastre hacia
abajo, sobre el sofá, junto a mí. El beso se hizo más intenso; jugué un poco con la
lengua antes de empujar contra la suya.

Él gimió e intentó acomodarse mejor, pero lo rechacé.

—¿Qué...?

—Ve a cambiarte. Esa ropa cuesta más que todo lo que tengo en el mundo,
doctor Benning.

Se levantó rápidamente, cruzó la habitación y desapareció, dejándome solo


nuevamente con mis pensamientos. ¿Qué podía hacer? ¿Qué debía hacer un
hombre? ¿Y quién podía juzgarlo?

Cuando lo sentí volver, me di la vuelta y le pregunté si tenía hambre.

—¿Por qué? —Sonrió—. ¿De verdad me has guardado algo?

—No —respondí a la sonrisa—. Tu hermana tenía hambre. Se comió el


suyo y el tuyo.

—Simpática —masculló poniéndose más cerca. Ahora llevaba una


camiseta, unos pantalones de chándal, calcetines y una sudadera con capucha.

—¿Así que me cocinarías algo ahora?

—Claro —le dije, amagando con levantarme.

—Es broma. —Sonrió derrumbándose en el sofá, estirando bien las


piernas.

—Pon los pies aquí.

No necesité decirlo dos veces. Se dio la vuelta, se recostó, puso una


almohada debajo de su cabeza y se acomodó, poniendo los dos pies sobre mi
regazo.

Empecé a darle un masaje y ronroneó.

—Parece que estuvieses por venirte. —Me reí.

—¿Bromeas?—se quejó—. ¿Sabes cuánto hace que alguien no me da un


masaje en los pies?

121
Me reí entre dientes, sin dejar de masajear la planta de sus pies con los
nudillos, apretando bien el talón y presionando con fuerza bajo sus dedos.

—¿Cuánto?

—Desde la última vez que tú lo hiciste —gruñó, llevando la cabeza hacia


atrás, de modo que se exhibiera todo el cuello, largo y vulnerable.

Se veía tan hermoso mientras reposaba, tendido en el sofá, con un brazo


sobre la cara, gimiendo mientras masajeaba sus pies cansados por la larga
jornada de trabajo.

— Te gusta el chico “desperado” 1, ¿eh?

Le tomó un momento responder.

—¿De qué estás hablando?

—Tú sabes, de aquella canción de The Eagles.

—Sí, conozco la canción, pero no entiendo qué tiene que ver.

«¿Qué tiene que ver?»

—El vaquero.

Movió el brazo para poder verme.

—¿Crees que te amo solo porque montas toros?

—No sé.

Se alzó sin quitar los pies de mi regazo. Me miró directamente a los ojos y
me di cuenta, una vez más, de cuan oscuros y profundos eran, con un aura
dorada alrededor de la pupila.

—Eres guapísimo —le dije, sonriendo.

Me gruñó.

—Dios, Weber, no me enamoré de un vaquero.

—Pero me llamas “vaquero” todo el tiempo.

—Es un apodo. Lo cambiaré. Dios, no creía que fueras capaz de pensar algo
tan estúpido.
1
Canción del grupo The Eagles que habla de un solitario cowboy.

122
Levanté una ceja hacia él y, al mismo tiempo le cogí un pie, apretándolo
fuerte.

—Weber —dijo dándole un tirón—. Este hombre, este hombre que me


está haciendo masajes, el hombre por quien regreso a casa a toda prisa... es a él a
quien quiero. Es él a quien amo. No perdí la cabeza por un vaquero o un
campeón de rodeo. Estoy enamorado de ti, de ti y punto.

Aparté el pie izquierdo y tomé el derecho entre las manos.

—Mierda —gimió, dejándose caer de nuevo hacia atrás. Me eché a reír.

—No sabía que te gustaran tanto los masajes en los pies.

—Solo los tuyos, vaque… Web.

—No hay problema. —Suspiré, moviendo la mano hacia arriba por su


pantorrilla, presionando firmemente los músculos tensos—. Puedes llamarme
“vaquero” ahora que me aclaraste que no significa nada.

—Créeme —dijo en voz baja. Podía escuchar la sinceridad en su voz. —.


¡Me importa un bledo, Web, de verdad! El trabajo que hagas no tiene ninguna
importancia para mí.

—Sí, pero...

—Y tienes que dejar de preocuparte por lo que piense la gente, o lo que


opinen las personas que conozco. ¿Qué importa eso? Lo que hagas debería
hacerte sentir bien a ti. A nadie más. Debería hacerte feliz.

—Pero tengo que ganarme respeto.

—¿Respeto de quién? ¿De mi parte? —preguntó molesto.

—Sí.

—Por Dios, Weber —dijo con la voz quebrada, cansada y suplicante—.


Amor, te respeto más que a nadie. Tú has hecho todo lo que deseabas, a tu
manera, y has luchado por tus sueños en lugar de sentarte a hablar de ellos.

—Pero no lo logré —recordé—. No soy un profesional.

123
—Pero lo has intentado —me consoló, quitando sus pies de mi regazo para
ponerse de rodillas, superándome en altura. Tuve que levantar un poco la cabeza
para mirarlo a los ojos; luego, se movió de nuevo colocándose a horcajadas sobre
mis muslos—. La mayoría de la gente no tiene las pelotas para intentarlo.

Agarré su culo, sorprendiéndome, como siempre, por lo bueno que era


sentir esas dos nalgas firmes y redondas bajo mis manos. Lo levanté hacia
adelante, de modo que sus partes bajas rozaran mis abdominales

—Yo no me cansaré nunca, nunca, de ti —prometió—. Pero ¿no lo ves? No


me interesa un carajo verte cabalgar hacia el horizonte. Te quiero aquí, en casa,
todas las noches, esperando mi llegada. No tienes idea de cuánto quería
escaparme de esa fiesta para volver contigo.

—¿Cuánto? —pregunté con voz baja y ronca.

—Deja que te lo demuestre... —dijo de manera sensual, metiendo la mano


entre los botones de mi camisa.

Pero no era aquello lo que quería, así que lo detuve cubriendo sus manos
con las mías, aplastando una contra mi pecho y llevando la otra a su mejilla.

—¿Web?

—Ponte de pie.

—¿Qué? ¿Por qué?

—Ponte de pie —le ordené por segunda vez.

Se levantó y yo hice lo mismo.

—Ve a ponerte el pijama y métete en la cama.

—¿Qué? No quiero...

—Hazlo y basta. Voy enseguida —añadí, alejándome de prisa sin darle


tiempo a replicar—. Yo apagaré las luces y controlaré que las puertas estén bien
cerradas.

Se fue sin agregar una sola palabra.

124
Le di la vuelta a la casa y me aseguré de que todo estuviese bien; luego, me
dirigí a la habitación. Estaba sentado sobre la cama, desnudo hasta la cintura,
con la mitad de las piernas cubiertas, esperándome. No dijo nada mientras me
desvestía, me colocaba los pantalones cortos que usaba para dormir y daba la
vuelta para llegar a mi mitad de la cama. Mi lado era el izquierdo, el más cercano
a la puerta.

—Ven a la cama —le dije, moviendo las mantas como invitación.

Me metí bajo las sábanas y apagué la luz de la lámpara de la mesita de


noche. Luego me acosté, poniendo un brazo bajo la almohada.

—¿Por qué no me quieres? —preguntó susurrando en la oscuridad de la


habitación.

—Idiota —respondí buscando su mano—. Te quiero siempre.

Lo tuve encima en cuestión de un segundo, su cuerpo pegado al mío, su


cabeza debajo de mi barbilla, mientras sentía su peso sobre mí.

—Pero somos dos idiotas —le dije entre su cabello mientras inhalaba su
esencia y, con los dedos acariciaba su espalda desnuda y lisa—. Tú porque crees
que si no follamos cada vez que llegas a casa, voy a perder el interés en ti; y yo,
porque creo que si dejo de cabalgar, tú no querrás tener nada que ver conmigo.

Su respiración se volvió irregular y me abrazó aún más fuerte.

—Somos dos adultos, Cy, y pensamos cosas ridículas.

Dio otro suspiro tembloroso.

—Yo solo quiero que entiendas que aquello que haces no es lo que eres.
Son dos cosas completamente diferentes.

—No necesariamente —dije yo con un suspiro, disfrutando de la sensación


de tenerlo contra mí, de su piel, su peso y su aliento. Él levantó la cabeza para
acurrucarla en mi cuello—. Creo que lo que uno hace, lo que cada uno hace, es
parte de esa persona, y siempre pensé que si yo no era lo suficientemente
salvaje, tú no me querrías más. Pensé que tenías en la cabeza una idea clara de lo
que quieres, y que si yo no fuese más así, ya no te gustaría.

Él gruñó con rabia.

125
—Por el amor de Dios, Weber, no me importa una mierda lo que haces. No
necesito un vaquero o...

—¿Un príncipe?

—¡¿De qué príncipe hablas?! —exclamó incorporándose para que yo


pudiera ver su rostro. Ahora podíamos vernos ya que nuestros ojos se habían
acostumbrado a la oscuridad —. Tú eres cariñoso, tierno y amable, y nadie me
hace reír como tú. Nadie me comprende como tú. Quiero decir, la primera vez
que puse los ojos sobre ti, mandé la prudencia al carajo. Yo nunca lo había hecho
en mi vida y no puedo decirte cuántas veces me arrepentí de aquella decisión,
porque en el mismo instante en que te vi, me enamoré del único hombre que no
podía tener.

Lo atraje hacia mí y le di un beso, cerrando lentamente los ojos.

—Por Dios, Weber, ¿no ves que cada vez que me besas suspiro como si
estuviera de vuelta a casa?

—Sí, lo sé — murmuré.

—No pareces contento, sin embargo.

—No es divertido —le dije, haciendo que se moviera para colocarme


encima de él, de modo que no quisiera hablar más.

—Pensaba que no lo haríamos... —dijo un instante después, entre un beso


y otro.

—Si me provocas, no me puedo resistir. Voy a extrañar estar en la cama


contigo cuando me haya ido.

—Como si realmente yo te fuera a dejar ir.

No pude, en ese momento, discutir más con él.

126
CAPÍTULO 6

No importaba en que siglo estuviéramos: un hombre haciendo de niñero


despertó el interés de muchas personas. Y la gente que se encontraba en la casa
del jefe de Carolyn estaba completamente fascinada. Yo no entendía que es lo
que era tan extraño, pero lo que más me sorprendió fue la aprobación de las
invitadas; eran todas mujeres de negocios, elegantes y enérgicas, al igual que
Carolyn, y pensaban que yo, la novedad, estaba allí solo para ser contemplado,
sin siquiera pensar lo extraño que era verme ahí. Esa fue una verdadera
sorpresa.

Me regalaban elogios para los niños, quienes eran “hermosos, talentosos y


muy bien educados”. No se ponían a correr como locos, no dejaban caer nada, o
sea, que no eran una plaga. Tristán ayudó a abrir las puertas, Micah dijo “por
favor” y “gracias”, y Pip le llevó a la dueña de la casa un vaso de agua porque le
había parecido que tenía sed. Eran una maravilla de niños. Todo aquello era
mérito de Carolyn, pero ella les decía a todos que yo era la persona a quien tenía
que agradecer. Según ella, los niños se habían contagiado de mis modales,
incluso después de pocos días.

Para los colegas de Carolyn, yo era uno de sus empleados, por lo que, luego
de la curiosidad inicial, me ignoraron. Las otras niñeras estaban o en busca de
maridos que pudieran mantenerlas o eran estudiantes universitarias, por lo que
me trataron como a una de ellas. Me contaron chismes sobre sus empleadores,
me dijeron que me mostrara decidido cuando pidiera un día libre y me
recomendaron buenos lugares para llevar a los niños. En general, era un grupo
de gente aceptable, mucho mejor de lo que me había imaginado.

Todos hacíamos el mismo trabajo, yo era uno de ellos y me gustaba que me


implicaran en sus historias. Y aunque sabía muy bien que no siempre
encontraría gente tan abierta, fue agradable que se presentaran a mí de forma
amistosa, sin ningún prejuicio.

—Bueno —dijo Carolyn con un suspiro cuando ya estábamos de camino a


casa (yo estaba al volante pues ella había bebido cuatro cócteles)—, fuiste la
reina del baile.

—¿Ah, sí? —La provoqué. Era muy simpática estando borracha y se reía
fácilmente por el efecto del alcohol.

127
—Ohh —dijo ella, con un sollozo—, sí. Tuve que decirle a tres de mis
colegas que te pagaba muy bien y que no tenía intenciones de cederte a ninguna.

Me eché a reír.

—¿Les dijiste eso?

—Sí. —Otro sollozo—. Oh, mierda.

—Eres simpática —le dije sonriendo.

Suspiró profundamente y un momento después, añadió:

—Weber Yates, cómo me gustaría que te atrajeran las chicas.

—Y a mí me hubiera gustado que conocieras a mi hermano. Te hubiera


gustado y, sin ninguna duda, tú le habrías gustado a él.

—Oh —dijo ella con tono triste de repente, posando una mano en mi
hombro—. Lo siento mucho.

Asentí, sin añadir nada más, sintiendo que se me formaba un repentino


nudo en la garganta. El dolor de haberlo perdido era el único que no podía
desvanecerse.

La pérdida de mi hermano, con su risa contagiosa, sus ojos tiernos y


transparentes cuando vestía uno de sus uniformes, y aquella bondad innata…
era una tristeza que permanecía en mi corazón con la misma intensidad que el
día en que llegaron los oficiales militares a darme la noticia. Hubiera querido
verlo envejecer.

Sentí a Carolyn aspirar sonoramente por la nariz y supe, sin necesidad de


verla, que ella estaba llorando.

—Él... —dije con un suspiro, girándome ligeramente hacia ella y viendo


que me miraba mordiéndose los labios—. Era hermoso, ¿sabes? Se parecía a mi
padre. Pelo castaño oscuro y ojos azules como los de tus hijos. Mi madre siempre
me decía que yo era la versión más pequeña y clara de él.

—Es una pena que me lo haya perdido.

—La próxima vez —le dije.

—Absolutamente —susurró ella, tomando la mano que le había extendido.

128
—La próxima vez.

Después de haber llevado a Carolyn y los niños a su casa y recuperado el


Lexus de Cy, regresé a nuestra casa y me sorprendió no encontrar su auto
aparcado en el garaje. Era tarde y todavía no había regresado, quería llamar y
asegurarme de que todo estuviera bien, saber dónde estaba, pero no tenía
manera de hacerlo pues no había un teléfono fijo. Lo que más me asombró, una
vez dentro de la cocina, fue encontrar un teléfono celular sobre la mesa. En un
primer momento pensé que quizás hubiera alguien más en la casa, pero tras
hacer un recorrido a través de las habitaciones tuve la confirmación de estar
solo. Cuando oí sonar en el teléfono la canción “Desperado” como tono de
llamada, me di cuenta de que era para mí. Así que respondí.

—Muy gracioso —mascullé.

—Necesitas un teléfono ahora que tienes a los niños siempre contigo, y


también yo querría tener una manera de contactarte, ¿no te parece?

Tenía sentido.

—E incluso tú podrías llamarme, a veces.

Solté un bufido.

—Como hoy.

—Estos aparatos son demasiado complicados.

—Te enseñaré cómo usarlo y todo lo que se puede hacer con él más tarde.

—Está bien —le contesté.

—¿Y qué te pareció el tono de llamada? —preguntó riendo.

—No me causa gracia —gruñí.

Escuché su risa al otro lado de la línea, sensual y juguetona al mismo


tiempo.

—¡Vamos, dónde está tu sentido del humor!

—¿Dónde estás?

129
—Necesito un favor.

—¿Qué favor?

—Estoy bebiendo algo con un grupo de amigos con los que me encontré
después del trabajo. Como tú estabas en esa fiesta con Carolyn y aún no habrías
llegado a casa… pero ahora creo que debería haber ido allí a esperarte.

Él estaba divagando y su voz se iba haciendo cada vez más alta.

Había estado bebiendo.

—¿Y entonces?

—Bueno, ahora estoy un poco borracho, y también todos los demás, nos
vinimos caminando hasta la casa de Jeff, pero me di cuenta de que me había
dejado el auto en el estacionamiento del bar. No quiero que se lo lleven, pero no
creo estar en condiciones de ir y...

—Toma un respiro antes de desmayarte.

—¿Qué?

—Iré a buscarlo —le dije—. ¿Tienes otro par de llaves aquí o debo ir a
donde estás tú a buscarlas?

—¿No quieres venir a buscarme?

—Sí, quiero —le respondí sonriéndole al teléfono. Cuando Cy tenía ese


tono inseguro y necesitado era muy lindo—. Pero si hay otro par de llaves aquí,
puedo conducir a donde tú estás en lugar de hacer que camines hasta el auto.

—Ohh, sí, es más lógico.

—¿Entonces?

—Las llaves están en la mesilla de noche del dormitorio. De mi lado.

—Está bien, ¿dónde está el bar?

—¿Estás enojado?

—¿Por qué debería estar enojado?

—Porque estoy bebiendo sin ti.

—Eres adulto y estás vacunado. Puedes hacer lo que quieras.

130
—No, lo sé.

—¿Tuviste un día difícil? —le pregunté con suavidad.

—¿Por qué lo preguntas?

—Porque nunca bebes tanto. Debe que haber una razón para que lo
hicieras.

—Sí. —Suspiró—. Ha sido un día largo y horrible. Perdí a un paciente, una


buena señora, ella era una madre, una abuela... la perdí justo antes de navidad.
¡Mierda!

—¿Y se lo dijiste a tus amigos?

—No.

—¿Por qué no?

—Porque no nos decimos esas cosas. Es algo que simplemente no se hace.


No nos sentamos a hablar de nuestros problemas. Para esas cosas está tu novio.

—Entiendo.

—Para esas cosas estás tú —Lo dijo con un cierto énfasis en la palabra
“tú”, por si no lo había entendido bien.

Permanecí en silencio.

—Quiero decir, yo les dije que tuve un día de mierda y me invitaron a ir a


tomar algo para sentirme mejor.

Pero según yo lo veía, era su culpa: él había dicho que había tenido un mal
día, no una real y completa pesadilla.

—Deberías haber venido directamente a casa —le dije.

—¡LO SÉ!

—¿Por qué estás gritando?

—Porque sé que debería haber ido directamente a casa. Ya te lo dije.

—Hubieras estado aquí.

131
—Por el amor de Dios, Weber, ¡LO SÉ! ¡El único lugar donde me gustaría
estar en este momento es allí contigo, pero mi auto va a estar en algún depósito
mañana si lo dejo en el bar!

—Está bien —le dije para que se relajara—. Voy en seguida. Dime dónde
queda el bar.

Después de explicarme y darme la dirección, llamé a un taxi y me fui a


cambiar. Me quité la ropa buena que llevaba y me puse una camiseta y una
camisa de manga larga. Tomé la chaqueta, tomando conciencia de que cada día
me gustaba más. La de jean con la que había llegado estaba encerrada en el
armario de Cy desde entonces. Por último, me puse las botas remendadas, las
cuales había retirado del zapatero esta mañana. No entendía por qué me sentía
ansioso, pero la idea de Cy, borracho, cuando yo no estaba con él para mantener
un ojo en los hombres que se le colgaban alrededor, me molestaba. Tal reacción
podría ser normal, pero convertirme en un posesivo, no.

Si no me hubiera detenido, si hubiera permanecido arriba de ese maldito


autobús, no habría descubierto nunca la verdad.

Mierda.

Llegué al bar y recogí el coche de la plaza de estacionamiento, luego


conduje por cinco manzanas, hacia la casa del amigo Jeff. Fue bastante fácil
encontrar el inmenso antiguo astillero ahora modificado para convertirlo en
apartamentos elegantes. Tomé las escaleras para llegar al cuarto piso, no
confiaba en ese ascensor que no era más que un montacargas antiguo.

Creí que no sería más que un grupo de unos pocos amigos pero, mientras
me acercaba, escuché un montón de voces y música fuerte. Era una fiesta, e
inclusive bastante ruidosa para ser la noche del martes. Pero por otra parte, yo
estaba acostumbrado a ir a la cama a las nueve y levantarme a las cuatro de la
mañana. Podría apostar que ninguno de aquellos hombres nunca se había
levantado antes del alba.

Me abrí paso entre la gente que encontré fuera, tratando de llegar a la


entrada del apartamento. Al final lo conseguí y le vi, de pie, en la cocina, con un
vaso en la mano, apoyándose contra la pared. Había otros hombres a su
alrededor, uno con una mano sobre su hombro.

132
Atravesé la cocina y me vio llegar. Los ojos se le iluminaron y de inmediato
se apartó de la pared, poniendo el vaso sobre la mesa y viniendo a mi encuentro.
Podría haber esperado a que yo llegara a él, pero no lo hizo.

—Mierda, Web. —Me dio una enorme sonrisa extendiendo los brazos
hacia mí—. Te ves impresionante.

—Estás borracho. —Se rió entre dientes y le puse una mano sobre la nuca,
acariciándolo con los dedos por debajo del cuello de la camisa, y lo hice
aproximar. La mirada en sus ojos velados y tristes me dolió en el estómago. Era
hermoso.

—¿Puedo darte un beso?

—¿De verdad? —preguntó, ya que no estaba acostumbrado a hacer estas


cosas en público.

—No le importa a nadie aquí, ¿no?

—No.

—Entonces... —dije, lamiendo mis labios—... ¿puedo?

—Sería muy bonito —respondió con voz ronca.

Hice que se acercara aún más y mi boca se posó sobre la suya con un deseo
y una necesidad que quería que sintiese. Lo saboreé con la lengua; sabía a
tequila y un poco de sal. Él gimió en mi boca y lo estreché con más fuerza,
disfrutando, como siempre, de la forma en que su cuerpo se fusionaba con el
mío.

Inmediatamente me echó los brazos al cuello y sentí su erección contra mí.

Estaba ebrio, excitado, y su cuerpo estaba en llamas: tenía que llevarlo a


casa lo más pronto posible.

—No- no-no —balbuceó cuando me separé para tomar aliento.

—Vamos a casa —dije, perdiéndome en aquellos ojos grandes y brillantes


que me gustaban tanto.

—Web, vamos al baño.

133
—Estás fuera —Suspiré, sosteniendo su cara entre las manos y
sonriendo—. Tenía miedo de que hubieses vuelto a tu vieja costumbre de besar
ranas.

Me puso las manos sobre los hombros y me miró intensamente. Vi los


músculos de su mandíbula tensarse.

—¡Dios, Weber!, tú eres mi príncipe, idiota. Y tú nunca has sido una rana
—dijo con voz baja y un tono áspero.

Era un tonto, porque necesitaba escuchar aquellas palabras; yo no era


alguien que quisiera constantemente declaraciones de afecto, pero de él, sí; de él
eran necesarias y siempre lo habían sido.

—Vamos a casa, por favor. Yo quiero ir a casa.

—¿Por qué? —lo provoqué.

Él inclinó su cabeza hacia adelante, de modo que mis manos se posasen en


su cuello.

—Porque te deseo ahora y tú no me quieres follar aquí.

Suspiré junto a su oído y sentí el estremecimiento que le recorrió el


cuerpo.

—No, no lo haré aquí, pero tan pronto como lleguemos nos tiraremos en el
sofá si no puedes aguantar hasta llegar a la habitación.

—¡Mierda! —dijo casi gritando, sacudiéndose de golpe como si la ropa que


llevaba puesta se hubiera vuelto, de repente, demasiado estrecha.

—Dime.

—No quiero decirte nada —susurró con firmeza. Cerró sus ojos con fuerza,
tratando de contener las lágrimas, pero escaparon de todos modos a través de
sus largas pestañas—. Quiero que te quedes. ¡Dios, Weber!, nunca he necesitado
a nadie como te necesito a ti.

—Es lo mismo para mí.

Levantó la cabeza de inmediato y me perdí en esos ojos castaños y


dorados.

134
—Te amo —le dije, y de repente todo aquello me pareció la cosa más bella
del mundo. Ya no tenía miedo.

—¿Me amas?

—Por supuesto, no seas tonto.

Se arrojó sobre mí, puso sus brazos alrededor de mi cuello y me apretó con
fuerza. Estaba temblando y yo, después de tomar conciencia de mis
sentimientos, ya no tuve más dudas ni temores. Finalmente comprendí que ese
hombre me amaba verdadera y completamente. Y no porque fuera un vaquero,
ni porque fuera parte de algún ideal romántico; me amaba por quién era. Amaba
a Weber Yates, al pobre, desempleado y extraño Weber Yates. Besaba el suelo
sobre el que yo caminaba. Eso no tenía ningún sentido, ¡éramos tan diferentes!
Yo era un don nadie y él tenía el mundo a sus pies; sin embargo, parecía no verlo
de ese modo. No lo tenía todo si no me podía tener. Cy me había robado el
corazón desde que se había fijado en mí, ahora sabía lo mucho que lo amaba y
que nunca dejaría de sentir eso por él. Nunca. No había duda; habría dos caras en
este amor, si por fin me decidiera a permitirlo. Y, en efecto, ¿por qué no habría
de hacerlo? El único obstáculo entre nosotros era mi orgullo, pero ahora ya no
era suficiente para mantenernos alejados. Yo no era presuntuoso, pero yo sabía
lo mucho que él me necesitaba y que solo conmigo, tenía más que suficiente. Lo
sostuve cerca de mí y le besé en la mejilla.

—Dios… —Se estremeció alejándose un poco para que pudiera verme —.


Hay algo distinto en ti. Incluso tu voz... en este momento, parece otra.

—¿Sí?

Su sonrisa era cegadora.

—Oh, mierda.

—Hermoso.

—Weber —dijo con voz entrecortada, y entonces ya no logró contener las


lágrimas.

Se echó a llorar y todo su cuerpo empezó a temblar. Todo sucedió de


improviso, pero estaba borracho a más no poder, así que lo entendí.

—Vas a quedarte, ¿verdad? Dime que te quedarás y vivirás conmigo hasta


que me muera.

135
—¡Yo moriré antes que tú, idiota! —repliqué mirando a sus ojos felices, los
más llenos de esperanza y miedo que yo hubiera visto en mi vida—. Soy más
viejo.

Trepó sobre mí y comenzó a reír, pues incluso me había puesto las piernas
alrededor de la cintura. Me encontré con su lengua en mi boca en cuestión de un
segundo. Nos besamos apasionadamente, nos devoramos, sin intentar ni
siquiera respirar. Poco a poco fui tomando conciencia del aplauso que nos
estaban dedicando hasta que, finalmente, nuestras bocas se separaron.

—Ya captamos la idea —dijo uno de los hombres más cercanos a nosotros
mientras sonreía a Cy—. Es tuyo; mantendremos nuestras manos alejadas.

—¡Realmente muy sexy! —exclamó otro—. No sabía que fuera capaz de


algo así, doctor Benning.

—Te quedarás —me susurró al oído— y serás mío.

Me reí entre dientes, mirando desde abajo sus ojos tan dulces y sus labios
hinchados. Dios mío, era bellísimo y ahora que lo tenía todo para mí, sin duda no
permitiría que ningún otro pusiera los ojos sobre él.

—Vamos a casa. El auto está fuera.

—Sí, Señor —dijo él con su aliento sobre mí, sin dejar de mirarme con la
felicidad creciendo en su cara, en sus ojos y en su sonrisa. Caminamos hacia la
puerta.

—¿Sabes qué quiero?

—Dime —respondí, con una mano en su culo y la otra en su espalda.

—Cuando lleguemos a casa, ¿me abrazarás tan fuerte que pueda sentir el
latido de tu corazón?

—De acuerdo —le prometí, soltando un suspiro.

—Weber.

Me detuve, reconociendo a William Reece, uno de sus amigos que yo había


conocido en una de mis primeras visitas a San Francisco.

—Will.

136
—Sí. —Le sonreí y bajé a Cy—. Es un placer volver a verte. ¿Te quedarás
esta vez? Si me guió por la expresión de Cy diría que sí.

—Sí —le respondí.

Me tendió la mano.

—Me alegra muchísimo, Web. Por los dos.

Pero yo no tenía ni siquiera trabajo. Tampoco casa y...

—¿Weber?

Me di cuenta de que no le había dado la mano; lo hice de inmediato y con


vigor.

—Me estabas asustando —dijo, dando un suspiro de alivio y fue en ese


momento que me di cuenta de que le gustaba lo que tenía delante. Yo le
gustaba—. Espero que podamos ser buenos amigos.

—Gracias, pero...

—Lo digo en serio. —Miré sus ojos verdes, claros y serenos, y percibí su
sinceridad. Luego continuó—: Estoy muy feliz de que te quedes aquí. No veo la
hora de salir con vosotros. Ven un momento y conoce a los demás, ¿de acuerdo?

—La próxima vez —dijo Cy, empujándolo suavemente, con gentileza —.


Tengo que ir a casa para tener sexo inmediatamente, Will.

—Oh, está bien —respondió rápidamente, con los ojos fuera de sus
cuencas y la boca gestualizando la palabra “borracho” delante de mí antes de
regalarme una gran sonrisa—. Nos vemos pronto.

—Dios, sí que estás borracho —dije yo, asegurando mi control sobre Cy,
mientras caminábamos hacia la puerta.

—Sí, ¿y qué? —gruñó en respuesta.

Nos detuvieron en el pasillo antes de llegar a la escalera, pero esta vez era
alguien que nunca había visto antes.

—Que maravilloso espectáculo nos ofreciste, Cy —dijo el hombre guapo


frente a nosotros que estaba bloqueando el camino—. ¿No me presentas al
hombre por el cual has sufrido tanto?

137
Era el famoso ex, obviamente.

—Olvídalo, Seth. Justo nos íbamos ya.

—Entonces, aclárame una cosa —dijo mirándome con los ojos casi
cerrados—: yo no era suficiente para ti, pero un vagabundo sin hogar sí lo es. No
tiene sentido.

Me dispuse a sobrepasarlo pero él me detuvo. Y lo comprendía, de verdad.


Cyrus Benning despertaría la codicia en cualquiera, era guapo, rico, inteligente y
divertido, era un príncipe azul de carne y hueso. Yo también hubiese tratado de
reconquistarlo si lo hubiera perdido. Pero, por suerte para mí, yo era el que
había elegido. Yo era su hombre, su hombre, la persona junto a la cual quería
envejecer.

—Hazte a un lado, por favor —le pedí con cortesía.

—Entonces —continuó, mientras me miraba de arriba abajo—, tú eres el


que lo tenía tan obsesionado. No puedo decir que me sienta muy impresionado.
—Había una sonrisa maligna en su rostro—. ¿Sigues montando toros, vaquero?

—No, no. —Lo miraba devolviéndole la sonrisita—. Ahora solo cabalgo su


pene 1.

Ciertamente, no era la respuesta que esperaba.

Su boca se abrió por completo.

Cy se quedó sin aliento.

—Lo entiendes, ¿verdad? —Yo quería asegurarme.

—¡Deja de tocarme los cojones antes de que te rompa el culo! —


masculló Cy en voz alta. Estaba a punto de explotar y darle un puñetazo.

Me giré, lo agarré, me lo eché por encima del hombro y comencé a bajar las
escaleras con facilidad, a pesar de que tenía a Cy y todo su peso que soportar

Una vez que llegamos a la acera, me encaminé hacia el coche.

—¡Bájame!

1
Es un juego de palabras. Le dice que cabalga su “ucello” que literalmente significa “pájaro” pero coloquialmente se
usa para referirse al pene.

138
—Entonces, ese es el tipo con quien te fuiste a la cama cuando te dejé la
última vez, ¿eh?

—¡Weber Yates, bájame de una maldita vez!

—¿Cómo diablos se enteró que cabalgaba toros? —le pregunté, sin prestar
atención a sus gritos.

—¡Porque yo siempre les cuento todo sobre ti a cada uno de los


chicos con los que salgo, porque eres el amor de mi puta vida!

—¿Por qué estás tan enojado? —Trataba de no reírme.

—¡¿POR QUÉ LE HAS DICHO A ESE PEDAZO DE MIERDA QUE TE FOLLÉ


SI ESO ERA SOLO ENTRE NOSOTROS DOS?!

Bueno, ahora, sin duda, ya no lo era más, visto que lo había gritado a todo
el vecindario.

—¿Por qué?

—Por qué —repitió

—¿Qué importancia tiene si lo sabe?

—¡Porque es una cosa privada! —Casi echaba espuma por la boca de la


rabia—. Lo que hacemos en la cama no es asunto de nadie más, y es precioso y
yo nunca lo habría compartido con...

—Cálmate —le dije suavemente, acariciando su culo, con voz baja y


profunda.

—Yo no quiero que él piense en ti de esa manera, como si pudiera follarte,


¡PORQUE SOLO YO PUEDO!

Me detuve y lo puse sobre sus pies; todavía estaba furioso y no se le estaba


pasando en lo más mínimo.

—¡Estoy tan enojado contigo ahora! —gruñó como un perro rabioso.

—No lo estés —le pedí sonriendo y tirando de él hacia mí—. Me gusta que
seas tan posesivo, eso significa mucho para mí.

139
Cuando me incliné para darle un beso, Cy inmediatamente abrió la boca,
pero yo me tomé todo el tiempo y cuando me aparté un poco de sus labios, noté
que tenía los ojos abiertos.

—Por lo general, se cierran los ojos durante un beso.

—Pero me da un poco de miedo que todo sea un sueño así que no voy a
dejar de mirarte.

—Dios, estás muy borracho, y muy lindo.

—¿Qué?

—Entra en el coche —le ordené abriendo la puerta.

—Yo no soy lindo, y tampoco estoy taaan borracho.

Lo obligue a entrar, cuidando que no se golpeara la cabeza, luego cerré la


puerta. Me senté al volante y me repitió que estaba un poco achispado, sí, pero
no absolutamente borracho...

—Está bien, bonito —respondí poniéndole el cinturón—. Intenta no


vomitar en el auto.

—No me siento mal —dijo indignado—. Siempre bebo, Weber.

Ciertamente.

Yo no solté ni siquiera un “te lo dije” cuando, tres manzanas más adelante


tuve que parar para que vaciara su estómago. Hubiera sido desconsiderado de
mi parte.

Cuando llegamos a casa le puse una toalla húmeda en la nuca, mientras


vomitaba otra vez. Le di una palmada en la espalda cuando, por fin, ya no tuvo
más nada que expulsar.

—Esta debe ser la mejor noche de mi vida —gruñó apoyando la cabeza


sobre la porcelana del inodoro. Estaba blanco como el papel, sudando y
temblando.

—Tanto es así que será difícil de olvidar. —Le sonreí.

—Estoy asqueroso.

—Estás borracho. —Suspiré—. ¿Has comido algo durante el día?

140
—¿Cómo puedes quedarte aquí? —preguntó, haciendo caso omiso de mi
pregunta.

—Porque todo esto no me molesta en lo más mínimo. Ahora, levántate y


lávate la cara y los dientes. Te traigo un vaso de agua para que tomes una
aspirina.

—Doy asco, lo sé, pero me está dando hambre.

—Está bien.

—Y quiero darme una ducha.

—Está bien. —No podía dejar de sonreírle con la mirada—. Adelante.


Mientras tanto, yo voy a hacer un sándwich y un poco de sopa. Únete a mí en la
cocina luego.

—Gracias.

Me levanté y lo dejé allí, solo.

Cuando entró a la cocina, ya esperaban por él un sándwich de jamón con


un poco de mayonesa y un tazón de caldo de pollo. También apoyé, al lado de su
plato, el vaso de agua y dos aspirinas. Se comió todo y levanté la mesa.

—Web.

Me giré apoyándome en el fregadero y lo miré.

—¿Qué tienes pensado hacer ahora que te vas a quedar?

—Voy a trabajar para tu hermana cuidando a los niños. No creo que su


marido vaya a volver, pero incluso si lo hiciera, aun así seguiría necesitándome.
Él ya la ha traicionado una vez y ella no es tan estúpida como para permitir que
lo haga de nuevo. Ella no querrá meter a otra mujer en su casa.

—Estoy de acuerdo. —Se aclaró la garganta—. ¿Estás bien con eso? Cuidar
a los niños, digo.

Me crucé de brazos.

—Sí, estoy. ¿Y tú?

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, tú serás el que tenga que decir: “Me acuesto con la niñera”.

141
Se ahogó con el agua que estaba bebiendo por lo que di un salto hacia él
para tomar el vaso de su mano y poner una toalla en su cara; el agua le salió por
la nariz.

—Y sigues vomitando...

—Bueno, ¡¿QUÉ CARAJO?! —Gritó—. Por el amor de Dios, Weber, no me


importa un comino el trabajo que hagas. Solo quiero saber que estás aquí, en
casa, en nuestro hogar, incluso si no haces nada durante todo el día, excepto para
estar conmigo para siempre. Todo lo que necesito es...

—Una base.

—¿Qué?

—Quieres construir un futuro para nosotros, quieres que hagamos una


vida juntos.

—Sí, exacto.

Asentí con la cabeza.

—El otro día, Micah tenía que dibujar algo que le recordara a mí e hizo una
montaña.

—¿En serio?

—Sí. Me hizo pensar —dije, caminando alrededor de la mesa de la cocina


para ponerme a su lado—. Yo soy una montaña. No tengo raíces, como sí las
tenéis tú y tu familia, pero estoy aquí, y no me muevo. Puedes construir sobre
mí, puedes contar conmigo, y entonces usaríamos tus raíces y yo podría ser la
casa de todos vosotros.

Él asintió con la cabeza sin decir nada, estaba claro que no lograba decir ni
una palabra. Cogí su silla y le hice volverse hacia mí. Lo tomé entre mis brazos,
sosteniendo su cabeza con una mano y con la otra acaricié su espalda.

—Oh, Dios mío, Weber, te lo suplico, sé mi casa.

—Gracias... por creer que pueda serlo. No te fallaré.

Me abrazó tan fuerte, tan intensamente, besándome el cuello antes de


deslizarse ligeramente y mirarme a los ojos.

—¿Qué?

142
—¿Quién es “todos vosotros”?

Le di una enorme sonrisa.

143
CAPÍTULO 7

Las gradas estaban llenas de gente. Nuestros asientos estaban en el centro,


así que, una vez sentados, no había manera de que pudiéramos levantarnos. Por
esa razón, antes de entrar, me había inclinado para preguntarle a Pip si
necesitaba ir al baño.

Pensó en ello, de pie entre mis muslos, como era su costumbre, con un
brazo alrededor de mi cuello.

—No sé. Quizás.

—Entonces vamos; ahora o nunca.

Lo pensó un poco más.

—Hey, Weber, Tristán.

Miré hacia arriba y vi a James Barnes, el entrenador de fútbol de Tristán.

—Hay, Jim, ¿cómo está tu hija?

—Bien —dijo acercándose—. Está bien, solo perdió un diente, pero por
suerte era de leche.

—Aquel niño debería estar fuera de la competencia por el resto del año. Es
un peligro.

—Oh, sí, yo también lo creo. Una tarjeta roja no es suficiente, ni para él ni


para su padre.

—¿Lily tocará en el concierto? —le pregunté.

—Oh, no. Mi hija menor, Jane. —Sonrió—. Es de la misma edad que Micah.

Asentí con la cabeza y me puse de pie levantando a Pip en brazos.

—Permite que te presente a los demás. Ella es Carolyn Easton, la madre


de Tristán, y mi pareja, su hermano, el doctor Cyrus Benning. A Pip ya lo
conoces.

144
—Encantado de conoceros. —Él asintió, ofreciendo un apretón de manos,
pero era notorio, a decir verdad, que no podían importarle menos. Volvió su
atención hacia mí casi inmediatamente—. Así que, Weber, el jueves salimos a las
ocho de la mañana con el autobús del equipo, por lo que necesito que estéis allí,
Tristán y tú, a las siete y media.

—Perfecto.

—Siento mucho no poder ir a ver ninguno de los juegos de Tristán —dijo


Carolyn, ganando de nuevo su atención—. No está bien que hasta ahora no haya
conocido al entrenador de mi hijo.

—Cada uno tiene sus propios compromisos —respondió—. Pero tiene a


Weber para que le eche una mano y usted es realmente afortunada por ello.

—Absolutamente —aceptó ella con una sonrisa.

James se volvió hacia mí.

—Y te lo agradezco nuevamente, Weber; eres el único adulto que ha


aceptado venir. Nadie más tuvo la intención de mover el cu... — Hizo una pausa,
recordando la presencia de Pip—... nadie más quería venir. Y siempre están
criticando a los otros padres. Casi todo el mundo lo hace, excepto tú.

—Bueno, gracias, es un placer hacerlo. —Sonrisas.

Él me dio una palmadita en el hombro y se alejó.

—Lo acompaño al baño —le dije a Carolyn y a Cyrus, antes de salir—. Tú


también, Tris.

Los tres nos dirigimos hacia el baño y habríamos llegado rápidamente, si


no nos hubiéramos topado con la profesora de Micah, que quería decirme lo
espectacular que fue el modelo tridimensional del grillo visto desde el interior. A
mí, personalmente, me pareció repugnante; pero, al parecer, la maestra no era
de la misma opinión. También me dijo que no veía la hora de verme en las
reuniones de padres, dado que Carolyn viajaría esa semana por trabajo. También
fuimos detenidos por el profesor de Tristán; luego, por la de la Pip, y también
por varios padres que solo querían saludarnos.

Llegamos a nuestros asientos con el tiempo justo, apenas antes de que las
luces se desvanecieran y se abriera el telón, dejando al descubierto tres filas de
niños: era el concierto de Pascua. Para el de Navidad había participado toda la

145
escuela, pero ahora solo estaba el coro, en el cual Micah cantaba. Se había unido
a ellos a comienzos de año.

Varios cosas habían cambiado desde entonces. En primer lugar, le pedí a


Cy que le ofreciera a Carolyn y a sus hijos transferirse a nuestra casa. Había
espacio de sobra y su hermana vivía sola con los chicos en una casa que ahora
odiaba; había sido traicionada justo allí, en el lugar que, en teoría, debería haber
sido sagrado para su familia. No era una situación cómoda para ella, ni
conveniente, ya que debía luchar con el tráfico de la ciudad cada mañana para
traerme a los niños y dejarme el auto. De esta manera, se podría hacer todo con
más calma; cuando se levantaba, ella podría tomar el desayuno, leer el periódico
y prepararse para ir a trabajar sin estresarse.

Cy no estaba seguro de que fuera una buena idea: nos habíamos


convertido en una pareja y no quería que hubiera nadie más en medio. Temía
que una situación como esa pudiera arruinar nuestra relación.

—Pero estoy aquí —le dije, mirándolo directamente a los ojos—. Y yo no


me iré a ninguna parte. No te desharás de mí tan fácilmente.

—No es eso lo que me preocupa —respondió—. Tú nunca me vas a dejar,


no te lo permitiré.

—¿Y cuál es el problema, entonces?

Finalmente, él se convenció porque, a pesar de todo, Cyrus era un hombre


razonable, y mi propuesta no tenía fisuras.

Carolyn no había puesto ninguna resistencia; quería una vida estable, con
nuevos fundamentos. Incluso ella estaba lista para construir sobre la montaña y
yo estaba honrado de la confianza que depositaba en mí.

Los niños estuvieron locos de alegría, e incluso cuando los sentamos para
imponerles algunas reglas, aún así, estuvieron tan emocionados que las habían
aceptado sin pestañear. Tenían una nueva casa, con sus propias habitaciones, y
cuando Cy trajo a casa una perra que había encontrado cerca de un contenedor
de basura fuera del hospital, no convertimos en una familia completa: seis más
un perro, a la que nombramos Reba, al igual que mi cantante favorita. El
veterinario nos dijo que, probablemente, era un cruce entre un labrador y un
husky, y que llegaría a ser tan grande que nos echaría de la casa. Reba era
grande, dulce y cariñosa, excepto una vez cuando un hombre se había acercado a
mí demasiado rápido y comenzó a gruñir, mostrando todos sus dientes y

146
poniéndose en posición de ataque. Al parecer, Reba era buena y amable solo
mientras su familia estuviera a salvo. Yo también era más o menos así, por lo que
comprendía perfectamente su comportamiento.

Aquella navidad fue maravillosa. Todos nos quedamos en casa, y nos


habían acompañado también los padres de Cy. Estaban contentísimos de que
hubiera decidido quedarme para siempre y estaban todavía más contentos que
hubiéramos tomado la decisión de vivir juntos. Owen me pidió que fuera a dar
un paseo con él y cuando me puso un brazo alrededor del cuello, me di cuenta de
que ya me consideraba un verdadero amigo. Incluso su mujer me apreciaba. Era
muy agradable recibir todo aquel cariño.

Cy había puesto mi nombre en todo, a pesar de que yo no había estado


totalmente de acuerdo, pero para él, como de costumbre, tenía sentido hacerlo
así.

Quería que en el caso de que, toco madera, él muriera, yo me hiciera cargo


de todo, incluidos los niños. A él le gustaba el sonido de nuestros nombres uno al
lado del otro en los documentos, como en el de la casa, en el del contrato de
unión civil y otros por el estilo. Eso lo hacía sentirse realmente feliz. Incluso se
había ocupado de vaciar el depósito de Abilene con los recuerdos de mi familia e
hizo que nos lo enviaran todo. Me alegré mucho más de lo que pude expresar.
Puse todo en un lugar más cerca de donde yo ahora vivía para que, cuando
estuviera listo para ello, yo pudiera controlar todo con calma. Aún no me sentía
preparado para hacerlo, pero en cualquier caso, no había prisa. Cy había
planeado salir de viaje con sus amigos en febrero, pero se había excusado. Yo
había insistido en que fuera, pero él no había querido dejarme ni a mí, ni mucho
menos a su hermana, los niños y la casa. No era el momento adecuado para un
viaje y yo lo entendí: había tomado tanto tiempo para que, finalmente,
llegáramos al punto donde nos encontrábamos y todo aquello tenía un sabor tan
nuevo que quería que lo disfrutáramos juntos. Carolyn tenía un montón de cosas
y había traído consigo camas, televisión, juguetes y videojuegos; pero la mayoría
de las cosas, como los muebles, las había vendido junto con la casa. Para
deshacerse de ellas tan pronto como fuera posible, incluso había solicitado un
precio bastante bajo, pero le había parecido bien así.

Su esposo, Mark, había firmado todos los papeles del divorcio y solo
pretendía ser libre, sin tener que pagar la pensión alimenticia a su esposa ni
ocuparse de los niños. Ella le había dicho que, de todos modos, no tendría opción
de lo contrario.

147
—Gracias, Cy —había dicho Carolyn el día en que el divorcio se hizo oficial.
Estábamos en la cocina, que se había convertido en el corazón de la casa, y le
había estrechado la mano—. Si no fuera por ti y Weber, habría tenido que luchar
por la custodia de mis hijos. No quiero volver a tener nada que ver con él
mientras viva. Solo quiero que se quede en Las Vegas y que no aparezca más por
aquí.

—Lo sé, cariño —respondió Cy, acariciando su mejilla. Luego Carolyn se


había levantado para venir a darme las gracias.

—Hubiera terminado en los tribunales si no fuera por vosotros dos, Web.


Gracias por ayudarme a encontrarme conmigo misma y con mi dignidad. Todo el
mundo necesita ayuda a veces, pero hay que merecerla y apreciarla como un
tesoro. Y eso es lo que hice. Te quiero tanto.

—Ella te quiere demasiado, si puedo dar mi opinión —había mascullado


Cy aquella noche, mientras nos preparábamos para ir a la cama.

—¿Qué? —le pregunté sonriendo mientras él recorría de ida y vuelta el


ancho de la habitación.

—¿No has notado que te toca continuamente? Te abraza y se apoya sobre


ti y te mira... ¿no te diste cuenta de ello?

Le sonreí.

—Ven aquí, amor.

—No, lo digo en serio —dijo bruscamente—. Yo sé que me ama, pero


también creo que si mañana me pasara por encima un camión, no me lloraría
demasiado.

Me dio tanta risa que tuve que utilizar la almohada para ahogar las
carcajadas.

—¡Web!

Me había tirado en la cama, sin poder parar de reír. Cuando por fin saqué
mi cara de debajo de la almohada, tenía lágrimas en los ojos.

—¡Weber Yates!

—¡Estás celoso de tu hermana! —Lo agarré y arrastré sobre mí—. Tú


sabes muy bien que eres todo lo que quiero; idiota.

148
—Bonito—murmuró. Lo besé y la pasión de inmediato le ganó el pulso al
mal humor. Habían pasado cuatro meses desde que habíamos oficializado
nuestra relación y nos habíamos jurado amor eterno; tres meses desde que
habíamos celebrado la ceremonia en la casa de sus padres en Half Moon Bay, y a
la cuál habíamos invitado a todos los que conocíamos; y dos meses desde que
Carolyn me había nombrado legalmente responsable de sus hijos, de quienes su
marido había renunciado para siempre; después de todo aquello, aún lograba
quitarle el aliento a Cy. Yo había creído que, con la rutina diaria, disminuiría la
atención que me dedicaba, que verme todos los días haría decaer la fascinación
que experimentaba por mí. Pero no fue así.

Verme en la cocina por la noche, encontrarme en el jardín regando el


césped, observarme mientras jugaba con la perra... todas estas cosas aún lo
volvían loco por mí. Él me amaba, y eso era una cosa maravillosa.

Éramos una familia y yo nunca había esperado ser tan afortunado como
para tener una.

Yo sabía que Carolyn todavía trataba de poner dinero en la cuenta


bancaria que tenía con Cy, pero este la bloqueó, entonces ya no pudo volver a
intentarlo. Yo no quería que me pagase, yo solo quería tenerlos a ella y a sus
hijos cerca y que todos me quisieran.

Estaba en paz conmigo mismo, con el hombre que era, porque yo era el eje
de todo. Sin mí, Cy era una persona diferente. Sin mí, los niños no se sentían
protegidos, felices y seguros. Sin mí, Carolyn no tenía ninguna base en la que
apoyarse, alguien en quien confiar, que sostuviera su mundo. Para mí, aquellas
eran todas bendiciones, especialmente Cy; yo los valoraba de la misma manera y
no renunciaría a nada de aquello, nunca jamás.

—Por amor de Dios, ¿qué es eso? —Cy masculló a mi lado, distrayéndome


de los pensamientos salvajes que ya habían comenzado a nacer en mi cabeza. Me
hizo volver a la realidad, es decir, al concierto de Pascua.

—Es un xilófono —le contesté.

—¿Un qué? —murmuró Carolyn.

Levanté los ojos hacia el cielo.

—Micah canta y toca el xilófono. ¿Cómo es que no os enterasteis?

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—¿Estás bromeando? —respondió Cy, dándome una palmadita ligera
sobre el brazo.

—Hace mucho ruido, incluso —dijo Tristán a su tío—. De hecho, Weber


hace que practique en el garaje.

—¿Es por eso que siempre está en el garaje? —preguntó Cy.

Asentí con la cabeza, sintiendo las primeras notas provenientes del


xilófono. El micrófono estaba justo ahí, haciendo que el sonido estridente viajara
a través de la multitud, llegando a nuestros oídos y a nuestros cerebros.

Una señora sentada en frente de nosotros y dijo: «Oh, Dios mío», y no en el


buen sentido.

El hombre sentado detrás dio un sobresalto, chocando con mi silla, y me


pidió disculpas. Carolyn empezó a reírse, Pip se subió a su regazo y Cy se volvió
hacia mí como si fuera mi culpa.

—¡¿Qué?!

—¿Es una broma? —Él se indignó—. Esa cosa puede provocar daños en la
corteza cerebral.

Sacudí la cabeza.

—No creo.

—Perdón, pero ¿desde cuándo sabes de medicina?

—Vivo con un doctor —le dije, moviendo las cejas hacia arriba y abajo —.
Se aprenden algunas cosas a fuerza de vivir juntos.

En ese momento llegó a nuestros oídos otro acorde del xilófono.

—¡Dios Santo! —gruñó Cy.

—Es solo en las tres primeras canciones —le dije—. Luego vienen las
maracas.

Estaba horrorizado.

Para mí, lo que realmente importaba era que Micah pudiera verme allí,
sonriendo. El niño necesitaba de un poco de apoyo, por Dios.

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Antes de Año Nuevo, Micah le había pedido a Cy que le pasara las patatas
que estaban sobre la mesa, y Cy lo había hecho. Fue una cosa extraordinaria,
pero habíamos intentado tomarlo con normalidad frente al niño. Cuando fuimos
a casa de sus padres, el primero de enero, apenas una semana después de la
visita de Navidad, se sorprendieron al oír hablar a Micah como si nunca nada
hubiera sucedido. Él no hablaba mucho, ni demasiado rápido o en voz alta, pero
hablaba como si siempre lo hubiera hecho, como de costumbre. Su vida se había
afianzado, ahora. Cuando no estaba en la escuela o con su madre, estaba
conmigo.

Yo no tenía intenciones de abandonarlo, ni tampoco su madre ni su tío.


Confiaba en todos nosotros y sabía que siempre estaríamos cerca de él. Su padre
ya no estaba allí, pero, en cualquier caso, aquel hombre nunca se había ocupado
demasiado de ellos por lo que, aunque fuera más bien triste admitirlo, Micah no
podía extrañar algo que nunca había tenido. No sentía la carencia de la relación
con su padre, ni lloraba por su ausencia. Ninguno de los muchachos lo hacía. Ni
siquiera preguntaban dónde estaba, lo cual me hizo pensar aún peor de aquel
hombre.

Esperaba que fuera feliz en Las Vegas; al igual que Carolyn, yo quería que
se quedara allí y disfrutara de su vida. La nuestra era perfecta y no le
guardábamos ningún rencor.

Un toque en el hombro me hizo volver a la realidad una vez más.

Dándome la vuelta, vi la cara de sufrimiento de la madre de un compañero


de Micah.

—¿Sí Señora?

—Disculpe que lo moleste. ¿Pero usted dijo que solo hay dos de estas y
luego las maracas?

—Dos más además de esta, y luego, las maracas.

—Gracias —dijo entrecerrando los ojos—. ¿Acaso usted no es el niñero de


Micah?

—Sí, Señora, y usted es la madre de Kelly.

—Sí —respondió, tratando de ofrecerme una sonrisa.

—Muy buena con el ukelele. La oí practicar ayer, en el ensayo.

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—Oh, sí, sí. —Estaba tratando de conservar la sonrisa en su cara y la falsa
expresión de alegría—. Casi se me había olvidado que también tocarán eso.
Gracias.

Asentí con la cabeza y me di la vuelta, sintiendo una mano sobre la mía.


Miré a Cy; me contemplaba sonriendo.

—¿Qué?

—Te amo.

—Yo también te amo.

—Pero voy a tener que matarte por no advertirme sobre esta tortura —se
quejó, y otra nota equivocada rechinó en nuestros oídos. Fue realmente muy
aguda y sus ojos se abrieron como platos.

—Qué hermoso eres, Doc.

Continuó mascullando quejas incomprensibles entre dientes.

Después de dos horas y quince minutos, al finalizar la última presentación


protagonizada por la percusión, todo el mundo se preguntaba que tenían que ver
las maracas, el ukelele, el xilófono y los bongós con la Pascua.

—Significa que debemos escuchar y apreciar diversas culturas, su talento


y sus interpretaciones musicales.

—¿Qué? —me preguntó Cy, devolviéndome la misma expresión confusa


que algunos de los otros padres que nos rodeaban.

—La música del mundo —le expliqué—. Debes abrir tu mente.

Él me miró como si, de repente, me hubiera vuelto loco.

—Oh, señor Yates —dijo la profesora de arte de Micah, quien compartía la


clase con la de música—. Bien dicho, es exactamente como dice. Todos
deberíamos ser un poco más abiertos y dar una ojeada más allá lo que nos rodea.

—¿Dónde? —dijo Cy, vacilante.

—Sé que Becky está encantada de tener tal apoyo de su parte —continuó
la mujer.

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Carolyn alzó los ojos al cielo; luego llegó Micah, vestido de traje y corbata,
esquivó a los maestros, a algunos de los padres, al tío y a su madre, y vino
directamente a mis brazos, apretándome con fuerza.

—Estuviste magnífico —le dije, dándole palmaditas en la espalda y


sintiendo su pequeña manita en mi cabello, mientras que la otra permanecía
firmemente alrededor de mi cuello. Luego, aspiró mi olor; ese era su nuevo
hábito. Evidentemente le gustaba mi perfume.

—Te vi, Weber —dijo—. Siempre te miro así no tengo miedo.

—Siempre podrás verme.

Dio un largo suspiro: aquello era muy reconfortante para un niño de seis
años y medio.

Más tarde esa noche, mientras colgaba mi primer traje y mi primera


corbata en el armario, me encontré que otros brazos me rodeaban, pero esta vez
por detrás. Y también había labios besando mi cuello.

—¿No se supone que ibas a hacer palomitas de maíz? —le pregunté.

—¿Te estás quejando?

—No, Señor. —Respiré hondo, cerré los ojos y disfruté de la sensación de


su cuerpo duro contra mí, sus manos en mis caderas y de los ruiditos de placer
que salían de su boca—. Tengo miedo que nos interrumpan, eso es todo.

—No va a pasar —me aseguró—. La puerta está cerrada con llave y


Carolyn está haciendo las palomitas de maíz y poniendo una película. Podemos
quedarnos aquí toda la noche.

—¿A qué se debe tanta lujuria de repente? —le pregunté, volviéndome


para mirarlo a la cara. Sus manos comenzaron lentamente a desabrochar mi
camisa.

—Me vas a abandonar —dijo.

—Sí, por tres días. —Me reí—. El partido es el sábado por la tarde.
Emprenderemos la vuelta la misma noche del sábado, por lo que vamos a estar
aquí para el domingo de Pascua.

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—En cualquier caso —dijo él, quitándose la camisa y pegando su pecho
desnudo al mío, contra mi piel—, es la primera vez después de nuestro
intercambio de promesas.

—Voy a estar de vuelta antes de que te des cuenta —le dije, poniendo una
mano debajo de su barbilla y haciendo que la levantara para poder mirarlo a los
ojos—. Solo para que lo sepas, yo también te echaré de menos, mi amor.

—Te he observado esta noche con Micah... estuviste maravilloso, Web.


Aquellos tres niños están locos por ti y, quiero decir, ahora te tienen a ti y a su
madre... —No terminó la frase.

—¿Sabes que es lo que yo necesito? —le dije, acariciando el bulto duro que
se presionaba contra su pantalón y sintiendo como emitía un gemido de deseo,
crudo y salvaje—. ¿Quieres adivinar?

—No, no estaba... Web, yo no estaba tratando de… Dios.

Presioné mi ingle sobre la suya y dejó de quejarse de inmediato.

—Por favor, Web, te deseo.

Caí de rodillas delante de él.

—Dios… con solo ver cómo te arrodillas delante de mí podrías hacerme


venir.

Él ya se había quitado la camisa y comencé a besarle los músculos de su


abdomen, la suave piel que me enloquecía. Cy era una obra de arte y me
pertenecía. Sentí una repentina oleada de deseo y le solté el cinturón, y luego le
desabroché los pantalones, bajé la cremallera y los dejé caer junto con su ropa
interior. Su miembro empinado y lloroso saltó al ser liberado de la ropa y Cy
dejó escapar un fuerte gemido.

—Quiero que me chupes y luego, antes de que me venga, quiero sentirte


dentro de mí.

Sin hacerle ninguna promesa, comencé a lamerlo desde los testículos hasta
la punta. Era largo y grueso y me gustó muchísimo, sobre todo adoraba su sabor.
Lo acogí en mi boca y lo llevé hasta el fondo de mi garganta. Apoyó una mano
posesiva sobre mi cabello; por la manera en que gemía, pensé que no tendría
muchos reclamos que hacer al respecto.

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—Por favor, Web, hazlo como si no pudieras vivir sin mí, como si yo fuera
todo lo que necesitaras...

Pude leer su mente con gran facilidad. No se sentía una pieza fundamental
del rompecabezas: creía que aún sin él, Carolyn, los niños y yo podríamos seguir
adelante como si nada hubiera pasado.

—¿Quién es él que no sabe lo importante que es, ahora? —balbuceé antes


de volver a atacarlo chupando con fuerza, acariciando cada centímetro de ese
hermoso pene, con la lengua y los dientes, gimiendo hasta arriesgarme a
volverlo completamente loco. Lo hubiera adorado como a un dios para hacerle
saber cuánto significaba para mí.

—Weber... —Estaba jadeando, tirando de mi pelo, retorciéndose frente a


mí—. Necesito... tengo todo el dominio... no lo quiero... solo quiero sentirte a ti.

Tenía que estar más atento al momento, y ese momento era el propicio. Mi
hombre, que todos los días, cada uno de ellos, tenía la vida de otros en sus
manos, necesitaba ir a casa y dejar de lado todo ese poder, cediéndomelo a mí. Él
simplemente quería sentir, sin pensar, dejarse ir para sentirse libre de ser él
mismo. Yo era quien debía tomarlo de la mano, tomar las riendas. Necesitaba
entregarse a mí y yo estaba demasiado centrado en los niños, creyendo que las
cosas, como estaban en ese momento, estaban bien. Y en cierto modo lo estaban,
pero quería más. Tenía que ser más receptivo a sus necesidades. Debía estar más
atento, esmerarme más con él. Me prometí a mí mismo hacerlo. Yo nunca, nunca
deseaba perderlo.

—Yo no quiero que vayas en busca de otra persona que cuide de ti —le
dije, dejándolo deslizarse fuera de mi boca, levantándome para mirarlo
fijamente a los ojos.

—Solo te quiero a ti, desde siempre. Lo sabes.

Lo agarré por las caderas de manera brusca, empujándolo y bloqueándolo


contra la pared.

—Date la vuelta.

Temblaba mientras se giraba. Tomé sus manos y las puse a los lados sobre
la madera oscura y lisa de la pared. Le bajé los pantalones completamente
haciendo que levantara un pie después del otro para quitarlos de sus piernas.

155
Solo de verlo, con sus manos contra la pared, con las piernas abiertas, esperando
lo que quisiera hacer con él, me hizo ponerme más duro y húmedo.

—Permanece quieto.

—Sí, Señor —respondió.

Volví menos de un minuto después, coloqué una toalla en el suelo debajo


de él, y embadurné su abertura de lubricante.

Dio un pequeño salto hacia adelante haciendo que su pene rozara la pared
y cuando trató de regresar a su posición inicial, lo empujé de nuevo hacia
delante, al mismo tiempo que metía un dedo dentro de su culo firme y redondo.

—Weber —gimió empujándose hacia atrás mientras yo presionaba hacia


adelante.

—Todos nosotros te necesitamos, Cy. Es gracias a ti que todo funciona.


Nunca tengas dudas sobre ello, ni siquiera por un segundo. Todo esto es mérito
tuyo, te lo juro.

—Yo quiero mucho a los demás… de verdad; pero te necesito, Web, te


deseo.

—¿Quieres que yo te desee, que te necesite también? —le pregunté,


añadiendo un segundo y un tercer dedo dentro de su ansiosa entrada. Lo froté y
masajeé, esperando que sus tensos músculos se relajaran, besándole y
mordisqueando su cuello.

—Más —me suplicó.

Él estaba tratando de absorberme hacia su interior y yo no deseaba otra


cosa más que darle mi pene, pero quería esperar hasta estar seguro de que
estuviera listo. Por nada del mundo le haría daño. Nunca.

—Web… —jadeó en voz alta—, ¡por favor!

Quería demostrarle lo importante que era.

Le separé las nalgas y presioné el glande contra su abertura.

—Weber, amor... ¡por favor!

Lo penetré de una sola estocada, entrando completamente, todo el camino


hacia su interior.

156
—¡Web!

Por suerte las paredes eran gruesas y la película estaba a todo volumen;
los Transformers sonaban en la televisión, en la sala de estar, manteniendo a
todos a raya.

—Amor...

Me moví unos pocos milímetros, apenas suficientes para sentir como sus
músculos se contraían, apretándose a mi alrededor, antes de hundirme de nuevo
hacia delante, esta vez aún más profundamente.

—Toma la polla en tu mano, Cy —le pedí respirando en su oído y lamiendo


su oreja.

Los sonidos que estaba haciendo -gemidos, gruñidos, lamentos- me


estaban enloqueciendo. Este hombre era hermoso y se estaba estremeciendo
entre mis manos; yo lo miraba, lo sentía a mí alrededor mientras me sumergía
en él, y yo también estaba cerca de acabar.

—Debes venirte, Cy; me estas llevando a la locura y no duraré mucho más.

—Weber...

—Eres mío —le dije, sacudiendo mis caderas con arrebato adelante y
atrás, martillando en su interior sin descanso, lo más profundo que podía.

—Oh sí, sí —balbuceó temblando—. Te lo suplico. Solo necesito ser tuyo.

Perdí la noción de todo, excepto del hombre entre mis brazos; del olor y el
sabor de su piel sudorosa; del sonido de su respiración agitada. ¿Cómo llegué
siquiera a pensar en que podía vivir sin él?

—Web... —Su voz estaba llena de emoción, como si fuera a llorar en


cualquier momento—. Por favor.

Él quería que yo hiciera lo que yo nunca pensé que podría hacer, a pesar
de que sospechaba que tendría que hacerlo; quería que dictara las reglas de la
casa, justo como lo había hecho con los niños de Carolyn antes de que se
mudaran con nosotros.

Tomé una respiración profunda y lo abracé, sin dejar de follarlo.

—Weber...

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Dios, tenía que hacerlo rápidamente, antes de que se derrumbara frente a
mis ojos.

—Escucha, en esta casa, bajo este techo, ¡tú te sometes a mí! Me


perteneces a mí, todos tus miedos, tus esperanzas; ¡todo! Pon todo tu peso sobre
mí, yo puedo tomarlo. Yo me ocuparé de ti, te protegeré y te amaré
incondicionalmente, porque me perteneces.

—¿Me lo prometes?

—Te lo juro. Ahora, déjate ir.

—Déjame verlo —dijo con voz temblorosa.

Me hundí en él, yendo más profundo de lo que yo pensaba que fuera


posible y el aliento quedó atrapado en su garganta. Coloqué un brazo en torno a
su pecho y lo estruje contra el mío; su espalda contra mi corazón, haciendo que
sintiera sus latidos.

Tenía que sentirlo, debía entender. Eso le arrancaba el orgasmo con fuerza
cada vez. Debía ver mi mano, el anillo de oro que me había colocado en el dedo
tres meses antes, el juramento de que no me lo quitaría jamás, el anillo que le
gritaba al mundo que ahora era un hombre casado… eso era lo que necesitaba.

—¡Mierda! —retumbó su voz, y un manantial de esperma terminó sobre el


muro delante de él, mientras que yo, al mismo tiempo, llenaba su canal
tembloroso que se apretaba en torno a mi pene como una prensa. Ambos
estábamos jadeando agitadamente, afanosamente, él con las manos contra la
pared, la cabeza hacia atrás, los ojos cerrados y el cuerpo trémulo, aún
atravesado por las ondas postreras del poderoso orgasmo. Y yo a sus espaldas,
con las manos en sus caderas, súbitamente aterido de frio.

No me movería de allí por nada del mundo.

—Web.

—Doc.

—No quisiera darte otras cosas en que pensar, ¿sabes?, pero realmente
tenía necesidad de...

—Es tanto tu casa como la mía, ¿no?

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—Sí. Pero es más tuya que de nadie más. Cuando alguno de nosotros no
está, no pasa nada, pero cuando tú no estás, Web, la casa entonces está vacía.
Eres tú quien hace de estas paredes un hogar. Eres tú de quien todos tenemos
necesidad. Tú eres la fortaleza.

Mi deslicé fuera de su cuerpo, sintiendo como sus músculos me dejaban ir,


y lo giré hacia mí. Entrelacé mis dedos entre sus cabellos y se los quité del rostro
para poder ver sus ojos.

—Entonces, descarga tus frustraciones sobre mí, ¿de acuerdo? Cualquiera


que sea el problema, yo puedo soportarlo. Es mi derecho, porque soy tu pareja,
el hombre que amas. Respétame y confía en mí, en la fortuna como en la
adversidad.

Asintió.

—¿Sí?

—Sí, Web —respondió, casi derrumbándose frente a mí. Tuve que


sostenerlo y acompañarlo hasta la cama, ayudándolo a acostarse.

Me senté a su lado, acariciando sus cabellos y sonriendo.

—Voy a buscarte un vaso de agua.

—No todavía —me pidió tomándome de la mano—. Deja que me quede


así, solo en mi espacio, en mi tiempo, por un poco más.

—Se irán tarde o temprano —le dije pasándole un dedo sobre las cejas —.
Y verás cuanto los extrañarás.

—Los adoro, a todos ellos, y me gusta tenerlos aquí —respondió—. Pero


me gustaría también que tú pudieras inclinarme sobre la mesa de la cocina, a
veces.

—Puerco —bromeé, riendo.

—Tú entiendes lo que quiero decir.

—Sí, lo entiendo. —Suspiré, poniéndome sobre él a horcajadas sobre sus


caderas—. Tenemos que reservar más tiempo para nosotros dos. Me ocuparé de
eso apenas vuelva de la competencia de Tris.

—Me siento como un patético necesitado —dijo acariciándome los


costados con las manos.

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—No eres eso. Es solo que me amas y quieres estar conmigo a solas.

—Pero debo compartirte con otras cuatro personas.

—Encontraremos más tiempo para nosotros. Pero te pido una cosa, nunca
dejes de hablarme de estas cosas. Tengo que saber que pasa por tu cabeza,
porque no quiero que comiences a pensar otra vez que no eres necesario para
esta familia.

Me aferró las caderas con sus manos.

—Dios, Web, tienes un cuerpo tan macizo. Adoro tocarte.

—¿Me estás escuchando?

—Eres hermoso, sano y fuerte, todo tu cuerpo... es como si estuviese


esculpido en roca o algo por el estilo.

—No me estás escuchando en lo más mínimo —gruñí.

—Sí que te estoy escuchando. —Rió, levantando las manos buscando mi


rostro.

Me incliné para que pudiera alcanzarme y lo besé, y después aquel beso,


todo se desvaneció.

Aquella noche me desperté porque tenía frío, y cuando alargué las manos
hacia él solo encontré algunas sábanas heladas en lugar de su cálido cuerpo.
Levanté la cabeza y lo vi, de pie frente a la ventana, envuelto en una manta,
mirando hacia afuera, hacia las luces lejanas de la ciudad.

—No estarás cansado de esta vida, ¿no? ¿Quisieras estar allá fuera, en
busca de una presa?

Giró solo un poco la cabeza.

—No, estoy contento de que hayamos aclarado algunas cosas esta noche.
Necesitaba saber cuál era mi lugar. No dejaba de preguntármelo desde hace un
tiempo y finalmente me lo has aclarado. Ahora entiendo que me amas y que
también me necesitas; y comprendí que aunque no tenga el control de cada cosa,
no significa que sea una persona débil.

—Claro que no.

160
Asintió.

—Te traje una botella de agua.

—Gracias —respondí sin dejar de observarlo.

—Puedo soportar pasar un poco de tiempo sin ti ahora que sé cómo te


sientes.

—Siempre lo has sabido dentro de ti, ¿no?

Volvió a mirar las luces exteriores y comenzó a llover.

—Lo esperaba. No he querido nunca nada como te deseo a ti, Web. Eres la
única pieza que me hacía falta para tener lo que siempre anhelé en esta vida.

—Por Dios, apunta más alto la próxima vez.

Me dio una mirada feroz cuando se dio la vuelta para observarme y yo me


puse a reír.

—Eres un idiota. Se supone que era un momento serio.

—Oh —comencé yo—. Absolutamente. Perdóname. Continúa con tu


momento.

—Bah. Ahora ya es tarde, tonto. Arruinaste el ambiente.

—Ven aquí.

Me hizo un gesto de disgusto.

—¿Harás que me levante?

Se apresuró hacia mí, con la irritación desvaneciéndose de su rostro con


cada paso que daba. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, lo aferré por las
manos y me lo tiré encima.

—Quiero mi cobertor.

—O sea que solo tienes frio —dijo indignado.

—Por supuesto.

—¿No me quieres ni un poco?

Emití un bufido.

161
—¿Una pizca, aunque sea?

—Un poquito, tal vez —respondí.

Se levantó, pero solo para acomodarse mejor sobre mí.

—¿Así que quieres conservarme a tu lado? —me preguntó. Le puse una


mano bajo el rostro para levantarle un poco la cabeza y así poder besar su
cuello; era una parte de su cuerpo que me gustaba muchísimo. Se estremecía
cada vez que la rozaba.

—El huérfano soy yo —le dije entre un beso y otro. Sus manos se
aferraron con fuerza a mis hombros y un estremecimiento le recorrió todo el
cuerpo—. Eres tú quien debe querer conservarme.

—Eres todo lo que siempre he querido, Web; lo sabes muy bien.

Yo lo sabía, era verdad.

—Bueno, entonces no será necesario. Estoy aquí para quedarme. Para


siempre.

—Cuento con ello —dijo besándome en la boca.

Sabía que contaba con ello porque yo sentía lo mismo por él.

FIN

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MARY CALMES vive en Lexington, Kentucky, con su marido y dos niños.
Ama todas las estaciones menos el verano. Se licenció en la University of the
Pacific de Stockton en California en literatura inglesa. Debido a que se trataba de
literatura y no de gramática, no le pidan que les señale una preposición porque
no sucederá jamás. Le encanta escribir, sumergirse en el proceso y concentrarse
en el trabajo. Puede incluso describir cómo huelen los personajes. Le encanta
comprar libros e ir a las convenciones para encontrarse cara a cara con sus
lectores.

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