La Ola
La Ola
La Ola
Liliana Colanzi
La Ola regresó durante uno de los inviernos más feroces de la Costa Este.
Ese año se suicidaron siete estudiantes entre noviembre y abril: cuatro
se arrojaron a los barrancos desde los puentes de Ithaca, los otros
recurrieron al sueño borroso de los fármacos. Era mi segundo año en
Cornell y me quedaban todavía otros tres o cuatro, o puede que cinco o
seis. Pero daba igual. En Ithaca todos los días se fundían en el mismo día.
Había llegado la Ola y yo, que había pasado los últimos años de un país a
otro huyendo de ella –como si alguien pudiera esconderse de su abrazo
helado–, me detuve frente al espejo para recordar por última vez que la
realidad es el reflejo del cristal y no lo otro, lo que se esconde detrás.
“Esto soy yo”, me dije, todavía de este lado de las cosas, afinando los
sentidos, invadida por la sensación inminente de algo que ya había vivido
muchas veces.
Y me senté a esperar.
Pero, ¿cómo contarles a los demás sobre la Ola? En Cornell nadie cree en
nada. Se gastan muchas horas discutiendo ideas, teorizando sobre la ética
y la estética, caminando deprisa para evitar el flash de las miradas,
organizando simposios y coloquios, pero no pueden reconocer a un ángel
cuando les sopla en la cara. Así son. Llega la Ola al campus y arrastra de
noche, de puntillas, a siete estudiantes, y lo único que se les ocurre es
llenarte los bolsillos de Trazodone o regalarte una lámpara de luz
ultravioleta.
De tanto en tanto algunas de las figuras –un hombre de bigote que leía el
periódico, un adolescente fumando al borde de un edificio, una mujer
vestida de rojo que empañaba el vidrio con su aliento alcohólico– intuían
mi presencia y hacían un alto para percibirme con una mezcla de anhelo
y estupor. Tenían tanto miedo de mí como yo de la Ola, y ese
descubrimiento fue suficiente para traerme de regreso a la silla y al vaso
de leche junto a la ventana, al cuerpo que respiraba y que pensaba y que
otra vez era mío, y empecé a reír con el alivio de alguien a quien le ha
sido entregada su vida entera y algo más.
Quise hablar con las criaturas, decirles que no se preocuparan o algo por
el estilo, pero sabía que no podían escucharme en medio del alboroto de
sus propias vidas ficticias. Me fui a dormir arrastrada por el murmullo
de las figuritas, dispuesta a darles toda mi atención luego de haber
descansado. Pero al día siguiente las voces de las criaturas me evadían,
sus contornos se esfumaban, las palabras se desbarrancaban en el
momento en que las escribía: no había forma de encontrar a esos seres
ni de averiguar quiénes eran.
Ya no me pertenecían.
De chica, cuando la Ola me encontraba por las noches, corría a meterme
a la cama de mis padres. Dormían en un colchón enorme con muchas
almohadas y yo podía deslizarme en medio de ellos sin despertarlos. Me
daba miedo quedarme dormida y ver lo que se escondía detrás de la
oscuridad de los ojos. La Ola también vivía ahí, en el límite del sueño, y
tenía las caras de un caleidoscopio del horror. La estática de la televisión,
que permanecía encendida hasta el amanecer, zumbaba y parpadeaba
como un escudo diseñado para protegerme. Me quedaba inmóvil en la
inmensa cama donde persistían, divididos, los olores tan distintos de
papá y mamá. “Si viene la Ola”, pensaba, “mis padres me van a agarrar
fuerte”. Bastaba con que dijera algo para que uno de los dos abriera los
ojos. “Y vos, ¿qué hacés aquí?”, me decían, aturdidos, y me pasaban la
almohada pequeña, la mía.
Papá era diferente. Papá era un asesino. Había matado a un hombre años
antes de conocer a mamá, cuando era joven y extranjero y trabajaba de
fotógrafo en un pueblo de Brasilea. Fue un accidente estúpido. Una noche,
mientras cerraba el estudio, fue a buscarlo su mejor amigo. Era un
conocido peleador y un mujeriego, un verdadero hombre de mundo, y
papá lo reverenciaba. El tipo intentó venderle un revólver robado y papá,
que no sabía nada de armas, apretó el gatillo sin querer: su amigo murió
camino al hospital.
Y me dormía de inmediato.
–Papá, imploré.
–Es una bonita mujer, insistió papá. Decile que no llore. Vamos a brindar.
–Esta es una fiesta, ¿no? ¿Dónde está la música? ¿Por qué nadie baila?
–Salud por los que…, llegó a decir papá, con la copa en alto, y la cara se
le derrumbó sobre el pecho en medio de la frase.
Más tarde unos aullidos se colaron en mis sueños. Parecían los gemidos
de un perro colgado por el cuello en sus momentos finales en este planeta.
Era un sonido obsceno, capaz de intoxicarte de pura soledad. Dormida,
creí que peleaba otra vez con el Viejo Sueño. Pero no. Despierta, yo
todavía era yo y el aullido también persistía, saliendo en estampida del
cuarto contiguo.
La llamada llegó durante una tormenta tan espectacular que, por primera
vez en muchos años, la universidad canceló las clases. Llegabas a perder
la conciencia de toda civilización, de toda frontera más allá de esa
blancura cegadora. La tarde se mezclaba con la noche, los ángeles
bajaban sollozando del cielo y yo esperaba la llegada de un mesías, pero
lo único que llegó esa tarde fue la llamada de mamá. Llevaba días
esperando que sucediera algo, cualquier cosa. No puedo decir que me
sorprendió. Casi me alegré de escuchar su voz cargada de rencor.
–¿Es grave?
–Sigue vivo.
Treinta y seis horas más tarde, y aún sin poder creerlo del todo, había
aterrizado en Santa Cruz y un taxi me llevaba a la casa mis padres.
Acababa de llover y la humedad se desprendía como niebla caliente del
asfalto. El conductor que me recogió esa madrugada manejaba un Toyota
reciclado, una especie de collage de varios autos que mostraba sus tripas
de cobre y aluminio. El taxista era un tipo conversador. Estaba al tanto
de las noticias. Me habló del reciente tsunami en el Japón, del
descongelamiento del Illimani, de la boa que habían encontrado en el Beni
con una pierna humana adentro.
–Grave nomás había sido el mundo, ¿no, señorita?, dijo, mirándome por
el espejo retrovisor, un espejo chiquito y descolgado sobre el que se
enroscaba un rosario.
Mi padre había pedido morir en casa. Hacía años que había comprado un
mausoleo en el Jardín de los Recuerdos, un monumento funerario con
lápidas de granito que llevaban nuestros nombres, las fechas de nuestros
nacimientos contiguas a una raya que señalaba el momento incierto de
nuestras muertes.
–¿El Sputnik?
¿Qué más había en el desierto? Rosa Damiana no lo sabía. Tenía doce años
y la voluntad de encontrar a su padre antes de que la alcanzara la
oscuridad. Caminó hasta que el sol de los Andes le nubló la vista.
Finalmente se sentó al pie de un cerro a descansar y a contemplar la
soledad de Dios. Sabía que era el fin. No podía caminar más, sus pies
estaban congelados. Las últimas luces ardían detrás de los contornos de
las cosas. Un grupo de cactus crecía cerca del cerro con sus brazos de
ocho puntas estirados hacia el cielo. Rosa Damiana arrancó un pedazo de
uno de ellos. Comió todo lo que pudo, ahogándose en su propio vómito, y
pidió morir.
Cuando abrió los ojos creyó que había resucitado en un lugar fulgurante.
Era todavía de noche –lo advertía por la presencia de la luna–, pero su
vista captaba las líneas más remotas del horizonte con la precisión de un
zorro. Su cuerpo resplandecía en millones de partículas de luz. Al lado de
su vómito, los cactus se habían transformado en pequeños hombres con
sombreritos. Rosa Damiana conversó un largo rato con ellos. Eran
simpáticos y reían mucho, y Rosa Damiana se doblaba de risa con ellos.
No comprendía por qué había estado tan triste antes. Ya no sentía frío,
sino más bien un agradable calor que la llenaba de energía. Su cuerpo
estaba liviano y sereno.
–Pude haberlo agarrado a patadas ahí mismo, dijo. Pude haberlo matado
si me daba la gana. Pero en vez de eso busqué la botella de singani y me
emborraché.
Esa vez fue distinto. Perdió el gusto por los viajes. Todavía continuaba
persiguiendo a mujeres entre un pueblo y otro, pero ya no era lo mismo.
Todo le parecía sucio, ordinario, irreal. Se pasaba noches enteras
mirando a su mujer y a sus hijos, que crecían con tanta rapidez –los cinco
dormían en el mismo cuarto–, y a veces se preguntaba qué hacían esos
desconocidos en su casa. No sentía nada especial por ellos. Podría
reemplazarlos por otros y a él le daría lo mismo. Empezó a buscar el
rostro de Rosa Damiana en cada viajero que subía a su flota. Preguntaba
por ella en los pueblos por los que pasaba. Nadie parecía conocerla. Llegó
a pensar que todo había sido un sueño, o peor aun, que él era parte de
alguno de los sueños que Rosa Damiana había abandonado en el desierto.
Empezó a beber más que de costumbre.
–Así es, señorita, se acabó la época de los viajes para mí, me dijo con la
tranquilidad de quien acaba de sacarse el cuerpo de encima.
–A Rosa Damiana.
–Ah.
Se disculpó de inmediato:
–No me haga caso. Solo los indios creen en esas cosas. A veces no me doy
cuenta ni de lo que estoy hablando.
Puede que el taxista haya añadido algo más, pero eso es algo que nunca
sabré. Ahí, bajo la luz dorada, estaba la casa de mi infancia. Las nubes
que se desgajaban en lágrimas. El largo viaje. El viejo Sueño. La Ola
suspendida en el horizonte, al principio y al final de todas las cosas,
aguardando. Mi corazón gastado, estremecido, temblando de amor.